CAPÍTULO 14
Cuando Alain se despertó, la luz mortecina del atardecer penetraba por la ventana, aunque apenas iluminaba la habitación. Miró a ambos lados y encontró a Velmont sentando en una silla observándolo, ceñudo; sabía que merecía una reprimenda al haberse extralimitado. Una punzada cerca del hombro le recordó que así era y notó que le habían colocado el brazo en un cabestrillo, para impedirle moverlo.
—Estaba más débil de lo que creía —fue su excusa, y el anciano resopló.
—Os desconozco, joven —murmuró afligido.
—Y yo —respondió con pesar—. Pero lo voy a solucionar.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó Velmont, cauteloso.
—¿Cómo está Brigitte? —quiso saber en cambio.
—Despertó hace un buen rato —le informó—. Le ofrecí algo de comer y vuestra hermana la está acompañando.
—Ayúdame a sentarme —le pidió, a lo que el mayordomo accedió enseguida—. Condúcela hasta aquí —le dijo después, mientras acomodaba la espalda en la pared.
—Pero…
—Voy a dejarlo en sus manos, Velmont —decidió, firme—. Voy a explicarle mis motivos, el porqué de mis actos, y será libre de marcharse si es lo que quiere.
—Pensabais intercambiarla por el grano —le recordó.
—Algo se me ocurrirá —susurró, desalentado—. Haz lo que te he pedido, por favor.
El mayordomo asintió. Le colocó la máscara a Alain y ocultó también su propio rostro. Acto seguido salió para ir a la otra habitación. Ambas mujeres estaban en silencio y el anciano reparó en que Brigitte no había probado la comida. Seguía tumbada en la cama, con la vista fija en la tenue luz que entraba por la ventana, aunque se giró al oírlo entrar.
—El Falcone quiere ver a mademoiselle —recitó despacio, con la voz amortiguada tras el pañuelo.
Brigitte, que parecía una campesina con las ropas que vestía, obedeció sin replicar ni pronunciar palabra alguna, aunque, antes de salir, la Albanella caminó hacia ella y la detuvo.
—Podría haber muerto por salvarte —murmuró afectada, clamando a su comprensión—. No lo olvides.
La hermana del teniente le sostuvo la mirada a la bandolera enmascarada sin hacer un solo gesto. Luego, se giró hacia Velmont para seguirlo hasta la otra habitación.
—Déjanos solos —le pidió Alain al mayordomo, quien asintió y cerró la puerta al salir.
La muchacha miró hacia atrás de reojo y luego fijó la vista en él, parada a unos pasos del camastro. Su expresión era indescifrable para el joven, una mezcla de rabia, decepción y tristeza, y todo lo había causado él. Sin embargo, Alain también se veía asaltado por un torbellino de emociones que lo atormentaban, sobre todo por el dolor que le producía saber que había preferido escapar de él antes que escucharlo. No obstante, por otro lado, podría haber muerto, ahogada en ese río, y eso lo mortificaba aún más.
—Puedes marcharte si es lo que deseas —le dijo, intentando que su voz no reflejase el sufrimiento que aquello le provocaría.
Brigitte lo miró extrañada, al no ser eso lo que esperaba escuchar.
—¿Renuncias a tu moneda de cambio para recuperar el grano? —inquirió, con un sarcasmo que a él se le anudó en las entrañas. A decir verdad, lo tenía merecido.
—No eres una moneda de cambio —aseguró él—. Y lamento que no me hayas dado la opción de explicártelo antes de salir huyendo —le reprochó.
—Explicarme… ¿qué? —demandó ella, con tono incisivo.
—Ya no importa —replicó, molesto por su acritud, como si no quedase nada de lo que habían compartido o sentido… ¿Acaso no había sido más que una ilusión? El Falcone no había sido más que un escape a su monótona vida, llena de normas estrictas impuestas por su hermano, y aceptar los besos de un desconocido enmascarado suponía romper esas reglas, algo atrayente y excitante, pero nada más. En cambio él…—. Deduzco que para ti lo sucedido entre nosotros no significó nada —murmuró, resignado, sin esperanza—, y aunque no me creas, te diré que me duele que así sea. No soy un desalmado —se defendió, a pesar de que a ella no le importase—, solo soy un hombre con muchos defectos y que comete errores, pero habría querido que todo fuera distinto.
