CAPÍTULO 15
Al amanecer, Alain salió de su cuarto, sintiéndose mucho mejor. Tal vez era gracias a la noche de descanso o porque al fin había podido liberar su alma al contarle a Brigitte la verdad sobre el Falcone.
Llevaba en la mano la nota que ella había escrito para el teniente antes de acompañarla a su habitación, y se dirigió hacia Velmont y Céline, quienes dormían en sendos butacones. Despertó a ambos y ellos se sobresaltaron.
—¿Qué…? —balbuceó el mayordomo.
—Tranquilos… Esta es la nota para Dufort —dijo, alargándosela a su hermana, quien lo miró disconforme.
—¿Qué pretendes que haga con esto? —inquirió, haciendo notar su malestar.
—Ve a ver al padre Antonio y ponle al tanto de todo —comenzó a explicarle, inflexible a pesar de su actitud—. Fingid que acaba de encontrar la nota en la iglesia y tú, amablemente, te ofreces a hacérsela llegar al teniente al fuerte.
—¿Cómo? —se levantó de súbito—. ¡No! —exclamó exaltada—. No tengo intención alguna de acercarme a ese hombre, que vaya el cura a llevársela.
—¿Perdón? —repuso él, sorprendido por su acceso injustificado de rebeldía, y ella agachó la cabeza, consciente de que se había extralimitado—. Velmont, por favor, prepara los caballos. Necesito que vuelvas a casa, a descansar como Dios manda.
—Pero…
—Estaré bien —le aseguró—, y Luigi no tardará en llegar. Por favor —insistió, y el anciano asintió, saliendo de la cabaña—. Y ahora que estamos solos, me vas a explicar qué sucede.
—Yo… —empezó a negar con la cabeza.
—Siéntate —le pidió, serio, señalando el butacón, y Céline no tuvo más remedio que obedecer.
Alain cogió la otra butaca y la movió para sentarse frente a ella. Su hermana le rehuía la mirada, pero él le tomó una mano y la instó a mirarlo.
—Sé que eres consciente de la importancia de esto, Céline —la aleccionó, aunque sonaba indulgente—, y rehúso pensar que tu negativa se debe a un mero capricho. Comprendo tu cruzada personal contra Dufort, pero…
—Tú no comprendes nada —lo cortó, y pese a la dureza de sus palabras, Alain advirtió un brillo de aflicción en sus ojos.
—Ayúdame a entenderlo —le pidió, dándole un suave apretón en la mano.
Sin embargo, su hermana negó con la cabeza, rotunda, y mientras lo hacía una gruesa lágrima rodó por su mejilla. El joven la soltó para agarrarla de la nuca y llevarla contra su pecho.
—¿Tan profundo es tu odio hacia él? —murmuró, sorprendido, y ella lanzó un quejido lastimero que ahogó en su camisa.
—No…
Y el joven comprendió.
—Céline… ¿te… te has enamorado de Dufort? —musitó, sin apenas atreverse a decirlo.
—Alain, por favor… No…
—¿Por qué renuncias antes de luchar? —preguntó entonces, y ella lo miró con la desesperanza dibujada en los labios.
—¿A qué lucha te refieres? —inquirió—. No estamos hablando de Brigitte —dijo señalando hacia la habitación donde la joven dormía—, sino de Edmond Dufort, teniente del ejército francés —recitó mordaz—. No puedo apelar a su comprensión tal y como hiciste tú. ¿Tengo que recordarte por qué está en el Piamonte?
—Si te ama…
—Yo no he dicho que me ame —le espetó ella, y se puso en pie, alejándose un paso de su hermano. Él, en cambio, la siguió. La agarró del brazo y tiró de él despacio para acercarla.
—¿He de suponer que no te corresponde? —demandó con pesar.
—No lo sé —respondió ella, y Alain la miró ceñudo—. Me… me ha besado —titubeó—. Pero tú sabes bien que para el hombre existen muchos motivos por los que besar a una mujer además del amor —alegó con premura.
