CAPÍTULO 11

 

Al amanecer, el sonido de los cascos de varios caballos golpeteando la tierra de la plaza de Rosta llamó la atención de los pueblerinos. Un pequeño destacamento de militares franceses abordaba el lugar, provocando que sus habitantes saliesen de sus casas para averiguar qué sucedía.

Giuliana, que había pedido a su anciana madre que continuase dentro de la casa, acompañaba a algunos vecinos y sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo al distinguir la esbelta y bien formada figura de Mauro entre los hombres que constituían aquel regimiento. Encabezaba la marcha el teniente Dufort, cuyas facciones se mostraban duras e inflexibles.

—Malditos franceses —masculló Aristo, cerca de ella—. ¿Qué demonios querrán ahora?

—Se están escudando en el Falcone para actuar con total impunidad —agregó su hermana Rita—. Perros extranjeros —farfulló por lo bajo, y Giuliana la mandó callar.

—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió preocupada—. Por ese mismo motivo que acabas de nombrar hay que evitar provocarlos.

—De lo contrario tu prometido nos puede detener, ¿no? —replicó Rita con inquina, aunque no hacia la muchacha, sino hacia Mauro, quien en ese instante posaba su mirada en Giuliana, con un aire mortificado en sus ojos.

En ese momento la tropa se detuvo en el centro de la plaza. El teniente Dufort le alargó un pergamino al soldado que tenía más cerca y le hizo un gesto para que lo leyera en voz alta. El joven no dudó en obedecer.

—A los habitantes de Rosta —comenzó a recitar en tono potente—. Por todos es sabido el gran número de delitos que los conocidos como el Falcone y la Albanella han cometido en estas tierras, en agravio, sobre todo, de la guarnición apostada en el fuerte San Bartolomeo. Es por ello que se van a tomar medidas contra los habitantes del pueblo que los flanquean y los protegen, quienes serán considerados cómplices de esos malhechores y como tales se les juzgará. Por otro lado, el teniente Edmond Dufort, dado el perjuicio causado por los continuos robos de los fondos destinados al fuerte, ordena que los campesinos entreguen, so pena de prisión, toda su reserva de grano, para que la guarnición pueda aprovisionarse hasta que se hayan saldado los delitos del Falcone y para que así cada uno pague lo justo.

—A vosotros lo justo y a nosotros el hambre —exclamó Cesare, desafiante, aunque el padre Antonio, quien había abandonado la iglesia para ver qué ocurría, le pidió silencio.

—El tributo se efectuará de inmediato —sentenció Dufort, mirando al panadero con una advertencia en la mirada.

Edmond lo admitía, estaba abusando de su poder, pero de algún modo tenía que presionar a esa gente para que hablara, pues tenía la certeza de que sabían el paradero del Falcone, quizá incluso el propio bandido estuviera allí, entre todos los presentes en la plaza.

—Teniente, os lo ruego, recapacitad —le pidió el padre Antonio, acercándose al caballo del oficial—. El pueblo no tiene la culpa de lo que está sucediendo.

—Ya es hora de que comprendan que el Falcone y su banda son unos criminales, por mucho que reparta nuestro dinero entre toda esta gente —alegó, severo.

—Primero los fusiles y ahora el grano —lamentó el cura—. ¿Qué comerán los campesinos?

Edmond apretó las mandíbulas, tratando de no verse influenciado por las palabras del párroco.

—Así dejarán de proteger al Falcone —le rebatió con firmeza—. Además de que los continuos robos nos han puesto en grandes dificultades —le recordó.

—Pero así le hacéis pagar a los más débiles la culpa de esos bandidos —le acusó el sacerdote—. ¿Os parece justo?

—Mientras sigan defendiéndolo y escondiéndolo… sí —afirmó tajante. Y sin más tiró de las riendas y le dio la espalda.

