CAPÍTULO 29
La extrañeza de la condesa era más que evidente, así que el teniente le pasó las riendas, haciendo más firme su petición.
—Por favor —insistió.
—¿Estás seguro? —quiso cerciorarse ella de todos modos.
Edmond acunó su mejilla y la besó, despacio, intensamente, disfrutando de la dulzura de su boca.
—Como nunca en toda mi vida —susurró sobre sus labios mientras se los acariciaba con el pulgar.
La muchacha asintió, aún estremecida, y azuzó al animal para que emprendiera la marcha. Salieron del fuerte y se adentraron en las profundidades del bosque. Pese a que Edmond encabezó varias batidas en su día con sus hombres para dar con la cabaña, aquella espesura le resultaba del todo desconocida y, de no ser por la certeza de que Céline conocía el camino, pensaría que se habían extraviado. La tenía abrazada contra su pecho y la joven apenas podía respirar con normalidad a causa de la expectación. Durante el trayecto, le preguntó en varias ocasiones a Edmond cómo había evitado su ejecución, pero él no dudaba en hacerse de rogar, alegando que estarían más cómodos en la guarida o que tenían todo el tiempo del mundo para hablar de ello.
—Te recuerdo que esta noche debemos acudir a una cena —le rebatió Céline.
—¿Ya hemos llegado? —le preguntó él, cambiando de tema, al ver que se abría un pequeño claro en el bosque. No obstante, no fue necesaria respuesta alguna ya que, instantes después, una humilde cabaña se alzaba ante ellos.
Céline detuvo el caballo en la entrada y Edmond desmontó para ayudarla a descender. La agarró por la cintura y, conforme bajaba, el teniente atrapó sus labios, en un beso que la hizo suspirar aun siendo demasiado breve. El oficial le sonrió, pícaro, mientras ataba el caballo, y le hizo un gesto con la mano para que fuera ella quien abriera y accediera primero. Sin embargo, apenas se adentró un paso cuando notó el torso de Edmond pegado a su espalda y escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. Las manos del teniente recorrieron las curvas de sus costados, su abdomen, mientras depositaba un reguero de ardientes besos en su cuello.
—Creí que… que íbamos a hablar —balbuceó Céline al no esperar tal reacción por parte de Edmond.
—Sí… después… —siseó él en su oído, lanzando un suave escalofrío a lo largo de su espalda—. Ahora, voy a hacerte el amor, mon cœur…
—Pero…
—Shhh… No creo que lo que debas decirme valga más que mis ansias por tenerte —añadió con voz áspera. Los dedos de Dufort hallaron el cordón delantero del corpiño y empezó a desatarlo.
—Perdóname, Edmond —le susurró de igual modo, aunque alzó una mano y la echó hacia atrás para alcanzar su cabeza en una invitación muda a continuar.
—No… No hablemos ni de culpas ni de remordimientos —le pidió en una súplica. Tiró de la prenda y la arrojó sobre una silla—. Los míos también me pesan, Céline, pero necesito liberarnos de este infierno en el que hemos estado sumidos estos días.
Sin que la joven apenas se percatara de ello, a causa de esos labios ardientes sobre su piel, su corsé corrió la misma suerte que el corpiño, y la falda acabó en el suelo. El teniente la ayudó a terminar de despojarse de ella y, luego, la giró hacia él para mirarla a los ojos, intensamente.
—Te quiero, Céline, más que a nada —declaró, acariciando su rostro con las puntas de los dedos—. Esa es una realidad de la que no he podido desprenderme ni en los momentos más oscuros.
—Y yo no puedo vivir sin amarte —musitó, sobrecogida por el poder de sus palabras y de su ávida mirada.
—Entonces vive, ámame… Y déjame llenarme de ti, que yo besaré las heridas de tu alma… hasta que ambos sanemos.
Céline deslizó las manos hasta la nuca masculina. Liberó los cabellos del muchacho de la cinta de raso que los sujetaba y, después, empezó a desabrochar la guerrera de su uniforme. Edmond soltó el cincho del sable, que cayó con un sonido pesado a un lado. Luego, se deshizo de la guerrera y ayudó a la joven a que le quitara la camisa.
