CAPÍTULO 16
Se acercaba la hora…
Edmond se abrochó la casaca y atusó las mangas. Se miró en el espejo, asegurándose de la pulcritud de su uniforme y su cabello, recogido como siempre con una cinta de raso. Luego, se acercó a la cómoda y tomó la misiva de su hermana para leerla otra vez.
Querido hermano:
Ante todo, debes saber que estoy bien. De hecho, no he sido tratada como una prisionera en momento alguno. Incluso debido a mi inquietud a causa de la situación se me ofreció la posibilidad de marcharme, pero al escuchar los motivos del Falcone para proceder tal y como lo hizo, no dudé en escribirte esta nota para rogarte que les devuelvas el grano a los campesinos.
Te lo suplico, Edmond, llévalo todo en una carreta mañana, al viejo puente que cruza el arroyo, a las diez. Aunque no lo creas, estarás actuando con justicia, confía en mí, al igual que yo confío en que harás lo correcto. Y por eso, no atacarás a esta gente durante el intercambio ni actuarás en su contra hasta que te haya narrado todo lo que he venido a saber y que es de extrema gravedad. Cuídate de quien te rodea.
Tu hermana que te quiere.
Brigitte
«Cuídate de quien te rodea…».
Eso último fue lo que más llamó su atención de todo aquel sinsentido. No entendía nada…
No cabía duda de que era la letra de Brigitte, aunque los bandidos habían podido coaccionarla para que escribiera el contenido de esa nota. Sin embargo, algo en su interior, tal vez su instinto, le animaba a confiar, a otorgarles aquella concesión y averiguar el significado de las enigmáticas palabras de su hermana. Rogaba no estar equivocado y poder escuchar la explicación de su propia boca.
De pronto, alguien llamó a la puerta y se apresuró a doblar la misiva y esconderla en un cajón.
—¿Sí? —contestó mientras lo hacía.
—Estamos listos, teniente —escuchó decir al soldado Marchessi, Mauro creía recordar que era su nombre.
—Voy enseguida —respondió con voz firme.
Volvió a mirarse en el espejo, deteniéndose en la tensión de sus facciones, reflejo de su carácter inflexible. Esta vez lo pasaría por alto y esperaba no tener que arrepentirse.
Llegaron al lugar indicado a la hora estipulada. El sargento Langlais acompañaba a Dufort y al grupo de soldados que escoltaban la carreta, y apenas podía ocultar la expectación que sentía.
Miró hacia una pequeña elevación del terreno cercana al lugar en el que se habían detenido, donde sabía que Pierre estaba apostado con algunos de sus hombres de confianza, a la espera de sus indicaciones.
Frente a ellos fluía el caudaloso arroyo atravesado por el viejo puente, y al otro lado esperaba el Falcone, con el resto de la banda, la hermana del teniente y el cura del pueblo.
—Ahí están —murmuró Alain, y Brigitte se giró para mirarlo—. Debes irte —le dijo, en el tono más monótono que pudo. Le habría gustado despedirse de ella de otra manera, y por su mirada titilante supo que ella sentía lo mismo.
Apartó la vista de la joven, no sin esfuerzo, y la dirigió hacia el padre Antonio, quien comprendió. Había acudido como juez imparcial y para ocuparse en persona de llevar el grano directamente al pueblo, para que nadie de la banda quedara expuesto al hacerlo.
El sacerdote desmontó y ayudó a Brigitte a hacerlo también. Juntos, se encaminaron hacia el viejo puente, pero solo lo cruzó él, deteniéndose frente a Edmond.
—Gracias, teniente, sois un buen hombre —le dijo, tras lo cual se dirigió hacia la carreta cargada con todo el grano y se subió a ella para guiarla.
Solo cuando el cura comenzó a recorrer de nuevo el puente, Brigitte empezó a hacerlo en dirección contraria y se cruzaron en la mitad del trayecto. Edmond agarró con fuerza las riendas de su caballo, sin poder ocultar su ansiedad. Desde donde estaba, su hermana parecía tener buen aspecto, no se la veía magullada, aunque lucía ropaje de campesina.
