CAPÍTULO 6

 

Brigitte estaba entusiasmada con la fiesta que los Monteverdi habían preparado en su honor. Lucrezia había enviado a algunas doncellas a su recámara y, tras ayudarla a vestirse, estaban peinando sus cabellos en un moño alto que despejaba sus facciones, al igual que su cuello y sus hombros, otorgándole un toque de distinción.

Ambas condesas eran muy amables, aunque admitía que congeniaba mejor con Chiara. Había mantenido su promesa de llevarla a conocer Turín, e incluso había entregado en persona la invitación a la fiesta a sus amistades más allegadas y le había pedido que la acompañase. Sin embargo, en esos dos días Lucrezia no hizo otra cosa que probarse vestidos y discutir con su costurera, a excepción de la tarde anterior, en la que se reunió con algunas de sus amigas de la nobleza en el salón del té para reír y cuchichear. Había tratado de hacerla partícipe, pero, por suerte, Chiara acudió en su rescate para ir a dar un paseo y seguir repartiendo las invitaciones.

Sonrió al recordar el momento en que Chiara le propuso ir hasta el palacio del conde Lorenzo Orsini. Tal vez el dato le habría pasado desapercibido si no hubiera enrojecido hasta el nacimiento del cabello. Había supuesto que a Chiara le agradaba el muchacho, aunque no se atrevió a preguntárselo al considerar que aún no tenían suficiente confianza para ello.

A decir verdad, aquella visita había impresionado a la francesa. Un lacayo de librea las acompañó hasta un salón donde un joven apuesto, de pelo castaño, largo y ensortijado estaba inmerso en la lectura. A Brigitte le extrañó que el criado no las anunciara, en su lugar se detuvo frente a él y le tocó el hombro.

—Se quedó sordo de pequeño, por culpa de unas fiebres —le contó Chiara, y la muchacha no pudo evitar sentir cierta lástima por él.

Vio cómo el conde alzaba la vista hacia el frente y reparaba en ellas. En aquel momento se dibujó una amplia e incontenible sonrisa en los labios de aquel hombre de agradables facciones, aunque se recompuso enseguida, como si se avergonzara de ello, y se acercó hasta ellas. Con rapidez, Chiara alcanzó la libretita que Lorenzo portaba en su mano, como de costumbre, y le escribió con premura quién era su acompañante. De forma muy educada, Lorenzo se inclinó, tomando la mano de Brigitte para acercársela a los labios, y luego les hizo un gesto para que tomaran asiento.

A Brigitte le maravilló cómo fluía la comunicación entre ambos, a base de sonrisas, miradas, algún que otro gesto, y aquella libretita que hacía de intermediaria entre los dos. Además, Chiara pronunciaba algunas frases con cuidada vocalización, y él le leía los labios, aunque la joven reparó en que la condesa utilizaba poco ese recurso, pues se sonrojaba con facilidad bajo la atenta mirada del muchacho. En cierto momento, Chiara le entregó la tarjeta de la fiesta. Lorenzo la leyó y a continuación miró a la joven francesa sonriente y asintiendo con la cabeza, dando a entender que aceptaba la invitación.

De vuelta al palacio, la condesa le narró que Lorenzo no era muy dado a asistir a ese tipo de reuniones. Le resultaba casi imposible relacionarse con los demás, dados sus problemas para comunicarse, y contaba con muy pocos amigos. Brigitte lamentó que Chiara se sintiera tan mortificada al no saber cómo ayudarlo. Una idea se le cruzó por la mente, aunque la dejó a un lado cuando esta le confesó que el único que se había mantenido firme a lo largo de los años había sido Alain Ranieri, quien, según le dijo, mostraba una paciencia infinita con el joven, y era tal su compenetración que se entendían con solo mirarse.

Observando su propio reflejo mientras las doncellas terminaban de peinarla, meditó sobre la turbación que aquel hombre provocaba en ella. Cierto era que no tenía experiencia en ciertos temas, pero la forma en que le hablaba, la miraba, sus galanterías… le daban a entender algo que… que no podía ser, ella debía haberlo malinterpretado, sobre todo si estaba tan unido a Lucrezia, tal y como ella se había apresurado a advertirle. Por descontado, Brigitte jamás se inmiscuiría en una relación, máxime al saber del sufrimiento de su madre por culpa de las infidelidades de su padre.

Una vez lista, las doncellas se estaban retirando cuando Chiara llegó a su recámara. Finalmente, la costurera de Lucrezia también había retocado uno de sus vestidos para adaptarlo a la nueva moda francesa. Sin embargo, su sonrisa se amplió al ver a Brigitte.

—Vais a causar sensación —la halagó con un mohín travieso.

