CAPÍTULO 25

 

El patio del fuerte San Bartolomeo apenas podía contener la cantidad de gente que había acudido esa mañana al juicio de Alain y Céline Ranieri. La mayoría eran campesinos, habitantes del pueblo de Rosta, y otros muchos asistentes formaban parte de la aristocracia turinesa y acudían por mera curiosidad. Hervé pretendía realizarlo a puerta cerrada, un juicio de índole militar, pero el general insistió en que los acusados eran civiles y, por tanto, el tratamiento debía ser distinto. No le importó, pues el viejo seguía afligido por la muerte de Dufort, cuyo cuerpo ya habían dejado de buscar. A Hervé le escamaba su desaparición, aunque estaba seguro de que el par de disparos que le había asestado habían acabado con su vida, por lo que se convenció de que un animal había dado buena cuenta del cadáver.

En cualquier caso, todas sus preocupaciones estaban a punto de esfumarse. No solo había apresado a ese par de malhechores que iban a pagar por sus delitos y los suyos propios, sino que tenía pruebas más que válidas y suficientes para que empezaran a instalar una guillotina esa misma mañana y los ejecutaran por traición y por asesinar a un oficial francés.

Habían colocado varias mesas en el muro opuesto a la salida de los calabozos y él presidía el juicio junto con Monroe. La pequeña Brigitte ya había llegado, acompañada de Osvaldo Monteverdi, Chiara y la deliciosa Lucrezia, quien parecía preocupada. Él, en cambio, estaba exultante y, al finalizar el juicio, tenía pensado mantener con ella una corta aunque provechosa conversación que, esperaba, hiciera cambiar el semblante de la joven.

En realidad, la hermanita del teniente no le importaba en absoluto, interrogarla era un mero trámite, pero confiaba en que escarmentara y en acicatear así sus deseos de volver a París… Él también regresaría por fin y el pensamiento hizo que su mirada se dirigiera de nuevo a Lucrezia Monteverdi. Carraspeó conteniendo una sonrisa.

De pronto, se abrieron las puertas de los calabozos y el cuchicheo generalizado en el patio se tornó en pesado silencio. Todos allí sabían que se juzgaba a los condes Ranieri, aunque nadie sabía por qué.

Los dos hermanos salieron acompañados por un par de guardias. Ambos tenían las muñecas encadenadas y sus ropajes de nobles se veían deslucidos. Sin embargo, su caminar era altivo, al igual que sus poses, erguidas y con la barbilla alzada, y no perdieron la ocasión de dedicarle una mirada de desprecio al sargento en cuanto los soldados los colocaron en el lugar que debían ocupar, de pie, frente a lo que era el tribunal. Hervé, en cambio, esbozó una sonrisa maliciosa y miró de reojo a Monroe, a quien tenía sentado a su lado, aunque, al comprender su gesto, se irguió.

—Estamos aquí reunidos para celebrar el juicio público contra Alain Ranieri y Céline Ranieri por delitos contra la soberanía de Francia.

El murmullo de los presentes volvió, elevando su intensidad, y el general tuvo que hacer uso del pequeño mazo de madera que tenía frente a sí. El sonido llamó la atención del gentío.

—¡Se ruega silencio o me veré en la obligación de desalojar el patio y celebrar este juicio a puerta cerrada! —gritó, aunque sin perder la calma. Estaba recostado contra el respaldo de su butaca, mirando con interés a la pareja de hermanos—. Procede, Langlais —añadió entonces, y el sargento se levantó.

—Rogaría a mademoiselle Dufort que se acercara —recitó entonces con forzado tono ceremonial.

La muchacha, que iba acompañada de Osvaldo Monteverdi, como su anfitrión y protector hasta que ese asunto se aclarase, se abrió paso entre la gente. Alain la observó un instante, pero pronto fijó la mirada al frente, tratando de no parecer afectado por su presencia. Temía que llegara el día en que lo viera así, engrilletado, prisionero por haber sido un iluso y creer que el camino que había escogido conduciría a la gente de la región a la libertad y que la justicia vería la luz. Le impactó verla vestida de negro, fingiendo un luto riguroso por la muerte de su hermano. Pero era lo apropiado, al igual que su semblante compungido. El conde rogó que ese maldito sargento no fuera duro con ella y que saliera indemne de tan desafortunada situación.

