CAPÍTULO 23
Un golpe en los barrotes que zumbó metálico en sus oídos.
El sonido de una llave que abría la cerradura de aquella fría y oscura celda.
El murmuro de las cadenas al arrastrar los pies.
Aquel largo y lúgubre corredor, y al fondo una luz cegadora que deslumbró a Céline por unos instantes…
Después, la claridad, el silencio en todo el fuerte San Bartolomeo, y en mitad del patio, una guillotina que se alzaba majestuosa y solitaria. El reflejo de su brillante cuchilla la golpeó en los ojos, obligándola a desviar la vista, que recayó directamente sobre su verdugo.
Uniforme pulcro, cabello peinado con esmero y sable en mano, conminatorio, al igual que esa mirada gris verdosa que se clavaba en ella, acusándola, juzgándola, sentenciándola…
El teniente Edmond Dufort…
Céline se despertó sobresaltada, incorporándose en el lecho mientras intentaba respirar. Se llevó una mano a la garganta de modo instintivo al recordar aquel filo que en sueños a punto había estado de rebanarle el cuello por orden de Edmond.
Con la otra mano se cubrió la boca, ahogando un sollozo. Ojalá las lágrimas que ya resbalaban por su rostro arrastrasen con ellas ese miedo que parecía no querer abandonarla nunca. No temía a la muerte, tenía grabado en su memoria el asesinato de su tío, pero a fin de cuentas esta llegaría tarde o temprano; era ley de vida. Sin embargo, lo que le atemorizaba era sufrir el resto de su existencia la ausencia de Edmond, su odio hacia ella, destinada al desamor y la desdicha. Ese dolor punzante que se le clavaba en el corazón, y que la dejaba sin aliento con solo pensarlo, provocaba que la idea de la guillotina llegara a ser incluso atractiva.
—No… —gimió, saliendo de la cama en un arrebato.
Se dirigió a la cómoda y, de camino, atisbó por la ventana que apenas despuntaba el alba. Se arrodilló frente al mueble, abrió el último cajón y empezó a sacar toda la ropa que estaba allí guardada. Entonces, con mano trémula, sacó del fondo un hatillo: la vestimenta de la Albanella. La máscara asomaba, negra, como un mal presagio.
Un suspiro tembloroso vibró en su pecho mientras tocaba aquel tejido en el que había buscado refugio durante un tiempo, tiempo en el que creyó que la justicia podría encontrar la forma de triunfar, como un pequeño brote que resurge de entre la tierra, venciéndola, en busca de la luz del sol. Jamás imaginó que esa misma máscara la fuera a poner en semejante situación, en la tesitura de tener que elegir. Y la elección estaba hecha…
No obstante, le resultaba tan duro… Guardó toda la ropa a la carrera, incluso con rabia, incluidas aquellas prendas que le habían concedido la posibilidad de luchar y que ahora tenía que abandonar. Porque deseaba vivir, disfrutar de la oportunidad que le ofrecía el destino, sentir, saborear la dicha… de la mano de Edmond. Y la Albanella debía quedar atrás para siempre. Así que cerró el cajón diciéndole adiós a esa máscara tras la cual jamás volvería a escudarse.
Conforme se erguía, tomó una bocanada de aire profunda que llenó su interior de frescura y esperanza, de ilusión. Edmond dormía a escasos pasos de ella, en la habitación contigua, y el corazón le dio un vuelco al pensar en él, en toda la felicidad que podría descubrir a su lado y en la que ella deseaba darle.
Se esbozó una sonrisa pícara en sus labios. Por lo pronto, iba a complacer sus deseos y ser ella quien lo despertase. Con pasos rápidos, mientras le hormigueaban las manos a causa de la anticipación, fue hasta su lecho y cogió la bata; no quería perder tiempo en adecentarse y, además, creía recordar que al joven no le había desagradado su aspecto la noche anterior, más bien lo contrario.