Al hacerlo, su vista se dirigió a uno de los accesos a la plaza, por donde vio que se aproximaba alguien. Debería haberlo imaginado… Céline Ranieri cabalgaba hasta él, con expresión enfurecida. Pese a eso, Edmond no se inmutó; permaneció impasible, con postura erguida, casi soberbia, en advertencia de que no iba a dar su brazo a torcer. Sin embargo, la joven tampoco tenía intención de ceder, pues detuvo su caballo cerca del suyo, dispuesta a encarar al teniente.

—¿Qué hacéis aquí, condesa? —la enfrentó él—. Tengo órdenes que cumplir y vuestras rabietas de niña mimada no me van a impedir que las lleve a cabo —la aleccionó con dureza—. Si tuvierais un poco de sensatez, lo entenderíais sin necesidad de hacerme perder el tiempo.

—Y yo creí que debajo de ese uniforme francés latía un corazón —lo acusó, con rabia mal disimulada.

—Esto no tiene nada que ver ni con mi corazón ni con mis sentimientos —masculló, apretando las mandíbulas—. Por si no lo sabíais, las batallas no se ganan a golpe de flor.

—No veo que nadie os esté desafiando. Son solo campesinos —objetó, señalándolos con la mano.

—Estoy seguro de que la banda del Falcone está formada por gente de este pueblo y os prometo que caerán, de un modo u otro —le advirtió, amenazante—. De ellos depende —sentenció.

—Hemos terminado, teniente —le anunció un soldado, acercándose a él—. Esos sacos son los últimos —dijo apuntando hacia una de las muchas carretas que iban a viajar rumbo al fuerte y que Mauro estaba terminando de cargar.

—Bien —concordó Dufort, tras lo cual le hizo un gesto con la cabeza que el guardia entendió a la perfección.

Mientras tanto, Mauro maldecía para sus adentros. Miró al cura, quien se puso alerta al ver aquel acceso de desesperación en sus ojos y, después, el joven volvió a buscar los de Giuliana, que se mostraban entristecidos, decepcionados. Él los cerró durante un segundo, tratando de acallar aquella culpabilidad que lo asaltaba. Antes de seguir cargando la carreta, la miró una vez más, una mirada de pesadumbre y que imploraba perdón por lo que estaba a punto de ocurrir.

Entonces, bajo la mirada estupefacta de todos los presentes, su compañero arrancó a dos niños de los brazos de sus madres y los colocó en una de las carretas, encima de los sacos.

—¿Cómo podéis ser tan ruin? —le gritó Céline a Edmond, exaltada—. ¡Son solo niños inocentes!

—¡Malditos franceses! —los insultó Cesare, y el padre Antonio tuvo que intervenir y contener los deseos del panadero de atacar a los soldados más próximos a ellos.

—¡Tenéis que dejar ir a esas criaturas indefensas! —rogó el cura.

—Es una cobardía escudarse tras unos niños —lo acusó Céline, con inquina—, algo indigno de un militar.

—Es una simple garantía para la vida de mis soldados —se defendió él, con ahínco y rabia.

—El Falcone jamás ha matado a nadie —le rebatió.

—¿Por qué lo defendéis con tanta pasión? —le reprochó, furibundo y dolido al mismo tiempo.

—Solo hago honor a la verdad —dijo, tratando de contenerse.

—Pues yo solo trato de asegurarme de que siga siendo así —le espetó él, intentando por todos los medios no perder los estribos delante de toda la guarnición por culpa de aquella mujer—. No sea que su naturaleza infame le haga apretar el gatillo contra nosotros.

—Si el Falcone fuera el villano que afirmáis que es, ¿por qué se detendría por esos niños? —inquirió, señalando a las criaturas, que lloraban sin cesar llamando a sus madres.

—No le conviene hacerlo —razonó Edmond—. Se enfrentaría con todo el pueblo, su máximo apoyo, aunque lo neguéis, aunque ellos se nieguen a confesar.

—¿Y así pretendéis conseguirlo? —lo culpó, con una mueca de repugnancia—. Esto es una monstruosidad.