Mademoiselle Dufort —la saludó Hervé, cuadrándose en señal de respeto. Brigitte se limitó a asentir—. Vuelvo a expresaros mi más sincero pesar por lo que le ha ocurrido a vuestro hermano, mi superior, el teniente Dufort, pero os congratulará saber que pongo ante vos a sus asesinos y que no cejaré en mi empeño de hacerlos pagar por ello.

Los murmullos por parte de los asistentes no se hicieron esperar, y Monroe hizo uso de nuevo del mazo.

—Langlais, limítate a interrogar a la testigo —lo reprendió.

—Serán solo un par de preguntas —accedió él, sonriente pese a la regañina—, por deferencia a vos y a vuestro hermano —le susurró, y a Brigitte se le erizó el vello de la nuca ante ese favor que ella no había pedido y que podía salirle caro—. Mademoiselle, ¿conocéis a los dos acusados? —preguntó señalándolos—. Si es así, decidnos, por favor, sus nombres y cuándo tuvisteis el placer de conocerlos —añadió con retintín.

—Son… los condes Alain y Céline Ranieri —respondió, intentando mostrarse serena—. Edmond y yo nos refugiamos en su casa cuando, el día de nuestra llegada, la banda del Falcone nos asaltó en el camino.

—¿Mantuvisteis algún tipo de relación con ellos? —le cuestionó, paseándose frente a la joven con las manos en la espalda, aunque su expresión no denotaba gran interés en ese interrogatorio.

Brigitte tomó aire y se mantuvo firme en su decisión de no mirar a Alain. Le costaba tanto negar el amor que existía entre ellos… Sentía que repudiaba lo más hermoso que le había sucedido en la vida, y le dolía en el alma…

—Nada más allá de una amistad, sargento —le contestó—. Me hospedo en el palacio Monteverdi y son amigos de la familia.

—Entiendo… —farfulló pensativo—. Una última cosa —agregó, deteniéndose frente a ella—. Todos saben que tuvisteis la mala fortuna de ser secuestrada por ese rufián y me consta que vuestro hermano apenas obtuvo información de valor cuando le relatasteis lo sucedido, pero, para que conste, ¿en algún momento sospechasteis de la identidad de vuestros raptores?

—No, sargento —fingió lamentarlo—. Tal y como le expliqué a mi hermano, todas las personas que vi portaban máscara y, en ocasiones, sombrero. También… —hizo una pausa, afectada ante el recuerdo de Edmond—, también le narré que en los trayectos me vendaron los ojos, por lo que no pude darle pistas sobre la ubicación del lugar donde me mantuvieron retenida.

Brigitte se enjugó con rapidez una lágrima causada por el sufrimiento y las mentiras, una aflicción que todos malinterpretaron, incluso Langlais, quien le tomó la mano, afectuoso, y le dio un par de palmaditas de modo fraternal.

—Ya hemos terminado —le dijo, condescendiente—. Siento haberos hecho pasar por esto, pero era necesario.

—Gracias, sargento —asintió con la cabeza.

—Ya os podéis retirar —agregó, liberando su mano. Ella obedeció, acompañada de nuevo por Osvaldo Monteverdi.

A Alain se le revolvieron las tripas al ver a Hervé cerca de Brigitte, pero ni siquiera podía mostrarlo ante los demás, por lo que sus facciones siguieron tensas, sin dejar de manifiesto que esa afectuosidad le hacía hervir la sangre.

—Y tras este breve paréntesis, vamos a lo que nos ocupa —anunció el sargento con insultante seguridad en sí mismo. Se acercó a la mesa del tribunal y tomó el libro que formaba parte del cargamento enviado por Napoleón. Luego se acercó a los hermanos, aunque dirigió su mirada a Alain—. Ayer requisamos este valioso volumen en vuestra finca, ¿lo reconocéis?

—Tal y como os dije, no lo había visto en mi vida —respondió Alain con firmeza.

