8 DE ABRIL, SÁBADO

Poco antes del amanecer, Eliseo me sacó de un profundo sueño, plagado de pesadillas en las que, curiosamente, se mezclaban las más absurdas situaciones y vivencias, tanto del «tiempo» real en que me movía como de mi verdadero siglo.

La meteorología había cambiado. El día prometía serenidad: viento en calma, excelente visibilidad, baja humedad relativa y una temperatura de 10 grados centígrados, en ascenso. Desde el módulo, los radares de largo alcance dibujaban con toda nitidez los perfiles del árido Negev.

Juan Marcos no tardó en presentarse. Traía un gran cuenco de leche de cabra y algo de pan, fabricado durante la mañana del viernes. Mi agotamiento había desaparecido y devoré prácticamente el frugal desayuno.

Con las primeras luces y el trompeteo del Santuario, anunciando el nuevo día, mi joven amigo y yo cruzamos las solitarias calles de Jerusalén. El habitual ruido de la molienda había desaparecido. Nadie parecía tener prisa por levantarse. Por un lado me alegré. Si el cuerpo de Judas continuaba entre las peñas, prefería que nadie nos viera junto a él. Así era mucho más seguro.

Una vez fuera de la murallas, el muchacho me condujo hacia el Oeste, siguiendo casi en paralelo el muro meridional de la ciudad. A escasos metros de la puerta de la Fuente, por la que habíamos salido, el terreno cambió. Entramos en lo que los judíos llamaban la Géhenne o «infierno». Supongo que por lo atormentado de la depresión y por las numerosas hogueras que se levantaban aquí y allá en una permanente quema de basuras. En efecto, conforme caminábamos observé cómo aquel tétrico paraje había sido convertido en un inmenso estercolero en el que merodeaban un sinfín de perros vagabundos y ratas enormes como liebres.

Juan Marcos se detuvo. Observó el paisaje y, a los pocos segundos, reanudó la marcha. A los cinco minutos de camino, la Géhenne se convirtió en un laberinto de peñascos, barrancas estériles y pequeños pero agudos precipicios. De acuerdo con las cotas de nuestras cartas, aquel extremo sur de Jerusalén oscilaba entre los 612 y 630 metros, en las proximidades del portalón de la Fuente y los 685, en las cercanías de la puerta de los Esenios. Entre ambos puntos, el perfil del terreno sufría bruscas variaciones, con desniveles de 20, 30 y hasta 40 metros.

Al ir salvando aquel «infierno» supuse que si el Iscariote había caído desde cualquiera de aquellos barrancos, lo más probable es que se hubiera destrozado contra las cortantes aristas de las peñas.

Al fin, Juan Marcos se detuvo. Nos encontrábamos a unos 200 metros en línea recta de la muralla y sobre uno de aquellos pelados promontorios. Me señaló una joven higuera, nacida milagrosamente entre los vericuetos y fisuras de la roca y que, tal y como me había explicado, crecía con la mitad de su ramaje hacia el Oeste y sobre el vacío.

Lentamente me aproximé al filo del precipicio. El muchacho, inquieto y tembloroso, se aferró a mi brazo. Al principio no distinguí nada anormal. La barranca presentaba una caída casi en vertical de unos 35 o 40 metros. Pero la semiclaridad del alba no era suficiente para distinguir el fondo con precisión.

Tras un par de minutos de tensa búsqueda, Juan Marcos dio un grito que a punto estuvo de hacerme perder el equilibrio.

—¡Allí!… ¡Mira, allí está!

Seguí la dirección de su dedo y, en efecto, confundido entre las piedras, aprecié un bulto lechoso, inmóvil y que, desde mi punto de observación, parecía un hombre envuelto en algo similar a una túnica o una manta blanca.

Ordené a Juan Marcos que no se moviera y elegí uno de los terraplenes, iniciando el descenso.

Después de no pocos rodeos, rasponazos y sobresaltos entre las resbaladizas paredes del precipicio, me vi al fin en el fondo de la barranca, a poco más de cuatro metros del cuerpo. Lo observé sin mover un solo músculo. Parecía desmayado o muerto. Evidentemente era un hombre, enfundado en una túnica marfileña, similar a la que usaba Judas. Se hallaba boca abajo, con la pierna izquierda violentamente flexionada bajo el abdomen.