—Para vuestra tranquilidad, ¿por qué no os unís a mí mientras seguimos el convoy? —le pidió de malos modos, aunque ella se sintió más sorprendida que molesta ante su petición—. Así podréis comprobar que no tengo ninguna intención de que esos niños sufran daño alguno —añadió, con el semblante ensombrecido por las acusaciones de la joven—. Luego, si gustáis, condesa, podréis traerlos de vuelta vos misma con sus madres. ¿O es que teméis que el Falcone no sea tan clemente con vos como aseguráis con tanto fervor?

Céline le lanzó una mirada de desprecio que Edmond le sostuvo; un desafío en toda regla y en el que ninguno de los dos pretendía fracasar. Finalmente, con la barbilla alzada, dejando de manifiesto que no se iba a rendir tan fácilmente, Céline tiró de las riendas de su caballo y se apartó para permitirle que la guiase. Entonces, el padre Antonio le lanzó una mirada significativa, clamando a la cordura, y aunque ella asintió, al cura no le resultó convincente su gesto.

—¡Vamos! —gritó Dufort a los soldados, iniciando así la marcha, aunque antes lanzó a la joven una última mirada con la que la traspasó, estremeciéndola de pies a cabeza.

 

 

Realizaron el trayecto en silencio. Aunque sabía que a los niños no iba a sucederles nada, Céline no se separó de su lado, guiando a su caballo al ritmo de la marcha. La encabezaba Dufort, a quien observaba desde su posición, erguido en su montura, atento a cualquier posible movimiento extraño que se pudiera dar en el bosque. De hecho, de vez en cuando les daba a sus hombres diversas órdenes para que modificasen sus posiciones al aproximarse a cruces de caminos y lugares en los que podrían estar más expuestos o incluso sufrir una emboscada. La muchacha tenía que reconocer que el teniente era un buen estratega, pero ver a esas criaturas, que apenas tendrían dos años, llorar y llamar a sus madres sin descanso le atravesaba el corazón y hacía que su inquina hacia el oficial fuera en aumento.

Al llegar al fuerte accedieron al patio interior, el que solían utilizar para las instrucciones. Al detenerse, Edmond desmontó y él mismo se acercó a la carreta y bajó a los niños al suelo, lanzándole una mirada reprobatoria a la condesa, desafiante. Después se marchó, sin decirle ni una sola palabra. Céline, sintiendo que la impotencia y la rabia se arremolinaban en su interior, desmontó también, con premura. Tomó a los dos niños de las manos y buscó con la mirada a Mauro, quien en realidad había estado pendiente de ella en todo momento.

—Por favor, ¿podéis encargaros un instante de las criaturas? —le pidió, dirigiéndose a él como si no lo conociera.

El joven obedeció sin dudarlo y ella salió con caminar apresurado tras los pasos del teniente, quien se había adentrado en uno de los edificios. No le afectaron ni las miradas curiosas de los soldados ni sus comentarios por lo bajo a su costa. Continuó andando tras Dufort, hasta que lo vio entrar en una estancia, cuya puerta cerró tras él.

Estaba tan ofuscada que no era consciente de lo que estaba haciendo cuando irrumpió en el lugar sin ni siquiera llamar. Y resultó que aquellos eran los aposentos del oficial. Como era lógico, este no esperaba su intrusión y se había quitado la casaca y la había lanzado con rabia contra el suelo tratando de liberar la tensión que provocaba en él esa mujer, la misma que en ese instante invadía su intimidad sin haber sido invitada a ello. En ese momento se estaba desabrochando la camisa y sus dedos quedaron congelados en el botón inferior, mirando con sorpresa hacia la puerta. Céline se quedó paralizada en el umbral, primero porque acababa de percatarse de que había entrado en el cuarto del teniente y, segundo, porque sus ojos no eran capaces de despegarse de la visión de ese pecho musculoso y cubierto de vello dorado.

Edmond dejó caer los brazos a los lados y apretó los puños, tensando la postura y endureciendo el rictus.

—¿Qué demonios hacéis? —le reprochó con rudeza, y Céline necesitó un par de segundos para tomar aire, recuperar la compostura y recordar el motivo por el que estaba allí.

