CAPÍTULO 28
Aquella irrupción provocó que todos miraran en esa dirección y comprobaron que era Chiara quien había entrado, acompañada del conde Lorenzo Orsini.
—¿Qué haces tú aquí? —le espetó Lucrezia, más molesta que sorprendida por la llegada de la joven.
A la muchacha le afectó la reacción de su hermana, y sobre todo que contemplara a Lorenzo con semejante desprecio; ni siquiera era capaz de alegrarse de su recuperación. Sin embargo, el conde, quien con la cabeza vendada se apoyaba en ella a causa de la debilidad producida por el reposo, le dio un suave apretón en la mano que le infundió fuerza.
Juntos se acercaron y Alain observó a su amigo, dichoso de verlo repuesto después de tantos días, mas temeroso de su juicio por haberle ocultado durante demasiado tiempo la verdad. Por eso contuvo los deseos de saludarlo con un abrazo cuando este se detuvo frente a él. Para su sorpresa, fue Lorenzo quien lo hizo, y le llenó de sosiego sentir su afecto, pese a que no tardó en separarse para garabatear algo con rapidez en su libreta.
Así que el Falcone… En menudo lío te has metido.
—Disculpad, caballero, no sé cómo habéis conseguido acceder a la sala, pero estamos en mitad de un juicio —le recriminó Monroe, contrariado por la intrusión y por el hecho de que el joven parecía ignorarlo. Fue Chiara la que tocó el brazo del conde llamando su atención y ambos se aproximaron a la mesa.
—Con vuestro permiso, general, el conde Orsini no puede oíros debido a su sordera —le explicó la muchacha con cautela—. Por eso utiliza este cuaderno para comunicarse —dijo señalando el objeto, y el conde se lo pasó a Monroe para que lo comprobara—. Sin embargo, es capaz de leer vuestros labios si le habláis de frente.
El oficial frunció el ceño leyendo sus últimas palabras, dirigidas a Alain, y las señaló con el dedo.
—¿Cuál es el motivo de vuestra presencia, conde? —preguntó con cierta reticencia—. ¿Podéis aportar algún dato que ayude a esclarecer el caso que nos ocupa?
Lorenzo asintió, alcanzó el cuaderno y empezó a pasar las páginas hasta llegar a cierto texto que le mostró al general.
—De camino aquí ha escrito su declaración —añadió Chiara, al tiempo que Monroe lo inspeccionaba.
—Según esto, la noche previa al asalto del convoy que escoltaba el teniente Dufort acudisteis a un burdel donde presenciasteis una conversación entre el sargento Langlais y otro hombre —reprodujo lo que había escrito, a lo que Lorenzo asintió—. Y en esa conversación planeaban atacar al teniente —hizo una pausa—, y matarlo.
Pese a que el conde afirmó categórico, Hervé no tardó en discrepar, y eran tales sus aspavientos que hasta Lorenzo se percató de ello y lo miró.
—¿Cómo dar crédito a la palabra de un débil mental? —gritó haciéndose el ofendido, a pesar de que era él quien insultaba al joven.
Orsini, por desgracia, estaba acostumbrado a ese tipo de calificativos, así que se limitó a recuperar su cuaderno y escribir con rapidez.
Soy sordo, pero estoy en pleno uso de mis facultades, por lo que puedo asegurar que vi al sargento con un hombre al que he reconocido a la perfección y que aguarda fuera de esta sala. Del mismo modo, sería capaz de señalar a las dos meretrices que escogieron después como compañía. Y la que me atendió a mí podrá testimoniar que, pese a su insistencia, me limité a tomar un único vaso de vino, hecho que le extrañó. Fui consciente de la relevancia del asunto del que estaba siendo testigo y no quise que los efectos del alcohol nublaran mi entendimiento.
—¿Y por qué no habíais informado hasta ahora? —le preguntó el general.
Edmond miró a Céline; que Phillipe profundizara en el interrogatorio era buena señal.
—Permitidme contestar en su nombre —intervino Chiara con prudencia, y el oficial accedió—. Cuando el conde salía de… de ese lugar —dijo apurada—, fue atacado. Recibió un fuerte golpe en la cabeza y perdió la consciencia hasta hace un par de horas que despertó —explicó.
Entonces Lorenzo le tocó el brazo y realizó varios gestos con sus manos que ella comprendió.
—El doctor que lo atiende aguarda fuera por si precisáis de alguna aclaración —añadió.
Monroe se tomó unos segundos, estudiando en silencio el cuaderno y el rostro del joven. Luego sacudió la mano hacia uno de los soldados.