La mirada turquesa de Céline recayó en su costado, en la herida cubierta, y la rozó con las yemas de los dedos. Una sonrisa torcida perfiló la boca del teniente.
—Mi cuerpo ya puede responder a mis deseos… y a los tuyos… —le dijo en tono bajo, seductor, y Céline se mordió el labio inferior, insinuante.
Los de Edmond buscaron con apremio los suyos, devorándolos mientras ella hundía los dedos en su espalda desnuda. Él jadeó, profundizando su beso y tornándolo ardiente al sentir su caricia. La empujó con suavidad y, sin dejar de besarla, la hizo caminar de espaldas hasta llegar a uno de los cuartos. A ella no le pasó desapercibido cuál era.
—Aquí cuidaste de mí, me arrancaste de las garras de la muerte, mi amada Albanella —susurró él en su oído.
La muchacha se estremeció de pies a cabeza y tuvo que sostenerse de sus fuertes brazos.
—Nunca creí que escucharía esa palabra de tus labios sin que destilara rencor u odio —admitió, no sin esfuerzo.
—Te quiero tal y como eres. Toda… —le respondió, mordisqueando su cuello con deleite—. Amo tu alma bandolera, la de esa mujer que lucha por lo que quiere.
—Ahora te quiero a ti, teniente —murmuró ella, insinuante, y Edmond gruñó contra su piel.
—Me tendrás… siempre…
Sus bocas se buscaron con necesidad acuciante, con pasión desmedida e irrefrenable, y sus lenguas mantuvieron una batalla sin cuartel, con cálidas y húmedas caricias que aumentaban su deseo. Las manos de Céline viajaron por el torso de Edmond, modelando su torneada musculatura, mientras él empujaba la enagua desde los hombros femeninos y la hacía caer.
Sus pieles desnudas se buscaron…
Edmond la apretó contra él, notando la redondez de sus senos y cómo las manos de Céline bajaban traviesas hasta su espalda y más allá, palpándolo, incitante.
Se separó un instante de ella, lo justo para arrancarse el resto de las ropas, y sus cuerpos volvieron a buscarse, ansiando ese abrazo pleno, de piel y esencia. Céline agarró las mejillas del joven, reclamando sus labios, y él se inclinó para tomarla de las nalgas y elevarla.
La colocó a horcajadas contra su abdomen y las piernas de ella rodearon su cintura. Sosteniéndola y sin que ella abandonara su boca, la condujo hasta el camastro y se sentó en el borde, quedando ella acomodada sobre sus muslos.
El ardor les hacía bullir la sangre mientras sus bocas exigían más caricias y sus manos más piel. El contacto era sobrecogedor, los sumía en una bruma de pasión alimentada por el amor que bombeaban sus corazones con errático latido.
Céline se arqueó hacia Edmond cuando, con dedos hábiles, comenzó a torturar sus pezones, ya erguidos por la excitación, y él gruñó contra su cuello al sentir la satinada humedad femenina contra su sexo henchido. Y que ella comenzara a balancearse sobre él…
Edmond mordió su piel marcándola con suavidad sin poder controlar un impulso primitivo de posesión. Sin embargo, ella gimió, enardecida, excitada, liberando sus deseos, los mismos que lo dominaban a él y Edmond atrapó con su boca uno de los fruncidos pezones, tentándolo con sus dientes y su lengua, mientras Céline seguía resbalando sobre su férrea erección, sensual, puro fuego húmedo, poniendo en grave peligro su contención.
—Edmond… —jadeó la muchacha, haciéndose eco de sus pensamientos.
—Yo tampoco lo resisto más… —afirmó él con la voz ronca por el placer—. Necesito hundirme en ti… Poséeme, Céline…
Sosteniéndose de sus fuertes hombros, la joven se alzó ligeramente, y él guio su miembro hacia su atrayente entrada. La cogió de las nalgas y la hizo descender, despacio. Se miraron con ojos hambrientos, escapándose sendos gemidos de sus gargantas ante su entrega completa, ese vínculo que se había mantenido inquebrantable a pesar de todo.