—¿Distinto? —pronunció con incredulidad—. ¿Me habrías engatusado hasta el punto de convencerme de ser yo misma quien persuadiera a mi hermano de devolver el grano? —añadió con sarcasmo—. ¿O me habrías instado a robárselo y traértelo en persona?
—¡Claro que no! —exclamó, furibundo—. Jamás te expondría de esa manera, nunca ha sido mi intención que estuvieras en peligro —alegó, exaltado. Se llevó la mano a la herida con una mueca de dolor, pero prosiguió—. No puedes ni imaginar lo que he sentido al verte en el arroyo, a merced de la corriente. ¡Podrías haber muerto, maldita sea! —gritó.
—La culpabilidad es difícil de sobrellevar —ironizó ella.
—¿Culpabilidad? —preguntó esbozando una mueca de incredulidad—. ¿Crees que eso es lo que me une a ti?
—Y el engaño, que te hayas acercado a mí con la única intención de conseguir tus propósitos —le reprochó, y él no pudo soportar tan dura acusación.
Renunciando a toda prudencia, se levantó y la agarró de un brazo, tirando de él para que se aproximara.
—Me acerqué a ti porque me robaste el corazón la primera vez que te tuve ante mis ojos —le confesó en un gruñido grave, profundo y que la estremeció, aunque trató de no dar muestra de ello.
—¿Y cuándo fue eso, cuando el Falcone asaltó la carroza o cuando nos recibisteis en vuestra casa, conde Ranieri? —pronunció despacio, sílaba a sílaba, y a Alain se le clavaron las palabras una tras otra en el pecho. Palideció. La soltó sin saber qué decir, porque no era posible que ella lo supiera, que…—. En el río, mientras luchaba por no soltarme, he tocado tu cicatriz —le confesó, y el joven se llevó los dedos a la zona de modo instintivo—. Me he visto en tus ojos más de una vez como para no reparar en ella.
Alain agachó la cabeza, palpándose la marca mientras sentía que todo había dado a su fin, todo, el Falcone y lo poco o nada que lo unía a esa mujer. Agarró el borde de la máscara y tiró hacia arriba, deshaciéndose de ella. Escuchó que Brigitte gemía; tal vez conservaba la fatua esperanza de que no fuera cierto, pero ya no valía la pena seguir ocultándolo. Alzó el rostro y la miró, fijando sus ojos en los suyos, dispuesto a enfrentarla, y observó el brillo trémulo de sus pupilas que anunciaba lágrimas.
Cuando vio que empezaban a rodar por sus mejillas, se sentó en el jergón, dejándose caer, derruido, cabizbajo. Apenas podía soportarlo…
—¿Cómo has podido hacerme esto? —lo acusó con voz temblorosa—. He creído estar quebrantando las leyes de todo lo divino al enamorarme de dos hombres a la vez —susurró Brigitte con resquemor, aunque a Alain no le afectó ese resentimiento en su tono, su corazón no lo percibió; lo que lo atravesó fue el significado de sus palabras.
Sin importarle su posible rechazo, alargó el brazo y le rodeó la cintura para atraerla hasta él. A pesar de sobresaltarla, él gimió, apoyando el rostro en su abdomen.
—Por mi alma que te amo, Brigitte —recitó en un lamento—. Aunque me haya presentado ante ti como dos hombres distintos, es un único corazón el que late, y lo hace por ti. Por favor… Por favor… —suplicó, alzando el rostro para mirarla.
El llanto corría libre por sus pálidas mejillas y a Alain le pudieron el dolor y la desolación que vislumbró en ella. Negó mientras notaba el ardor en sus propios ojos, lágrimas que pugnaban por escapar, y giró la cara para rehuirle la mirada, avergonzado, tragando saliva para que la aflicción se hundiera en lo más profundo de su estómago. Ni siquiera lloró al presenciar la abominable muerte de su tío. ¿Iba a hacerlo en esa ocasión?