Se asomó al corredor y, como era de esperarse, no se escuchaba ni un alma, así que salió de puntillas, cerró con cuidado y de igual forma entró en la alcoba que ocupaba el oficial. Apoyó la espalda en la puerta y lo observó; dormía plácidamente. Se acercó y se sentó en el lecho muy despacio, con el propósito de no alarmarlo y, de paso, disfrutar un poco más de su imagen. Estaba boca arriba, obligado por su herida, pero tenía la cabeza ladeada. Era tan apuesto… Su pelo largo y dorado caía travieso sobre sus armoniosas y masculinas facciones, en ocasiones duras, pero que ocultaban una calidez que Céline empezaba a conocer y que cada día le fascinaba más y más. Bajo ese aspecto severo, casi frío, se escondía un hombre atento y apasionado que a ella la hacía vibrar con solo mirarla. La conquistaba con el simple sonido de su voz. Apenas podía entenderlo, y tampoco le importaba, pero estaba rendida ante ese hombre que la hacía sentir como si fuera la única mujer en el mundo. Qué extraño y poderoso era el amor…
Se inclinó sobre él y posó sus labios en los suyos, de forma suave, tenue, como un ligero aleteo de mariposa. No obstante, él abrió los ojos sobresaltado, aunque solo por un segundo, pues pronto vino a darse cuenta de que era ella. Se unió a su beso y le tomó las mejillas, respondiendo al apremio de tocarla y acercarla más, obligarla a no abandonar su boca, como si su tacto y su efluvio fueran vitales para él. Lo eran…
De súbito, empezó a empujarla lentamente y la tumbó a su lado, pasándole un brazo por la nuca y acomodándose sobre el costado sano. Céline quiso objetar, pero le tapó la boca con la punta de los dedos, al tiempo que la traspasaba con la mirada con una petición muda.
—Solo deseo besarte —murmuró él cuando percibió su reticencia—. Está bien, deseo mucho más que besarte —aceptó con una sonrisa al ver su mohín de incredulidad—, pero temo que mi cuerpo no responda a mis… apetencias —alegó en tono travieso, y ella lanzó una risita—. ¿Eso significa que no me crees o que te halaga? —bromeó el joven.
—Reconozco que no estoy acostumbrada a despertar tales pasiones en un hombre —susurró, con una sonrisa nerviosa que reflejaba su apuro—, y menos en alguien como tú.
—¿Cómo yo? No sé cómo tomarme tal afirmación… —aventuró en tono hilarante—. Bueno, admito que mi actitud es fría, distante, inflexible…
—Sí, pero no me refería a eso —replicó más seria, acariciando la barba incipiente en su rostro. Él la observaba, extrañado—. Carrera prometedora, gallardo, cortés, atractivo… Podrías tener a la mujer que quisieras, Edmond.
—Tal vez… —suspiró, apretando la mano femenina contra su mejilla—, pero yo solo te quiero a ti.
—Mon cœur… —susurró ella las palabras que siempre le decía él, y Edmond no pudo ocultar la emoción que le produjo escucharla. Poseyó su boca y la besó con todo su ser.
—Quiero serlo, Céline, quiero ser tu corazón —dijo entre sobrecogido y mortificado.
—Lo eres —aseveró la joven en tono tembloroso mientras él la traspasaba con la mirada hasta lo más hondo, como si quisiera leer en su interior—. Puedo jurártelo si lo deseas porque tengo la certeza de que así es.
—¿Por qué…? —demandó, y no por satisfacer su vanidad masculina sino su propia necesidad.
—Cuando… Cuando te creí muerto, mi corazón murió contigo…
Una repentina lágrima resbaló por la mejilla de Céline y Edmond la capturó con los dedos. La esparció entre ellos y miró a la joven mientras el significado de aquella lágrima y el de sus palabras le golpeaba en el centro del pecho con fuerza. Ser consciente de lo importante que era esa mujer para él lo aturdió profundamente, pues él habría sentido lo mismo si hubiera sido al contrario.
—Estoy vivo, Céline —susurró con la voz ronca por la emoción—, y te amo con toda el alma. Te amo…
Se cernió sobre ella y buscó su boca con desesperación, sin apenas poder controlar su anhelo. Aun así, el beso fue lento, tierno… Era indescriptible la sensación de compartir mucho más que piel, aliento, esencia… La forma en que sus labios se acariciaban era tan cálida… Se reconocían, cada surco, cada curva, su sabor, la tersura… sin prisas, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, como si no pudieran hacerlo nunca más.
De pronto, el canto de un gallo sonó en la lejanía, rompiendo su beso. Edmond deslizó el pulgar por los labios de Céline y sintió la humedad que aún los hacía brillar.
—Mañana seré yo quien vaya a darte los buenos días —sentenció con voz grave y penetrante, y la joven dejó escapar el aire que retenía al comprender el trasfondo de su aseveración. No pudo hacer otra cosa que asentir… y desear que el siguiente amanecer llegara cuanto antes.
La ausencia de noticias la estaba matando… Brigitte comprendía la situación: si se descubriera que su hermano seguía vivo correría un riesgo mortal, pero le podía la incertidumbre. Además, suponía que Monroe sabía algo sobre el asunto o, al menos, lo sospechaba.