Brigitte caminaba con lentitud hacia su hermano.
«No mires atrás, no mires atrás», se obligaba a repetirse en silencio, pues debía esforzarse y representar bien su papel, por la seguridad de Alain y sus compañeros.
Confiaba en que Edmond cumpliera con su parte del trato. Había muchos soldados acompañándolo. Entre ellos vio a Hervé y se le revolvió el estómago al recordar las atrocidades que Alain le había contado sobre él. Esperaba que su hermano la creyera. Conforme se acercaba, reparó en que todos iban armados. No estaban apuntando, pero eso no la tranquilizó. Entonces, su hermano desmontó del caballo y se adelantó para recibirla mientras ella terminaba de cruzar el puente.
—Brigitte. —La abrazó aliviado—. ¿Estás bien? ¿Te han herido?
—No —se apresuró a contestar—. Estoy bien.
Edmond miró a aquel bandido a los ojos. Él lo estaba mirando desafiante, altivo. Asintió con la cabeza como confirmación y el Falcone respondió del mismo modo, concordando entonces en la efectividad del acuerdo, pues el padre Antonio también había alcanzado la otra orilla.
—Dejemos que se vayan —les pidió Alain a sus hombres al ver que Brigitte y su hermano se dirigían a los caballos—. Llevaos el grano al pueblo, padre —le dijo.
Y fue entonces cuando sucedió…
—¡Ahora! —bramó Langlais indicándoles a sus hombres que había llegado el momento.
… El infierno.
Se produjo una violenta explosión que hizo estallar el puente en cientos de pedazos, que salieron despedidos con gran potencia arrojando trozos de madera flameantes por doquier. Alain tuvo que proteger su rostro con el brazo sano y sujetar con la otra mano las riendas de su caballo, del que estuvo a punto de caer debido a la agresividad de la onda expansiva.
Edmond y Brigitte se giraron sobresaltados y confundidos, y vieron en lo alto del promontorio a Pierre en pie y apuntando hacia donde se encontraban los hombres del Falcone.
—¡¡Langlais!! ¿Qué demonios haces? —lo increpó Dufort.
—¡Fuego! —gritó el sargento ignorándolo, y sus hombres obedecieron al instante, al tiempo que él también sacaba un par de pistolas.
—¡Es una emboscada! —voceó Alain viéndose atrapado entre las llamas y las balas de los hombres de Langlais—. ¡Responded! ¡A las armas! —les ordenó a sus compañeros.
Brigitte veía la escena aterrada. Aunque intentase fingir indiferencia ante el que se suponía que era un bandido despreciable, era su amor el que estaba en mitad de aquella vorágine en la que los disparos y el fuego trataban de dictar su destino, y de la peor manera.
—¡Detén esta locura! —le exigió el teniente a su subordinado, quien hizo oídos sordos. Entonces, se giró hacia su hermana con el propósito de sacarla de allí, temeroso de que fuera víctima de una bala perdida. Sin embargo, vio que aquel joven, Mauro, ya la conducía hasta un caballo con esa misma intención, y asintió en agradecimiento.
Brigitte se dejó arrastrar por él, pero no podía dejar de mirar a Alain. Hervé le apuntó una vez y a continuación otra vez más, aunque, para su tranquilidad y fortuna, erró ambos tiros.
«¡Escapa! ¡Huye!», quiso gritar, pero tuvo que morderse la lengua, aunque comprobó con alivio que su amado parecía haber leído su pensamiento.
—¡Vámonos de aquí, deprisa! —le escuchó decir a sus hombres sin dejar de responder al ataque de los franceses, pero se vio obligada a apartar la vista de él, pues Edmond golpeó el costado de su montura, haciéndola cabalgar y alejándola de allí.
—Me reuniré contigo enseguida —le aseguró, antes de acercarse a Hervé, quien parecía haber enloquecido.
