CAPÍTULO 21

 

Caía el atardecer cuando Chiara y Brigitte regresaron a casa. Caminaban en silencio mientras se alejaban del palacio Orsini, donde habían permanecido desde primera hora de la tarde, desde que una sirvienta les refiriera a la hora de la comida los rumores que corrían por el mercado: Lorenzo había sido encontrado de madrugada tirado en la calle, en una de las zonas más indeseables de Turín, con una herida en la cabeza.

Chiara ni siquiera terminó de comer, y su amiga se ofreció a acompañarla al verla tan nerviosa. La invadía la desazón por el infortunio del joven y por no comprender su proceder. Quizá la pequeña de los Monteverdi era inexperta en muchas cosas, pero no era tan inocente como para no darse cuenta de que Lorenzo había abandonado la fiesta para acabar la noche en un prostíbulo, y le apenaba sobremanera pensar en la razón que lo había motivado a actuar así: que no estaba interesado en ella, una muchacha ingenua y anodina. Sin embargo, y para su desgracia, sus sentimientos hacia él seguían allí, intactos pese a la ausencia de ellos en el conde, y necesitaba con urgencia saber cómo estaba.

Seguía desolada aun habiendo pasado ya varias horas desde que lo viera, en su lecho, con la cabeza vendada, una palidez extrema e inconsciente. El golpe recibido había sido muy fuerte y había perdido mucha sangre, por lo que el médico que lo había atendido no solo no podía aseverar cuándo se despertaría, sino que no sabía si lo haría algún día. Los padres del joven les agradecieron en más de una ocasión que hubieran ido a interesarse por él, y Chiara se tomó la libertad de permanecer junto a su cama, tomándole la mano, sin soltársela ni un instante. Sin embargo, ellos no se lo reprocharon, más bien al contrario, y una pregunta muda asomaba a los ojos cansados de la condesa Orsini.

—Es el único medio que tengo de hacerle saber que no está solo —le respondió la muchacha, a lo que ella asintió.

Brigitte la observaba de reojo conforme recorrían las calles de la ciudad. Había soportado estoicamente lo ocurrido, pero con ella no tenía necesidad de fingir.

—Chiara…

—No comprendo por qué abandonó la fiesta —murmuró, aceptando el ofrecimiento de Brigitte de ser su confidente y su apoyo—. Y no es que pretenda justificarlo, pero Lorenzo no es un hombre de… vicios —añadió un tanto apurada—. Soy consciente de que tendrá sus necesidades como cualquier otro, pero el que se marchara así…

—¿Creéis que su actitud es reflejo de su malestar por algo ocurrido en la velada? —aventuró la francesa, y Chiara asintió, aliviada, al coincidir en el mismo razonamiento.

—Anoche discutí con Lucrezia y ella lo despreció —le contó.

—El despecho lo explicaría. Pero Lorenzo…

—Puede leer los labios, incluso desde lejos —le aclaró, y Brigitte la miró con cautela.

—Lo vimos salir del salón —recordó la joven—. Tal vez presenció la escena.

—Sí, tal vez, aunque en ese caso debería haberse percatado de que yo lo defendí —lamentó.

—Para leer los labios, tiene que poder verlos —razonó Brigitte, y Chiara la miró con extrañeza—. Vos estabais de espaldas, amiga mía, y estoy segura de ello porque os buscaba entre los invitados y dimos con el rostro de vuestra hermana primero, tras lo cual me di cuenta de que estabais con ella.

La muchacha palideció, teniendo eso en cuenta el cariz de la situación daba un giro completo.

—No os aflijáis —le pidió, confidente—. Bastará con que le aclaréis lo ocurrido cuando despierte. Porque despertará —aseguró, respondiendo a la inquietud que se adivinaba en la mirada de Chiara.

—Dios os oiga… —murmuró justo cuando comenzaban a subir por la escalinata de entrada al palacio.

De pronto, un mayordomo les salió al paso y la gravedad de sus facciones las alarmó.

—Iba a buscaros, mademoiselle —le dijo a Brigitte—. Acaba de llegar el sargento Langlais y precisa veros con premura.

Ambas muchachas se miraron, preocupadas, pero no demoraron más y se dirigieron casi a la carrera al salón principal, donde el sirviente les indicó que las estaban esperando. De hecho, allí se encontraban el conde Monteverdi y Lucrezia, quien estaba hablando con Langlais. Brigitte sintió un escalofrío recorrerla por entero y una corazonada le decía que no se debía a la aprensión que suscitaba el oficial en ella, sino a las noticias que portaba.

Mademoiselle Dufort —la saludó en cuanto se percató de su llegada—. Perdonadme la brusquedad, pero ¿habéis visto hoy a vuestro hermano?