Cuando, finalmente, me decidí a avanzar hacia él, algo negro, grande y peludo como un conejo salió de debajo, huyendo hacia las zarzas próximas. Me detuve. Un escalofrío recorrió mis entrañas. Las ratas habían empezado a devorarlo…

Me apresuré a darle la vuelta y el rostro imberbe, puntiagudo y pálido del Iscariote apareció ante mí. Tenía los ojos abiertos, con el sello del espanto en sus pupilas. Uno de los globos oculares había desaparecido prácticamente, ante las acometidas de los roedores.

Por más que repasé su cuerpo no advertí señal alguna de sangre. Sólo un finísimo hilo, ya seco, brotaba de la comisura derecha de su boca.

Llevaba el cinto anudado al cuello. Al examinarlo me di cuenta que no estaba roto o desgarrado. Sencillamente, como dijo Juan Marcos, se había desanudado. Presionaba la garganta de Judas pero, ante mi sorpresa, la conjuntiva o membrana mucosa que tapiza el dorso de los párpados y la zona anterior del ojo no presentaba las típicas manchas rojas de los ahorcados. Retiré el pelo negro y fino pero tampoco observé este tipo de «ronchas» por detrás de las orejas.

La lengua no se hallaba presa entre los dientes ni lucía la habitual tonalidad azul, signos característicos entre los ahorcados.

Si verdaderamente se hubiera registrado el cierre completo de todo el riego y desagüe cerebral, la cara de Judas aparecería embotada. Sin embargo, su aspecto —a pesar de las 15 horas transcurridas desde el hipotético óbito— era casi normal. Las pupilas, dilatadas en un principio, habían empezado a empequeñecer, entrando en fase de «miosis» (posiblemente a partir de las nueve de la noche del viernes). Presentaba también las livideces propias de un estado post-mortem pero, insisto, las venas yugulares y arterias carótidas no mostraban señales de estrangulamiento, habituales en los ahorcados[201].

Ante aquel cúmulo de pruebas negativas, mi impresión personal fue la siguiente: Judas Iscariote no había fallecido por ahorcamiento, sino por precipitación.

Esta teoría se vio fortalecida al palpar las extremidades y el resto del cuerpo. Las piernas y uno de los brazos sufrían fracturas cuádruples y las roturas internas eran generalizadas.

Pero lo que terminó de convencerme fue el sonido del cráneo, al agitarlo entre mis manos. Aquel ruido —similar al de un «saco de nueces»— era típico de las personas que han sufrido una de estas precipitaciones o caídas desde gran altura.

Aunque resultaba verosímil que el traidor, en su desesperación, no ajustara el nudo del cinto convenientemente, cayendo al vacío antes de perecer por ahorcamiento, nunca pude comprender cómo este sujeto —generalmente meticuloso— pudo cometer un error semejante.

Volví a depositar el cuerpo sobre las piedras y, tras cerrar sus ojos (o lo que quedaba de ellos), permanecí unos minutos en pie y en silencio, contemplando a aquel desdichado. Me pregunté si aquel Iscariote u «hombre de Carioth», hijo de Simón, un hombre ilustre y adinerado de Judea, discípulo de Juan el Bautista y atormentado buscador de la Verdad, merecía realmente un fin tan desolador…

Regresé junto a mi amigo, confirmándole la muerte de Judas. Juan Marcos había recuperado el manto del renegado y, lentamente, en silencio, volvimos a Jerusalén.

Una vez en la ciudad, tras rogarle que me condujera hasta la casa de Juan Zebedeo, le pedí que se pusiera en contacto con la familia de Judas, a fin de que levantaran sus restos antes de que las ratas y las alimañas de la Géhenne terminaran por desfigurarle.

Con gran diligencia, como era su costumbre, el hijo de los Marcos cumplió mi nuevo encargo.

Juan Zebedeo no me esperaba. Pero me recibió con un entrañable abrazo. Disponía de una casita de una planta, muy humilde y casi vacía, en la zona norte de la ciudad. En un barrio que, por aquel entonces, empezaba a crecer y que era conocido por «Beza'tha».

Sorteé un caldero en el que ardían algunos pequeños troncos, y que se destinaba generalmente para ahuyentar a los insectos y mosquitos, y crucé el umbral de la puerta. En el interior de la única estancia, penosamente alumbrada por un lámpara de aceite, distinguí en seguida a cuatro mujeres. Eran María, la madre de Jesús; su hermana Mirián; Salomé, madre de Juan y la joven Ruth, hermana del Nazareno.

