30 DE MARZO, JUEVES

Fue quizás el instante de mayor tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes espaciales, percibimos cómo nuestros corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves, 30 de marzo del año 30. Habíamos «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.

Poco a poco recuperamos el control de la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación de mantenimiento del estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber cambiado. La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo. Durante el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila nuclear SNAP—10A había seguido alimentando el motor principal de turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio, por tanto, no había variado.

Una vez chequeados los circuitos principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto visual de la zona. Al Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un extenso núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de construcciones de baja estructura y dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en la cara este de la ciudad —mucho más voluminosa— y otra al suroeste. Luego supimos que se trataba del gran complejo del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes, respectivamente. Nuestras suposiciones —a pesar de la cerrada oscuridad— eran correctas: aquellas luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro, de características muy similares al que constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por su tercio norte, justamente desde la cara oeste del templo a la fachada norte del palacio herodiano.

Al este-sureste de nuestro módulo se apreciaban igualmente otros dos grupos de luces mortecinas, infinitamente más pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda del monte sobre el que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete. Los equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y confusas imágenes de estos núcleos humanos, no siendo posible confirmar si —como sospechábamos— se trataba de las aldeas de Betania y Betfagé.

Tras aquel primer rastreo de nuestros inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y yo ejecutamos la segunda fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar los ejes de los swivels hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto de partida para un posterior descenso sobre la cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo «retrocedió» en el tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador atómico nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración recomendaban esta segunda inclinación de los ángulos del tiempo de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del 30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de Galilea entró en Betania, procedente de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros de la citada población de Betania, donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con normalidad, yo debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.

¿Cómo poder describir aquel amanecer del 30 de enero sobre la vertical del monte de los Olivos?

El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes el Grande, con inmensas columnatas limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había descrito el historiador Flavio Josefo, una brillante cúpula —correspondiente al santuario resplandecía cual «montaña cubierta de nieve».

De norte a sur, al pie de la muralla este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de una torrentera que identificamos como el Cedrón.

Hacia el este-sureste, ligeramente difuminada por una colina, se perdía en el horizonte la hoya del mar Muerto. Su superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro sobre las resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo, perdidas en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab.

Alborozados, Eliseo y yo descubrimos junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa el diminuto rectángulo de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder a la piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldama— debería ocurrir el trágico final de Judas Iscariote.

Y bajo el módulo, un promontorio que se estiraba en paralelo a la gran muralla este de Jerusalén. Se trataba, efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares.

Las primeras inspecciones, mediante sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un terreno calcáreo en un amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos —basados en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayos X— ratificaron la presencia de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste de la ciudad presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles frutales. Al sur y sureste —especialmente en la masa del Olivete— eran mucho más frecuentes los olivares, destacando aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina occidental del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo.

Como detalle curioso diré que nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un pequeño núcleo urbano (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo entorno crecían amplias plantaciones de garbanzos.

Un camino polvoriento rodeaba la cara oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados de Betfagé y Betania con Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados de palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que brotaba al fondo del talud que se derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos célebre pináculo del templo. (En una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la ocasión de desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja).

Antes de proceder al descenso definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo terminamos las mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron nuestra capacidad de asombro.

Las medidas del templo, por ejemplo, eran portentosas.

Aquel rectángulo —que ocupaba algo más de la quinta parte de la superficie de la ciudad— aparecía cerrado por robustas murallas de 150 pies[22] de altura. Su cara norte, conocida como el atrio de los Gentiles, y a cuyo extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia, medía novecientos pies de longitud. Frente al Olivete, la fachada este del templo —toda ella en mármol blanco— alcanzaba los 1285,5 pies. La muralla occidental era prácticamente de las mismas dimensiones que la anterior y, por último, la cara sur, que cerraba el recinto sagrado y en la que se distinguían desde el módulo dos amplias puertas[23], arrojó 801 pies de longitud.

En cuanto al templo de Herodes propiamente dicho —que se levantaba en el centro de aquel gran rectángulo— los equipos nos proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de anchura.

La fortaleza o torre Antonia, residencia del representante del César durante las fiestas más sobresalientes de los judíos, se elevaba sobre una cota de 2220 pies sobre el nivel del mar. Era otra soberbia construcción de 450 por 384 pies, flanqueada en sus cuatro esquinas por sendas y poderosas torres de 105 pies de altura cada una. Al Oeste de la ciudad, en la cota más alta de Jerusalén (2280 pies), la familia Herodes había emplazado su residencia fortaleza. El palacio y los jardines reales ocupaban una franja de terreno, junto a la mencionada muralla más occidental de la ciudad santa de 900 X 300 pies. La edificación sobresalía por sus tres espigadas torres, de 120, 90 y 75 pies, respectivamente[24].

Desde el ala norte del palacio herodiano —tal y como nuestros radares habían detectado la noche anterior— se extendía otra muralla hasta la mitad, poco más o menos, de la cara oeste del templo, dividiendo a la ciudad en dos sectores.

Las dimensiones, en definitiva, de Jerusalén eran las siguientes: longitud máxima (desde la torre Antonia hasta el vértice sur), 3696 pies. En este ángulo sur de la ciudad —junto a la piscina de Siloé— detectamos la cota más baja del terreno: 1980 pies.

La anchura de la ciudad santa, contando desde el muro exterior occidental (correspondiente al palacio de Herodes) hasta el pináculo del templo, 667,6 pies.

La inexpugnable muralla que guardaba Jerusalén se levantaba a 225 pies sobre la superficie del valle. (El curso del Cedrón oscilaba entre los 1860 pies, en su cota más baja, frente a Hakeldama y al espolón que forman las murallas al sur de la población, y los 2040 pies, a su paso frente al huerto de Getsemaní, en la falda occidental del Olivete).

El ordenador computó la longitud total de la muralla exterior de la ciudad, registrando en pantalla 11 378,1 pies[25]. Por su parte, el muro que cruzaba entre las viviendas, dividiendo a Jerusalén en dos ciudades perfectamente diferenciadas como tendría ocasión de comprobar en persona— tenía una longitud aproximada de 1446,6 pies.

En nuestra vertical, el monte de los Olivos ofrecía dos cotas máximas: 2 220 pies frente a la piscina de Siloé; es decir, al sur de la ciudad y 2454 pies (elevación máxima), frente al templo. El huerto de Getsemaní —localizado en una cota inferior a ésta— se hallaba a una distancia de 739,2 pies (en línea recta desde la ladera al muro oriental del templo).

Aquella cota máxima del Olivete (2454 pies sobre el nivel del mar), estaba situada a unos 180 pies por encima del templo. Esto, unido a la localización por nuestros equipos de una pequeña formación rocosa que despuntaba en dicha cima, entre un mar de olivos, nos decidió establecer nuestro punto de contacto sobre el reducido calvero de dura piedra caliza.

A las 10 horas y 15 minutos, el módulo se posó —al fin— sobre la cumbre del monte de los Olivos. En un primer «tanteo», los cuatro pies extensibles de la «cuna» se hundieron ligeramente entre las lajas rocosas. Finalmente, la nave quedó estabilizada y nosotros procedimos a la desactivación del motor principal.

Aunque el descenso no podía ser visualizado por los habitantes de Jerusalén o de sus alrededores, un observador relativamente cercano a nuestro punto de contacto sí hubiera podido descubrir un súbito remolino de polvo y tierra, provocado por el choque de los gases contra el suelo, en la operación final de frenada del módulo. Por fortuna, aquella polvareda desapareció en poco más de sesenta segundos, así como el agudo silbido del reactor.

A pesar de todo, Eliseo y yo nos mantuvimos alerta por espacio de casi media hora, atentos a cualquier inesperada emisión de radiaciones infrarrojas, provenientes de seres humanos, que pudieran irrumpir en el campo de seguridad de nuestro vehículo, fijado en un radio de 150 pies. Cualquier individuo o animal que penetrase en dicha franja de terreno sería automáticamente visualizado en los paneles del módulo. En caso de un presunto ataque, el tripulante que permanecía en el interior de la «cuna» estaba autorizado a desencadenar un dispositivo especial de defensa —ubicado en la «membrana» exterior del fuselaje— que proyectaba a 30 pies de la nave una pared de ondas gravitatorias en forma de cúpula. Aunque esta semiesfera protectora no podía ser visualizada, el intruso o intrusos que trataran de cruzaría hubieran recibido la sensación de estar avanzando contra un viento huracanado. (Como ya comenté en su momento, ninguno de los expedicionarios podía ocasionar daño alguno, y mucho menos matar, a ninguno de los integrantes de la red social a observar).

Hacia las 11 horas, tras verificar la temperatura en superficie (11,6 grados centígrados), la humedad relativa (57 por ciento), la dirección e intensidad del viento (ligera brisa del noroeste) y otros valores más complejos —de carácter biológico—, inicié los últimos preparativos para mi definitiva salida al exterior.

Mientras Eliseo seguía vigilando nuestro entorno, me desnudé, procediendo a una meticulosa revisión de mi cuerpo. Debía desembarazarme de cualquier objeto impropio en aquella época: reloj de pulsera, una cadena con una chapa de identidad, obligatoria en las fuerzas armadas y una pequeña sortija de oro que siempre había llevado en el dedo meñique izquierdo.

Acto seguido me sometí a la pulverización —mediante una tobera de aspersión— del tronco, vientre, genitales, espalda y base del cuello y nuca, enfundándome así en la obligada defensa que llamábamos «piel de serpiente». Como ya he referido en otro momento, esta segunda epidermis era una fina película cuya sustancia base la constituye un compuesto de silicio en disolución coloidal en un producto volátil. Este líquido, al ser pulverizado sobre la piel, evapora rápidamente el diluyente, quedando recubierta aquélla de una delgada capa o película opaca porosa de carácter antielectrostático. Su color puede variar, según la misión, pudiendo ser utilizada, incluso, como un código, cuando se trabaja en grupo. Sin embargo, y con el fin de evitar posibles y desagradables sorpresas, yo preferí ajustarme una «epidermis» absolutamente transparente…

Caballo de Troya había estudiado con idéntica escrupulosidad el atuendo que llevaría durante aquellos once días. Puesto que debía hacerme pasar por un honrado comerciante extranjero griego por más señas— los expertos habían preparado un doble juego de vestiduras: una falda corta o faldellín (marrón oscuro); una sencilla túnica de color hueso; un cíngulo o ceñidor trenzado con cuerdas egipcias que sujetaba la túnica y un incómodo manto o ropón, susceptible de ser enrollado en torno al cuerpo o suspendido sobre los hombros. La engorrosa chlamys, que a punto estuve de perder en varios momentos de mi exploración, había sido confeccionada a mano, al igual que la túnica, con la lana de las montañas de Judea y teñida con glasto hasta proporcionarle un discreto color azul celeste. Para la confección de ambas túnicas, los expertos habían contratado los servicios de hábiles tejedores de Siria, herederos del antiguo núcleo comercial de Palmira, que aún manipulaban el lino bayal.