—No. ¿Por qué? —preguntó con inquietud.

—No damos con su paradero —le informó.

—¿Qué significa eso exactamente? —intervino Lucrezia, mientras Brigitte tomaba asiento en el diván, acompañada por Chiara. Empezaban a temblarle las piernas…

—Sé por mis hombres que el teniente abandonó el fuerte muy temprano, acompañado de un par de soldados —comenzó a narrar, en postura erguida y tensa—. Por desgracia, he venido a saber hace unas horas que ha tenido lugar un ataque por parte del Falcone y su banda en el bosque. Aún no comprendo qué ha sucedido, ni por qué una pequeña tropa de nuestros hombres cruzaba esos parajes, pero un campesino ha hallado sus cadáveres en el sendero, junto a los de algunos bandidos.

—¡Edmond! —exclamó Brigitte, poniéndose en pie y cogiendo al sargento de la casaca.

—No hemos encontrado su cuerpo, pero sí el de los dos hombres que lo acompañaban —recitó con un profundo pesar.

—¡Eso quiere decir que puede estar vivo! —exclamó ella, derramándose ya las lágrimas por su rostro—. Hay que buscarlo.

—Hemos… hemos dado con su bicornio —añadió, mortificado, y Brigitte negaba con la cabeza, una y otra vez—. Todo apunta a que algún bandolero, o el propio Falcone, ha acabado con su vida…

—No… no… ¡¡No!! —empezó a gritar la joven, completamente ida, e incluso golpeó al sargento en el pecho.

—Brigitte… —trató de calmarla Chiara, sujetándola por los hombros.

—¡No! ¡Dejadme! —luchaba ella—. ¡No puede ser! —bramó, enloquecida, y tal fue el ataque de nervios al que se vio sometida que acabó desplomándose en el suelo, sin sentido.

El propio Hervé la levantó en brazos y siguió las instrucciones del conde Monteverdi para que la llevara hasta la recámara que ocupaba la muchacha, mientras Chiara y Lucrezia los seguían de cerca.

—¡Que traigan las sales! —ordenó esta última tras acomodarla el oficial en su lecho, pues su hermana menor apenas podía reaccionar. Estaba atónita, pálida—. Nosotras nos encargamos de ella —le dijo al sargento, dándole a entender que ella no había perdido los nervios y controlaba la situación, cosa que él apreció con una leve sonrisa.

—Mis hombres seguirán con la búsqueda —les confirmó él—, pero temo que algún animal…

Chiara se tapó la boca, como si estuviera conteniendo las náuseas, y Hervé omitió su explicación.

—Me retiro —decidió entonces—. Os mantendré informados ante cualquier noticia.

—Gracias, sargento —asintió Lucrezia, tras lo cual Langlais se marchó.

La joven lo observó irse, preguntándose si su relación con el sargento la ponía en peligro. Ese hombre no se detenía ante nada… ¿El Falcone? Ella sabía bien que, por una vez, ese ataque no había sido perpetrado por el bandido, sino que había sido él, Hervé Langlais, quien había matado a Edmond. Y ella que pensaba que pretendía darle una lección… Estaba al tanto de su falta de escrúpulos, de su naturaleza perniciosa, pero un asesinato… No obstante, debía admitir que su ingenio era admirable, y ya tenía un culpable a quien atribuirle aquel crimen del que él saldría impune.

Se convenció de que le convenía permanecer al lado de un hombre así; sabía de la atracción que lo unía a ella y la joven trataría de sacarle el máximo provecho posible. Una ligera sonrisa maliciosa se esbozó en sus labios, aunque, de pronto, los sollozos de Brigitte rompieron su ensoñación. Las sales hicieron su efecto y la muchacha había vuelto en sí, pero la dura realidad la golpeó con fuerza.

—¡Edmond! —pronunció su nombre en un alarido que le rasgaba la garganta mientras ocultaba el rostro contra la almohada.

—Tenéis que sosegaros, Brigitte —le dijo Chiara, si bien era consciente de que le pedía un imposible. Le acariciaba el cabello, tratando de consolarla, pero la joven negaba con la cabeza.

—Dejadme sola —rogó.

—No deberíais…

—Por favor… —insistió, agarrando con los puños la sábana—. Dejadme…

Brigitte cerraba los ojos con fuerza, pero apreció que el colchón se movía y escuchó los pasos de las mujeres que se alejaban. Luego, se oyó el sonido de la puerta al cerrarse.

Los sollozos volvieron a asaltarla. Su hermano no podía estar muerto, y mucho menos a manos de Alain… ¡Era imposible! De ser cierto su corazón se resquebrajaría al perder en el mismo instante a los dos hombres de su vida. Porque si por algún devenir del destino Alain había matado a su hermano, también el conde habría muerto para ella.