No había sillas ni taburetes y el Zebedeo me invitó a tomar asiento sobre una de las esteras esparcidas sobre la tierra apisonada que formaba el pavimento. Me extrañó la singular austeridad de aquella casa, con un liviano terrado a base de ramas cubiertas de tierra y arcilla y sin una sola ventana o tronera. Después supe que aquélla no era la residencia habitual de los Zebedeo. Esta se hallaba al norte, en Galilea.

Juan no me presentó a las mujeres. No era costumbre pero, además, tampoco lo necesitaba. Todas las hebreas se mostraban especialmente solicitas con María. Una de ellas acababa de ofrecerle un cuenco de madera con leche. Pero la madre del Galileo se resistía a tomarlo. Cuando mis ojos fueron acostumbrándose a la penumbra, comprobé que la Señora tenía la cabeza descubierta. Sus cabellos eran mucho más negros de lo que había supuesto. Se peinaba con raya en el centro, recogiendo en la nuca una sedosa y azabache mata de pelo. Sus ojeras, mucho más marcadas que en el momento de su encuentro con el crucificado, reflejaban una noche de vigilia y sufrimiento. Se hallaba sentada sobre una de aquellas gruesas esterillas de palma y junco, con el cuerpo y la cabeza reclinados sobre el muro de adobe y los ojos semicerrados. De vez en cuando, un profundo suspiro agitaba todo su ser y los hermosos ojos rasgados se entreabrían. Por un momento, al captar la resignada amargura de aquella hebrea, me sentí desfallecer. No tenía valor para interrogarla. Las fuerzas y el coraje parecían escapar de mí, anonadado ante la angustia de una madre que acababa de perder a su hijo primogénito. ¿Cómo podía iniciar la conversación? ¿Con qué valor me enfrentaba a aquella mujer, rota por el dolor, para pedirle que me hablara de su Hijo, de su infancia y de su no menos ignorada juventud?

Fue Juan quien, sin proponérselo, alisó tan arduo trabajo, previsto por Caballo de Troya como uno de los últimos objetivos de aquella misión.

Después de sacudir un viejo y renegrido pellejo de cabra, el discípulo llenó otro cuenco de madera con una leche espesa y agria, rogándome que aceptase aquel humilde refrigerio.

—No te inquietes por el olor —me dijo—. Sacia mejor la sed…

No quise desairarle y apuré el pestilente cuenco, procurando cerrar los ojos y contener la respiración.

Al terminar, el Zebedeo recogió el recipiente y señalando el manto de lino blanco que colgaba de mi ceñidor, exclamó:

—Veo que no has olvidado tu regalo…

Bajé la vista y comprendí. Y aunque aquella especie de «chal» había sido comprado para Marta, la hermana de Lázaro, la genial sugerencia del discípulo hizo variar mis planes. En efecto: aquél podía ser el medio ideal para ganarme la estima y confianza de María… ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Lo tomé en mis manos y, levantándome, me acerqué al rincón donde descansaba la Señora. Me arrodillé frente a ella y extendiendo el rico presente le rogué que se dignara aceptarlo.

María y las mujeres que le rodeaban me miraron y se miraron entre sí. Pero, al fin, la madre del rabí, apartándose de la pared, tomó el manto, llenándome con una mirada intensa. Una mirada que me recordó la de su Hijo.

Juan, atento y solícito, aproximó la lucerna de barro, con el fin de que María pudiera contemplar mejor la finísima textura del lino. Entonces, a la luz de la lámpara de aceite, los ojos de aquella mujer surgieron ante mí en toda su hermosura: ¡Eran verdes!

Después de acariciar el tejido, María levantó de nuevo sus ojos hacia mí, y mostrándome una dentadura blanca y perfecta, exclamó:

—¡Gracias, hijo!

Era la primera vez que escuchaba aquella voz gruesa y, sin embargo, cálida y segura.