Sí…
La primera lágrima rodó por encima de aquella cicatriz que lo había delatado, dejando un sendero frío a su paso, como aquel soplo gélido que le poseía el alma. Pero entonces, un tacto suave y cálido quebró aquel hielo y fue como si ese simple gesto pudiera devolverlo a la vida. Los dedos de Brigitte recorrieron aquel húmedo surco hasta la marca que reveló su identidad y la acarició con una ternura que a él lo sobrecogió.
—Alain…
El joven se puso en pie y apenas terminaba de erguirse cuando con su boca capturó la de ella, besándola con desesperado frenesí. La rodeó con el brazo y la apretó contra su cuerpo, preso del temor mortal a que volviera a escapar de él, y poseyó sus labios con delirio y vehemencia, queriendo adueñarse de su voluntad. No podía perderla, no podría resistirlo…
No obstante, para su gozo, Brigitte correspondió a sus besos, y se agarró de su nuca, acariciando sus cabellos y arqueándose contra él, para aumentar el contacto entre sus cuerpos, la calidez. La sal de las lágrimas de ambos se entremezcló con la dulzura que emanaba de sus labios, pero que les recordaba todas las palabras que necesitaban decirse, que precisaban ser escuchadas. Muy a su pesar, Alain se separó de la boca femenina, rogando que ese beso no fuera el último que disfrutara de ella. Con esa esperanza la mantuvo pegada a sí, mirándola a los ojos para confesarle todo lo que no había podido decirle hasta entonces.
—Perdóname —fue su primera petición—. Te juro que nunca pretendí engañarte. Aunque te suene presuntuoso, nunca he tenido que hacerlo para conseguir a una mujer —admitió, y ella frunció los labios en un mohín.
—Llegó a mis oídos la fama que te precede —le recordó, y aunque él chasqueó la lengua, disgustado, no tuvo más remedio que asentir.
—Y sé que por eso me rechazaste cuando traté de besarte tras bailar el vals —lamentó—. Con una mujer cualquiera no me habría importado; si no era ella, sería otra —le confesó, y aunque a la muchacha le hería aquella franqueza, sabía que era necesaria—. Pero tú eras diferente, yo era diferente estando contigo, de una forma que se tornó vital para mí. Sabía que el Falcone te había encandilado con su picaresca y su galantería, y te necesitaba tanto que, si no podía ser el conde, sería el bandolero quien te tuviera.
—Los dos me habéis tenido —titubeó, apurada—. Me atraía la libertad que el Falcone representaba y de la que yo nunca pude gozar —admitió—, y el conde es el hombre que cualquier mujer desearía, pero… —suspiró, azorada por su propia confesión, por lo duro que le resultaba pronunciar esas palabras—. Pero yo no soy mujer para ninguno de los dos. Solo pueden ofrecerme un futuro incierto con el que no voy a poder lidiar.
—Eres la única que quiero para mí —sentenció él—. No hay ni habrá otra más que tú, te lo juro por mi sangre —pronunció con pasión, aunque ella negara con la cabeza. Le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo—. Te ofrezco mi vida entera, Brigitte.
—¿Y cuánto va a durar esa vida si te enfrentas una y otra vez a mi hermano? —le reprochó ella, con renovadas lágrimas en los ojos.
Alain exhaló pesadamente y se sentó, y aquel vacío hizo que la muchacha se sintiera desamparada.
—Déjame al menos que te lo explique —le pidió él, con un ruego en la mirada.
—Es lo que más deseo en este instante —asintió ella, mortificada, y el joven tomó aire y valor antes de empezar a hablar.