—¡Fuego a discreción! —chillaba el sargento—. ¡Pierre, los caballos, rápido! —le ordenaba con tono iracundo.
¡Esos malnacidos estaban rodeados! ¿Por dónde pretendían escapar? ¡Era imposible!
—¡Maniobra de evasión! —gritó entonces Alain, confiando en que el conocimiento que tenían del bosque y el humo les sirviera de distracción.
—¿¿Quieres ser sometido a un consejo de guerra?? —inquirió Edmond, iracundo, dirigiéndose a Hervé, al ver que perdía por completo el control de la situación.
—¡Maldita sea, Dufort! ¿No ves que los tenemos? —lo increpó este en cambio, señalando hacia el claro.
No obstante, cuando Pierre y los demás alcanzaron el lugar, no había ni una señal de los hombres del Falcone. Solo había rastros de madera ardiendo y humo, pero ni uno solo de los bandidos.
—Demonios… —volvió a blasfemar, aunque sus ánimos exaltados se rebajaron cuando escuchó a Edmond amartillar su pistola y verlo apuntar directamente hacia su cabeza.
Hervé lo miró con cautela, tratando de no provocarlo, pues no había esperado esa reacción por su parte. Supuso que, llegado el momento, ese imbécil vería la genialidad de su plan y lo apoyaría. Y por el contrario…
—Da gracias a que he podido sacar a mi hermana de aquí —señaló en la lejanía, donde vio que Brigitte se había detenido, aguardando por él—, pero un solo rasguño y te habría vaciado el contenido de esta pistola en la sesera, maldito cretino.
—Creí que estabas aquí para atrapar a ese bastardo del Falcone —le reprochó, pese a que el cañón seguía dirigido a él.
—¿También crees que estos galones son una casualidad? —le espetó, furibundo—. ¿Crees que no merecen tu respeto y obediencia, tal y como te dicta tu deber? —le gritó.
—No —no tuvo más remedio que contestar—. Pensé que… Lo siento, teniente —dijo finalmente, irguiendo la postura.
Edmond bajó la pistola, pero apenas la había guardado cuando le asestó un fuerte puñetazo con el que lo tiró de espaldas.
—Es la última advertencia, Langlais —lo amenazó, apuntándolo con el dedo mientras el sargento se palpaba el pómulo, dolorido—. Nos vemos en el fuerte.
Aún estaba en el suelo cuando lo vio montar con agilidad en su caballo y partir a galope hacia donde estaba su hermana.
«Maldito Hervé», rezongaba el joven para sus adentros mientras se reunía con Brigitte.
—¿Cómo has podido? —fueron sus palabras al alcanzarla. Estaba llorando…
—¡No he sido yo! —se defendió con pasión—. ¿Cómo puedes ni siquiera imaginar que te pondría en semejante peligro? ¡Ha sido Langlais quien ha actuado por su cuenta! —añadió exaltado por lo que acababa de ocurrir y porque su hermana lo tuviera en tan mal concepto—. ¿Acaso no has escuchado que era él quien daba la orden?
—Langlais es un asesino —declaró ella en tono trémulo, afirmando para darle la razón—, y no me refiero únicamente a lo que ha pasado en el arroyo.
—¿De qué estás hablando? —inquirió, con una mueca de extrañeza.
—Hay algo que deberías saber, y que tal vez te haga comprender lo que está sucediendo —declaró al tiempo que se enjugaba las lágrimas. No podía quitarse de la cabeza la imagen de lo acontecido, y se repetía una y otra vez que Alain había conseguido escapar, que estaba a salvo.
—¿Es acerca de lo que escribiste en tu nota? —preguntó Edmond, y ella asintió—. Nárramelo mientras te llevo al fuerte. A partir de ahora permanecerás allí…
—¡No! —exclamó con demasiado ímpetu—. El fuerte no es lugar para mí, tú mismo lo dijiste, y tampoco quiero estar bajo el mismo techo que ese… que Hervé —se contuvo—. Deseo volver al palacio Monteverdi —insistió, y en verdad lo quería con todas sus fuerzas, pues confiaba en que Alain acudiera a visitarla en cuanto pudiera y la alejase de aquel desasosiego en el que se sumía al temer por él.