En previsión de un eventual fallo del dispositivo de transmisión auditiva —que llevaba incorporado en el interior de mi oído derecho[26]— Curtiss había ordenado que la chlamys dispusiera de una hebilla de cinco centímetros con la que poder sujetar el pallium o manto sobre mi hombro izquierdo. Esta hebilla de bronce encerraba un microtransmisor, capaz de emitir mensajes de corta duración mediante impulsos electromagnéticos de 0,0001385 segundos cada uno. De esta forma quedaba garantizada una eficaz y permanente conexión con la base.

En cuanto al calzado, habían sido diseñados dos pares de sandalias, con suela de esparto, trenzado en las montañas turcas de Ankara. Cada ejemplar fue perforado manualmente, incrustando en los bordes de las suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca, convenientemente empecinadas. Cada cordón —de cincuenta centímetros— permitía sujetar el rústico calzado, con holgura suficiente como para poder enrollarlo en cuatro vueltas a la canilla de las piernas.

Un mes antes del lanzamiento —con el fin de simplificar mi aseo diario durante el «gran viaje»— dejé crecer mi barba de forma desordenada.

Aquel ropaje y mi crecida barba desencadenaron el buen humor de Eliseo, viéndome sometido durante aquellos últimos minutos en el módulo a todo tipo de bromas y chanzas. Aquellos momentos de diversión resultaron altamente relajantes, haciéndonos olvidar momentáneamente dónde estábamos y lo que me reservaba el destino.

Siguiendo una de las costumbres populares en la Palestina de aquellos tiempos, impregné mis cabellos con unas gotas de aceite común. De esta forma quedaron más suaves y sedosos. Por último, colgué del cinturón una pequeña bolsa de hule impermeabilizado en la que Caballo de Troya había depositado una libra romana en pepitas de oro[27]. La evidente dificultad de conseguir monedas de curso legal, de las manejadas en Jerusalén en el año 30, había sido suplida por aquellos gramos de oro, extraídos especialmente de los antiquísimos filones de Tharsis, en las estribaciones de la sierra ibérica de Las Camorras. Según nuestros datos, no tendría por qué ser difícil cambiarlos por denarios de plata y monedas fraccionarias como el as, óbolo o sextercios[28]. Eliseo verificó por enésima vez los sistemas de transmisión, ampliando la banda inicial de recepción desde los 10 500 pies a 15 000. Antes de la toma de tierra, los equipos electrónicos habían medido la distancia existente entre Betania y la ciudad santa —siguiendo el curso del camino que rodea la cara este del Olivete— arrojando un resultado de 8325 pies[29].

El escenario donde debía moverme en aquellos días había sido limitado justamente entre ambas poblaciones —Betania y Jerusalén, con el pequeño poblado de Betfagé a corta distancia de la aldea de Lázaro—, por lo que, presumiblemente, mi distancia máxima respecto a la «cuna» (que se hallaba en un enclave equidistante de ambos núcleos urbanos) nunca debería ser superior a los mil pies. El margen establecido para la transmisión y recepción auditiva entre Eliseo y yo era, por tanto, más que suficiente.

A las doce horas, tras un emotivo abrazo, mi compañero accionó la escalerilla de descenso y yo salté a tierra.

Mi primera preocupación al caminar sobre aquella tierra blanqueada por el sol del mediodía fue comprobar mi posición sobre el Olivete. Al avanzar unos pasos hacia el bosquecillo de olivos que se derramaba en dirección sur me di cuenta de aquel gran silencio, apenas roto por el ronroneo de las libélulas. Me detuve y, tras cerciorarme, abrí la comunicación «auditiva» con Eliseo. A juzgar por el trayecto que había recorrido desde aquel grupo de rocas amarillentas sobre las que se había posado el módulo, debía encontrarme a poco más de noventa pies de Eliseo. Las palabras del hermano sonaron claras y fuertes en mis oídos:

—Es muy posible que la razón de ese silencio —argumentó Eliseo— se deba a la presencia de la «cuna»… A pesar del apantallamiento, algunos animales han podido detectar las emisiones de ondas…

Algo más tranquilo proseguí mi detallada localización de puntos de referencia, vitales para un posible y precipitado retorno hasta la nave. Aunque el microtransmisor de la hebilla actuaba al mismo tiempo como radiofaro omnidireccional (con señales VHF de ultra-alta frecuencia), haciendo posible de esta forma que uno de los radares de a bordo pudiera recibir mi «eco» ininterrumpidamente y en un radio estimado de cincuenta millas, yo no estaba autorizado a portar un sistema de localización del invisible módulo. La naturaleza de mi misión había desaconsejado a los responsables de Caballo de Troya la inclusión en mi escasa impedimenta de una de las «balizas» —de tipo manual— que operan en frecuencia de 75 megaciclos, y que hubiera resultado utilísima para mi reencuentro con la «cuna». Debería valerme, en suma, de mi sentido de la orientación, al menos hasta el límite de la zona de seguridad de la nave, a 150 pies de la misma. Una vez dentro de ese círculo, Eliseo podía «conducirme» mediante el transmisor incorporado a mi oído.

Gracias a Dios, el «punto de contacto» se hallaba en una de las cotas máximas del Olivete. Esta circunstancia, unida a la presencia del reducido calvero pedregoso, hacía relativamente cómoda la ubicación del asentamiento de nuestro vehículo, tanto si se ascendía por la ladera oriental (que muere en Betania) o por la occidental, que desemboca en la barranca del Cedrón.

Revisé fugazmente mi atuendo y con paso cauteloso me adentré en el olivar. A mi derecha, entre las epilépticas ramas de añosos olivos, se distinguía la dorada cúpula del templo y buena parte de las murallas de Jerusalén. Pero, a pesar de mis intensos deseos de aproximarme hasta el filo occidental de la «montaña de las aceitunas» (como también llamaban los israelitas al Olivete) y disfrutar de aquel espectáculo inigualable que era la ciudad santa, me ceñí al plan previsto e inicié el descenso por la vertiente sur, a la búsqueda del camino que habíamos divisado desde el aire y que me conduciría hasta Betania.

De pronto, al inclinarme para esquivar una de las frondosas ramas, advertí con cierto sobresalto lo llamativo de mi calzado, sospechosamente pulcro como para pertenecer a un andariego e inquieto comerciante extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un vetusto olivo y, después de echar una mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de aquella tierra ocre y esponjosa, restregándola contra el esparto y las ligaduras.

El inesperado alto en el camino fue registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi seguridad.

—¿Algún problema, Jasón?

A partir de mi salida de la «cuna», aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de «Jasón» había sido tomado del héroe de los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de los Argonautas, cantada por el poeta griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio Flaco. Yo había aceptado tal denominación, aunque era consciente de que jamás había tenido madera de héroe y que mi misión en Caballo de Troya no era precisamente la búsqueda del vellocino de oro, en el que tanto esfuerzo había puesto el bueno de Jasón.

Tras explicar a Eliseo aquel momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a mi posible primer encuentro con los habitantes de la zona.

Cuando había caminado algo más de 300 pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una pradera, sombreada por dos corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.

El corazón me golpeó en el pecho. Bajo aquellos árboles habían sido plantadas cuatro grandes tiendas.

Durante algunos segundos no supe cómo reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las lonas oscuras de las tiendas se agitaban numerosos individuos.

Presioné mi oído derecho y Eliseo apareció al instante:

—¿Qué hay…? —preguntó mi compañero.

—Primer contacto humano a la vista… Al parecer se trata de mercaderes… Veo algunos rebaños de ovejas junto a varias tiendas.

Eliseo consultó la memoria histórico-documental del ordenador central instalado en la «cuna» y me trasladó el informe aparecido en pantalla:

Santa Claus[30] en afirmativo. Según el libro de las Lamentaciones (R.2,5 sobre 2,2 (44.a 2) y el escrito rabínico Ta anit IV 8,69.a 36 (IV/1,191) en ese extremo de la falda sur del Olivete, donde te encuentras ahora, se instalaba tradicionalmente un grupo de tiendas en las que se vendía lo necesario para los sacrificios de purificación en el Templo. Según estos datos, bajo uno de esos dos cedros deberás encontrar también un mercado de pichones para los sacrificios. Volumen aproximado: 40 se) ah mensual… Es decir, unas 40 arrobas o 600 kilos de pichones, si lo prefieres… Santa Claus menciona también un texto de Josefo (Guerras de los Judíos, V 12,2/505) en el que se describe un muro edificado por Tito cuando puso cerco a Jerusalén. Este muro conducía al monte de los Olivos y encerraba la colina hasta la roca llamada «del palomar». Es muy probable que en los alrededores encuentres palomares excavados en la roca

—Recibido. Gracias… Voy hacia ellos.

—Un momento, Jasón —intervino nuevamente Eliseo—. Estos informes pueden resultarte útiles… Santa Claus añade que, según el escrito rabínico Menahot (87.a), estos carneros procedían de Moab; los corderos, del Hebrón, los terneros de Sarón y las palomas de la Montaña Real o Judea. El ganado vacuno procede de la llanura costera comprendida entre Jaffa y Lydda. Parte del ganado de carne llega de la Transjordania (posiblemente los carneros). Idiomas dominantes entre estos mercaderes: arameo, sirio y quizá algo de griego

—O. K.

—¡Suerte!

Conforme fui aproximándome a las tiendas, mi excitación fue en aumento. Aquélla podía ser mi primera oportunidad, no sólo de entablar contacto con los israelitas, sino de practicar mi arameo galilaico o griego.

Al entrar entre las tiendas, un tufo indescriptible —mezcla de ganado lanar, humo y aceite cocinado— a punto estuvo de jugarme una mala pasada. Tres de las tiendas habían sido acondicionadas como apriscos. Bajo las carpas de lona renegrida y remendadas por doquier se apiñaban unos 150 corderos y carneros. En la cuarta tienda se alineaban grandes tinajas con aceite y harina. Al amparo de esta última, un grupo de hombres, con amplias túnicas rojas, azules y blancas formaban corro, sentados sobre sus mantos. A corta distancia, fuera de la sombra de la lona, varias mujeres —casi todas con largas túnicas verdes— se afanaban en torno a una fogata. Junto a ellas, algunos niños semidesnudos y de cabezas rapadas ayudaban en lo que supuse se trataba del almuerzo común. Una olla de grandes dimensiones borboteaba sobre la candela, sujeta por un aro y tres pies de hierro tan hollinientos como la panza de la marmita. Varias jovencitas, con el rostro cubierto por un velo blanco y sendas diademas sobre la frente, permanecían arrodilladas junto a unas piedras rectangulares. Mecánicamente, cada muchacha tomaba un puñado de grano de un saco situado junto al grupo y lo depositaba sobre la superficie de la piedra, ligeramente cóncava. A continuación asían con ambas manos otra piedra estrecha y procedían a triturar el puñado de trigo. Una de las mujeres hacía pasar la harina por un cedazo con aro de madera, depositando el resultado de la molienda en una especie de lebrillo.

Permanecí algunos minutos absorto con aquel espectáculo. El grupo había reparado ya en mi presencia y, tras intercambiar algunas palabras que no llegué a captar, uno de ellos se puso en pie, dirigiéndose hacia mí.

El mercader —posiblemente uno de los más viejos— señaló a los rebaños y me preguntó si deseaba comprar algún cordero para la próxima Pascua. Al hablar, el hombre mostró una dentadura diezmada por la caries.