En cualquier caso, ella seguía recluida en su alcoba. Esa mañana no había acudido a desayunar al comedor y solo salió a la hora de comer, con la única intención de averiguar los planes de las Monteverdi. Tal y como esperaba, Lucrezia iría de visita al palacio de alguna de sus amistades y Chiara, como ya era su costumbre, a ver a Lorenzo. Iba a diario con la esperanza de que el joven despertase de su inconsciencia. Brigitte declinó su oferta de acompañarla y volvió a recluirse en su habitación, a la espera…
Sus ruegos fueron escuchados a media tarde, cuando un mayordomo llamó a su puerta, avisándola de que tenía visita. Antes de salir adoptó su papel y se presentó en el salón apática y con semblante lastimero. Tuvo que esforzarse mucho para que no se percibiera su entusiasmo al comprobar que Osvaldo Monteverdi conversaba con Alain.
—Conde Ranieri —lo saludó con tono melancólico.
—Buenas tardes, mademoiselle —respondió el joven, besando con cierta solemnidad la mano que ella le ofrecía—. Lamento escuchar que aún no hay noticias —dijo apuntando hacia el conde.
—Por desgracia, así es —murmuró él con aflicción—. Os agradezco el interés.
—En realidad, vengo a pediros un favor —dijo cauto dirigiéndose a Brigitte—. Era el deseo de mi hermana venir a veros, acompañaros en este trance, pero una repentina indisposición se lo impide. Por eso, en su nombre, os rogaría que seáis vos quien venga a la finca.
—Pero…
—Vamos, muchacha, acepta —trató de animarla Osvaldo mirándola apenado—. Te hará bien salir de estas cuatro paredes.
—De acuerdo —respondió. Suspiró, fingiendo que le costaba gran trabajo acceder, cuando en realidad lo estaba deseando.
Alain se inclinó, despidiéndose del conde, y la pareja abandonó el palacio en silencio hasta llegar al carruaje que aguardaba por ellos.
—Conduce con calma, queremos disfrutar del paseo —le dijo Alain al cochero mientras ayudaba a subir a la joven.
—¿Sabías que estaba sola? —le preguntó Brigitte una vez emprendieron la marcha. Alain se había sentado junto a ella, pero mantenía las distancias, pues podían verlos desde el exterior.
—He ido a visitar a Lorenzo y, al poco tiempo, ha llegado Chiara —le confirmó, recorriéndola con la mirada—, y Lucrezia no es de las que se queda en casa bordando.
—Así que lo tenías todo planeado —replicó, sin poder reprimir una sonrisa.
Alain se limitó a asentir y, de pronto, corrió la cortinilla de la ventana que estaba a su lado. A continuación hizo lo mismo con la situada detrás de ellos, y después se inclinó por encima de la joven y oscureció la suya. Entonces, conforme volvía a acomodarse en su asiento, alcanzó sus labios y la besó con pasión.
—Me has hecho tanta falta —murmuró con voz grave, áspera. Pasó uno de sus brazos por su espalda y la apretó contra él.
—Y tú a mí —respondió ella cuando la boca masculina se deslizó hasta su cuello.
Brigitte dejó escapar un suave jadeo cuando Alain mordisqueó de modo sutil la zona sensible bajo la oreja, mientras los dedos de su otra mano se deslizaban por el borde de su escote. Con las yemas rozó de modo furtivo la piel de sus senos que no quedaba oculta bajo el vestido.
—Alain…
—Shhh…
El conde volvió a su boca, arrebatándole un beso corto e intenso, y también el aliento. La miraba con tanta intensidad y ardor… El busto de Brigitte subía y bajaba en un reflejo de su respiración alterada, de su expectación.
—Voy a hacerte el amor —murmuró él contra sus labios.
—Pero… ¿aquí…?
—Sé que tú lo deseas tanto como yo —añadió, al tiempo que sus dedos se aventuraban por debajo del tejido, recorriendo más piel. Capturó con su boca el gemido de Brigitte al alcanzar el pezón y tentarlo con suavidad. No obstante, de pronto, la miró insinuante, seductor, sin dejar de acariciarla—. Dímelo… Dime que me deseas.
—Sí… te deseo…
Su voz apenas era audible… Se sentía arder por esa caricia que despertaba su pasión de modo incontrolable y que él leía en su mirada. En la boca masculina se esbozó una sonrisa de medio lado, pícara. Su toque cesó, aunque ella no tuvo ocasión de protestar, pues Alain comenzó a tirar del hombro del vestido, bajándoselo hasta dejar uno de sus pechos al descubierto. El sonrosado brote se alzaba tenso y se endureció aún más cuando él lo pellizcó con delicadeza. El ligero placer coloreó las mejillas de la muchacha, pero Alain, lejos de estar satisfecho, capturó el pequeño guijarro con su boca. Brigitte hundió los dedos en su negro cabello mientras se curvaba hacia él, y que la joven buscase lo que pudiera ofrecerle lo enardeció de tal modo…
Su mano descendió hacía el bajo del vestido y esquivó el tejido para alcanzar su ropa interior. Sin que su boca la abandonara, con el brazo que aún rodeaba su cintura la alzó ligeramente, lo suficiente para poder deshacerse de la prenda.
