El viento soplaba con mayor fuerza. Cuando alcanzamos a Caifás y a sus huestes, uno de los dos legionarios que montaban guardia en la cara norte del muro exterior que rodeaba la fortaleza había acudido al interior del cuartel, con el anuncio de la presencia de aquel destacado grupo de sacerdotes. Al parecer, el sumo sacerdote había advertido al centinela que el procurador sabía ya de aquella temprana visita. José y yo nos miramos, deduciendo que Poncio Pilato podía haber tenido conocimiento de este hecho por los judíos que le habían solicitado una escolta la noche anterior.

Sea como fuere, el caso es que Poncio hacía rato que aguardaba la llegada de esta representación del Sanedrín.

Mientras esperábamos a las puertas del parapeto de piedra, anuncié al de Arimatea que, aprovechando la orden que me había extendido el propio procurador, intentaría adelantarme a Caifás y a su pelotón. José asintió, añadiendo que él tenía intención de seguir al lado del Maestro y que, presumiblemente, nos volveríamos a ver en el interior de la residencia del procurador.

Así que, olvidando mi proyectada entrada en la Torre Antonia por el túnel del ala Oeste, extraje el salvoconducto, mostrándoselo al legionario. Este, al leer la autorización y escuchar el nombre de Civilis, me franqueó el paso, señalándome a varios soldados que montaban guardia al otro lado del foso, junto a una gran puerta practicada en la muralla y flanqueada por dos torretas de vigilancia.

Al cruzar el puente levadizo, similar al que facilitaba el acceso por el túnel, uno de los guardias me salió al paso. Tuve que repetir la operación. El centinela revisó la orden del procurador y me ordenó que esperase. Después salió del puesto de guardia, adentrándose en el interior de la fortaleza. Aquella monumental puerta, coronada por un arco de medio punto, estaba provista de dos grandes batientes de madera, asegurados a unos postes verticales, susceptibles de girar en cajas de piedra. Supuse que, de esta manera, en momentos de peligro o ataque, los batientes podían cerrarse, siendo atrancados desde el interior.

Pocos minutos después, el legionario me llamaba desde unas escalinatas de piedra existentes al fondo. Caminé en solitario hacia el centinela, salvando un ancho patio, perfectamente adoquinado con cantos rodados. Al pie de las escalinatas, el soldado me indicó a un oficial, comentando:

—Éste te conducirá hasta Civilis…

Y así fue. Al final de aquellos quince peldaños me aguardaba un centurión.

La escalinata permitía el acceso a una especie de terraza rectangular, cuidadosamente embaldosada y cercada por ambos flancos con una serie de balaustres de mármol de un metro de altura.

Aquélla era la entrada principal de lo que podríamos denominar la residencia privada del procurador: un edificio suntuoso y relativamente apartado del conjunto, aunque dentro de la fortaleza.

El oficial me condujo al interior: un «hall» de extraordinarias dimensiones del que arrancaban tres escalinatas, todas de mármol blanco.

—Espera aquí —me dijo mientras se dirigía a las escaleras situadas frente a la puerta de doble hoja del vestíbulo. Al pie de dicha escalinata montaban guardia otros dos soldados, con sus lanzas y cotas de malla.

Obedecí, contemplando con admiración la serie de grandes vidrieras multicolores que se alineaban a lo largo de los muros, proporcionando a la estancia una abundante luz natural. En las paredes, revestidas de granitos procedentes de Siena, habían sido abiertos numerosos nichos en los que reposaban bustos del emperador, jarrones griegos decorados con escenas mitológicas y candelabros de plata.

El piso del «hall» había sido recubierto con un extenso mosaico, que nada tenía que envidiar a los que yo había visto en las ruinas de Pompeya.

Ensimismado con aquella exquisita decoración no me percaté de la llegada de Civilis.

El centurión y comandante de la legión me saludó sonriente. En esta ocasión se tocaba con un casco de metal sumamente pulido y rematado por un penacho de plumas rojas.

Antes de que pudiera explicarle que deseaba cambiar mis planes, Civilis se adelantó hasta la puerta del «hall» y señalando el portalón de la muralla me anunció que «el día acababa de complicarse».

—Poncio deberá recibir esta mañana —me dijo con un gesto de disgusto— a varios representantes del Consejo de Justicia de los judíos…

—Lo sé —repuse— y precisamente quería hablarte de ello…

El centurión me miró sorprendido.

He oído que los judíos tratan de juzgar a un mago. Lo he visto al pasar. Sabes que me intereso por los astros y sus designios y quisiera pedirte y pedirle al procurador un pequeño cambio de planes.

Civilis siguió escuchándome con atención.

—Tengo entendido —proseguí— que ese hombre al que llaman Jesús de Nazaret ha obrado grandes portentos y, abusando de vuestra hospitalidad, desearía estar presente cuando sea presentado a Poncio.

Y antes de que el centurión pudiera responder, remaché mis palabras con una afirmación que, tal y como esperaba, sólo a medias prendió la curiosidad del romano:

He sabido que hoy mismo, tú, el procurador, yo y toda la ciudad tendremos la oportunidad de asistir a un extraño suceso celeste…

El pragmático e incrédulo oficial sonrió burlonamente, limitándose a contestar:

—Está bien, Jasón. Se lo diré a Poncio…

Civilis desapareció por la escalinata central, en busca del procurador, no sin antes advertirme que no me moviera de allí.

—Esas ratas —me comentó refiriéndose a los sacerdotes que aguardaban junto al parapeto exterior— no tienen escrúpulos para pedirnos que se ejecute a uno de los suyos y, sin embargo, no quieren entrar en el pretorio por miedo a contaminarse y no poder celebrar su maldita Pascua… Civilis llevaba razón. Los judíos —y muy especialmente los miembros de las diferentes castas sacerdotales— tenían prohibido entrar durante la celebración de la fiesta anual de la Pascua en las casas de los gentiles (todas ellas eran sospechosas de albergar alimentos que pudieran contener levadura, y este contacto con sustancias fermentadas estaba rigurosamente prohibido)[162].

Esto me hizo pensar que el procurador y sus hombres no tendrían más remedio que escuchar a Caifás y a los saduceos «a las puertas» del pretorio. (Casi seguro —deduje— muy cerca de esas escalinatas que acabo de subir). Y dispuse mi «vara de Moisés» para el que iba a ser el primer encuentro oficial de Poncio con los miembros del Sanedrín.

En efecto, hacia las ocho y quince minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, el obeso procurador apareció en lo alto de la escalera central del «hall» donde yo esperaba. Venía acompañado de Civilis y de tres o cuatro centuriones más.

Al verme se apresuró a bajar las escalinatas, saludándome con el brazo en alto. Poncio había cambiado la indumentaria. En esta ocasión, y dada su calidad de representante del César, se había enfundado en una coraza de metal, corta y «musculada», bellamente trabajada y brillante como un espejo, al estilo de los mejores blindajes griegos de la época. Bajo la armadura lucía una túnica corta de seda, de media manga, de color hueso, meticulosamente planchada y rematada por flecos de oro. El voluminoso vientre del procurador sobresalía por debajo de la coraza, proporcionándole un perfil muy poco caballeresco.

Alrededor de su cuello y colgando por la espalda traía un manto o sagum de una tonalidad «burdeos» muy apagada. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus piernas: aparecían totalmente ceñidas con bandas de lino. Aquello me hizo sospechar que el procurador padecía de varices.

El centurión jefe le había puesto en antecedentes de mis deseos y de ese «presagio» celeste que había adelantado a Civilis y, sin poder contener su morbosidad, me interrogó, al tiempo que me invitaba a caminar junto a él hacia la puerta de entrada a su residencia.

Le expliqué como pude que «los astros habían anunciado para esa misma mañana un funesto augurio y que, por el bien de todos, extremase sus precauciones…».

No hubo tiempo para más. Poncio Pilato y sus oficiales se detuvieron en la «terraza», mientras uno de los centuriones descendía las escaleras, en busca, sin duda, de Caifás y de aquel galileo que había empezado a estropear la apacible jornada del procurador. El viento despeinó a Poncio, poniendo en dificultades su postizo. Aquello debió acrecentar su ya evidente malhumor. El hecho de tener que salir a las puertas del pretorio para recibir al sumo sacerdote y a los miembros del Sanedrín no le había hecho muy feliz…

Al poco vi aparecer por el arco de la muralla al grupo que encabezaba Caifás. Inmediatamente detrás de éste, Jesús, el legionario romano que le había custodiado durante toda la noche, Juan Zebedeo y los levitas y criados del Sanedrín.

Al llegar al pie de la escalinata, los saduceos se detuvieron, advirtiendo al procurador que su religión les impedía dar un solo paso más. Poncio miró a Civilis y con un gesto de disgusto avanzó hasta situarse en el filo mismo de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les preguntó:

—¿Cuáles son las acusaciones que tenéis contra este hombre?

Los jueces intercambiaron una mirada y, a una orden de Caifás, uno de los saduceos respondió:

—Si este hombre no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído…

Poncio guardó silencio. Sujetó su manto y comenzó a descender las escaleras. Inmediatamente, Civilis y los centuriones se apresuraron a seguirle, rodeándole.

El romano, siempre en silencio, se aproximó a Jesús, observándole con curiosidad El Maestro permanecía con la cabeza baja y las manos atadas a la espalda. Sus cabellos, revueltos por el fuerte viento, ocultaban en parte las excoriaciones de su rostro.

Poncio dio una vuelta completa en torno al Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno, pero con una evidente mueca de repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños. Sin lugar a dudas —y Civilis me confirmaría esta sospecha poco después—, el procurador había sido previamente informado de la sesión matinal del Sanedrín, así como de las discrepancias surgidas entre los jueces a la hora de fijar las acusaciones. (Según Civilis, una de las sirvientas y el intérprete de la esposa de Pilato, Claudia Prócula, conocían las enseñanzas de Jesús de Nazaret, habiendo informado al procurador de los prodigios y de las predicaciones del rabí).

Cuando se encontraba en mitad de la escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus talones, se encaró de nuevo con los hebreos, diciéndoles:

—Dado que no estáis de acuerdo en las acusaciones, ¿por qué no lleváis a este hombre para que sea juzgado de conformidad con vuestras propias leyes?

Aquellas frases del procurador cayeron como un jarro de agua fría sobre los sanedritas, que no esperaban semejante resistencia por parte de Poncio. Y, visiblemente nerviosos, respondieron:

—No tenemos derecho a condenar a un hombre a muerte. Y este perturbador de nuestra nación merece la muerte por cuanto ha dicho y hecho. Esta es la razón por la que venimos ante ti: para que ratifiques esta decisión.

Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público reconocimiento de la impotencia judía para pronunciar y ejecutar una sentencia de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había llenado de satisfacción. Su odio por los judíos era mucho más profundo de lo que podía suponer.

—Yo no condenaré a este hombre —intervino el romano, señalando a Jesús con su mano derecha— sin un juicio—. Y nunca consentiré que le interroguen hasta no recibir, por escrito recalcó Poncio con énfasis—, las acusaciones…

Sin embargo, el procurador había subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba que el asunto había quedado zanjado, suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno de los dos rollos que portaba a un escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador que escuchase las «acusaciones que había solicitado».

Aquella maniobra sorprendió a Poncio, que no tuvo más remedio que detener sus pasos cuando estaba a punto de entrar en su residencia. Cada vez más irritado por la tenaz insistencia de Caifás y los saduceos, se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.

El escriba lo desenrolló y, adoptando un tono solemne, procedió a su lectura:

—El tribunal sanedrita estima que este hombre es un malhechor y un perturbador de nuestra nación, en base a las siguientes acusaciones:

»1.a Por pervertir a nuestro pueblo e incitarle a la rebelión.

»2.a Por impedir el pago del tributo al César.

»3.a Por considerarse a sí mismo como rey de los judíos y propagar la creación de un nuevo reino.

Al conocer aquellas acusaciones oficiales comprendí que dicho texto —que nada tenía que ver con lo discutido en el juicio— había sido amañado por Anás y el resto de los miembros del Consejo en su segunda entrada en la sala del Tribunal, mientras el Maestro y todos los demás esperábamos en el patio central del edificio del Sanedrín. Ahora me explicaba el porqué de aquellas agrias discusiones entre Caifás, Anás y los jueces y la súbita aparición de un segundo pergamino en las manos del sumo sacerdote, momentos antes de salir hacia la Torre Antonia.

Muy astutamente, los saduceos habían preparado aquellas tres acusaciones, de forma que el procurador romano se viera inevitablemente involucrado en el proceso.

Poncio pidió a Civilis que se aproximara y le susurró algo al oído. El centurión asintió con la cabeza. (Aquella consulta confidencial —según supe por el comandante en jefe de la legión— se había centrado en las informaciones que obraban en poder del procurador y que, tal y como todos sabíamos, señalaban que el complot contra el Nazareno tenía unas raíces pura y estrictamente religiosas).

Pilato comprendió al momento que aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes obedecía únicamente a su fanatismo y ciego odio hacia aquel visionario, que había sido capaz de desafiar la autoridad del sumo pontífice, ridiculizando a las castas sacerdotales. Sin proponérselo, Caifás y sus esbirros habían conseguido con aquel engaño que Poncio Pilato se inclinase ya, desde un principio, no en favor de Jesús —a quien prácticamente ignoraba— sino en contra de aquella «ralea de mala madre», según palabras del propio romano. (Era sumamente importante tener en cuenta estos hechos, de cara a la conducta y a los sucesivos intentos del representante del emperador por liberar al Maestro. Nada hubiera satisfecho más su desprecio hacia la suprema autoridad judía que hacerles morder el polvo, poniendo en libertad al prisionero).

Pero los acontecimientos —a pesar del procurador— iban a tomar caminos insospechados…

Poncio guardó silencio. Dirigió una mirada de desprecio a los jueces y descendiendo los escalones por segunda vez se abrió paso hasta el Galileo. Una vez allí, ante la expectación general, preguntó al Maestro qué tenía que alegar en su defensa. Jesús no levantó el rostro.

Civilis, que había seguido los pasos de su jefe, levantó el bastón de vid, dispuesto a golpear al Galileo por lo que consideró una falta de respeto. Pero el procurador le detuvo. Aunque su confusión y disgusto eran cada vez mayores, el romano comprendió que aquél no era el escenario más idóneo para interrogar al prisionero. La sola presencia de los sanedritas podía suponer un freno, tanto para él como para el reo. Y volviéndose hacia el primer centurión dio las órdenes para que condujeran al gigante al interior de su residencia.

Civilis hizo una señal al soldado que custodiaba al rabí y ambos, en compañía de Juan Zebedeo y de algunos de los domésticos del Sanedrín, siguieron a Pilato y a los oficiales.

Caifás y los jueces permanecieron en el patio. La contrariedad reflejada en sus rostros ponía de manifiesto su frustrado deseo de acompañar a Jesús de Nazaret y asistir al interrogatorio privado. Pero su propio fanatismo religioso acababa de jugarles una mala pasada (por supuesto, dudo mucho que Pilato hubiera autorizado su presencia en el citado interrogatorio).

Al cruzar junto a mí, el procurador me hizo un gesto, invitándome a que le acompañase.

—Dime, Jasón —me preguntó Poncio mientras atravesábamos el «hall» en dirección a la escalinata frontal—, ¿conoces a este mago?… ¿Crees que puede resultar un «zelota?».

Aquél fue un momento especialmente delicado para mí. Hubieran sido suficientes unas pocas explicaciones para inclinar definitivamente la balanza del inestable procurador a favor del Maestro. Pero aquél no era mi cometido. Y respondí a su pregunta con otra pregunta:

—Tengo entendido que tus hombres fueron destacados anoche hasta una finca en Getsemaní y con el propósito de registrar un posible campamento «zelota». ¿Encontraron a esos guerrilleros?

El procurador, a quien le costaba trabajo subir las 28 escaleras, se detuvo jadeante.

—Y tú, ¿cómo sabes eso?

Mientras Civilis dirigía al Nazareno y al reducido grupo por un luminoso corredor de mármol númida, sembrado a derecha e izquierda de estatuas que descansaban sobre pedestales de Carrara, tranquilicé a Poncio, narrándole mi «casual» encuentro con los dos legionarios que perseguían a uno de los simpatizantes del «mago».

El procurador me confesó entonces que sus informes sobre el tal Jesús de Nazaret se remontaban a años atrás, especialmente desde que uno de sus centuriones le confesó cómo aquel mago había curado a uno de sus sirvientes más queridos, en Cafarnaúm. Poco a poco, Poncio Pilato había ido reuniendo datos y confidencias suficientes como para saber si aquel grupo que encabezaba el rabí era o no peligroso desde el único punto que podía interesarle: el de la rebelión contra Roma.

Los agentes del procurador cerca del Sanedrín le habían advertido de las numerosas reuniones celebradas para tratar de prender y perder al Nazareno. Pilato, por tanto, estaba al corriente de las intenciones de los que esperaban en el patio y del carácter «místico y visionario» —según expresión propia— del movimiento que encabezaba Jesús.

—¿Por qué iba a satisfacer a esos envidiosos —concluyó Pilato—, deteniendo a unos pobres diablos cuyo único mal es creer en fantasías y sortilegios?…

Aquellas revelaciones del gobernador de la Judea me abrieron definitivamente los ojos. Estaba claro que, por mi parte, también había subestimado el poder de Poncio. Era lógico que en una provincia como aquélla, tan levantisca y difícil, el poder de Roma tuviera los suficientes resortes y tentáculos como para saber quién era quién. Y, evidentemente, Poncio sabía quién era el Maestro.

—Sin embargo —tercié con curiosidad—, ¿por qué accediste a enviar un pelotón de soldados a Getsemaní?

El procurador volvió a sonreír maliciosamente.

—Tú no conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas. Además, mis relaciones…, digamos «comerciales», con Anás, siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la procuraduría recibe importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores…

No me atreví a indagar sobre la clase de «favores» que prestaba aquel corrupto representante del César, pero el propio Poncio me facilitó una pista:

—Anás y ese carroñero que tiene por yerno han hecho grandes riquezas a expensas del pueblo y del tráfico de monedas y de animales para los sacrificios… Te supongo enterado del descalabro sufrido por los cambistas e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente a causa de ese Jesús. Pues bien, mis «intereses» en ese negocio me obligaban en parte a salvar las apariencias y ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago…

Aquel descarado nepotismo de la familia Anás —situando a los miembros de su «clan» en los puestos clave del Templo— era un secreto a voces. La actuación del procurador, por tanto, me pareció totalmente verosímil.

Al llegar al final del corredor, Civilis abrió una puerta, dando paso a Pilato. Detrás, y por orden del centurión, entraron Jesús, Juan Zebedeo, otros dos oficiales y yo. El legionario y los criados permanecieron fuera.

Al irrumpir en aquella estancia reconocí al instante el despacho oval donde había celebrado mi primera entrevista con el procurador. El ala norte de la fortaleza se hallaba, pues, perfectamente conectada con la sala de audiencias de Poncio. Ahora comprendía por qué no había visto guardias en aquella puerta: era la que comunicaba posiblemente con las habitaciones privadas y por la que había visto aparecer, en la mañana del miércoles, al sirviente que nos anunció la comida.

Poncio Pilato fue directamente a su mesa, invitando al Nazareno a que se sentara en la silla que había ocupado José de Arimatea. Juan, tímidamente, hizo otro tanto en la que yo había utilizado. Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, mientras Civilis ocupaba su habitual posición, en el extremo de la mesa, a la izquierda del procurador. Yo, discretamente, procuré unirme al jefe de los centuriones.

La luz que irradiaba por el gran ventanal situado a espaldas del romano me permitió explorar con detenimiento el rostro del Maestro. Jesús había abandonado en parte aquella actitud de permanente ausencia. Su cabeza aparecía ahora levantada. La nariz y el arco zigomático derecho (zona malar o del pómulo) seguían muy hinchados, habiendo afectado, como temía, al ojo. En cuanto a la ceja izquierda, parecía bastante bien cerrada. Los coágulos de sangre de las fosas nasales y labios se habían secado, ennegreciendo parte del bigote y de la barba.

Pilato retomó el hilo de la conversación, indicando al rabí que, para empezar y para su propia tranquilidad, «no creía en la primera de las acusaciones».

—Sé de tus pasos —le dijo con aire conciliador— y me cuesta trabajo creer que seas un instigador político.

Jesús le observó con aire cansado.

—En cuanto a la segunda acusación, ¿has manifestado alguna vez que no debe pagarse el tributo al César?

El Maestro señaló con la cabeza a Juan y respondió:

—Pregúntaselo a éste o a cualquiera que me haya oído.

El procurador interrogó al joven Zebedeo con la mirada y Juan, atropelladamente, le explicó que tanto su Maestro como el resto del grupo pagaban siempre los impuestos del Templo y los del César.

Cuando el discípulo se disponía a extenderse sobre otras enseñanzas, Pilato hizo un gesto con la mano, ordenándole que guardara silencio.

—Es suficiente —le dijo—. ¡Y cuidado con informar a nadie de lo que has hablado conmigo!

Y así fue. Ni siquiera en el texto evangélico escrito por Juan muchos años más tarde se recoge esta parte de la entrevista del procurador romano con Jesús. (Es más, el escritor sagrado no hace siquiera mención de su presencia en dicho diálogo. Si esta parte del interrogatorio —tal y como se desprende del Evangelio de San Juan— tuvo lugar en el interior del pretorio y, por tanto, en privado, ¿cómo es posible que el Zebedeo la describa, refiriéndose a los ya conocidos temas del «reino» y de la «verdad»? (Juan 18, 28-38). Sólo podía haber una explicación: que él, precisamente, hubiera sido testigo de excepción).

Pilato se dirigió nuevamente al Galileo:

—En lo que se refiere a la tercera de las acusaciones, dime, ¿eres tú el rey de los judíos?