—Pues vos estáis preciosa con ese vestido —le devolvió el favor.

—Y cómoda —bromeó—. ¡Puedo respirar! —añadió en tono divertido, y ambas se echaron a reír—. Vamos, ya han empezado a llegar los invitados —le dijo. Se tomaron del brazo y juntas se encaminaron hacia el salón de baile.

El esplendor de la sala, rebosante de luz y reflejos dorados, abrumó a Brigitte. La estancia comenzaba a llenarse de cuchicheos por parte de los asistentes, aunque se escuchaba la música que interpretaba un cuarteto de cuerda acompañado de un pianoforte en uno de los extremos de la estancia. La gente reparó en ellas y se giró hacia la joven francesa con curiosidad, aunque quien primero acudió a saludarla fue su hermano Edmond. Besó su frente y alabó lo bella que estaba, y ella agradeció su compañía entre tantos extraños.

—¿Hiciste lo que te pedí? —preguntó ella con curiosidad.

—No es algo muy común, pero sí —le confirmó—. Te lo traeré en cuanto lo reciba.

—Gracias —le dijo, con una de sus sonrisas cándidas, y él sonrió a su vez.

—Teniente Dufort —resonó de pronto tras ellos la voz de Alain.

—Conde Ranieri —contestó Edmond y se inclinó para saludarlo.

El noble besó primero la mano de Chiara y luego la de Brigitte. Estaba tan hermosa… Durante un instante quedó cegado por tanta belleza, por su sonrisa…

Lo sacó de su ensimismamiento el oficial galo, que se adelantó e hizo lo propio con Céline, quien tomó aire para templar sus ánimos.

—Me alegra volver a veros, teniente —pronunció ella del modo más sincero que pudo—. Os debo una disculpa por mi comportamiento de la otra tarde —añadió, y Edmond no pudo evitar sorprenderse—. Siento haberos causado una tan mala primera impresión; no era mi intención ofenderos.

—No lo hicisteis, condesa —respondió él, excusándola—. Considero que yo también me extralimité en mi alegato, así que os ruego que aceptéis mis disculpas. Sellemos la paz concediéndome este baile —le propuso de forma educada. Demasiado…

Céline tragó saliva. Miró a su hermano con disimulo. ¿Es que no le bastaban las palabras a ese francés que también necesitaba contacto?

—Será un placer —accedió ella, sonriente.

Satisfecho, Edmond tomó su mano y la condujo al centro del salón, perdiéndose entre los demás bailarines. Mientras tanto, Alain miraba a Brigitte, quien observaba divertida la situación, sonriendo como si supiera algo que los demás desconocían… y él deseaba descubrir todos los secretos que esa mujer pudiera guardar. Debía estar contemplándola con demasiada intensidad, pues ella se percató de su escrutinio y se giró hacia él. Vio con agrado que ella se sonrojaba y estuvo tentado de invitarla a bailar para disfrutar de aquel arrebol un poco más. Pero, de pronto, la sonrisa femenina se esfumó al cruzarse una sombra por delante de sus ojos verdes, detectando él cierto atisbo de rencor. Alain se vio invadido por una especie de desazón que lo turbó, pues no comprendía ni la reacción femenina ni la suya propia.

—Alain, querido… —Irrumpió de pronto en el grupo Lucrezia, dedicándole una sonrisa insinuante—. Mucha gente está esperando conocer a la dulce Brigitte. No la acapares para ti solo —añadió con declarada intención. Luego, tomó a la joven de la mano y la arrastró con ella.

Alain acusó su ausencia de un modo que lo dejó aún más confundido… ¿Qué demonios le sucedía? Miró a Chiara sin saber muy bien qué decirle, estaba aturdido. Sin embargo, ella le dedicó una mirada con la que pretendía disculpar la actitud impulsiva de su hermana, aunque él tenía la ligera sospecha de que no había sido un acto espontáneo.

—Acaba de llegar Lorenzo —anunció de pronto la muchacha, y Alain se sintió liberado.

Cogió la mano de la condesa y juntos se dirigieron a saludar a su amigo. Al bordear la pista de baile, se encontraron con Céline, cuyo hastío rezumaba por todo su ser. Así que él la miró con cierta dureza, reconviniéndola, y ella puso los ojos en blanco, pero asintió.

Al girarse hacia el teniente, trató de dibujar su mejor sonrisa, y la mantuvo mientras se cruzaba con él en el centro de esa zeta imaginaria que trazaban en el pavimento, siguiendo los acordes de aquel minué. No obstante, tuvo que tensar la boca para que no se le borrara cuando sus manos se encontraron. Una sacudida la recorrió, algo parecido a un escalofrío que le resultó extraño y que definió como desagradable, al igual que todo lo que provenía de aquel hombre. Debía admitir que era bien parecido, pero los colores de su uniforme y lo que representaban le restaban cualquier encanto que pudiera poseer.