De pronto, Alain asaltó su boca con una necesidad casi primitiva, la misma que le impedía estar tan cerca de la piel tersa de su femineidad sin disfrutar de su tacto. Recorrió de nuevo con lentitud el camino hacia el interior de su muslo y no se detuvo hasta sentir la dulce humedad en sus yemas.
—Oh… Alain…
Su cadera se alzó yendo a su encuentro y el conde gozó al comprobar que ella lo deseaba del mismo modo. Hundió los dedos en su carne e hizo que escaparan lánguidos gemidos de entre los labios femeninos, que él capturó con los suyos, sintiendo que ese simple sonido era capaz de llevarlo al límite.
No podía controlarse y al diablo si debía hacerlo. De pronto, la soltó y se acomodó frente a ella de rodillas en el espacio que quedaba entre ambos asientos. La mirada de la joven chisporroteó en una mezcla de pudor y ardor al observar que con las dos manos deslizaba el tejido hacia arriba, hasta llegar a los muslos. Luego, se los separó, despacio.
Alain sonrió lobuno, casi se relamía al contemplarla así, expuesta ante él. El arrebol de sus mejillas se intensificó, al igual que el deseo que veía en sus ojos, en sus labios rojos y en su respiración agitada.
—Ábrelas un poco más…
…En la forma en la que le obedecía, con entrega y sin reservas.
—Y sujeta el vestido en tu cintura…
Brigitte tuvo que separarse del asiento para subirlo más y cumplir así con su suave exigencia, y el frío del tejido contra sus nalgas contrastó con el fuego que notaba en su centro solo ante la idea de que…
—Oh…
La cabeza de la joven cayó hacia atrás cuando los dedos de Alain alcanzaron su intimidad y comenzaron a deslizarse entre los tersos pliegues, con tortuosa lentitud, una y otra vez. La boca de Brigitte permanecía entreabierta, jadeante y deseosa ante aquellas caricias que le hacían anhelar más, y sus párpados se cerraban, abandonada al delicioso placer.
—Mírame… —le pidió él entonces, y ella vio su sonrisa ardiente y sensual, complacido al observar sus reacciones—. Quiero comprobar cuánto disfrutas.
Una oleada de excitación le agitó el vientre al escucharlo, y él rio por lo bajo. Aquella mirada felina le advertía lo que iba a suceder y ella lo ansiaba tanto que su cadera se alzó como si tuviera voluntad propia.
Alain no la hizo esperar más. Bajó el rostro y con la boca buscó su intimidad, y el cuerpo de Brigitte se sacudió al notar la lengua masculina sobre su piel inflamada y sensible por la pasión que provocaba en ella. Sus caricias eran suaves, osadas, la prendían por dentro, la hacían gemir al ansiar mucho más… y Alain no dudaba en dárselo.
Su sabor dulce y almizclado lo embriagó con el primer toque de su lengua y lo invadió un desbordante frenesí que lo alentaba a saborearla, a devorarla, alimentado por sus jadeos y el temblor de su cuerpo. Buscó su centro palpitante con la boca, tenso y deseoso de sus atenciones, y él lo torturó con maestría. Los gemidos de Brigitte se hicieron más audibles y Alain continuó alimentándose de su placer, de aquel elixir que obnubilaba sus sentidos y lo arrastraba hacia el borde del abismo. Sería ella quien caería primero.
Intensificó las caricias, tornándose más ardientes, lascivas, tan placenteras que la cadera femenina se agitaba de modo errático, y no se detuvo al apreciar contra su lengua la tensión previa al culmen.
—¡Alain…!
El joven degustó su estallido con gula, sintiendo su centro palpitar a causa de las ondas del éxtasis que él seguía avivando. Gruñó cuando notó los dedos femeninos en su pelo, en su cabeza, reflejo de sus ansias, del deseo de que el placer no acabara. Sin embargo, poco a poco se fue mitigando y Brigitte sentía que languidecía en el asiento.
No obstante, con sonrisa malévola, Alain se incorporó y se sentó frente a ella. La cogió de la cintura y, sin previo aviso, tiró de ella y la sentó a horcajadas sobre sus muslos, enfrentando sus cuerpos y sus rostros. La muchacha lanzó un gritito, sobresaltada al estar aún perdida en la nebulosa de su éxtasis, pero no tardó en sonreír.
—Sois un truhán, conde Ranieri —murmuró, seductora, acariciando su oscuro cabello.
—Quien avisa no es traidor —respondió, deslizando las manos por sus muslos—. Te advertí que me gusta satisfacer a mi mujer.