Sonreí y en el mismo arameo popular en que me había preguntado le expliqué que no, que era extranjero y que sólo iba de paso hacia Betania. Al percatarse, tanto por mi acento como por mi atuendo, que, en efecto, era un gentil, el hebreo lamentó haberse levantado y, con un mohín de disgusto por la presencia de aquel «impuro» dio media vuelta, incorporándose de nuevo al resto de los vendedores[31].

Un elemental sentido de la cautela me hizo alejarme del lugar, pendiente abajo, en busca del ansiado camino. Al cruzar frente al segundo cedro —en el que, tal y como había «vaticinado» el computador, había sido plantada una quinta tienda, bajo la que se apilaban numerosas jaulas con palomas— apenas si me detuve. Aunque mi ánimo había recobrado la confianza al comprobar que no había tenido grandes dificultades para entender y hacerme entender por aquel israelita, tampoco deseaba tentar a la suerte.

El sol seguía corriendo hacia poniente, recortando peligrosamente mi tiempo en aquel jueves, 30 de marzo. Debía darme prisa en entrar en Betania. A las 18 horas y 22 minutos, el ocaso pondría punto final a la jornada judía. Para ese momento yo debería tener resuelto mi contacto con la familia de Lázaro.

Apreté el paso y pronto me situé en la cornisa de un pequeño terraplén. Allí terminaba la falda del Olivete. A mis pies, a unos cinco o seis metros, apareció el camino que unía Jerusalén con Jericó, pasando por Betania. Desde mi improvisada atalaya se distinguían grupos de caminantes que iban y venían en uno y otro sentido. Eran, en su mayoría, peregrinos que acudían a la ciudad santa o que salían del recinto amurallado, camino de sus campamentos. A ambos lados de la polvorienta calzada —perdiéndose en el horizonte— se extendía una abigarrada masa de tiendas e improvisados tenderetes.

Me deslicé hasta el camino y comuniqué al módulo mi intención de iniciar la marcha en dirección Este; es decir, en sentido opuesto a Jerusalén.

Pronto comprobé que aquellas gentes eran, casi en su totalidad, galileos llegados en sucesivas caravanas y que, de acuerdo con una ancestral costumbre, solían acampar a este lado de la ciudad. La fiesta de la Pascua, una de las más solemnes del año, reunía en Jerusalén a cientos de miles de israelitas, procedentes de las distintas provincias y del extranjero. Aquel año, además, la solemnidad era doblemente importante, al coincidir dicha Pascua en sábado[32].

El alojamiento en Jerusalén debía ser harto difícil y los peregrinos terminaban por acomodarse en los alrededores.

Entre las tiendas distinguí a decenas de mujeres y niños, ocupados en animadas conversaciones o afanados en el arreglo de sus frágiles pabellones de pieles y telas multicolores. A pesar de no estar obligados a participar en la fiesta, estaba claro que las familias judías acudían en su totalidad hasta la ciudad santa. Y allí permanecían durante los días y noches previos a los sagrados ritos de la ofrenda y de la cena pascual.

Mientras caminaba entre aquella multitud alegre, variopinta y parlanchina empecé a intuir cómo pudo ser —cómo iba a ser— la entrada triunfal de Jesús de Nazaret en las primeras horas de la tarde del domingo en Jerusalén…

Con gran contento por mi parte, ninguno de los acampados o de los peregrinos que se cruzaban conmigo mostraban el menor asombro al verme. Sin embargo, mi inquietud creció al divisar al fondo del camino un grupo de jinetes, perteneciente a la guarnición romana en Jerusalén, que regresaba seguramente a sus acuartelamientos en la fortaleza Antonia. Como medida precautoria, y fingiendo cansancio, me senté al borde del sendero, al pie de una de las tiendas. Instintivamente me llevé la mano al oído y bajando el tono de mi voz comuniqué a Eliseo la proximidad de la patrulla.

Mi hermano, previa consulta al ordenador, me proporcionó algunos datos sobre los soldados:

Puede tratarse de una pequeña unidad —una turmae— formada por unos treinta y tres jinetes. La legión con base en Cesarea dispone de 5600 hombres, de los que 120 pertenecen a la caballería. La presencia de una de las cuatro turmae en Jerusalén puede significar que Poncio Pilato se ha trasladado ya a su residencia en la torre Antonia para administrar justicia durante la Pascua… ¡Atención! —añadió Eliseo—. Santa Claus especifica que estos jinetes pueden proceder de las tierras germánicas. Su extracción social es muy baja y su comportamiento especialmente agresivo para con los judíos. Cada una de estas unidades está mandada por tres oficiales —decuriones— cabezas de fila.

La advertencia de Santa Claus era acertada. Los jinetes avanzaban al paso, apartando a los descuidados con las afiladas bases de hierro de sus pilum o lanzas. En total llegué a contar 33 soldados perfectamente uniformados con oscuras cotas de malla, cascos dorados y relucientes, grebas, largas espadas al cinto y escudos hexagonales, orlados con un borde metálico. La totalidad de los caballeros vestían unos pantalones rojizos, bastante ajustados, y hasta la mitad de la pierna.

Marchaban de tres en fondo, ocupando prácticamente la totalidad del camino. Al pasar a mi altura advertí con asombro que, a excepción de los jefes o decuriones, todos eran muy jóvenes; quizá entre los dieciocho y treinta años. Naturalmente, tampoco podía conceder demasiado crédito a aquella impresión. En el año 30, el promedio de vida podía oscilar alrededor de los cuarenta años…

Cerraba el grupo armado un trío de soldados a lomos de caballos tordos sobre cuyas grupas habían sido amarrados sendos haces de jabalinas, algo más cortas que los pilum que portaban en la diestra y que posiblemente superaban los dos metros de longitud.

A pesar de estar viéndolo con mis propios ojos, ¡qué difícil me resultó en aquellas primeras horas hacerme a la idea de que había retrocedido en el tiempo y que lo que verdaderamente tenía a mi alrededor era la Palestina del emperador Tiberio!

Cuando me disponía a levantarme y reanudar el camino, sentí la leve presión de una mano en mi hombro. Al volver el rostro me encontré con un niño de tez morena y profundos ojos negros. Vestía una corta túnica de amplias mangas y color indefinible. En su mano izquierda sostenía una escudilla de madera con agua. Sin pronunciar una sola palabra, dibujó una sonrisa y me tendió el oscuro recipiente. Mojé mis labios en el agua y le devolví la vasija, agradeciéndole el gesto.

—¿De dónde vienes? —le pregunté acariciándole su cráneo rapado.

El pequeño se volvió hacia un pequeño grupo de hombres y mujeres que descansaban en el interior de una tienda. Una de las mujeres —posiblemente su madre— le animó con un gesto de su mano para que respondiera.

—Somos de Magdala, señor.

—Eso está cerca del lago, ¿no?

El niño asintió con la cabeza.

—¿Has oído hablar de Jesús el Nazareno?

Antes de que mi joven amigo llegara a responder, uno de los hombres se adelantó hasta nosotros. Aparentaba unos treinta y cinco o cuarenta años. Lucía una abundante barba negra. Tomó al pequeño por el brazo y preguntó:

—¿Es que eres seguidor del tekton?

Aquella palabra me dejó confuso.

—Perdóneme, amigo —le respondí—. Soy extranjero y no sé el significado de esa palabra.

El hombre soltó al niño y, cruzando los brazos entre los pliegues de su manto, añadió:

—Nosotros conocimos a su padre como José, el carpintero y herrero. Y así llamamos también a su hijo.

Tentado estuve de unirme a aquella familia de galileos y retrasar mi entrada en Betania. Pero lo pensé dos veces y comprendí que nadie mejor que Lázaro y sus hermanas para hablarme del Maestro…

Mientras proseguía mi camino, pregunté a Eliseo si podía obtener información sobre aquella nueva definición de Jesús. Santa Claus fue muy conciso: «El Galileo, efectivamente, recibía el sobrenombre de tekton —como carpintero, constructor o herrero— de acuerdo con la versión que sobre dicho término hacia el escrito rabínico Shabbat, 31.a También Marcos hace alusión a tekton en 6,3».

Es posible que llevase andado algo más de la mitad del camino entre Jerusalén y Betania cuando dejé atrás el apretado campamento de los peregrinos israelitas. A partir de allí, las tiendas eran mucho más escasas. Si no fuera porque podría equivocarme, habría jurado que en el acceso a la ciudad santa se habían plantado más de un millar de improvisados albergues. Esto podía significar —a un promedio de seis o siete personas por tienda— unos seis mil o siete mil peregrinos.

En aquel último kilómetro no observé, sin embargo, una disminución del intenso tráfico de gentes y bestias de carga. Grupos de judíos, con asnos y algunos camellos, seguían fluyendo en uno y otro sentido, transportando haces de leña, pesados y puntiagudos cántaros o arreando rebaños de cabras.

La vegetación, a ambos lados del camino, se había hecho más floreciente. A mi izquierda, la ladera oriental del Olivete aparecía cerrada por los olivares, cedros y algunos sicómoros. A mi derecha, junto a palmeras e higueras me llamó la atención una serie de cinamomos, con sus incipientes racimos de flores violetas y extraordinariamente olorosas.

El hecho de no poder llevar reloj me preocupaba. No resultaba fácil para mí averiguar en qué momento del día me encontraba. El sol se había lanzado ya hacia el Oeste, pero ignoraba cuanto tiempo había transcurrido desde que abandonara la «cuna». Por otra parte, deseaba acostumbrarme lo antes posible a mi nueva situación y ello me obligaba a prescindir, en la medida de lo posible, de la conexión auditiva con Eliseo. A juzgar por el camino recorrido y los altos efectuados, debían ser las 13.30 horas cuando, al salir de la única curva del sendero, divisé a la izquierda un minúsculo grupo de casas. Al fondo, y a la derecha, descubrí también otra aldea, aparentemente más grande que la primera. Entusiasmado, aceleré el paso. Aquellos poblados tenían que ser Betfagé y Betania, respectivamente.

Conforme fui aproximándome al primer poblado, mi desencanto fue en aumento. Betfagé no era otra cosa que un mísero conglomerado de pequeñas casas de una planta. Las paredes habían sido levantadas con piedras —posiblemente basálticas— y los intersticios, malamente tapados con cantos y barro. La mayoría de las techumbres de aquella media docena de viviendas —a excepción de una o dos terrazas— habían sido cubiertas con ramas de árboles, reforzadas con varias capas de juncos y paja.

Los alrededores aparecían repletos de higueras y pequeños huertos en los que deambulaban un sinfín de gallinas. Las últimas e intensas lluvias de enero y febrero habían convertido las «calles» en un barrizal.

Decepcionado, salí nuevamente al camino, informando a Eliseo de mi paso por la mísera Betfagé y de mi inminente llegada a Betania. La distancia entre ambas aldeas no era superior a los setecientos u ochocientos metros.

El lugar de residencia de Lázaro y su familia presentaba, en cambio, un aspecto mucho más sólido y esmerado. Las casas, aunque modestas, disponían de terrazas, y sus paredes —casi todas encaladas— habían sido construidas con piedras labradas.