—No quería marcharme sin antes deciros lo que pienso de vos —le espetó, volviendo a ser dominada por la furia y la aversión que ese hombre suscitaba en ella.

—¿Y no habéis tenido ocasión para hacerlo antes? —inquirió, ofendido por su actitud.

—¿Delante de vuestros hombres? —se mofó—. ¡Por Dios que soy una estúpida! Debería haber aprovechado la ocasión para dejaros en ridículo frente a ellos —agregó con desdén.

—Maldita sea —masculló él y, bajo la atónita mirada de la joven, pasó a su lado para ir a cerrar la puerta—. ¿Creéis que no van a percatarse de la situación con vuestro tono de voz? Os debe de estar escuchando hasta el padre Antonio desde su iglesia —la acusó, juzgándola con la mirada.

—No sería muy consecuente deciros lo despreciable que sois con voz de gatita, ronroneando a vuestro alrededor —alegó mordaz—. Imagino que es a lo que estáis acostumbrado, por eso os relacionáis tanto últimamente con la condesa Monteverdi —le reprochó, con sonsonete, y en los labios del teniente se dibujó una sonrisa burlona.

—¿Tanto? —repitió con sorna—. Os recuerdo que mi hermana se hospeda en el palacio Monteverdi y no veo nada reprochable en mi conducta al mostrarme agradecido con sus anfitriones —se defendió con brío mientras colocaba los brazos en jarras.

Aquella postura hacía que su camisa se abriera, dejando a la vista más piel y despertando una turbación en Céline que hacía que su rabia aumentase al no comprender qué la motivaba.

—¿Agradecimiento lo llamáis? —ironizó—. Sois un mentiroso, hipócrita…

—¿Cómo osáis insultarme en mi propia cara? —demandó levantando la voz, amenazante, y aunque Céline se sobresaltó, no dio muestras de ello, sino que alzó la barbilla, gustosa al saber que estaba provocándolo.

—¿Os ofende la verdad?

—A mí no puede ofenderme una niña malcriada y consentida como vos —pronunció con desprecio, recorriéndola con la mirada de arriba abajo.

—¡No soy ninguna niña! —replicó furiosa, y él se carcajeó.

—¿Eso es lo único en lo que estáis en desacuerdo? —se burló—. Me alegra saber que admitís que sois una malcriada consentida, y esos no son calificativos que ensalcen a una mujer, por lo que, tal vez, deberíais replantearos la cuestión y admitir también que sois una niña y que actuáis como tal.

—Y vos sois un cobarde —volvió a insultarlo—. Os escudáis tras mis faltas para excusar las vuestras, como si fueran equiparables. Yo jamás he negado a un pueblo entero la posibilidad de alimentarse ni he secuestrado a niños. Prefiero ser malcriada a ruin e infame como vos.

Tensando las mandíbulas, Dufort se puso frente a ella con un par de zancadas y la agarró de los brazos. Los apretó con fuerza cuando Céline trató de zafarse, de modo que ella no lo consiguió y, aunque le dolía, no le dio el lujo de que la viera quejarse delante de él.

—Cuidado, condesa —le advirtió él, furibundo, apretando los dientes y clavando la mirada en ella—. Jamás le consentiría tal afrenta a un hombre —siseó—. Estoy tratando de mostrarme paciente porque sois una mujer, pero todo tiene un límite y vos lo estáis sobrepasando con creces.

—¿En qué momento he pasado de niña a mujer? —se jactó. Edmond sentía una ira creciente ante su actitud irreverente. ¿Es que no podía comportarse con mesura por una vez?—. No os habrán ofendido tanto mis palabras si me estáis concediendo el honor de considerarme como tal —añadió, desdeñosa.

—Tenéis el cuerpo de una mujer, pero distáis mucho de serlo. Una mujer no se comportaría como vos —le echó en cara, tratando de humillarla, y consiguiéndolo, pues sus mejillas se colorearon al instante.