—No sé si prefiero vuestra dialéctica incisiva o ese silencio que no presagia nada bueno —le escuchó decir, sacándola de sus pensamientos.

—Así que el teniente Dufort tiene sentido del humor —replicó, sin poder contenerse, y él rio ante su ataque.

—Ya comenzaba a extrañar el vuestro —alegó él, y ella no logró discernir qué le molestaba más, si el sonido de su risa, profunda y redondeada, o la ironía de sus palabras.

—Disculpadme si no os creo —pronunció con fingida preocupación—, pero me pareció entender que no os agradan las mujeres que dicen lo que piensan.

—Es una peculiaridad que no me agradaría en mi mujer —aclaró, haciendo hincapié en el mi—, sobre todo si lanza juicios sin un razonamiento justificado. Las demás pueden hacer cuanto les plazca —añadió con sonrisa mordaz.

—Es decir, una esposa sin personalidad, decisión o pensamientos propios —lo acusó, sin poder ocultar su malestar.

La danza los había hecho separarse, por lo que ambos guardaron silencio, sin querer que su intercambio dialéctico llegase a oídos ajenos. Se giraron quedando uno frente a otro, separados por algunos pasos de distancia, y Céline notó que él la recorría de pies a cabeza con la mirada, estudiándola, hasta que el baile volvió a unirlos.

—Los tendrá, pero serán acordes a los míos. Será la mujer perfecta —se jactó él cuando se encontraron, clavando los ojos en los suyos—. Y tenéis razón al pensar que me tengo en alta estima, pues no creo merecer menos que eso.

A pesar de que la música los obligaba de nuevo a separarse, Céline mantuvo los pies clavados en el suelo, sosteniéndole la mirada al teniente. Había captado el sentido velado de sus palabras, cómo había dejado patente que la mujer perfecta sería todo lo contrario a lo que era ella. Y la sonrisa del teniente era pretenciosa, su mirada exudaba soberbia y satisfacción al saberse ganador en aquel encuentro, al haberla dejado sin palabras. Porque no las tenía, Céline no las encontraba. Debería haberse reído, asegurarle que le traía al pairo que la considerase la mujer más llena de defectos sobre la faz de la tierra y, sin embargo, ¿por qué ese resquemor creciente la invadía, enmudeciéndola? Apenas podía controlar lo agitado de su respiración, y apretó los puños, ocultándolos en los pliegues de su vestido, al tiempo que la mirada del teniente seguía traspasándola. Se sentía expuesta, indefensa, una sensación que le daba pavor…

De pronto, la gente comenzó a aplaudir a su alrededor, quebrando la tensión que se había producido entre ellos. De hecho, Edmond también comenzó a aplaudir, retirando la vista de ella y dirigiéndola hacia los músicos, mientras que Céline no acertaba a actuar de modo alguno.

—Gracias por el baile, condesa —le dijo él con tono afable, como si lo ocurrido minutos atrás no hubiera existido—. Debo tratar un asunto muy importante con vuestro hermano —se excusó para retirarse, y ella vio su oportunidad.

—Entonces os acompaño, teniente —le anunció, y él la miró cauteloso, consciente de que lo que le dijera a continuación no iba a gustarle—. Alain comparte conmigo cualquier asunto de importancia.

—Sin embargo, yo no considero que este tema en cuestión sea de la incumbencia de una mujer —apuntó él.

—Preguntémosle. Una cosa son las leyes francesas y otra muy distinta las normas de nuestra casa —lo desafió, y Edmond gruñó.

—Vamos, pues.

A pesar de estar molesto, le ofreció su mano y juntos buscaron a Alain, que estaba conversando con Chiara y Lorenzo.

—Perdonadme mi ruda intromisión —anunció Edmond su llegada, inclinándose ligeramente en un gesto de disculpa—, pero hay un tema urgente que debo tratar con vos —dijo dirigiéndose a Alain.

—Y yo ya le he advertido al teniente que quiero estar presente en dicha conversación —añadió Céline.

Alain la miró y supo que aquella aseveración formaba parte de ese peligroso juego que mantenía con Edmond. No obstante, apreció en su mirada una súplica casi desesperada que dejaba entrever cuánto significaba para ella que la apoyara.

—Nunca dejo al margen a mi hermana, teniente —la secundó con un gesto de disculpa.

El oficial, en cambio, respiró hondo. Se acercó un paso a él para poder bajar el tono de voz.

