CAPÍTULO 19

 

Edmond llegó al fuerte sumido en la más absoluta frustración. Al entrar a su alcoba, cerró de un portazo y empezó a desabrocharse la guerrera del uniforme, tirando con tanta fuerza que arrancó un par de botones.

—Maldita sea —masculló, furioso, arrojando la prenda al suelo. Se quitó la camisa y también la lanzó, y después comenzó a deambular por la estancia, con los brazos en jarras y caminar inquieto.

Céline se había esfumado de la fiesta como el humo, e impulsado por un arrebato que no había podido controlar ni definir, él había acabado frente a la puerta de la finca Ranieri, donde un adormilado Velmont le recordó que no eran horas apropiadas para realizar visitas, ni para que la condesa las recibiera.

Por todos los demonios… ¡Por supuesto que era consciente de ello!, y jamás se le habría pasado por la cabeza cometer tal atrevimiento si hubiera estado en sus cabales. El problema residía en que no lo estaba, no, no era capaz de pensar con claridad, aunque su insensatez poco tenía que ver con su capacidad para razonar. Estaba enamorado, tan sencillo, o complicado, como eso.

Nunca lo hubiera imaginado, el amor no estaba en sus planes, pues centraba sus esfuerzos en hacer carrera en el ejército, nada más. Sin embargo, Céline Ranieri había trastocado su rumbo y lo asombroso del asunto era que no le importaba mandarlo todo al diablo por ella. Esa mujer había calado hondo en él, en lo más profundo de su ser, y se veía inmerso en una especie de zozobra de la que no veía escapatoria, pues el único antídoto para su mal lo poseía ella, aunque por desgracia se lo negaba una y otra vez.

Sabía que la condesa le correspondía, pese a que se resistiera con tanto ahínco, y necesitaba entender el porqué, al igual que no comprendía por qué él no era capaz de renunciar, por qué no dejaba atrás el asunto y seguía con su vida, como si no la hubiera conocido. A decir verdad, se lo había planteado en más de una ocasión, sobre todo cuando ella escapaba de sus brazos, dejándolo en ese estado mezcla de confusión y desengaño. Pero algo en su interior se lo impedía, pues le asaltaba una extraña corazonada, un instinto que lo alertaba, como si fuera a malograrse el sentido de su vida. No podía renunciar sin más…

Exhalando con pesadez, se sentó en la cama. Clavó los codos en los muslos y apoyó las manos en las palmas, en un deje de ansiedad y desesperación. Debía centrarse, al día siguiente tenía pensado escoltar el cargamento proveniente de Roma a su paso por Turín, aunque lo interceptaría más allá de la ciudad, en el camino hacia Asti, para asegurarse de que no surgía ningún contratiempo y de que seguía con normalidad el trayecto entre los bosques dominados por el Falcone y su gente, hasta la frontera con Francia. Así daría por finalizada la parte más importante de su misión. Restaría atrapar a aquella banda de maleantes, pero ya encontraría la forma; lo providencial en ese momento era proteger el cargamento, y debía focalizar su pensamiento y energías en eso. Necesitaba descansar…

En un acceso de rabia, tiró de la cinta que le sujetaba el cabello y lo soltó, dejando que las doradas hebras cayeran hasta sus hombros. Se las mesó, nervioso, y decidió servirse una copa de licor, rogando que el sopor inherente lo ayudase a calmarse y conciliar el sueño.

Se dirigió hacia una cómoda donde descansaba una botella con varias copas sobre una bandeja y se dispuso a llenar una de ellas, pero la repentina irrupción de alguien en su cuarto lo detuvo. La botella cayó sobre el metal con un ruidoso golpe.

—Céline…

La muchacha se había apoyado en la puerta ya cerrada, con la respiración agitada y el pelo oscuro como la noche un tanto alborotado. Lucía aquel vestido carmesí que hacía juego con el arrebol de sus mejillas y sus labios, rojos, entreabiertos e incitantes, y mostraba una súplica en su mirada turquesa que se clavó en el corazón del joven.