Él mismo la empujó con delicadeza, instándola a moverse sobre él, y ella se abandonó a la cadencia de sus manos con gozo. Sus bocas se encontraron y bebieron de sus jadeos, cada vez más audibles e incontrolables, conforme se apoderaba de ellos un placer que aumentaba con cada caricia, cada embate, cada posesión, profunda hasta el alma.
—Te amo, Céline —murmuró él sobre su boca, respirándola, saboreándola—. Dime que lo sientes, que sientes cómo te pertenezco, mi corazón, mi alma…
—Sí, Edmond… —le respondió con voz trémula, estremecida, abrumada por aquella mezcla de pasión y ternura que la transportaba a los confines de la dicha.
—Pues siénteme más…
Sin salir de ella y con un movimiento ágil que los sacudió a ambos a causa del repentino placer, el oficial la tumbó sobre el camastro. Céline jadeó al sentirse arropada por el cuerpo de Edmond, el ardor de sus caricias y sus besos, al tiempo que él se hundía en ella con embistes potentes, cada vez más intensos, con más amor, más placer… Las piernas femeninas rodearon su cadera en un gesto que hablaba de necesidad y urgencia, y Edmond se vio cautivo entre la carne y los anhelos femeninos. Dulce prisión en la que permanecería por siempre…
Lo lanzó al abismo la voluptuosidad de su mujer, lo subyugó sin remedio… ¿Y quién querría luchar contra ello? Se dejó llevar, meciéndose dentro de ella, con brío, errático, al adueñarse de él las primeras sacudidas de un poderoso orgasmo, así que introdujo una mano entre ambos, buscando la intimidad de la joven para acariciar su centro con maestría.
—Acompáñame, mon cœur —jadeó con voz rasposa, y sus palabras, su tono, penetraron en los oídos de Céline, viajando hasta su vientre como un latigazo de fuego que la hizo arquearse hacia él.
Un intenso éxtasis la sorprendió y se unió al de Edmond, quien acrecentaba el placer compartido con embistes enérgicos que los lanzaba aún más lejos, juntos, como un único ser. Los jadeos se entremezclaron con sus respiraciones agitadas mientras languidecían uno en brazos del otro. Gozaron de las últimas llamas de su culminación antes de que poco a poco se desvaneciera, para dejar tras de sí el rastro de ese momento de puro vínculo en el que, mediante la unión de sus cuerpos, sus corazones se habían reencontrado, perdonándose, expiando sus propias culpas.
Edmond se tumbó de espaldas y refugió a Céline en su regazo; ella se perdió en su abrazo. La notó temblar, así que la cubrió a ella y a sí mismo con una manta que había encima del camastro.
—¿Tienes frío? —le preguntó de igual modo.
—En realidad, no —respondió ella con cierto pesar, y él le levantó la barbilla con un dedo—. He caído en la cuenta de que, a estas horas, debería estar muerta…
El teniente suspiró, estrechándola con fuerza, y besó su frente.
—¿Qué ha sucedido para que Edmond Dufort le haga el amor a quien creía su peor enemiga? —demandó ella, queriendo entender.
—Tú lo has dicho… creía —le dijo con tono oscuro—. No negaré que te odié cuando supe la verdad, ni que, cuando Langlais te detuvo, estuve tentado de ser yo mismo quien te castigara por tus mentiras, tu traición… Amarte tanto era una pesada losa que me ahogaba, que me hacía debatirme entre el bien y el mal, y eso precisamente era lo que me torturaba —admitió—, que el hecho de que hubieras intentado matarme no fuera suficiente para dejar de amarte.
—Pensaba que, tras mi muerte, tú seguirías creyendo que fui yo —murmuró con aflicción.
—Lo sé —lamentó. La incertidumbre de Céline había quedado manifiesta, por lo que prosiguió—. Después de que Langlais os arrestara, recuperé la indumentaria de campesino que vosotros me disteis y vagué durante horas por el bosque —comenzó a narrarle—. Estaba desesperado, sumido en una oscuridad en la que me hundía cada vez más, y acudí a la iglesia en busca de… no sé —chasqueó la lengua, apesadumbrado por el recuerdo—. Allí conocí a Mauro.