—Solo un egocéntrico como vos creería que una mujer no merece ser tratada como tal por el simple hecho de no adularos, de no caer rendida a vuestros pies —le reprochó, lanzándole dagas de fuego con los ojos y con la respiración agitada a causa de la crispación—. Pues por Dios que podéis considerarme el ser más inmundo sobre la faz de la tierra, porque jamás saldrá de mi boca una alabanza hacia vuestra persona. Sabed que a duras penas soporto vuestra presencia, pues os detesto con todas las fuerzas de mi ser.

—Me complace saberlo, condesa —Edmond gruñó—, porque vos provocáis en mí la misma repulsión —bufó, conteniendo las ganas de castigarla, de…

—Miserable, canalla —susurró ella, en un hilo de voz trémulo y agitado, como su respiración.

—Altanera, veleidosa —murmuró él en tono ronco y gutural, mientras ella seguía sosteniéndole la mirada, con osadía e insolencia.

—Os odio…

—Y yo…

Y un parpadeo después, sus labios se encontraron en un repentino beso lleno de furia e impotencia. Mientras Edmond devoraba sin piedad los labios femeninos, la aprisionó entre sus brazos, y Céline alzó sus manos hacia su cabello y hundió los dedos en sus hebras doradas, deshaciéndose de aquella maldita cinta y empujándolo hacia ella, exigiendo más. Sus bocas se buscaban con desesperación, acariciándose, robándose el aliento. No había delicadeza o suavidad, solo pasión, fiereza, avidez por seguir perdidos en ese beso que los alejaba de toda sensatez y que contravenía todas las acusaciones pronunciadas. Era una dulce tortura… Los embriagaba su propia censura, dominaba sus instintos el querer saborearse un poco más, pues sabían que el embrujo que los envolvía mientras sus bocas se poseían sin darse tregua se quebraría en cuanto se separasen.

Sin embargo, no lo hicieron y las manos masculinas comenzaron a subir por la espalda femenina, en busca de la piel de su nuca, su cuello, sus mejillas, y las manos de ella bajaron hasta el firme pecho y las puntas de sus dedos se enredaron en los rizos, que resultaron ser mucho más suaves de lo que había imaginado.

Edmond gimió, enardecido por la piel cálida de esa mujer, por su tacto, por no ser capaz de acallar sus impulsos, y se permitió gozar de la sensación del cuerpo femenino presionándolo contra el suyo. Encajaban a la perfección, se completaban… Y esa boca divina… Se extravió en ella un poco más, demandando acceso con su lengua, y ella le correspondió, sorprendiéndole con su tersura, tibia y exquisita, como el más delicioso manjar. Era tan apetecible… Atrapó con su boca un leve jadeo que le golpeó en la garganta, y se sintió arder, viéndose invadido por el profundo deseo de caer sin remedio, de perderse.

No supieron si fue un conato de sensatez o que sus pulmones reclamaban aire, pero sus labios se separaron lo que ocupa un suspiro, en el que quedaron anclados uno al otro por todo lo que rebosaba en sus pupilas: confusión, rabia y un extraño anhelo… tanto brillo… Y de pronto, Céline lo abofeteó.

—¿Cómo os atrevéis? —jadeó la joven sin haber recuperado el aliento. Su pecho subía y bajaba, agitado, como lo estaba ella, y Edmond la fulminó con la mirada, fría y cortante, sin inmutarse a causa del golpe.

—¿Qué esperabais entrando en la alcoba de un hombre? —la acusó, mordaz, y con una sonrisa de medio lado que rezumaba suficiencia.

—Creí que eráis un hombre decente —trató de justificarse ella.

—Lo soy —se jactó—. De lo contrario, ya estaríais desnuda y yo dentro de vos, gozando de las delicias de vuestro cuerpo.

Escandalizada por sus palabras, Céline intentó volver a pegarle, pero él le agarró el brazo antes de que la mano alcanzase su rostro y la atrajo hacia sí.

—Tenéis mucho que aprender para ser una mujer, condesa —le susurró en tono grave, penetrante—. Si queréis que os enseñe, volved cuando gustéis —añadió, en una insinuación con la que humillarla.