—Se trata de la investigación sobre la banda del Falcone —susurró.

—Pues con más motivo —aseveró—, a ella le preocupa el asunto tanto como a mí —añadió, inflexible.

Edmond le sostuvo la mirada, severo. Quería hacer las cosas bien y debía mantener esa charla con el conde, y si esa mujer quería estar presente, que lo estuviera. Dudaba que pudiera intervenir o entender la mitad de la conversación.

—¿Hay algún lugar donde podamos hablar más tranquilos? —preguntó entonces, y Alain se giró hacia Chiara.

—Podéis emplear el saloncito que yo utilizo para dibujar —comentó, y Alain asintió porque después de tanto tiempo de amistad conocía aquel palacio a la perfección y sabía dónde estaba situada esa salita.

El conde inclinó la cabeza dándole las gracias y Edmond hizo una seña tanto a él como a Céline para que le indicaran el camino. Aprovechó el trayecto para calmarse. No estaba acostumbrado a que desafiaran su autoridad, y menos una mujer, pero debía otorgarle ciertas concesiones si no quería llevar su insignificante conflicto personal a un nivel más grave.

Al llegar, Alain cerró con pestillo para no ser molestados, y los tres tomaron asiento: los hermanos en un diván y el teniente en otro, frente a ellos.

—Vos diréis —lo instó a hablar el conde.

—Preciso realizar un registro en el pueblo —dijo sin rodeos.

—¿Qué? —como era lógico, Céline puso el grito en el cielo.

—Explicaos —le pidió Alain más sosegado, incluso le hizo una seña a su hermana para que se calmara y le permitiera ser él quien llevara el asunto.

—No es difícil suponer que son los propios campesinos los que apoyan al Falcone, incluso puede que formen parte de su banda —aseguró.

—No me imagino al zapatero empuñando un arma —replicó Alain, intentando disuadirlo, aunque sería imposible hacerlo—. Son aldeanos decentes, gente que trabaja desde el amanecer hasta que se pone el sol para salir adelante.

—Por eso mismo no tienen nada que temer —aseveró el teniente, categórico.

—En ese caso, quiero estar presente.

Edmond supo que sus palabras no eran una sugerencia, sino una condición. Céline miró un instante a su hermano de forma acusatoria por permitirlo, pero Alain la ignoró.

—Me hago cargo de que esto es parte de vuestro trabajo, teniente, y quiero que tengáis la certeza de que contáis con mi apoyo en este asunto, porque no es seguro para nadie que esa banda de malhechores campe a sus anchas por el bosque, asaltando nuestros caminos —se congració el conde con él—. Pero mi gente no se merece semejante trato, yo respondo por ellos —insistió—, y no puedo permitir que crean que los dejo desamparados. Además, si ven que yo colaboro, ellos me imitarán, y evitaremos enfrentamientos innecesarios.

—Visto así, tenéis razón, conde Ranieri —tuvo que admitir Edmond—, y espero que comprendáis que es un asunto de máxima urgencia, por lo que quisiera que fuera mañana mismo.

—Cuando gustéis —asintió él conforme.

—En ese caso, me despido de mi hermana y me retiro —anunció, poniéndose en pie y sorprendiendo a ambos jóvenes—. Debo volver al fuerte para preparar a mis hombres.

—Pero… vuestra hermana… su fiesta —titubeó Céline.

—Ella comprende bien que mis obligaciones están por encima de ciertas banalidades —contestó, con la firme intención de dirigirle a ella el significado de sus palabras, aunque esta no le replicó—. Hasta mañana —añadió inclinándose ligeramente, tras lo cual se marchó.

En cuanto se hubo cerrado la puerta, Céline ahogó un gruñido. Apretó los dientes y tensó los dedos en forma de garras, reflejando su rabia.

—Ese hombre es… es… —volvió a gruñir.

—Cálmate de una vez —la reprendió su hermano, y ella lo miró con asombro al no esperar su regañina.

—Vas a permitir que esos soldados franceses irrumpan en las casas de nuestra gente, avasallándolos con total impunidad, ¿y me pides que me calme? —le reprochó.

—¿Qué habría conseguido al negarme? —inquirió, molesto—. Podría sospechar de nosotros, maldita sea. Somos nobles, Céline, y estamos de acuerdo con la ocupación francesa. Podría acusarnos de apoyar o defender a esos bandidos.

—Pero no son…

Alain se colocó frente a ella de una zancada y la cogió por los brazos.