—Allí no puedo protegerte —discrepó el teniente.
—El Falcone no me hará daño —le rebatió ella—, pues su lucha no es contra ti, Edmond. Tenéis un enemigo común y no es otro que Hervé.
—¿Cómo?
Dufort, finalmente, accedió y consintió que su hermana volviera a Turín, y de camino a la ciudad, ella le refirió todo lo que Alain le había contado, aunque lo puso en boca de la Albanella, tal y como concretó con él.
—¿Y le das crédito a las palabras de esa mujer? —inquirió el teniente cuando ya arribaban al palacio Monteverdi, con una mueca de desprecio hacia aquella bandolera en los labios.
—¿Ya has olvidado lo que ha ocurrido en el bosque? —le reprochó ella—. ¿Eso no te hace al menos concederles el beneficio de la duda? Tú eres un hombre justo, Edmond, y me decepcionaría profundamente que no trataras de llegar al fondo de todo esto.
—No puedo interrogar a Hervé —objetó, molesto—. Lo negará todo y lo pondré sobre aviso. Y no creo que la gente del pueblo esté dispuesta a hablar conmigo después de haberles quitado las armas y el grano.
—Entonces busca a otra persona —lo instó ella con insistencia—, alguien imparcial y que sea testigo de todo lo que sucede en el pueblo —añadió, y a él no le costó entender a quién se refería.
—Está bien —aceptó, deteniéndose frente al palacio.
Llegar a la residencia Monteverdi produjo en el joven cierta inquietud desagradable. Sus dos últimos encuentros con Lucrezia en el fuerte habían sido, como poco, incómodos y habían llevado a equívocos. No podía quitarse de la cabeza la reacción de Céline y le mortificaba la opinión que pudiera forjarse de él. Maldición… ¿Acaso debía darle explicaciones a esa mujer? No. Y entonces, ¿por qué le atormentaba tanto que pensara que entre él y la condesa Monteverdi había algo?
Ella fue la primera que los recibió en cuanto el mayordomo los hizo pasar a uno de los salones y su reacción al verlos rozó la teatralidad.
—Oh, querida, ¡qué alivio veros sana y salva! —recitó con exageración abrazando a la muchacha, quien miró a su hermano con cara de circunstancia. Sin embargo, sí aceptó de buena gana el recibimiento de Chiara—. Teniente, sabía que conseguiríais rescatarla —dijo Lucrezia con voz melosa y sonrisa seductora, acercándose a él—. ¿Habéis acabado con ese bandido? —dijo tratando de congraciarse con el oficial, quien exhaló profundamente un tanto molesto.
—Aún no —fue su escueta respuesta.
—En cualquier caso, hay que celebrar el regreso de la preciosa Brigitte —anunció ella, entusiasmada—. Organizaremos una fiesta, mañana por la noche —decidió—, para que la ayude a olvidar este mal trago.
Edmond no lo consideraba oportuno, pero se giró hacia su hermana y la vio cuchichear con Chiara, ambas con expresión risueña.
—Debo retirarme —anunció de súbito—. Tengo asuntos importantes que atender. Os agradezco que sigáis permitiendo que mi hermana se aloje aquí.
—Es un placer, teniente —respondió Lucrezia, batiendo las pestañas—. Os espero mañana —agregó, en tono cálido.
Sin embargo, Edmond solo le dedicó una ligera sonrisa y se acercó a su hermana para despedirse.
—Estaré bien —le aseguró Brigitte—. Tú sí deberías cuidarte. ¿Vas a…?
El teniente respondió con un leve cabeceo, y aunque a ella la alivió saberlo, no podía evitar preocuparse.