Céline no respondió, reprimiendo a duras penas unos terribles y repentinos deseos de llorar. Tiró con fuerza de su brazo para liberarse de su agarre y se marchó de la habitación a la carrera, sin ni siquiera cerrar la puerta. Fue Edmond quien lo hizo, con calma y temple. Entonces, su mirada quedó fija en un punto de la madera, justo donde fue a estrellarse su puño mientras mascullaba una maldición.

 

 

El aire cargado de humo y el bullicio golpeó el rostro de Hervé y Pierre cuando entraron en el local, pero agradecieron la calidez del ambiente en contraste con el frío de la noche que quedaba tras los muros de aquel burdel. Estaba situado a unas millas de Turín, donde Hervé dudaba que alguien los reconociera, sobre todo yendo vestidos de paisanos. Una mujer de exuberantes curvas, ensalzadas por un apretado corsé y un insinuante escote, los recibió, y el sargento pidió una mesa donde pudieran estar tranquilos por el momento. Ella comprendió a qué se refería y sonrió complacida, tras lo cual los condujo a una que estaba en un rincón, un tanto alejada de la algarabía.

Después de esquivar a más de un borracho y a varias mujeres que los agasajaron con sus contoneos, los dos hombres consiguieron sentarse. Instantes después llegó otra meretriz con una jarra de vino, vasos y una sonrisa más que sugerente.

—Alguien preguntará por mí —le dijo, entregándole una moneda—. Condúcelo hasta aquí.

—¿Y vos os llamáis…? —preguntó, guardándose la pieza en el escote con un movimiento sensual.

—Seguro que te las compondrás sin necesidad de saberlo —le respondió con tono pícaro, halagándola al tiempo que le pedía discreción de forma velada.

—Estamos aquí para serviros —asintió con voz melosa. Luego, se giró y se marchó, haciendo que todos los hombres cercanos se perdieran en el vaivén de sus caderas.

El sargento también lo hizo durante un instante, hasta que Pierre puso un vaso lleno de vino frente a él, haciéndolo reaccionar.

—No tenemos mucho tiempo —le recordó Hervé—, así que dime lo que has averiguado.

—Agnès Delacroix se convirtió en condesa tras la muerte de su hermana y el marido de esta, el conde Roberto Ranieri —le explicó—. No tenían descendencia y ella pasó a ser su heredera.

—¿Y qué tiene que ver madame Jacqueline en todo esto? —inquirió con impaciencia.

—Era una de sus alumnas en el colegio de señoritas, en París —le narró.

—París… —repitió el sargento, pensativo.

—Por estos lares el título de conde va unido a la tierra —continuó—, así que, tras un sencillo trámite de compraventa, y estableciendo un módico precio por lo que he venido a saber, madame Jacqueline se apropió de la finca y del título de condesa Ranieri y, por ende, sus hijos lo heredaron todo a su muerte.

—¿Crees que hubo algo extraño en esa venta? —preguntó, ceñudo, pero Pierre negó con la cabeza.

—Imagino que la anciana apreciaba a su antigua pupila y quiso facilitar la transmisión de sus bienes —le confirmó—. Todo muy legal.

—Maldición —Langlais golpeó la mesa—. Por un momento pensé… ¿Has averiguado algo más? ¿Tal vez la procedencia de esa mujer o su apellido? —insistió, impulsado por aquella corazonada.

—Blair de Boisemont —le dijo con mirada sagaz, tras dar un sorbo, sabiendo que era un dato significativo. De hecho, a Hervé lo recorrió un escalofrío. Ese apellido…

—¿Cuándo llegaron a Rosta madame Jacqueline y sus hijos? —preguntó con lentitud.

—Tres días después de la toma de la Bastilla —contestó, y el sargento se tensó, pues no era difícil llegar a la conclusión de que esa mujer había podido abandonar París cuando la ciudad estaba sumida en pleno conflicto.

De pronto, frente a ellos, se produjo cierto movimiento en la gente y Hervé alzó la vista. Su invitado, enfundado en una elegante capa de tejido de lana hilada y embozo de terciopelo en el que ocultaba la mayor parte de su rostro, se dirigía hacia la mesa en compañía de la meretriz que les había servido el vino. El sargento esbozó una leve sonrisa, un gesto que ella interpretó como complacencia por haber efectuado su encargo a la perfección.