—Son bandidos —masculló por lo bajo—. Y por mucho que nos cueste, debemos ser firmes en nuestro papel, Céline. Ese teniente no es Langlais; es inteligente, concienzudo y puede ponernos en un aprieto si no somos cuidadosos. Perder los nervios sería nuestra ruina, y tal vez a nosotros nuestra condición de nobles nos salvase de la guillotina, pero ¿y Cesare, Mauro o incluso el padre Antonio?

Céline se soltó de su agarre y se dejó caer en el diván. Su hermano tenía razón, no hacía falta que le explicara las consecuencias que traería si se descubriera la verdad, pues las tenía muy presentes. Sin embargo, parecían esfumarse de su mente en cuanto el teniente Dufort se paraba frente a ella. Maldito fuera…

—Céline, ahora más que nunca te necesito implicada en nuestra causa…

—¿Implicada? —repitió ofendida.

—Centrada —rectificó, aunque su tono seguía siendo severo—. La repulsión que te causa ese hombre te hace perder el norte. Si es necesario, deja de frecuentarlo…

—¿Y que crea que le tengo miedo? —negó ella, con un mohín disconforme.

—¡Maldita sea, Céline! ¿Por qué todo gira alrededor de ese teniente y tú? —le espetó, tratando de controlar su enfado—. Si no eres capaz de dejar a un lado tus rencillas personales con él, me temo que la Albanella no podrá seguir acompañando al Falcone —siseó por lo bajo, de modo apenas audible, pero tuvo el mismo efecto en la joven que si lo hubiera dicho a viva voz. Palideció…

—Alain…

—En tu mano está —le advirtió lleno de impotencia y, sin ser capaz de decir nada más, se retiró.

Salió del saloncito sintiéndose un tanto culpable por dejarla sola, pero su hermana precisaba meditar, tomar una decisión, y él necesitaba un poco de aire, pues sentía que se ahogaba. No le gustaba discutir con Céline; solo se tenían el uno al otro.

Accedió a otro salón, que sabía que contaba con un pequeño mirador y que estaría solitario por estar alejado del bullicio de la fiesta. Cuál fue su sorpresa al ver que ya estaba ocupado por Brigitte. De nuevo, aquella sensación que pesaba en su estómago lo invadió, e hizo ademán de retirarse. Sin embargo, le pareció que la joven estaba sofocada, así que no pudo evitar acercarse para asegurarse de que estaba bien.

Mademoiselle

Ella dio un respingo al verlo, llevándose una mano al pecho, que se agitaba con su respiración oscilante. Alain se alarmó al parecerle aún más pálida.

—No pretendía asustaros. ¿Os encontráis bien? —se disculpó.

—Sí, no os preocupéis. En cuanto tome un poco de aire se me pasará —quiso tranquilizarlo—. He perdido la cuenta de la gente a la que he conocido y mis pies no están acostumbrados a bailar tanto… —comenzó a enumerar, sonriente, y él la imitó.

Brigitte enmudeció, hechizada por aquella sonrisa. Alain era el hombre más apuesto que había conocido nunca, y sus facciones se veían resaltadas por sus ojos claros y su pelo negro, sujeto a la altura de la nuca con una cinta de raso, como era la costumbre. Camisa de seda blanca, chaleco azul celeste y casaca del mismo color, entallada, marcando los volúmenes de un cuerpo que podía adivinarse musculoso, al igual que se ajustaban a sus torneadas piernas las calzas cortas hasta la rodilla y el par de medias blancas que portaba. Era un noble de pies a cabeza, y la joven quiso convencerse de que su turbación se debía a que no estaba acostumbrada a relacionarse con personas de tan alta alcurnia, y menos aún con hombres. Además, aquella singular cicatriz en su rostro le otorgaba cierto aire peligroso que le confería un mayor atractivo viril.

—Lo lamento, pero sois el centro de atención —dijo él en tono jocoso, y ella agradeció que la sacara de su ensoñación.

—Cierto, soy la muchacha extranjera —recitó con divertido sonsonete.

—No —negó él, con sonrisa enigmática—. Sois la más bella.

Brigitte sintió que se quedaba sin aire. No sabía cómo había ocurrido, pero el conde estaba muy cerca de ella. No fue capaz de articular palabra, turbada por su proximidad, y el silencio solo se veía roto por la música que se escuchaba lejana. Podía notar su aliento en las mejillas. Los ojos masculinos se habían posado en su boca y un ardor desconocido para ella se instaló en su pecho cuando, de pronto, los dedos del joven se enredaron con los suyos y lo vio entreabrir sus carnosos labios para tomar aire.

—Y yo sería un necio si no aprovechara la ocasión para rogaros que me concedierais este vals —añadió con tono grave, estremeciéndola—. Si vuestros pies se ven capaces de resistirlo —quiso bromear, quebrando aquel halo que los había rodeado durante un instante.