El tono del procurador era sincero. Esa, al menos, fue mi impresión. Y el Maestro esbozó una débil sonrisa. Al hacerlo, una de las grietas del labio inferior volvió a abrirse y un finísimo reguerillo de sangre se precipitó entre los pelos de la barba.

—Pilato —repuso el rabí—, ¿haces esa pregunta por ti mismo o la has recogido de los acusadores?

El procurador abrió sus ojos indignado.

—¿Es que soy un judío? Tu propio pueblo te ha entregado y los principales sacerdotes me han pedido tu pena de muerte…

Poncio trató de recobrar la calma y mostrando sus dientes de oro añadió:

—Dudo de la validez de estas acusaciones y sólo trato de descubrir por mí mismo qué es lo que has hecho. Por eso te preguntaré por segunda vez: ¿has dicho que eres el rey de los judíos y que intentas formar un nuevo reino?

El Galileo no se demoró en su respuesta:

—¿No ves que mi reino no está en este mundo? Si así fuera, mis discípulos hubieran luchado para que no me entregaran a los judíos. Mi presencia aquí, ante ti y atado, demuestra a todos los hombres que mi reino es una dominación espiritual: la de la confraternidad de los hombres que, por amor y fe, han pasado a ser hijos de Dios. Este ofrecimiento es igual para gentiles que para judíos.

Pilato se levantó y golpeando la mesa con la palma de su mano, exclamó sin poder reprimir su sorpresa:

—¡Por consiguiente, tú eres rey!

—Sí —contestó el prisionero, mirando cara a cara al procurador—, soy un rey de este género y mi reino es la familia de los que creen en mi Padre que está en los cielos. He nacido para revelar a mi Padre a todos los hombres y testimoniar la verdad de Dios. Y ahora mismo declaro que el amante de la verdad me oye.

El procurador dio un pequeño rodeo en torno a la mesa y, situándose entre Juan y el prisionero, comentó para sí mismo:

—¡La Verdad!… ¿Qué es la Verdad?… ¿Quién la conoce?…

Y antes de que Jesús llegara a responder, hizo una señal a Civilis, dando por concluido el interrogatorio.

Los oficiales obligaron al rabí a incorporarse y Poncio abrió la puerta, ordenando a sus hombres que llevaran al Nazareno a la presencia de Caifás. Cuando avanzábamos nuevamente por el corredor, Pilato se situó a mi altura, haciendo un solo pero elocuente comentario:

—Este hombre es un estoico. Conozco sus enseñanzas y sé lo que predican: «el hombre sabio es siempre un rey».

Después de aquel razonamiento, deduje que el romano estaba dispuesto a liberar a Jesús. Al presentarse por segunda vez ante los judíos, su actitud me confirmó aquel presentimiento.

Poco antes de las nueve de la mañana, Poncio se asomaba a la terraza y, adoptando un tono autoritario, sentenció:

—He interrogado a este hombre y no veo culpabilidad alguna. No le considero culpable de las acusaciones formuladas contra él. Por esta causa, pienso que debe ser puesto en libertad.

Caifás y los saduceos quedaron desconcertados. Pero, al instante, reaccionaron, gritando y haciendo mil aspavientos. Civilis interrogó a Poncio con la mirada, al tiempo que echaba mano de su espada. Pero el procurador volvió a, pedirle calma. Uno de los oficiales regresó precipitadamente al interior del pretorio, posiblemente en busca de refuerzos.

Muy alterado, uno de los sanedritas se destacó del grupo y ascendiendo tres o cuatro escalones, increpó a Pilato con las siguientes frases:

—¡Este hombre incita al pueblo!… Empezó por Galilea y ha continuado hasta Judea. Es autor de desórdenes y un malhechor. Si dejas libre a este hombre lo lamentarás mucho tiempo…

Sin pretenderlo, aquel saduceo acababa de proporcionar a Pilato un motivo para esquivar el desagradable tema, al menos temporalmente. El procurador se acercó entonces a su centurión jefe, comunicándole:

—Este hombre es un galileo. Condúzcanle inmediatamente ante Herodes…

Civilis se dispuso a cumplir la voluntad de Poncio y, cuando se dirigía hacia el legionario encargado de la custodia del Maestro, Pilato se volvió desde lo alto de la plataforma, añadiendo:

—¡Ah!, y en cuanto le haya interrogado, traedme sus conclusiones.

En esta ocasión fue el propio Civilis quien se responsabilizó de la custodia del Maestro. Los ánimos de los judíos se hallaban tan alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó de una pequeña escolta de diez legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y, como Pilato, visitante en aquellas fechas en Jerusalén. Este Herodes era hijo del tristemente célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la matanza de los niños menores de dos años en Belén y su entorno. Una masacre muy propia del carácter y trayectoria de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo de «criado edomita». A través de numerosas pesquisas, Caballo de Troya pudo averiguar que la sanguinaria matanza de los «inocentes» alcanzó a una treintena de niños[163].

Civilis, a la cabeza, cruzó el puente levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y formados en dos hileras. Y a escasa distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de jueces, Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el anciano José de Arimatea y yo.

Mientras salíamos de la fortaleza me volví hacia el portalón abierto en la muralla norte y la confusión reinó de nuevo en mi cerebro. Según los textos evangélicos, «una gran muchedumbre» debía acudir hasta las mismísimas puertas del pretorio. Pero, ¿cómo podía ser esto? De momento, las entrevistas con Poncio Pilato se habían celebrado poco menos que de forma privada. Sólo aquella reducida representación del Sanedrín había tenido acceso al interior de la Torre Antonia…

«Además —seguí reflexionando mientras descendíamos en dirección al barrio alto de la ciudad—, sin el expreso consentimiento del procurador o de sus oficiales, ningún hebreo podía traspasar el muro o parapeto exterior y, mucho menos, el foso que rodeaba aquella zona del cuartel general romano».

¿Qué iba a ocurrir, por tanto, para que la multitud judía pudiera llegar hasta las escalinatas de la residencia privada de Poncio?

Juan, el discípulo amado de Jesús, informó inmediatamente a José y al mensajero de cuanto había sucedido al pie del pretorio y en el interrogatorio privado del procurador, evitando, eso sí, su conversación con el romano. El joven Zebedeo había recobrado las esperanzas. Le vi optimista ante las declaraciones de Pilato. Verdaderamente llevaba razón. Si el proceso se hubiera mantenido dentro de aquella línea, prácticamente circunscrito al pequeño círculo de los sanedritas y del gobernador extranjero, quizá la suerte del Maestro hubiera sido otra. Pero las maquinaciones de Caifás y sus hombres no cesaban…

El «correo», una vez recogidas las últimas noticias sobre Jesús, se despidió de los amigos del rabí, desapareciendo a la carrera hacia el campamento de Getsemaní.

Fue al cruzar bajo la puerta de los Peces cuando el de Arimatea, al ver cómo un nutrido grupo de hebreos, presidido por varios jefes del Templo y otros fariseos, se unía al sumo sacerdote y a los saduceos, expresó su desaliento. Mientras aguardaba frente al parapeto de piedra de Antonia, José había recibido una información que venía a complicarlo todo: Anás, de mutuo acuerdo con los jueces, había empezado a repartir secretamente monedas de oro pertenecientes al tesoro del Templo. Después de anotar los nombres de cada uno de los sobornados, los tres gizbarîm o tesoreros oficiales habían impartido una consigna común: «clamar ante Poncio Pilato la muerte del impostor de Galilea».

Al ver cómo el grupo inicial de saduceos aumentaba sensiblemente, pregunté al de Arimatea cómo pensaba Caifás introducir aquella muchedumbre en el recinto de la fortaleza.

—Dudo mucho —le dije— que Pilato y sus tropas lo autoricen. José despejó mis dudas en un segundo. Casualmente aquella misma mañana del viernes, víspera de la Pascua, los judíos disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos tenían por costumbre subir hasta las inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un preso. Esa gracia, potestad que recaía en el procurador, constituía uno de los gestos de amistad y simpatía de Roma hacia sus súbditos. Encerraba, en consecuencia, un eminente carácter festivo y, durante los días precedentes, tanto los vecinos de Jerusalén como los miles de peregrinos se hacían lenguas, apostando por uno u otro candidato. En esta ocasión, el nombre que sonaba con más fuerza entre los hebreos era el de «Barrabás». Según José de Arimatea, un miembro activo del grupo revolucionario «zelota», un «fulano de padre desconocido, vil y sanguinario, capturado por las fuerzas romanas en una revuelta»[164].

Aquella aclaración del anciano amigo de Jesús me hizo comprender muchas cosas. En primer lugar, y en pura lógica, la ciudad santa había despertado aquella mañana del viernes, 7 de abril, sin la menor noticia del prendimiento de su ídolo: Jesús de Nazaret. Sólo unos pocos lo sabían. En segundo término, la próxima e inminente manifestación de judíos ante la residencia de Pilato no tenía nada que ver con el Maestro de Galilea. Aunque Jesús no hubiera sido hecho preso, se habría celebrado de igual forma.

Fueron, como digo, las malas artes del Sanedrín y la casi total ausencia de amigos y partidarios del Nazareno en dicha reunión multitudinaria, para pedir la liberación de un reo, lo que desembocó en lo que todos ya conocemos.

El palacio de los antiguos Asmoneos —residencia provisional de Herodes Antipas durante sus breves estancias en Jerusalén— se hallaba muy cerca de la muralla que corría desde el soberbio conjunto palaciego de Herodes el Grande (en el extremo occidental de la ciudad) al Templo. Se trataba de una vetusta construcción, a base de enormes sillares de 20 codos de largo por 10 de ancho que, en palabras de Josefo, «no podían ser cavadas ni rotas con hierro, ni movidas con todas las máquinas del mundo».

A las puertas del palacio nos salió al paso una parte de la guardia personal de Antipas, integrada en su mayoría por mercenarios tracios, germanos y galos. Muchos de ellos habían servido primero con el padre del actual Herodes[165]. Vestían largas túnicas verdes —de media manga— con el trono y vientre cubiertos por una especie de «camisa» o coraza trenzada a base de escamas metálicas. Casi todos portaban a la espalda sendos carcajes de cuero, repletos de flechas. (Herodes, a la vista del considerable número de soldados que llegué a detectar en el interior del palacio, debía temer por su seguridad personal).

Civilis intercambió algunas palabras con los porteros y la guardia abrió paso a la escolta romana y a un reducido grupo de sacerdotes. El resto, incluido José de Arimatea, tuvo que esperar frente al edificio.

Una vez más, la fortuna se puso de mi lado. Antes de emprender el camino hacia el interior del palacio, el centurión me tomó por el brazo, anunciándome que el tetrarca era un entusiasta de Grecia y que, si lo estimaba oportuno, él tendría sumo placer en presentarme a Herodes y hablarle de mis virtudes como astrólogo al servicio del Emperador. En principio acepté encantado, aunque en los planes de Caballo de Troya no figuraba precisamente ningún tipo de entrevista con aquel personaje.

Lógicamente, el centurión no podía imaginar que el interrogatorio de Antipas a Jesús de Nazaret resultaría tan breve como estéril.

A pesar de lo antiguo de aquel palacio, Herodes se había encargado de embellecerlo hasta límites insospechados. Desde el patio central, ocupado por un estanque rectangular y sobre cuyo enlosado picoteaba un sinfín de palomas, varios de los criados, conducidos siempre por un somatophylax o «guardaespaldas» de la corte herodiana (que respondía al nombre de Corinto), nos fueron guiando hasta el piso superior. En aquella primera planta del palacio, abierta en su totalidad hacia el jardín interior y cubierta por un artístico claustro de mármol, se hallaba la sala de audiencias de Antipas.

Lo primero que me llamó la atención de aquella espaciosa sala, perfectamente iluminada por tres grandes ventanales orientados hacia el norte, fue un sillón de madera negra, magistralmente tallado y situado a la derecha de la cámara. Se trataba, sin duda, de un trono.

Había sido elevado sobre un entarimado, también de oscura madera. A corta distancia, y ocupando el centro de la sala, se abría una piscina circular de cuatro o cinco metros de diámetro y una profundidad difícil de precisar, a causa del líquido blanco que la llenaba. A los pies del trono, una veintena de individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos almohadones de plumas. Al vernos se hizo un gran silencio.

Pero, por más que traté de identificar a Antipas, no lo logré. El Maestro fue situado por el centurión frente al sillón, de madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y amigos» del tetrarca, que miraban estupefactos al galileo y a los legionarios romanos.

Caifás rompió al fin aquel violento silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y extendió el pergamino de las acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente recostado y semioculto entre los cojines. Al ponerse en pie apareció ante mí un Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su aspecto era el de un viejo. Bajo una túnica prácticamente transparente se adivinaba un pellejo esquelético, sembrado de costras cenicientas y sucias, que los romanos denominaban la enfermedad de «mentagra»[166].

Aquellas úlceras —que hoy nos harían pensar en una posible sífilis— se habían hecho especialmente prolíficas en sus manos, cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello largo y recortado en la frente, teñido de un rubio aparatoso.

Después de examinar el pergamino, Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo sacerdote se deshacía en todo tipo de explicaciones sobre el proceso que se había seguido contra aquel impostor y sobre los deseos del procurador romano de que el tetrarca procediera al interrogatorio del galileo.

Antipas arrojó el rollo a los pies de Caifás. Este, confundido por la inesperada reacción del gobernador de Galilea, enmudeció, mientras uno de sus levitas se apresuraba a recoger el pergamino.

Y sin pronunciar una sola palabra, el enjuto tetrarca comenzó a dar vueltas en torno al Nazareno. Al final se detuvo frente a Jesús, estallando en sonoras carcajadas. Los cortesanos no tardaron en imitarle y las risas terminaron por retumbar en los muros de mármol de la estancia.

Herodes levantó entonces sus brazos y las carcajadas cesaron al instante.

Después, bajando sus manos lentamente, comentó divertido:

—Así que, al final, este milagrero presuntuoso ha terminado por visitar a la vieja zorra…

El tetrarca, evidentemente, conocía al Maestro y estaba enterado de aquellas frases pronunciadas por Jesús y en las que le había calificado de «zorra».

Antipas esperó la respuesta del prisionero. Pero el rabí, con la cabeza hundida sobre el pecho, no se dignó mirarle. Durante algo más de un cuarto de hora, el hijo de Herodes el Grande acosó a preguntas al prisionero. Pero no obtuvo ni una sola respuesta. Una de las principales preocupaciones de Antipas —a juzgar por sus preguntas— se centraba en la posibilidad de que aquel galileo fuera la reencarnación de Juan el Bautista, a quien él había ejecutado tres años antes[167]. Saltaba a la vista que los remordimientos y el miedo habían hecho presa en el alma de aquel gobernante despótico y cruel.

Decepcionado por el silencio del Galileo, Herodes cambió de táctica. Y señalando a uno de sus leales, exclamó:

—¡Manaén!… ¡Llama a Herodías!

Y el viejo syntrophos o preceptor de Herodes Antipas se apresuró a salir del salón de audiencias, en busca de la amante de su señor.

Herodes, lejos de irritarse por el mutismo del Galileo, parecía íntimamente complacido. Aquella actitud resultaba muy extraña y, disimuladamente, fui bordeando el filo de la piscina, procurando no resbalar sobre el pulido pavimento de mármol con incrustaciones de coral rosa. Su pasión por el helenismo, tal y como me había adelantado el centurión, se notaba, no sólo en su atuendo y en los hombres que le rodeaban, sino también en la decoración del palacio. Aquel piso, por ejemplo, primorosamente trabajado a base de diminutas porciones del uniforme y brillante coral llamado «piel de ángel» —extraído posiblemente del Mediterráneo— era una de las pruebas más elocuentes del refinamiento de que hacía gala aquel personaje. Los artesanos fenicios al servicio de Antipas habían logrado formar un gigantesco y hermosísimo «cuadro» de la legendaria Medusa y de Teseo, su asesino[168], embutiendo en las planchas de mármol miles de gránulos de coral que daban forma a la citada escena mitológica.

De esta forma me aproximé a un costado de Civilis y, en voz baja, le pregunté por qué el tetrarca adoptaba aquella actitud. El centurión —que conocía bien la desordenada vida de Antipas— me sugirió una explicación nada despreciable:

Todo Israel sabe que Herodes temía y respetaba al fogoso profeta que llamaban el Bautista. En alguna ocasión, este loco llegó a comentar que Jesús de Galilea podía ser Juan. No sería de extrañar que, al comprobar el silencio del prisionero, su desequilibrada razón haya recobrado la calma.

De pronto, Antipas salió de sus pensamientos y tomando una copa de cristal se aproximó al estanque. Se inclinó y la llenó con aquel liquido blanco. Después, situándola a la altura del rostro del Nazareno, le preguntó con soma:

—Dime, galileo, ¿podrías convertir la leche en vino?

Jesús, inmóvil, no pestañeó. Su cara seguía baja.

Herodes se encogió de hombros y regresó a su colchón de plumas. Uno de los criados, posiblemente un eunuco, a juzgar por sus anillos en las orejas y sus caderas y ademanes feminoides, se arrodilló ante el tetrarca, procediendo a calzarle. Aquellas sandalias con cintas doradas me llamaron la atención. Ambas plantas aparecían cubiertas con una serie de finísimas almohadillas. Una vez ajustadas, Antipas se puso nuevamente en pie y, ante mi sorpresa, bajo el peso de su cuerpo, aquellas bolsitas empezaron a rezumar un líquido transparente y oloroso. ¡Eran «vaporizadores»! (una especie de desodorante que había empezado a hacer furor entre las clases adineradas de Roma y Grecia y que eliminaba en buena medida los desagradables olores de la transpiración).

Antipas no se rendía y trató de que el Maestro le divirtiera con alguno de sus prodigios. Tomó una bandeja de plata en la que se alineaban unas pequeñas tiras de carne y presentándosela a Jesús, le increpó en los siguientes términos:

—Si tú has sido capaz de multiplicar panes y peces, supongo que no te resultará muy difícil hacer otro tanto con estas lenguas de flamenco… ¿Serías tan amable?

El silencio fue la única respuesta. Y Herodes, que había pasado de la burla a la cólera, levantó la pieza de metal, dejando caer su manjar favorito sobre la cabeza y hombros del rabí.

La ocurrencia fue respaldada al momento por las risas de sus acólitos. Pero el Maestro no se conmovió.

La grotesca escena se vio interrumpida por la súbita llegada de una mujer. Antipas, al verla, se apresuró a acudir a su encuentro, tomándola por una mano y conduciéndola frente a Jesús. A pesar de haber cruzado la barrera de los cuarenta, la belleza de Herodías, la amante de Antipas, resultaba excitante. Su vestimenta constaba únicamente de una serie de gasas de Malta que formaban una doble túnica y que transparentaban una piel aceitunada. Su cabeza presentaba una cinta blanca que aprisionaba las sienes y sobre las que se alzaban tres pisos de trenzas tan negras como sus ojos. Aquel complicado peinado estaba rematado en su cúspide por pequeñas caracolas, hechas de rizos cilíndricos.

Civilis, al verla, fijó sus ojos en los pequeños pechos, perfectamente visibles a través de los lienzos. Y volviéndose hacia mí, me guiñó un ojo.

Antipas se aproximó a Jesús y sacudiendo con sus dedos algunas de las lenguas de flamenco que habían quedado enredadas en sus cabellos, tranquilizó a la mujer, asegurándole que aquel mago no era siquiera la sombra del aborrecido Juan el Bautista. Herodías, con las cejas y pestañas teñidas con brillantina y los párpados sombreados por alguna mezcla de lapislázuli molido, observó detenidamente al reo. Después, contoneándose sin el menor pudor, se alejó del Maestro, buscando acomodo en el trono de madera. Una vez allí, y ante la expectación general, le hizo una señal a Antipas, indicándole que se aproximara. Herodes obedeció al instante. Y tras susurrarle algo, el tetrarca, sonriendo maliciosamente, descendió del entarimado hasta situarse a espaldas del rabí. Acto seguido tomó el filo de la túnica de Jesús, levantándola lentamente, de forma que Herodías y sus cortesanos pudieran contemplar las piernas del Nazareno. Antipas prosiguió hasta descubrir la totalidad de los musculosos muslos del prisionero, así como el taparrabo que le cubría. Los labios de Herodías, de un rojo carmesí, se abrieron con palpable admiración, al tiempo que una oleada de indignación empezaba a quemarme las entrañas.

Civilis notó mi creciente cólera e, inclinándose hacia mí, comentó:

—No te alarmes. La ley judía le concede a ese puerco hasta un total de 18 mujeres, pero su impotencia es tan pública y notoria que esa ramera busca consuelo hasta en los esclavos de las caballerizas… Y Herodes lo sabe. Herodías lo tiene cogido por el trono y por los testículos… Las palabras del oficial fueron tan acertadas como proféticas. ¡Qué poco sospechaba Antipas que, precisamente aquella mujer, sería la causa de su desgracia final…![169]

La humillante escena fue zanjada por el centurión. El tiempo apremiaba y con amables pero firmes palabras rogó al tetrarca que le comunicara su veredicto respecto al prisionero.

—¿Veredicto? —argumentó Antipas, que hacía tiempo que había comprendido que el Galileo no deseaba abrir la boca—. Dile a Poncio que agradezco su gentileza, pero que Judea no entra dentro de mi jurisdicción. Que sea él quien decida.

Y dando media vuelta se encaminó hacia uno de sus amigos. Le arrebató un costoso manto de púrpura con que se cubría y, sin más explicaciones, lo depositó sobre los hombros del Maestro, soltando una larga y estridente carcajada, que fue aplaudida por sus amigos y parientes.