—Para que quede constancia, este volumen está inventariado y forma parte de un cargamento realizado desde la Santa Sede por mediación del general Napoleón Bonaparte —recitó en tono solemne—, cargamento que el teniente Dufort tenía órdenes de escoltar. Y qué terrible casualidad que el teniente ha acabado muerto y este libro en vuestras manos —apostilló, abandonando su pose formal y tornándose mordaz.

—¡Vos trajisteis ese libro a mi casa! —le gritó Alain.

—Ya os dije que esa es una acusación muy seria —replicó con desdén, divertido por el ataque del noble—. Vos decís que yo llevé este manuscrito a vuestra casa —canturreó, dejándolo en la mesa para coger algo que sacó de un morral, tras lo cual volvió a encarar al prisionero—. Al igual que esto, ¿verdad?

Hervé levantó ambas manos y una exclamación se alzó entre el gentío al ver que sostenía dos máscaras.

—He aquí el infame Falcone y su sempiterna compañera, la Albanella —se jactó el sargento al exponerlos públicamente. Estaba gozando del momento y ni siquiera lo disimulaba.

Los dos jóvenes sintieron las miradas acusatorias de la mayoría de los asistentes. Podían leer en sus labios los insultos. Al fin y al cabo, todos creían que el Falcone había matado al teniente Dufort. Solo su gente se mantenía en silencio, afligida por el terrible final de aquella epopeya, que los colocaba en el lado equivocado de la historia.

—¡Sois un malnacido! —lo insultó Alain, y uno de los soldados que flanqueaba a los acusados tironeó de la cadena que sujetaba para sacudir al conde y llamarlo al orden.

—¿Vais a admitirlo o también vais a asegurar que yo he puesto este embozo en la recámara de vuestra hermana y este otro en las caballerizas? —prosiguió, señalando las máscaras consecutivamente.

Alain no respondió, pero bufaba con los tendones del cuello tensos y los ojos enrojecidos a causa de una rabia que apenas podía contener. Ni siquiera lo sosegó que Céline hubiera empezado a llorar en silencio.

—¿Dónde escondisteis la medalla que el propio general Napoleón Bonaparte envió en persona? —lo interrogó Langlais a gritos.

—Tal vez esté en el mismo lugar en el que colocasteis ese libro en mi recámara —contestó furibundo a su acusación.

—¿Insistís en que yo os he tendido una trampa? —persistió el sargento con una sonrisa sardónica cruzándole la cara—. ¿Qué motivos podría tener yo? Apenas nos conocemos.

—¡Tapar vuestros propios crímenes! —bramó el conde—. ¿Ya le habéis puesto al tanto a vuestro general de los tres campesinos que mandasteis ahorcar solo para dejar de manifiesto quién representaba el poder y la justicia en estas tierras?

Hervé, lejos de inmutarse, se cruzó de brazos y los miró con fingido asombro, pues, en realidad, estaba esperando aquella acusación.

—Estábamos siendo atacados por una banda de enmascarados y nos sentíamos amenazados —recitó incisivo—. Mis investigaciones me llevaron al pueblo y a esos criminales.

—¡Mentís! —lo encaró con valentía—. El Falcone y la Albanella nacieron aquel día, a causa de ese asesinato que quedó impune en pos de una paz que estabais reafirmando a fuerza de horca.

—Todo eso es muy poético, pero temo que os falten los datos que justifican y respaldan mis actos —se vanaglorió—. Yo representaba una fuerza invasora en una tierra que declaraba rendirse ante los franceses, pero cuyo tratado jamás cumplió, por lo que seguíamos en guerra, y yo me limité a defenderme. —Dejó las máscaras en la mesa y volvió a coger el libro para mostrárselo a los asistentes y volver a depositarlo en el mismo sitio con un golpe seco—. El propio Napoleón tuvo que encargarse personalmente del asunto y este era el resultado, el pago de lo convenido con la Santa Sede para hacer efectivo un nuevo tratado que dictase por fin la paz —se acercó al joven con expresión amenazadora—, una paz que a vos no os convenía, ¿verdad, conde Ranieri? —masculló, apretando las mandíbulas—. ¿O debería llamaros Alain Blair de Boisemont?

Los presentes volvieron a cuchichear, no comprendían nada, pero Alain sabía que la pena de muerte pendía de su cabeza y de la de Céline. Se mantuvo firme, pero tomó la mano de su hermana, trémula, reflejo del llanto silencioso que la dominaba.