—Te veo mañana —dijo él besando su frente. Después, se despidió de forma escueta de los demás y se marchó, poniendo rumbo hacia Rosta.
En un principio, no creyó ni una sola palabra de lo que le decía Brigitte. Era joven e impresionable, y esa bandolera sería, con certeza, resabida en ciertos temas y no le habría resultado difícil manejarla a su antojo. No obstante, pensado en frío, que fuera cierto explicaba muchas cosas.
Guio su caballo hacia el pueblo, hasta llegar a la iglesia. Se topó con más de un campesino en el trayecto, y si bien nadie lo increpó, tampoco le dirigieron la palabra, ni siquiera lo saludaron. Lo miraban con cierta aversión y a él le molestó que esa gente no comprendiera que estaba cumpliendo con su deber. Su misión era capturar al Falcone, y si ellos no colaboraban, de algún modo tendría que forzarlos. Tampoco creía haberse excedido en demasía…
Al cruzar la plaza, vio apartada la carreta en la que el padre Antonio había transportado el grano. Estaba vacía. Se detuvo en la puerta de la sacristía y, tras desmontar, llamó. No era horario de misa y lo prefería para conversar con tranquilidad con el sacerdote. Este, al abrir, no pudo ocultar su extrañeza al verlo.
—Falta una hora para la próxima eucaristía, teniente —le advirtió el párroco.
—Mejor, padre, así podremos tratar en profundidad cierto tema que me inquieta —respondió Edmond.
—Está bien —accedió, permitiéndole pasar. Entraron a un pequeño despacho con un escritorio—. Iré a por mi estola —dijo y le señaló una de las sillas para que tomara asiento.
—No vengo a confesarme, padre —le aclaró, tras sentarse.
—De acuerdo —asintió, sentándose en su lugar, frente a él—. Os escucho —lo instó a hablar, cruzando las manos encima de la mesa y prestándole toda su atención.
—Necesito que me confirméis cierta información que ha llegado a mis oídos —comenzó a decirle, y pasó así a narrarle todo lo que Brigitte le había referido.
—Pues me temo que lo que os ha contado vuestra hermana es cierto, hasta la última palabra —le anunció el cura en cuanto terminó su relato.
—¿Estáis seguro, padre? —quiso cerciorarse, tenso, y el sacerdote frunció el ceño—. Cuando llegué, vine a saber que Langlais había requisado el vino del posadero, pero no le di mayor importancia…
—Yo les di sagrada sepultura a esos tres desdichados —lamentó, y Edmond resopló, derrumbándose en su silla—. Y hay mucho más —añadió, para desasosiego del teniente—. Ha habido pillaje, saqueos… violaciones…
—Dios mío… —exclamó el joven, poniéndose en pie. Se pasó las manos por la cara, mortificado, y comenzó a deambular por la estancia—. ¿Serviría de algo si os dijera que no tenía conocimiento alguno de semejantes atrocidades?
—Solo si me asegurarais que les daréis fin, teniente —le exigió el cura—. Aún no olvido lo que ha ocurrido en el arroyo.
—¡No he sido yo! —se defendió con pasión. ¿Es que iba a tener que expiar frente al mundo entero unas faltas que no eran suyas?—. Mi hermana podría haber resultado herida y jamás habría…
—Entiendo entonces que ha sido iniciativa del sargento —aventuró, y Edmond asintió repetidas veces.
—Lo conozco desde que estábamos en la escuela militar y siempre fue muy dado a saltarse las normas, pero esto… —negó con la cabeza—. Ni siquiera respeta mi autoridad.
—¿Comprendéis ahora la existencia del Falcone y la Albanella? —le preguntó, apelando a su comprensión. Sin embargo, el teniente se tensó.
—Los delitos de Langlais no justifican los suyos —advirtió, inflexible—. Yo tampoco olvido los dos días que han mantenido prisionera a mi hermana.