—Haz pasar a Pierre —le ordenó.
Edmond contuvo una exclamación de gozo. Langlais, por el contrario, imprecó por lo bajo. Por su parte, el cabo trató de ignorar la mirada conminatoria de Langlais con la que se topó al entrar y se colocó frente a Monroe aguardando.
—Conde Orsini…
Chiara tocó la mano del conde y señaló al general para que lo mirara.
—Conde Orsini, ¿es este el hombre que visteis con el sargento Langlais en el burdel? —le preguntó.
Lorenzo asintió con un único y firme cabeceo.
—Cabo Savard, espero que seas consciente de la gravedad de la situación —le advirtió—, porque no solo la condesa Monteverdi asegura que escuchó una conversación entre tú y Langlais confabulando contra el teniente, sino que el conde Orsini te sitúa en un prostíbulo con el sargento ideando el modo de asesinar a Dufort y aprovechar la existencia del Falcone para inculparlo a él y su gente.
Langlais gruñó por lo bajo y Pierre lo miró; que este le ordenaba silencio era más que evidente.
—Hay indicios más que suficientes para implicaros a ambos y bastaría una mínima investigación para llegar hasta vuestra culpabilidad —le previno Monroe—. Tu colaboración no te salvará de prisión, aunque, tal vez, sí de la guillotina —lo acicateó.
—Yo lo ayudé, pero fue todo idea suya —no dudó en confesar.
—¡Cállate! —bramó el sargento.
—¡Silencio, Langlais! —lo increpó el general, tras lo cual hizo una seña a Pierre para que prosiguiera.
—Por medio de nuestros contactos averiguamos cuándo pasaría el convoy por la zona y nos disfrazamos de bandoleros para inculpar al Falcone. Su intención era asesinar a Dufort —apostilló.
—¿Por qué? —inquirió el teniente exaltado.
—Resentimiento, envidia, ambición… —enumeró con calma—, sin olvidar todas las ocasiones en las que se sintió humillado al recordarle cuál era su posición.
—Traidor… ¡Malnacido! —le gritó Langlais a Pierre. Un soldado tuvo que sujetarlo—. Después de conocernos tantos años…
—Sí, y por eso sé que habrías hecho lo mismo en mi lugar, sargento —le replicó con desdén y luego se giró hacia Monroe, a la espera.
Y esa misma expectación la compartían los demás, pues la confesión de ese hombre era decisiva. Por ese motivo nadie se percató de lo que estaba a punto de suceder, de cómo Langlais le robó la pistola al soldado que estaba a su lado y que no pudo reaccionar a tiempo. Amartilló el arma y disparó a Pierre por la espalda.
El grito de las mujeres se fundió con el eco del estruendo y, mientras los guardias y Edmond reducían al sargento, Alain y Lorenzo atendieron al cabo, quien había caído fulminado. El propio Monroe se acercó, pero Alain negó con la cabeza anunciándole su muerte.
El general se irguió y miró a Hervé, a quien Edmond sujetaba desde atrás, con un brazo alrededor de su cuello. Los ojos del sargento irradiaban odio; no había en ellos arrepentimiento alguno, más bien al contrario, rabia hacia sí mismo por no haber hecho las cosas de distinta forma para alcanzar sus objetivos.
Phillipe se sintió asqueado y una mueca de repugnancia se dibujó en su rostro. Se acercó a él, le arrancó de la guerrera del uniforme todos los galones, insignias y condecoraciones propios de su rango y sus logros y los tiró al suelo.
—La guillotina aguarda —recitó en tono grave—. No la hagamos esperar.
La respuesta de Langlais fue un gruñido visceral en forma de maldición con la que alcanzar a todos. No obstante, el general no se inmutó. Hizo un gesto a los dos guardias y estos lo esposaron al instante, pese a su herida, y se hicieron cargo de él.
—Conducidlo hasta el patio —les ordenó—. Que pasen Mauro y el conde Monteverdi. En cuanto finalice aquí procederemos a la ejecución. Y que alguien se lleve el cuerpo.
Langlais bufó enfurecido como un animal enjaulado cuando fue arrastrado por los soldados, y arrojó a su paso miradas de odio. Brigitte ocultó su rostro en el pecho de Alain, asustada, mientras él le acariciaba el cabello reconfortándola y sin perder de vista a ese hombre que había estado a un paso de conseguir sus propósitos a costa de su vida.