Brigitte no pudo contestar, pues, antes de darse cuenta, Alain apresó su cintura con la mano libre y tiró de su cuerpo para hacerla deslizarse por aquel mirador con la suavidad de la seda. Era como si sus pies obedecieran la voluntad masculina, pues ella seguía hipnotizada por el magnetismo que desprendía aquel hombre. En ese instante, sentía que volaba… ¿Había tanto contacto al bailar un vals? No lo recordaba, pero notaba el calor del fuerte torso de Alain contra su pecho y su mano, grande y de largos dedos, le presionaba la espalda, apretándola contra su abdomen mientras la hacía girar, como si quisiera engarzarla a él cual piedra preciosa.

De un momento para otro, Brigitte se percató de que ya no se movían. La sonata continuaba, pero ellos habían dejado de bailar, aunque no supo cuándo. Entonces, la mano con la que Alain sostenía la suya la abandonó para posar los dedos en su cuello. Su tacto ardía y los ojos del conde volvieron a clavarse en su boca, aunque, en esta ocasión, los de él esbozaban un deseo que sobrecogió a la muchacha. Lo vio humedecerse el labio inferior mientras se inclinaba sobre ella, de forma lenta y peligrosa…

Brigitte no supo de dónde sacó la voluntad, la fortaleza para hacerlo, pero dio un paso atrás. Los brazos de él cayeron laxos a ambos costados y la expresión de su rostro mostró una mezcla de sorpresa y desilusión.

—La… la condesa Monteverdi me contó que estáis prometidos —murmuró la joven, entre avergonzada y dolida por haberla puesto él en semejante tesitura.

—No es cierto —alegó, molestándose con rapidez, y ella lo aprovechó para separarse un poco más.

—Asegura que es cuestión de tiempo —agregó con mirada acusatoria—. En cualquier caso, dio claras muestras de que tenía motivos para pensar que así será —añadió, envalentonada, al sentir un repentino acceso de rabia ante lo que consideraba un comportamiento díscolo por parte del conde—. Y queda de manifiesto que no soy más que una jovencita ingenua, pero hay ciertas cosas que alcanzo a comprender. O mejor dicho, que no comprendo —rectificó, refiriéndose a su proceder—. Por lo que, si pretendíais mofaros de la muchachita extranjera, hasta aquí llega vuestra burla, conde Ranieri —lo acusó con dureza.

—Jamás he pretendido…

—En el salón de baile hay una mujer que cree que algún día la desposaréis, mientras tratáis de seducir a otra a solo unos pasos de distancia —recitó, con profunda decepción—. Poco me importan vuestras pretensiones, conde. Y ahora, si me disculpáis…

A pesar de que le temblaba todo el cuerpo por ese arranque de valentía salido de no sabía dónde, hizo la consabida venia y se retiró. Alain la observó marcharse, sumido en la más absoluta desolación y la cólera, a partes iguales. Se giró hacia la oscuridad de la noche y golpeó con el puño la baranda de mármol. El dolor que traspasó su brazo se unió a aquel vacío que le vapuleaba las entrañas. Maldita Lucrezia…

Era cierto que no pretendía burlarse de Brigitte, aunque tampoco era capaz de discernir cuáles eran sus intenciones. Despertaba en él una ternura que… No, no era solo ternura, las sensaciones que esa mujer le provocaba acudían a él en tropel, y eran tan diferentes y desconocidas que lo abrumaban, le hacían perder el control de sus actos y de su cuerpo. Había estado a punto de besarla; lo habría hecho, y con gozo además, si ella no lo hubiera detenido, lo que le hacía pensar que… ¿Brigitte Dufort se lo habría permitido de no ser por los embustes de Lucrezia? Entonces rememoró con pesar y remordimiento las palabras de la joven; no toda la culpa era de la condesa.

De acuerdo, lo admitía, su relación iba mucho más allá de lo fraternal, pero jamás pronunció promesa alguna ni le dedicó una sola palabra de amor. Nunca le insinuó que fuera a haber algo más entre ellos además de los encuentros en su lecho. Y por encima de todo eso, lo que más confusión e ira le produjo fue la certeza de que las maliciosas palabras de Lucrezia habían malogrado para siempre algo que ni siquiera había alcanzado a comenzar. La candidez de Brigitte jamás le permitiría confiar en alguien como él.

Sin poder reprimir la furia que sentía, se encaminó hacia el salón de baile en busca de Lucrezia. Estaba enfrascada en una de sus frívolas conversaciones con algunas de sus amigas, pero lo vio acceder al salón. Él solo tuvo que hacerle una seña y ella se disculpó para ir a su encuentro, así que aguardó a la joven en el corredor. Ella se aproximó a él con su bien estudiada sonrisa seductora, se detuvo a su lado y se apoyó en la pared con sugerente desidia.