—¿A quién quieres convencer de eso, a mí o a ti? —inquirió con un deje de diversión y una sonrisa torcida en sus labios.
—Sería mejor para ambos si no lo hiciera, ¿no crees? —lamentó—. Yo… Se me pasará —añadió cabizbaja.
—No, Céline —respondió Alain, serio ahora—. Lo que sientes por Dufort no es como un catarro, algo de lo que te curas haciendo un par de días de reposo y tomando tisanas —ironizó—. Si es verdadero, no podrás arrancártelo del corazón por mucho que lo intentes.
—¿Y aun así pretendes que me reúna con él? —lo acusó, encarándolo, dolida.
—Es necesario, ¿no lo entiendes? —insistió—. Se supone que Brigitte y tú estabais forjando una buena amistad, por lo que lo lógico es que vayas a interesarte por ella —se justificó—. Alejaría las sospechas de nosotros y, además, puedes comprobar qué ambiente se respira en el fuerte. Te acompañaría, pero… —alzó ligeramente el brazo en cabestrillo—. Quizás… te ayude pensar en él como el mayor enemigo de la Albanella —murmuró, pesaroso.
—¿Qué crees que hago una y otra vez? —replicó, llorosa. Alain chasqueó la lengua y la abrazó.
—Lo siento, Céline —se excusó—, siento ponerte en tal tesitura, pero te necesito.
—Tienes razón —admitió ella a su pesar—, nuestra causa es lo primero y yo recitaré mi perfecto papel de condesita malcriada frente a Dufort.
Dicho esto, se dirigió hacia el cuarto que ocupaba Brigitte, donde estaban sus ropas, y Alain la vio alejarse mientras pensaba en sus últimas palabras.
Como hombre que era, comprendía las inquietudes del teniente, y la insolencia y rebeldía de Céline Ranieri eran lo que más le atraía de ella. Solo esperaba que, lo que sintiera por su hermana, fuera de naturaleza tan generosa como para perdonarla.
Nada más abandonar el bosque, Céline divisó el fuerte y le dio un vuelco el corazón. Sentía que se estaba metiendo en la boca del lobo y rogó que Edmond no sacase a relucir lo que había sucedido entre ellos ni que confundiese los motivos de su visita. Que estuviera preocupado por su hermana era algo a su favor, pues dudaba que tuviera cabeza para escarceos amorosos.
Desmontó frente a la puerta del fuerte y se dirigió a uno de los dos soldados que hacían guardia.
—Buenos días, quisiera ver al teniente Dufort —pronunció con cierta altivez, digna de su posición.
—Acompañadme —le pidió, y la joven se dejó guiar por él, a pesar de que conocía bien el camino.
Al cruzar el patio, comprobó que las carretas con el grano estaban preparadas, a la espera, por lo que supuso que Edmond accedería a un posible intercambio. Se adentraron en el corredor que conducía al despacho del oficial y, conforme llegaban, Céline apreció una voz femenina que se escuchaba porque la puerta estaba abierta. Aunque su prudencia le dictaba que se detuviera, pues sabía de quién se trataba, sus pies actuaron justo al contrario y apretó el paso, adelantando al soldado, por lo que fue la primera en entrar al despacho.
Edmond estaba sentado en su butaca, con los brazos cruzados sobre el escritorio, y Lucrezia estaba de pie a su lado, inclinada hacia él en pose insinuante, tan cerca que sus senos estaban situados a la altura del rostro del joven. Y a él no parecía desagradarle…
Céline sintió una punzada que le atravesó el pecho al ver semejante escena, aunque un instante después la agradeció, pues era lo que necesitaba para arrancarse a ese hombre del pensamiento. Sin embargo, dolía tanto…
—Perdón si interrumpo —anunció así su presencia, sin poder ocultar cierta tirantez y sobresaltándolos a los dos.
