CAPÍTULO 10
Amanecía cuando Alain despertó. Gruñó al sentir un intenso dolor que le perforaba el pecho, haciéndole recordar lo que había sucedido la noche anterior. Iba a llevarse la mano a la zona dolorida, pero la voz de su hermana se lo impidió.
—No te muevas o se te abrirá la herida —le advirtió y, al enfocar la vista, la halló sentada en un butacón al lado de la cama—. ¿Te acuerdas de lo que pasó anoche?
—Solo que me dispararon —respondió.
—Por fortuna Mauro estaba alerta y golpeó al soldado que te hirió, dejándolo inconsciente —le contó—. Después yo tuve que hacer lo mismo con él.
Alain asintió ligeramente, entendiendo.
—Cesare y Luigi me ayudaron a traerte aquí —añadió, ensombreciéndose su mirada al recordarlo en la carreta, sobre su regazo, desangrándose—. Yo tuve que sacarte la bala.
Alain estiró la mano hacia Céline y, cuando ella la tomó, tiró de ella despacio para que cayera sobre la parte del pecho que no estaba herida y poder así abrazarla.
—Muchas gracias, pequeña —susurró, besándole la frente.
—Estuvo cerca —admitió.
—¿Las armas…?
—Escondidas en la iglesia —le confirmó su hermana, irguiéndose—. Imagino que Dufort habrá ido de nuevo al pueblo a registrar las casas, pero no hallará nada. El padre Antonio las devolverá cuando el ambiente se calme un poco.
—No se va a calmar… —murmuró Alain, hundiéndose en el lecho.
—¿Qué te sucede? —le preguntó, extrañada.
Entendía que lo acaecido la noche anterior, el haber sido herido, le minaba el entusiasmo, pero no veía ni rastro del espíritu del Falcone en su hermano. Era como si se hubiera quedado atrás, en el fuerte.
—Me pregunto cuáles serán las represalias del teniente contra la gente del pueblo —aventuró él.
—Ellos no tienen la culpa —se exaltó Céline, y Alain alzó la mano sana para pedirle con un gesto que se calmara.
—Sin embargo, él los considera el único medio para llegar a nosotros —replicó—. Y no va a haber tregua, Céline —le advirtió—. Tal vez habríamos conseguido que Langlais se mantuviera alejado de Rosta, pero Dufort está aquí por un motivo muy concreto, y lo sabes.
—¿Te vas a rendir tan fácilmente? —le reprochó ella.
—No me estoy rindiendo —aclaró—. Pero ahora más que nunca tenemos que estar alerta y tratar de obtener toda la información posible para poder anticiparnos a él, aunque sin delatarnos —puntualizó.
—¿Qué estás insinuando? —inquirió, recelosa—. No querrás que me acerque a ese teniente, ¿verdad?
—¿Lo harías si te lo pidiese? —preguntó con sorna.
—No —respondió, dando un resoplido, y Alain se echó a reír.
El movimiento le hizo quejarse y la joven fue a asistirlo.
—Voy a revisarte la herida y de paso te aplicaré el ungüento —le dijo, yendo hacia la cómoda—. A quien podría acercarme es a Brigitte —añadió ella, con cautela—. Pero lo cierto es que le estoy tomando aprecio y sería duro hacerlo.
—Yo tampoco quiero que piense que la he estado cortejando para sonsacarle información sobre su hermano —aseguró, categórico.
—¿La estás cortejando? —preguntó Céline en tono travieso mientras le quitaba la venda, y él, en lugar de contestar, lanzó un quejido fingido y exagerado, haciéndola reír—. Me lo tomaré como un sí. Aunque no puedo entender qué ha visto en el Falcone —continuó con la mofa.
—Más respeto, soy tu hermano mayor —contestó haciéndose el ofendido, aunque no funcionó para ninguno de los dos—. Me gustaría que fueras a verla —murmuró, ahora más serio.
—No puedo decirle que estás herido —le recordó Céline.
—Lo sé, aunque… —vaciló—. Tal vez, has escuchado algo en el pueblo…
—Está bien —accedió, pellizcándole la mejilla—. Voy a traerte el desayuno. Pero no te acostumbres —le advirtió señalándolo cuando ya se alejaba.