Al penetrar en la aldea me sorprendió ver algunas de las calles pavimentadas a base de guijarros. Otras, sin embargo, seguían siendo estrechas torrenteras, ahora polvorientas y malolientes.

El núcleo principal de Betania se extendía a la derecha del camino que lleva de Jerusalén a Jericó. Al otro lado del sendero, un grupo más reducido de casas se apoyaba en la ladera del Monte de los Olivos. Algunas de estas viviendas se hallaban prácticamente empotradas en la falda de la montaña.

La animación en la aldea era considerable. Numerosos grupos de judíos iban y venían por entre sus casas, formando tertulias a las puertas de las viviendas o a la sombra de los entramados de cañas y ramas por los que trepaba la hiedra o descansaban desnudas e interminables parras.

No tardé en averiguar que aquella agitación venía siendo habitual en Betania desde que el Maestro de Galilea realizase el prodigio de resucitar de entre los muertos a su amigo Lázaro. La noticia había corrido como reguero de pólvora por todo el reino, llegando, incluso, a la vecina Siria y a las costas de la Fenicia. Desde entonces, una corriente interminable de simpatizantes, seguidores de Jesús o amigos de Lázaro acudían hasta la casa del resucitado, con el único afán de satisfacer su curiosidad. Este torrente de curiosos se había visto seriamente incrementado en aquellos días, con motivo de la próxima celebración de la Pascua. El camino entre Jerusalén y Betania podía cubrirse, a buen paso, en poco más de una hora y ello justificaba aquel agotador trajín por las calles de la hasta ese momento apacible localidad.

No fue muy difícil llegar hasta la casa de Lázaro. Me bastó con seguir a uno de los grupos de judíos que acababa de entrar en Betania. A los pocos minutos me encontraba frente a una hacienda levantada casi a las afueras del núcleo principal de la población. En la fachada, pulcramente blanqueada, se abría una puerta con los dinteles y jambas trabajados con piedras labradas. Delante de la casa se extendía un pequeño jardín de cinco o seis metros de largo por otros seis o siete de ancho. En él, sobre un banco de piedra y a la sombra de una frondosa higuera, estaba sentado un hombre. Vestía una túnica con franjas verticales rojas y azules y largas y amplias mangas. Una treintena de hombres le rodeaba por doquier. Algunos, incluso se habían situado a sus pies. Absortos, aquellos judíos escuchaban y contemplaban a aquel hombre de cuerpo enjuto y rostro picado de viruela. ¡Era Lázaro!

Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Intenté abrirme paso, pero fue inútil. Nadie estaba dispuesto a ceder su sitio. Lázaro se había convertido en la máxima atracción de aquellos días.

Con voz cansada —como si repitiese el suceso por enésima vez— fue desgranando su «aventura» y respondiendo a cuantas preguntas le formulaban.

Alzándome sobre las cabezas de los curiosos observé que se trataba de un hombre relativamente joven (posiblemente no había cumplido los 40 años), aunque la palidez de su rostro y unas pronunciadas ojeras le envejecían notablemente.

A los pocos minutos, ante mi desesperación, Lázaro se incorporó, despidiéndose de los allí reunidos.

Lo vi desaparecer en la penumbra de la casa, mientras los hebreos se desperdigaban, gesticulando y comentando cuanto habían visto y oído.

Y allí me quedé yo, abrumado y solitario frente a la pequeña cerca de madera que rodeaba el jardín. ¿Qué debía hacer? ¿Entraba en la casa? ¿Esperaba? Pero ¿a qué y para qué?

Me dejé caer sobre la polvorienta plazuela que se abría frente a la morada del amigo de Jesús y procuré cubrirme con el manto. Empezaba a sentir el fresco del atardecer. Me di cuenta entonces que no había probado bocado y que, a juzgar por la posición del sol, debíamos estar en lo que los israelitas llamaban la hora nona; es decir, las tres de la tarde. En ese momento comprendí por qué Lázaro había dado por zanjada aquella animada tertulia. Era el momento de la comida principal: lo que nosotros llamamos la cena.

Pero no me dejé arrastrar por el abatimiento. Caballo de Troya había previsto que yo intentara una entrevista con Lázaro en aquella jornada del jueves y así debía ser. Esperaría.

Pensé en aprovechar aquellos minutos —mientras la familia reponía fuerzas— para comprar algunas provisiones, pero pronto desistí. En mi precipitación por llegar a Betania no había tenido la precaución de entrar en Jerusalén y tratar de cambiar algunas de las pepitas de oro por monedas. Por otra parte, eso me hubiera retrasado considerablemente. A decir verdad, no era el hambre lo que me obsesionaba en aquellos instantes. Mis ojos, fijos en la puerta, estaban pendientes de la posible aparición de alguno de los miembros de la familia de Lázaro.

La intuición no me traicionó. No había transcurrido media hora cuando, procedente de la parte posterior de la casa, irrumpió en el jardín una mujer con el rostro cubierto con el velo tradicional. Le acompañaban dos adolescentes. Sobre la cabeza de la voluminosa matrona se balanceaba levemente un cántaro rojizo. Al verme debió Sorprenderse. Yo sabía que las buenas costumbres en la red social judía no permitían que un hombre se entretuviera a solas con una mujer, ni que éstas sonrieran o hablaran con desconocidos. Así que, venciendo mi natural inclinación por saludarla o ponerme en pie, me mantuve en silencio, dejando que pasara frente a mí. La buena mujer desvió su mirada y aceleró el paso, perdiéndose por uno de los ramales que desembocaba en la plazoleta.

Supongo que algo extraño debió notar en mi presencia porque, a los pocos minutos, uno de los muchachos volvía a la carrera, entrando en la casa como un meteoro. De inmediato aparecieron en el umbral del jardín dos hombres y el jovencito que, sin duda, les había alertado sobre aquel extranjero que permanecía sentado junto a las blancas estacas de la cerca.

Me puse en pie y esperé. Los hombres, arropados en gruesos mantos color canela, se aproximaron hasta mí.

—¿Qué buscas, hermano? —me preguntó el que parecía llevar la voz cantante.

El tono de su voz me tranquilizó. Había una gran dulzura en su semblante.

—Me llamo Jasón y soy de Tesalónica. Estoy aquí porque busco al rabí de Galilea…

—Él no está aquí.

Simulé gran contrariedad y, mirando fijamente a los ojos de mi interlocutor, pregunté con vehemencia:

—¿Dónde puedo encontrarle…?

—¿Para qué le quieres?

—Soy extranjero, pero he oído hablar de él desde Antioquía a Corfú. Llevo recorridas muchas leguas porque soy hombre a quien no satisfacen los dioses romanos ni griegos y porque desearía conocer la nueva doctrina del rabí al que llaman Jesús.

—¿Por qué le buscas aquí, frente a la casa de Lázaro?

—Desde mi llegada a las costas de Tiro no he oído hablar de otra cosa que del último prodigio del rabí: dicen que devolvió a la vida a su amigo Lázaro, muerto cinco días antes…

—Eran tres días los que mi señor llevaba sepultado —me corrigió el siervo.

—Luego es verdad —añadí mostrando una intencionada alegría.

Antes de que pudiera intervenir de nuevo, le supliqué si podía ser recibido por Lázaro.

—Quizá él sepa dónde puedo hallar al Maestro…

Los hombres intercambiaron una rápida mirada.

—Aguarda aquí —concluyeron—. El amo no está repuesto del todo…

Asentí mientras los siervos desaparecían en el interior de la hacienda.

Ante la inminente posibilidad de una primera entrevista con Lázaro, aproveché aquellos segundos de soledad para informar al módulo de cuanto estaba sucediendo.

Debí causar buena impresión a los criados de Lázaro. A los pocos minutos era invitado a entrar en la casa.

Traspasé el umbral con una mezcla de timidez y emoción. Lo que yo había supuesto como la fachada de la casa era en realidad la pared de un atrio o pequeño patio interior. La hacienda, por lo que pude observar, era mucho más extensa de lo que había imaginado. En el centro de este atrio rectangular y abierto a los cielos se abría un estanque de unos tres metros de lado. El piso, cubierto con ladrillos rojos, aparecía ligeramente inclinado y acanalado, de forma que las aguas pluviales pudieran caer desde los aleros de los edificios situados a izquierda y derecha hasta el recinto central. Ambas estancias tenían la misma altura que la pared de la fachada: unos metros, aproximadamente. Luego supe que la de la derecha era en realidad una cuadra y que la de la izquierda se destinaba a depósito de aperos, arneses y rejas para el arado.

Al fondo del patio, a unos siete metros del portalón por donde yo había entrado, se abría otra puerta, casi frente por frente a la principal. Allí me esperaba el hombre que yo había visto una hora antes al pie de la higuera. Junto a él, otros tres judíos, todos ellos arropados en sendos ropones de colores llamativos. Tal y como había observado entre muchos de los peregrinos galileos, llevaban una banda de tela arrollada en torno a la cabeza, dejando caer uno de sus extremos sobre la oreja derecha. Tenían todos una barba poblada, pero con el bigote perfectamente rasurado. Lázaro, en cambio, mantenía la cabeza despejada, con un cabello liso y corto y prematuramente encanecido.

Los siervos me invitaron a aproximarme hasta su señor. Al llegar a su altura, poco me faltó para tenderles mi mano. Lázaro y sus acompañantes permanecieron inmóviles, examinándome de pies a cabeza. Fue un momento difícil. Más adelante comprendería que aquella frialdad estaba justificada. Desde su resurrección, los enemigos de Jesús —en especial los fariseos y otros miembros destacados del Gran Sanedrín— venían mostrando una preocupante hostilidad contra el vecino de Betania. Si el Nazareno constituía ya de por sí una amenaza contra los sacerdotes de Jerusalén, Lázaro —con su vuelta a la vida— había revolucionado los ánimos, erigiéndose en prueba de excepción del poder del Maestro. Era lógico, por tanto, que la familia desconfiase de todo y de todos.

Aquella tensa situación se vería aliviada —afortunadamente para mí— en cuanto mis anfitriones se percataron de lo duro de mi acento, que me delataba como extranjero.

—¿Me buscabas? —intervino Lázaro con gesto grave.

—Vengo de tierras extrañas, en busca del leví de Nazaret, de quien cuentan que es hombre sabio y justo. Al desembarcar he sabido que tú eres su amigo. Por eso estoy aquí, en busca de tu comprensión…

Lázaro no respondió. Con un gesto me invitó a seguirle. Y al trasponer aquella segunda puerta me encontré en un espacioso patio porticado, igualmente abierto, pero cuadrangular. Aquella, sin duda, era la parte principal de la hacienda. Un total de catorce columnas de piedra de poco más de dos metros de altura apuntalaban un segundo piso, todo él construido en ladrillo. La fachada inferior de la casa (la situada bajo el pórtico) había sido levantada con grandes piedras rectangulares. Pude contar hasta siete puertas, todas ellas de sólida madera color ceniza. En el centro del patio había sido excavada una segunda cisterna. De sus cuatro vértices partían otros tantos canalillos de piedra por los que supuse que recogerían las aguas de lluvia. La piscina se hallaba prácticamente llena, con un agua de dudoso colorido. Casi la mitad del patio se hallaba cubierto con un tejadillo de cañizo sobre el que descansaban los vástagos de dos parras traídas por el padre de Lázaro desde la lejana Corinto, en las costas de Grecia. El fruto de esta vid —de una casta muy preciada— tenía la particularidad de dar uvas sin granos. Durante mi estancia en Betania tuve la oportunidad de saber que Jesús de Nazaret sentía una especial predilección por el fruto de aquellas parras.