—Cé… Condesa Ranieri —carraspeó el teniente, poniéndose en pie de inmediato—. No… no interrumpís nada —trató de excusarse, aunque el resquemor que apreció en los ojos femeninos le dejó de manifiesto que su esfuerzo fue en vano.
—No os inquietéis —le espetó ella—. No habría venido de no ser importante —añadió con desdén, acercándose al escritorio.
A pesar de la actitud de Edmond, Lucrezia miraba a Céline con una sonrisa ladina, incluso colocó su mano en el hombro del oficial, aunque apenas duró un segundo aquel contacto, ya que él rodeó el mueble para aproximarse a la condesa y coger el papel que le ofrecía.
—¿Qué es esto? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
—Lo han dejado en el cepillo, en la iglesia —le mintió—. El padre Antonio lo ha encontrado antes de la misa y, al verme llegar y sabiendo que tengo a vuestra hermana en gran estima, me ha rogado que os lo trajera para él poder cumplir con su deber con el resto del pueblo —recitó del modo más convincente posible.
—¿Y no ha visto quién ha sido? —inquirió con el rictus severo tras leer la nota.
—Las puertas de la iglesia están abiertas para todo el mundo, teniente —apuntó con una fingida mueca de pesar—, y es mucha la gente que entra a buscar consuelo en la oración. No como vos —murmuró sin poder contenerse, y aunque él alzó la barbilla, airado al comprender a lo que se refería, ella no se dio por enterada—. Bueno, en vista de que ya he cumplido con mi deber de ciudadana, me retiro —anunció en tono mordaz—. Buenos días.
Y se marchó, sin permitir a Edmond que pronunciara palabra alguna. Alcanzó de nuevo el pasillo mientras una bola de aflicción le ardía en la garganta y en los ojos. No, no debía llorar, no podía…
De pronto escuchó pasos tras ella y el corazón le dio un vuelco al pensar que Edmond la había seguido para explicarle, para sacarla de su error…
—Céline…
Sin embargo era Lucrezia…
Se detuvo y cerró los párpados con fuerza, batallando contra aquellas lágrimas que pugnaban por escapar. Se las tragó, dibujó una gran sonrisa y se giró hacia la joven, que se había detenido detrás de ella.
—¿Sí? —preguntó con desinterés.
—Lo que habéis imaginado que estaba sucediendo ahí dentro… es exactamente lo que era, querida —le dijo, con media sonrisa malévola esbozada en sus labios.
—¿Acaso creéis que me debéis dar alguna explicación, Lucrezia? —repuso haciéndose la sorprendida.
—Me ha parecido apreciar cierta acritud en vuestras palabras… —respondió con fingida inocencia.
—No puede asombraros mi comportamiento y mi consabida insolencia —dijo alzando las cejas con incredulidad—. Y mi acritud hacia el teniente —continuó con retintín— es y será siempre la misma.
—Entonces, ¿no os importa que…?
—En absoluto —la cortó para evitarse el tener que escucharlo—. Es más, me alegro mucho por vosotros, pero sobre todo me alegro por Alain —añadió con desdén, estudiándola de arriba abajo.
—¡Vuestro hermano me ha humillado de la peor forma posible! —exclamó, con repentina furia debido a lo que claramente era una ofensa.
—Señalar a mi hermano como único culpable es digno de toda una dama —replicó con sarcasmo—, como lo es invitarlo a vuestra cama.
La condesa bufó y trató de abofetear a Céline, pero esta la agarró del brazo, impidiéndoselo.
—Cuidado, Lucrezia —le advirtió con mirada maliciosa, sosteniéndole la muñeca con fuerza—. ¿Qué opinará el teniente sobre vuestro comportamiento de verdulera de mercadillo? ¿O es que agredir a quien dice la verdad se ha puesto de moda en los corrillos de Turín y yo no estoy enterada? —le espetó, soltándola de golpe—. Sois tal para cual —añadió con sonrisa triunfal—. Nos vemos… querida.