Alain suspiró, observando por la ventana la luz del amanecer.
Brigitte…
Había vuelto a soñar con ella; en realidad habían sido pesadillas, pues solo hubo lágrimas y sangre. Se preguntó qué habría pensado de él al haber faltado a su cita de la noche anterior. Dudaba que a sus oídos hubieran llegado noticias de que el Falcone había resultado herido, al menos no todavía, así que estaría pensando que se había burlado de ella sin necesidad de más. Lo peor era que aún pasarían varios días hasta que se repusiera y pudiera visitarla de nuevo y explicarle lo sucedido. ¿Habría perdido la confianza en él? ¿Lo esperaría?
—Espérame, Brigitte… Espérame…
Cumpliendo los deseos de su hermano y tras dejarlo al cuidado de Velmont, Céline pidió que le preparasen el carruaje para viajar a Turín después de comer. Hubiera preferido hacer el trayecto a caballo, pero debía aparentar que era una mujer refinada y de costumbres sosegadas.
A decir verdad, tenía depositadas expectativas en aquella tarde. Siempre había congeniado con Chiara y Brigitte también era una mujer de conversación interesante, cuando no estaba presente su hermano por obvias razones. Por el contrario, confiaba en que Lucrezia estuviese en una de sus acostumbradas visitas a alguna de sus amigas de la nobleza turinesa.
Sin embargo, conforme el mayordomo la acompañaba a uno de los salones que la familia solo utilizaba para encuentros importantes, Céline tuvo un mal presentimiento. Y no era errado, pues no solo se hallaban allí Brigitte, Chiara y Lucrezia, sino que su padre también se encontraba en aquella reunión, agasajando a quien consideraban un honorable visitante: el teniente Edmond Dufort.
Céline se detuvo en seco al contemplar semejante estampa, sobre todo al ver al teniente exhibiendo su mejor sonrisa sentado en un diván entre Lucrezia y el conde Monteverdi.
—Céline, querida —la saludó la condesa.
—Siento la intromisión —dijo, de forma absurda, dada su confianza con esa familia, pero su único y repentino deseo era salir huyendo de allí—. Venía a hacerle un poco de compañía a mademoiselle Dufort, pero veo que no es necesario —se excusó, dispuesta a irse.
—Oh, no digáis tonterías —exclamó Lucrezia, levantándose del diván. Fue hasta ella y la agarró del brazo, obligándola a adentrarse en la habitación.
El teniente, por su parte, también se puso en pie y se acercó para besarle la mano con un gesto carente de calidez, con una frialdad que no había percibido en la sonrisa que le dedicaba a Lucrezia cuando lo vio al entrar. Céline sintió un nudo punzante en el estómago, pero se dijo que era debido a la presencia del teniente, que le desagradaba de todas las formas posibles.
—Gracias por venir a interesaros por mí —le susurró Brigitte, sonriente, cuando Lucrezia la condujo hasta el diván que la joven francesa compartía con Chiara, donde tomó asiento con ellas. No obstante, para Céline no pasó desapercibida la sombra violácea que oscurecía los párpados inferiores de Brigitte.
—Y creo que mi preocupación no es infundada —señaló mientras Lucrezia le ofrecía una taza de té—. ¿Os encontráis bien?
—Sí, sí —trató de asegurarle con insistencia, y eso mismo fue lo que restó crédito a sus palabras—. He pasado mala noche, eso es todo.
—Entiendo… —asintió Céline, meditabunda, preguntándose si esa tristeza que asomaba a su mirada tendría que ver con su cita fallida con el Falcone.
—Es como si hubiera presentido que su hermano estaba en problemas —alegó Chiara, con sonrisa soñadora, y la condesa Ranieri observó con interés al teniente, quien había vuelto a tomar asiento entre Lucrezia y Osvaldo.
—Anoche el Falcone y su panda de rufianes asaltaron el fuerte San Bartolomeo —masculló este último, y Céline torció el gesto, fingiendo no comprender.
—Nos robaron todas las armas que había requisado a la gente de Rosta —pronunció Edmond con rabia contenida y mirándola a ella con esa misma inquina, como si arrojara sobre la muchacha la culpa de sus penalidades.