—Por favor, teniente…
—No —aseveró, apoyando ambas manos en el escritorio y desafiándolo con la mirada—. Voy a encargarme de Langlais, padre, es un criminal y procuraré que sea juzgado y pague por ello —aseguró, categórico—. Pero ellos también deberán rendir cuentas ante la justicia. Mi misión aquí es clara y pienso llevarla a cabo —sentenció, mostrándole un puño apretado, aquella señal que para él entrañaba un juramento.
—Hijo, a veces la justicia de la que habláis tiene varias caras —recitó, como si estuviera en plena homilía.
—Pues yo solo conozco una —concluyó, rotundo—. Gracias por la información, padre Antonio.
El sacerdote suspiró, lamentando que el joven no entrara en razón para ver más allá, y lo acompañó a la salida. Dufort no puso rumbo hacia el fuerte San Bartolomeo. La situación con Langlais escapaba a su control, tenía que admitirlo, y antes de que fuera a peor, alguien de mayor rango debería tomar cartas en el asunto. Así que volvió sobre sus pasos para dirigirse a Turín. Debía enviarle un mensaje a Monroe, de inmediato.
En la guarida reinaba la confusión. Todo era un ir y venir de hombres, sin contar los que permanecían en las inmediaciones, vigilando que ningún soldado francés se acercara demasiado.
La estancia principal de la cabaña se transformó en un improvisado dispensario, en el que se habían colocado los dos jergones de las habitaciones y tres colchones de paja, donde reposaban los heridos menos graves. El más preocupante era Salvatore, que había recibido un balazo en una pierna. Luigi acababa de sacarle la bala y estaba tratando de cortar la hemorragia, pues había perdido mucha sangre. Entonces, tomó el cuchillo que Céline le pasaba, con la hoja al rojo vivo, y cauterizó la herida. El campesino gritó del dolor y a continuación se desmayó.
—Esto ya está —murmuró el zapatero—. Ha perdido mucha sangre, pero es fuerte. Se pondrá bien.
—En cuanto se despierte le daré un poco del caldo que hay preparado —asintió ella. Luego, al ver que el joven comenzaba a aplicar un ungüento en la herida, se alejó para echar un vistazo a los demás.
Muchos tenían heridas menos graves, provocadas por haber sido golpeados por trozos de madera ardientes que habían saltado por los aires con la explosión del puente, pero ya habían sido atendidos. Cortes, quemaduras, magulladuras… Por suerte estaban todos bien, dentro de lo que cabía, y debían dar gracias porque habían sido afortunados.
Y si era así, ¿por qué esa profunda desazón se le anudaba en la garganta? ¿Por qué se sentía tan desdichada? Atormentada a causa de aquella aflicción que amenazaba con aplastarla, salió de la casa, en busca de aire fresco. Caminó hasta uno de los innumerables árboles que los mantenían ocultos de ojos extraños y se apoyó en el tronco. Su vista se perdió en la espesura del bosque, pero pronto se le nubló al verse víctima de una congoja que fue incapaz de controlar. El silencio del bosque recibió su llanto, cuyos sollozos parecían surgir de su propia alma.
De repente, notó una mano en su hombro. Se sobresaltó y trató de recomponerse, pero sus mejillas estaban anegadas por las lágrimas, imposible de enjugar, pues brotaban sin cesar.
Se dijo que tampoco importaba; era lógico que relacionasen su tristeza con lo que le había sucedido a sus compañeros.
—Céline…
Excepto a ojos de su hermano. A Alain no iba a poder engañarlo. Se giró hacía él y ahogó sus gemidos contra su pecho mientras él le acariciaba con mimo el cabello, oscuro como la noche.
—Dufort no sabe quién es la Albanella —murmuró el joven, tratando de consolarla.
—Pero yo sí sé quién es él —negó con la cabeza— y de lo que es capaz. ¡Por Dios, Alain, su hermana estaba ahí! —exclamó con desesperación—. ¿Acaso no tiene corazón para arriesgar así su vida?