Dejando a una furibunda Lucrezia sin palabras, volvió a encaminarse hacia la salida, alejándose de allí sin echar la vista atrás y luchando contra el velo de lágrimas que la opacaba. Las enjugó de un manotazo, furiosa consigo misma por haber bajado la guardia ante el primer hombre con el que se cruzaba. Pero más valía tarde que nunca y había aprendido la lección de la forma más efectiva posible: con un inmenso dolor que le atravesaba el corazón y que apenas la dejaba respirar.
Anochecía cuando Velmont llegó a la cabaña tras haber descansado, tal y como Alain le había pedido. Saludó al par de hombres que estaban fuera haciendo guardia y entró para dirigirse al cuarto de Alain. El joven estaba reposando, obediente a las indicaciones del anciano, aunque se incorporó, sonriente, al verlo llegar con una cesta.
—¿Cómo va todo en la finca? —preguntó, aunque le arrebató el canasto y de inmediato lo colocó sobre el camastro para revisarlo con impaciencia.
—Traigo todo lo necesario —replicó con un mohín—, y la servidumbre sigue pensando que estáis de viaje.
—Bien —asintió, agradeciéndoselo con una sonrisa.
—¿Preparado para mañana? —quiso saber, mostrando su preocupación.
—Todo lo que puedo estar —admitió, suspirando.
—Confiemos en la nobleza de Dufort y en que cumpla con su parte del trato —deseó el mayordomo.
—Ojalá —murmuró el conde—. Velmont, quisiera que permanecieras en la finca —le pidió con cautela, imaginando su negativa, aunque el hombre le sonrió.
—Lo esperaba, joven —respondió en cambio—, así que os deseo la mejor de las suertes —dijo, abriéndole los brazos. Alain se puso de pie, aceptando de buena gana su gesto. Sin embargo, al verlo dispuesto a marcharse, lo miró extrañado.
—Pensaba que… que me curarías la herida —supuso, señalándose la zona, y el anciano se rio por lo bajo.
—Y yo creo que hay alguien por aquí a quien no le importará encargarse de hacerlo en mi lugar.
—Eres un viejo pícaro —se rio el muchacho, contagiando al mayordomo.
—Y vos la respetaréis —le aleccionó, señalándolo con el dedo.
—Estoy herido, ¿recuerdas? —bromeó—. Eso no lo dudes —aseveró después, sonriente.
—Os espero mañana en casa —se despidió, con tono más grave, y Alain asintió, con expresión confiada mientras lo veía marcharse.
Sin embargo, el anciano dejó la puerta abierta y le lanzó una última mirada con un deje travieso que volvió a hacerlo reír. Después Velmont se detuvo frente al cuarto de Brigitte. Atusó sus ropas de campesino, que portaba con la misma elegancia que si fueran las de un príncipe, e irguió la postura. Carraspeó y llamó.
—Mademoiselle —la saludó con una ligera reverencia cuando ella abrió.
—Hola, Velmont —respondió con sonrisa afable.
—Permitidme el atrevimiento… Necesito pediros un favor —le dijo, fingiéndose apurado—. Hay que hacerle la cura al señor conde, pero debo volver de inmediato a la finca —le explicó—. Un problema en la cocina.
—Comprendo —asintió ella con timidez.
—Si vos…
—Sí, por supuesto —respondió con tal vez demasiada premura—. He tenido que atender a mi hermano en muchas ocasiones —añadió tratando de sonar indiferente, aunque, en realidad, la expectación se le anudó en el estómago.
No había visto a Alain desde la noche anterior, desde que le hiciera entrega de la nota para Edmond. Entendía los motivos; era más seguro para todos si mantenían las distancias y fingían que no había nada entre ellos, y saber que podría disfrutar de un momento con él…
—Os acompaño —Velmont la instó a seguirlo, con amabilidad, y ella obedeció.