Caifás y los sacerdotes, tan decepcionados como Antipas, se encaminaron hacia la puerta, mientras Civilis, tras saludar brazo en alto al tetrarca y a Herodías, empujó a Jesús, indicándole que la visita había terminado.

Al abandonar la sala aún resonaban los aplausos de la camarilla de Herodes, sumamente complacida por aquel último gesto de burla y escarnio del edomita.

(Una vez más, el testimonio de algunos exégetas no coincidía con la realidad. Jesús no fue cubierto con un manto blanco, en señal de demencia, tal y como señalan estos comentaristas bíblicos, sino con uno rojo brillante, que reflejaba la mofa de Herodes Antipas, considerándole como un «libertador» o un «rey» de pacotilla. Un manto que acompañaría ya a Jesús de Nazaret hasta el momento crítico de la flagelación y que, como veremos más adelante, fue el mismo con el que le cubrieron los legionarios romanos).

A las diez de la mañana, la escolta se retiró del palacio de los Asmoneos, reemprendiendo el retorno a la fortaleza Antonia. Al igual que en el camino de ida, un cerrado grupo de hebreos siguió silencioso y vigilante a los legionarios que protegían al rabí.

En esos momentos, inesperadamente, Judas Iscariote se desligó de la turba que encabezaba Caifás y me sorprendió con una pregunta…

Al principio titubeó. Miró a su alrededor con desconfianza y, finalmente, se decidió a hablarme. Judas debía pensar que mi constante presencia cerca del Maestro me había convertido en uno de sus seguidores. Sin embargo, terminó por vencer su recelo y apartándome del pelotón de escolta me interrogó sobre el desarrollo del interrogatorio en el palacio de Antipas. Le relaté lo sucedido y el Iscariote, por todo comentario, lamentó el silencio de Jesús, añadiendo:

—¡Qué nueva oportunidad perdida…!

Le dije que no comprendía y el Iscariote, evitando mi mirada, me habló de sus tiempos como discípulo del Bautista y de cómo jamás había perdonado al Maestro que no intercediera en favor de la vida de Juan. Ahora —según el traidor—, Jesús tampoco había hecho nada por reivindicar la memoria de su amigo y primo hermano. Aquella confesión me sorprendió. Por lo visto, el Iscariote se había unido al Nazareno a raíz del encarcelamiento del Bautista y llegué a pensar que buena parte de su odio hacia el rabí venía arrastrado precisamente por aquellas circunstancias.

Ambos continuamos en silencio. Yo ardía en deseos de preguntarle la razón de su traición, pero no tuve valor. Y sólo me atreví a interrogarle sobre la causa por la que se había adelantado al grupo de soldados en la noche del prendimiento. Judas, aislado y humillado por unos y otros, sentía la necesidad de sincerarse. Pero su respuesta fue una verdad a medias…

—Sé que nadie me cree —se lamentó—, pero mi intención fue buena. Si me adelanté a los soldados y levitas del templo fue para advertir al Maestro y a mis compañeros del campamento de la proximidad de la tropa que venía a prenderle.

Guardé silencio. Aquella manifestación, en efecto, resultaba difícil de aceptar. Es posible que Judas, dada su cobardía, hubiera podido maquinar semejante «arreglo». De esta forma, los discípulos quizá no habrían llegado a desconfiar de su presencia. Pero sus intenciones, si es que realmente fueron éstas, se vieron truncadas ante la inesperada presencia del Nazareno en mitad del camino que conducía al huerto.

No hubo tiempo para más. Civilis y sus hombres penetraron de nuevo por la muralla norte de la Torre Antonia, dirigiéndose hacia las escalinatas del pretorio.

Al llegar a la terraza donde se había celebrado aquella primera parte del interrogatorio, me desconcertó la presencia de una tarima semicircular sobre la que había sido dispuesta una silla «curul», destinada generalmente para impartir justicia. El centurión dejó a Jesús al cuidado de sus hombres y entró en la residencia.

El resto de los hebreos, con el sumo sacerdote en primera línea, aguardó, como de costumbre, al pie de las escaleras. Esta vez, José de Arimatea sí había entrado en el recinto de la Torre.

Pilato no tardó en aparecer y tomando asiento en la silla transportable se dirigió a Caifás y a los saduceos:

—Habéis traído a este hombre a mi presencia acusándole de pervertir al pueblo, de impedir el pago del tributo al César y de pretender ser el rey de los judíos. Le he interrogado y no le creo culpable de tales imputaciones. En realidad no veo falta alguna… Le he enviado a Herodes y el tetrarca ha debido llegar a las mismas conclusiones, ya que me lo ha enviado nuevamente. Con toda seguridad, este hombre no ha cometido ningún delito que justifique su muerte. Si consideráis que debe ser castigado estoy dispuesto a imponerle una sanción antes de soltarle.

Juan, sin poder contener su alegría, dio un brinco, abrazándose a José de Arimatea.

Pero, cuando todo parecía inclinarse a favor del Nazareno, el patio existente entre la escalinata y el portalón de la muralla se vio súbitamente invadido por cientos de judíos. Irrumpieron tranquila y silenciosamente, con un grupo de soldados romanos a la cabeza.

Tal y como me había advertido el anciano de Arimatea, aquella muchedumbre había acudido hasta la casa del procurador, deseosa de asistir al indulto de un reo. Y es de gran importancia resaltar que, en el momento en que dicha masa humana llegó frente a la residencia de Poncio previa autorización de la guardia—, ninguno de aquellos israelitas sabía lo que estaba ocurriendo. Fue allí, a la vista de Jesús y de los sacerdotes, donde se dejaron arrastrar por la hábil y oportuna intervención de Caifás y los saduceos. Si el juicio contra Jesús se hubiera producido en otro momento o en otra jornada, sin la presencia de aquella turba, es posible que el Sanedrín no se hubiera salido con la suya.

Pilato sabía de la llegada de aquel gentío. De hecho, la colocación de la tarima y de la silla sobre el embaldosado de la terraza obedecían única y exclusivamente a la ceremonia de la tradicional amnistía. Pero Poncio, dejándose llevar de su buena fe, cometió un grave error. Tras evacuar una serie de consultas con sus centuriones se levantó de la silla y, elevando la voz, preguntó a la multitud el nombre del preso elegido.

«¡Barrabás!», respondió el pueblo como un solo hombre.

Hasta ese momento, ni Pilato ni los jueces habían pronunciado el nombre de Jesús. Aquello significaba, tal y como suponía, que los hebreos habían llegado hasta el pretorio con la intención premeditada de solicitar la liberación del terrorista y así lo manifestaron antes de que el procurador les pidiera silencio y les explicara cómo los sacerdotes habían llevado a Jesús a su presencia y de qué le acusaban. En suma: aquel gentío —aun no estando presente el rabí de Galilea— hubiera clamado por Barrabás, el «zelota». Pero, como ya anuncié, la oportuna intervención de Caifás y sus secuaces y el oro que había sido repartido entre un puñado de judíos, mezclado estratégicamente entre aquella multitud, terminaron por inclinar la balanza hacia el Sanedrín.

Cuando Poncio terminó de explicar a la muchedumbre la presencia de Jesús en aquel tribunal, dejando bien claro que «él no veía en aquel hombre razones que justificaran dicha sentencia», formuló una segunda pregunta:

—¿A quién queréis que libere? ¿A Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea?

Por un instante, los cientos de hebreos quedaron atónitos. No se produjo una respuesta fulminante. Aquella gente, eso fue evidente, dudó.

Caifás y los saduceos se dieron cuenta del grave riesgo que suponía aquel silencio y, adelantándose hacia Pilato, gritaron con fuerza:

—¡Barrabás…! ¡Barrabás!

La iniciativa de los sanedritas tuvo un rápido eco. Desde diferentes puntos del atestado patio se levantaron otras voces, pertenecientes sin duda a los judíos sobornados, que clamaron también por la liberación del revolucionario. Y en cuestión de segundos, la masa entera imitó a los sacerdotes, uniéndose al coro de Caifás.

Fue inútil que Juan Zebedeo se quebrara casi la garganta, gritando el nombre de su Maestro. Su voz quedó sepultada por un «¡Barrabás!» rotundo y generalizado, repetido una y otra vez hasta que el procurador, levantando los brazos, pidió silencio.

En los ojos de Poncio había una llamarada de odio hacia aquellos saduceos, flagrantes inductores de una masa amorfa e ignorante. Como dije, la irritación del procurador romano no tenía su origen en el hecho circunstancial de que aquel galileo pudiera ser o no sentenciado. Lo que le encolerizaba era, precisamente, que su decisión de poner en libertad al Maestro se viera olímpicamente despreciada por la casta sacerdotal.

Pero el error de Pilato, ofreciendo a Jesús como posible candidato a la liberación, aún era susceptible de rectificación. Y tomando nuevamente la palabra les recriminó su alevosa conducta:

—¿Cómo es posible escoger la vida de un asesino —dijo señalando directamente a Caifás— contra la de este galileo cuyo peor crimen es creerse rey de los judíos?

El resultado de aquellas palabras fue totalmente contrario a lo que podía esperar Pilato. Los jueces se mostraron sumamente ofendidos por lo que consideraron un insulto a su soberanía nacional, instigando a la muchedumbre a que clamara con mayor fuerza por la libertad del «zelota». Y así ocurrió. Aquellos hebreos, en su mayoría gente inculta, bataneros, cargadores, mendigos, peregrinos desocupados y, por supuesto, levitas libres de servicio en el templo, levantaron de nuevo sus voces, exigiendo a Barrabás.

Aquella súbita explosión popular hizo dudar al procurador, quien, acompañado de sus oficiales, se retiró a deliberar.

Ahora estoy convencido que si Poncio no hubiera mezclado al Nazareno en aquella elección, seguramente no se habría visto comprometido ante los dignatarios sacerdotales.

Jesús, entretanto, permanecía tranquilo, de cara a la multitud. Aquellos minutos de espera y los que siguieron— fueron decisivos para Caifás. Aprovechando la momentánea ausencia del procurador se las ingenió para que sus compañeros de complot se desparramaran entre los allí congregados, incitándoles sin cesar a pedir la suelta del popular Barrabás. Era triste y decepcionante observar a aquellas gentes, muchos de los cuales conocían y habían admirado las palabras y valor del Galileo «limpiando», por ejemplo, la explanada de los Gentiles del sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios. En un instante y, sin el menor criterio personal, se habían vuelto contra el indefenso Jesús.

Poncio retornó a su silla y observó al gentío. Había apoyado los codos en los brazos del asiento, sosteniendo la cabeza sobre sus manos entrelazadas, en actitud reflexiva. Como medida de precaución, Civilis había dado la orden de que la puerta de la muralla fuera cerrada, desplegando varias unidades armadas en torno a la muchedumbre. Fue una lástima que los judíos no se percataran a tiempo de esta maniobra de los romanos. Conociendo como conocían la crueldad de Pilato, quizá al observar cómo eran sigilosamente cercados se hubieran preocupado más por su seguridad que por la liberación de nadie.

El comandante en jefe de la legión acababa de cursar órdenes precisas a sus legionarios. Si el orden se veía amenazado tenían autorización para desenvainar sus espadas.

Durante algunos minutos, el gobernador romano guardó silencio. La multitud le imitó, en espera de una decisión. Y en eso estábamos cuando uno de los sirvientes del pretorio apareció en la terraza, entregando una misiva lacrada a Civilis, al tiempo que le comunicaba algo. El centurión inspeccionó la pequeña hoja de pergamino y avanzó hacia la silla, sacando a Poncio de sus pensamientos. El procurador abrió la nota y, tras leerla detenidamente, se puso en pie. Caifás, los jueces y todos los allí reunidos quedamos intrigados. Poncio parecía dudar. Dio un par de cortos paseos por la terraza y, al fin, parándose ante la multitud, anunció que había recibido una carta de su esposa, Claudia Prócula, y que deseaba leerla en público. El viento le obligó a sujetar el pergamino con ambas manos. Y con voz clara y potente procedió a su lectura:

—Te ruego no intervengas para nada —decía la misiva— en la condena del hombre íntegro e inocente que se llama Jesús. Esta noche, durante mi sueño, he sufrido mucho por él. Al conocer el contenido de la carta, José de Arimatea pareció alegrarse sobremanera. Aunque el anciano no llegó a confesármelo abiertamente, todos los indicios apuntaban hacia el importante hecho de que la esposa de Poncio conocía y aceptaba las enseñanzas del Maestro de Galilea (según pude entender, algunos de sus sirvientes formaban parte del primigenio grupo de seguidores de Jesús)[170]

Al principio, al notar la intensa mirada de Civilis, no asocié el texto de la misiva de Prócula con la aguda superstición que dominaba al procurador y con el augurio que yo me había atrevido a formular en presencia del centurión. Fue poco después, cuando nos dirigíamos al patio central de la fortaleza para asistir a la flagelación del Maestro, cuando el oficial-jefe recordó mis palabras sobre el extraño suceso celeste que yo había pronosticado para aquella mañana, vinculándolo al misterioso «sueño» de la mujer del procurador. Todo aquello, al parecer, había influido —y no poco— en Poncio. Quizá por ello, tras la lectura del mensaje de su esposa, el gobernador, con voz temblorosa, se dirigió nuevamente a la multitud, preguntándole:

—¿Por qué queréis crucificarle…? ¿Qué daño os ha causado?

Los sacerdotes percibieron inmediatamente la creciente debilidad del representante del César y se ensañaron con él, vociferando sin descanso:

—¡Crucifícale…! ¡Crucifícale…!

El paroxismo de los judíos llegó a tal extremo que la siguiente pregunta de Poncio apenas si fue oída:

—¿Quién quiere testimoniar contra él?

La muchedumbre sólo sabía repetir una única palabra:

—¡Crucifícale!

En vista de aquel tumulto, Civilis desenvainó su espada y, levantándola por encima de su casco, se dispuso a dar la señal para que sus hombres entraran en acción. Pero Pilato obligó al centurión a envainar su arma. Y agitando las palmas de sus manos pidió silencio. Poco a poco, aquellos fanáticos fueron recobrando la calma. Y el procurador, haciendo caso omiso de las anteriores peticiones del populacho, repitió su pregunta:

—Os pido una vez más que me digáis qué preso deseáis que liberemos en este día de Pascua.

La respuesta fue igualmente monolítica y contundente:

—¡Entréganos a Barrabás!

Pilato quedó silencioso y moviendo la cabeza en señal de desaprobación insistió:

—Si suelto a Barrabás, el asesino, ¿qué hago con Jesús?

Aquel nuevo signo de debilidad por parte del gobernador fue acogido con un brutal estallido de violencia. Y la palabra «¡Crucifícale!» se levantó como un trueno.

La turba, con los puños en alto, siguió clamando, cada vez con más fuerza:

—¡Crucifícale…! ¡Crucifícale…! ¡Crucifícale!

El vocerío impresionó tanto a Poncio que, asustado, se retiró de la terraza, perdiéndose en el interior de su residencia. Uno de los oficiales, siguiendo las instrucciones de Civilis, se apresuró a seguir al procurador. Y al rato, mientras la multitud, poseída por la idea de matar al Maestro, continuaba con su funesta petición de crucifixión, aquel centurión que había acudido en pos de Pilato reapareció en la entrada del pretorio, cursando una trágica orden a Civilis.

El centurión jefe asintió con la cabeza y alzando sus brazos en un gesto autoritario ordenó silencio. La multitud obedeció, consciente del poder y de la extrema dureza de aquel extranjero. Una vez hecho el silencio, Civilis pronunció unas breves pero dramáticas palabras, que helaron el corazón de José y Juan:

—La orden del procurador es ésta: el prisionero será azotado…

Y con el más absoluto de los desprecios giró sobre sus talones, haciendo un gesto a sus hombres para que condujeran al reo al interior del pretorio.

Sin pararme a pensarlo me lancé tras Civilis, uniéndome a la escolta que cruzaba ya el «hall» de la residencia.

Eran las diez y media de la mañana, según los relojes de la «cuna…».

Aquella vez, Juan Zebedeo no acompañó al Maestro. Y me alegré profundamente. El espectáculo que estaba a punto de presenciar hubiera terminado con su decaída moral.

Giramos por la escalinata de la derecha, adentrándonos en un largo y húmedo pasadizo, apenas iluminado por algunas lámparas de aceite, cuyas llamas oscilaron al paso de la escolta.

El centurión, visiblemente disgustado por el curso que estaban tomando los acontecimientos, se lamentó de la debilidad del procurador. Si de él hubiera dependido, el proceso contra aquel galileo habría concluido sin contemplaciones…

—Entre este visionario y un «zelota» asesino —me aseguró mientras salvábamos los últimos metros del pasadizo—, Roma no hubiera dudado. Y mucho menos cuando ese manojo de serpientes tiene el atrevimiento de desafiar la autoridad del César…

Al salir de aquel túnel reconocí en seguida el patio porticado que había cruzado en la mañana del miércoles, cuando José y yo nos disponíamos a entrevistamos con Poncio. Desde el «hall» del Pretorio podía accederse, por tanto, al mencionado patio y al túnel abovedado de la entrada oeste de la fortaleza, recorriendo simplemente aquel pasadizo de cincuenta escasos metros. La salida se hallaba exactamente en la esquina nororiental del patio, a la derecha de las escaleras de mármol que llevaban al despacho oval de Pilato.

Siguiendo, al parecer, una costumbre harto frecuente, los soldados llegaron al centro del patio, deteniéndose junto a la fuente circular de la diosa Roma. El centurión advirtió que retiraran los caballos que estaban siendo cepillados y, mientras los jinetes procedían a desatar las riendas, varias decenas de legionarios libres de servicio fueron aproximándose. La noticia de la inminente flagelación de aquel judío —que se autocalificaba como «rey» de los hebreos— se había extendido rápidamente entre la guarnición, que, lógicamente, no quiso perderse el acontecimiento.

Civilis me sugirió que me apartase.

—Poncio quiere un castigo… especial —añadió el centurión con una sarcástica sonrisa—. ¡Y por Zeus que lo va a tener!

Las palabras del oficial me hicieron temblar. Miré a Jesús, pero el gigante seguía ausente e inmóvil, con los ojos fijos en el chorro de agua que saltaba de la pequeña esfera que sostenía la diosa en su mano izquierda.

Los cascos de los caballos, alejándose hacia una de las esquinas del recinto, marcaron el principio de aquella tortura. De entre los legionarios se habían destacado dos, especialmente fornidos. Ambos sostenían en sus manos sendos flagrum o látigos cortos, formados por mangos de cuero y metal de apenas 30 centímetros de longitud. De uno de ellos partían tres correas de unos 40 o 50 centímetros cada una, armadas en sus extremos de sendos pares de astrágalos (tali) o tabas de carnero. El otro verdugo acariciaba los anillos de hierro de su plumbata, del que salían dos tiras de cuero, provistas de un par de bolitas de metal (posiblemente plomo) en cada punta.

A una señal del oficial en jefe, dos de los soldados de la escolta situaron al Maestro frente a uno de los cuatro mojones o pequeñas mugas de cuarenta centímetros de altura, que rodeaban la fuente y que eran utilizados para amarrar las riendas de las caballerías.

Uno de los legionarios intentó soltar las ligaduras de las muñecas, pero habían sido dispuestas de tal forma que, tras varios e inútiles intentos, tuvo que echar mano de su espada, cortándolas de un tajo. Después de casi ocho horas con los brazos atados a la espalda, las manos de Jesús aparecían tumefactas y con un tinte violáceo.

Una vez desatado, los legionarios le desposeyeron del manto púrpura que había amarrado Herodes Antipas en torno a su cuello, retirando a continuación su amplio ropón. Con la misma violencia le despojaron de la túnica. Las ropas del Maestro cayeron sobre uno de los charcos de orín de las caballerías. Por último, le desataron las sandalias, descalzándole.

Y acto seguido, el mismo soldado que había cortado las ligaduras se colocó frente al prisionero, anudando sus muñecas por delante con los restos de la maroma que acababa de sajar.

Jesús, con una total y absoluta docilidad, se dejó hacer. Su cuerpo había empezado a sudar. Aquella reacción de su organismo me puso en alerta. La temperatura ambiente no era, ni mucho menos, tan alta como para provocar aquella súbita transpiración. Di un pequeño rodeo a la fuente, situándome frente a él y comprobé, efectivamente, cómo su rostro, cuello y costados habían empezado a humedecerse. En ese momento lamenté no haberme encajado las lentes de visión infrarroja. A juzgar por las cada vez más aceleradas pulsaciones de sus arterias carótidas y por las sucesivas y profundas inspiraciones que estaba practicando, el rabí había empezado a experimentar una nueva elevación de su tono cardíaco.

El Nazareno era perfectamente consciente de lo que le aguardaba y su organismo reaccionó como el de cualquier individuo.

De un tirón, el legionario le obligó a inclinarse hacia el mojón de piedra, procediendo a sujetar la cuerda en la argolla metálica que coronaba la pequeña columna. La gran altura del Galileo y lo reducido del mojón le obligaron desde un primer momento a separar las piernas, adoptando una postura muy forzada. Los cabellos habían caído sobre su rostro, ocultando sus facciones por completo.

Por un lado me alegré de no poder ver su cara…

El sudor se fue haciendo más intenso, convirtiendo sus anchas espaldas y torso en una superficie brillante.

De pronto, uno de los sayones se adelantó y agarrando el taparrabo de Jesús se lo arrebató con un golpe brusco, dejándole totalmente desnudo.

La rotura de las cintas que sujetaban el taparrabo provocó un súbito e intenso dolor en los genitales de Jesús. Su cuerpo se estremeció y sus rodillas se doblaron por primera vez.