Lázaro y sus amigos cruzaron el empedrado piso del patio y se dirigieron a una de las puertas de la izquierda. Al pasar bajo el soportal reparé en cuatro mujeres, sentadas en uno de los dos bancos de piedra adosados en cada una de las cuatro fachadas existentes bajo el claustro. Todas ellas vestían cumplidas túnicas de colores claros —generalmente verdosos—, con las cabezas cubiertas por sendos pañolones. Ninguna, sin embargo, ocultaba su rostro.

Guardaré siempre un grato e imborrable recuerdo de aquella sala rectangular a la que me había conducido el amigo de Jesús. Allí transcurrirían algunos de los momentos más apacibles de mi incursión en Betania…

Se trataba de la sala «familiar». Una especie de salón-comedor de unos ocho metros de largo por cuatro y medio de ancho. Tres ventanas estiradas y angostas, practicadas en el muro opuesto a la puerta, apenas si dejaban entrar la claridad. Una blanca mesa de pino presidía el centro de la estancia, cuyo suelo había sido revocado con mortero.

En una de las esquinas chisporroteaban algunos troncos, alimentados por el fuerte tiro del hogar. El fogón cumplía una doble misión. De una parte, servir de calefacción en los rudos meses invernales y, por otra, permitir la preparación de los alimentos. Para ello, los propietarios habían levantado a escasa distancia de la chimenea propiamente dicha un murete circular de unos treinta centímetros de altura, formado por cuatro capas en las que alternaban el barro y los cascotes. En su interior, entre las brasas, se depositaban los pucheros, así como unas bateas convexas que servían para cocer tortas hechas con masa sin levadura. Cuando se deseaba cocinar sin la aplicación directa del fuego, las mujeres depositaban unas piedras planas sobre la candela. Una vez caldeadas, las brasas eran apartadas y el guiso se realizaba sobre las piedras.

En casi todas las paredes habían sido dispuestas alacenas y repisas de madera en las que se alineaban lebrillos, bandejas, soperas y otros enseres, la mayoría de barro o bronce.

En el muro opuesto al fogón, y enterradas como una cuarta en el piso, se distinguían dos grandes y abombadas tinajas, de una tonalidad rojiza acastañada. Alcanzaban algo más de un metro de altura y, según me comentaría Marta días después, eran destinadas al consumo diario de grano y vino. Una de ellas, en especial, era tenida en gran aprecio por Lázaro y su familia. Había sido rescatada muchos años atrás en las cercanías de la ciudad de Hebrón y había pertenecido —según el sello real que presentaba una de sus cuatro asas— a los viñedos reales. En una minuciosa inspección posterior pude corroborar que, en efecto, la tinaja en cuestión presentaba un registro superior con las letras «lmlk», que significaban «perteneciente al rey». Su capacidad —sensiblemente inferior a la de la tinaja destinada al trigo— era de dos «batos» israelitas[33]. Siempre permanecía herméticamente cerrada con una tapa de barro, sujeta a su vez con bandas de tela.

El techo del aposento, situado a dos metros, estaba cruzado por seis vigas de madera, probablemente coníferas, muy abundantes en los alrededores. Otras partes techadas de la casa, excepción hecha de las terrazas, presentaban una construcción menos sólida. La cuadra y el almacén de los aperos propios del campo, por ejemplo, habían sido cubiertos con materiales muy combustibles: paja mezclada con barro y cal. Este tipo de techumbre —según me explicó Lázaro— tenía un gran inconveniente. Cada vez que llovía era necesario alisaría de nuevo, con el fin de consolidar el material de la superficie y evitar las goteras. Para ello se valían de pequeños rodillos de piedra de unos sesenta centímetros de longitud.

Lázaro y los restantes hebreos se situaron en torno al crepitante fuego y tomaron asiento sobre algunas de las pieles de cabra que alfombraban el piso. Yo hice otro tanto y me dispuse al diálogo.

En ese momento, una mujer entró en la sala. Llevaba en su mano izquierda una frágil astilla encendida. Sin decir palabra fue recorriendo las seis lámparas de barro que colgaban a lo largo de las blancas paredes y que contenían aceite. Tras prenderías, tomó una lucerna —también de arcilla— e introdujo la llama de su improvisada antorcha por la boca del campanudo recipiente. Al instante brotó una llamita amarillenta. La mujer, con paso diligente, situó aquella lámpara portátil sobre el extremo de la mesa más próximo al grupo. A continuación se acercó al hogar y arrojó sobre las brasas los restos de la astilla y dos bolitas de aspecto resinoso. Las cápsulas de cañafístula —un perfume empleado con frecuencia entre los hebreos— prendieron como una exhalación, invadiendo el recinto un aroma suave y duradero.

De pronto, sin apenas crepúsculo, la oscuridad llenó aquel histórico aposento.

—Te rogamos excuses nuestro recelo —solicitó uno de los amigos de Lázaro. Desde que el sumo sacerdote José ben Caifás y muchos de los archiereis[34] del Sanedrín acordaron poner fin a la vida del Maestro, todas nuestras precauciones son pocas…

—Sabemos que los betusianos y esbirros de Ben Bebay[35] —terció otro de los asistentes a la reunión— tienen órdenes de prender a Jesús. La fiesta de la Pascua está cercana y nuestros informantes aseguran que los bastones y porras de la policía del Gran Sanedrín estarán dispuestos para caer sobre el rabí. Sólo aguardan una oportunidad.

—¿Por qué? —intervine, mostrando vivos deseos de comprender—. El Maestro, según tengo entendido, es hombre de paz. Nunca ha hecho mal a nadie…

Lázaro debió notar una especial vibración en mi voz. Aquél fue el primer paso hacia la definitiva apertura de su corazón.

—Tú eres griego —respondió el resucitado, dándome a entender que yo ignoraba muchas de las circunstancias que rodeaban al rabí de Galilea—. No sé si conoces la profecía que acaricia y contempla nuestro pueblo desde tiempos remotos. Un día nacerá en Israel un Mesías que hará libres a los hombres. Pues bien, la casta sacerdotal cree y ha hecho creer al pueblo que ese Salvador tendrá que ser, primero y sobre todo, un sumo sacerdote.

—¿El Mesías deberá ser miembro del Gran Sanedrín?

—Eso dicen ellos. Los largos años de dominación extranjera han fortalecido la esperanza de ese Mesías, convirtiéndolo en un jefe político que libere a Israel del yugo romano. Los sacerdotes saben que el Maestro predica otro tipo de «liberación» y por eso lo consideran un impostor. Esto sería suficiente para terminar con la vida de Jesús. Pero hay más…

Lázaro seguía observándome con los ojos brillantes por una progresiva e incontrolable cólera.

Esos sepulcros encalados —como los llamó el Maestro— no perdonan que Jesús les haya ridiculizado públicamente. Es la primera vez en muchos años que alguien les planta cara, minando su influencia sobre el pueblo sencillo. Jesús, con sus palabras y señales, arrastra a las muchedumbres y eso multiplica su envidia y rencor. Por eso han jurado matarle…

—Pero no lo conseguirán —apostilló otro de los hebreos.

Interrogué a Lázaro con la mirada. ¿Qué querían decir aquellas rotundas palabras?

El amigo amado de Jesús desvió la conversación.

—Por favor, disculpa nuestra descortesía. A juzgar por el polvo de tus sandalias y la fatiga de tu rostro, debes de haber caminado mucho. Te suplico que —como hermano nuestro— aceptes mi hospitalidad…

Aquel brusco giro en la conducta de Lázaro me desconcertó. Pero le dejé hacer.

El hombre abandonó la estancia, regresando a los pocos minutos, en compañía de una mujer.

—Marta, mi hermana mayor —explicó Lázaro refiriéndose a la hebrea que le acompañaba— te lavará los pies…

El corazón me latió con fuerza. Y sin cerciorarme del error que estaba cometiendo, me puse en pie. El resto del grupo permaneció sentado. Era demasiado tarde para rectificar. Procuré serenar mis nervios. No podía negarme a los requerimientos de mi anfitrión. Hubiera sido considerado como un insulto al arraigado sentido oriental de la hospitalidad. Así que, colocando mis manos sobre los hombros del resucitado, le sonreí, agradeciéndole su delicadeza lo mejor que supe.

No tuve casi tiempo de fijarme en Marta, la «señora», puesto que éste es el verdadero significado de dicho nombre. Antes de que su hermano hubiera terminado de hablar, ya había traspasado el umbral de la sala, perdiéndose en el patio porticado.

Lázaro me rogó que tomara asiento sobre uno de los pequeños y desperdigados taburetes de cuatro patas y asiento de mimbre que rodeaban la mesa.

A los cinco minutos, la figura de Marta se recortaba nuevamente en la puerta. Sujetaba en las manos un lebrillo vacío y de su antebrazo izquierdo colgaba un largo lienzo blanco. Le seguía un niño con una jarra de bronce llena de agua.

Como si se tratara de un hábito de lo más rutinario, la hermana mayor de Lázaro depositó el barreño a mis pies, ciñéndose lo que hoy llamaríamos toalla. Me apresuré a soltar las tiras de cuero que formaban los cordones de mis sandalias, mientras la mujer vaciaba parte del contenido de la jarra en el lebrillo. Al introducir los pies en la ancha vasija de barro experimenté una reconfortante sensación. ¡El agua estaba caliente!

—Gracias… —murmuré—. Muchas gracias…

Marta levantó el rostro y sonrió, dejando al descubierto un hilo de oro que servía para sujetar algunos dientes postizos. Aquel era otro signo inequívoco de la acomodada posición de la familia.

Mientras la mujer procedía a la limpieza de mis doloridos pies (las cuatro vueltas de los cordones habían dejado otras tantas marcas rojizas en la piel), procuré observarla con detenimiento. Sin duda, Marta era mayor que Lázaro. Aparentaba entre 45 y 50 años. Sus manos, robustas y encallecidas, reflejaban una intensa y larga vida de trabajo. Era de una talla muy similar a la de su hermano —alrededor de 1,60 metros—, pero más gruesa y con un rostro redondo y curtido. Deduje que sus cabellos —cubiertos por un velo negro que caía hasta la espalda— debían ser negros, al igual que sus ojos y las cejas.

Una vez concluido el lavatorio, Marta envolvió mis pies en el lienzo con el que se ceñía la cintura y fue presionando el suave tejido (probablemente de algodón) hasta que ambas extremidades quedaron completamente secas. Tomó las sandalias y, ante mi sorpresa, se las pasó al muchachito. Guardé silencio, imaginando que la buena mujer trataba de asearlas.