Ambos corrieron, uno hacia el otro, para unirse en un ferviente abrazo en el que sus bocas se buscaron con desesperación. Edmond bebía de los labios femeninos con ansia desmedida y Céline clavó los dedos en su espalda desnuda, demandando más, a lo que él accedió, besándola con vehemencia hasta dejarla sin aliento.

—¿Qué haces aquí? —jadeó cuando abandonó su boca.

—Tienes algo que me pertenece —dijo en apenas un hilo de voz, con la mirada titilante, mortificada.

El oficial la observó extrañado y trató de hacer memoria.

—¿Te refieres a aquel libro que dejaste olvidado aquel día, en la ribera del riachuelo? —supuso, mientras la decepción comenzaba a hacer mella en él, pero ella negó con la cabeza.

—Te estoy hablando de mi corazón —musitó, con un brillo de aflicción en sus ojos. No obstante, el significado de sus palabras golpeó al joven con fuerza, en el centro del pecho.

—Tú te adueñaste del mío, Céline —murmuró él con pasión—, pero no quiero que me lo devuelvas. Es tuyo, como lo soy yo.

—Edmond…

Una lágrima rodó por la mejilla de la muchacha, y el teniente la enjugó con sus labios.

—Te amo —susurró contra su piel, y sintió en la suya el aliento femenino, cálido, y el gemido que escapó de sus labios al estremecerse por su confesión. Temblaba entre sus brazos y buscaba sus ojos con los suyos, como si necesitara leer en ellos para comprender sus palabras—. Sí, Céline, te amo. Te has clavado en mi alma y no puedo ni quiero arrancarte de ella. ¿Te resulta tan imposible de creer?

—Lo que me parece imposible es que sientas lo mismo que yo —le confesó, y él gimió, sobrecogido.

—Céline… ¿tú me… me amas?

—Tanto que me duele el corazón —respondió, atormentada—. Siento esta zozobra que me oprime el pecho, que me ahoga… Es una tortura —sollozó, sin poder contenerse.

—No, el amor no es una tortura —negó mientras la abrazaba, ofreciéndole el refugio de su piel—. Lo que nos está matando con lenta agonía es no dejarnos arrastrar por él, no saciar esta necesidad que tenemos el uno del otro.

—¿Me necesitas? —preguntó ella contra su pecho desnudo.

—Más que el respirar, mon cœur.

Céline lo agarró de la nuca y lo empujó hacia ella, buscando sus labios, y Edmond se entregó gustoso a su arrebato, a ese primer beso que ella le exigía por iniciativa propia y que él saboreó, disfrutándolo como el más valioso de los obsequios. Su boca era dulce, embriagadora, de tacto seductor, al igual que el toque de sus dedos, que acariciaban su espalda y lanzaban escalofríos a lo largo de su cuerpo. Y su figura se acoplaba tan bien a él… El corpiño del vestido se ajustaba de modo delicioso a sus curvas, y él comenzó a recorrerlas con sus manos, maldiciendo aquel tejido que le impedía disfrutar de su desnudez. El pensamiento viajó directo a su entrepierna, y como si ella se hubiera percatado de ello y se propusiera martirizarlo, lamió con suavidad sus labios, provocándolo con descaro. Edmond no pudo negarse y su beso se tornó profundo, osado, sugerente…

Tuvo que hacer gala de toda su voluntad para separarse de ella. Tembloroso al tener que contenerse, suspiró, rodeándola con fuerza. Hundió la nariz en su cabello y aspiró, embriagándose de su aroma, que inundó su interior hasta las entrañas, como una oleada de calidez que despertaba aún más sus sentidos, sus instintos, su excitación… Sí, estaba perdido, de modo irremediable. Cerró los ojos con fuerza, tratando de escapar de aquella tortura.