—Si buscas a la francesa, acaba de retirarse a su recámara…

Aquel comentario malintencionado le facilitó la información que había ido a buscar. Alain colocó las manos en el muro, a ambos lados de su cabeza, y la expresión iracunda que crispaba sus facciones alarmó a la condesa.

—Alain…

—Nunca serás mi esposa —pronunció él con desprecio.

—Esa tonta te lo ha dicho, ¿no? —inquirió con desdén—. Puedo imaginarme el grado de confianza que habéis alcanzado como para que ya te haga reproches.

—El que nunca alcanzaré contigo —sentenció, y un escalofrío recorrió el interior de la condesa al sentir que algo se quebraba irremediablemente entre ellos. Aunque no lo iba a consentir.

Lo cogió de las mejillas y lo besó con exigencia, pero él la agarró de las muñecas y la apartó con brusquedad, mirándola con rabia.

—Alain… —se escuchó de pronto la voz de Céline en el corredor. Presumiblemente volvía del saloncito en el que se habían reunido con Dufort y se había detenido en mitad del pasillo al toparse con aquella escena. El joven soltó de malas maneras a la condesa y se acercó a ella.

—Me marcho —anunció.

—Me voy contigo —asintió su hermana apoyándolo, aunque no supiera lo que había sucedido.

Ambos jóvenes le dedicaron una mirada a Lucrezia, quien se restregaba una de las muñecas con la respiración agitada. Alzó la barbilla, altiva, anunciando que aún no había dicho la última palabra. Empero, a Alain no le importó y le hizo un gesto a su hermana para que se encaminaran hacia la salida.

Realizaron el viaje de vuelta en absoluto silencio. Céline conocía demasiado bien a su hermano como para saber que cualquier palabra que le dijera lo haría estallar. Solo tenía que esperar y Alain le explicaría lo que había sucedido cuando lo creyera conveniente.

Una vez en la finca, Alain acompañó a su hermana hasta la puerta de la casa, pero no entró.

—Voy a la iglesia a advertir al padre Antonio —le dijo con forzada serenidad—. Es mejor prevenir que curar.

Céline solo asintió. Su hermano la besó en la frente y, sin decir nada más, se encaminó hacia las caballerizas. Poco después partió a galope hacia el pueblo y la brisa fresca de la noche golpeando su rostro le otorgó cierto sosiego. Sin embargo, no era capaz de deshacerse de esa sensación de pérdida que lo entumecía tras las palabras de Brigitte. Esa mujer no era suya, ni siquiera había podido saborear sus labios, ¿por qué sentía entonces que se la habían arrancado del pecho de forma violenta, sangrándole el corazón?

Con aquel dolor punzante atravesándolo con cada uno de sus latidos, que resonaban en sus sienes, llegó a la iglesia y se dirigió a la puerta de la sacristía. El párroco se preocupó al verlo en semejante estado e incluso le preguntó si estaba ebrio, pero el joven simplemente lo negó, le narró lo acaecido con el teniente para que advirtiera por la mañana muy temprano a los componentes de la banda, por precaución, y volvió a montar en su caballo.

No regresó a la finca, pues aquella desazón apenas lo dejaba respirar. Se sumergió en las profundidades del bosque al encuentro de una última esperanza, de una idea loca que, tal vez, le devolviera la cordura: fue en busca del Falcone.

Oculto entre las sombras, el bandido enmascarado atravesó las calles de Turín hasta arribar al palacio Monteverdi. La fiesta había concluido y todo estaba a oscuras y en silencio, pero él conocía esa casa como la palma de su mano. Se aproximó al ala de invitados y escaló por el muro de piedra, hasta uno de los balcones. Desde ahí, con la agilidad de un felino, comenzó a saltar de uno a otro, oteando el interior, hasta que dio con la recámara de Brigitte. Con un gesto de maestría abrió la puerta del balcón y, sigiloso, se adentró en el cuarto.

La joven dormía. Su expresión era dulce y serena. Su melena dorada se esparcía por la almohada, pero uno de los mechones le acariciaba el rostro. Con mucho cuidado, para no despertarla, se sentó en el lecho y deslizó las yemas por las suaves hebras. Era tan hermosa… La colcha cubría su cuerpo, pero no sus brazos, y se vio tentado de tocar su piel. No lo hizo, con seguridad la despertaría con ese roce que distaba mucho de ser suficiente para él.