—Diviértete un rato —le insinuó a Pierre, quien miró a la prostituta con picardía y deleite. Entonces, Hervé sacó otra moneda y se la entregó a ella—. Trátalo como se merece —le dijo, y su respuesta fue agarrarlo de las solapas de su casaca de paño marrón y besarlo en la boca mientras tiraba de él para que se pusiera de pie.

—No le faltará de nada —recitó ella en tono sensual, llevándose de allí a un expectante Pierre.

El misterioso hombre se deshizo de la capa y ocupó su asiento. Otra meretriz se acercó para traerle un vaso limpio y él la miró de modo desdeñoso, aunque lo aceptó, mientras Hervé observaba con divertimento la escena.

—¿En qué lugares me citáis, sargento? —le reprochó, y este lanzó una carcajada, pues en cierto modo tenía razón.

El refinamiento de aquel hombre, que tendría su edad, desentonaba con el ambiente. No en vano era conde, el conde Felix Le Peletier, y con seguridad era el único miembro de la nobleza que se encontraba en esos momentos en aquel lupanar.

—No os quejéis, conde, los hay peores —bromeó—. Siento no llevaros de visita al mejor burdel de Turín, pero algún noble podría reconocerme y no es conveniente para ninguno de los dos.

—Desde luego —concordó él en tono tirante—. Y dado que no estoy aquí para deleitarme con las delicias del lugar —comentó con toque sarcástico—, ¿por qué no os cuento el motivo de esta reunión?

—Vos diréis —asintió el sargento, mostrando genuino interés.

—Creo que no es necesario poneros en antecedentes sobre el tratado que Napoleón acordó con Pío VI y por el que se mantiene la paz en estas tierras, ¿verdad?

—Una paz un tanto… inestable —alegó Hervé, incisivo, lo que complació al conde—. Un castillo de naipes que se puede desmoronar en cualquier momento.

—Eso es —afirmó Felix, tras lo cual dio un sorbo al vino. Miró el vaso un tanto sorprendido; el dichoso brebaje no estaba nada mal—. Y seguro que os gustaría ser ese soplo de viento que lo derribe, ¿verdad?

—Contadme más —siseó con sonrisa ufana.

—En los próximos días saldrá desde la Santa Sede un cargamento con una gran cantidad de dinero y bienes, según lo estipulado en el tratado, cuyos destinatarios serán el Directorio —hizo una pausa dramática—, y el propio Napoleón Bonaparte.

Aquella afirmación hizo que Hervé se irguiera en la silla. Despacio, dejó el vaso en la mesa, dándole a entender al conde que tenía toda su atención.

—En el cargamento hay una medalla, obsequio de un embajador español, a la que el general le tiene gran aprecio —añadió, y el sargento asintió, comprendiendo—. No hace falta que os diga el malestar que generaría la desaparición tanto del dinero como de esa medalla.

—Llamarlo malestar es un eufemismo, conde —apuntó él con sonrisa sardónica.

—El general Bonaparte está dando ciertas muestras de desobediencia que pueden provocar un enfrentamiento con el Directorio —concordó él, y al sargento le asombró que tratara el asunto con tanta ligereza.

—Veo que no os preocupa —comentó, suspicaz—. No deberíais infravalorar el poder del general… ni su ambición.

—Os recuerdo que no apuesto ni por un bando ni por el otro —puntualizó, y Hervé asintió, pues tenía muy presente con quién estaba tratando en ese instante.

—Soy consciente de ello, conde, pero disculpadme si no atino a comprender qué papel juegan en este asunto los jacobinos —dijo señalándolo, haciendo así referencia a los ideales políticos del noble.

—Todo lo que sea inestabilidad en este sistema corrupto nos conviene —masculló con desprecio.