—Es a causa de Hervé Langlais que hoy soy el Falcone —le confesó, y Brigitte no pudo ocultar la confusión que le provocaban sus palabras—. Sucedió el mismo día en que se estableció en el fuerte San Bartolomeo. Había preocupación entre la gente y salí acompañado de Céline y Velmont a dar un paseo por el pueblo para tranquilizarlos. Sin embargo, presenciamos algo que jamás creí volver…
Alain guardó silencio, midiendo sus palabras. Era consciente de que no iba a contarle toda la verdad, de que no iba a revelarle su auténtica identidad, pero no consideraba que narrarle su pasado y la violenta muerte de su tío fuera a ayudar, más bien lo contrario. Alain Ranieri podía ser acusado de pillaje, pero Alain Blair de Boisemont, el sobrino de Jacques Flesselles, el que fuera el último preboste de París antes del estallido de la revolución, podía ser juzgado por traición y sentenciado a la guillotina.
—Alain…
—Langlais… —Tragó saliva, reaccionando por fin—. El sargento y sus soldados arrancaron a tres hombres de brazos de sus esposas y sus hijos para llevarlos, sin contemplación alguna y bajo sus miradas atemorizadas e impotentes, hacia un gran árbol del que habían hecho pender tres cuerdas.
Brigitte se llevó una mano a los labios, estupefacta, y el joven cerró los ojos pellizcándose el puente de la nariz con claro indicio de lo que le atormentaba el simple recuerdo. La escena fue dantesca y ese día cambiaron sus vidas para siempre. Mauro fue uno de los muchachos que tuvo que presenciar la muerte de su padre sin poder hacer nada. Y su pobre madre murió poco después, incapaz de sobreponerse al profundo dolor.
—¿Por qué? —musitó ella, sentándose a su lado.
—No hubo motivo, te lo juro —respondió con rabia, apretando los puños, e hizo una pausa para calmarse y poder proseguir—. Un niño, no contaría con más de seis o siete años, intentó correr tras su padre y yo mismo tuve que impedírselo, pidiéndole, ordenándole que se colocara de espaldas, para tratar de evitar que presenciara aquella tragedia. Tuve que apoyar su rostro sobre mi cuerpo con fuerza —dijo mirando sus temblorosas manos—, y luchar contra su inocente forcejeo para que no viera cómo Langlais daba la orden de ejecutarlos sin vacilación, sin que hubiera delito ni juicio que pudieran justificar esas muertes, solo como una simple advertencia.
—Dios mío…
—Anunció con voz orgullosa que, quien hiciera el mínimo intento de sublevarse contra ellos correría esa misma suerte, y después se marchó con mirada soberbia y llena de gozo. Parecía haber disfrutado de aquella barbarie —farfulló con la rabia apoderándose de él y tomando aire por un momento antes de continuar—. A pesar de que el ejército francés es una fuerza invasora, yo esperaba que trajesen esos ideales de justicia y libertad de los que se jactan en estas tierras, pero, evidentemente, no ha sido así. —Sacudió la cabeza contrariado—. Aquel día no pude hacer nada, pero decidí combatir, revelarme contra la injusticia que siembra Langlais a su paso. Mis compañeros comparten mi mismo afán de lucha contra ese ladrón, ese asesino que se esconde tras una insignia y un rango que deshonra con cada uno de sus actos. Y ahora ha hecho llamar a tu hermano para hacerlo cómplice de sus crímenes…
—No —negó ella con rotundidad—. Mi hermano no consentiría algo así —añadió pese a la mueca de incredulidad de Alain.
—Brigitte…
—Yo te he escuchado —le recordó—. Escúchame tú a mí.
—Está bien —le concedió. De hecho, le besó la mano y la mantuvo entre las suyas, prestándole toda su atención.
—Hervé no fue quien pidió a Edmond que viniera —comenzó a contarle—, sino su general, el que fue nuestro tutor cuando murieron nuestros padres: Phillipe Monroe.
—Entonces, es ese tal Monroe quien lo ha enviado a capturarnos. Para el caso es lo mismo, ¿no crees? —replicó, con un mohín disconforme.
—Hay otra razón por la cual estamos aquí, solo que no sé con certeza lo que es —puntualizó ella.
—¿A qué te refieres? —preguntó con el ceño fruncido.
