CAPÍTULO 5
Tal y como sabía, el viaje resultó de lo más tranquilo, aunque percibió cierta tensión en el teniente, quien no dejaba de mirar por la ventanilla. No así Brigitte, que también observaba el exterior, pero se atrevería a decir que con cierta expectación, oteando el paisaje como si buscara algo… o a alguien.
Alain sintió que el ardor prendía su pecho ante el pensamiento de que lo estuviera esperando a él, y esa sensación se tornó en dolor punzante al caer en la cuenta de que, de ser cierto, no sería a otro más que al Falcone a quien esperaba. Qué ironía…
Al llegar al palacio, fueron recibidos tanto por el conde Monteverdi como por sus hijas, y Alain se apresuró a formalizar las presentaciones. Después los condujeron hacia un salón donde los criados estaban sirviendo té y pastas.
—No imagináis cómo agradezco vuestra hospitalidad —le dijo Edmond al conde, tras haber intercambiado impresiones y haberle relatado su incidente con el Falcone—. El fuerte no es lugar adecuado para una mujer —añadió.
—No os preocupéis, teniente —repuso Chiara con sonrisa afable—. Atenderemos a vuestra hermana como se merece.
—De hecho, padre, creo que deberíamos celebrar una fiesta en su honor —propuso Lucrezia, quien no hacía más que lanzar miradas insinuantes a Alain.
Mientras se discutía la idea de Lucrezia, pues a Osvaldo le entusiasmaba pero a Edmond no tanto, el joven conde observaba a aquel ramillete de mujeres sentadas juntas en el diván. La que más destacaba de entre las tres era Lucrezia, por su belleza voluptuosa y su desenvoltura, y le sorprendió admitir que lo que le atrajo antaño se había desvanecido, o tal vez seguía presente en ella, pero sus ojos se desviaban sin pretenderlo hacia Brigitte, hacia aquel verde de su mirada que lo tenía hechizado. Chiara, en cambio, era la candidez personificada, la cara opuesta a su hermana, y sentía verdadero aprecio fraternal por ella.
Finalmente, la fiesta de bienvenida se realizaría dos días después, y Lucrezia ya emanaba la emoción propia de alguien a quien le apasionan ese tipo de eventos. En cambio, Alain y su hermana asistían a tales fiestas porque debían hacerlo, aunque en esta ocasión el conde acudiría encantado.
Edmond se disculpó, pues debía retirarse, y él mantuvo su palabra de acompañarlo al fuerte, así que también se despidió. Lucrezia fue la primera que acudió a él y le ofreció su mano para que se la besara.
—Te espero esta noche —le susurró con total descaro, y a Alain en otras circunstancias le habría complacido su invitación, el reto que suponía colarse en aquel palacio por alguna puerta o ventana abierta a altas horas de la noche para acabar en su recámara. Pero en esta ocasión…
—Hoy tienes una invitada y deberías atenderla como se merece —negó él de modo sutil. Y no le extrañó el asombro de la joven, pues él mismo estaba atónito ante su respuesta y ante el errático ritmo al que palpitaba su corazón tras soltar la mano de Lucrezia y dirigirse a Brigitte, quien alzaba la suya, sonriente y con ojos brillantes. Con seguridad era a causa del agradecimiento, pero…
—Gracias por toda la ayuda que nos habéis brindado, conde Ranieri —le dijo con tono dulce, siguiendo con la mirada el movimiento de la boca masculina mientras besaba sus nudillos con galantería.
—Me complace saber que tendremos ocasión de volver a vernos muy pronto —murmuró él con voz grave y penetrante, clavando las pupilas en las suyas.
Brigitte se sonrojó. No estaba acostumbrada a aquel tipo de atenciones, y una sonrisa torcida se dibujó en los labios de Alain al saber que, de algún modo, le afectaba su cercanía.
Tras despedirse todos convenientemente, los dos hombres se retiraron, no sin que antes Osvaldo le reiterara a Edmond lo cómoda y bien atendida que estaría allí su hermana y su ofrecimiento a que la visitara siempre que gustara, deferencia que el teniente agradeció.