Cuando este desapareció el conde fijó los ojos en Lucrezia, cuya soberbia y altivez se habían desvanecido. Inquieta, se colocó una mano en el cuello, que lucía amoratado por el ataque del sargento la noche anterior, y lo incierto de su futuro se evidenciaba en el desasosiego de su expresión.
Edmond, por su parte, sostenía a Céline contra él rodeándole los hombros con un brazo, y Lorenzo había tomado la mano de Chiara para no soltarla en ningún momento.
Todos aguardaban el veredicto de Monroe, que había vuelto a ocupar su sitio. Levantó la vista cuando entraron Osvaldo y Mauro, acompañado este de una compungida Giuliana. A continuación los soldados que los escoltaban se llevaron el cadáver de Pierre.
El conde Monteverdi dedicó un instante a mirar con aprecio a su hija pequeña, aprobando no solo la compañía de Orsini sino su proceder. Si bien, se colocó al lado de Lucrezia, censurándola con la mirada. Carraspeó aclarándose la voz y se dirigió a Phillipe.
—Quisiera decir unas palabras antes de que nos deis a conocer vuestra decisión, general —habló con una humildad que no dejó de sorprender a sus hijas. El oficial asintió, por lo que prosiguió—. Sé que Lucrezia ha obrado mal y que debe ser castigada en consecuencia, pero os rogaría que no olvidarais que mi familia siempre se ha mostrado partidaria de la causa francesa —le recordó, acogiéndose a cualquier cosa que pudiera salvarle la vida—. La ambición de mi hija estaba motivada por sus propios anhelos, no por formar parte de una conjura en vuestra contra.
—Soy consciente de ello, conde —apuntó Monroe un tanto airado—. No son sus manos las que están manchadas de sangre, aunque no negaréis que esa ambición de la que habláis puede ser un arma letal —la acusó con dureza—. De hecho, no puedo olvidar que uno de mis hombres, alguien a quien considero como un hijo, ha estado a punto de morir por su culpa —dijo señalando a Edmond, quien le agradeció con una sonrisa sus palabras—, por lo que actuaré en consecuencia.
—Sí, general —afirmó Osvaldo mirando de reojo a su hija, que bajó la cabeza temerosa.
—Es por ello que pretendo enviarla a un lugar en el que su veleidad no pueda tener alcance —prosiguió el oficial en tono severo—. Es mi deseo que ingrese en Sant’Angelo di Panzo, un convento de clausura. Además vos os haréis cargo, mediante las aportaciones pertinentes, de costear su estancia allí —hizo una pausa, cargando de determinación sus palabras—, que será de por vida.
Lucrezia exhaló un gemido al recibir aquel castigo que sería una completa tortura para ella y que la privaba de todos los placeres de la vida: la opulencia, las fiestas, los vestidos fastuosos, sentir el cuerpo de un hombre entre sus piernas… su libertad…
—No digas ni una palabra… —siseó su padre, furioso.
La joven obedeció, pero su mirada expresaba lo que sentía. Odió a todos los presentes en aquella sala, el hecho de que ellos consiguieran lo que deseaban, de un modo u otro, e incluso aquel pueblerino cuya mujer lo agarraba del brazo, superada por el temor de perderlo. Seguro que lo exculparían y todos serían dichosos excepto ella, malditos fueran…
—Mauro Marchessi —pronunció el general con lentitud, estudiando al muchacho—. Debo reconocer que tu intervención anoche fue primordial. Sin embargo, tu presencia en el fuerte podría haber acarreado graves consecuencias, suscitadas por tus ansias de venganza hacia Langlais a causa de la muerte de tu padre.
—Habría muerto como un héroe, no como el criminal que es —admitió sin altivez, mas consciente de sus actos.
—Y tampoco olvidemos que aprovechaste tu posición para facilitar información a Alain Ranieri y que pudiera perpetrar así sus… robos —agregó irónico.
—Por eso yo responderé por él —intervino este.
—Señor conde… —negó el joven con la cabeza.
—Tranquilo, Mauro —insistió—. General Monroe, asumo toda la responsabilidad. Yo le insté a infiltrarse en el fuerte y seguir de cerca los pasos del sargento para evitar que volviera a asesinar a gente inocente. Él jamás empuñó un arma contra los franceses, al igual que los campesinos que formaron parte de la banda —los defendió—, y creo que queda de manifiesto que nosotros nunca hemos matado a nadie.
—El Falcone y la Albanella nos han mantenido en jaque durante meses —le recordó el general con dureza.
—En nuestra defensa solo puedo decir que no luchábamos contra Francia, sino contra las injusticias de Langlais —alegó con humildad, la misma que se reflejaba en los ojos de su hermana y de Mauro.