No lo dudó. Le tapó la boca con una mano y, en cuanto ella se despertó, sobresaltada, presionó la mano para impedirle gritar. La joven le agarró la muñeca, asustada, tratando de zafarse de su atacante, pero en cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se percató de que era él y dejó de luchar. Al Falcone le sorprendió su actitud. Percibió que, además de soltarlo, la expresión de su mirada cambiaba, pues ya no había temor, sino curiosidad y cierto brillo anhelante en sus pupilas que, inevitablemente, echaba el corazón masculino a volar. Tuvo la certeza de que no chillaría ni lo delataría, así que liberó su boca.

Brigitte se irguió, quedando sentada frente a él, tan cerca… Entreabrió los labios, como si fuera a decir algo, pero el Falcone los cubrió con sus dedos, impidiéndoselo; no había palabras con el suficiente valor como para quebrar aquel momento. Comenzó a acariciarlos con el pulgar mientras clavaba la mirada en sus ojos, queriendo leer en ellos cada una de sus reacciones. Era consciente del impacto que había causado en ella al asaltarla en el camino para robarle las joyas, y necesitaba saber si solo había sido producto de la tensión del momento. Él seguía delineando las curvas de su boca con la yema del dedo y ella no daba señal alguna de sentirse amenazada o forzada, ni siquiera asustada. Su respiración se estaba agitando, sí, pero no a causa del miedo, y las esmeraldas de sus ojos refulgían, deslumbrándolo y desatando sus deseos.

Se inclinó sobre ella para ir lentamente en busca de su boca. Sus ojos seguían pendientes de los suyos, de aquella sombra que pudiera interponerse, de su rechazo o su repulsa, y sin embargo el ritmo errático de su respiración le hablaba de ansia contenida, de emoción prohibida… de excitación… Era para él como un canto de sirena. Se rindió. Capturó sus labios, con suavidad al principio, seduciéndolos con los suyos, deseoso de que aceptase su caricia, y la respuesta de Brigitte fue corresponderle, con movimientos ingenuos e inexpertos, un primer beso robado en mitad de la noche por el ladrón más buscado de la región, pero un beso que ninguno de los dos olvidaría nunca.

El roce tierno se fue tornando osado, en una necesidad mutua de algo más. El Falcone lamió el labio superior femenino, tentándola, urgiéndola a darle acceso, y ella obedeció por instinto, dejándose llevar por ese deseo que se anudaba en su vientre y que comenzaba a anular su voluntad.

Al bandido no le importaron sus motivos, y el egoísmo de su propio anhelo habló por él. Asaltó su boca, su lengua buscó la de ella, y la caricia tersa y húmeda lo hizo gemir, al tiempo que ella temblaba, sacudida por una descarga cálida que recorrió todo su cuerpo y le ablandó los huesos. Él le acunó ambas mejillas con las palmas, y Brigitte se sostuvo de sus muñecas, subyugada a ese beso; un simple beso que sin embargo él, no el Falcone o Alain, sino el hombre, jamás había sentido con tanta intensidad.

Sus labios eran pura seda; su saliva, exquisita miel, la más sabrosa, y su efluvio golpeaba su garganta, emborrachándolo de su esencia. Vibró con ese beso, con esa piel, con esa entrega. Notó que esa mujer le daba su alma sin reservas, sin importarle su identidad oculta, ni el pasado ni el futuro, solo el presente, el ahora, la caricia de sus bocas que emanaba a través de ellos una especie de sortilegio que los unía para siempre. Una promesa que nada ofrecía ni exigía, pero que los vinculaba, viajando directa a sus corazones.

Cuando sus labios se separaron, la mirada que compartieron los mantuvo presos un instante más. No hubo palabras; no había despedida posible entre ellos, no podían aceptarla. Una media sonrisa pícara se esbozó en el rostro del Falcone, y Brigitte se mordió el labio inferior, sonriendo con timidez. Entonces él apresó su boca de nuevo en un beso corto e intenso, con el que dejarla deseando más, esperando su regreso, anhelándolo a él, al hombre detrás de la máscara. Se permitió saborearla un latido más y se separó de ella. Luego, se dirigió al balcón, le dedicó una última mirada y se marchó, con la misma agilidad y sigilo con los que había entrado.

Brigitte se incorporó con premura y corrió hacia la baranda, pero el Falcone había desaparecido entre las tinieblas de la noche. Estremecida, se acarició los labios, aún sensibles a causa de la pasión compartida con ese hombre que acababa de marcar su alma a fuego de modo indeleble.

Solo un par de días atrás se preguntaba si en aquellas tierras encontraría al amor de su vida, y tan cierto como que existía el sol y la luna que lo había hallado en aquel ladrón conocido como el Falcone, y que le acababa de robar el corazón, convirtiéndose en su dueño, para siempre.