Pero no, no podía ser… Él jamás lo haría. Ni aun enfrentándose a él cara a cara, Alain lo heriría de muerte. Aunque… ¿y si había tenido que defenderse?

Brigitte sentía que enloquecía al atravesarle la mente tantas ideas, tan distintas entre sí y a una velocidad de vértigo. Todo eran suposiciones, elucubraciones y un intento agonizante de alimentar la esperanza de que Edmond estuviera vivo. Si pudiera hablar con Alain, averiguar así si lo que les había comunicado Langlais era cierto… No obstante, ni era conveniente ni tenía energía para hacerlo.

Las lágrimas corrían sin cesar por sus mejillas y ni siquiera se tomaba la molestia de secarlas. Una especie de neblina le turbaba los sentidos y el pensamiento, llenos de su hermano y su posible muerte. Y de que Alain pudiera ser su asesino. Había tanto dolor en su corazón que sentía todo el cuerpo entumecido, y poco a poco se fue sumergiendo en una inquieta duermevela con pesadillas con olor a pólvora y color sangre.

De repente, un ruido la alarmó…

Se incorporó, sobresaltada, percatándose de que la alcoba estaba sumida en la penumbra; ya había oscurecido. Y de nuevo ese sonido proveniente del balcón.

—Alain… —susurró, levantándose de la cama. Aunque antes de dirigir sus pasos hacia él, el joven abrió las puertas del mirador y entró en la habitación.

Ella lo miró horrorizada, temiéndose lo peor, pues que él estuviera allí, vestido como el Falcone y con las ropas ensangrentadas… solo podía significar una cosa.

—No… Dime que no… —negaba, al tiempo que la desesperación empezaba a invadirla mientras él se acercaba.

—Shhh… Tranquila —murmuró, sujetándola por los hombros.

—Pero esa sangre… Edmond…

—Tu hermano vive —le dijo, y la joven soltó una exhalación trémula mientras se abrazaba a él—. Al menos así era hasta que dejé la guarida para venir a advertirte.

—Langlais asegura que tú le has disparado —le dijo, mirándolo, aunque negaba con la cabeza, dándole así a entender que no podía creerlo.

—Maldito bastardo —masculló, apretando los dientes, y también sus dedos alrededor de los brazos de la muchacha, quien se quejó del dolor—. Perdóname —replicó, molesto consigo mismo.

La soltó y se dirigió a la mesita de noche para encender el candelabro, tras lo cual le señaló la cama para que se sentara. Después, él se colocó a su lado.

—Alain, ¿qué ha sucedido? —le preguntó—. Te lo ruego, dime qué…

—Esta mañana, se han dado ciertos movimientos sospechosos en el fuerte, tanto por parte de tu hermano como por la de Langlais, y hemos sido informados de ello —empezó a explicarle—. Recordando lo que me confiaste en la guarida, hemos llegado a la conclusión de que tu hermano estaba en peligro.

—¿Hemos? —demandó, extrañada.

—Céline ha sido muy insistente —le aclaró—. Edmond y ella…

Una ligera sonrisa asomó en los labios de Brigitte, aunque la preocupación pronto la opacó.

—Hemos ido a su encuentro como el Falcone y la Albanella —prosiguió, tomándole ambas manos a la joven, y que no rechazara su contacto lo sosegó, por lo que pudo referirle toda la historia con la tranquilidad de que no lo creyera culpable.

—Dios mío, Alain… ¿Langlais? —gimió, cubriéndose la boca con una mano para ahogar un repentino sollozo provocado por todo lo que acababa de escuchar—. Ese hombre es un traidor, un asesino —sentenció ella, con lágrimas renovadas humedeciéndole el rostro. Alain se las enjugó con suavidad.

—Pagará por lo que ha hecho —aseveró—. Se lo prometí a mi hermana y del mismo modo te hago esa promesa a ti.

—¿Y Edmond…?

—Está a salvo —le aseguró—, y en buenas manos. Céline no tiene intención alguna de separarse de él.

—Sin embargo, ella no es Céline —le recordó—. Me refiero a que…

—El momento en que despierte será delicado —admitió Alain—. Se creerá en manos de su asesino, y confío en que mi hermana sea lo bastante persuasiva como para convencerlo de cuál es la verdad de lo sucedido. Ciertamente lo espero porque la guarida es el lugar más seguro para él. Si Langlais lo encuentra…

—No debes permitirlo —le rogó ella, cogiéndolo de la camisa, y él la acogió en su regazo.