—Sí, supongo que Hervé mostró una imagen distorsionada de los ideales franceses, por lo que la gente de la región se sintió desprotegida —lamentó Phillipe—. Aunque confío en que eso cambie de modo radical desde este instante, pues sí hay quien vele por el bienestar y la prosperidad de estas tierras sin necesidad de que cierto par de bandoleros vuelva a cabalgar —añadió en cierto tono reprobatorio—. ¿Tengo vuestra palabra?
Alain miró a Céline antes de contestar en nombre de los dos.
—La tenéis —aseveró con firmeza.
—Siendo así me gustaría recalcar que las provisiones del fuerte se han visto mermadas en este último tiempo —apuntó con declarada intención, y tanto Alain como Edmond apenas pudieron reprimir una sonrisa.
—Me encargaré personalmente de solventar dicha situación —aseguró el conde—. ¿Y en lo que se refiere a Mauro? —quiso cerciorarse.
—Habéis respondido por él, ¿no? —preguntó Monroe sin mucho interés, a lo que Alain asintió—. Pues no se hable más.
Giuliana fue la primera en abrazar al muchacho, quien no podía ocultar su alivio y su agradecimiento hacia el conde y el general. Este se puso en pie con gesto cansado y se acercó a Edmond.
—Me parece que esto deberías custodiarlo tú —le dijo, entregándole la medalla de Napoleón Bonaparte.
El joven soltó a Céline y se abrazó a él.
—Gracias —murmuró, y Phillipe supo que se refería a mucho más que a aquel objeto.
—Es perfecta para ti —le comentó con sonrisa socarrona cuando se separaron, y él sonrió.
—No me cabe duda —respondió, tomando la mano de una halagada Céline.
—En fin… —suspiró el general—, tengo una ejecución que presidir. ¿Me acompañas? —preguntó con aflicción.
A decir verdad, todos lo siguieron hasta el patio, como aciago séquito. Allí el padre Antonio, a los pies de la guillotina, atendía las últimas necesidades del alma de Langlais. Las mujeres quedaron en un segundo plano, en concreto Brigitte, Chiara y Giuliana, que eran más impresionables. Lucrezia tampoco sentía curiosidad alguna por ver a su examante morir, máxime cuando ella podría haber sido la siguiente. Además, su padre la agarró del brazo con firmeza para cerciorarse de no perderla de vista hasta conducirla él mismo al que sería su infierno en vida.
Por el contrario, Céline se colocó al lado de su hermano, y él le pasó el brazo por los hombros. Junto a ellos estaban Edmond y el general. Quien sí estaba en primera fila era Mauro, tenso, con los puños apretados. El corazón le latía con fuerza, al ritmo del tamboril cuyo toque acompasado marcaba los últimos instantes de la existencia de Langlais.
Monroe hizo un gesto para que se procediera a la ejecución, y el guardia que hacía las veces de verdugo condujo a la guillotina a un alienado Hervé, cuyos ojos extraviados miraban sin ver. Lo hizo arrodillarse y colocar el cuello en la hendidura semicircular con la que contaba la madera en la que se apoyó. Mientras tanto solo se escuchaba el redoble del tambor y las oraciones del padre Antonio.
El crujido del mecanismo, el deslizar metálico de la cuchilla sobre las guías y un golpe seco que sesgó la vida de Hervé Langlais. El graznido de un cuervo resonó a lo lejos al caer la cabeza mutilada del sargento dentro del cesto de mimbre que aguardaba por ella mientras la sangre la teñía de rojo, al igual que la madera por la que resbalaba el vital líquido procedente de su cuello cercenado.
Después, solo se escuchó la exhalación temblorosa de Mauro, al tiempo que una lágrima, que contenía las últimas reminiscencias de odio de su cuerpo, recorría su mejilla.
—Padre, se te ha hecho justicia —murmuró el muchacho sin apartar los ojos de aquella masa desmadejada de carne muerta y sangre en la que se había convertido Langlais. Sin embargo, los apartó para dirigirlos a esas manos que estaban amarradas a la suya: las de Giuliana.
—Vamos a casa —le pidió ella.
Mauro besó su coronilla, pero miró al general Monroe, pidiéndole permiso una vez más para disfrutar de su libertad, y el oficial asintió.
—Ven mañana a verme —le propuso Alain entonces, y él sonrió, agradecido, tras lo cual se fueron.
El padre Antonio se acercó al general Monroe mientras algunos guardias retiraban el cadáver maltrecho de Langlais, y le expresó su deseo de ayudarlo a la hora de darle santa sepultura, gesto que Phillipe agradeció.