Cuando pensaba que la operación había terminado, Marta me rogó que arremangara las mangas de mi túnica. Obedecí y con suma delicadeza tomó mis manos, situándolas sobre el lebrillo. Vertió sobre ellas el resto del agua que contenía la jarra, invitándome a que las frotara enérgicamente. Por último, las secó, retirando a un lado el barreño. En ese instante, la «señora» de la casa —que seguía arrodillada frente a mí— echó mano de un cordoncito que rodeaba su cuello, extrayendo de entre sus pechos una bolsita de tela, color azabache. La abrió, volcando el contenido sobre la palma de su mano izquierda. Se trataba de un puñado de suaves y diminutos gránulos —con forma de lágrimas— que destellaban a la luz de los candiles. Marta frotó aquella sustancia de aspecto gomorresinoso sobre cada uno de mis pies. Después hizo otro tanto con mis manos, devolviendo el oloroso producto a la bolsa.

No pude contener mi curiosidad y le pregunté el nombre de aquel perfume.

—Es mirra. En los días que siguieron a mi salida del módulo, pude saber que muchas de las mujeres israelitas —en especial las de las clases media y alta— llevaban bajo su túnica, al igual que Marta, sendas bolsitas con mirra. Ello les proporcionaba una permanente y gratísima fragancia. Tanto la mirra como el áloe, la hierba del bálsamo y otras resinas aromáticas eran consumidas con gran profusión por el pueblo judío, que las utilizaba, no sólo para aromatizar los templos, sino en el aseo personal, en el hogar e incluso en el lecho[36].

Marta y el niño abandonaron la estancia y yo, agradecido y aliviado, me incorporé al grupo. Lázaro atizaba el fuego. En mi mente bullían tantas preguntas que no supe por dónde reanudar la conversación. Deseaba conocer la doctrina y la personalidad del Maestro de Galilea, pero también sentía una aguda curiosidad por aquel ejemplar único: un hebreo devuelto a la vida después de muerto y enterrado. Como tampoco era cuestión de desperdiciar aquella inmejorable ocasión —programada, además, en el esquema de trabajo del general Curtiss—, rogué a mi amable anfitrión que me sacara de algunas dudas en torno al conocido milagro de Jesús. En mi calidad de médico, y a pesar de los textos evangélicos y de los numerosos comentarios que había recogido hasta ese momento, me resultaba muy difícil imaginar siquiera que aquel hombre hubiera sufrido lo que hoy conocemos por muerte clínica y que, para colmo, varios días después de su fallecimiento, otro «hombre» le hubiera rescatado del sepulcro.

—¿Qué es lo que deseas conocer? —repuso Lázaro sin dejar de remover el fogón.

Aun a riesgo de parecer impertinente, planteé mi primera duda con la suficiente astucia como para provocar la locuacidad de los allí reunidos.

—¿No pudo suceder que estuvieras dormido?

Lázaro olvidó la chimenea y, mirándome con dureza, replicó:

—Es mejor que sean éstos quienes respondan a esa cuestión…

Sus amigos guardaron silencio. Por un momento llegué a pensar que había forzado la situación. Pero, finalmente, uno de ellos, en tono comprensivo, tomó el hilo de la conversación.

—Es natural que dudes. Tú, como otros muchos, no estabas aquí cuando, en los últimos días de febrero, nuestro hermano Lázaro fue presa de intensas fiebres. A pesar de los cuidados de sus hermanas y de las prescripciones de los sangradores venidos de Jerusalén, el mal fue en aumento. Su debilidad llegó a tal extremo que no era capaz de sostener una escudilla de leche entre las manos.

Ni siquiera el médico del templo, Ben Ajía[37], pudo remediarle. El Maestro no se encontraba en aquellas fechas en Judea y la familia, a la vista de tan grave dolencia, tomó la decisión de enviar un mensajero para rogarle que sanara a su amigo. Sin embargo, a las pocas horas de la partida del jinete, Lázaro murió.

—¿Recordáis la fecha? —intervine.

—¿Cómo olvidar el día del fallecimiento de un amigo? El duelo cayó sobre esta casa en las últimas horas de la tarde del domingo 5 de marzo.

—Eso significa interrumpí de nuevo a mi interlocutor —que el mensajero llegó hasta Jesús cuando Lázaro ya había muerto…

—Efectivamente. El rabí se encontraba entonces en la ciudad de Bethabara, en la Perea[38] y aunque el emisario cabalgó toda la noche, Jesús no recibió la noticia hasta el día siguiente, lunes.

—Hay algo que no entiendo. ¿El mensajero tenía orden de rogar al Maestro que acudiera a Betania?

—No. Las hermanas de Lázaro tienen la suficiente fe en el rabí como para saber que no era necesaria su presencia. Ellas eran conscientes de que Jesús se hallaba predicando y que bastaría una sola palabra suya para sanar a su hermano. Por eso, al morir Lázaro poco después de la partida del mensajero, todo el mundo comprendió y aceptó que era demasiado tarde.

»Lo que sí resultó incomprensible, incluso para Marta y María —prosiguió mi relator con la voz trémula por el triste recuerdo de aquellos momentos— fue la respuesta de Jesús al emisario. Cuando éste regresó a Betania en la mañana del martes, aseguró una y otra vez que había oído decir al rabí que «aquella enfermedad no llevaba a la muerte». Todos, como te digo, creyentes o no, quedamos desconcertados. Nadie acertaba a comprender por qué Jesús, el gran amigo de la familia, no daba señales de vida.

»Al conocerse la noticia de la muerte de Lázaro, muchos de sus familiares y amigos de las aldeas próximas, así como de Jerusalén, se pusieron en camino y acompañamos a las hermanas en tan triste momento. Cumplida la primera parte de la normativa sobre el luto[39], nuestro amigo fue sepultado junto a sus padres, en la tumba familiar existente al final del jardín.

—Un momento —intervine de nuevo—. ¿Lázaro fue enterrado, aquí, en su propia casa?

—Sí, en el panteón de sus mayores.

Aunque mi pregunta debió parecer intrascendente, para mí encerraba un indudable valor. Según todos los textos bíblicos por mi consultados antes de la Operación Caballo de Troya, el sepulcro de Lázaro había sido ubicado por los exégetas fuera del pueblo y concretamente en la falda oriental del monte Olivete. A la mañana siguiente, la hermana mayor de Lázaro, a petición mía, me conduciría hasta la gruta natural que se abría al pie de un peñasco de unos diez metros de altura, a poco más de cuatrocientos metros de la parte posterior de la casa y en el fondo del frondoso huerto que formaba la hacienda. Aquella comprobación despejó mis dudas, fortaleciendo mi primera impresión sobre la desahogada posición económica de la familia, que había heredado de sus padres amplias zonas de viñedos y olivos. El hecho indiscutible de disponer, incluso, de su propio panteón familiar dentro del recinto de su casa, hablaba por sí solo de la riqueza de los hermanos.

—¿Qué día fue sepultado Lázaro?

—El jueves 9 de marzo, por la mañana. Al cumplirse los tres días establecidos por la ley, la familia y amigos depositamos los restos de Lázaro en uno de los lechos de piedra excavado en la gruta y procedimos a cerrar la boca con la losa…

Mis informantes se refirieron a continuación a la difícil situación por la que atravesaban las hermanas del fallecido. A pesar de los numerosos amigos y parientes que habían acudido a consolarlas, María y la «señora» se hallaban sumidas en un profundo dolor. Algo, sin embargo, las diferenciaba: mientras María parecía haber perdido toda esperanza, Marta siguió aferrada a una idea: «el Maestro tenía que aparecer de un momento a otro». Y aunque no sabía muy bien qué podía hacer el rabí a estas alturas, con su hermano muerto y amortajado, la «señora» vivió aquellos casi cuatro días con el ferviente deseo de ver aparecer a Jesús. Su fe en el Maestro era tal que aquella misma mañana del jueves, cuando la tumba fue cerrada, pidió a una vecina de Betania que se situara en lo alto de una colina, al este de la aldea, con el fin de vigilar el camino que conduce a Jericó y por el que debería llegar el rabí de Galilea. A las pocas horas, la joven irrumpió en la casa de Lázaro advirtiendo en secreto a Marta de la inminente llegada de Jesús y sus discípulos.

Poco después del mediodía, la «señora» se reunió con el Nazareno en lo alto de la colina. Marta, al ver a Jesús, se arrojó a sus pies, dando rienda suelta a sus lágrimas, al tiempo que exclamaba entre grandes gritos: «¡Maestro, de haber estado aquí, mi hermano no hubiera muerto!».

Jesús, entonces, se inclinó y tras levantarla le dijo: «Ten fe y tu hermano resucitará».

Y Marta, que no se había atrevido a criticar la aparentemente incomprensible actuación del Maestro, contestó: «Sé que resucitará en la resurrección del último día y desde ahora creo que nuestro Padre te dará todo aquello que le pidas».

El rabí colocó sus manos sobre los hombros de la mujer y mirándola fijamente a los ojos le dijo: «¡Yo soy la resurrección y la vida!».

Las lágrimas seguían corriendo por las mejillas de la hermana de Lázaro y Jesús prosiguió: «Aquel que crea en mí vivirá a pesar de que muera. En verdad te digo que quien viva creyendo en mí, nunca morirá realmente. Marta, ¿crees esto?

La mujer asintió con la cabeza y tras secarse los ojos añadió:

«Sí, desde hace mucho tiempo creo que eres el Libertador, el Hijo de Dios vivo…, el que tiene que venir a este mundo».

Los compañeros de Lázaro prosiguieron su relato, exponiendo la extrañeza del Maestro al no ver a María junto a su hermana. La «señora», que había recuperado ya su temple habitual, explicó a Jesús el profundo y doloroso trance por el que atravesaba María. Y el Nazareno le rogó que fuera a avisarla.

Marta entró de nuevo en la casa y, tomando aparte a su hermana, le dio la noticia de la llegada del Maestro.

Mis interlocutores debieron notar mi extrañeza ante este gesto de la hermana mayor de Lázaro y, adentrándose a mis pensamientos, aclararon:

—Entre las numerosas personas que habían acudido hasta esta casa se contaban algunos enemigos de Jesús; Marta, procurando evitar cualquier incidente, estimó oportuno no hablar en público de la reciente llegada a Betania del rabí. Es más: su intención fue permanecer en la casa, con los amigos y familiares, mientras María acudía en busca de Jesús. Pero la súbita e impetuosa salida de la hermana menor alarmó a los presentes, que la siguieron, creyendo que María se dirigía a la tumba de su hermano.

»Cuando María llegó hasta el Maestro, se arrojó igualmente a sus pies, exclamando: «¡De haber estado tú aquí, mi hermano no hubiera muerto!». El grupo, al ver a Jesús con las dos hermanas, permaneció a una prudencial distancia En aquellos momentos, mientras el rabí las consolaba, muchos de los amigos y parientes reanudaron sus lamentaciones y gemidos.

»El sol había empezado ya a desplazarse hacia el oeste cuando Jesús preguntó a Marta y a María: «¿Dónde está?». La «señora» le respondió: «Ven y verás». Y las hermanas le condujeron hasta la hacienda, atravesando el huerto. Cuando estuvieron frente a la gran peña, Marta le señaló la losa que cerraba el panteón familiar mientras María —presa de un nuevo ataque— se arrodillaba a los pies del Galileo, sollozando y hundiendo el rostro en la tierra. Se hizo un gran silencio y los que estábamos cerca del rabí vimos cómo sus ojos se humedecían y varias lágrimas corrieron por sus mejillas. Uno de los amigos de Jesús, al verle llorar, exclamó: «Ved cómo le quería. Aquel que ha abierto los ojos a los ciegos, ¿no podría impedir que este hombre muera?».