—Mi hermano es muy reservado en cuanto a sus asuntos —prosiguió la joven, y a Alain no le resultó extraña aquella afirmación—, pero aquel día, tras ver a Monroe, llegó a casa muy molesto por la misión que le había encomendado y… maldijo a Bonaparte —añadió con cautela.
—¿Al general Napoleón Bonaparte? —inquirió, sorprendido.
—Son amigos. Fueron compañeros en la escuela militar —le explicó así el hecho de que Dufort se atreviera a referirse al oficial en tales términos, y Alain asintió, comprendiendo—. Por eso deduzco que él tiene que ver con el verdadero motivo de nuestra presencia aquí.
—El mismísimo Bonaparte… —meditó en voz alta—. No hemos provocado tanto revuelo como para que un general nos preste tanta atención, ni siquiera un teniente, maldita sea —rezongó, molesto—. Supuse que tu hermano y Langlais…
—Sé que mi hermano ha matado —admitió—, es un soldado y ha combatido en la guerra, pero jamás asesinaría a alguien inocente a sangre fría —lo defendió, horrorizada solo de pensarlo—. Además, el Piamonte se rindió antes de dar batalla; precisamente Napoleón pactó los tratados para que así fuera —apuntó, y Alain se mostró acorde—. No había necesidad de imponerse a la fuerza.
—Pues Langlais lo ha hecho, Brigitte —le espetó, iracundo—. Ha saqueado, robado, matado… y yo no puedo permitir que mi gente soporte tantas injusticias. Aunque sea tu hermano —sentenció, sintiendo que se le partía el alma al hacerla sufrir. Pesaroso, se puso en pie, dándole la espalda—. Tal vez él desconozca la fechorías de Langlais, pero los campesinos necesitan el grano —dijo girando ligeramente la cabeza para mirarla de reojo, y suspiró—. Yo… lo siento.
—Y yo lo comprendo —afirmó ella, sorprendiéndolo. Entonces Brigitte se levantó y se acercó a él. Apoyó la mejilla en su espalda y le rodeó la cintura con los brazos—. Pero, quizá, si hablara con Edmond…
Alain sonrió mientras le acariciaba las manos.
—¿Quién engatusa a quién? —bromeó, y ella rio por lo bajo—. En cualquier caso, no te creerá. Pensará que te hemos metido esas ideas en la cabeza para tenderle una trampa, incluso me acusará de haberte seducido para engañarte.
—Puedo decirle que fue… que fue la Albanella —propuso, titubeante.
—No sé… —resopló él, dándose la vuelta, y fue cuando se percató de que la muchacha había palidecido—. ¿Estás bien? —quiso saber, sosteniéndole la barbilla.
—Alain, tú… ella… —balbuceó, incapaz de pronunciar las palabras, lo que aumentaba la confusión del joven.
—¿Qué? —la instó a seguir.
—¿La Albanella es tu amante? —consiguió preguntarle, y el conde soltó una repentina carcajada.
—Por todos los santos…
—¿Te parece tan descabellada mi suposición? —inquirió, airada, al creer que se burlaba de ella.
—Por Dios, claro que lo es —respondió en cambio—. Yo pensé que… Al descubrir mi identidad, imaginé que deducirías la suya.
—Pues no tengo el gusto de saber quién es —contestó. Se cruzó de brazos y se sentó en el jergón, enfadada, y Alain tuvo que hacer todo su esfuerzo por no volver a echarse a reír. Cuando consiguió controlarse, se sentó a su lado.
—Es una de las personas que más quiero en el mundo —le confesó, solo por darse el capricho de ver su reacción. Su palidez se intensificó y comenzó a boquear, sin saber qué decir, mientras sus pupilas comenzaban a brillar, anunciando lágrimas. Alain acunó su mejilla con la palma de la mano y depositó un suave beso en sus labios—. Es mi hermana —musitó, y Brigitte exhaló, sobresaltada.
—Céline…
—Sé que pongo su vida en tus manos al revelarte esto, pero confío en ti plenamente —admitió.
—Y yo sé que harás lo posible para no enfrentarte con mi hermano —lo tanteó ella.