—Yo… me temo que has cometido un error al venir aquí —murmuró, de pronto, mortificado, y la joven alzó la vista hacia él, con el miedo reflejado en sus ojos—. No puedo dejarte ir —añadió, con el tormento que lo corroía rasgándole la voz—. Debería hacerlo, pero no puedo. Y si tú fueras sensata…

—Sabes que no lo soy —replicó ella, con picardía, y él no pudo evitar reír. No le sorprendía su respuesta, así era ella: una mujer valiente que luchaba con ahínco tanto por sus ideas como por lo que quería, y ese brillo ardiente de su mirada dejaba de manifiesto que, en ese momento, lo que quería era a él.

—Por Dios, Céline… —sonrió, mordiéndose el labio y reprimiendo las ganas de hacer eso mismo con los de ella—. Definitivamente me vas a volver loco.

Y para corroborar sus palabras, la joven depositó un cálido beso en su cuello, estremeciéndolo de pies a cabeza.

—Entonces, tengo que advertirte de que tampoco he olvidado lo que me dijiste cuando estuve en esta habitación, tus últimas palabras tras besarme por primera vez —la oyó murmurar contra su piel, y Dufort sentía que su voluntad se quebraba poco a poco.

—Debería pedirte que te marches… —gruñó por lo bajo.

—¿Me censurarás si me niego? —demandó en un susurro, dándole suaves besos bajo el oído, pero él la apartó y le sostuvo las mejillas, mirándola a los ojos.

—Si te quedas… te haré mía —sentenció, en tono profundo, y ella dejó escapar el aire con lentitud.

—Ya lo soy…

Edmond atrapó sus labios mientras el dique que dominaba sus deseos estallaba, besándola con vehemencia. Notó que los dedos femeninos se enredaban en su pelo, que su boca se rendía a la suya, exigiéndole más. Soltó su rostro y bajó las manos hasta los hombros, palpando con suavidad la expuesta piel de su escote, hasta alcanzar con un juego sugerente la cinta de raso que aseguraba su corpiño. Pronto la prenda se abrió por completo, la deslizó por los brazos y dejó que cayera al suelo con un ruido pesado.

Edmond abandonó su boca, sin poder contener sus ganas de contemplarla. Un inmaculado corsé realzaba su busto y él pasó las yemas de los dedos por la delicada y suave curvatura, hasta la puntilla que adornaba el borde. Céline tenía los ojos cerrados, disfrutaba de su toque y su respiración se agitaba cada vez más. Entonces, le dio la vuelta para ponerla de espaldas y apartó su oscuro cabello, dejando despejado un lado de su cuello. Comenzó a besar la fragante piel al tiempo que desataba el cordón trasero del corsé, cuyas lazadas se iban esfumando una a una.

Céline había inclinado la cabeza para darle mayor acceso a esa boca que la saboreaba de modo ardiente, que le arrancaba jadeos y arrebataba toda la fuerza a sus músculos. Temía desplomarse a causa de la cálida debilidad que le recorría el cuerpo y que se agolpaba en el centro de su vientre. Edmond lamió la columna de su cuello hasta ese punto sensible bajo la oreja, y ella echó una mano hacia atrás para agarrarlo de la cabeza, buscando un sostén y pidiéndole que siguiera.

De pronto, el corsé cayó al suelo y el joven soltó también la falda. La hizo caminar para liberarse de la abultada prenda, pero mantuvo su espalda pegada a su fuerte torso. Le giró ligeramente el rostro para alcanzar sus labios, y sus manos empezaron a recorrer su figura de insinuantes curvas por encima de la sutil enagua: la cadera, el abdomen, su cintura, hasta llegar a uno de sus pechos.

Oírla gemir contra su boca cuando acarició con suavidad el pezón se tradujo en un latigazo de ardor que hizo vibrar su miembro, ya henchido a causa de la creciente excitación. Céline se arqueaba contra su mano, buscaba su tacto y jugueteaba con su lengua, alimentando el frenesí que bullía en las venas del muchacho y que apenas podía controlar.