El conde suspiró, sin poder decir nada que justificara el proceder del teniente. No obstante, sabía bien que eso no era lo que más torturaba a Céline. No pudo evitar que la lástima que le inspiraba se reflejara en sus ojos ni que ella lo percibiera al mirarlo. Su rostro se crispó con renovado llanto y Alain volvió a apretarla contra él, impotente al no poder ahorrarle ese sufrimiento… Nadie más que ella podía hacerlo…
—¿Por qué no puedo? —la oyó susurrar, haciéndose eco de sus pensamientos—. ¿Por qué no soy capaz de arrancar de mi interior esto que siento por él?
—El amor no entiende de enemigos o luchas —replicó con voz queda.
—Pero mi mente sí —alegó ella, mortificada.
—Pero no se ama con el pensamiento, pequeña, sino con el corazón y el alma —sentenció Alain, y ella gimió, refugiándose de nuevo en su abrazo.
Céline se supo perdida, desahuciada, poco podía hacer para librarse de aquel tormento. Porque todo su ser estaba lleno de él.
Chiara se miró al espejo y observó con resignación su aspecto; sabía que nunca sería tan resplandeciente como su hermana. Las miradas de los demás jamás se detenían en ella, ni le dedicaban halagos o palabras de admiración, pues no contaba con la belleza exuberante de Lucrezia. Sin embargo, la joven era consciente de ello, estaba acostumbrada y lo aceptaba.
Se encogió de hombros y salió de su alcoba, dispuesta a abandonar el palacio. Sintió cierta culpabilidad por haberse alegrado cuando Brigitte rehusó su propuesta de acompañarla al palacio Orsini para invitar a Lorenzo a la fiesta que ya se estaba preparando en su honor. Su amiga se excusó diciéndole que quería descansar… y ella prefería ir a solas para pasar un rato con él.
Desde que Brigitte le facilitara aquellos libros, los utilizaba como excusa para ir a visitarlo y ver sus progresos. Ella, por su parte, también trataba de reproducir con sus manos aquellas ilustraciones que representaban ese extraño lenguaje y que la hacían sentirse más unida a Lorenzo.
Lo conocía desde hacía años, desde que había sido presentada en sociedad, y desde aquel momento en sus sueños e ilusiones solo estaba él. En ocasiones notaba que la miraba fijamente, como si quisiera decirle algo y no se atreviera. Sabía que le avergonzaba su condición, que por eso apenas se relacionaba con otros aristócratas, pero a ella no le importaba. Le gustaba cómo fruncía el ceño cuando estaba escribiendo algo de relevancia en su libreta, su letra inclinada y elegante y el escalofrío que la recorría cuando sus dedos se tocaban por azar al pasarle el cuaderno. No se imaginaba siendo de otro hombre… Sin embargo, quizá sus fantasías no eran más que eso, y Lorenzo solo sentía sincero afecto fraternal hacia ella y agradecimiento por su compañía y su empatía para con él.
El mayordomo de siempre la condujo a un pequeño salón que el conde solía utilizar para leer. Allí estaba sentado, con un grueso libro abierto sobre la mesa, y muy concentrado al tratar de imitar con las manos sus ilustraciones. El criado, como de costumbre, le tocó el hombro, anunciando su presencia, y en cuanto se percató de que la tenía enfrente, en los labios del joven se dibujó una sonrisa que iluminó su mirada… e incluso la habitación entera. Chiara sentía que le temblaban las piernas. Era una ilusa, pero no podía dejar de soñar.
Lorenzo alzó una mano, a modo de saludo, y le pidió con un gesto que se sentara a su lado. Una vez lo hizo, la muchacha tomó la libreta y escribió con rapidez.
Os traigo buenas nuevas.
El conde asintió, instándola a narrarle las noticias que portaba, aunque se señaló la boca con el índice. Chiara sabía bien lo que significaba ese gesto: Lorenzo prefería que se lo contara a viva voz para poder leerle los labios.
Se los mojó de forma instintiva a causa de los nervios. La turbaba sentir su mirada en ellos, pendiente de sus movimientos, mientras ella se perdía en los suyos, preguntándose cómo sabría un beso de su boca.