A partir de aquellos instantes —las ocho de la mañana, aproximadamente— y después que Juan Zebedeo le explicara quién era y por qué estaba allí, María accedió gustosa a hablarme de Jesús, de sus primeros años en Nazaret, de sus viajes por el Mediterráneo y de la muerte en accidente de trabajo de su esposo, el constructor y carpintero llamado José. Intentando poner orden en mis ideas y en los miles de temas que se agitaban en mi mente, empecé por preguntarle sobre el nacimiento del gigante…[202]

Hacia las 11.30 horas, nuestra conversación se vio interrumpida con la llegada de Jude y José de Arimatea. Traían noticias de última hora.

Una vez finalizada la cena de Pascua, los sanedritas habían vuelto a reunirse, esta vez en la casa de Caifás. Según el anciano, el único tema debatido fue la profecía hecha por Jesús de resucitar al tercer día. Los sacerdotes, en especial los seduceos, no concedían demasiado crédito a las palabras del ajusticiado. Pero los intrigantes miembros del Sanedrín estimaron que lo más prudente sería vigilar la tumba. «Según afirmaron —prosiguió José—, cabía la posibilidad de que los amigos y creyentes de Jesús robaran el cadáver, propagando después la mentira de su resurrección». Con el fin de abortar cualquier intento de robo, el sumo sacerdote designó una comisión, encargada de visitar al procurador romano a primera hora de la mañana del sábado. Pues bien, ese grupo de sanedritas acababa de entrevistarse con Poncio.

José, alertado por uno de sus confidentes, se había apresurado a acudir al Templo. Allí, después de no pocas burlas e hirientes indirectas por parte de esta comisión —conocedora de su vinculación con el Nazareno—, el propietario del huerto donde había sido sepultado el Maestro conoció finalmente los pormenores de la conversación entre los sacerdotes y Pilato.

—Señor —manifestaron los jueces al gobernador—, te recordamos que Jesús de Nazaret, ese falsario, dijo en vida: «Pasados tres días resucitaré». Por consiguiente, nos presentamos ante ti para rogarte que des las instrucciones necesarias para que el sepulcro sea debidamente protegido contra sus discípulos hasta que hayan transcurrido esos tres días. Nos tememos que sus fieles intenten robar el cuerpo durante la noche y, acto seguido, proclamen al pueblo que ha resucitado de entre los muertos. Si lo consintiéramos, sería una falta mayor que si le hubiéramos dejado con vida.

Y Poncio, después de escuchar este ruego, respondió:

—Os daré una escolta de diez soldados. Vayan y monten la guardia ante la tumba.

Prosiguió el de Arimatea:

—Esa escolta romana y otros diez levitas más, reclutados de entre una de las secciones semanales del Templo, se encuentran ya frente a la tumba, tal y como he podido verificar antes de venir a veros. Esas hipócritas bestias que rodean y adulan a Caifás no han tenido el menor escrúpulo de violar el sagrado sábado y han invadido mi propiedad. Cuando intenté bajar hasta la cripta, algunos de los guardianes del Santuario me salieron al paso, obligándome a salir del huerto. ¡Es indigno!…

—Entonces —insinué—, nadie puede acercarse a la tumba.

—Nadie que no sea de la guarnición de Antonia o del cuerpo de levitas. Incluso, los muy salvajes, han retirado la losa que cubría el pozo del hortelano, uniéndola a la roca que cierra la cámara sepulcral. Después han estampado el sello de Pilato para que nadie pueda removerlas.

Aquella noticia me dejó francamente preocupado. Los últimos minutos de mi misión en Jerusalén debían transcurrir precisamente lo más cerca posible del sepulcro. Caballo de Troya tenía especial interés, como es lógico, en averiguar si la pretendida resurrección del Maestro de Galilea era o no una realidad objetiva o, por el contrario, una leyenda. ¿Cómo podía llevar a cabo mi observación si el paso al sepulcro se hallaba prohibido por aquellos 20 centinelas?

Aún quedaban muchas horas y preferí no atormentarme con semejante dilema. Algo se me ocurriría…

El cambio de conversación de José me ayudó a olvidar temporalmente el asunto.

Con gran desconcierto por mi parte, una de las máximas preocupaciones del anciano judío era acertar con el epitafio que debía grabarse en la fachada rocosa del sepulcro donde reposaba el cuerpo de su Maestro. José traía escritas, incluso, algunas frases, que dio a leer a Jude y a Juan, respectivamente.

Con gesto grave, los tres hombres discutieron sobre el posible texto, llegando a la conclusión de que la última era quizás la más adecuada. Le rogué a Juan que me pasara el trozo de pergamino y, en arameo, leí lo siguiente:

Éste es Jesús, el Mesías.