—Siendo así, la mujer de un truhán también gusta de complacer a su hombre —musitó ella en tono sensual, y Alain rio ahogando un gemido cuando su sólida excitación se sacudió al escucharla.
—Temo que sean las brumas del placer las que hablen por ti, signorina —bromeó el joven, aunque sus manos alcanzaron sus nalgas y la apretó contra sí. Gruñó al sentir el calor de su suave intimidad sobre su erección aun a través de las calzas, que tanto empezaban a estorbarle.
—La única que habla por mí es mi propia voluntad, monsieur —alegó ella, sugerente—. ¿Te molesta que exprese mis deseos?
—Solo si no tienes intención de cumplirlos —respondió él con voz penetrante.
—Siendo así, aún espero que me hagas el amor…
Alain sintió que le faltaba el aire… Atrapó su boca en un beso ávido mientras con una de sus manos empujaba sus nalgas para alzarla y con la otra se peleaba con sus propias ropas para liberar su miembro. Se guio hasta entrar en ella, invadiéndola despacio, sin poder soportar ni un segundo más aquella agonía en la que se estaba convirtiendo su mutua necesidad.
Ambos gimieron al unirse sus cuerpos. Alain se deslizó por su interior sintiendo cómo Brigitte lo envolvía plenamente con calor de terciopelo. La joven comenzó a moverse sobre él y Alain la sostuvo de la cintura para facilitarle la tarea y conseguir así ahondar más en ella. Cuanto más profundo llegaba, más la necesitaba y más se acrecentaba el deseo, convirtiéndose casi en un nudo de fuego doloroso que palpitaba en sus vientres.
Hubiera deseado que no acabara nunca, hundirse en ella más y más hasta rozar los límites de la locura por aquel éxtasis contenido, pero los movimientos de Brigitte se amplificaban con el traqueteo de la carroza. Notó cómo comenzaba a estrecharse a su alrededor al tiempo que aceleraba el vaivén de sus caderas, y desde la base de su sexo empezaba a enredarse su clímax. Cuando el orgasmo la atrapó, el cuerpo femenino se curvó hacia el suyo, y él se dejó ir con ella. Sus centros convulsionaron en un estallido de mutuo placer que los dejó sin aliento ni fuerzas, teniendo que apoyarse el uno en el otro, aún palpitante su unión.
Alain besó con lentitud los labios de Brigitte, hinchados por la pasión, y acarició sus mejillas arreboladas, sintiendo aún el calor de su cuerpo rodeándolo.
—Creo que nunca te había dicho lo deliciosa que eres —le susurró él en tono ronco.
—¿Lo soy? —sonrió ella coqueta, y él rio complacido.
—Es una pena que el viaje no sea más largo para tener tiempo suficiente para convencerte de ello —lamentó—, aunque…
—¿Qué? —preguntó con la expectación tiñendo su voz.
Alain se inclinó y le mordisqueó con suavidad el lóbulo de la oreja, haciendo que ella se estremeciera. El joven gruñó al notar cómo se sacudía a su alrededor.
—Esta noche, no cierres el balcón…
—Está cicatrizando muy bien —comentó Céline mientras cubría la herida que Edmond tenía en el costado. Sin embargo, él no respondió—. Alain la traerá consigo.
Fue entonces cuando el joven reaccionó. Alcanzó los dedos femeninos y los apretó ligeramente a modo de disculpa. La joven le sonrió y lo ayudó a incorporarse para que apoyara la espalda en el cabecero de la cama.
—Sé que la excusa de tu indisposición es una buena idea para sacarla del palacio —admitió—, pero no podrá hacerlo si alguna de las Monteverdi está con ella.
—Tranquilo, mi hermano se las ingeniará —respondió, y algo debió apreciar él en su tono, pues la estudió con extrañeza.
—¿Hay algo que debería saber? —le interrogó, y la propia Céline se delató al no poder reprimir la risa.
—No me corresponde a mí decírtelo —contestó finalmente ante su mirada indagatoria—. Aunque aprovecho la ocasión para expresarte mi deseo de que les des tu bendición —apuntó, traviesa.
—¿Has perdido el juicio? —se fingió airado—. No me arriesgaré a que tu hermano nos niegue la suya —bromeó, haciendo que ella le diera una palmada en el brazo por haberla asustado.
Céline estaba sentada en la cama, cerca de él, así que a Edmond le bastó con alargar la mano para cogerla de la nuca y tirar de ella. Alcanzó sus labios en un beso suave y lento. Sin embargo, el sonido de voces en el corredor los obligó a separarse.
—Ya están aquí —murmuró la muchacha con entusiasmo, poniéndose de pie.
Acudió a la puerta, pero fue Alain quien la abrió primero, instando a Brigitte a que entrara. La joven saludó a la condesa, aunque su mirada se posó en su hermano. No pudo reprimir el impulso de correr hacia él y abrazarlo, con tanta efusividad que el joven gimió, dolorido.