—Los jacobinos no hacen más que embarcarse en tentativas que acaban en fracaso —comentó haciendo el gesto de negación con la cabeza—. Ha llegado a mis oídos el encarcelamiento de François Babeuf y todos sus compañeros de la conspiración de los Iguales, como creo que la llaman —lo tanteó solo por ver su reacción.

—No todos —alegó el conde en tono tirante, alzando el rostro y ofendido porque hubiera sacado a relucir aquel tema que le afectaba profundamente. Hervé rio por lo bajo, satisfecho—. Y, en cualquier caso, tenía entendido que a vos no os interesaba la política, sino esto —añadió, dejando caer sobre la mesa una bolsa de cuero atada con un cordel en la que tintinearon las monedas que la llenaban casi hasta rebosar.

—Soy vuestro hombre, lo sabéis —recitó con tono de disculpa.

—Entonces, no necesito explicaros lo que tenéis que hacer con ese cargamento —replicó, dejándolo pasar.

—En efecto, aunque debo admitir que necesito cierto favor por vuestra parte que me facilitaría la tarea —comentó, y Le Peletier lo miró receloso—. Digamos que estaría en deuda con vos.

—Está bien —accedió, tras lo cual pasó a narrarle aquel asunto de Jacqueline Ranieri que le robaba el sueño.

—Sé que he visto su rostro antes, incluso me es familiar su apellido, pero no consigo situarla —aseveró, molesto consigo mismo.

—Es significativo que huyese de París tras la toma de la Bastilla —admitió, pensativo—. Hablaré con mis contactos —dijo con suficiencia.

—Una última cosa. La fuente de vuestra información es fiable, ¿cierto? —Hervé quiso asegurarse, y el conde sonrió, desdeñoso.

—Os diría que le preguntaseis a vuestro superior, pero no creo que sea de recibo —se mofó.

—¿Dufort? —frunció el ceño, extrañado.

—¿De verdad creíais que el protegido de Monroe sería destinado a un pueblo perdido en el Piamonte italiano solo por unos bandoleros? —se jactó, y Langlais maldijo por lo bajo—. ¿Aún seguís siendo nuestro hombre? —lo provocó—. Porque si teméis a ese teniente… —añadió, alargando la mano hacia la bolsa del dinero, pero Hervé le agarró la muñeca, deteniéndolo. Ese gesto, lejos de incomodar al conde, lo satisfizo.

—Os aseguro que este acuerdo va a ser muy ventajoso para todos —apuntó el sargento con malicia, liberándolo, y Felix soltó una carcajada.

—Tengo la ligera sospecha de que no os estáis refiriendo a este dinero. —Señaló la bolsa, con expresión divertida.

—¿Conocéis ese dicho que reza «matar dos pájaros de un tiro»? —inquirió con sonrisa pérfida—. Pues yo lo llevaré a su máxima expresión.

—Me congratula, sargento —Felix se carcajeó—. Lo lamento por el teniente; su carrera parecía prometedora —se burló, lo que agradó al oficial, que dedicaba su pensamiento no solo a Dufort, sino también a esa dama que le había arrancado una promesa con su deliciosa boca y que implicaba a cierto conde al que no le importaría apartar de su camino por el simple aliciente de complacerla. Y porque podía darse el gusto de hacerlo.

Entonces dirigió su mirada al fondo del local, hacia una hermosa mujer de largos bucles dorados que caían sobre sus voluminosos y casi desnudos pechos. Le hizo una seña y esta no dudó en abandonar al borracho que estaba atendiendo para acercarse a la mesa. Hervé sacó dos monedas de su propio dinero y se las dio a la prostituta, señalando con la cabeza hacia el otro hombre.

—Disfrutad de Italia, conde —le dijo en tono hilarante al ver su mohín cuando la joven se sentó sin recato alguno en su regazo, colocando los senos al alcance de su boca—. La entretención corre de mi cuenta —añadió y, tras guiñarle un ojo a la meretriz, cogió la bolsa del dinero y se puso de pie, dispuesto a buscar una buena dosis de diversión. No había mejor ocasión que esa para celebrar aquel golpe de suerte que cambiaría el rumbo de su destino.