Al verle desnudo, los legionarios estallaron en una carcajada general. Pero las burlas de la soldadesca fueron zanjadas por la llegada de Poncio. Y sin más preámbulos, el procurador ordenó a los verdugos que procedieran. En mitad de un silencio expectante, el legionario más alto, situado a la derecha del Maestro, levantó su flagrum de triple cola, lanzando un terrorífico latigazo sobre la espalda de Jesús, al tiempo que cantaba el primero de los golpes:

—¡Unus!

La descarga fue tan brutal que las rodillas del reo se doblaron, clavándose en el enlosado de caliza con un sonido seco. Pero, en un movimiento reflejo, el Galileo volvió a incorporarse, al tiempo que el segundo verdugo descargaba un nuevo golpe con su bífido flagrum.

—¡Tres…!

—¡Quattour…!

Aquellos soldados, consumados profesionales, manejaban los látigos haciendo girar simplemente sus muñecas. De esta forma, las correas se rizaban, consiguiendo un máximo efecto con un mínimo de esfuerzo.

—¡Quinque!

El entrechocar de los huesecillos y de las bolas de metal fueron el único sonido perceptible durante los primeros minutos. Jesús, totalmente encorvado, no había dejado escapar aún un solo gemido. Los astrágalos y las piezas de plomo caían sobre la espalda, arrastrando en cada retirada algunas porciones de piel. Desde el primer latigazo, varios regueros de sangre habían empezado a correr por el cuerpo, deslizándose hacia los costados y goteando sobre el pavimento.

Tal y como sospechaba, después del fenómeno del sudor sanguinolento, la piel del Maestro había quedado en un estado de extrema fragilidad. Y aquella lluvia de golpes múltiples no tardó en abrirla, convirtiendo los hombros, espalda y cintura en una carnicería. Poco a poco, a cada silbido del «flagrum», las tabas y bolas penetraban en la piel, provocando su ablación o separación, desgarrando los tejidos musculares y arrastrando vasos y nervios.

¡Triginta!

Al llegar al golpe número treinta, el reo se desplomó, manteniéndose de rodillas y con los dedos fuertemente sujetos al aro de metal de la columna.

La espalda, hombros y zonas lumbares aparecían ya encharcadas en sangre, con un sinfín de hematomas, azulados y gruesos como huevos de gallina. Las correas, por su parte, habían ido dibujando decenas de estrías —similares a arañazos— de una tonalidad vinosa. La presencia de aquella multitud de hematomas —algunos de los cuales habían empezado a estallar—, me hizo sospechar que el dolor que soportó Jesús de Nazaret en aquellos primeros minutos tuvo que ser de auténtico paroxismo.

Pero, afortunadamente para él, los golpes, descargados con tanta saña como precisión, fueron abriendo muchos de los hematomas, convirtiendo la espalda en un río de sangre y, consecuentemente, disminuyendo el dolor en cierta medida.

¡Quadraginta!

El latigazo número cuarenta llegó a los cuatro o cinco minutos de haberse iniciado el suplicio. Pero, lejos de estremecerse, como había ocurrido con los anteriores golpes, el cuerpo del Nazareno no reaccionó. Civilis levantó su vara de vid, interrumpiendo la flagelación. Y uno de los sudorosos verdugos se echó sobre el reo, tirando de sus cabellos. Tras comprobar que se hallaba inerme, soltó la cabeza, que cayó desmayada entre el hueco de los brazos.

El centurión apremió a sus hombres. Uno de los legionarios llenó un cubo con el agua de la fuente, arrojándolo sobre la nuca del Nazareno. Al contacto con el líquido, la cabeza de Jesús se movió ligeramente, mientras parte de la sangre escurría hasta el suelo, arrastrada por el agua.

Desde hacía rato, la columna, una amplia franja de la pared circular de la fuente y los rostros, brazos y túnicas de los verdugos aparecían teñidos de rojo. La hemorragia, generalizada ya en espalda y zona de riñones, había empezado a ser preocupante.

Aunque el suplicio había sido detenido en el golpe número 40, coincidiendo así casualmente con la fórmula judía de flagelación[171], la intención de Pilato —que seguía impasible y silencioso el desarrollo de la tortura— era que aquella masacre continuase.

Los verdugos aprovecharon el breve descanso para inclinarse sobre el estanque y refrescar sus caras, al tiempo que refregaban los brazos, tratando de limpiar los lamparones de sangre. Aunque los legionarios encargados del tormento conocían el latín, estoy casi seguro que —a tenor de sus barbas ralas y abundantes— eran mercenarios sirios o samaritanos. Generalmente, los romanos designaban a éstos cuando el condenado era un judío. El odio ancestral de aquellos contra los hebreos les convertía en ejecutores ejemplares…

El Maestro había ido recobrándose. Uno de los verdugos le tomó entonces por las axilas, tirando de él hacia arriba. Pero el peso era excesivo y tuvo que pedir ayuda. Cuando, al fin, lograron incorporarlo, otro soldado —con un cazo de latón entre las manos— se situó frente al destrozado Nazareno, mientras los sayones, sin ningún tipo de contemplaciones, jalaban de sus cabellos, obligando a Jesús a levantar el rostro. Y así lo mantuvieron hasta que el romano que portaba el cazo vació el contenido del mismo en la boca del Galileo. Al preguntar a Civilis de qué se trataba, me explicó que aquel cazo contenía agua con sal.

Por supuesto, el ejército romano conocía muy bien los graves problemas que podían derivarse de un castigo como aquél. En especial, el referido a la deshidratación. Aunque Jesús había sido obligado en la sede del Sanedrín a ingerir una considerable cantidad de agua, sus profusas sudoraciones en el huerto de Getsemaní y ahora, durante la flagelación, unidas a las importantes hemorragias que llevaba experimentadas tenían que haber mermado sus reservas o balance hídrico corporal, tanto intracelular como extracelular. Aquella agua con sal, por tanto, constituía un refuerzo decisivo, si es que Poncio deseaba realmente que el prisionero no muriese durante los azotes. (También existía el peligro de que la excesiva concentración de cloruro sódico en el agua —lo ideal hubiera sido una proporción del 0,85 por 100— pudiera acarrear la aparición de edemas o hinchazones blandas en diversas partes del cuerpo).

Pero, tal y como había sentenciado Civilis, las pretensiones del procurador eran machacar hasta el límite al reo, de tal forma que su lamentable estado pudiera satisfacer y conmover los agresivos ánimos de los saduceos.

Así que, una vez apurado el contenido del cazo, el centurión levantó su bastón y los legionarios recogieron los flagrum, prosiguiendo el castigo.

—¡Unus!

Aquel nuevo golpe y los que siguieron fueron dirigidos especialmente a los muslos, piernas, nalgas, vientre y parte de los brazos y pecho. La espalda y cintura quedaron en esta ocasión al margen.

Las descargas de las correas, enroscándose en las piernas del Maestro, obligaron a éste a una suprema contracción de los paquetes musculares, en especial de los situados en las caras posteriores de los muslos, que quedaron así sujetos a una mayor vulnerabilidad. Muy pronto, la piel fue abriéndose, provocando una hemorragia mucho más intensa que la de la espalda.

—¡Decem!

En un titánico esfuerzo por soportar el dolor, Jesús de Nazaret se había aferrado a la argolla de la columna, levantando el rostro hasta donde le era posible. Los músculos de su cuello, tensos como la cuerda de un arco, contrastaban con las fosas supraclaviculares inundadas por un sudor frío que chorreaba sin cesar y que iba destiñendo el rojo encendido de la sangre.

—¡Duo-de-viginti!

El verdugo cantó el golpe número 18, lanzando su látigo sobre el pecho del reo. Y una de las parejas de huesecillos de carnero debió herir el pezón izquierdo de Jesús. El intensísimo dolor provocó un vertiginoso movimiento reflejo y el gigante se incorporó con todas sus fuerzas, al tiempo que sus dientes —sólidamente apretados unos contra otros— se abrían, emitiendo un desgarrador gemido. Era el primer lamento del rabí.

El tirón fue tan súbito y potente que las cuerdas que le sujetaban a la argolla se rompieron y el cuerpo del Maestro se precipitó hacia atrás violentamente. Aquello pilló desprevenidos a los verdugos y al resto de la tropa, que retrocedieron asustados.

El Nazareno cayó pesadamente sobre sus espaldas, resbalando sobre el enlosado y dejando un ancho reguero de sangre. Cuando los legionarios se precipitaron sobre él, levantándole pesadamente, la respiración de Jesús se había hecho sumamente agitada.

Yo aproveché aquel momento de confusión para ajustarme las «crótalos» e iniciar una exhaustiva exploración de los destrozos ocasionados por la flagelación. Pulsé el clavo de los ultrasonidos a su posición más profunda (7,5 MHZ o megaherz) y me dispuse a rastrear, en primer lugar, los tejidos superficiales.

Los soldados habían arrastrado al reo hasta la pequeña columna, sujetándolo nuevamente a la argolla. Y los verdugos reanudaron los azotes, sumamente irritados por aquel contratiempo.

Los golpes, cada vez más implacables, fueron humillando poco a poco el cuerpo del Maestro, que terminó por doblar las rodillas, mientras sus dedos, chorreando sangre, se crispaban por el dolor. A cada latigazo, Jesús había empezado a responder con un corto y apagado gemido. Una vez «traducidas» las ondas ultrasónicas a imágenes, el resultado de la flagelación apareció ante nosotros en todo su dramatismo. Los verdugos, consumados «especialistas», sabían muy bien qué zonas podían tocar y cuáles no. Desde un primer momento nos llamó la atención el hecho increíble de que ninguna de las costillas hubiera sido fracturada. La precisión de los latigazos, en cambio, había ido abriendo los costados de Jesús, hasta dejar al descubierto las bandas fibrosas o aponeurosis de los músculos serratos. El dolor al lastimar estas últimas protecciones de las costillas tuvo que alcanzar umbrales difíciles de imaginar. En opinión de los expertos de Caballo de Troya, superiores, incluso, a los 22 «JND»[172].

Por supuesto, amplias áreas de los músculos de la espalda —dorsales, infraespinosos y deltoides— aparecieron rasgadas y sembradas de hematomas que, al no reventar, tensaron extraordinariamente lo que le quedaba de piel, multiplicando la sensación de dolor.

En aquel examen de los tejidos superficiales, los investigadores quedaron sobrecogidos al comprobar cómo los legionarios habían elegido las zonas más dolorosas, pero menos comprometidas, de cara a una posible parada cardíaca, que hubiera fulminado quizá al Nazareno. Eligieron principalmente las partes delanteras de los muslos, pectorales y zonas internas de los músculos, evitando corazón, hígado, páncreas, bazo y arterias principales, como las del cuello.

Al cambiar la frecuencia de los ultrasonidos, pasando a 3,5MHZ, el análisis de los órganos internos puso de manifiesto, desde el primer momento, una considerable pérdida de sangre. La volemia de Jesús (o volumen total de sangre) fue fijado entre seis y seis litros y medio. Pues bien, después del durísimo castigo de la flagelación, esa volemia había descendido en un 27 por 100. Eso significaba que el Galileo había derramado en total, desde los ultrajes en la sede del Sanedrín, alrededor de 1,6 litros de sangre. Una cantidad importante, aunque no lo suficiente como para alterar de forma definitiva —física y psíquicamente— a una persona normal. Y una prueba de ello es que Jesús de Nazaret aún tuvo fuerzas y claridad de mente para responder a las preguntas que se le formularon después de los azotes. Sin embargo, aquel derrame circulatorio tuvo que provocar en él una creciente angustia, palpitaciones esporádicas, debilidad y, sobre todo, una sed sofocante.

En cuanto a su frecuencia cardíaca, las oscilaciones fueron continuas. En algunos de los golpes especialmente en uno de los últimos, que caería directamente sobre los testículos—, el pico alcanzó las 170 pulsaciones por minuto, cayendo rápidamente a 90 y provocando el segundo desvanecimiento.

La tensión arterial, por la intensa descarga de adrenalina, se elevó también algunos momentos hasta 210 mm H20 de máxima, si bien luego el progresivo agotamiento de la adrenalina fue dando lugar a un dominio del sistema vago y su intermediario, la acetilcolina, que se acompañó de un descenso de la tensión arterial que ya al final del suplicio se tradujo en un casi total estado de postración.

El análisis del torrente sanguíneo nos permitió también la confirmación de un hecho que resultaba evidente: el sucesivo aumento de los índices de sodio, cloro y de la presión osmótica eran señales inequívocas de la importante deshidratación que había empezado a experimentar el organismo del Hijo del Hombre.

¡Quadraginta!

El golpe 40, que en realidad hacia el número 80, si tenemos en cuenta los 40 primeros, cayó sobre un hombre prácticamente derrotado. El Maestro, con el cuerpo deformado por los hematomas y materialmente bañado en sangre, apenas si se movía. Sus imperceptibles lamentos se habían ido apagando y sólo resonaba ya en el patio el chasquido de los látigos al clavarse en su carne y el cada vez más agitado resoplar de los verdugos, visiblemente agotados.

Hacía tiempo que el Nazareno se había hecho prácticamente un ovillo, con la cabeza y parte del tórax reclinados sobre los brazos, en posición fetal. Los golpes, cada vez más lentos y espaciados, seguían desgarrando sus nalgas, vientre, costados y zonas laterales de las piernas, hiriendo, incluso, las plantas de los pies.

Algunos de los legionarios, aburridos o conmovidos por aquella salvaje paliza, habían empezado a abandonar el lugar, ocupándose en sus quehaceres habituales.

Civilis, que venía observando el progresivo agotamiento de los verdugos, dirigió una significativa mirada a Lucilio, el gigantesco centurión que yo había visto en el apaleamiento del soldado romano. El de Pannonia comprendió las intenciones del primus prior y, abriéndose paso a empujones entre los miembros de la cohorte, levantó su brazo capturando al vuelo el flagrum del legionario situado a la derecha del Maestro, cuando aquél se disponía a descargar un nuevo golpe.

La súbita presencia de aquella torre humana, empuñando el látigo de triple cola, fue suficiente para que ambos verdugos se retiraran, dejándose caer —casi sin respiración— sobre las losas del patio.

Y la soldadesca, conocedora de la fuerza y crueldad del oficial, guardó silencio, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de aquel oso.

Lucilio acarició las correas, limpiando la sangre con sus dedos. Después, colocándose a un metro del costado izquierdo del prisionero, levantó su brazo derecho, lanzando un preciso y feroz latigazo sobre la parte baja de las nalgas de Jesús. El zurriagazo debió tocar el coxis y el afilado dolor reactivó el sistema nervioso del rabí, que llegó a incorporarse durante algunos segundos. Pero, en medio de grandes temblores, sus músculos fallaron, hincándose de rodillas.

Los legionarios acogieron aquel estudiado ataque con una exclamación que iría repitiéndose a cada latigazo:

¡Cedo alteram!

Un segundo golpe, dirigido esta vez a la corva izquierda, hizo gemir al Maestro, al tiempo que la soldadesca repetía entusiasmada:

¡Cedo alteram!

El tercer, cuarto y quinto latigazos cayeron sobre los riñones…

¡Cedo alteram…! ¡Cedo alteram…! ¡Cedo alteram…!

La violencia de Lucilio era tal que los astrágalos de carnero quedaban incrustados en la carne, provocando en cada golpe una copiosa hemorragia.

¡Cedo alteram…! ¡Cedo alteram…!

Las descargas sexta y séptima se centraron en cada uno de los pabellones auditivos de Jesús. Y casi instantáneamente, por ambos lados del cuello corrieron unos gruesos goterones de sangre. El Maestro inclinó su cabeza sobre el aro de metal y el centurión buscó el costado derecho, vaciando toda su furia sobre el ombligo de Cristo.

¡Cedo alteram!

El salvaje impacto sobre el vientre del reo afectó decisivamente a su ya castigado diafragma, cortando prácticamente su penosa respiración. Aquel, probablemente, fue uno de los momentos más delicados del castigo. Durante unos segundos que me parecieron interminables, la caja torácica del Galileo permaneció inmóvil. Pero, al fin, los músculos intercostales reaccionaron, aliviando la tensión pulmonar.

¡Cedo alteram!

El noveno latigazo, propinado por el coloso en el desgarrado costado derecho de Jesús —y pienso que lanzado con toda intención sobre los abiertos músculos serratos para disparar así la congelada respiración del reo— emitió un sonido hueco: como si las tabas hubieran golpeado directamente sobre las costillas.

El ímpetu del oficial, que había empezado a sudar copiosamente por su frente, fue tal que el cuerpo del Nazareno se desequilibró, cayendo sobre el lado izquierdo.

Es muy posible que en aquellos instantes, otro dolor —difuminado por el atroz calvario de la flagelación— estuviera golpeando el organismo del Galileo. Me refiero a la vejiga urinaria de Jesús. Su rebosamiento debía ser tal que, involuntariamente, los esfínteres de los uréteres se abrieron, provocando una abundante micción. (Aproximadamente, a juzgar por el tiempo que duró el derrame urinario, la vejiga debía albergar entre 350 y 400 centímetros cúbicos). Por fortuna, la orina —aunque sumamente amarilla— no arrastraba sangre.

Pero aquella descarga involuntaria de orina sólo sirvió para provocar las risotadas de los romanos y un ataque mucho más violento de ira en Lucilio, que tomó aquel gesto como un insulto personal.

Y levantando el látigo, lo dirigió con rabia hacia los testículos del Maestro. Una de las puntas del flagrum tocó la piel del escroto y las otras dos cayeron sobre la bolsa testicular.

Jesús reaccionó ante el lacerante golpe encogiéndose, al tiempo que sus pulsaciones se aceleraban y un gemido desgarrador se confundía con el último: ¡Cedo alteram!

Inmediatamente, su pulso bajó a 90 y el Maestro, palideciendo, perdió el conocimiento.

Civilis levantó su vara nuevamente, ordenando a los soldados que inspeccionaran al reo. Después, aproximándose al procurador, le pidió instrucciones. ¿Debía continuar el castigo?

Y antes de que Poncio tomara una decisión, el brutal Lucilio insinuó al gobernador que, dada la situación del prisionero, lo mejor sería rematarle allí mismo.

Pilato dirigió su mirada al cuerpo agarrotado y sanguinolento del rabí, dudando. Y el oficial que había ejecutado aquella última parte de la flagelación echó mano de su espada, convencido de que el buen sentido de Poncio se inclinaría por la solución que acababa de proponer. Pero el agua que había sido baldeada nuevamente sobre la cabeza y nuca del prisionero estimuló el precario estado de Jesús, que, lentamente, fue recobrando el sentido.

Aquella progresiva recuperación del Nazareno inclinó a Pilato a seguir con su plan y antes de retirarse del patio porticado indicó a Civilis que atendiera al galileo, llevándole a su presencia en cuanto fuera posible.

Eran las once de la mañana. Los legionarios soltaron las cuerdas y a duras penas apoyaron la espalda del prisionero contra la columna que había servido para la flagelación. Uno de los soldados se colocó en cuclillas por detrás del mojón, procurando sostener por los hombros el maltrecho cuerpo de Jesús. El gigante, con las piernas extendidas sobre el pavimento, respiraba aún con dificultades, acusando con esporádicos estremecimientos el sinfín de puntos dolorosos. Aquellos temblores fueron haciéndose cada vez más intensos y continuados y temí que la fiebre hubiera hecho presa en el Maestro. No me equivocaba…

Otro legionario, siempre bajo la atenta vigilancia de Civilis, acercó un segundo cazo a los labios del rabí, obligándole a beber una nueva dosis de agua con sal.

Algunas de las heridas habían empezado a coagular y muchos de los reguerillos comenzaron a secarse. Las brechas de los costados, sin embargo, seguían manando sangre, que caía a intervalos sobre las losas, impulsada por cada uno de los movimientos respiratorios, cada vez más cortos y rápidos.

El centurión movió la cabeza en señal de desaprobación. No hacía falta ser médico para darse cuenta que el castigo había sido tan desproporcionado como para temer por la vida del reo. Y antes de que fuera demasiado tarde, desconecté el sistema ultrasónico, pulsando el segundo clavo. Al activarlo, el minicomputador alojado en la «vara de Moisés» dio paso al flujo de rayos infrarrojos, dispuestos para los análisis de tele-termografía dinámica[173].

Como ya señalé anteriormente, las «crótalos», o lentes especiales de contacto, me permitían dirigir el sistema de tele-termografía hacia las áreas deseadas, pudiendo ordenar así el cúmulo de exploraciones.

Las imágenes obtenidas por este procedimiento fueron sencillamente dramáticas. La mayor parte del cuerpo de Jesús, bañado con sangre venosa, ofrecía una tonalidad roja-parduzca, mientras los hematomas (mucho más calientes) arrojaron un color azul intenso.

El rastreo nos permitió observar cómo la red arterial principal no había sido dañada, aunque la vascularización cutánea y el sistema venoso superficial (especialmente en extensas zonas dorsales) presentaban numerosos destrozos. Según los médicos del proyecto, en el supuesto de que el Maestro hubiera conservado la vida, su recuperación —con las técnicas y fórmulas de aquella época— se hubiera prolongado por espacio de más de tres meses.

El análisis de las retinas fue satisfactorio. El color amarillento-rojizo de las mismas vino a demostrarnos que la visión era correcta. No pudo decirse lo mismo de algunas de las articulaciones —en especial la de la pierna izquierda (hueco poplíteo) y las de los hombros—, seriamente afectadas por las bolas de plomo y los astrágalos de carnero. La temperatura dérmica de estas articulaciones, extraordinariamente inflamadas, había aumentado su temperatura hasta tres grados centígrados.

En cuanto a la alta temperatura general (oscilante entre los 39 y 40 grados), vino a ratificar mi impresión personal: Jesús había sido presa de la calentura, que ya no le abandonaría hasta el momento de la muerte.