Alain estaba en mitad del cuarto, dando pasos aquí y allá, nervioso, pero se detuvo al verlos entrar. Clavó la mirada en ella y a Brigitte se le cortó la respiración. Jamás le había resultado tan apuesto… Su pelo negro caía suelto hasta sus hombros y el cobalto de sus ojos centelleaba, hechizándola. Incluso aquella cicatriz bajo su ojo acentuaba su atractivo. Vestía una camisa blanca y pantalón negro, cuyo tejido se moldeaba a sus torneadas piernas, estilizadas por unas botas de caña alta. Brigitte sentía que se le secaba la garganta y él tuvo que tragar saliva para aclararse la suya. La joven parecía una campesina, con aquella falda de vuelo y la blusa blanca bajo el sencillo corpiño que se ajustaba a su cuerpo, realzando sus curvas, aquellas que la nueva moda francesa ocultaba.
—Joven… ¡Joven! —repitió el mayordomo, sin poder esconder cuánto le divertía la situación, pues Alain había necesitado su tiempo para reaccionar—. Veo que os dejo en buenas manos, así que me retiro.
El muchacho asintió, aunque apenas desvió la mirada de Brigitte y permaneció en silencio, contemplándola, cuando Velmont cerró la puerta y los dejó solos. Dios… cuánto la había extrañado… Saber que estaba en la habitación de al lado lo había torturado durante todo el día. Sí, suya fue la idea de guardar las apariencias, simular que solo eran captor y rehén, aunque en realidad él era quien se había convertido en el prisionero de esa mujer… Lo volvía loco. Además, nunca tuvo la necesidad de contenerse a la hora de conquistar a una dama y tomar cuanto quería, pues ellas se lo ofrecían gustosas. Sin embargo, ahora era distinto y Brigitte no provocaba ese ardor momentáneo que se esfumaba con las primeras luces del amanecer, sino un anhelo que atrapaba su alma y su corazón por completo.
—Velmont me… —empezó ella a titubear— me ha dicho que necesitas una cura —dijo señalando hacia el cabestrillo.
—Sí… sí —respondió, volviendo a la realidad—. Espero que no te suponga ninguna molestia.
—Claro que no —sonrió—, tengo cierta experiencia.
—Comprendo —asintió divertido, al no haber caído en la cuenta.
—¿Dónde…?
—Está todo allí —contestó, apuntando hacia una cómoda.
—¿Y esto? —preguntó la muchacha con curiosidad al ver la cesta encima de la cama.
—Velmont ha traído la cena —respondió.
Entonces, él se acercó y sacó algo del canasto, entregándoselo: un pequeño ramo de flores. Ella lo aceptó, sonriente, y se lo acercó a la nariz para disfrutar de su aroma.
—Cuando vuelva a ver a Velmont, le daré las gracias.
—En realidad… ha sido idea mía —admitió, rascándose la nuca como un niño tras una travesura—. Era un ardid en el caso de que te hubieras negado —confesó con sonrisa pícara—. Tú me curas y yo te invito a cenar.
—Sois un tramposo, conde Ranieri —murmuró Brigitte, escondiendo su sonrisa tras las flores, con coquetería—. Y no sabía que erais aficionado a este tipo de lindezas.
—Yo tampoco —admitió él. Le tomó una mano y se la llevó a los labios, mirándola con intensidad—. Apenas me reconozco desde que llegaste a mi vida.
—¿Y eso es bueno o malo? —musitó, encandilada por el azul profundo de sus ojos.
Alain tiró de la mano que aún le sostenía y la acercó a él, quedando muy cerca uno del otro. Luego la soltó para poder acariciarle la mejilla, despacio, hasta que con la yema de los dedos alcanzó sus labios.
—Eso debes decidirlo tú —susurró en tono bajo, y ella exhaló al estremecerle su roce.
—Yo… creo que debería ver esa herida —titubeó, azorada.
—Está bien —sonrió de medio lado, disfrutando de su sonrojo.