Céline se incorporó y cruzó los antebrazos sobre el pecho de Edmond, mirándolo a la cara con interés.
—El padre Antonio me explicó cuál era su misión —apuntó, acariciando algunos mechones de aquel cabello negro en un gesto distraído—. Me refirió una versión de los hechos que me costaba creer, y de la que él mismo no hizo esfuerzo alguno en convencerme, pues sabía que debía averiguar la verdad por mí mismo —añadió al ver la expresión de extrañeza en la muchacha—, por lo que a la mañana siguiente decidí asistir al juicio.
—Por un momento, cuando te vi, pensé que la muerte me sobrevendría sin necesidad de guillotina —murmuró atormentada al rememorar aquel momento, cuando sintió la mirada fulminante y acusatoria del joven sobre ella.
—Todo te inculpaba —suspiró, abrazándola con ternura, un gesto mudo con el que demandaba su perdón—. No obstante, tu hermano seguía defendiéndose, pero tú languidecías, te doblegabas ante mi juicio, algo que jamás habrías hecho. Solo reaccionaste con pasión para acusar a Langlais de haberme disparado —recordó—. Pero no fue más que un instante. Cuando te arrastraban hacia el calabozo, vi tanto dolor… y era un reflejo del mío. Me llegó con tanta fuerza que no pude obviarlo, aunque no sabía qué hacer —añadió, mortificado—. Y entonces llegó esa luz, apenas perceptible, un nimio resplandor, al que yo me aferré como a una tabla de salvación.
Céline lo observó expectante, aguardando a que siguiera narrándole lo ocurrido.
—Langlais le hizo un gesto a Lucrezia para que lo acompañara, con una familiaridad que denotaba algo más —agregó con recelo, el mismo que sintió al ver la escena.
—Supusiste que eran amantes —aventuró, a lo que él asintió.
—Y teniendo en cuenta que se me había insinuado sin pudor alguno…
—¡Así que lo admites! —exclamó, airada, e incluso se sentó para encararlo.
Edmond, por su parte, no pudo reprimir una sonrisa, divertido ante su reacción, producto de los celos.
—Sí, pero, por si no te percataste de ello, estaba demasiado ocupado como para mirarla siquiera, pues trataba de comprender el efecto que cierta mujer ejercía sobre mí y que me hacía perder el control con su sola presencia —respondió con dulzura, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano—. Los seguí aun sin saber si serviría de algo. Sin embargo, Hervé se me antojaba exultante en demasía, y ella igualmente complacida ante su petición de acompañarlo. Llegué hasta su despacho. Ese bastardo se sentía tan seguro de sí mismo que ni siquiera cerró la puerta.
Una mueca de disgusto se esbozó en sus labios y Céline lo miró con cierta ansiedad.
—Fornicaron encima de su mesa mientras él se jactaba de haber mandado a la guillotina a tu hermano por el simple hecho de agasajar a esa…
—Maldita zo… —el insulto murió en los dedos de Edmond cuando este le tapó la boca, al no querer que la ensuciara con semejante exabrupto—. Espero que se pudra en ese convento —añadió, resoplando.
—También me dio indicios de que él planeó mi asalto, así que aproveché la ambición de Lucrezia para que me condujese hasta Langlais.
—¿Cómo? —preguntó ella, desconfiada.
—Le hice creer que cometí un error al rechazarla —respondió, no sin cautela. De hecho, estaba sosteniendo una de las manos de la joven y ella se soltó, desdeñosa.
—Solo se me ocurre una posible forma de convencerla de algo así, Dufort —le recriminó, y el teniente soltó una forzada carcajada, con fingida petulancia.
—Me congratula saber que no dudas de mis dotes de seducción, Albanella —se vanaglorió, y Céline empezó a bufar, furiosa. Edmond se sentó frente a ella y trató de contener sus aspavientos, sujetándola por los hombros, aunque sin éxito.
—Eres un…
De pronto, el militar la sostuvo las mejillas y la besó con pasión, acallando su insulto, y así aplacó el repentino ataque de celos que él mismo había suscitado.