No hay aquí oro ni plata,

sino sus huesos.

Maldito sea el hombre

que lo abra.

Yo sabía que el saqueo de tumbas estaba a la orden del día en Israel, pero no podía encajar la falta de fe de aquellos íntimos de Jesús de Nazaret, que no dudaban en calificar al Galileo de Mesías, renunciando por completo a la idea de su resurrección. Era tan triste como anacrónico…

Una vez decidido el epitafio, José mostró la frase elegida a la madre de Jesús. Pero María se negó a leerlo. Y clavando sus ojos en cada uno de los presentes, les reprochó su desconfianza con un lapidario comentario:

—El Mesías escribirá su epitafio con una sola palabra: ¡Resucitó!

Un silencio violento nos cubrió a todos durante algunos minutos. El de Arimatea movió la cabeza negativamente y Jude y Juan se limitaron a bajar el rostro, manifestando así sus dudas.

Pero la Señora no insistió. Se recostó de nuevo sobre la pared y entornó los ojos.

El de Arimatea rasgó la embarazosa situación, intentando convencemos y convencerse a sí mismo de que no nos hiciéramos falsas ilusiones…

—La noticia de la promesa de su resurrección —comentó— ha terminado por saltar a la calle y toda Jerusalén se hace lenguas sobre el particular. Si el Maestro no cumple lo que prometió, ¿en qué situación quedarán sus discípulos y él mismo?

Desgraciadamente, aquella postura, propia de un hombre racional y con un probado sentido común, era compartida por la casi totalidad de sus apóstoles, enclaustrados desde la noche del jueves en diversas casas de Jerusalén y Betania, muertos de miedo y sin la menor esperanza respecto a su futuro. Si aquellos rudos galileos hubieran disfrutado de la fe de David Zebedeo, por poner un ejemplo, las cosas habrían sido muy distintas…

Aun a riesgo de repetirme, creo de suma importancia recalcar esta ingrata pero muy humana disposición de los apóstoles y seguidores del Hijo del Hombre, en relación con el tema de la resurrección. Están equivocados quienes puedan pensar que los discípulos esperaban ilusionados el amanecer del tercer día. Nadie en su sano juicio podía aceptar que un cadáver, después de 36 horas de su fallecimiento, fuera capaz de levantarse y vivir. Pero el sorprendente rabí jamás hablaba en vano…

Media hora antes del ocaso —hacia las seis—, Jude y su hermana Ruth se pusieron en camino, acompañando a su madre hacia la residencia de Lázaro, en Betania. Juan, obedeciendo la consigna dada por Andrés, acudió hasta la casa de Elías Marcos, donde había sido prevista una reunión de urgencia de todos los discípulos y fieles de Jesús que se hallaban en la ciudad santa.

Me brindé a acompañar a la familia del Nazareno y, de esta forma, pude ampliar mis conocimientos sobre la vida de Jesús.

A las 19.30 horas, las hermanas del resucitado nos recibieron en su hogar, colmándonos con sus atenciones.

Pero la noche empezaba a menguar y, tras despedirme de mis nuevos amigos, agradecí a Marta y a María su generosa hospitalidad, anunciándoles que debía emprender un largo viaje y que, casi con seguridad, regresaría pronto. Aquella piadosa mentira, que alivió quizás el afligido corazón de Marta, llegaría a ser realidad. Una realidad que culminó las aspiraciones de este cada vez menos incrédulo y escéptico oficial de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas.

La hermana mayor de Lázaro, con los ojos arrasados en lágrimas, me confió en secreto que su hermano había tenido que refugiarse en Filadelfia y que ellas, en cuanto pudieran vender sus tierras y hacienda, seguirían sus pasos. Yo conocía la primera parte de su información, pero ¡Torpe de mí!—, en aquellos instantes, mientras le decía adiós, no supe adivinar lo que verdaderamente encerraba su confesión…

Poco antes de las doce de la noche, preocupado por lo avanzado de la hora y por encontrar alguna fórmula que me permitiera observar la boca del sepulcro con un máximo de nitidez y seguridad, inicié la ascensión del Olivete. ¿De verdad se produciría la gran «hazaña»? ¿De verdad tendría la grandiosa oportunidad de comprobar con mis propios ojos el anunciado prodigio de la resurrección?