—Brigitte…
—Déjame intentarlo —le suplicó, y él suspiró—. ¿Cómo ibais a concretar el intercambio? —insistió.
—Con una nota, por mediación del padre Antonio —le explicó.
—Yo la escribiré —decidió, y Alain la miró ceñudo—. Soy la primera interesada en que esto se aclare —agregó, mortificada—. Os quiero a los dos con vida, ¿tan difícil es de entender?
—No, no lo es —aceptó finalmente—. Está bien, será como tú quieras.
Brigitte, asaltada por un impulso, lo abrazó de forma repentina, y él se quejó a causa de la herida.
—Lo siento —se apresuró ella a disculparse—. Por mi culpa…
—Tranquila —le sonrió el joven acariciándole la mejilla—. Si me porto bien, en un par de días podré mover el brazo —bromeó, y ella rio por lo bajo—. Y eso incluye que te acompañe a tu habitación para evitar tentaciones —añadió con sonrisa pícara.
—¿Aunque eso malogre vuestra reputación, conde Ranieri? —le siguió el juego, y Alain celebró su ingenio con una carcajada.
—Debo hacer méritos para que cierta dama me considere digno de su amor —dijo, y una sombra de pesar ensombreció los ojos de Brigitte.
—Tal vez sea yo la indigna al haberte juzgado sin…
Alain no la dejó continuar. Le sostuvo la nuca y atrapó sus labios, en un beso intenso y vehemente que la abrumó. Sin embargo, ella le correspondió con idéntico afán, acariciando su rostro y pegándolo a sí, exigiéndole una caricia más de su boca, a lo que él cedió, gustoso. Profundizó su beso y los labios femeninos se entreabrieron, accediendo a su petición. Ambos jadearon ante el cálido y estremecedor contacto y ante el roce húmedo de sus lenguas, que lanzaba una corriente de ardor a lo largo de sus cuerpos mientras seguían disfrutándose.
El joven bajó la mano hasta la fina cintura y la apretó contra él, y ella deseaba tanto su cercanía que acabó sentada a horcajadas sobre sus muslos, haciéndolo gemir.
—Maldición… —gruñó, abandonando su deliciosa boca para recorrer con la suya la fragante curva de su cuello, mordisqueándolo, tentando la suave piel.
—Oh, Alain… —susurró ladeando la cabeza, y la mano de Alain descendió hasta sus nalgas, presionándolas y provocando un roce tan íntimo como excitante que los hizo jadear, temblar por entero.
—Brigitte… —murmuró él, atormentado. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para separarse de su boca. Apoyó la frente en la suya y suspiró—. Te amo tanto… Te deseo tanto que apenas puedo contenerme —musitó con un hilo de voz trémulo, mirándola a los ojos—. Y jamás habría imaginado que, tras saber la verdad, te entregarías así a mis besos…
—Yo también te amo —le respondió, sosteniéndole las mejillas con ambas manos.
Alain se perdió en sus orbes esmeraldas, sobrecogido ante tan inesperada dicha. Volvió a besarla, pero esta vez de una forma lenta y sosegada, con la intención de calmar sus ansias por ella. La intensidad de las sensaciones que causaba en él lo turbaba…
—Será mejor que te lleve a tu cuarto —decidió él con un brillo pícaro en la mirada que a ella le hizo sonreír al tiempo que se enrojecían sus mejillas—. Nunca pensé que diría algo así —bromeó, ceñudo, y consiguió que ella riera, quebrando así la tensión.
—¿Quién, el Falcone o el conde Ranieri? —le siguió el juego.
—Alain —respondió él en un susurro—. Contigo puedo ser solo Alain.
Brigitte le dio un suave beso, cargado de emoción, y luego lo abrazó.
—Mi Alain —musitó, y al joven le dio un vuelco el corazón.
—Sí, tuyo para siempre…
La vista de Edmond se perdía entre las líneas de aquel mapa y se nublaba frente a él; le era imposible concentrarse.