—Nosotros también nos retiramos —anunció Osvaldo, refiriéndose a él y a Lucrezia—. El viaje es largo.
—Al menos, permíteme ir a por mis cosas —le pidió ella, como la niña malcriada que era, al ver que su partida era inminente.
—En el convento no precisarás de nada de eso —apuntó su padre, furibundo—. Conde Orsini, ¿podéis acompañar a mi hija a palacio? —le preguntó con lentitud, mirándolo de frente.
Chiara se sonrojó, pues esa petición dejaba entrever que aceptaba que hubiera una relación entre ellos. Lorenzo, serio, cogió a la muchacha de la mano, en actitud formal, para que el hombre comprendiera cuáles eran sus intenciones.
—Adiós, Lucrezia —se despidió la joven de su hermana.
Hizo el intento de acercarse a ella y abrazarla, pero se contuvo, pues imaginaba que la rechazaría. Para su sorpresa, fue Lucrezia quien lo hizo. La rodeó brevemente con los brazos y se apartó con rapidez, cabizbaja, en una muestra fugaz de arrepentimiento por su falta de afecto hacia ella a lo largo de los años, aunque se recompuso al instante, volviendo a su consabida altivez.
—General, gracias de nuevo por vuestra deferencia —le dijo Osvaldo al oficial, quien observaba con complacencia su propósito de hacer efectivo, sin dilación alguna, su mandato—. Y Alain, confío en que la relación entre nuestras familias siga como hasta ahora… pese a lo ocurrido —agregó avergonzado.
Alain le ofreció su mano, en un gesto conciliador que el anciano aceptó con agrado. Lucrezia murmuró algo por lo bajo, un lamento a su mala fortuna, y su padre tironeó de ella, arrastrándola hacia el exterior del edificio.
—Brigitte, yo espero que continuéis hospedándoos en el palacio —deseó Chiara, un tanto apurada—, conservar nuestra amistad.
—Claro que sí —le respondió Brigitte con sinceridad, sonriendo a esa joven por la que sentía verdadero afecto.
De pronto, Lorenzo escribió algo en su cuaderno y se lo pasó a Chiara para que se lo transmitiera a los demás en su nombre.
—A Lorenzo le gustaría que acudierais todos a cenar esta noche a su palacio, algo sencillo, entre amigos —añadió, en vista de que los últimos acontecimientos no eran dignos de celebración—. Desea presentaros a su familia —dijo dirigiéndose a los dos oficiales y a Brigitte.
—Será un honor —respondió el general—. Y me despido hasta entonces. Debo hacerme cargo de otros menesteres no tan agradables —agregó, mirando al padre Antonio, quien lo esperaba. Acto seguido cabeceó y se reunió con él.
—Lorenzo, ¿quedas al cuidado de Brigitte mientras Céline y yo vamos a la finca a asearnos y descansar un poco? —le pidió a su amigo—. Luego pasaré a buscarte para acudir a la cena —le propuso a la muchacha, acariciando su mejilla, y ella asintió, sonriente, aunque miró a su hermano, cautelosa. Sin embargo, este no solo asintió sino que ella pudo adivinar un deje travieso en su sonrisa.
—Pues, me temo que, en esta ocasión, soy yo quien va a raptar a tu hermana, Ranieri —le advirtió Edmond al conde.
—¿En algún momento mantendremos la consabida conversación que tenemos pendiente? —apuntó él, divertido.
—Doy por sentado que me darás tu consentimiento para desposar a Céline, si quieres comprometerte formalmente con Brigitte —le recordó en tono confidente, y Alain asintió varias veces mientras reprimía una carcajada.
—Es un hecho, entonces —sentenció Alain, alargando su mano hacia él, y Edmond se la estrechó con decisión.
—Te veo esta noche en el palacio Orsini, hermanita —se despidió de ella, guiñándole un ojo, y Brigitte respondió con una risita mientras Alain le pasaba el brazo por los hombros y besaba su frente.
Edmond, por su parte, tiró de Céline y, con pasos apresurados, se dirigieron al establo. Allí el teniente tomó el primer caballo que vio ensillado, montó con agilidad y demandó la mano de la joven para ayudarla. La colocó delante de él, apoyando la espalda femenina contra su pecho, y rodeó su cuerpo para acercarla aún más.
—¿A dónde vamos? —preguntó ella con coquetería, girando la cara para mirarlo de reojo.
—Quiero que me lleves a la guarida —murmuró en su oído, con calidez, y Céline tembló de pies a cabeza.