El minucioso recorrido sobre el cuerpo del Galileo nos permitió distinguir, al menos, 225 puntos «calientes», correspondientes a otros tantos impactos, provocados por los flagrum. Las excoriaciones, hematomas y desgarros habían originado otras tantas áreas inflamatorias, generalmente circulares, que marcaban con su alta temperatura el trágico «mapa» de los azotes.

Esta fue la «guía» de la flagelación, pormenorizada por el ordenador central del módulo: espalda y hombros: 54 impactos; cintura y riñones: 29; vientre: 6; pecho: 14; pierna derecha (zona dorsal): 18; pierna izquierda (dorsal): 22; pierna derecha (zona frontal): 19; pierna izquierda (frontal): 11 impactos; brazo derecho (ambas caras): 20; brazo izquierdo (ambas caras): 14; oídos: un impacto en cada uno; testículos: 2 y nalgas: 14 impactos. A estos destrozos hubo que añadir un sinfín de estrías o «arañazos», producidos por las correas de los látigos. La inmensa mayoría de estas lesiones tenía una longitud de tres centímetros, con la típica forma de «pesas de gimnasia», ocasionadas por los «escorpiones» de las puntas: bolas de metal y tabas. En síntesis, un castigo tan brutal que ninguno de los especialistas del proyecto llegó a comprender jamás cómo aquel hombre pudo resistirlo.

—¡Basta ya…! Ponedle en pie y vestidle.

La voz del oficial jefe resonó cargada de impaciencia. Y mientras los infantes tiraban de Jesús, yo desconecté los circuitos de la «vara de Moisés», guardando las lentes de contacto.

Fue menester que dos legionarios apuntalaran el maltrecho cuerpo del Maestro al recuperar la posición vertical. Su extrema debilidad hizo que sus rodillas se doblasen, obligando a los soldados a sujetarle por las axilas. Otros romanos, a una orden de Civilis, acudieron en ayuda de sus compañeros, procurando que el prisionero no se desplomase sobre el enlosado.

Al ser izado, algunas de las heridas —especialmente las de los costados— volvieron a sangrar a borbotones y los riachuelos de sangre recorrieron rápidamente su vientre, ingles, muslos y piernas, hasta derramarse sobre las losas.

Alguien recogió sus ropas y, tras enfundarle la túnica, dispuso el manto sobre el hombro izquierdo, fajando después el tórax. El ropón quedó firmemente sujeto sobre el pecho y espalda de Jesús, de forma que, juntamente con la túnica, hicieron las veces de vendaje. Aquellos romanos sabían que aquél era un excelente procedimiento para taponar muchas de las brechas, cortando así parte de las hemorragias. Sentí un estremecimiento al imaginar lo que podía ocurrir en el momento en que el Galileo fuera desposeído de sus ropas. Si los coágulos quedaban encolados al tejido —como así debía ser—, la retirada de la túnica significaría un nuevo y doloroso suplicio, con la consiguiente apertura de las llagas.

La sangre empapó inmediatamente la túnica blanca, que comenzó a gotear por las mangas y por el borde interior. Y el esponjoso tejido se vio teñido con innumerables y anárquicos corros rojizos.

Los soldados obligaron al Nazareno a dar algunos pasos, pero, cuando apenas había arrastrado sus pies descalzos sobre el pavimento, las fuerzas le abandonaron, desmoronándose. La rápida intervención de los legionarios de Civilis evitó que cayera al suelo. El grupo interrogó al centurión con la mirada y éste, desalentado, indicó a sus hombres que le sentaran en uno de los bancos de madera del pórtico.

Civilis comprendió que, de momento, era inútil conducir al reo hasta la terraza donde debía esperar el procurador. Hubiera sido absolutamente necesario que varios infantes le acompañasen y sostuviesen.

Los temblores febriles seguían sacudiendo el cuerpo del Nazareno que, poco a poco, paso a paso, fue conducido por los romanos hasta uno de los asientos situado en el lado oriental del patio. Mientras, otros legionarios habían iniciado la limpieza del enlosado y de la columna sobre los que había tenido lugar la flagelación. Los caballos volvieron junto a la fuente y sus cuidadores siguieron cepillándoles y restregando los lomos con manojos de poleo, cuyo olor según la creencia popular— mataba los piojos.

El centurión se quitó el casco y, tras meditar unos segundos, se alejó del pórtico, en dirección al túnel que llevaba al pretorio.

Debo señalar que, conforme observaba el renqueante caminar del Maestro, una visible cojera en la pierna izquierda me llevó a la conclusión de que el latigazo de Lucilio en plena corva había alterado la articulación de dicha rodilla. (Este extremo sería posteriormente ratificado, como ya indiqué, por el examen «tele-termográfico»).

Jesús fue sentado, al fin, sobre uno de los bancos. Y al hacerlo, un rictus de dolor se dibujó nuevamente en su rostro. Era muy posible que aquel gesto estuviera provocado por los golpes en el coxis o en los riñones. Al apoyarse en la madera, el hueso inferior de la columna y las zonas lumbares debieron acusar el contacto con el asiento y el respaldo, respectivamente.

Durante algunos minutos, la actitud de los legionarios fue tranquila; incluso, correcta. Dos siguieron junto al Nazareno, pendientes de su recuperación y el resto se dirigió a uno de los corrillos que vociferaba desde una de las esquinas del patio. Al ver que el Maestro se encontraba algo más tranquilo no pude resistir la tentación y me aproximé también al círculo de legionarios que, sentados o en cuclillas, centraban su atención en una de las losas del pavimento.

Al asomarme por encima de las cabezas de los soldados comprobé que se trataba de un juego (una especie de «tres en raya», descrito ya por Plutarco). Usando sus espadas, los miembros de la guarnición habían trazado un círculo sobre una de aquellas losas, grabando también en el interior de dicho círculo una serie de toscas figuras y letras. Pude distinguir una «B» —que servía, al parecer, para la llamada «jugada del Rey» o de «Basileus», en griego— y una corona real. Todas estas figuras aparecían separadas unas de otras mediante una línea que zigzagueaba por el interior del círculo. Los participantes utilizaban cuatro tabas, previamente marcadas con letras y cifras, que eran lanzadas sobre el círculo, cantando las diferentes jugadas, según las figuras o letras donde acertaran a caer.

El juego fue animándose paulatinamente y varios de los legionarios cantaron jugadas como la de «Alejandro», «Darío» y el «Efebo».

Por último, uno de los jugadores tuvo la fortuna de que uno de sus huesecillos fuera a rodar hasta la corona, gritando la «jugada del rey», que equivalía a nuestro «jaque mate» y, por tanto, al final del entretenimiento.

Los soldados recogieron las tabas y el que había ganado, influido seguramente por aquel último golpe de suerte, reparó en el Galileo, animando a sus colegas a proseguir el juego, «pero esta vez con un rey de verdad…». La idea fue acogida con entusiasmo y el grupo se dirigió hacia el banco, dispuesto a divertirse a costa del que se había autoproclamado «rey de los malditos y odiados hebreos».

La ausencia de Civilis hizo dudar a los que custodiaban a Jesús pero pronto se unieron a las chanzas y groserías de sus compañeros.

De pronto, aquella decena de legionarios aburridos y desocupados se hizo a un lado, dando paso a otros dos infantes.

Con aire marcial y conteniendo la risa, aquellos dos soldados fueron aproximándose al Nazareno, que había vuelto a inclinar la cabeza, soportando con su habitual mutismo aquel nuevo y amargo trance.

Uno de los que había comenzado a desfilar hacia el prisionero traía en sus manos lo que, en un primer momento, me pareció una cesta de mimbre al revés. Pero cuando llegó a la altura del Galileo comprendí. No se trataba de una cesta, sino de un complicado «yelmo», trenzado a base de zarzas espinosas. Tenía forma de media naranja, con un aro o soporte en su base, formado por un manojo de juncos verdes, perfectamente ligados por otras fibras igualmente de junco. Según pude apreciar, el casquete espinoso había sido entretejido con media docena de ramas muy flexibles, en las que apuntaba un terrorífico enjambre de púas rectas y en forma de «pico de loro», con dimensiones que oscilaban entre los 20 milímetros y los 6 centímetros, aproximadamente[174].

Estaba claro que, mientras el grueso de los legionarios centraba sus burlas en Jesús, aquellos dos individuos habían entrado en alguno de los almacenes de leña de la fortaleza, ocupándose en la siniestra idea de trenzar una «corona» para el «rey de los judíos».

La ocurrencia fue recibida con aplausos y risotadas. Y el que portaba aquel peligroso «casco» de delgadas y parduzcas ramas se inclinó, simulando una reverencia. Después levantó la «corona» a medio metro sobre el cráneo del Maestro, bajándola violentamente e incrustándola en la cabeza del rabí. Un alarido de satisfacción se escapó de las gargantas de la soldadesca, ahogando el gemido de Jesús, que, al contacto con las espinas, levantó la cabeza, golpeándose involuntariamente la región occipital contra el muro sobre el que se hallaba adosado el banco. Aquel encontronazo con la pared debió hundir aún más las púas situadas en la zona posterior del cráneo.

El «yelmo», brutalmente encajado, cubrió casi la totalidad de la cabeza del reo. El aro sobre el que se sustentaba la red espinosa quedó a la altura de la punta de la nariz, dificultando, incluso, la visión del Maestro.

El agudo dolor de las 20 o 30 espinas que perforaron el cuero cabelludo, frente, sienes, orejas y parte de las mejillas conmocionó de nuevo al Hijo del Hombre, quien, con los ojos cerrados en un movimiento reflejo de protección, permaneció durante varios segundos con la boca entreabierta, intentando inhalar un máximo de aire.

Al ver aparecer seis copiosos regueros de sangre por su frente y sienes temí que aquellas púas hubieran perforado la vena facial (que discurre desde la barbilla a la zona ocular). Me aproximé cuanto pude al rostro, pero no llegué a distinguir espina alguna clavada en el sector que cruza dicha vena. Otras, en cambio, habían perforado la frente y región malar derecha. Una de aquellas púas, en forma de gancho, había penetrado a escasos centímetros de la ceja izquierda (en el músculo orbicular), dando lugar a una intensa hemorragia, que cubrió rápidamente el arco superciliar, inundando de sangre el ojo, mejilla y barba.

La profusa emisión de sangre indicaba que las espinas habían afectado gravemente la aponeurosis epicraneal (situada inmediatamente debajo del cuero cabelludo). La retracción de los vasos rotos por las espinas en esta área —extremadamente vascularizada— se hizo notar, como digo, de inmediato. La sangre comenzó a fluir en abundancia, goteando sin cesar desde la barba al pecho.

Pero los soldados, no contentos con este bárbaro atentado, fueron en busca del manto púrpura que había quedado sobre el enlosado, echándoselo sobre los hombros. Otro de los legionarios puso una caña entre sus manos y arrodillándose exclamó entre el regocijo general:

—¡Salve, rey de los judíos!

Las reverencias, imprecaciones, salivazos y patadas en las espinillas del Nazareno menudearon entre aquella chusma, cada vez más divertida con sus ultrajes. Uno de los soldados pidió paso y colocando sus nalgas a escasos centímetros del rostro de Jesús se levantó la túnica, comenzando a ventosear con gran estrépito, provocando nuevas e hirientes risotadas.

El jolgorio de la soldadesca se vio súbitamente cortado por la presencia del gigantesco Lucilio, atraído sin duda por el constante alboroto de sus hombres. Observó la escena en silencio y, con una sonrisa de complicidad, se situó frente al reo. Los legionarios, intrigados, guardaron silencio. Y el centurión, levantando su faldellín, comenzó a orinarse sobre las piernas, pecho y rostro de Jesús de Nazaret.

Aquella nueva injuria arrastró a los romanos a una estrepitosa y colectiva carcajada, que se prolongaría, incluso, hasta después que el oficial hubiera concluido su micción.

Mi corazón se sintió entonces tan abrumado y herido como si aquellas ofensas hubieran sido hechas a mi propia persona. Abatido me recosté sobre la pared del pórtico, con un solo deseo: ver aparecer a Civilis.

Por una vez mis deseos se vieron cumplidos. El comandante de las fuerzas legionarias hizo su entrada en el patio central de la fortaleza Antonia en el momento en que uno de aquellos desalmados arrancaba la caña de entre las manos del Nazareno, asestándole un fuerte golpe sobre el «yelmo» de espinas.

Las risotadas y los legionarios desaparecieron al instante, ante la súbita llegada de Civilis. Cuando el centurión interrogó a los guardianes sobre aquel nuevo escarnio, los soldados se encogieron hombros, haciendo responsables a sus compañeros. Pero éstos, como digo, se habían desperdigado entre las columnas y el patio.

Visiblemente disgustado por la indisciplina de sus hombres, el oficial ordenó a los infantes que pusieran en pie al condenado y que le siguieran. Así lo hicieron y Jesús de Nazaret, algo más repuesto aunque sometido a constantes escalofríos, comenzó a caminar hacia el túnel, arrastrando prácticamente su pierna izquierda.

A su lado, y pendientes del Galileo, avanzaron también otros tres soldados, que no se separarían ya del reo hasta el momento de su retorno al escenario de la flagelación.

Eran las 11.15 de la mañana…

El sol, cada vez más alto, iluminó la gigantesca figura de Jesús al salir del Pretorio. Al verle, la multitud que aguardaba frente a las escalinatas dejó escapar un murmullo, inevitablemente sorprendida por el lamentable aspecto del reo.

La escolta se detuvo en mitad de la terraza, a la izquierda de la silla en la que esperaba Poncio. Este, al ver el casco de espinas sobre el cráneo del Maestro, se revolvió nervioso e indignado hacia Civilis, interrogándole mientras señalaba con su dedo índice hacia la cabeza del rabí. Ignoro qué pudo decirle el centurión. Mi atención había quedado prendida en el Galileo. Al detenerse frente a la multitud, Jesús —encorvado y con los dedos entrelazados, intentando dominar así la intensa tiritona que le consumía— percibió en seguida la cálida presencia del sol. Y muy despacio, como tratando de absorber la dulce caricia de los rayos, fue levantando el rostro, hasta situarlo frente al disco solar. Durante escasos segundos, sus profundas ojeras y la catarata de sangre que ocultaba su cara, se hicieron perfectamente visibles a todo el gentío. Pero, al alzar la cabeza, las púas tropezaron en el arranque de la espalda, perforando la nuca nuevamente. Y el dolor le obligó a bajar el rostro.

Juan Zebedeo, paralizado ante aquel trágico cambio de su Maestro, reaccionó al fin y soltando el brazo de José de Arimatea se precipitó hacia Jesús, arrodillándose y llorando a los pies del rabí. Los legionarios interrogaron al centurión con la mirada, dispuestos a retirar al joven amigo del prisionero, pero Civilis, extendiendo su mano izquierda, indicó que le dejaran.

Durante algunos minutos, tanto Pilato como la muchedumbre se vieron sobrecogidos por el desconsolado llanto del muchacho. Y un respetuoso silencio reinó en el patio.

El Maestro intentó por dos veces inclinarse hacia Juan, tratando de aproximar sus temblorosas y ensangrentadas manos hacia el discípulo más amado, pero la trampa de espinos y la rigidez del improvisado vendaje se lo impidieron.

—Aquel nuevo gesto de valentía del discípulo y el derrotado semblante del Nazareno conmovieron sin duda al procurador. Y levantándose de su silla, dio unos cortos pasos hacia el filo de la escalinata. Después, señalando a Jesús y sin perder de vista a Caifás y a los saduceos, exclamó, tratando de mover la piedad de los acusadores:

—¡Aquí tenéis al hombre…! De nuevo os declaro que no le encuentro culpable de ningún crimen… Después de castigarle, quiero darle la libertad.

Pilato, una vez más, se equivocaba. Y aunque la muchedumbre no se atrevió a replicar, el sumo sacerdote y sus hombres si respondieron, entonando el conocido «¡Crucifícale!».

Y poco a poco, la multitud fue uniéndose a las manifestaciones de los sanedritas, coreando sin piedad:

—¡Crucifícale…! ¡Crucifícale!

Poncio, decepcionado, regresó al tribunal y esperó a que el gentío se apaciguara. El viento, cada vez más cálido y molesto, había empezado a levantar grandes torbellinos de polvo que eran arrastrados desde el Este, azotando cada vez con mayor dureza aquella ala norte de la Torre Antonia. Civilis captó de inmediato aquel cambio atmosférico y, tras comprobar cómo los centinelas de vigilancia en los torreones de la muralla procuraban refugiarse del viento racheado, me miró fijamente, recordándome con su rostro grave el presagio que le había hecho esa misma mañana. Yo asentí con un movimiento de cabeza.

Pero nuestro silencioso «diálogo» se vio interrumpido por la voz del procurador. Una vez calmada la turba, Poncio, con su mano derecha aplastando el peluquín (gravemente comprometido por el incipiente «siroco»), habló a los hebreos, con un inconfundible tinte de desaliento en sus palabras:

—Reconozco perfectamente que os habéis decidido por la muerte de este hombre. Pero, ¿qué ha hecho para merecer su condena…? ¿Quién quiere declarar su crimen?

Caifás, congestionado por la ira, subió las escaleras y, tras escupir sobre Jesús, se encaró con el gobernador, gritándole:

—Tenemos una ley sagrada por la que este hombre debe morir. Él mismo ha declarado ser el Hijo de Dios…, ¡bendito sea su nombre!

Y girando la cabeza hacia el cabizbajo reo volvió a lanzarle otro salivazo.

El procurador miró a Jesús con un súbito miedo. La sangre seguía goteando desde su frente, manchando el manto de Juan, quien, arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no parecía prestar atención alguna a lo que estaba ocurriendo.

Caifás retornó con paso decidido a la cabeza de la multitud y Poncio, con la faz pálida y los cabellos en desorden, golpeó los brazos de la silla con ambas palmas, ordenando a Civilis que llevara al galileo al interior de su residencia.

Los legionarios hicieron girar al rabí, conduciéndole nuevamente al «hall». Siguiendo un impulso me agaché sobre Juan, animándole a que se incorporarse y a que cesase en su llanto. Después, pasando mi brazo sobre sus hombros y apretando su cara contra mi pecho, le llevé al interior del Pretorio.

Pilato, con las manos a la espalda, había empezado a dar cortos paseos por el centro del «vestíbulo». Mientras tanto, Civilis y los soldados aguardaban a escasa distancia de la puerta. Al verme, el procurador interrumpió sus nerviosos pasos y dirigiéndose hacia mí me interrogó en voz baja, como si temiera que pudieran oírle: —Jasón, ¿tú crees de verdad que este galileo puede ser un dios, descendido a la Tierra como las divinidades del Olimpo?

Los ojos claros del romano chispeaban y se agitaban, presa de un miedo supersticioso y, en mi opinión, cada vez más profundo. Pero Poncio no esperó mi posible respuesta. Después de alisarse el postizo dio media vuelta, acercándose al Maestro.

Y con voz temblorosa le formuló las siguientes preguntas:

—¿De dónde vienes…? ¿Quién eres en realidad? ¿Por qué dicen que eres el Hijo de Dios…?

El Nazareno levantó su rostro levemente, posando una mirada llena de piedad sobre aquel juez débil y acorralado por sus propias dudas. Pero los temblorosos labios de Jesús no llegaron a articular palabra alguna.

Pilato, cada vez más descompuesto, insistió:

—¿Es que te niegas a responder? ¿No comprendes que todavía tengo poder suficiente para liberarte o crucificarte?

Al escuchar aquellas amenazantes advertencias, el Galileo repuso al fin con un hilo de voz:

—No tendrías poder sobre mí sin el permiso de arriba…

La extrema debilidad del Maestro hizo que sus palabras llegaran muy mermadas hasta los oídos del procurador. Y éste, aproximándose cuanto le fue posible hasta los plastones rojizos que habían quedado prendidos en su barba y bigote, le pidió que repitiese.

—¿Cómo dices?

—No puedes ejercer ninguna autoridad sobre el Hijo del Hombre —añadió Jesús haciendo un esfuerzo—, a menos que el Padre celestial te lo consienta…

Poncio se echó atrás, con los ojos desencajados por el desconcierto. Pero el Nazareno no había terminado.

—Pero tú no eres totalmente culpable, ya que ignoras el evangelio. Aquel que me ha traicionado y entregado a ti ha cometido el mayor de los pecados.

El romano sabía de sobra a quién se refería el prisionero y aquella inesperada confesión, descargando en parte a Poncio de su responsabilidad, pareció aliviarle sobremanera. El gobernador se olvidó de sus preguntas y esbozando una sonrisa de agradecimiento salió a la terraza. La escolta se dispuso a seguirle pero el Nazareno, dirigiéndose a Juan, colocó su mano sobre la cabeza del discípulo, haciéndole un último ruego:

—Juan, no puedes hacer nada por mí… Vete con mi madre y tráela para que me vea antes de que muera.

Civilis escuchó también aquellas dolorosas palabras, e intuyendo el fatal desenlace, animó a Juan Zebedeo para que cumpliera aquella última voluntad del Galileo sin pérdida de tiempo. Solté al muchacho y disimulando mi angustia asentí con la cabeza, ratificando la noble intención del centurión. Juan cruzó el umbral del Pretorio, perdiéndose entre la multitud. Previamente, el oficial ordenó a uno de sus hombres que acompañara al apóstol hasta las puertas de la muralla, ayudándole a franquear el paso.

Al regresar a la terraza, Poncio —mucho más animado por las recientes frases del reo— había empezado a hablar a la muchedumbre. El tono de su voz denotaba un firme deseo de liberar a Jesús. El rostro de José de Arimatea volvió a iluminarse por la esperanza e, incluso Judas, que había sido uno de los pocos que no se había unido a los gritos de crucifixión, pareció aliviado por la decidida actitud del procurador.

—… Estoy convencido que este hombre —anunció Pilato— ha faltado solamente a la religión, por lo que debe ser detenido y sometido a vuestras propias leyes… ¿Por qué esperáis que le condene a muerte, por estar en conflicto con vuestras tradiciones?