Agarró los tirantes de la prenda interior y los bajó por ambos brazos, y siguió tirando hasta que descubrió su torso y, después, el resto del cuerpo. Edmond gruñó, consciente de la cálida piel de su espalda, de toda su desnudez. Ansiaba tocarla, besarla, disfrutarla por entero… La giró hacia él y se embriagó de tan gloriosa visión. Céline tenía las mejillas sonrosadas, producto de la vergüenza y la pasión. Sin embargo, que él la contemplase de ese modo, en una mezcla de devoción y deseo, dio alas al suyo. Acarició sus pectorales con las palmas hasta llegar a sus hombros, con un brillo de expectación en sus ojos. Despacio, se pegó a él, presionando sus redondeados pechos contra su torso, y un gruñido gutural vibró en la garganta masculina, al tiempo que la abrazaba.

—No necesitas tentarme —dijo en tono ronco—. Las ansias que tengo de ti me consumen…

—Nunca habría imaginado tal pasión en vos, teniente Dufort —respondió ella, sensual.

—Ni yo, condesa —no dudó en admitir—. Acabo de comprender que no había conocido a la mujer adecuada —añadió con voz penetrante.

—Te quiero, Edmond —susurró, estremecida por el significado de sus palabras.

—Y yo a ti, Céline —musitó él en su oído—, y ahora que te he encontrado, voy a hacerte mía, en cuerpo y alma. Toda… mía… —jadeó, depositando cálidos y húmedos besos por su cuello.

—Sí… —respondió ella con un hilo de voz.

El joven volvió a buscar su boca, a reclamar la dulzura de su lengua, y sus dedos comenzaron a delinear todas las curvas de su cuerpo, deteniéndose en sus pechos. Quería alimentarse de sus gemidos y con los pulgares comenzó a acariciar las fruncidas cúspides. Edmond gruñó satisfecho al conseguirlo, pero las manos femeninas empezaron a recorrer su cuerpo, acrecentando su deseo y su necesidad. Abandonó su boca y se inclinó para atrapar con la suya uno de los tensos guijarros.

—Edmond… —gimió en respuesta, temblorosa y sobrecogida por el repentino placer. Pero se abandonó a su caricia, agarrándolo del cabello y arqueándose hacia él, en manifiesta demanda. Y él necesitaba más…

De pronto, la tomó en brazos y la depositó en su lecho. La contempló unos instantes. Tenía la mirada velada a causa de la pasión, y a él se le secó la boca debido al irrefrenable deseo que lo dominaba, un ansia por ella que lo aturdía, pues jamás experimentó tal instinto de posesión hacia ninguna mujer. Lo que más deseaba era el amor de Céline y su entrega, y podía ver en el azul titilar de sus ojos que los tendría.

Se despojó del resto de sus ropas y a la muchacha la recorrió una cálida corriente fruto de la anticipación cuando él se tumbó junto a ella. Entonces, la colocó frente a él, quedando ambos de lado y reclamó sus labios mientras empezaba a acariciarla. Ella correspondió tanto a la avidez de su beso como a sus caricias, y a Edmond le enardeció su respuesta, que lo tocara sin tapujos y que no lo refrenara.

Volvió a tentar uno de sus pezones con su boca, y escucharla jadear lo instaba a tornarse más osado… Con los dedos buscó sus nalgas, la parte interna de los muslos. Ella no solo no lo alejaba sino que sus gemidos aumentaban, y con ellos la excitación de Edmond. Cuando paseó las yemas por su satinada intimidad… Céline se derritió contra él y al joven le embriagó su mirada lánguida, que se abandonara al placer que provocaba en ella y que no le importara mostrarse ante él. Era hermosa, atrayente y seductora, y lo iba a conducir a la más absoluta locura. La instó a abrir más los muslos, a lo que ella accedió sin reservas, y saberla tan expuesta a él, sin atadura alguna, le hizo perderse en sus propios deseos.