Se sentó en el camastro y Brigitte fue en busca de los útiles para curarlo. Después, tras dejar las cosas en una mesita cercana, también tomó asiento, a su lado.
Con mimo, le soltó el cabestrillo, y después comenzó a desabrocharle la camisa. No podía controlar el temblor de sus manos… Le quitó la prenda y dejó al descubierto su torso de formados músculos cubierto por una fina capa de vello oscuro. Sin embargo, ella trató de centrar su atención en sus propios movimientos, para olvidar esa inquietud que la hacía vibrar por dentro: el deseo.
Fijó la vista en el vendaje y lo retiró con cuidado. La herida tenía buen aspecto a pesar de haber sangrado el día anterior, lo que la tranquilizó. Le colocó el ungüento que encontró en la cómoda y después se dispuso a ponerle otro vendaje con el que cubrirla.
—La suavidad de tus manos tiene mayor poder curativo que las curas de Velmont —lo oyó susurrar una vez terminó—, aunque a mí me puedan llevar a la locura.
—Alain…
Él le tomó la barbilla y dibujó el contorno de sus labios con el pulgar.
—Cada toque de tus dedos me hace ansiar un poco más de ti, de tu calor.
La hizo alzar el rostro y cubrió su boca roja con la suya en un beso lento, dulce, con el que quedar marcado en cada surco de su piel.
—Yo no… —exhaló la joven, sin saber qué decir.
—Tú sí —murmuró él con voz ronca—. Me tientas sin apenas darte cuenta, porque te quiero, Brigitte, de todas las formas en las que un hombre puede querer a una mujer.
Volvió a tomar su boca, de modo más profundo esta vez, poseyéndola con avidez y pasión. Debía controlarse, detenerse, separarse de sus labios, pero no podía. Su sabor era embriagador, y notó los dedos femeninos sobre su torso, clavándose en su piel, aunque tensos, conteniendo sus verdaderos deseos, lo mismo que debería hacer él.
—Maldición —gimió el conde, rompiendo su beso de forma abrupta, la única manera que le fue posible—. Este es otro motivo por el que quería que estuviéramos separados —dijo sin poder reprimirse.
—Entonces… será mejor que me marche —musitó Brigitte, avergonzada, e hizo ademán de ponerse en pie. Sin embargo él la agarró del brazo.
—No, por favor —suplicó—. Discúlpame —se excusó, con un ruego en la mirada—. Prometo… Prometo comportarme como el caballero que debería ser.
—Yo también debería ser una dama —repuso mordiéndose el labio—, pero…
—Brigitte… mi Brigitte… —La estrechó contra su pecho y suspiró, tratando de sosegarse—. Si supieras que muero por hacerte el amor… Y aunque te parezca el peor de los canallas, podría seducirte si me lo propusiera, podría satisfacer este ardor que me quema por dentro y que temo me convierta en cenizas…
—Alain…
—No, no lo haré —murmuró, mortificado, apretándola más hacia sí—. No es el momento ni el lugar. Sin embargo, debes saber que te amo, pero también te deseo, como no he deseado a ninguna mujer jamás. Tanto que me asusta…
—En cambio, yo me siento segura entre tus brazos —le confesó con voz trémula—. No me importaría permanecer para siempre en esta cabaña contigo. Porque lo que sí temo es lo que pase mañana, cuando nos separemos…
Alain la tomó por la nuca y la separó de sí, lo justo para que pudiera mirarlo a los ojos.
—No sucederá nada —le aseguró, serio—. ¿Confías en la honorabilidad de tu hermano?
—Sí —respondió, categórica—. Y jamás me pondría en peligro.
—Entonces, después de intercambiar el grano, tú volverás al palacio Monteverdi, a Turín, y mientras tanto yo regresaré a mi finca y a mi aburrida vida de conde —trató de bromear.
—¿Vendrás… a visitarme? —le preguntó con timidez.