El inesperado cambio del gobernador de Roma exasperó los ánimos de los saduceos, que formaron un corro, discutiendo acaloradamente. Pilato, sumamente complacido ante la crispación general de los sacerdotes, se sentó en la silla transportable, haciendo un guiño a Civilis. Pero, antes de que el procurador pudiera terminar de saborear aquel efímero triunfo, Caifás, pálido y con los ojos inyectados en sangre, volvió a subir las escaleras y amenazando a Poncio con su mano izquierda, le soltó a quemarropa:

—¡Si sueltas a este hombre, tú no eres amigo del César…!

La cólera del sumo sacerdote era tal que su voluminoso vientre comenzó a subir y bajar, arrastrado por su agitada respiración. Aquella sentencia de Caifás hizo palidecer a Poncio.

Y trataré por todos los medios —remachó el astuto yerno de Anás— de que el emperador tenga conocimiento de ello. Conociendo como conocía el procurador la oleada de delaciones, arrestos y ejecuciones que se había cernido en aquellos últimos meses sobre el imperio, el fulminante ultimátum de Caifás terminó por desarmarle. Aquello, indudablemente, fue un golpe bajo. Tiberio, y más concretamente el temido Sejano, ya habían tenido noticia de las dos revueltas provocadas por la intransigente postura de Pilato (una motivada por la colocación de los emblemas e insignias del emperador en mitad de Jerusalén y la segunda, por la expropiación indebida del tesoro del templo para la construcción de un acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas amonestaciones. Si el inflexible general de la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del César, volvía a recibir inquietantes noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en aquella provincia, la carrera política de Poncio podía verse seriamente alterada. De hecho, poco tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret, el procurador caería en un nuevo error político que precipitó su fin[175].

El sumo sacerdote, además, se había referido intencionadamente a su título de «amigo del César». Y aquella referencia humilló aún más la voluntad del juez romano. (Aunque Poncio Pilato, indudablemente, era conocido y amigo de Tiberio, la alusión de Caifás llevaba dinamita. El jefe de los sacerdotes sabía que el gobernador era miembro del «orden ecuestre», ostentando el título de aeques illustrior y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy especial distinción. Aquel privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su situación, de cara a la cúpula del Imperio. El Sanedrín tenía medios para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la isla de Capri, sus quejas sobre lo que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y Poncio lo sabía).

En mi opinión, esta astuta maniobra final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto sentido de la justicia y sin tiempo para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin control se incorporó de la silla curul y señalando a Jesús, dijo sarcásticamente:

—¡He aquí vuestro rey…!

Caifás y los jueces hebreos sabían que acababan de herir de muerte los propósitos del romano y, animando nuevamente a la multitud, respondieron a Pilato:

—¡Acaba con él…! ¡Crucifícale…! ¡Crucifícale!

El gobernador se dejó caer sobre su asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó:

—¿Voy a crucificar a vuestro rey?

Uno de los saduceos se situó sobre el segundo escalón y gritó, señalando la fachada del Pretorio:

—¡No tenemos más rey que a César!

Pilato era consciente de aquella hipócrita afirmación, pero no se atrevió a replicar. Llamó a Civilis y, después de intercambiar unas frases con su primer oficial, anunció a los judíos su intención de soltar a Barrabás.

El populacho aplaudió la decisión del gobernador. Pero Poncio, ajeno a este reconocimiento, pidió que le trajeran una jofaina con agua. El centurión, al oír a Poncio, mostró su extrañeza. Pero obedeció, ordenando a uno de los legionarios que se diera prisa en cumplir los deseos del procurador. Creo que, salvo Pilato y yo mismo, ninguno de los presentes sabía con qué intención había solicitado el romano aquel recipiente.

Jesús, con la cabeza inclinada y víctima de la calentura, asistió en silencio a aquella última parte del debate dialéctico entre los judíos y el representante del César.

Cuando el soldado regresó a la terraza, portando una ancha vasija de barro, rebosante de agua, se situó frente a Poncio y esperó. El procurador introdujo sus regordetas manos en el recipiente, frotándolas durante unos segundos. A continuación, ante la atónita mirada del centurión, de sus legionarios y de la multitud, ordenó al soldado que se retirara. Y levantando los brazos por encima de su cabeza, gritó de forma que todos pudieran oírle con nitidez:

—¡Soy inocente de la sangre de este hombre! ¿Estáis decididos a que muera…? Pues bien, por mi parte no le encuentro culpable…

El gentío volvió a aplaudir, al tiempo que se escuchaba la voz de otro de los sanedritas:

—¡Que su sangre caiga en nosotros y sobre nuestros hijos!

Y la multitud, coreó un solo hombre, coreó aquella trágica sentencia, ignorante de las gravísimas horas que viviría la ciudad santa 40 años más tarde y en las que, justamente, la sangre de muchos de aquellos hebreos y la de sus hijos sería derramada por las legiones de Tito. Aunque a primera vista, la autojustificación del saduceo y del populacho pudieran parecer una simple manifestación emocional, propia de aquellos momentos de odio y ceguera, la verdad es que la citada afirmación encerraba un significado mucho más profundo y trascendental. Los jueces —ignoro si sucedía lo mismo con aquella masa humana, inculta y vociferante— conocían muy bien lo que decía la ley mosaica a este respecto. La Misná, en su «Orden Cuarto», especifica textualmente que «en los procesos de pena capital, la sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el falso testigo hasta el fin del mundo».

Otra de las tradiciones judías afirma también «que todo aquel que destruyere una sola vida en Israel, la Escritura se lo computa como si hubiera destruido todo un mundo y todo aquel que deja subsistir a una persona en Israel, la Escritura se lo computa como si dejara subsistir a un mundo entero».

Los sanedritas, por tanto, eran plenamente conscientes del valor y de la gravedad de su sentencia, pidiendo que la sangre de Jesús cayera sobre ellos y sobre su descendencia.

Pilato secó sus manos con la parte inferior del manto y, dando la espalda a Caifás y a la muchedumbre, saludó al Nazareno con el brazo en alto. Inmediatamente, al tiempo que se encaminaba hacia la puerta del Pretorio, volvió su rostro hacia Civilis, diciéndole:

—Ocupaos de él.

Y los legionarios, con el centurión a la cabeza, siguieron los pasos del procurador, retirándose de la terraza.

La suerte había sido echada.

A partir de aquellos momentos, los hechos se sucedieron en mitad de una gran confusión. Por un lado, yo perdí de vista a Juan Zebedeo y a José de Arimatea y, por supuesto, a todos los seguidores y simpatizantes del Maestro. Sólo después de abandonar la fortaleza Antonia lograría entrevistarme de nuevo con el anciano José y animarle a que siguiera de cerca la decisiva visita de Judas Iscariote a la sede del Sanedrín. Y digo «decisiva» porque, como tendré oportunidad de relatar, las circunstancias que rodearon y acorralaron al traidor fueron más complejas y extensas de cómo fueron descritas por los evangelistas.

La escolta que rodeaba a Jesús tomó el camino del túnel, desembocando nuevamente en el patio porticado. Pilato, ante mi sorpresa, se hallaba presente cuando los legionarios se detuvieron junto a la fuente. El procurador tenía prisa por acabar con aquel fastidioso asunto y urgió a Civilis para que el reo fuera trasladado de inmediato al lugar de la ejecución. Al parecer, y después de la pública derrota sufrida por el gobernador frente a los dignatarios del Sanedrín, su propósito de regresar a Cesarea se había convertido poco menos que en una obsesión. Poncio era consciente de que acababa de cometer un atropello y no tuvo valor para mirar siquiera a Jesús.

El centurión cambió impresiones con varios de sus oficiales y, finalmente, fue designado un tal Longino, un veterano soldado, natural de Túsculo, ciudad enclavada en los montes Albanos y paisano y amigo del que fuera senador del emperador Augusto, Sulpicius Quirinius[176]. Junto a este legado, Longino había combatido precisamente en la guerra contra los homonadenses, una tribu levantisca que habitaba en la cordillera del Tauro, en la actual Asia Menor. Era, a juzgar por sus modales, hombre parco en palabras, de mirada cálida y directa y buen conocedor de aquellas gentes y de la tierra. En aquellos momentos —gracias a su valor y probada honestidad— había alcanzado el grado de quartus princeps posterior o centurión de la segunda centuria, del segundo manípulo, de la cuarta cohorte. Por su edad —posiblemente rondaría los 55 o 60 años— debía estar a punto de cesar en el servicio. Sus cabellos apuntaban ya numerosas canas y sobre su pómulo y ceja derecha discurría una profunda cicatriz, fruto, sin duda, de alguna de las contiendas en las que se había visto envuelto desde su juventud.

Civilis, en mi opinión, estuvo sumamente acertado al elegir a Longino como capitán y responsable de la escolta que debía acompañar al Maestro hasta el Gólgota. Por un momento temblé ante la posibilidad de que dicha designación hubiera recaído, por ejemplo, en el cruel Lucilio, alias Cedo alteram.

En total fueron nombrados cuatro legionarios y un optio, o suboficial como patrulla encargada de la custodia y posterior ejecución. Mi sorpresa fue considerable al comprobar que el optio o lugarteniente de Longino era precisamente Arsenius, el romano que había dirigido el apresamiento del Nazareno en la falda del Olivete.

Todo parecía decidido. Longino encomendó a uno de sus hombres que procediera a la medición de la envergadura del reo, mientras otro soldado se encaminó al puesto de guardia de la entrada Oeste, en busca de un objeto cuyo nombre no acerté a escuchar.

Pilato estaba ya a punto de retirarse cuando Civilis, tras consultar con el responsable del pelotón que debía conducir a Jesús, le sugirió algo que, en principio, no estaba previsto: ¿por qué no aprovechar aquella oportunidad para crucificar también a los dos terroristas, compañeros de Barrabás?

El procurador dudó. Al parecer, la ejecución de aquellos asesinos había sido fijada inicialmente para los días siguientes a la celebración de la Pascua.

Poncio hizo un mohín de desagrado, pero el centurión-jefe insistió, haciéndole ver que —tal y como estaban las cosas—, aquella crucifixión colectiva simplificaría los posibles riesgos que arrastraba siempre la muerte de unos «zelotas». Buena parte del pueblo judío protegía y animaba a estos revolucionarios y era muy posible que la condena de tales guerrilleros pudiera significar la alteración del orden público. Después de la implacable insistencia de los sacerdotes en la promulgación de la pena capital para el Galileo, era dudoso que se registraran protestas si la ejecución de los miembros del movimiento independentista tenía lugar al mismo tiempo que la del supuesto «rey de los judíos».

El procurador escuchó en silencio los razonamientos de su comandante y, moviendo las manos displicentemente, dio a entender a Civilis que tenía su aprobación, pero que actuara con rapidez.

Con un simple movimiento de cabeza, el centurión indicó a Arsenius que se ocupara del traslado de los «zelotas». En ese momento, Pilato reparó en mi presencia y, mientras los oficiales esperaban la llegada de los nuevos reos, el voluminoso procurador me tomó aparte, diciéndome:

—Jasón, ¿qué dice tu ciencia de todo esto…? No he tenido tiempo de preguntarte con detenimiento sobre ese augurio que pronosticabas para hoy… Háblame con claridad… ¡Te lo ordeno!

La curiosidad y el miedo consumían a Poncio a partes iguales. Así que no tuve más remedio que improvisar.

—Esta medianoche pasada —le mentí—, cuando me encontraba en el monte de las Aceitunas presentí algo… Y tras buscar un lugar puro, un «augurale», me volví hacia el septentrión, trazando en tierra con mi cayado el templum o cuadrado. Después, como sabes, tomé este lituus —señalándole mi «vara de Moisés»— e hice el ritual de la descripción de las regiones[177]. Y una vez situada imploré a los dioses una señal…

Pilato, conteniendo la respiración, me animó a que prosiguiera. El cielo, estimado procurador, se había vuelto sereno y transparente como los ojos de una diosa. Afortunadamente —volví a mentirle—, el viento se había detenido. Todo hacía presagiar una respuesta… Y súbitamente, las infernales aves «inferae» surgieron por mi izquierda. Su vuelo rasante y la dirección de las mismas fueron determinantes…

—Pero, ¿qué? —estalló Poncio—. ¿Qué quieres decir con esto?

Adopté una falsa calma y mirándole fijamente, le respondí, haciendo mía una sentencia de Ennio:

—Entonces, en el colmo del infortunio, tronó a la izquierda, estando el cielo enteramente sereno.

Pilato abrió sus grandes ojos, espantado. Él sabía bien el significado de aquellas patrañas, maravillosamente criticadas en su día por el propio Cicerón. Y con la faz pálida me suplicó que le descifrara el augurio.

—En mi humilde opinión —rematé—, Júpiter, y por razones que no alcanzo a comprender —le mentí por tercera vez—, está desolado. Y es posible que manifieste su ira sin demasiada tardanza. El cielo será testigo de cuanto te he revelado…

—¿Hoy mismo?

Asentí con rostro grave, al tiempo que desviaba mi mirada hacia el Nazareno. Poncio giró también su cabeza, conmoviéndose. Después, olvidando la conversación y a mí mismo, regresó junto a sus centuriones.

Me disponía a solicitar de Civilis que me autorizase a seguir a la comitiva y a presenciar las ejecuciones cuando irrumpió en el patio, procedente de una de las múltiples puertas que se abrían bajo las columnatas, el legionario que había medido la envergadura de Jesús. Para ello, el soldado, muy acostumbrado a este menester a juzgar por su soltura, había tomado una de las lanzas y, mientras otro compañero sostenía los brazos del Galileo en posición de cruz, el portador del pilum se colocó a espaldas del reo, midiendo la distancia total entre las puntas de ambas manos.

Ahora, una vez realizada la macabra medición, el romano había vuelto al patio central, cargando un pesado madero; un tronco sumamente tosco, sin cepillar, con un grosero vaciado u orificio en su mitad. Este burdo agujero, de unos 10 centímetros de diámetro, cruzaba el madero de parte a parte, siguiendo el sentido de su espesor.

El legionario, que venía provisto de una larga y gruesa cuerda, hizo descansar el patibulum[178], apoyando una de sus caras —perfectamente aserrada— sobre el enlosado. Y esperó.

Al situar el madero en esta posición vertical pude comprobar que su longitud era casi de dos metros (posiblemente, 1,90). En cuanto a su espesor, calculo que rondaría los 25 centímetros. Era, en definitiva, un sólido leño, con un peso que no creo que bajase de los 30 kilos. Simulando una gran curiosidad me aproximé al legionario, preguntándole para qué servía aquel tronco. El soldado sonrió irónicamente y señalando primero a Jesús, me hizo después un significativo signo con su dedo pulgar. Lo colocó hacia abajo, a la manera de los Césares cuando decretaban el remate de los gladiadores.

Acaricié la rugosa superficie del patibulum y deduje que se trataba de una sección de un árbol, de alguna de las especies de pino, tan frecuentes en Palestina o quizá importado de los bosques del Líbano. (No estoy seguro, pero quizá fuese el denominado Pinus halepensis, de una madera casi incorruptible).

Ensimismado en el análisis no me percaté de la llegada de los dos «zelotas». El optio y los legionarios los habían conducido, maniatados, hasta el procurador y los restantes centuriones. Nada más verlos, Civilis ordenó que les arrancaran las mugrientas túnicas y que iniciaran el obligado castigo previo a la crucifixión. Y cuatro legionarios se hicieron con otros tantos flagrum, procediendo a azotar a los guerrilleros. Uno de ellos, casi un muchacho, se clavó de rodillas frente a Poncio, gimiendo e implorando piedad. Pero el gobernador se apresuró a dar media vuelta, alejándose del prisionero. En ese instante, mientras los látigos chasqueaban nuevamente en mitad del recinto, el legionario que había desaparecido en el túnel abovedado de la puerta Oeste de Antonia regresó a la carrera, entregando a Longino una tablilla de madera de unos 60 X 20 centímetros, totalmente blanqueada a base de yeso o albayalde. El centurión tomó la tablilla y una especie de pequeño tizón, pidiendo al soldado que consiguiera dos nuevas planchas.

A continuación llamó la atención del gobernador, mostrándole la tablilla y el afilado trozo de carbón, recordándole que la escolta debería situar sobre las cruces la identidad de cada uno de los condenados y la naturaleza de sus crímenes.

La emoción volvió a sacudirme. Estaba a punto de asistir a la redacción del llamado «INRI». También en este asunto, y aunque sólo fuera en el aspecto circunstancial de la redacción, los cuatro evangelistas se habían manifestado discrepantes. ¿Cuál de ellos había acertado en el texto?

Marcos había dicho: «el Rey de los Judíos» (Mc. 15,26). Mateo, por su parte, añade: «Este es Jesús, el Rey de los Judíos» (Mt. 27,37). En cuanto a Lucas, su «INRI» dice así: «Este es el Rey de los Judíos» (Lc. 23,38). Por último, Juan Zebedeo, llamado «El Evangelista», reprodujo el siguiente texto: «Jesús Nazareno el Rey de los Judíos» (Jn. 19,19).

¿Quién tenía la razón?

Discretamente me asomé por encima del hombro del procurador y noté cómo su mano temblaba. Tenía la tablilla en posición horizontal y firmemente apoyada sobre la reluciente coraza. Había tomado el carboncillo con la derecha pero su rostro se había desviado de la superficie del encalado rectángulo de madera. Me di cuenta que miraba a Jesús por el rabillo del ojo. El Maestro, que no despegó los labios en todo el tiempo, había conseguido regularizar su ritmo respiratorio, pero continuaba encorvado y tembloroso. La sangre, aunque en menor proporción, seguía goteando por los bajos de su túnica, formando un cerco alrededor de sus pies.

Uno de los guerrilleros —el más adulto— se retorcía sobre las losas, aullando a cada latigazo. Los legionarios habían desgarrado su túnica, dejando al descubierto la totalidad del tronco. Y a pesar de hallarse con las manos amarradas a la espalda y controlado por otro soldado, que sostenía entre sus manos el extremo de la maroma con la que había sido maniatado, el «zelota», en su desesperación y dolor, se revolcaba sobre el pavimento, poniendo en apuros a este último infante.

El más joven, con las vestiduras igualmente rasgadas, se había enroscado sobre sí mismo, tratando de cubrir la cabeza entre sus piernas. Pero los golpes eran tan violentos y seguidos que no tardó en situarse de rodillas, ofreciendo la espalda a los verdugos y emitiendo unos alaridos que hicieron asomarse al cuerpo de guardia a numerosos legionarios.

De pronto, Pilato —cada vez más nervioso— comenzó a escribir con su característica letra cuadrada…

«Jesús de Nazaret…».

Aquellas primeras palabras fueron trazadas en arameo, de derecha a izquierda. Tenían unos 30 milímetros de altura y ocupaban toda la parte superior de la tablilla.

Poncio volvió a dudar. Parecía no saber qué añadir. En realidad, él era consciente de la falsedad de aquellas acusaciones y, lógicamente, acababa de tropezar con un serio problema.

El «zelota» más joven levantó la cabeza y con el rostro sudoroso y descompuesto buscó a Jesús. Después, a pesar de los tirones de su guardián, se arrastró sobre sus rodillas hasta el rabí. Y al llegar a sus pies, en medio de una lluvia de furiosos latigazos, hundió la cara en los goterones de sangre que se escapaban por el filo de la túnica del rabí, exclamando entre sollozos:

—¡Maestro…! ¡Ten misericordia de nosotros…! ¡No nos dejes morir!

Jesús entreabrió sus inflamados y amoratados ojos, mirando a aquel desdichado con una infinita ternura. Pero, antes de que pudiera responderle, el soldado que sujetaba la cuerda de este reo, propinó al Maestro un violento empujón, haciéndole retroceder y tambalearse. Uno de los sayones dirigió entonces su flagrum hacia Cristo, dispuesto a herirle, pero Civilis, atento a cuanto ocurría, se interpuso, sosteniendo al Nazareno por las axilas y evitando que se desplomase.

A continuación se volvió hacia el pelotón, ordenándoles que no flagelasen al «rey de los judíos».

—Este ha recibido ya su castigo —manifestó.

Los verdugos prosiguieron su despiadado ataque, abriendo nuevas heridas sobre las espaldas, piernas y costados de los «zelotas». Mientras el que se había aproximado al Galileo seguía de rodillas, con la cabeza clavada sobre las losas, su compañero, en un arranque de desesperación, se incorporó lanzando un frenético puntapié contra el bajo vientre de uno de sus fustigadores. El romano se dobló como un muñeco, cayendo al suelo entre aullidos de dolor.

Poncio, de espaldas a aquella sanguinaria escena, volvió a escribir:

«… Rey de los Judíos,).

Juan, por tanto, era el único evangelista que había sido absolutamente fiel en la transcripción del INRI («Jesus Nazarenus Rex Judaeorum»).

E inmediatamente, de forma casi mecánica, el procurador repitió la frase «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» en griego y, por último, en latín. Y devolviendo la tablilla a Longino se sacudió las palmas de las manos, haciendo una ostensible mueca de repugnancia.

Pero el legionario enviado por el centurión en busca de otras dos planchas de madera regresó al punto. Y Poncio, muy a pesar suyo, tuvo que repetir la operación. Esta vez fue mucho más breve. Tras preguntar los nombres de los condenados, escribió sobre los blancos tableros: «Gistas. Bandido» y «Dismas. Bandido». Todo ello, por supuesto, en las tres lenguas de uso común en aquellos tiempos en Palestina: arameo en primer lugar, griego (el idioma «universal», como lo podrían ser hoy el inglés o el español) y latín, lengua natal de Pilato.