Dio un suave tirón en el pezón con sus labios, haciéndola sacudirse con deleite, y lo abandonó para empezar a recorrer su cuerpo con la boca, en sentido descendente. No quería controlarse y rogaba que ella no lo obligara a hacerlo, y acorde con su anhelo, Céline no lo detuvo. Escuchó el gemido que escapó de su garganta al alcanzar los pliegues de su carne con la lengua. Era exquisita, y a él lo sobrepasó una oleada de fuego que le recorrió las venas al degustarla. Se vio preso de un frenesí que le hacía perder toda la cordura; esa mujer lo hechizaba y no podía soportar ni un instante más sin poseerla, sin formar parte de ella.

Trepó por su cuerpo, observando en su bello rostro el reflejo del goce que él le provocaba. Sus ojos lo buscaron y se anclaron a los suyos, y supo que le reclamaba una total entrega: cuerpo, alma y corazón. Y él no ansiaba otra cosa.

Se posicionó sobre ella y buscó su entrada, guiándose despacio hacia su interior. Sabía de su pureza, que debía quebrarla, pero esa emoción que lo invadió al hacerlo lo atravesó hasta el centro del pecho, estremeciéndolo de pies a cabeza.

Mon cœur —suspiró, tembloroso, lamentando las lágrimas que le provocó a causa del punzante dolor.

—¿Te sorprende que fuera pura? —preguntó la joven con voz trémula, malinterpretándolo.

—Claro que no —negó en un susurro—. Lo que me maravilla es que sea yo quien reciba tal regalo —murmuró, acariciando su mejilla y conteniendo su instinto de moverse dentro de ella—. Una mujer como tú podría gozar del amor de cualquier hombre.

—No había encontrado al adecuado, hasta ahora —respondió, conteniendo nuevas lágrimas, y él besó sus párpados cerrados, pidiéndole en silencio que no las derramase.

—Gracias por obsequiarme con la dicha de tu amor, Céline.

—Yo… Júrame que me querrás siempre, pase lo que pase —le suplicó, y él esbozó media sonrisa. Entonces, comenzó a mecerse sobre ella, despacio, y no tardaron en resurgir las llamas de la pasión.

—Eres mía, ¿recuerdas? —gimió sobre sus labios—. Nada te arrancará de mí.

—Ni siquiera tú mismo… —jadeó, envuelta de nuevo en una placentera bruma que nublaba todos sus sentidos.

—¿Para qué querría yo arrancarme el corazón? —susurró con voz profunda, traspasándola.

—Edmond…

Buscó la boca femenina al tiempo que se hundía en ella, un poco más con cada embate, y el cuerpo de Céline se abrió para él como una tierna flor, envolviéndolo con su seda cálida. Y cuanto más profunda era su posesión, más sentía él que le entregaba su alma a esa mujer, sin remisión ni arrepentimiento alguno, llenándose más y más de ella.

De pronto, notó que sus finos dedos se clavaban en su espalda y que su delicado cuerpo comenzaba a experimentar la tensión previa al éxtasis. Aceleró sus embates, provocando su propia culminación, pero justo antes de alcanzarla, abandonó su boca y le sostuvo las mejillas.

—Mírame… —le exigió, en tono aterciopelado, ardiente, acelerando el ritmo de sus movimientos.

—Edmond… —jadeó ella, obedeciendo a duras penas su mandato, pues el clímax se aproximaba, desbordante, perdiendo el control de su cuerpo.

—Te quiero, Céline… Te quiero… —susurró sobre su boca, con su mirada grisácea clavada en ella, atravesándola hasta el alma con sus palabras, mientras que un poderoso orgasmo estallaba y recorría sus venas como lava candente.

La joven abrió la boca en busca de aire, y él mismo no pudo resistir la fuerza de su propio culmen y se derrumbó sobre ella, hundiendo el rostro en la curva de su cuello.

Poco a poco, el placer se fue trasformando en suaves ondas que viajaban a lo largo de todo su ser, estremeciéndolos, y se refugiaron uno en brazos del otro, dándose cobijo a la espera de que sus corazones disminuyeran su errático palpitar. Después, con suavidad, Edmond abandonó su interior y se tumbó de espaldas, colocando a la muchacha cerca de él, sobre su pecho.