—Lo siento, yo…
Brigitte hizo ademán de apartarse, pero el teniente la apretó contra su cuerpo, estrechándola con fuerza.
—Cuánto me alegra tenerte aquí —murmuró el joven, y su hermana suspiró, separándose de él.
—Cuando me dijeron que…
—Siento mucho que hayas tardado tanto en saber la verdad —se disculpó Edmond, pero ella negó con la cabeza.
—No te preocupes, lo importante es que estás bien —lo excusó, aunque en realidad lo que quería excusar era su propia farsa, pues lo supo mucho antes de lo que él creía. Pero no podía enterarse de que Alain…
—Ha estado muy cerca —lo escuchó mascullar, tensando las mandíbulas—. Ese bastardo de Langlais.
—Lo sé, el conde Ranieri me ha puesto al tanto —dijo mirando hacia la puerta, y fue entonces cuando ambos hermanos se percataron de que los habían dejado a solas.
—¿Hay algo entre tú y el conde que yo deba saber? —la interrogó de pronto Edmond, y ella se sonrojó profundamente, dándole así la respuesta que esperaba. El teniente no pudo evitar reírse.
—¿Cómo… te has enterado? —preguntó, avergonzada.
—Me lo ha insinuado Céline —respondió con mirada traviesa, lo que tranquilizó a la joven.
—¿Hay algo entre tú y la condesa que yo deba saber? —dijo Brigitte repitiendo sus mismas palabras.
—Touché —le contestó, sin poder reprimir una sonrisa—. Imagino que Alain no ha hablado conmigo por el mismo motivo por el que yo no lo he hecho con él —comentó, poniéndose serio de repente.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —replicó cabizbajo, casi abatido—. Será difícil conseguir que Hervé se delate.
—Tío Phillipe te puede ayudar —le aconsejó, aunque su hermano frunció los labios, dudoso—. ¿Y el Falcone y su gente?
—¿Qué quieres decir? —inquirió tenso, alzando la mirada.
—Si son inocentes…
—No lo son —replicó él molesto—. ¿Olvidas que te tuvieron prisionera dos días?
Edmond hizo una mueca al atravesarlo un latigazo de dolor y se llevó una mano a la herida del costado.
—No te inquietes —le pidió Brigitte.
—Es cierto que me salvaron la vida, pero no pienso olvidar sus delitos, y así se lo hice saber a esa mujer —advirtió con dureza.
—¿A la Albanella? —le preguntó, pensando en lo que esas palabras habrían significado para Céline. Edmond afirmó con un cabeceo seco.
—Eligieron el camino incorrecto, pero fue su decisión al fin y al cabo —recitó con firmeza—, y deben pagar las consecuencias de sus actos.
Brigitte se limitó a asentir mientras rogaba que Edmond no descubriera nunca la verdad. Cierto era que Alain le había explicado que, dada su condición de nobles, cabía la posibilidad de que pagasen una dispensa que los libraría de prisión. Sin embargo, la joven conocía muy bien a su hermano y esa indulgencia no incluiría que él cambiara su nefasta opinión sobre el Falcone y la Albanella… Sobre la mujer de la que acababa de admitir que se había enamorado…
El silencio de la noche envolvía la finca Ranieri y Edmond lo sentía como una pesada losa en la soledad de su alcoba, apenas iluminada por la luz de un candelabro. Salió de la cama y, con la mano en el costado, recorrió despacio los escasos pasos que distaban de la ventana. Su vista se perdió en la oscuridad.
Finalmente, Brigitte lo había acompañado en la cena y, después, el propio Alain se ofreció a llevarla al palacio Monteverdi. Las miradas de los dos hombres se cruzaron, conscientes ambos de que tenían una conversación pendiente, aunque no era el momento… Edmond gruñó con aquel pensamiento. Ese canalla de Hervé no había conseguido matarlo, pero sí mantenía su vida en suspenso, detenida hasta que pudiera desenmascararlo y, tras superar aquel episodio, continuar su camino.
En alguna ocasión desde que lo hiriera lo había invadido el repentino deseo de mostrarse y gritar a los cuatro vientos que estaba vivo, olvidarse de todo lo ocurrido y llevarse consigo a Céline, pero conocía bien su propia naturaleza y estaba seguro de que no podría avanzar ni ser feliz con ella si antes no conseguía atrapar a ese malnacido y hacerle pagar por todos sus crímenes. No obstante, no podía evitar preguntarse si Céline lo esperaría.