—No hubo más que un beso y palabras que denotaban una promesa velada —le susurró con dulzura, queriendo sosegarla, aunque le sostuvo el rostro, con firmeza, para que viera la seriedad de sus ojos—. Jamás me entregaría a otra mujer, Céline. Con tal de salvarte, habría puesto mi cuello en lugar del tuyo si hubiera sido necesario, pero nunca sería de otra.
—Edmond…
La condesa ahogó un sollozo mientras se echaba en sus brazos, y él la estrechó con fuerza.
—De haber sido al contrario, si esa guillotina me hubiera estado destinada, la habría preferido a que te entregaras a otro hombre, no lo habría soportado…
—Ni yo tampoco —susurró ella, y él le besó el cabello.
—Por fortuna, había mucho a mi favor —prosiguió el joven—. Langlais estaba casado, no podía ofrecerle más que ser su amante, y era fácil que viera en mí la posibilidad de desposar a un oficial francés, de carrera prometedora y amigo de Bonaparte. Aunque todo eso no podría darse si no aparecía la medalla que envió Napoleón —agregó con tono críptico, y Céline se apartó para mirarlo—. Resultó tan sencillo que casi me pongo a dar saltos como un niño —continuó, con visible satisfacción—. Poco después de mi marcha, se dirigió al fuerte. Por la mañana, tras haberla descubierto con Langlais, busqué a Monroe; apenas daba crédito ni a que estuviera vivo ni a lo sucedido, pero me mostró su apoyo incondicional. También fui en busca de Mauro, quien, no sin reticencia, accedió a escuchar mi plan. Así que él mismo hizo guardia esa noche para que Lucrezia no tuviera problemas para entrar, y luego advirtió a Monroe de su llegada. Yo permanecía oculto, por si Langlais seguía buscándome —aclaró al verla fruncir el ceño—. Los encontró en su despacho. Hervé casi la asfixia. Se enfrentaron, pero Monroe le disparó en el brazo —añadió, y así ella pudo comprender el motivo de aquel cabestrillo.
—Sin embargo, lo ha negado hasta el final —apuntó.
—Por un momento he creído que todo había sido en vano —concordó Edmond.
—La irrupción de Lorenzo ha sido primordial…
—Sí, pero, en cualquier caso, existían demasiados indicios como para iniciar una investigación y yo no habría descansado hasta llegar al final del asunto —aseveró, categórico—. No habría permitido que te ejecutaran. Yo… no puedo perderte, Céline —murmuró de pronto, atormentado—. Y necesito que me perdones.
—¿Yo a ti? —inquirió, observándolo como si hubiera perdido el juicio.
—Me pediste que no olvidara la mujer que eras, el amor que yo te profesaba, y he estado a punto de hacerlo —se culpó.
—¿Acaso podías actuar de otro modo? —repuso ella y, al ver su frustración, se abrazó a él—. Yo debí contártelo, pero temía tu rechazo. No creí que nuestro amor, que apenas empezaba a surgir, soportara la verdad de mi identidad, el hecho de habértela ocultado. Y tras verte en el juicio y ver la forma en que tus ojos me culpabilizaban… No tener tu amor dolía mucho más que la muerte —le confesó, con la mejilla apoyada contra su pecho—. Sin embargo, cuando frente a esa maldita guillotina me has besado, así, entregándome el alma… No sabía lo que ocurría, si la muerte seguía acechándome, pero me he sentido en paz. Pese a lo sucedido, me amas…
—Sí, con todo mi ser —murmuró él, acariciándole el cabello—. Y no quiero que te separes de mí, nunca, aunque no sé qué será de mi futuro, ni qué puedo ofrecerte.
Tomó aire y lo soltó pesadamente.
—Si tuviera que volver a Francia, ¿vendrías conmigo?
—A donde quiera que vayas —le respondió Céline en tono firme. Se apartó y le dio un suave beso en los labios—. Solo deseo ser tu corazón, ¿recuerdas? —demandó, con mirada cálida.
—Mon cœur… Por y para siempre… —musitó sobre su boca.
Luego, la capturó con la suya, ávido, dispuesto a amarla de nuevo, hasta que su amor por ella quedara marcado en su piel y su alma.