—Ya sabes que es mejor que guardemos las distancias —le recordó, dándole un suave toque en la nariz—. Si tu hermano descubre la verdad antes de que esto se solucione, es preferible que crea que no has tenido ningún tipo de relación conmigo más allá de la cortesía.
—Eso no puede suceder —gimió ella, inquieta—. Hablaré con él, le narraré lo que me contaste acerca de Langlais.
—Es muy posible que no te crea —aventuró, apartándole un largo mechón dorado del rostro.
—Haré lo que esté en mi mano para que lo investigue —insistió ella, y Alain resopló.
—Mientras tanto, si trata de abusar de nuevo de la debilidad de los campesinos… Mantendré mi promesa de no hacerle daño, pero tengo que velar por ellos —lamentó, y la joven asintió, resignada—. ¿Sabes? Puede que el Falcone vuelva a trepar hasta tu balcón para robar tus besos —murmuró con picardía, y Brigitte no pudo evitar sonreír.
—En ese caso, adviértele de que la puerta del balcón siempre estará abierta para él, al igual que la de mi corazón —susurró, y Alain sintió que el suyo se estrellaba contra su pecho, embargado por la emoción que le provocaban sus palabras.
Buscó sus labios y la besó con todo ese amor que jamás creyó que albergaría por ninguna mujer y que con ella apenas podía contener.
—Tú eres la dueña del mío, Brigitte —le declaró—, y así será siempre, pase lo que pase, no lo olvides nunca. No permitas que las máscaras que ambos deberemos volver a portar desde mañana te hagan dudar de lo que siento por ti.
Brigitte se abrazó a él con temor y él le acarició su largo y sedoso cabello. Los dos tenían que ser fuertes. Les esperaba una dura prueba.
—Déjame que te ayude a ponerte la camisa —dijo ella, con la mirada gacha, entristecida ante la dolorosa idea de la separación.
—¿Quieres que revisemos la cesta y veamos los manjares que Velmont nos ha preparado? —trató de bromear, mientras la dejaba hacer.
—En realidad, no tengo mucha hambre… —murmuró con aflicción.
—¿Te… te quedarías aquí conmigo? —le preguntó, alzando con dos dedos su barbilla, sabiendo que compartían la misma inquietud—. No hay nada que desee más esta noche que tu compañía.
La mirada anhelante de Brigitte habló por sí sola y Alain no necesitó más. Se recostó en el camastro y la colocó sobre su pecho, refugiándola en su abrazo con cuidado para no dañar la herida. A ambos les invadió la turbadora sensación que suponía aquella cercanía de la que nunca antes habían disfrutado, y en ese preciso instante decidieron olvidarse de todo lo demás, estar ajenos al resto del mundo, sin pensar en aquel mañana que se presentaba lleno de incertidumbre.
Hervé paseaba por su habitación, inquieto, y se detuvo frente a una de las ventanas. Desde allí, a pesar de la oscuridad de la noche, podía ver la carreta cargada de grano en el patio del fuerte. Al día siguiente, por la mañana, se realizaría el intercambio, aunque él conseguiría que el Falcone no se saliera con la suya.
De pronto, llamaron a la puerta y él se apresuró a abrir. Era Pierre.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó, tenso, tras hacerlo entrar y cerrar la puerta.
—Está todo preparado —le confirmó.
—¿Te ha visto alguien? —inquirió.
—No, sargento —respondió con premura.
—Bien… —murmuró, restregándose las manos—. ¿Y has puesto al tanto a los hombres de lo que tienen que hacer?
Pierre asintió.
—Menos a los que simpatizan con el teniente —añadió.
Hervé volvió sobre sus pasos, hacia la ventana, y se dibujó una sonrisa triunfal en su rostro mientras observaba de nuevo el grano.
Ese estúpido de Dufort… Era demasiado blando. Él le demostraría a Monroe que había sido un completo error enviarlo al fuerte, incluso haría que regresara a París junto a su hermanita. Y así de nuevo él sería libre de campar a sus anchas por aquellas tierras.