Se dio la vuelta y apoyó la espalda desnuda en el vidrio. Tembló a causa del frío que lo recorrió. Solo vestía un calzón que le llegaba a las rodillas y se ajustaba a sus piernas, incluso iba descalzo. Sus ojos se fijaron en el muro que tenía enfrente, el que separaba su alcoba de la de la joven. Volvió a recorrerlo otro escalofrío, aunque, en esta ocasión, no era a causa de la temperatura, sino del miedo. Sí, Edmond Dufort tenía miedo… Temía que esa pared que ahora lo separaba de Céline se convirtiera en un abismo.
Un impulso se adueñó de él y no tuvo fuerzas ni deseos de combatirlo. Con cuidado de no hacer ningún gesto brusco que agravara su herida, se encaminó hacia la puerta y salió de su recámara, entrando en silencio en la de la condesa.
La muchacha dormía y ya desde la entrada, y pese a la tenue iluminación que le otorgaba a la estancia el reflejo de la luna, su pelo oscuro contrastaba con la blancura de la ropa de cama. Aunque no quería despertarla, no tenía intención de regresar a su alcoba.
Se sentó, y con movimientos lentos y estudiados se tumbó junto a ella, sobre su costado sano. Su rostro quedó enfrentado al de la joven. Tenía una mano atrapada entre la mejilla y la almohada y esa postura le otorgaba un aire cándido que distaba mucho de la mujer resuelta y apasionada que en realidad era.
Sonrió al pensar en lo tensos que resultaron sus primeros encuentros, en el choque de sus talantes, en cómo lo provocaba ella cada vez que se veían, sin dudar ni un instante en demostrarle lo desagradable que le resultaba y sin olvidar la forma en la que él respondía a sus ataques, sin poder reprimirse. Por Dios Santo… Habían llegado incluso a insultarse mutuamente. Y de pronto, en uno de aquellos encontronazos, estalló una chispa que ninguno de los dos pudo controlar. Aquel primer beso fue toda una epifanía… una revelación; tenía el amor frente a él, en esa mujer, y supo que no iba a poder escapar de ella por mucho que lo intentara. No, no quería hacerlo, deseaba mantenerla a su lado para siempre.
Deslizó la yema de los dedos por una de las ondas de su cabello, que caía sobre su mejilla. Aquel leve toque la despertó, alarmándola, e incluso se incorporó ligeramente, mirándolo con sorpresa.
—¿Qué haces aquí? Ni siquiera deberías haberte levantado —lo regañó.
—¿Me reprochas mi imprudencia y no que me haya escabullido hasta tu cama? —preguntó en tono pícaro, instándola a acomodarse de nuevo en la almohada, junto a él—. Admite que no quieres que me vaya…
—Claro que no —respondió, dejando asomar una sonrisa a sus labios—. Pero tu herida es grave y no debes…
—Te necesito cerca —la cortó, y a ella le alarmó la seriedad con la que lo dijo.
—Edmond…
Alzó una mano y le acarició la mejilla, apartando algunos mechones de su pelo claro. Él le besó la palma y la apretó contra su rostro. Céline, en cambio, buscó sus labios con los suyos y el teniente se estremeció. La cogió por la nuca mientras se perdía en su boca, en la suavidad de ese beso, en la entrega de su piel, aferrándose a ella.
—¿Qué te sucede? ¿Estás preocupado? —murmuró la muchacha cuando se separaron, comprensiva.
—Sí —reconoció—, aunque no por lo que tú crees —añadió, haciendo que lo mirara con extrañeza—. Yo… tengo que pedirte algo.
—Lo que quieras…
—No, escúchame antes de aceptar —le rogó, cubriéndole la boca con los dedos.
—Está bien —respondió cuando la liberó, sin saber qué pensar acerca de la actitud del joven.
—¿Sabes? Dicen que el amor ennoblece. No sé si es cierto, pero me encantaría suplicarte que no dejes de amarme y, sin embargo, no puedo, no osaría aspirar a tanto —alegó con sonrisa triste. Céline iba a replicar, pero por su mirada fue consciente de que él no se lo permitiría—. Solo hay algo que sí me atrevo a pedirte.
—Dime… —lo animó ella a que siguiera.
—Espérame —pronunció en tono mortificado. La condesa lo miró asombrada—. Esta situación me supera, escapa a mi control —lamentó—. Ni siquiera sé cuál es el siguiente paso que debo dar para que se descubra todo lo que ha hecho Hervé a espaldas del ejército, al igual que su intento de matarme. Corro peligro en caso de que sea él quien me descubra a mí —chasqueó la lengua, contrariado—. Incluso os he puesto en riesgo a ti y a tu hermano al venir a refugiarme aquí.
—¿A dónde deberías haber acudido si no? —inquirió ella con pasión—. Este es tu lugar, aquí estarás a salvo hasta que te repongas. Y yo no tengo intención alguna de alejarme de tu lado, Edmond, hagas lo que hagas, pase lo que pase.