—No soy el conde Ranieri —admitió con firmeza, dispuesto a defenderse hasta el final—, pero sabéis que los títulos se pueden comprar, como fue nuestro caso, por lo que no veo el delito.

—El delito no está en vuestro título, sino en vuestra sangre, en vuestro apellido —farfulló, acercando su rostro al del prisionero, en gesto conminatorio—. O más bien, en el de vuestra madre: Flesselles.

Alain contuvo la respiración y Hervé se alejó un par de pasos, comenzando a pasearse frente a él con suficiencia.

—¿Sabéis que uno de mis primeros destinos fue formar parte de la guardia del ayuntamiento? —inquirió, mordaz, y lo miró de reojo, sonriendo triunfal. Se detuvo y levantó la mirada, como si estuviera evocando el recuerdo—. El día que el difunto teniente Dufort se refugió en vuestra finca me impactó el retrato de vuestra madre; yo había visto ese rostro antes, pero no sabía situarlo… Y claro que conocía a esa dama, porque la acompañé en muchas ocasiones por los corredores de aquel edificio hasta el despacho de quien fue el último preboste de París.

Entonces se giró hacia Alain, con mirada maligna, y el corazón del joven se detuvo durante un doloroso segundo… No podía ser…

—Su hermano, Jacques Flesselles —pronunció despacio—. Yo estaba allí, yo vi cómo la marabunta que había tomado la Bastilla y que portaba la cabeza de su alcaide en una pica irrumpía en el ayuntamiento y arrastraba a Flesselles hacia una muerte provocada por la propia hambruna y la sed de justicia y de sangre —dijo aproximándose a él un poco más—. Fui testigo de cómo aquella jauría salvaje, inhumana e imparable le arrancaba la cabeza… Y lo presencié todo, al igual que tú —sentenció, tocándole con un dedo la cicatriz de debajo del ojo, la marca indeleble de lo que sufrió aquel día.

—¡Maldito bastardo! —bramó Alain de pronto, sin poder contenerse más. A pesar de las cadenas, cogió a Hervé del cuello con fuerza, tanta que el oficial no pudo zafarse de su agarre por sí mismo. Un par de guardias tuvo que auxiliarlo y poner todo su empeño en reducir al muchacho.

—¡Ese es el motivo por el que querías truncar la paz! —lo acusó, palpándose el cuello—, para perjudicar a un régimen que te arrebató la vida, que os hizo a ti y a tu hermana huir junto a vuestra madre de vuestra casa, de vuestro país, un país que os consideraba traidores a causa de la sangre que corre por vuestras venas.

—¡Mi tío amaba su patria! —lo defendió el joven con pasión, forcejeando contra el guardia que lo sujetaba—. Y lo convirtieron en traidor por el hecho de hacer su trabajo, sin que nadie le preguntara cuáles eran sus ideales, sin un juicio justo. ¡Simplemente lo mataron a sangre fría, como a un animal! —gritó con la piel del rostro enrojecida y los ojos llameantes por ese odio que le ennegrecía el alma—. Y me convertí en el Falcone para luchar contra la injusticia, contra el derramamiento de sangre innecesario… ¡contra ti!

—Estos documentos prueban vuestra identidad —dijo Hervé ignorando las acusaciones del joven, y fue hasta la mesa para coger los papeles que le había enviado el conde Felix Le Peletier. Luego se giró y los levantó para que quedaran a la vista de todos—. En cuanto estuvieron en mi poder, todo quedó claro. El Falcone y la Albanella no eran más que una mascarada tras la que actuar y poder quebrar la paz entre nuestros pueblos —pronunció solemne—. Bastó un registro en su casa para encontrar más pruebas que afianzan su culpabilidad —aseveró señalando el libro.

—Tú llevaste eso a mi casa… ¡Tú eres el traidor! —exclamó Alain—. ¡Asaltaste el convoy y…!

Langlais soltó el libro, que cayó pesado sobre la mesa, y llegó hasta el muchacho con un par de zancadas. Lo cogió de un brazo y lo sacudió, impidiéndole que siguiera hablando.