—Por fortuna, no hay que lamentar males mayores y nuestro teniente está sano y salvo, dispuesto a acabar con esas alimañas —recitó Lucrezia con voz melosa, poniendo la mano sobre el hombro de Edmond, quien se giró hacia ella, sonriéndole, complacido por sus palabras.
—No os quepa duda de que acabaré con ellos —se vanaglorió con el pecho henchido.
—Pues lo estáis haciendo de maravilla —susurró Céline, dando un sorbo a su taza.
—¡Niña! —la reprendió Osvaldo, y la joven hizo una mueca al percatarse entonces de que había efectuado aquel pensamiento en voz alta.
—Os congratulará saber que uno de mis hombres hirió al Falcone —se jactó el teniente, y Céline pudo escuchar cómo Brigitte exhalaba al enterarse de lo que había ocurrido. La miró un instante y estaba pálida como la cera, por lo que trató de que la atención no se centrase en su amiga.
—Me es indiferente, teniente —alegó con desinterés.
—¿No os alegra que libremos a esta tierra, por fin, de esa plaga? —le preguntó con declarada intención.
—¿Ahora os estáis refiriendo al Falcone? —inquirió, mordaz, y todos en la sala comprendieron el doblez de sus palabras.
—¡Céline! —la reprendió Lucrezia—. ¡Apenas puedo creer lo que estoy oyendo! Disculpadla, teniente, ella…
—No os inquietéis, condesa —la calmó él, y Lucrezia tomó su mano un instante, en un gesto de agradecimiento. Céline apretó los dientes al sentirse invadida por un conato de rabia ante tanta familiaridad por parte de esos dos—. El resentimiento de la condesa Ranieri se debe a que no comparte mis métodos para atrapar a esos bandidos —le explicó, con media sonrisa burlona.
—Quien roba a un ladrón… —recitó ella, sarcástica.
—Sigue siendo un ladrón —finalizó él el refrán a su conveniencia—, pues he ordenado registrar de nuevo las casas, en busca de las armas, y no había ni rastro, por lo que, en esta ocasión, el Falcone y la Albanella han honrado su título de rateros, quedándose con el botín.
Céline se mordió la parte interna del pómulo, conteniendo la furia y los deseos de hablar. Debía controlarse si no quería firmar su sentencia de muerte.
—Admito que los he subestimado y que anoche me ganaron la batalla —reconoció el teniente—, pero esta guerra no ha hecho más que empezar. Los aplastaré como los insectos que son.
—Siendo así, os agradecería que no disturbarais a mi gente —le pidió alzando la barbilla, categórica—. No merecen que irrumpáis en sus casas cada vez que os plazca.
—¿Y qué importancia tienen esos pueblerinos? —la increpó Lucrezia—. Por Dios Santo, reflexionad sobre vuestras palabras antes de hablar con tanta ligereza. Estáis frente a un oficial francés.
Edmond, por su parte, volvió a sonreírle, y el batir de pestañas de la joven casi provoca un vendaval. De pronto, el teniente se giró hacía Céline, esfumándose su sonrisa y toda su afabilidad.
—Sé que podrían informarme del paradero del Falcone, condesa —pronunció con indiferencia ante la petición de Céline, mirándola con suficiencia—, y lo harán cuando comprendan que ese bandido únicamente vela por su propio beneficio, como anoche con las armas, y que no moverá ni un solo dedo por ellos cuando se encuentren en dificultades.
—¿A qué dificultades os referís? —se inquietó ella.
—Sí, contadnos qué magnífico plan se os ha ocurrido —lo instó Lucrezia entusiasmada, y a Céline se le cerró el estómago de la repulsión que le provocó.
—Vamos a requisar todo el grano almacenado en el pueblo —proclamó, mirando con petulancia a la condesa Monteverdi, a quien solo le faltó aplaudir.
—No lo hagáis.
El ruego que destilaba la voz de Céline hizo que Edmond la mirara con tanta soberbia y seguridad en sí mismo que la muchacha sintió deseos de… de… Cuánto odiaba a ese hombre.