—Aunque…
—No existen aunques —replicó con obstinación—. ¿Recuerdas que te creí muerto? —le recordó, y él cabeceó, cerrando los ojos un segundo, lamentándolo—. Pues todo mi mundo se desvaneció bajo mis pies. Me sentí perdida, ya nada tenía sentido para mí si tú no estabas.
El teniente la cogió de la nuca y la apretó contra su pecho.
—No me importa lo que suceda mañana ni pasado —continuó ella en un susurro—. Solo sé que te quiero.
—Yo nunca dejaré de hacerlo —respondió él, apartándola para mirarla a los ojos—. Jamás había sentido esto por ninguna mujer y estoy seguro de que no lo sentiré por nadie que no seas tú.
Céline le respondió buscando sus labios para besarlo con toda la emoción que le provocaba escucharlo. Notó un nudo en la garganta que amenazaba lágrimas, pero las contuvo.
—Yo también necesito pedirte algo —murmuró al temer que le fallase la voz—. Y del mismo modo, deberías escucharme primero antes de afirmar.
El oficial asintió con la cabeza, aceptando.
—Te ruego que no olvides las palabras que acabas de pronunciar —le dijo, con el corazón palpitándole con fuerza en las sienes—. Si algo sucediera, no me apartes de ti. Recuerda el amor que dices que me profesas y la mujer que soy, ahora, en este lecho, entre tus brazos.
—Mon cœur…
Edmond la abrazó y besó su cabello.
—No habrá nada que me separe de ti —le aseguró, y Céline tembló contra su pecho. No obstante, él buscó sus ojos—. Ni siquiera la muerte lo ha conseguido.
Sus labios volvieron a unirse en un beso lento y cálido con el que reafirmar sus promesas, como votos eternos…
—Mañana hablaré con Alain —murmuró él entonces, y ella asintió.
—No te vayas —le pidió de pronto al ver que se movía, y Edmond no pudo evitar sonreír con satisfacción.
—No me voy a ninguna parte. En realidad iba a pedirte que te dieras la vuelta. Quiero sentirte cerca, pegada a mí —añadió en tono travieso.
Céline lanzó una risita y le dio un sentido beso antes de complacerlo. Edmond le rodeó la cintura con un brazo y tiró de ella, haciendo que la espalda de la joven se apoyara en su torso.
Suspiró. Si aquello no era la felicidad, se le parecía mucho.
En esa ocasión, Hervé fue solo al burdel. Esa misma tarde le habían hecho llegar un mensaje por mediación de Pierre, pero consideró que era preferible acudir a la cita sin la compañía de su hombre de confianza; que el general Monroe estuviera en el fuerte lo obligaba a ser más cauto.
La meretriz que lo acompañó lo acomodó en la mesa de costumbre y él la despachó con una moneda para que le trajera algo de beber. Después, si las noticias que esperaba recibir eran buenas, solicitaría sus servicios para celebrarlo.
Se estaba tomando un segundo vaso de vino cuando un pueblerino se acercó a él. Así que, esta vez, el conde Felix Le Peletier declinaba los placeres que podía hallar en aquel lupanar. Hervé fijó su atención en aquel hombre que, por su aspecto, dudaba que supiera leer, por lo que tampoco sabría lo que significaba lo que estaba garabateado en el sobre que le entregó sin mediar palabra alguna.
El sargento asintió y sacó unas cuantas monedas con las que lo retribuyó, y apenas pudo reprimir una risotada cuando aquel infeliz mordisqueó una de ellas para averiguar si eran auténticas. Entonces, le hizo una señal para que aguardara y sacudió la mano hacia una de las prostitutas que se paseaba por entre las mesas, contoneándose y mostrando sus atributos. La mujer, con una sonrisa que anunciaba lo complaciente que era, se aproximó. Langlais le dio un par de monedas y dirigió la vista hacia el analfabeto, quien miraba extasiado a la fulana, pues nunca había estado tan cerca de una hembra tan hermosa. De modo que no pronunció queja alguna cuando se lo llevó consigo.
Hervé observó la escena con divertimento solo un instante, porque pronto se centró en ese sobre cuyo contenido podía salvarle la vida. Entonces, con cierta torpeza a causa del repentino nerviosismo, extrajo varios pliegos de su interior. Uno era una misiva de Le Peletier que después leería, pues lo que le interesaba eran los documentos que la acompañaban.
El sargento estuvo a punto de comenzar a dar saltos en mitad del prostíbulo y a duras penas se contuvo, pero volvió a meter la carta en el sobre y se la guardó en el bolsillo interior de la casaca marrón. Luego, llamó con un gesto de su mano a la meretriz que le había servido el vino. Había llegado el momento de celebrar.