El procurador dio unos pasos hacia el estanque circular y se enjuagó las manos. Cuando se disponía a retirarse me adelanté y le supliqué que me permitiera asistir a las ejecuciones.

«Si en verdad debe ocurrir algo sobrenatural —argumenté—, quiero estar presente…».

Pilato se encogió de hombros y, mecánicamente, como sumido en otros pensamientos, transmitió mi ruego a Civilis. Éste se encargó de presentarme a Longino, anunciándome como un augur, amigo de Tiberio. Estimo que la primera calificación no debió impresionar excesivamente al veterano centurión. Pero la segunda fue distinta. En ese instante, la intervención de Arsenius, participándole al capitán de la escolta que me había conocido en la noche anterior, revistió también su importancia.

Y Poncio, levantando el brazo con desgana, saludó a sus oficiales, retirándose. Civilis no tardaría mucho en seguirle.

Cuando los restantes legionarios vieron cómo su compañero caía víctima de la patada proporcionada por el terrorista, los flagrum no fueron ya los únicos instrumentos de tortura. Con una rabia inusitada, los restantes sayones, a los que se habían unido otros curiosos, acompañaron los latigazos con un sin fin de puntapiés, que terminaron por doblegar al revolucionario. Una vez en tierra, las suelas claveteadas de los romanos se incrustaron una y otra vez sobre el cuerpo del reo y a los pocos segundos, un hilo de sangre brotó por entre las comisuras de sus labios.

La llegada de dos nuevos maderos, algo más cortos que el destinado a la cruz del Nazareno, interrumpió la flagelación.

Pero aquel momentáneo respiro sólo fue el prólogo de una angustiosa «peregrinación…».

Sin ningún tipo de contemplación o miramiento, los soldados, bajo la atenta vigilancia de Longino y de su optio, situaron los dos troncos sobre los hombros y últimas vértebras cervicales de los «zelotas», al tiempo que otros legionarios obligaban a los prisioneros a extender sus brazos hasta pegar las caras dorsales de sus manos a la áspera superficie de los maderos. El revolucionario más joven siguió de rodillas, mientras su compañero, semiinconsciente, era atado al patibulum en la misma postura en que había quedado: tendido y boca abajo.

Ninguno de los dos tuvo fuerzas suficientes para resistirse. El que había pedido clemencia siguió sollozando lastimeramente, mientras una larga y gruesa maroma inmovilizaba sus muñecas, brazos y axilas. Los romanos iniciaron la sujeción del primer reo por el extremo derecho del patibulum. Después fueron aprisionando los brazos hasta concluir en la muñeca izquierda. Y desde allí, la cuerda cayó hacia el pie izquierdo del condenado, siendo anudada alrededor del tobillo. Con esta misma cuerda, y una vez rematada la colocación de aquel primer madero, los verdugos incorporaron al segundo guerrillero, repitiendo la maniobra.

Finalmente, los soldados, portando unos cuatro metros de soga (los últimos de la larga maroma), se dirigieron al Maestro. Jesús los vio llegar y mansamente, antes de que los legionarios le golpearan o tiraran de sus cabellos para que se inclinase, echó el cuerpo hacia adelante, ofreciendo sus destrozados hombros. Pero la estatura del rabí rebasaba con mucho la de los verdugos y su voluntaria inclinación del tórax no fue suficiente. Así que uno de los infantes, ante la imposibilidad de empujar su cabeza, agarró sus barbas, tirando de ellas hacia el suelo. Y así lo mantuvo, en espera de que sus compañeros de armas depositaran el patibulum sobre sus espaldas.

Otros dos legionarios extendieron los brazos del rabí y un tercer y cuarto soldados se hicieron con el grueso tronco. Lo izaron por ambos extremos y lo encajaron de golpe sobre la nuca del Galileo. Pero las múltiples ramificaciones del casco de espinas constituyeron un obstáculo: el espeso cilindro de madera no se ajustaba con precisión sobre los músculos trapecios, rodando por la espalda. Por tres veces, los romano —cada vez más sofocados golpearon el cuello de Jesús hasta que, al fin, presa de nuevos dolores, el propio reo se inclinó aún más, facilitando el depósito del patibulum sobre las áreas altas de las paletillas. En cada uno de aquellos salvajes intentos de colocación del madero experimenté una especie de latigazo que me recorrió las entrañas. Las púas situadas en la nuca y región occipital se clavaron un poco más en cada empeño, desgarrando el cuero cabelludo y, posiblemente, hundiéndose en el periostio craneal (lámina que envuelve a los huesos). (Los traumatólogos saben muy bien qué clase de dolor produce la perforación de dicha lámina).

El intenso y mantenido dolor hizo que Jesús gimiera en cada uno de los tres impactos. Y en cuestión de segundos, su cabellos y cuello volvieron a brillar, profusamente ensangrentados.

Los verdugos tensaron los brazos bajo la zona inferior del tronco y procedieron a su anclaje, anudando la cuerda —de derecha a izquierda—, rematando la sujeción en el tobillo izquierdo.

El notable peso del patibulum —al menos para un hombre tan sumamente castigado—, hizo que el cuerpo del rabí se inclinara peligrosamente, obligándole a flexionar las piernas. Jesús trató de elevar la cabeza. Sus músculos y arterias parecían a punto de estallar bajo la piel enrojecida del cuello. Pero, a cada intento de remontar y vencer el peso del leño, su nuca se emparedaba con la corteza rugosa del patibulum y el dolor de las espinas, entrando sin piedad en la cabeza, le vencía, humillando el rostro.

Comprendiendo que todo esfuerzo por recobrar la verticalidad era inútil, el Maestro pareció resignado. Su respiración se había hecho nuevamente agitada y temí que, en cualquier momento, aquel esfuerzo desembocara en un nuevo desfallecimiento. (Los evangelistas, lógicamente, ya que ninguno se encontraba presente en aquel dramático momento de la carga del patibulum, no reflejaron jamás en sus escritos lo duro y crítico de aquel instante. El mermado organismo de Jesús de Nazaret se vio aplastado súbitamente por un madero, dejando a sus músculos en la posición en que se encontraban en el momento de la descarga sobre sus hombros y nuca. No hubo «pre-calentamiento» ni posibilidad alguna de que los principales paquetes musculares pudieran reaccionar convenientemente. Ello, en suma, precipitó las frecuencias cardíacas y arterial, disparándolas por enésima vez. En cuestión de tres a cinco minutos —desde el momento en que los soldados lograron amarrar el tronco a sus brazos—, su corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones por minuto, elevándose la tensión arterial máxima alrededor de 190. En mi opinión, aquel fue un golpe que consumió las escasas energías que aún podían quedarle).

Al verle en aquel lamentable estado me pregunté cuánto podría resistir con el patibulum a cuestas…

Pero un nuevo hecho estaba a punto de provocar otro desgarrador sufrimiento en el organismo del gigante de Galilea.

Mientras Arsenius procedía a clavetear las tres tablillas sobre el fuste de madera de uno de los Pilum, otro legionario reparó en las sandalias del Maestro. Se las mostró a Longino y éste, en un gesto de honradez y conmiseración hacia el reo, ordenó al soldado que le calzara. El infante se situó en cuclillas ante el rabí y, al obligarle con ambas manos a levantar el pie izquierdo, con el fin de depositar la planta sobre la sandalia, el cuerpo del Nazareno se desequilibró hacia el lado contrario, provocando una aparatosa caída de Jesús. El incidente fue tan rápido como inesperado. El Galileo, con los brazos amarrados, no pudo evitar que el patibulum se venciera y, tras golpear las losas con el extremo derecho, fue a estrellarse de bruces contra el pavimento, quedando aplastado bajo el travesaño de la cruz.

Al ver y escuchar el violento choque contra las losas temí lo peor. Cuando los soldados se apresuraron a levantarle observé que, afortunadamente, el «yelmo» de espinas había actuado como protector, evitando que los huesos de la cara se astillasen. A cambio, las púas de la frente, sienes y mejillas habían perforado un poco más la carne, dejando al descubierto en algunas áreas parte del tejido celular subcutáneo y dando lugar a nuevas e intensas hemorragias.

A pesar de la violencia de la caída, el Nazareno no llegó a perder el sentido. Dos verdugos izaron el patibulum, apuntalándolo con sus hombros, mientras el torpe legionario terminaba de calzar a Jesús.

Una vez concluida la desgraciada operación, los verdugos soltaron el madero y el rabí volvió a acusar el peso, inclinándose por segunda vez. La imposibilidad de que pudiera echar atrás la cabeza mermó notablemente su campo visual, limitándolo prácticamente al terreno que pisaba. En varias ocasiones, mientras duró aquella corta pero accidentada caminata hasta el Calvario, observé cómo el Maestro forzaba la vista hacia lo alto. Pero, al arrugar la frente, las púas desgarraban las heridas y el intenso dolor le obligaba a bajar los ojos.

Hacia la hora sexta, Longino dio la orden de emprender la marcha. La escolta había sido incrementada con otros legionarios, todos ellos fuertemente armados. Ocho se situaron en ambos flancos de los prisioneros y el resto, hasta un total de doce, se repartió en la cabeza de la comitiva, inmediatamente detrás del centurión y de su lugarteniente y en la cola. A cada reo, por tanto, le había sido asignado un contingente de cuatro soldados, expresamente encargados de su vigilancia y posterior crucifixión. Uno de estos infantes cargaba, además, con un mugriento saco de cuero que colgaba de un palo acabado en forma de horca y que se apresuró a echar sobre el hombro. Cerraba el cortejo una pareja de romanos que sostenía una escalera de mano de unos cinco metros.

Cuatro de los infantes situados a derecha e izquierda de los «zelotas» desenroscaron sus látigos, reanudando la flagelación de aquellos desdichados, tal y como tenían por costumbre antes de la ejecución. Entre gemidos y con el cuerpo ensangrentado, los dos primeros reos comenzaron a caminar, tambaleándose bajo el peso de los troncos. Siguiendo unas rígidas normas de seguridad, los tres prisioneros, como digo, habían sido atados por los tobillos a una misma cuerda. De esta forma, cualquier posible intento de fuga resultaba extremadamente problemático.

Al ponerse en marcha, el condenado situado en el centro dio un tirón de la maroma, obligando al Nazareno —que ocupaba el tercer y último lugar— a seguirle. Las pronunciadas oscilaciones del leño que cargaba el rabí y sus pasos vacilantes, inseguros, con aquel penoso arrastre de su pierna izquierda, nos hicieron temer a todos una nueva e inmediata caída y, lo que era mucho peor, una posible parada cardíaca. Y digo «a todos» porque, desde el principio, los cuatro legionarios que cerraban conmigo la escolta cruzaron algunas miradas de preocupación, confirmando con significativos movimientos de cabeza que aquel prisionero no estaba en condiciones de llegar al Gólgota. Pero, de momento, nadie dijo nada.

Los reos salvaron los 25 primeros metros y el pelotón entró en el túnel abovedado de la puerta Oeste; aquél por el que yo había accedido a Antonia en la compañía del anciano de Arimatea. Allí, desafortunadamente, se produciría un nuevo problema…

Algunos de los centinelas se habían asomado con curiosidad a la puerta del cuerpo de guardia, asistiendo entre risitas al paso de los condenados. Cuando el guerrillero que marchaba en medio llegó a la altura de los guardianes, aprovechando que los legionarios habían cesado en sus azotes a causa de la penumbra y de lo angosto del pasadizo, el tal Gistas se volvió hacia la izquierda, lanzando un salivazo sobre el romano más próximo. Y antes de que sus verdugos pudieran ponerle la mano encima arremetió con el filo del patibulum contra el legionario que caminaba a su derecha, dirigiendo el tronco hacia su rostro. El soldado cayó hacia atrás, precipitándose sobre Jesús. Ambos rodaron sobre el oscuro y húmedo empedrado del túnel. En esta ocasión, el impacto hizo que el Galileo se desplomara de espaldas. El revuelo fue indescriptible. Varios miembros del cuerpo de guardia y algunos de los romanos de escolta se ensañaron con el guerrillero, hundiendo las astas de sus lanzas en el vientre, costillas y dientes del provocador, hasta hacerle caer de rodillas.

Longino y Arsenius acudieron de inmediato al centro del pasadizo, tratando de poner orden en aquel revuelo. Otros soldados ayudaron al compañero que había sido golpeado con el madero. Una de las aristas le había abierto el pómulo izquierdo, provocando una aparatosa hemorragia. El centurión examinó la brecha, ordenando que fuera relevado de inmediato. Su puesto fue ocupado por otro de los centinelas. Mientras tanto, Jesús permanecía inmóvil, boca arriba e impotente para levantarse. Las espinas habían vuelto a herir la nuca y el Maestro, con un rictus de dolor, intentaba adelantar la cabeza, evitando así el contacto con la madera.

Algunos de los legionarios que portaban los flagrum, cegados por la ira, se revolvieron también hacia el rabí y comenzaron a golpearle, insultándole y exigiéndole que se incorporase. Pero aquellas demandas fueron tan inútiles como absurdas. Nadie, en aquella posición, hubiera podido elevar el tronco por sus propios medios. En un desesperado intento por obedecer, el Nazareno llegó a doblar las piernas, tensando sus músculos. Pero, a los pocos segundos, vencido y agotado, desistió. Antes de que la lógica y el buen juicio se impusieran entre la confusa soldadesca, otro de los romanos se inclinó sobre el Maestro y agarrándole por la barba comenzó a tirar de él, en medio de un torrente de imprecaciones y blasfemias. La rabia del verdugo era tal que, en uno de aquellos salvajes tirones, los crispados dedos del legionario se despegaron del rostro de Jesús, llevándose un mechón de pelo. Con aquella porción de la barba, el soldado arrancó también parte de la epidermis y del corión o capa interna de la piel, dejando al descubierto —entre borbotones de sangre— las bandas fibrosas del músculo cuadrado (en su zona derecha). Con un fuerte lamento, el Galileo dejó caer su cabeza sobre el patibulum, presa del insoportable dolor que suponía el desgarro de un sinnúmero de papilas nerviosas. (Resulta importante anotar que, entre los minúsculos órganos violentamente desprendidos, se hallaban los conocidos como intérpretes de la «sensibilidad dolorosa»: unos receptores específicos para el dolor y que se ramifican en terminaciones nerviosas libres, que se arborizan en los intersticios del epitelio cutáneo).

La sorpresa o el susto del centinela fue tal que no volvió a agredir a Jesús. El optio, con más sentido común que sus hombres, dispuso que se le incorporase. Y la comitiva prosiguió su marcha, con dos revolucionarios masacrados a latigazos y golpes y con un Jesús de Nazaret irreconocible, consumido por la fiebre y con una debilidad galopante.

Al pisar la cubierta metálica del puente levadizo, el sol, casi en el cenit, iluminó de lleno la figura del Maestro. Las caídas habían abierto algunas de sus heridas, empapando nuevamente la túnica, que había perdido su color original. Varios regueros de sangre corrían sin descanso por sus tendones de Aquiles, encharcando las sandalias.

Arrastrando los pies, el Maestro fue aproximándose al parapeto exterior de la Torre Antonia. Su respiración era cada vez más fatigosa y su cabeza y tronco iban inclinándose centímetro a centímetro.

En la boca del muro, cuando llevábamos recorridos algo más de 45 metros desde el centro del patio porticado, el pelotón se detuvo nuevamente. Lo estrecho del acceso obligó a los legionarios a inclinar los troncos de los reos, de forma que pudieran cruzar el recinto exterior del cuartel general.

A partir de allí, las cosas podían complicarse y los soldados cerraron filas, guardando una mínima distancia entre sí y con los condenados. Longino hizo una señal a su lugarteniente y éste se puso a la cabeza de la comitiva, enarbolando con ambas manos el pilum sobre el que habían sido dispuestas las tres tablillas con los nombres y crímenes de los que eran llevados al patíbulo.

Nada más abandonar la fortaleza fuimos sorprendidos por un viento racheado, mucho más intenso que el que yo había percibido durante los debates de Poncio en la terraza del Pretorio. Aquel viento, procedente del Este, llegaba cargado de polvo y arena. Intrigado por el súbito empeoramiento del tiempo pulsé la conexión auditiva y pregunté a Eliseo qué noticias tenía sobre la anunciada inestabilidad en los altos niveles de la atmósfera, en las proximidades de la frontera del actual Irak con la Arabia Saudí. Mi compañero —a quien tenía poco menos que abandonado desde hacía horas— me reprochó este silencio, aunque comprendió que las circunstancias no habían sido óptimas como para mantenerle informado.

E inmediatamente pasó a explicarme que la turbulencia se había convertido en un «haboob»[179] o tempestad con un viento violento, alimentado por el contacto entre una corriente «en chorro» y otro sistema de presión barométrica distinto. La tempestad había ido aumentado, especialmente en la periferia occidental de la depresión bárica, localizada, como dije, al sur del Irak. Los sistemas electrónicos de la «cuna» habían detectado corrientes cónicas de partículas suspendidas en el aire, moviéndose hacia el Oeste-Noroeste y en frentes que oscilaban alrededor de los 100 kilómetros. Las bandas de este «haboob» se habían ido enroscando y ensanchándose, hasta alcanzar los 500 kilómetros, levantando a su paso gigantescas nubes de arena, procedentes de los desiertos arábigos de Nafud y Dahna. Las rachas, según los detectores del módulo, alcanzaban los 25 y 30 nudos por hora. En contra de lo que presumía Eliseo, la llegada de aquella tormenta había elevado la humedad relativa, estimándose también un ligero descenso de la temperatura.

La visibilidad en el interior del polverío —añadió mi hermano— ha sido estimada por Santa Claus en unos 300 metros. Tiempo previsto para el barrido de la ciudad por el lóbulo central del «haboob»…, entre 30 y 45 minutos, a partir de ahora mismo.

Aquello significaba que, si la comitiva conseguía alcanzar el lugar de la crucifixión antes de la entrada de la tormenta en el área de Jerusalén, las «tinieblas» —provocadas por las bancos de arena en suspensión— se echarían sobre nosotros en plena ejecución. Qué poco podía imaginar en aquellos instantes que las famosas «tinieblas» descritas por los evangelistas poco tenían que ver con el oscurecimiento del sol por el polvo…

A corta distancia del parapeto de piedra que rodeaba aquella zona de la Torre Antonia esperaba un grupo de judíos (calculé unos doscientos), entre los que se hallaban unos pocos saduceos —los mismos que habían asistido a la condena de Jesús frente al Pretorio— y, por supuesto, José de Arimatea, en compañía de otro joven emisario de David Zebedeo. Este último acababa de comunicar al anciano que María, la madre del Maestro y otros familiares venían ya hacia Jerusalén y que, probablemente, se encontrarían con Juan en el camino de Betania.

Caifás y el resto de los sanedritas —según José— se habían dirigido al templo, dispuestos a dar cuenta al resto del Sanedrín de lo acontecido aquella mañana y de la inminente muerte del rabí de Galilea. Pero la máxima preocupación del de Arimatea no era la suerte de su Maestro. Él sabía que la sentencia del procurador era ya inapelable y que sólo los poderes divinos de Jesús podrían librarle de una muerte segura. Sus pensamientos estaban ocupados, como digo, por otro problema. Una vez logrado el pronunciamiento de Poncio contra el Galileo, los sacerdotes salieron de la fortaleza, discutiendo y preparando su próxima acción: el apresamiento y aniquilación de los discípulos de Jesús. José había advertido al «correo» sobre dicha maniobra y le urgió para que saliera hacia Getsemaní y pusiera sobre aviso a David y a cuantos seguidores y amigos pudiera localizar. Y así lo hizo.

Yo me atreví a insinuarle que su presencia cerca del sumo sacerdote y de los saduceos podía resultar mucho más útil que en aquel trágico cortejo. Y José, sin poder contener las lágrimas, asintió con la cabeza, mientras observaba atónito el rostro ensangrentado del Nazareno y su cuerpo, cada vez más agotado y flexionado bajo el peso del tronco.

Los dirigentes judíos, al leer el «INRI» de Jesús se interpusieron en el camino del optio y del pelotón y, airadamente, protestaron por la inscripción. Longino trató de calmar los exaltados ánimos de los hebreos, haciéndoles ver que aquellas tablillas habían sido escritas de puño y letra por el propio procurador.

Fue inútil. Los saduceos exigieron que el centurión cambiase el texto, retirando la expresión «rey de los judíos». La tensión llegó al máximo cuando algunos de aquellos desarrapados tomaron piedras, arrojándolas contra los soldados. Varios legionarios se adelantaron, cubriendo a Longino y al optio con sus escudos. El centurión, sin perder los nervios, apartó al infante que le protegía y levantando la voz advirtió al grupo que se disolviera. Después, señalando el tercer tablero —el correspondiente a Jesús Nazareno— recordó a los sanedritas que, si deseaban cambiar la inscripción, volvieran a Antonia y discutieran el asunto con Poncio. Aquellas palabras de Longino apaciguaron la cólera de los judíos y tres de los jueces se retiraron apresuradamente en dirección al Pretorio, dispuestos a negociar lo que consideraban un insulto a su nacionalismo.