Una vez se marcharon, Chiara cogió del brazo a Brigitte como si fueran amigas de toda la vida y se encaminaron hacia el cuarto que iba a ocupar, en el ala de invitados. Lucrezia las siguió de cerca, observando a aquella mosquita muerta. Sí, haría buenas migas con su hermana, pues eran igual de bobas, pero esas eran las más peligrosas, las que se les metían a los hombres por los ojos y también por el alma, con su candor e inocencia. Tal vez era producto de la curiosidad, pero habría jurado que Alain le prestaba demasiada atención, y era mejor prevenir que curar. El título de condesa Ranieri ya tenía dueña: ella.
Al acceder a la recámara, a Brigitte le sorprendió su esplendor, y apenas era capaz de expresar su agradecimiento y la emoción que sentía; estaban teniendo lugar demasiados cambios en su vida en muy poco tiempo. Las criadas ya estaban deshaciendo su equipaje y, mientras ella y Chiara conversaban planeando paseos para conocer Turín, Lucrezia supervisó el armario de la joven.
—¿Este es el vestuario de París? —preguntó, al comprobar que el estilo del vestido de viaje que portaba, sin apenas forma, era parecido a todos los demás—. No veo ningún corsé entre vuestras cosas.
—Está prohibido —le indicó ella con aire serio, sorprendiendo a sus dos anfitrionas—. Vuestra anexión es reciente, por lo que desconocéis ciertas normas establecidas por el Directorio francés, como la prohibición del uso de corsés, pelucas, encajes y, en definitiva, todo lo que pueda recordar al estilo de la realeza, del antiguo régimen —les informó con cierto toque aleccionador, como cuando su hermano trataba de inculcarle ciertas normas.
Lucrezia inspeccionó el vestido que sostenía en sus manos. Era de talle alto, se ceñía bajo el busto y caía en una falda larga y recta en forma de tubo hasta los pies. Su silueta hacía innecesario el uso del corsé, dado que no se marcaba la cintura.
—Debo llamar a la costurera enseguida —apuntó meditabunda—. Tengo que lucir radiante para esa fiesta… y para Alain —susurró en tono bajo, aunque no lo suficiente como para que Brigitte no se percatara, tal y como esperaba.
—¿Vos y el conde…? —preguntó con prudencia.
—Estamos prometidos —respondió con sonrisa petulante al ver que se sonrojaba de la vergüenza. Si tenía o no alguna expectativa con respecto a él, acababa de malograrla de raíz, pensó con agrado.
—Eso no es cierto —exclamó Chiara, y Lucrezia maldijo para sus adentros.
—Bueno, aún no —refunfuñó, soltando el vestido—, pero es cuestión de tiempo —añadió con malicia—. Voy a avisar a la modista —finalizó con tono indiferente, y se marchó satisfecha, pues ya no hacía falta más.
Brigitte había pasado del sonrojo a la palidez en cuestión de segundos. Aquella semilla corrompida que había sembrado en la joven con seguridad germinaría para su beneficio, apartándola del tablero de juego.
Cuando Alain volvió a la finca, acudió directo a los aposentos de su hermana. Dudaba que la jaqueca que había usado como excusa para negarse a acompañarlo a Turín fuera cierta y, aunque la comprendía, debía contenerse.
—Céline, ¿puedo entrar? —preguntó tras llamar a la puerta.
—Pasa.
Cerró y se encontró a su hermana tumbada en la cama, comiéndose una manzana mientras leía una de sus novelas.
—Veo que estás mucho mejor —le dijo con cierto retintín, sentándose en la silla situada frente a la cómoda.
Céline apartó la vista del libro y lo miró. Luego hizo un mohín y dejó el libro a un lado para incorporarse al saber que su hermano consideraba que tenían una conversación pendiente.
—¿Qué ha sucedido antes? —le repitió las mismas palabras que ella le dijera en el bosque, y con idéntica intención.
—Ese hombre es insufrible —le espetó la muchacha, sentada en la cama.
—No más que otros —apuntó Alain, con tono incisivo—. ¿Por qué tanta inquina contra alguien que acabas de conocer?
Céline se levantó y comenzó a dar pasos meditabundos por la estancia, rehuyendo la mirada indagatoria de su hermano.
—Tal vez porque representa todo lo que odiamos, el motivo por el que lo perdimos todo —le recordó—. Sé que ganamos mucho más, pero…
—No tienes que justificarte conmigo —le dijo, comprensivo—. La muerte de nuestro tío me persigue cada noche, y cada mañana al mirarme al espejo.