»Pero otros de los allí congregados, implacables detractores del Maestro, aprovecharon aquella oportunidad para ridiculizar a Jesús, diciendo: «Si tenía en tan alta estima a este hombre, ¿por qué no ha salvado a su amigo? ¿De qué sirve curar en Galilea a extraños si no puede salvar a los que ama?…».

»Jesús, sin embargo, permaneció en silencio. Entonces, levantando a María, la estrechó entre sus brazos, aliviando su aflicción.

—¿Qué hora era?

—Faltaba muy poco para la nona. En ese momento, el rabí, dirigiéndose a algunos de sus discípulos, les ordenó: «¡Levantad la piedra!». Pero Marta, adelantándose hacia el Maestro, le preguntó:

«¿Debemos mover la piedra de costado?».

Interrogué a los amigos de Lázaro sobre el significado de aquella pregunta de la «señora». Sinceramente, no terminaba de comprender. ¿Qué había querido decir?

—Marta, al igual que el resto de los allí presentes —me explicaron— entendimos que Jesús deseaba ver a Lázaro por última vez. Aunque todos creíamos en la resurrección de los muertos, ninguno (ni siquiera Marta) imaginamos cuáles eran en realidad las verdaderas intenciones del rabí. Por eso la «señora» creyó que sería suficiente con retirar parcialmente la losa. De esta forma, el Maestro hubiera podido asomarse a la sepultura y contemplar el cadáver de su amigo.

»La hermana mayor de Lázaro, sin embargo, intentó persuadir a Jesús, diciéndole: «Mi hermano ha muerto hace ya cuatro días… La descomposición del cuerpo se ha iniciado…».

»Los cinco hombres que se disponían a desplazar la piedra miraron a Marta sin saber qué hacer. Pero Jesús, que se había situado frente a ellos, y en un tono que no dejaba lugar a dudas, reprochó la lógica insinuación de la «señora»:

»—¿No os he manifestado desde el principio que esta enfermedad no era mortal? ¿No he venido a cumplir mi promesa? Y después de haberos visto, ¿no he dicho que si creéis veréis la gloria de Dios? ¿Por qué dudáis? ¿Cuánto tiempo necesitáis para creer y obedecer?

»Marta miró fijamente al Maestro y, en uno de sus típicos arranques, animó a los apóstoles y vecinos de Betania que se habían brindado a separar la piedra para que abrieran la caverna.

»El espeso silencio quedó roto por el gemido de la losa circular al rozar sobre la roca y por los entrecortados gritos de aliento que proferían los voluntarios, en su esfuerzo por echar a un lado el pesado cierre. Al cuarto o quinto intento, la boca de la tumba quedó al descubierto.

»Nuestro rabí levantó entonces los ojos hacia el azul de aquel atardecer y exclamó de forma que todos pudiéramos oírle:

»—Padre…[40], te agradezco que hayas oído mi ruego. Sé que siempre me escuchas, pero a causa de los que están junto a mí, hablo contigo para que crean que me has enviado al mundo y sepan que intervienes conmigo en el acto que nos disponemos a realizar.

»Acto seguido clavó su rodilla izquierda en tierra y asomándose a la galería que conduce a la cámara funeraria gritó con fuerza:

«¡Lázaro!… ¡Acércate a mí!».

»El eco resonó en el interior de la cueva, mientras las cuarenta o cincuenta personas que allí estábamos sentimos un escalofrío.

Algunos de los más próximos al Maestro nos asomamos a la tumba y percibimos, en la penumbra del foso, la forma de Lázaro, fuertemente fajado con tiras de lino blanco y reposando en el nicho inferior derecho del panteón.

»María, asustada, se abrazó a su hermana. Nunca un silencio fue tan dramático.

»Durante un corto espacio de tiempo, todos contuvimos la respiración. Aunque muchos de nosotros habíamos sido testigos de otros prodigios del rabí, la palpable y cruda realidad de aquellos cuatro días de enterramiento nos hacía dudar.

»¿Qué iba a suceder?

»Aquel desacostumbrado silencio se había propagado incluso a los alrededores. Las primeras y familiares golondrinas habían desaparecido del cielo y hasta el fuerte viento, tan propio de esta época, se había calmado inexplicablemente.

»De pronto, el Maestro dio un paso atrás. Por las escaleras que conducen a la boca de la cueva apareció un bulto. María lanzó un grito desgarrador y cayó desmayada. Instintivamente, todos retrocedimos.

»Un hombre cubierto por un lienzo pugnaba por salir al exterior. Pero sus manos y pies estaban atados con vendas y esto dificultaba su marcha.

»De la sorpresa se pasó al terror y la mayoría de los hombres y mujeres huyeron por el jardín, entre alaridos y caídas.

»¡Era Lázaro!

»A duras penas, apoyándose en sus codos y manos, aquel bulto fue arrastrándose por las húmedas escalinatas de piedra hasta alcanzar los últimos peldaños. Allí se detuvo, jadeante, mientras un sudor frío nos recorría el rostro.

»Pero nadie —ni siquiera Marta— se atrevió a dar un solo paso hacia el resucitado.

»Jesús comprendió nuestro pánico y dirigiéndose a la «señora» ordenó que le quitáramos la tiras de tela y que le dejáramos caminar.

»Con los ojos arrasados en lágrimas, Marta se aproximó valientemente, procediendo a desatar primero las vendas que oprimían sus muñecas. A continuación, sin esperar a liberarle de las ataduras de los tobillos, rasgó la sábana y dejó al descubierto el rostro de su hermano. Tenía los ojos muy abiertos y la faz blanca como la cal.

»Una vez liberado, Lázaro saludó al Maestro y a sus discípulos, interrogando a su hermana Marta sobre el significado de aquellas ropas funerarias y por qué se había despertado en el jardín. Mientras la «señora» le refería su muerte, enterramiento y resurrección, Jesús dio media vuelta y con su habitual serenidad se inclinó, levantando el cuerpo de María. La muchacha no había recobrado aún el sentido y el Maestro, olvidándose por completo de Lázaro y de nosotros, la condujo entre sus brazos hasta la casa.

»Poco después, los tres hermanos se postraron ante el rabí, agradeciéndole cuanto había hecho. Pero Jesús, tomando a Lázaro por sus manos, le levantó, diciendo: «Hijo mío, lo que te ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo una forma más gloriosa. Tú serás el testigo viviente de la verdad que he proclamado: yo soy la resurrección y la vida. Ahora vayamos a tomar el alimento para nuestros cuerpos físicos».

»Esto es todo lo que podemos decirte.

Lázaro me observaba fijamente. Supongo que con menor curiosidad de la que yo sentía por él.

—Si me lo permites —intervine dirigiéndome al resucitado—, quisiera hacerte una última pregunta.

El amigo de Jesús asintió con la cabeza.

—¿Qué recuerdo guardas de esos días en los que gustaste la muerte?

—Nunca he hablado de ello —repuso Lázaro—, pero no es mucho lo que puedo decirte.

Aquella pregunta y la insinuación del propietario de la casa sorprendieron al grupo. Curiosamente, nadie se había preocupado de averiguar qué había visto o sentido Lázaro durante los cuatro días en los que había permanecido muerto.

—Hubo un momento —supongo que en el instante de mi muerte— en el que mi cabeza se llenó de un extraño ruido… Fue algo así como el zumbido de un enjambre de abejas. Después, no sé por cuanto tiempo, experimenté una sensación desconocida: era como si me precipitara por un estrecho y oscuro pasadizo…

»Cuando volví a abrir los ojos todo era oscuridad. No sabía dónde estaba ni lo que había sucedido. Sentí frío en la espalda. Me di cuenta entonces que yacía sobre un lecho de piedra. Traté de incorporarme pero noté que me hallaba maniatado y cubierto por un lienzo Intenté gritar, pero un pañolón anudado sobre la cabeza sujetaba fuertemente mi mandíbula. Inmediatamente comprendí que estaba en una de las cavidades subterráneas que sirven para enterrar a nuestros muertos. Sin embargo, en contra de lo que puedas creer, no sentí miedo. Al contrario. Una gran paz se apoderó de mi y, lentamente, como pude, fui arrastrándome hacia la columna de luz que se distinguía al fondo de la cámara. El resto ya lo conoces.

No sé cómo pudo venirme a la memoria pero, de pronto, recordé que en el relato de la resurrección se había mencionado una sábana.

—Abusando de tu hospitalidad —le expuse— me gustaría saber si aún conservas los lienzos funerarios.

—Sí, así es.

—¿Podría examinarlos?

Aquel inusitado interés mío por la mortaja confundió a los presentes. Pero Lázaro accedió, rogando a uno de los amigos que fuera por ellos. Minutos más tarde, el hebreo ponía en mis manos un rollo de tela. Con la ayuda del propio Lázaro, y a petición mía, extendimos la sábana de lino sobre la mesa. Providencialmente, las hermanas habían optado por guardar el lienzo y las vendas tal y como fueron retirados del cuerpo de Lázaro. Y aunque la rigurosa ley judía prohibía todo contacto con cadáveres o con objetos que, a su vez, hubieran permanecido junto a los restos de hombres o animales[41], la singularidad del suceso —que rompía todos los esquemas legales— y el talante liberal de estos fieles seguidores de la doctrina de Jesús, habían hecho posible que las vestiduras fúnebres no fueran destruidas y que la familia las manejara sin escrúpulos de conciencia.

Al pasar una de las lámparas de aceite sobre el tejido pude observar un desgarro en el centro mismo de la sábana; justamente en la parte que debió cubrir la cabeza. Al examinar detenidamente la tela comprobé la existencia de unos plastones de color marrón, producto de las mezclas de ungüentos que habían sido utilizados en el embalsamamiento.

Como médico, presté especial interés a la detección de posibles señales o huellas que pudieran delatar el natural proceso de putrefacción. Según mis cálculos, y a juzgar por las informaciones de mis amigos, Lázaro había fallecido unos 25 días antes, en el atardecer del domingo, 5 de marzo. A pesar del aislamiento de la cueva sepulcral, de la baja temperatura de la misma y de la posible acción retardadora de los aceites y áloes, la advertencia de Marta a Jesús sobre el olor del cadáver era, sin duda, un síntoma claro de que su hermano debía presentar ya, cuando menos, la llamada «mancha verde» abdominal, primer signo de descomposición. (Esta mancha suele aparecer hacia las 24 horas del fallecimiento y Lázaro, en el momento de abrir la tumba, debía llevar alrededor de noventa horas muerto).