—Céline… —murmuró, antes de besar su cabello y estrecharla con fuerza—. Dime que eres tan feliz como yo…

—¿Lo eres? —quiso saber ella, mientras jugueteaba con el vello de su musculoso torso.

Él le levantó la barbilla para que lo mirara.

—Nunca creí que se pudiera ser tan dichoso —le confesó con seriedad.

—Entonces sí, soy tan feliz como tú —murmuró, y el joven inclinó el rostro para besarla con suavidad.

—He ido a buscarte a la finca —le dijo, acariciando sus labios con el pulgar, y ella asintió, dándole a entender que lo sabía—. ¿Por qué te has marchado de la fiesta? —le preguntó—. Si es por Lucrezia…

—No es por ella —respondió, apoyando la mejilla en su pecho.

—¿Entonces?

—No quiero hablar de eso ahora. Abrázame, por favor —le rogó, sintiendo que la reciente dicha se le escapaba de entre los dedos. Deseaba disfrutarla un poco más, sin tener que enfrentarse a su verdad tan pronto.

Notó que Edmond suspiraba, y por lo poco que lo conocía, comprendió que le estaba otorgando una tregua momentánea, a la que ella se aferró.

—Debería llevarte a tu casa —lo escuchó decir.

—¿Ya quieres deshacerte de mí? —repuso alzando el rostro y fingiéndose molesta para no dejar entrever la decepción. Él, por el contrario, sonrió.

—Pretendo evitar problemas con tu hermano —le aclaró, y Céline estuvo a punto de decirle que Alain estaba inmerso en un problema de idéntica índole con su hermana, pero no le correspondía a ella ponerlo al tanto de la situación—. Quiero hablar con él, pedirle permiso para cortejarte…

—Es un poco tarde para eso, ¿no? —bromeó la joven, y Edmond a duras penas pudo reprimir una carcajada.

—¿Crees que mis pretensiones contigo se limitan a esto? —se chanceó.

—Nunca he sabido cuáles son vuestras intenciones, teniente —le siguió el juego.

Él echó la cabeza hacia atrás, riéndose. Aunque, de pronto, rodó y la tumbó de espaldas, colocándose sobre ella.

—Supuse que con mi declaración habrían quedado de manifiesto —murmuró, apartándole con suavidad algunos mechones del rostro—. Mía en cuerpo y alma. Para siempre.

—Tal vez, antes de tratar ese asunto con mi hermano, deberías tratarlo conmigo —apuntó ella, en tono sensual, y una sonrisa felina se esbozó en los labios del oficial.

—Será todo un placer, condesa —susurró, con la mirada oscurecida por el renovado y creciente deseo que esa deliciosa mujer provocaba en él.

—Entonces, creo que no es hora de volver a casa —lo tentó y acarició su pelo dorado, lanzándole una mirada lánguida y sugerente. Edmond gruñó al notar que su entrepierna se tensaba.

—No —respiró en su boca—, aún no…

 

 

Todavía no despuntaba el alba cuando Lorenzo abandonó el burdel. Había entrado a aquel tugurio con la firme intención de solicitar los servicios de alguna meretriz, y seguía con ese pensamiento rondándole conforme se sentaba en la mesa más alejada del lugar, apartado de la muchedumbre, como siempre le gustaba estar.

De pronto, se acercó a él una de las prostitutas, una de cabello largo y rizado, y de exuberantes curvas, quien, además, lo conocía y sabía de su sordera. Así que se inclinó, mostrándole el esplendor de sus pechos casi al completo y colocando su rostro frente al suyo.

—Hacía mucho que no veníais, conde —pronunció ella, despacio, y recordar el motivo por el que había dejado de visitar el local hizo que todo su malhumor se esfumara de un plumazo, al igual que su libido, que ni el más incisivo despecho podría acicatear.

