MÉXICO, D.F.
Pero justo será que, antes de proseguir con esta nueva aventura, cuente cuándo y en qué circunstancias conocí al mayor y cómo me vi envuelto en una de las investigaciones más extrañas y fascinantes de cuantas he emprendido.
En el mes de abril de 1980, y por otros asuntos que no vienen al caso, me encontraba en México (Distrito Federal). Hacia escasos meses que había escrito mi primer libro sobre los descubrimientos de los científicos de la NASA sobre la Sábana Santa de Turín y recuerdo que en una de mis intervenciones en la televisión azteca —concretamente en el prestigioso y popular programa informativo de Jacobo Zabludowsky—, yo había comentado algunos pormenores sobre las aterradoras torturas a que había sido sometido Jesús de Nazaret. Ante mi sorpresa y la del equipo de Televisa, esa noche se registró un torrente de llamadas desde los puntos más dispares de la República e, incluso, desde Miami y California.
Al regresar a mi hotel, la operadora del Presidente Chapultepec me dio paso a una llamada que no olvidaré jamás.
—¿El señor J. J. Benítez?
—Sí, dígame…
—¿Es usted J. J. Benítez?
—Sí, soy yo… ¿Quién habla?
—Le he visto en el programa del señor Zabludowsky y me sentiría muy honrado si pudiera conversar con usted.
—Bueno, usted dirá —respondí casi mecánicamente, al tiempo que me dejaba caer sobre la cama. En aquellos primeros instantes confundí a mi comunicante con el típico curioso. Y me dispuse a liquidar la conversación a la primera oportunidad.
—Como habrá adivinado por mi acento, soy extranjero… Sinceramente, al escucharle me ha impresionado su interés por Cristo.
—Disculpe —le interrumpí, tratando de saber a qué atenerme—, ¿cómo me ha dicho que se llama?
—No, no le he dicho mi nombre. Y si usted me lo permite, dada mi condición de antiguo piloto de las fuerzas aéreas norteamericanas, preferiría no dárselo por teléfono.
Aquello me puso en guardia. Me incorporé e intenté ordenar mis ideas.
No sé cuál es su plan de trabajo en México —continuó en un tono sumamente afable— pero quizá pueda ser de gran interés para usted que nos veamos. ¿Qué le parece?
—No sé —dudé—; ¿dónde se encuentra usted?
—Le llamo desde el estado de Tabasco. ¿Tiene previsto algún viaje a esta zona?
—Francamente, no; pero…
Una vez más me dejé llevar por la intuición. ¿Un antiguo piloto de la USAF? Podía ser interesante…
La experiencia como investigador me ha ido enseñando a aceptar el riesgo. ¿Qué podía perder con aquella entrevista?
—¿Puede usted adelantarme algo? —insinué sin reprimir la curiosidad.
—No… Créame. No puedo por teléfono… Es más: no deseo engañarle y le adelanto ya que en esa primera conversación, si es que llega a celebrarse, probablemente no saque usted demasiadas conclusiones. Sin embargo, insisto en que nos veamos…
—Está bien —corté con cierta brusquedad—. Acepto. ¿Dónde y cuándo nos vemos?
—¿Puede usted desplazarse hasta Villahermosa? Yo estaré aquí hasta el sábado. ¿Conoce usted la ciudad?
—Sí, por supuesto —respondí un tanto contrariado.
Si la memoria no me fallaba, en julio de 1977 Raquel y yo habíamos visitado la zona arqueológica de Palenque, en el estado de Chiapas, y las colosales cabezas olmecas de Villahermosa. Pero yo me encontraba ahora en el Distrito Federal, a mil kilómetros de la tórrida región tabasqueña.
—¿Le parece bien el viernes, día 18?
—Un momento. Permítame que vea mi agenda…
La verdad es que yo sabía de antemano que no existía compromiso alguno para dicho viernes. Pero el hecho de tener que viajar basta Tabasco, sin garantías ni referencias sobre la persona con la que pretendía entrevistarme, me había irritado. Y busqué afanosamente alguna excusa que me apeara de tan descabellado viaje. Fueron segundos tensos. Por un lado, el instinto periodístico tiraba de mí hacia Villahermosa. Por otro, el sentido común había empezado a zancadillear mi frágil entusiasmo. Por fortuna para mí, el primero se impuso y acepté:
—Muy bien. Creo que hay un vuelo que sale de México a primera hora de la mañana. ¿Dónde puedo verle?
—¿Conoce usted el Parque de la Venta?
El hombre debió de percibir mis dudas y añadió:
—El de las cabezas olmecas…
—Sí, lo conozco.
—Le estaré esperando junto al Gran Altar…
—Pero, ¿cómo voy a reconocerle?
—No se preocupe.
Aquella seguridad me dejó fascinado.
Lo más probable —concluyó— es que yo le reconozca primero.
—Está bien. De todas formas llevaré un libro en las manos…
—Como guste.
—Entonces… hasta el viernes.
—Correcto. Muchas gracias por atender mi llamada.
—Ha sido un placer —mentí—. Buenas noches.
Al colgar el auricular me vi asaltado por un enjambre de dudas. ¿Por qué había aceptado tan rápidamente? ¿Qué seguridad tenía de que aquel supuesto extranjero fuera un piloto retirado de la USAF? ¿Y si todo hubiera sido una broma?
Al mismo tiempo, algo me decía que debía acudir a Villahermosa. El tono de voz de aquel hombre me hacía intuir que estaba ante una persona sincera. Pero, ¿qué quería comunicarme?
Pensé, naturalmente, en esa enigmática información. «Lo más lógico —me decía a mí mismo mientras trataba inútilmente de conciliar el sueño es que se trate de algún caso ovni protagonizado por los militares norteamericanos. ¿O no?».
«¿Por qué citó mi interés por Cristo? ¿Qué tenía que ver un veterano militar con este asunto?».
A decir verdad, cuanto más removía el suceso, más espeso e irritante se me antojaba. Así que opté por la única solución práctica: olvidarme hasta el viernes, 18 de abril.