Aun así, obedeció y le contó de forma lenta y vocalizando que Brigitte había vuelto al palacio sana y salva. Además, aprovechó para invitarlo a la fiesta que estaba organizando su hermana y lo vio hacer un mohín, disconforme. Entonces, cogió su cuaderno para responder a la mueca de extrañeza que vio en el rostro femenino.
Sería la segunda en muy poco tiempo, leyó ella.
—Pero la última vez os divertisteis, ¿no? —le preguntó, y aunque él asintió, la negativa seguía manifestándose en su expresión.
Vuestra compañía fue lo mejor de toda la velada, escribió, y Chiara sonrió, pese a que notaba las mejillas ardiendo. Quizá me resultaría más fácil aceptar si supiera que voy a poder disfrutar de ella de nuevo.
La condesa tuvo que leer el texto varias veces para convencerse de que lo hacía correctamente. Lo miró y él parecía expectante ante su posible respuesta. En cambio, no era capaz de pronunciar palabra alguna, por lo que tomó el cuaderno.
Si es lo que deseáis…
Él asintió con un único cabeceo, firme y serio, y ella creyó que su cuerpo se desvanecería, etéreo, pues se sentía volar. Lorenzo nunca le había hecho insinuación alguna y mucho menos había declarado nada de tal índole.
Y tras hablar de la diversión, pasemos al deber, lo vio escribir, y ella sintió una mezcla de alivio y desilusión que la confundió. Este lenguaje me parece muy interesante, aunque me cuesta recordar todos los signos.
—A mí me sucede igual —respondió más tranquila tras haber cambiado de tema.
Aunque hay palabras que creo representar a la perfección, se vanaglorió él con fingida sonrisa petulante que a ella también le hizo sonreír. ¿Queréis comprobar si seríais capaz de reconocerlas?, la desafió, y la condesa no pudo menos que aceptar.
Entonces Lorenzo comenzó a gesticular con la mano derecha, reproduciendo cuatro letras, y Chiara contuvo el aliento.
AMOR.
Y estaba segura de ello porque ella había hecho esos mismos gestos infinidad de veces, en la soledad de su alcoba.
No sabía qué decir, ni siquiera qué pensar, pues que sus ilusiones volaran alto resultaba demasiado sencillo, al igual que era fácil que se estrellaran si estaba equivocada.
Sin embargo, Lorenzo tomó una de sus manos, sin separar la vista de sus ojos, y tiró de ella despacio, sin brusquedad ni exigencia, otorgándole toda la libertad para librarse de su agarre. Pero Chiara no pensaba hacerlo, solo deseaba que él siguiera inclinándose sobre ella, sin detenerse hasta que alcanzara su boca.
Sus labios se encontraron en un beso tierno, suave y trémulo. Había tanto miedo al rechazo por parte de ambos… y mientras tanto, su caricia seguía viva, rozándose, reconociéndose, acelerando sus corazones y agitando su respiración.
Lorenzo acunó las mejillas femeninas entre sus manos, para acercarla más a él, y Chiara clavó los dedos en su chaleco de seda, correspondiéndolo y deseando que ese beso no terminara nunca.
No obstante, un carraspeo la alertó y se separó de él. Tras la inquietud inicial, pronto el conde comprendió que se debía a que acababa de entrar un mayordomo, interrumpiéndolos.
—La cena está lista, señor conde —vocalizó con lentitud, para que el joven captara el movimiento de sus labios.
No pudo evitar resoplar, contrariado, aunque asintió.
—Debo irme —dijo Chiara, visiblemente avergonzada.
Los ojos del conde gritaban en silencio una pregunta que él jamás podría pronunciar, que obtuvo como respuesta una sonrisa ilusionada y su sonrojo. Y pese a que la muchacha se marchó con premura, él sonrió a su vez. Jamás había ansiado tanto asistir a una de esas tediosas fiestas como en ese instante.