—No lo haré —reafirmó—. Además, la Albanella tampoco va a consentir que le arrebaten a su hombre.

—Quisiera tanto verlo…

—Sabes que no es posible —lamentó él, y ella asintió—. Y tienes que fingir lo mejor que puedas —le advirtió—. No deben sospechar que está vivo, ni siquiera Chiara. Es por el bien de Edmond —añadió al ver su intención de defender la honorabilidad de la muchacha.

—Hablando de Chiara… Alguien atacó a Lorenzo anoche —le dijo, poniéndolo al corriente de lo sucedido.

—Trataré de hacerle una visita rápida mañana —suspiró, afligido—, pero ahora lo más importante es la seguridad de tu hermano. Tengo a todos mis compañeros vigilando para que nadie se acerque a la cabaña.

—Gracias, Alain —musitó, y él le sonrió. Se inclinó sobre ella y le dio un suave y cálido beso en los labios.

—Debo marcharme —dijo, quedando de manifiesto por su tono de voz cuánto le costaba alejarse—. Te mantendré informada.

—Cuídate mucho —le pidió, abrazándolo con fuerza, y el joven agradeció su gesto y su preocupación. Saber que alguien velaba por él le provocaba una sensación extraña, una emoción que le entibiaba el alma.

Buscó sus labios y la besó con intensidad, apretando su delicado cuerpo contra el suyo propio mientras devoraba su boca y se embriagaba con su aliento. Saberla suya la hacía extrañarla aún más que antes, pues deseaba disfrutarla sin cortapisas, sin interrupciones, gozándola plenamente. Lo haría pronto. No obstante, no era el momento, y deseaba volver cuanto antes al bosque para impedir que Langlais terminara con la vida del teniente.

—Volveré a verte en cuanto pueda —murmuró, depositando suaves besos sobre su boca.

—¿Quién, el Falcone o el conde Ranieri? —preguntó con una inocente coquetería que a él le hizo sonreír.

—Démosle un toque de misterio a nuestra próxima cita —le propuso, en tono juguetón, y ella asintió, conforme.

Se dieron un último beso frente al balcón antes de que el Falcone se perdiera en la oscuridad de la noche. Después, Brigitte volvió a su lecho con el corazón encogido por la incertidumbre. Aunque si había algo de cierto en todo aquello era que Hervé Langlais pagaría por lo que había hecho, de una forma u otra.

 

 

Langlais masculló un improperio al entrar en su despacho y empezó a deambular por la estancia, inquieto, mientras se desabrochaba un par de botones de la casaca. El cuerpo de Dufort no aparecía por ningún lado…

Él estaba seguro de haberlo matado, pues no solo le había disparado en la cabeza sino que lo remató, clavándole otra bala en el cuerpo. Y entonces, ¿dónde diablos estaba su cadáver?

La teoría de que algún animal del bosque, o varios, se lo hubieran llevado cobraba cada vez más peso, pero él necesitaba tener la certeza para saber a qué atenerse y no dejar cabos sueltos. Por eso mismo se había deshecho de todos esos campesinos ignorantes, para que no pudieran delatarlo ni someterlo a un chantaje.

Se asomó a la ventana. Ya era de noche y habían tenido que suspender la búsqueda en el bosque, pero aún no habían hallado rastro del teniente, ni siquiera alguna pista. El carro había desaparecido, aunque no era nada significativo, pues él mismo sospechaba que algún pueblerino se habría aprovechado del hallazgo pese a lo trágico del suceso para venderlo a cambio de algunas monedas. Él, en cambio, había conseguido mucho más que esa limosna, y estaba deseando que la situación se calmara para acudir al escondite donde habían ocultado la carga y disfrutar de ella.

Entonces, caminó hacia su escritorio, se sentó en la butaca y abrió uno de los cajones. Extrajo una pequeña caja y la abrió. La medalla que había enviado Napoleón y que ya no arribaría a su destino lanzó destellos de metal dorado. Aquello podía provocar otra revolución y él sonrió, regocijándose en la idea de ser quien lo suscitase aunque nadie lo supiera.

Volvió a guardar la moneda en el cajón y cerró con llave, de la que nadie más tenía una copia. Luego, se volvió a poner de pie.

¿Qué haría si el cuerpo no aparecía?, meditaba mientras deambulaba por la estancia.

De pronto, alguien golpeó de modo enérgico en la puerta, aunque no esperó su respuesta y entró. El sargento se giró para encararse con quien invadía así su intimidad, pero las palabras murieron en su boca al ver de quién se trataba.

«Maldición», pensó, aunque trató por todos los medios de disimularlo.

—Hola, Hervé.

El general Monroe acababa de irrumpir con paso firme en su despacho… y en sus planes.