Sin embargo, por más que exploré el lienzo, no pude encontrar resto alguno de líquidos procedentes, por ejemplo, de la ruptura de ampollas en la epidermis. Lo que sí percibí, al oler algunas de las áreas del tejido, fue un inconfundible tufo a sulfhídrico, emanación muy propia en la putrefacción de la materia orgánica. Aunque no se trataba, obviamente, de una prueba definitiva, aquello me dio cierta idea sobre la posible causa de la muerte de Lázaro: probablemente un proceso infeccioso agudo y generalizado. (A título personal, y después del «gran viaje», me interesé por todos los textos, apócrifos o no, tradiciones, etc., en los que pudiera hablarse de la suerte que corrió Lázaro en años posteriores. Los escasos datos que encontré apuntaban hacia el hecho de que el amigo de Jesús fallecería por segunda vez a la edad de 64 años y, curiosamente, como consecuencia de la misma dolencia que le condujo al sepulcro en el año 30. Pero estas informaciones, lógicamente, no han podido ser comprobadas).

Lo que sí me llamó poderosamente la atención fue comprobar cómo el testimonio de Lázaro y sus amigos encajaba plenamente con la tradición judía sobre la muerte. En general, los hebreos creían que «la gota de hiel en la punta de la espada del ángel de la muerte empezaba a obrar al final del tercer día». Al cuarto, por tanto, la descomposición del cadáver era ya un hecho incuestionable. De acuerdo con la información de la familia de Lázaro, el Maestro recibió la noticia de la grave dolencia de su amigo cuando aquél llevaba ya once horas muerto; es decir, en la mañana del lunes, 6 de marzo. Jesús conocía esta creencia judía sobre la muerte y, sabiamente, esperó hasta el martes para ponerse en camino, llegando hasta Betania cuando los restos de Lázaro llevaban ya sin vida alrededor de 96 horas. Un tiempo más que suficiente como para que todos los judíos que sabían del fallecimiento no pudieran dudar sobre el prodigio que estaba a punto de consumar.

En las horas que siguieron, merced a éstas y a otras informaciones, alcancé a entender en su verdadera medida por qué la aristocracia sacerdotal judía —encabezada en aquellos años por la saga del ex sumo sacerdote Anás[42]— buscaba la muerte de Jesús de Nazaret. A las pocas horas de la resurrección de Lázaro, los jefes del templo —y por supuesto, el yerno de Anás— tuvieron cumplida cuenta de cuánto había ocurrido en el cementerio de Betania. Mientras la inmensa mayoría de los amigos del resucitado, que habían sido testigos excepcionales del suceso, se hacían lenguas del mismo, pregonando a los cuatro vientos la portentosa señal del Maestro de Galilea, otros judíos —muchos menos, aunque de torcido corazón— se apresuraron a informar a la casta de los fariseos, que gozaba entonces de gran primacía sobre el resto de los sacerdotes y levitas.

Es casi seguro que si el milagro hubiera tenido lugar en otro momento del año judío —y no en vísperas de la solemne Pascua— y con un protagonista menos acaudalado y prestigioso entre los dignatarios de Jerusalén, la obra del leví quizá hubiera ido a engrosar, a título de «inventario», la ya larga lista de prodigios. Pero el Nazareno había sacado de entre los muertos —potestad reservada únicamente al Divino— a Lázaro de Betania. (Demasiado cerca, demasiado espectacular y demasiado importante como para olvidarlo o condenarlo al silencio).

El hecho adquirió tales proporciones que —según me contaron Lázaro y sus amigos—, Jerusalén sufrió una conmoción. La circunstancia de que entre los testigos de su resurrección se contaran algunos miembros del templo y distinguidos judíos, amigos de la familia de Lázaro, precipitó aún más los acontecimientos. Y el Sanedrín, inquieto por la noticia, celebró una asamblea urgente a la una del mediodía del día siguiente, viernes. El tema único podía resumirse en la siguiente frase: «¿Qué hacemos con el impostor?"

Aunque la suprema asamblea de Israel había discutido ya en otras oportunidades la posibilidad de detener y juzgar a Jesús de Nazaret, acusándole de blasfemo y transgresor de las leyes religiosas, esta vez fue distinto.

Uno de los fariseos llegó a proponer una resolución por la que se dictase la inmediata captura del Galileo y su ejecución sin juicio previo. Esto provocó agrias discusiones entre los 71 miembros del Sanedrín, en especial entre algunos «ancianos» o representantes de la «nobleza laica» (caso de José de Arimatea) y los fariseos. Aquellos consideraban ilegal y abominable tal decisión.

Tras dos horas de debate, y en vista del escaso éxito de los que pretendían que el proceso contra Jesús se desarrollase bajo la más estricta ortodoxia, catorce miembros de la gran asamblea judía se levantaron, presentando allí mismo su dimisión. Dos semanas después, cuando el Sanedrín aceptó estas dimisiones, el consejo relevó de sus cargos a otros cinco destacados miembros, bajo la acusación de «reflejar sentimientos de amistad hacia el Nazareno». Estas circunstancias despejaron el camino del Sanedrín, que tomó la decisión casi unánime de prender y ajusticiar al Maestro. Lázaro y su familia no se equivocaban al creer que la suerte de Jesús estaba echada. El odio del Sanedrín contra el rabí era tal que aquella misma tarde del viernes, 10 de marzo, los policías del templo recibieron la orden de buscar y capturar a Jesús, «allí donde se encontrase». Pero la inminente entrada del sábado (al atardecer del viernes) salvaría al Nazareno. Aunque todo Jerusalén sabía de la presencia de Jesús en Betania, los levitas decidieron aguardar al domingo para ejecutar la orden de caza y captura. Los amigos del Maestro se apresuraron a comunicarle el grave acuerdo del Sanedrín, apremiándole para que huyera. Pero Jesús no hizo caso y siguió en Betfagé hasta la mañana del domingo, 12 de marzo. Tras despedirse de Lázaro y sus hermanas, el rabí y su grupo partieron hacia su campamento de la ciudad de Pella[43].

Pocos días después de la marcha del Maestro, el burlado Sanedrín centró sus iras en el resucitado. Lázaro y su familia fueron llamados a declarar a Jerusalén y los sacerdotes tuvieron que rendirse a la evidencia del milagroso acto de Jesús. En este sentido, el testimonio del médico del templo, Ben Ajía, que había asistido al vecino de Betania durante su fulminante enfermedad y comprobado con sus propios ojos el ritual del embalsamamiento, fue decisivo. Sin embargo, el torcido corazón de Caifás y de sus partidarios hizo registrar en los archivos del Sanedrín que «aquel prodigio tenía su origen en el maléfico poder del príncipe de los demonios, aliado del rabí de Galilea». Esta resurrección —insisto en ello—, lejos de abrir el alma de los representantes religiosos del pueblo hebreo, envenenó aún más sus sentimientos hacia Jesús. El sumo sacerdote y los jefes del templo se encargaron de convencer al resto del tribunal de que, de seguir por aquel camino, todo el pueblo de Israel terminaría por acatar la doctrina del Galileo, pudiendo conducir a la nación a una catástrofe. En cierto modo, el Sanedrín tenía razón, ya que muchos hebreos —entre los que figuraba buena parte de sus propios discípulos consideraban al Mesías como un libertador político, un revolucionario que expulsaría a los romanos de Israel.

Fue precisamente en una de aquellas reuniones del Sanedrín —según me informó Nicodemo cuando Caifás hizo alusión, por primera vez, al antiguo adagio judío, repetido con posterioridad, que rezaba: «Más vale que un hombre muera, antes de ver perecer a una comunidad».

Pero los problemas de la suprema asamblea de Israel no terminaban en Jesús. El Sanedrín se había dado perfecta cuenta de que era menester eliminar también a Lázaro[44]. ¿Qué conseguían apresando y ajusticiando al Maestro si continuaba con vida el máximo exponente de su poder? La popularidad del resucitado había alcanzado tal grado que Caifás y los fariseos decretaron igualmente la eliminación de Lázaro.

Los planes del Sanedrín terminaron por filtrarse y el amigo de Jesús fue puntualmente informado. Esta dramática situación había sumido a la familia de Betania en una permanente angustia. Ahora empezaba a comprender su natural desconfianza cuando, pocas horas antes, yo había solicitado entrevistarme con Lázaro…

Quizá, en mi opinión, otro de los graves errores del Sanedrín fue no detener primero al resucitado. Al comprobar que Jesús había desaparecido, los sacerdotes olvidaron temporalmente a Lázaro y dieron órdenes expresas a Yojanán ben Gudgeda, portero jefe, así como al resto de los levitas o policías al servicio del templo, para que, en el caso de que el Nazareno hiciera acto de presencia, fuera capturado de inmediato. Uno de los comentarios más extendido en aquellos días previos a la celebración de la Pascua —y que yo había tenido ocasión de escuchar desde mi llegada a Betania— era precisamente si el Nazareno tendría el suficiente coraje como para acudir a Jerusalén y celebrar, como cada año, los sagrados ritos. Este rumor popular había desquiciado a los sacerdotes, hasta el extremo de trasladar el «problema Lázaro» a un segundo plano.

Así discurrió mi primer encuentro con el amigo amado de Jesús, interrumpido finalmente por la entrada en la sala de Marta. En una bandeja de madera me ofreció un refrigerio, que agradecí nuevamente con todo mi corazón. Después del relato de los hebreos que me acompañaban, mi admiración por la «señora» había crecido sensiblemente. Y supongo que ella, con su gran intuición femenina, debió notarlo. Al entregarme la comida, Marta bajó los ojos, sonrojándose.

—Te ruego, hermano Jasón —habló Lázaro— que tengas a bien aceptar este humilde alimento. Sabemos que lo necesitas. Y te suplico igualmente que te consideres en tu casa. Esta noche, y cuantas precises, éste será tu techo…

Traté de disuadirle, pero fue inútil. Lázaro y sus amigos habían descubierto que —en verdad— mi actitud era limpia y noble.

Las emociones del día me habían abierto el apetito y, ante la mirada complacida de mis nuevos amigos, no tardé en dar buena cuenta del grano tostado, de los higos secos, los dátiles, miel y del cuenco de leche de cabra que formaron mi cena.

Bien entrada la noche, el propio Lázaro me condujo hasta una de las estancias del piso superior. En ella había sido dispuesto un catre de los llamados «de tijera», con un lecho de tela y cuerdas entrelazadas. El armazón de la cama había sido construido a base de dos largueros de madera de pino, cada uno sólidamente amarrado a dos patas que se cruzaban en forma de aspa y que no levantaban más de cuarenta centímetros del suelo.

Por todo mobiliario, el reducido dormitorio rectangular (de 1,80 × 2,50 metros) presentaba un arcón de sólida madera de acacia (la misma que debió de servir para construir la legendaria arca de la alianza) de un metro de altura. Sobre él, Marta había colocado mis sandalias, pulcramente lavadas; una jofaina, una jarra de metal con agua, un lienzo y un pequeño ramo de romero de fragantes flores azuladas. Sobre la cabecera del lecho, colgando de la blanca pared y a corta altura del piso de ladrillo rojo, alumbraba una sencilla lamparilla de aceite con forma de concha.

Al cerrar la puerta y quedarme solo me asomé a la estrecha tronera que hacía las veces de ventana y mis ojos se humedecieron al contemplar aquella legión de estrellas, idénticas a las que yo solía ver en el desierto de Mojave.

Tras una larga conexión con el módulo, caí rendido sobre el catre. En realidad, mi agitada exploración no había hecho más que empezar…