—Tú mataste al teniente Dufort, Alain, y te llevaste su cuerpo para no sé qué macabro fin —lo acusó, iracundo—. ¿Qué hiciste con su cuerpo?

—Fuiste tú quien le disparó, malnacido… ¡Asesino! —le gritó de repente Céline. Fue su primera intervención en todo el juicio y la respuesta de Hervé fue abofetearla con tal fuerza que la tiró al suelo.

—¡No te atrevas a tocarla, cerdo! —lo increpó su hermano, luchando con los guardias que lo sostenían, tratando de alcanzar al sargento.

—Voy a hacer mucho más que tocarla —aseveró con satisfacción, tras lo cual se giró hacia Monroe, que no había hecho más que ver cómo se sucedían los acontecimientos sin intervenir en ningún momento.

El general tomó aire y se puso en pie.

—He escuchado ambos relatos y revisado las pruebas —afirmó señalando los documentos— y mi decisión es firme. En vista de lo acontecido, Alain y Céline Blair de Boisemont, sois declarados culpables de alta traición contra Francia, lo que está penado con la muerte, con la guillotina. Es por ello que ordeno que se instale en este mismo patio y, a no ser que surjan nuevos testimonios o pruebas, la sentencia se hará efectiva mañana, al atardecer.

Alain cerró los ojos con fuerza y Céline comenzó a llorar a su lado, cubriéndose la cara con las manos. Escuchó el golpe del mazo, que resonó en la mesa cuando el general dio por concluido el juicio y, cuando el joven volvió a abrir los párpados, se topó con la sonrisa malévola de Langlais. Sintió náuseas… La justicia no era más que una falacia, un instrumento que unos pocos utilizaban en su propio beneficio para obtener poder y dominio sobre los demás, nada más. Fue un gesto inútil, pero el joven se dio el gusto de escupirle en la cara. Sin embargo, el sargento se rio, complacido.

—Lleváoslos —ordenó a los guardias con calma, con la misma con la que extrajo un pañuelo del bolsillo de su guerrera y comenzó a limpiarse.

Alain le sostuvo la mirada un instante más. Ambos sabían la verdad de lo sucedido y al muchacho le mortificaba que esta muriera con él, hecho que regocijó al sargento y que el conde apreció en aquella chispa maliciosa que iluminaba sus ojos. Fue solo un instante, pues ya lo arrastraban junto a su hermana hacia los calabozos. En el trayecto vislumbró rostros conocidos: Cesare, Luigi, Salvatore… Él negó con la cabeza, rogando para que no se descubrieran en un intento de salvarlos de la guillotina, pues se condenarían con ellos y no valía la pena que hubiera más muertes.

Los condujeron hasta la oscuridad de las mazmorras. Por fortuna, el día anterior habían encerrado juntos a ambos hermanos y volvían a estarlo, en la misma celda. Céline se derrumbó sobre un montón de paja, sumida en un llanto agonizante, y Alain se arrodilló a su lado. La abrazó, tratando de consolarla, pero era imposible.

—Lo siento, pequeña, siento haberte arrastrado conmigo hasta… esto —le susurraba, acariciándole la mejilla magullada, sin saber qué decirle, pues, a fin de cuentas, él también iba a morir.

Alain no le temía a la muerte, pero sí le dolía en el alma todo lo que no podría llegar a vivir. Al conocer a Brigitte sus ilusiones habían alzado el vuelo y había empezado a soñar con la idea de encontrar la felicidad; quería desposarla, que le diera hijos, verlos crecer junto a ella… Todo aquello quedaría truncado por la hoja de una guillotina y lo llenaba de desesperanza el infierno que viviría su amada ante su pérdida, sin saber qué hacer con ese amor malogrado que acabaría pudriéndose en su corazón, transformándose en amargura. Jamás habría deseado tal desdicha para ella…

De pronto, se escuchó la cerradura de la celda y el estrépito fue lo único que hizo reaccionar a Céline. Al instante alzó el rostro, confusa. ¿Acaso había llorado sin cesar durante un día entero sin percatarse de ello y ya venían a buscarla para hacerle cumplir su condena?