La joven dirigió con pesar la vista a la cicatriz que marcaba el rostro de su hermano, la prueba fehaciente de que aquella pesadilla que vivieron había sido real.
Al llegar a Italia creyeron que habían dejado ese mal sueño atrás, pero los propios recuerdos los mantenían alerta, y Alain no se sorprendió cuando, poco después de establecerse en aquella finca, ella le pidió e incluso le rogó que le enseñara a manejar el florete. Su hermano comprendía que aprender a defenderse por sí misma era una forma como otra cualquiera de controlar el miedo, de dominarlo, y ese mismo afán la hizo diestra en aquel arte. Aprendió del mismo modo a disparar y a manejar un cuchillo.
Y entonces llegó Hervé Langlais al fuerte San Bartolomeo. Empezaron los arrestos injustificados, los saqueos a graneros y bodegas, las violaciones… los asesinatos… Con su llegada nacieron el Falcone y la Albanella, e iniciaron una lucha contra la injusticia, su opresión y el temor que inspiraba aquel sargento despiadado en los aldeanos de la zona con la única excusa de formar parte de aquella fuerza invasora a la que tenían que rendir pleitesía.
Era fácil adelantarse a sus movimientos. Muchos guardias buscaban desahogo y compañía en el lupanar situado a las afueras del pueblo, y el alcohol, sumado a las maniobras femeninas, soltaba la lengua de muchos de ellos. Además, un grupo de muchachos de la zona se había unido a sus filas, pues había que apoyar la anexión, ¿verdad? Y nadie tenía la culpa de que aquel sargento petulante no fuera lo bastante precavido como para investigar el verdadero origen de los cadetes que aceptaba en el fuerte o que entre ellos estuviera el hijo de uno de los hombres que había caído bajo su sed de muerte: el joven Mauro. El padre Antonio acudía cada semana a dar confesión a los hombres del fuerte, y ese era el momento en el que el muchacho aprovechaba para narrarle todo lo que había averiguado. El cura, por su parte, trataba de infundirle fuerza y valor, pues solo los integrantes de la banda del Falcone eran conocedores de su labor, de su misión encubierta, mientras el resto lo tachaba de traidor.
Sí, había mucho en juego como para dejarse llevar por las propias inquietudes o deseos de revancha.
—Lo siento, hermano —susurró, de espaldas a él.
Alain llegó hasta ella y la abrazó por detrás.
—Yo también siento haber hecho ese comentario en la mesa —se disculpó—. Sabes que nunca te obligaría a desposarte con nadie que no fuera de tu agrado, pero la situación se te estaba yendo de las manos.
Céline chasqueó la lengua, pero asintió.
—Te comprendo, pequeña —le dijo él con suavidad—. Pero tú también debes entender que el hecho de que inicies una guerra personal con el teniente no nos ayuda. No lo conocemos lo suficiente como para saber qué tipo de juicio arrojaría sobre ti. Hoy te ha considerado una muchachita malcriada, pero ¿y si mañana usa tus ataques como excusa para acusarte de insurrección?
—¿Crees que lo haría? —preguntó ella con cierto temor, girándose hacia él.
—Langlais lo haría —contestó, irguiendo la postura y tensándose al nombrar a ese indeseable.
—Intentaré controlar mi carácter frente a Dufort —asintió su hermana.
Alain le sonrió y abrió los brazos para que ella se resguardara en su regazo. Le habría encantado decirle que era por poco tiempo… Al huir de Francia se habían visto obligados a renunciar a su vida para tomar posesión de otra que no les pertenecía. En cambio, convertirse en el Falcone y la Albanella había sido por elección propia, para luchar contra los abusos de Langlais y hacer prevalecer sus propios ideales. Sin embargo, ahora el riesgo era aún mayor, sobre todo con aquel teniente francés que pretendía darlos caza. Aunque, ¿quién cazaría a quién?
Edmond tomó posesión de su despacho en cuanto llegó al fuerte y su primera orden fue llamar al sargento Langlais. Sabía que debía andar con pies de plomo, ya se lo había advertido Monroe, y era mejor sentar bases desde el primer minuto. Su relación en la escuela militar había sido tensa, algo típico en Hervé. Sus bromas pesadas rayaban la ofensa, y más de una vez había acusado a un compañero para irse de rositas. Sin embargo, aquellos tiempos pasaron, ya no estaban en la escuela y él, aunque a Langlais le pesara, era su superior.