Yo no volvería a ver a Pilato en aquel primer «gran viaje». Sin embargo —y adelantando acontecimientos— puedo señalar que en nuestra segunda «aventura», Civilis me relató aquel nuevo encuentro con los «despreciables sacerdotes», congratulándose de la actitud de Poncio. Por una vez, el gobernador se mostró inflexible, recordando a los hebreos que dicha acusación había formado parte de las inculpaciones que habían motivado la condena. Al parecer, cuando los saduceos se convencieron de la dura e intransigente postura del romano, le sugirieron que, al menos, modificase el texto, cambiándolo por otro que dijese: «Ha dicho: soy el Rey de los Judíos». La respuesta de Poncio fue idéntica a las anteriores: «Lo que he escrito, escrito está por mí». Y la representación del Sanedrín no tuvo más remedio que retirarse, no sin antes amenazar al gobernador con un sinfín de maldiciones y castigos divinos…

Una vez cancelado el incidente, el centurión dio orden de proseguir. Desenvainó su espada y sin titubeo alguno se abrió paso entre la turba. Aquellos cientos de fanáticos, en su mayoría desocupados, gente comprada por el Sanedrín o, simplemente, morbosos sedientos de sangre, se echaron atrás al momento, abriendo un pasillo por el que desfiló el pelotón con los condenados. Por más que miré no pude descubrir a uno solo de los amigos o discípulos de Jesús. En cuanto a la muchedumbre que había gritado la liberación de Barrabás y la crucifixión del Galileo, ¿dónde estaba? Aquellos hebreos constituían una mínima parte de los dos mil o tres mil que podían haberse congregado minutos antes frente a las escalinatas de la residencia del procurador. Este súbito desinterés por el final del «odiado rey de los judíos» confirmó mi hipótesis. La inmensa mayoría de los judíos que subió esa mañana hasta el Pretorio sólo llevaba una intención: solicitar la tradicional liberación de un preso. En el fondo les daba igual en quién recaía la gracia. Si los jueces hubiesen clamado por la libertad de Jesús, el gentío, probablemente, hubiera coreado el nombre del Nazareno. Una vez satisfecha su curiosidad, los miles de peregrinos y vecinos de Jerusalén se retiraron, olvidándose prácticamente del condenado.

Pero el tropiezo con aquellos doscientos cobardes sí influyó en algo. Longino, hombre de gran experiencia, pensó sin duda que la conducción de los «zelotas» y del «rey» a través de las calles de la ciudad alta de Jerusalén podía revestir complicaciones para sus hombres y para él y con buen criterio varió el camino que tradicionalmente venían siguiendo este tipo de procesiones. En general, los futuros ajusticiados eran paseados por las intrincadas callejuelas de la ciudad, tratando así de ejemplarizar a las masas. En esta ocasión, insisto, el centurión se decidió por un camino mucho más corto. Siento defraudar a cuantos han creído y creen en una «vía dolorosa» a través de las estrechas calles del barrio alto. Nada de eso. El centurión y los soldados se desviaron hacia el norte, entrando en el polvoriento camino que conducía a Cesarea y que discurría casi paralelamente al valle del Tyropeón. (Hoy, esa misma vía atraviesa —algo más al norte— la Puerta de Damasco, en la muralla septentrional).

Los primeros sorprendidos por este cambio en el itinerario fueron los hebreos que habían arrojado las piedras contra la escolta romana. Al poco, encabezados por los saduceos, comenzaron a seguir a Longino y a los legionarios. Supongo que aquella extraña variación en la ruta tradicional de los reos movió aun más su curiosidad.

Según mis cálculos, Jesús llevaba caminados unos 100 metros desde el patio de la Torre Antonia cuando el centurión, de improviso, salió de la calzada, echándose a la izquierda e iniciando el descenso por la mencionada quebrada del Tyropeón, en dirección a una de las esquinas de la muralla norte de la ciudad. El viento levantaba en aquella zona exterior de Jerusalén grandes masas de polvo y tierra, dificultando el ya penoso caminar del Maestro y de los «bandidos». Estos habían vuelto a ser azotados, aunque aquella pendiente y lo irregular del terreno restaban precisión a los golpes de los verdugos.

Fue precisamente al bajar por aquella corta ladera, sembrada de cardos y abrojos espinosos, cuando el renqueante y humillado cuerpo del Nazareno perdió nuevamente el equilibrio, cayendo en tierra entre una nube de polvo. Esta vez, Jesús logró adelantar sus rodillas, que fueron a estrellarse entre las piedras.

La tercera caída del prisionero obligó a detener la comitiva. Dos de los verdugos retrocedieron y, a latigazos, intentaron que el Maestro se incorporase. Con la boca abierta, resoplando y en mitad de una nueva elevación del ritmo cardíaco, el gigante —que había quedado de rodillas— logró al fin elevar la pierna derecha. Pero la izquierda, destrozada por el flagrum, no respondió. El Hijo del Hombre apretó los dientes con todas sus fuerzas. Los músculos del cuello volvieron a tensarse, produciéndose una peligrosa contractura del esternocleidomastoideo. Sus ojos cerrados reflejaban un firme deseo de vencer el peso del madero, pero el agotamiento, la sed y el cada vez más preocupante descenso de la volemia (en aquellos momentos era muy posible que el rabí hubiera perdido unos dos litros de sangre), pudieron más que su voluntad y, a pesar de los latigazos, el cuerpo del reo, lejos de recuperarse, fue inclinándose más y más, hasta que la barbilla tocó la rodilla derecha. En ese crítico instante, la voz del centurión detuvo a los legionarios. Y el propio Longino, ayudado por otros dos soldados, se encargó de empujar el patibulum, aliviando así la recuperación del prisionero. Una vez en pie, la comitiva continuó el descenso hasta llegar al fondo de la vaguada. A partir de allí, y hasta el Gólgota, el camino fue mucho más dramático. Según mis cálculos, la depresión del Tyropeón se hallaba en la cota 745. Habíamos descendido cinco metros (la cota de la fortaleza Antonia y de la pista de Cesarea era de 750 metros) y el Calvario se encontraba a 755 metros de altitud sobre el nivel del mar. Eso significaba, a partir de esos instantes, un camino en continua pendiente…

Pero, ante mi sorpresa, el Nazareno logró descender por el repecho con menos dificultades de lo que imaginaba. Tambaleándose y respirando por la boca, consiguió cubrir otro centenar de metros. Aquello sumaba alrededor de 250 desde nuestra salida de Antonia.

Sin embargo, yo mismo me estaba engañando. La triste realidad no tardó en imponerse. De pronto se detuvo. El leño osciló nerviosamente a uno y otro lado y Jesús cayó sobre sus rodillas, presa de convulsiones más intensas. Esta vez, afortunadamente para él, la comitiva apenas si se detuvo unos segundos. El rabí prosiguió el avance, arrastrando las rodillas sobre la áspera pendiente.

No pude evitar un sentimiento de admiración. Aquel hombre, en el declive de su vida, era capaz de continuar —del modo que fuera— hacia su propio fin…

Longino había elegido el perímetro exterior de la muralla norte, evitando así las multitudinarias calles de Jerusalén y, al mismo tiempo, acortando el camino.

A pesar de ello, el agotamiento físico, y estimo que mental, de Jesús estaba rozando nuevamente el estado de shock. Las puntas de sus dedos habían empezado a teñirse con una tonalidad violácea, señal inequívoca de una pésima circulación en sus extremidades superiores, fruto del agarrotamiento prolongado. Aunque fue imposible verificarlo en aquellos angustiosos momentos, era más que seguro que sus brazos y hombros hubieran iniciado una tetanización, sumando con ello un nuevo y punzante dolor, consecuencia de la progresiva cristalización de los microscópicos cristales de ácido láctico de sus músculos. (Este proceso de tetanización sería uno de los más arduos suplicios a que debería enfrentarse el Maestro durante los primeros minutos de la crucifixión).

Con la cabeza y el tronco flexionados, el Galileo fue ganando cada palmo de terreno, envuelto en oleadas de arena y levantando en cada arrastre de sus rodillas pequeñas columnas de polvo. La sangre que empapaba su túnica fue cargándose de tierra, así como sus cabellos, barba y rostro.

La respiración fue haciéndose más y más rápida y, cuando había ganado otros cincuenta escasos metros, un sudor frío bañó las sienes y cuello. Jesús avanzaba ya con movimientos muy bruscos, casi a sacudidas, con una típica marcha «espástica», consecuencia de la rigidez muscular.

De pronto le vi levantar el rostro por dos veces, procurando inhalar un máximo de aire. Y sin que nadie pudiera evitarlo se desplomó, estrellándose contra el terreno.

Los soldados no lo dudaron. Y antes de que el centurión tuviera tiempo de intervenir la emprendieron a patadas con el inerme cuerpo del Nazareno. Los catorce clavos en forma de «5» de las suelas fueron abriendo nuevas heridas en las piernas y, supongo, en casi todas las áreas donde descargaron los puntapiés: riñones, costillas y espalda. El pie izquierdo había quedado orientado hacia la derecha y uno de los furiosos verdugos lo pisoteó por dos veces. En el segundo impacto, la uña del dedo grueso saltó limpiamente.

Allí, cuando faltaban escasos metros para coronar la pendiente, las fuerzas habían abandonado definitivamente al reo.

La llegada de Longino zanjó aquella estéril paliza. Y digo estéril porque el Maestro había perdido el conocimiento.

El oficial, que estaba enterado de la dura intervención de los legionarios en la flagelación, reprochó a los soldados aquel absurdo comportamiento. Se agachó y colocando sus dedos en la arteria carótida comprobó el pulso.

—Aún vive —exclamó aliviado.

Los cuatro guardianes que le habían sido adjudicados procedieron a levantar el patibulum. Pero Jesús quedó materialmente colgado del leño, con la cabeza hundida sobre el pecho.

Uno de los soldados sugirió al centurión que soltaran el tronco. Longino dirigió su mirada hacia el polvoriento horizonte y al comprobar que nos hallábamos muy cerca de la puerta de Efraím, rechazó la idea, ordenando que transportaran al reo y al patibulum hasta el pie mismo de la muralla. Así se hizo. Sin pararse en contemplaciones de ningún tipo, el pelotón reanudó la marcha, remontando el repecho en dirección a la citada entrada noroeste de la ciudad. Dos de los verdugos depositaron los extremos del madero en sus respectivos hombros, cargando así con el cuerpo desmayado del prisionero. Los pies de Jesús, durante estos nuevos 80 o 100 metros, fueron arrastrando sin piedad por entre la maleza y las pequeñas formaciones rocosas, ulcerando aún más los tejidos.

Una vez junto a la muralla, al pie mismo de la referida puerta y del sendero que partía desde aquel ángulo hacia Jaffa, los soldados sentaron al Maestro, recostándolo sobre los bloques del alto muro. Mientras dos de ellos sostenían el tronco, otro soltó la maroma, desatando a Jesús. Sus brazos, exánimes, cayeron sobre sus costados. Y otro tanto ocurrió con su cabeza, que quedó inclinada sobre el tórax.

Los verdugos que habían venido azotando a los «zelotas» aprovecharon aquel descanso para sentarse al filo del camino, mientras los guerrilleros, exhaustos, se derrumbaban igualmente.

El tropel de curiosos no tardó en asomar por el repecho. Pero, al ver que el pelotón se había detenido, se mantuvo a una prudencial distancia, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de los romanos.

El tránsito de caminantes por aquella calzada era intenso. Nos encontrábamos muy cerca de la tradicional celebración de la cena pascual y los peregrinos apresuraban el paso, arreando las caballerías y los rebaños de corderos. Muchos de ellos se detenían bajo el arco de la puerta de Efraím, sorprendidos por el espectáculo de aquellos hombres ensangrentados, medio desnudos y hundidos bajo el peso de los troncos. Pero la tormenta de polvo y arena seguía arreciando y la mayor parte, tras echar un vistazo, se retiraban de inmediato. Supongo que muy pocos llegaron a reconocer al Nazareno.

El centurión y su lugarteniente volvieron a examinar a Jesús. Ambos se mostraban seriamente preocupados. No deseaban que el reo perdiera la vida en el traslado. Aquello les hubiera complicado las cosas. A petición de Longino, el legionario que había cargado el saco de cuero extrajo de éste un cántaro de barro envuelto en una redecilla trenzada a base de cuerdas y, protegiéndolo del polvo con su propio cuerpo, llenó una cazoleta de metal, de un remoto color verdoso, con un líquido incoloro. El centurión aproximó el recipiente a los labios de Jesús que, al contacto con lo que en un principio identifiqué con agua, reaccionó favorablemente. Al fijarme aprecié cómo los labios se hallaban agrietados, con las típicas manchas amarillentas en sus bordes, propias de la deshidratación. Lentamente, el Galileo fue apurando el brebaje. Al terminar, su boca quedó entreabierta, con el cuerpo estremecido por la fiebre y la consiguiente sensación de frío. Entonces, al reparar en su boca, comprobé con espanto que la hermosa dentadura del rabí aparecía rota. Me situé en cuclillas, al lado de Longino y tocando con mis dedos el labio inferior descubrí la dentadura. Uno de los incisivos inferiores había desaparecido y el segundo presentaba sólo una parte de la corona. Aquellas pérdidas sólo podían haber ocurrido en alguna de las cuatro caídas. En mi opinión, en la primera o en la cuarta y última.

Al notar la suave presión de unos dedos, bajando su labio inferior, Jesús abrió como pudo sus ojos. El izquierdo se hallaba prácticamente cerrado por los hematomas y la rotura de la ceja. Mi mirada debió ser tan intensa y compasiva que adiviné una chispa de agradecimiento en aquella pupila. La «hipotonía» o blandura del globo ocular era tan evidente que me reafirmé en la gravísima deshidratación que padecía.

La temperatura del labio era muy alta y, sin poder remediarlo, comenté con el oficial el delicado estado del reo. Longino se incorporó y con un gesto de preocupación se dirigió al camino, observando a los transeúntes. Al principio me extrañó aquella reacción del capitán de la escolta. Después comprendí por qué se había alejado del pelotón.

Mientras observaba cómo el Galileo iba recobrando el aliento, un grupo de veinte o treinta mujeres apareció bajo el arco de Efraím. Indudablemente venían al encuentro del Maestro porque, al descubrirlo al pie de la muralla, se detuvieron. Avanzaron tímidamente y, cuando se hallaban a tres metros, uno de los legionarios les cortó el paso con su lanza.

Me puse en pie y busqué con ansiedad a la madre del Maestro, pero pronto caí en la cuenta que aquel intento de identificación era ridículo. Yo no conocía a María. Las mujeres rompieron a llorar. Fueron unas lágrimas amargas y silenciosas.

El Galileo giró entonces su cabeza y al contemplar al grupo de judías inspiró profundamente. Después, ante la sorpresa general, exclamó con una voz ronca.

—¡Hijas de Jerusalén…! No lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras mismas y los vuestros…

El viento golpeaba los mantos de las hebreas, que no cesaban de sollozar. Y Jesús, tras una breve pausa, añadió:

—Mi misión está casi cumplida. Muy pronto me iré con mi Padre… pero la época de terribles males para Jerusalén no ha hecho más que empezar…

Los escalofríos arreciaron y, haciendo un último esfuerzo, concluyó:

—Veréis llegar días en los que digáis: «Benditas las estériles y aquellas cuyos senos no amamantaron a sus pequeños…». En esos días pediréis a las rocas que caigan sobre vosotras para libraros del terror de vuestras tribulaciones.

Aquellas mujeres habían sido valientes. Mucho más que los discípulos y amigos del Maestro. A excepción de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y del joven Marcos —a quien encontraría pocos minutos después—, el resto no había tenido el coraje suficiente para seguir a su Maestro, ni siquiera de lejos. El Nazareno, en mitad de su turbación, tuvo que darse cuenta y quizá por ello dirigió aquellas palabras al puñado de seguidoras.

El soldado, sujetando el pilum con ambas manos, obligó a retroceder a las judías. Pero una de ellas, en lugar de obedecer, se adelantó hasta el infante, mostrándole una moneda. Después susurró algo al oído del verdugo. Este aceptó el dinero y tras comprobar lo que encerraba la mujer en su otra mano la dejó pasar. La hebrea, a quien yo había visto en las faenas domésticas del campamento de Getsemaní, corrió hacia el rabí y, clavando sus rodillas en el suelo, extendió su mano izquierda, depositando algo en los labios del Nazareno. ¡Eran pasas! ¡Pasas de Corinto! Uno de los frutos preferidos de Jesús…

La buena mujer logró introducir hasta tres pasas en la boca del Maestro. No hubo tiempo para más. El mismo legionario que le había dejado pasar, una vez apartado el grupo, volvió sobre sus pasos, forzando a la hebrea a abandonar el lugar.

Conmovido por aquel postrer gesto de amor hacia el Hijo del Hombre no vi llegar a Longino. Junto a él se hallaba un hombre corpulento, de unos 50 años y de piel blanca, aunque ligeramente cetrina. Se tocaba con un turbante y sus ropajes se diferenciaban del común de los hebreos por unos pantalones de color verdoso brillante, muy holgados y recogidos en la mitad de la pierna.

Por lo que pude apreciar hablaba sólo griego y con evidentes dificultades. A una orden del centurión cargó el patibulum de Jesús y los legionarios se incorporaron, reanudando sus latigazos sobre las espaldas de los «zelotas». El optio volvió a la cabeza del pelotón mientras Longino señalaba a dos de sus hombres que se ocuparan del tercer prisionero. Los infantes colgaron sus escudos en bandolera y auparon al Galileo, sujetándole por las axilas.

La comitiva se dividió entonces en dos partes. En primer lugar, los rebeldes, con Arsenius abriendo el cortejo. Detrás, a cosa de cinco o diez metros, otros cuatro verdugos; dos de ellos, sosteniendo al rabí. E inmediatamente, cerrando el pelotón, el llamado Simón, natural de Cirene, un país situado entonces en el norte de África, entre Egipto y Tripolitania.

Durante el tiempo en que el Cristo permaneció colgado de la cruz, tuve ocasión de intercambiar algunas palabras con aquel cireneo, elegido por el centurión por su fuerza física. Según me relató, Longino se fijó en él cuando, en compañía de otros amigos y peregrinos como él desde Cirene, se dirigía por la ruta de Jaffa, desde el campamento que les servía de provisional refugio, hacia el Templo. Como judío tenía intención de asistir a los oficios rituales de aquel viernes. Pero sus propósitos se vieron arruinados por la inesperada llamada del oficial romano.

No venía, por tanto, de ninguna heredad, como han explicado numerosos comentaristas bíblicos. Aquel Simón, como otros muchos peregrinos, había acudido a la fiesta de la Pascua y, al no disponer de un mejor albergue, había montado su tienda muy cerca de las murallas. De ahí el error de Marcos (15,21), cuando afirma que «volvía del campo».

Por supuesto, en aquel tiempo, Simón de Cirene no conocía prácticamente a Jesús. Algo había oído, sí, sobre sus prodigios y curaciones, pero, al menos en aquellos históricos momentos, la tragedia del Hijo del Hombre no le afectó lo más mínimo. Cumplió con lo que le habían ordenado, permaneciendo después durante algún tiempo cerca de las cruces por pura curiosidad.

Años más tarde, sin embargo, tanto él como sus hijos Alejandro y Rufus se convertirían en eficaces propagadores del evangelio en el norte de África.

Envueltos en la silbante tempestad de arena, los soldados cruzaron el camino, dispuestos a salvar los últimos metros que nos separaban del lugar de ejecución.

Los hombres que ayudaban al Nazareno habían pasado los brazos de éste por encima de sus respectivos hombros, sujetando al reo por la cintura y por ambas muñecas.

Y así, inválido, arqueando la pierna derecha con dificultades y con la izquierda inutilizada, aquel despojo humano fue socorrido y trasladado hasta el pie del Gólgota. De acuerdo con mi cómputo, la «vía dolorosa» —nunca mejor empleado el calificativo— había supuesto un total de 480 metros, aproximadamente.

Eran las 12.30 horas del viernes, 7 de abril.

Medio cegado por las partículas de polvo y tierra, a punto estuve de tropezar con las rocas calcáreas que se derramaban en aquel paraje, al noroeste de la ciudad. Sin saberlo me encontraba ya al pie del «Rás» o «Cabeza», también conocido por Calvario y Gólgota[180].

Aunque la visibilidad era aún aceptable, los remolinos de arena dificultaron mi primera exploración de aquel lugar. Sólo después del fallecimiento del Nazareno —una vez calmada la tormenta y «libre» el sol del singular fenómeno que se registraría pasadas las 13.30 horas— pude analizar con un cierto sosiego el punto donde realmente me hallaba.

El centurión y sus hombres conocían bien aquel cerro rocoso porque de eso se trataba en realidad— y se apresuraron a alcanzar la cima. El primero y más grande de los peñascos (puesto que la formación abarcaba dos moles prácticamente contiguas) tenía una altura máxima de seis o siete metros, tomando como referencia el nivel del sendero que lamía casi las bases de ambos promontorios. Al ir ascendiendo por las erosionadas costras de carbonato de cal, lo primero que me llamó la atención fue la escasísima vegetación existente en el lugar y lo redondeado del cerro en cuestión. Era muy probable que aquella desnudez de la roca —observada desde una cierta distancia— hiciera volar la imaginación de los habitantes de Jerusalén, denominando a aquel peñón con el referido nombre de «cráneo»[181].

El lugar, por supuesto, resultaba ideal para este tipo de ejecuciones públicas. Se levantaba a un centenar de metros de la mencionada puerta occidental de Efraím y, como digo, al pie mismo del transitado camino hacia Jaffa. Si realmente se pretendía impresionar a los habitantes y peregrinos de la ciudad santa, aquél constituía un punto de notable interés.

En lo que concierne a las dimensiones del Gólgota o «Cabeza» (y hago referencia a esta denominación —«Râs»— porque se trata de la última explicación ofrecida por el prestigioso arqueólogo Vicent, en base a lo que pudo escuchar de un viejo habitante del barrio del actual Santo Sepulcro), el cabezo más voluminoso, sobre el que iban a practicarse las crucifixiones, estimo que sumaría entre 20 y 30 metros de diámetro en la base, con una corona o cima redondeada de otros 12 a 15 metros, aproximadamente. En cuanto al peñasco situado inmediatamente y hacia el norte, sus dimensiones eran sensiblemente menores.

Aquél, en definitiva, iba a ser el escenario de toda una serie de trágicos y desconcertantes sucesos.