—Padre Antonio… —murmuró Alain, y el corazón de la joven comenzó a palpitar con fuerza ante el consuelo de una cara conocida y afectuosa.

El cura se sentó en un jergón que había junto a la paja, con semblante compungido.

—Vengo a daros confesión… por última vez —dijo, apretando la Biblia que sostenía en su mano—, pero necesito saber si hay algo que podamos hacer para salvaros —añadió en tono apenas audible.

—No —contestó el conde sacudiendo la cabeza—. Decidles a los demás que no lo intenten, pues provocarían su propia muerte. Langlais habrá previsto la posibilidad de un ataque y habrá aumentado la guardia.

—Así es —admitió el cura desolado—. ¿No hay esperanza?

—Solo una —aseveró Alain, y su hermana alzó el rostro, mirándolo con incredulidad, sin comprender—. El teniente Dufort.

Céline comenzó a negar con la cabeza, con movimientos exagerados, pero ninguno de los dos hombres le prestó atención. La mirada del cura se había iluminado al pensar en esa posibilidad.

—Anoche se refugió en la iglesia —les contó, haciendo renacer esa chispa de esperanza—. Le puse al tanto de…

—¡No! —exclamó finalmente Céline—. ¡Él no! —insistió, volviendo a sacudir la cabeza.

—¿Por qué no? —le reprochó su hermano—. Comprendo que te duela que vuestro amor se haya malogrado, pero hay que encontrarlo, demostrar que está vivo. Eso nos ayudará a…

—¡No lo encontrarán! ¿No lo entiendes? —gimió ella, tratando de tragarse ese nuevo llanto que la asaltaba y que apenas le dejaba respirar. Su cuerpo temblaba tanto que Alain tuvo que cogerla de los brazos y sacudirla.

—¡No! No lo entiendo —se desesperó él—. Habla de una maldita vez.

—¡Ha estado aquí! —le dijo finalmente, abatida, destruida. Su cabeza cayó hacia delante y dio con la barbilla en el pecho de Alain mientras los sollozos incontenibles le impedían proseguir.

Alain supo que no conseguiría nada forzándola, así que la abrazó y comenzó a mecerla, como cuando de niños ella acudía a su cama, temblando de miedo por una pesadilla, la misma que lo despertaba a él: la horrible muerte de su tío.

—Cálmate —le pidió en tono dulce mientras seguía llorando contra su pecho—. Cuando dices que Edmond ha estado aquí, ¿te refieres al juicio?

La joven asintió con la cabeza repetidas veces.

—No puede ser, nadie lo ha visto —repuso el cura—, y el fuerte está infestado de soldados…

—Céline, ¿estás segura? —insistió con voz sosegada—. Tal vez tus ansias te han hecho verlo…

—Reconocería su rostro en cualquier parte —musitó ella, doliéndole en el alma tal afirmación, porque su corazón había palpitado como un loco cuando lo había vislumbrado entre los asistentes—. Parecía un pueblerino más, con las ropas de labriego que nosotros mismos le dimos, sucias, ajadas… —Tomó aire para continuar—. Su rostro estaba lleno de barro y lo ocultaba bajo un sombrero… Pero era él. —Miró a su hermano—. Estaba a un lado, entre algunos campesinos, escuchando con atención y sin dejar de observarme. Y cada acusación que lanzaba ese bastardo de Hervé, Edmond volvía a arrojarla sobre mí con su mirada implacable y su rabia.

Se cubrió la boca con una mano y Alain comprendió por fin la actitud de su hermana durante el juicio, lo que la había hecho flaquear.

—He sentido su odio en mi piel, Alain —sollozó la joven, mortificada, desesperada—. No queda nada de lo que una vez sintió por mí, al contrario, se ha tornado en algo oscuro, en inquina… y no hará nada por salvarnos, por salvarme… Creo que, si pudiera, él mismo dejaría caer esa endemoniada hoja sobre mi cuello para castigarme con sus propias manos.

—No digas eso —le pidió su hermano, pero el noble miró al cura, comprendiendo ambos que aquella esperanza acababa de desvanecerse como el humo.

Entonces, el padre Antonio cogió la estola que guardaba en un bolsillo de la sotana y se la colocó alrededor de la nuca.

—Ave María Purísima…