Tras la búsqueda infructuosa de su hermana a lo largo y ancho de aquel maldito bosque, había vuelto al fuerte, dispuesto a seguir con la tarea que se había visto interrumpida a causa de la llegada de los Monteverdi y sus fatídicas noticias…
Brigitte…
Giró el rostro hacia la ventana de su despacho; ya caía la tarde y ella seguía en manos de esos bastardos. Estaría aterrada, preguntándose por qué no había ido a rescatarla, y a merced de ese bandido y sus más que posibles deshonrosas intenciones. Un acceso de rabia le hizo apretar los dientes… Si osaba tocarla, lo despellejaría vivo…
Volvió a mirar el mapa y bufó de impotencia. La misión que le encomendara Monroe podía ser vital, pero él no era capaz de quitarse a Brigitte de la cabeza, y su trabajo siempre había sido lo primero, ¿verdad?
Con un gruñido de frustración se puso en pie y comenzó a deambular por el despacho. Estaba cambiando, era absurdo negarlo, como igual de estúpido era achacarlo al ambiente campestre, pensó con ironía. Su transformación tenía nombre de mujer y no le gustaba en absoluto perder el control de sus emociones. Cada vez lamentaba más su traslado a aquel fuerte…
De pronto, un golpe de nudillos en la puerta detuvo su errático caminar.
—Adelante —dijo con cierta acritud en el tono por estar tan tenso, aunque se arrepintió al ver que era Lucrezia Monteverdi quien entraba acompañada por un soldado.
—Siento si os interrumpo, teniente —se disculpó ella al ver su expresión iracunda, la cual él se esforzó en moderar.
—Disculpadme vos a mí, condesa —le dijo, señalándole la butaca frente al escritorio. El soldado cerró la puerta tras salir y Edmond ocupó su sitio—. No me traéis noticias de mi hermana, ¿verdad?
—No, y no sabéis cómo lo lamento —respondió la joven.
Edmond se puso alerta al verla hacer un mohín lastimero… ¿Iba a llorar? Dudaba que pudiera lidiar con el sentimentalismo femenino en ese instante… No obstante, se puso en pie para acercarse a ella y se vio obligado a ofrecerle su propio pañuelo cuando ella comenzó a enjugarse con los dedos las lágrimas que ya corrían por sus mejillas.
—No es culpa vuestra —intentó calmarla—. Me consta por Brigitte que vos y vuestra familia os habéis desvivido para que estuviera cómoda en el palacio.
—Así es —respondió ella, haciendo un puchero casi infantil que a Edmond le resultó ridículo. Sin embargo, trató de no mostrarlo cuando ella alzó el rostro para mirarlo, con aquella expresión acongojada que rayaba el histrionismo—. En cambio, no puedo evitar sentirme culpable de que ese bandido haya irrumpido en nuestra propia casa y se la haya llevado así. Temo que… —balbuceó— cambie el concepto que podáis tener de mí —añadió, y bajó la mirada, como si le avergonzase su afirmación, mientras se limpiaba los lacrimales con una punta del pañuelo.
Edmond, por su parte, la estudiaba, confuso… ¿Su concepto de ella? Era la anfitriona de Brigitte y, sin duda, una mujer hermosa, pero de ahí a forjarse opinión alguna sobre ella… Sin embargo, la condesa debía creerlo y era algo que escapaba a su comprensión. Lucrezia volvió a mirarlo como si esperara una respuesta suya. Carraspeó, sin saber muy bien qué rumbo debía darle a la conversación.
—En ese caso, yo también podría culparme de lo sucedido —atinó a decir—. Si hubiera cumplido con mi deber y hubiera atrapado a ese maldito Falcone, todo esto se habría evitado y habríamos vuelto a París.
—Eso es algo que lamentaría profundamente, teniente —alegó en un tono que volvió a alertar al joven—. Me refiero a que no habéis tenido tiempo de disfrutar de todo lo que puede ofrecer esta región —agregó, aunque Edmond supo bien a qué se refería. ¿Sería posible…?—. Ciertamente, cuando todo esto termine, pues no dudo de que atrapéis a ese criminal más pronto que tarde —lo alabó—, me encantaría mostraros todas las delicias que Turín tiene reservadas para vos.