Hervé se anunció llamando a la puerta y él lo hizo pasar, señalándole la silla situada frente a su escritorio.
—Veo que ya te has instalado —dijo sonriente, cruzando las manos sobre su regazo en gesto indolente.
En cambio, la sonrisa de Edmond se tensó al escuchar que lo tuteaba. Recordaba que en la finca Ranieri no había sido así, por lo que supuso que tales confianzas las reservaba para momentos distendidos o en los que estuvieran a solas; eso esperaba, por su bien, por lo que le concedió esa deferencia clamando a su condición de compañeros de formación y juventud.
—Quiero que me pongas al día de los asuntos más importantes —le indicó.
—¿Apenas acabas de llegar y ya…?
—Mi estancia aquí no es un periodo de asueto —lo cortó de malos modos—. No me hagas recordarte el motivo —añadió con mirada reprobatoria, y Hervé supo que se refería a que debía finiquitar lo que él no había conseguido en meses.
Lo asaltó un acceso de rabia que consiguió dominar, tras lo cual pasó a narrarle lo que sabían acerca de esa banda de ladrones, o más bien lo que le convenía contarle. Edmond era amante de las normas y sin duda lo reprendería por el hecho de que él se las hubiera saltado de vez en cuando.
—Los aldeanos se niegan a aceptar la ocupación francesa y por eso somos su objetivo —explicó el sargento.
—¿Tú crees? —inquirió Edmond, suspicaz—. Háblame de tu último encuentro con ellos.
Hervé reprimió un gruñido al pensar que solo pretendía ridiculizarlo.
—¿A quién estaba destinada esa jaula? —especificó, y el sargento titubeó, pues no esperaba esa pregunta.
—Era para el posadero —le respondió, sin comprender.
—¿Y qué delito había cometido ese hombre para ser detenido? —prosiguió en lo que ya era un interrogatorio.
—Se había negado a entregarnos su vino —admitió.
Edmond alzó la barbilla, al llamarle la atención aquel dato. Luego se inclinó hacia delante, para apoyar los brazos en la mesa y acercarse a él.
—¿Existe algún motivo por el que debamos requisar vino? —preguntó con interés y una acusación velada.
—El Falcone intercepta los fondos enviados por el Directorio para los gastos del fuerte —se defendió con brío.
—Sí, nos roban, así que tu respuesta es convertirnos en ladrones —lo reprendió con dureza.
Entonces, el teniente abrió un cajón del que extrajo una gran llave.
—Reconoces ese baúl, ¿no? —preguntó apuntando hacia un rincón, detrás de él. Hervé tragó saliva, pues hasta entonces ese cofre estaba en su despacho—. Vengo con los deberes hechos, sargento —le espetó con severidad tendiéndole la llave—. Ábrelo —le exigió.
Langlais obedeció, no tenía sentido poner traba alguna, pues estaba seguro de que Edmond estaba al tanto de su contenido. Al hacerlo, pudo verse el baúl lleno hasta la mitad de monedas de oro.
—Hay dinero suficiente para comprar cien bodegas como la del posadero —señaló con firmeza y malestar, y Hervé se limitó a asentir—. Va a haber muchos cambios en este fuerte —le advirtió, poniéndose en pie.
Llegó hasta él, le quitó la llave y cerró él mismo el candado que protegía el baúl. Luego se posicionó frente al sargento. Además de ser su superior, Edmond le sacaba una cabeza y era más robusto que él, por lo que los ánimos de objetar por parte de Hervé ni siquiera asomaron.
—Podéis retiraros, sargento —recitó con sonsonete, llamándolo al orden—. Y que sea la última vez que osáis ponerme en ridículo frente a un civil o frente a nadie —siseó—. No soy ninguna dama en apuros a la que ir a rescatar.
Hervé frunció el gesto. No podía replicar, pues, en el fondo, su intención había sido esa, dejarlo en evidencia frente a aquel noble. Recordó entonces el retrato que vio en el salón, el rostro de esa mujer que había visto en alguna parte, y de nuevo lo asaltó esa corazonada que le insistía en que aquel era un asunto que no podía dejar pasar.
En aquel momento Dufort sacudió la cabeza, señalándole con gesto desdeñoso la puerta, y él se marchó sin rechistar. Sí, tenía cosas más importantes que hacer.