El muchacho negó con la cabeza y mostró su vaso, dándole a entender a la mujer que solo gozaría del poco placer que pudiera otorgarle el vino. A decir verdad, esperaba que mitigase de algún modo el profundo desengaño y la desesperanza que lo invadían. No era más que un iluso, un inútil, un hombre incompleto, tal y como había dicho Lucrezia. Y Chiara…

La culpa no era de nadie más que de él, por permitir que la joven se le clavara tan adentro, pero le maravillaba que alguien como ella le dedicara tantas atenciones, tratara de acercarse a él, y no solo en el sentido físico de la palabra. Conseguían hablar a pesar de su sordera, se mostraba interesada por lo que él pudiera contarle, y a Lorenzo le embrujaba el brillo de sus ojos, el hoyuelo que se formaba en su mejilla izquierda cuando sonreía, o su sonrojo cuando él le pedía que olvidara la libreta porque prefería leerle los labios, esos que sabían a pura ambrosía.

Sí, se había dejado llevar por estúpidas quimeras, por fantasías que nunca dejarían de serlo, y pronto se había dado de bruces con la dura e inevitable realidad: jamás podría aspirar al amor de Chiara ni al de ninguna otra mujer… ¿Y quién quería a otra? Primero debía arrancársela a ella del corazón.

La meretriz le trajo una jarra rebosante de vino, y él le pidió con un gesto seco que la dejara en la mesa, tras lo cual sacó algunas monedas. Después se sirvió un vaso y bebió un sorbo; la noche era muy larga. Pero fue en ese instante cuando reparó en un par de visitantes que le resultaron familiares y que se sentaban a varias mesas de distancia.

Llevado por la curiosidad y por escapar del hastío, se fijó en ellos, percatándose de que eran ese sargento, Hervé Langlais, y uno de sus hombres, el que siempre lo acompañaba. Y entonces…

—Maldita sea, Pierre, mi éxito depende de tus estúpidos contactos, que son tan inservibles como ese malnacido de Dufort… —visualizó Lorenzo en los labios del sargento.

Esas palabras alertaron al joven conde, quien moderó el consumo del brebaje para prestar atención. ¿Estaba hablando del hermano de Brigitte, del que era su superior, y se refería a él en tales términos?

—Parece que el teniente ha extremado las medidas de precaución, sargento —decía el otro hombre.

—Aun así acabaré con él —pronunció Langlais, con una mueca de profundo odio deformándole toda la cara y que hizo que Lorenzo pensase lo peor—. Voy a matarlo… —masculló, palpándose un hematoma en el pómulo.

Lorenzo fingió beber de su vaso por el simple hecho de disimular su estupefacción. El sargento Langlais pretendía matar a Edmond Dufort… Estuvo tentado de salir de allí en ese mismo instante para advertir al teniente, pero decidió que toda la información que pudiera obtener de aquella conversación que presenciaba desde lejos podría ser de mucha más ayuda que un aviso prematuro. Langlais era poco menos que un traidor, y su superior precisaría de cuantas más pruebas mejor para acusarlo.

Prestó atención a toda aquella conjura contra el oficial francés, sus motivos, la forma en la que pretendía hacerlo, a quién culparía y por qué… Ese hombre era un criminal sin escrúpulos y Lorenzo se creyó en la obligación de desenmascararlo, pese a que su condición le restaría credibilidad. Sin embargo, debía intentarlo. Aquel bastardo pretendía matar con total impunidad…

Fue testigo de toda esa conspiración, sin perder detalle alguno, y permaneció en su mesa hasta que los dos hombres se retiraron con sendas prostitutas hacia los cuartos indicados para ello. Lorenzo aguardó allí un poco más, para evitar levantar sospechas, pero seguía siendo noche cerrada cuando salió del burdel, dispuesto a recorrer el par de calles que distaban del lugar en el que lo esperaba su cochero.

¿Habría podido evitar lo que sucedió de no haber sido sordo? Nunca lo sabría, como tampoco supo quién era el individuo que lo seguía agazapado entre las sombras, el mismo que lo atacó por la espalda.

Lo derribó de un golpe seco en la cabeza y los fríos y sucios adoquines se impregnaron de la roja sangre de Lorenzo.