—No me cabe duda, condesa —se vio obligado a decir. No podía ser descortés con ella; a fin de cuentas, habían sido muy generosos al permitir que Brigitte se hospedara en su palacio. Y ya tendría ocasión de aclarar lo que, sin duda, debía de ser un malentendido. ¿Tal vez su propia amabilidad había causado una impresión errónea en la condesa?
—Entonces, no os entretengo más, teniente —respondió Lucrezia, complacida—. Cuanto antes atrapéis a ese bandido, mejor para todos —dijo, mientras se ponía en pie. Le devolvió el pañuelo y alzó su mano para que él le besara los nudillos, con una sonrisa frívola que al joven no le pasó inadvertida. Por fortuna, se iba ya…
—Os acompaño…
—No es necesario, teniente —lo excusó ella, y a Edmond lo invadió el alivio—. Conozco el camino hacia la salida y estáis muy ocupado —añadió, señalando la mesa—. Hasta pronto —murmuró, lanzándole antes de marcharse una última mirada con la que lo recorrió de pies a cabeza.
Tras salir al corredor y cerrar la puerta, Lucrezia se apoyó un instante en el muro, llevándose una mano al pecho mientras se mordía el labio, muy satisfecha de su actuación. Sabía que lo había sorprendido, que el comportamiento caballeroso de Dufort era fruto de su gentileza, pero ella seguiría avanzando hasta él, poco a poco, y se valdría de cualquier cosa para ello.
Lo primero era convencer a Langlais de que la ayudara. Debía admitir que le encantaba confabular con él; juntos habían logrado culpar a más de un noble, que a ella le resultaba antipático, de ser contrario a la causa francesa. No solían llegar a prisión; una buena suma de dinero satisfacía al sargento y, a ella, la humillación pública a la que se veía sometido el sujeto en cuestión. Era divertido… Y además, el oficial era fogoso, muy vigoroso en el lecho, sabía hacer disfrutar a una mujer… Lástima que estuviera casado…
Se encaminó a su despacho, decidida a hablar con Hervé, y sería fácil persuadirlo si él sacase beneficio a cambio. Era ambicioso y podría introducirlo en el estrecho círculo de la nobleza italiana; seguro que era un buen acicate…
Se le hacía la boca agua solo de pensar en cazar a un hombre como Edmond, y con certeza a Alain no le pasaría inadvertido que consiguiera tan buen pretendiente, mejor partido que él. Dufort era un oficial del ejército francés, la fuerza invasora que dominaba la región, por lo que podría ser más poderoso e influyente que un conde, incluso podría volver al maravilloso París llevándola con él… La sola fantasía la hizo sonreír, dándole ánimos para enfrentarse a Langlais.
Sin embargo, cuando se detuvo delante de su puerta para llamar, escuchó voces dentro: estaba ocupado. Decidió que ya tendría ocasión de hablar con él, pero entonces…
—Ese malnacido de Dufort sigue sin compartir conmigo la información sobre el paso de ese cargamento venido de la Santa Sede —lo escuchó decir—. Y me conviene que así sea.
—¿Qué pensáis hacer, sargento? —preguntó otro hombre, y ella lo reconoció: era Pierre, el hombre de confianza de Hervé. Estaban tramando algo contra Edmond…
Miró a ambos lados del pasillo, cerciorándose de que nadie se acercaba, y aproximó el oído a la puerta, tratando de captar toda esa conversación
—Interceptarlo —alegó Langlais, mordaz. Lucrezia podía imaginar su sonrisa maliciosa—. Debe de estar lleno de cofres rebosantes de oro y joyas, pero para ello necesito que averigües cuándo llega esa maldita carga.
De repente, resonaron pasos en el extremo del corredor y Lucrezia se apresuró a marcharse en dirección contraria. Sin duda, estaba segura de que la información que acababa de obtener le convendría en un futuro no muy lejano.
Mientras alcanzaba la puerta que daba al patio exterior, rio por lo bajo al imaginarse del brazo del flamante teniente Edmond Dufort… como su esposa.