Edmond no contestó, pero la sonrisa arrogante que se dibujó en su rostro dejó de manifiesto que las palabras de la condesa no le influían en absoluto.
—Creo que mi visita se ha alargado más de la cuenta —anunció de pronto el teniente, poniéndose en pie—. Debo volver al fuerte y proseguir con mi cometido.
Se cuadró frente a Osvaldo y besó con galantería los nudillos de Lucrezia, quien le sonrió, seductora. Luego, besó también los de Chiara y la frente de su hermana, y por último se dirigió a Céline, quien tenía los puños apretados con rabia, aunque se obligó a alzar una mano. Edmond la tomó, depositando un breve y frío beso en su piel. Sin embargo, el verde grisáceo de sus ojos llameaba, clavados en los suyos de un modo que la joven no pudo descifrar.
—Buenas tardes —se despidió, y acto seguido se marchó mientras ella se veía invadida por una desazón que jamás había sentido, un vacío que la llenaba de confusión y temor y que no tenía nada que ver con la Albanella, sino con ella, con Céline, la mujer.
Ya atardecía cuando Céline llegó a la finca hecha una furia. Había tenido que fingir delante de los Monteverdi, tragarse alguna que otra reprimenda más por su insolente proceder con el teniente y guardar silencio como si lo aceptara. Reprimir tanta tensión le había provocado jaqueca.
Aun así, se encaminó hacia la recámara de su hermano. No tardarían en servir la cena, por lo que le pidió a la primera doncella con la que se topó que se la llevasen allí. Tenía intención de acompañarlo y, de paso, narrarle todo lo acontecido aquella tarde.
Llamó brevemente a la puerta con los nudillos y entró en cuanto su hermano se lo indicó. Estaba recostado sobre el cabecero de la cama, leyendo un libro, aunque lo apartó en cuanto la vio y reparó en su expresión.
—¿Estás bien? —le preguntó, ceñudo.
—¡Ese hombre es insufrible! —gruñó Céline apretando los puños—. ¡No lo soporto! —añadió, sentándose en el lecho, cerca de su hermano.
—Estaba en el palacio Monteverdi visitando a Brigitte —aventuró.
—A Brigitte y a Lucrezia —respondió de malos modos, y Alain supuso que su malestar era debido a que a él pudiera importarle que la condesa pusiera los ojos en el teniente después de que ellos hubieran tenido una relación, si podía llamarse así.
—No te preocupes —trató de tranquilizarla, y su hermana lo miró con extrañeza al no comprender—. Le he dado a Lucrezia motivos de sobra para despreciarme y, aunque tu objetivo en la vida no es casarte, hay mujeres que no pierden la ocasión de cazar un marido, sobre todo si es un prometedor oficial francés.
—¿Crees que trata de… engatusarlo? —pronunció con una mezcla de asco e incredulidad.
—Eres tú la que ha ido a Turín; saca tus propias conclusiones —se mofó, y la respuesta de su hermana fue bufar—. En fin, imagino que, por tu estado, habrás tenido uno de tus consabidos enfrentamientos con Dufort, ¿me equivoco?
—No —tuvo que admitir—, pero esta vez ha sido por un buen motivo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Alain, cauteloso.
—Es tal el grado de frustración e impotencia de ese hombre que pretende requisar todo el grano almacenado en el pueblo —le explicó, dejando patente la rabia que sentía ante tal afrenta. De hecho, Alain se reacomodó en la cama, mirando a su hermana con escepticismo.
—Has debido de entender mal…
—¿Crees que me tomaría a la ligera algo así? —le reprochó, cruzándose de brazos—. Dufort ha vuelto a registrar las casas de los campesinos y, como bien sabes, no ha hallado nada —comenzó a explicarle—. Ha supuesto que el Falcone y su banda se han quedado con el botín, lo que perjudica su imagen frente al pueblo. Su intención al requisarles el grano es que el resquemor de la gente hacia los bandidos aumente para conseguir así información sobre ellos de una vez por todas.
—Maldito Dufort —masculló Alain, haciendo una mueca de dolor por tensar los músculos, lo que repercutía en la herida.
—Debemos impedirlo…
—¡No! —la cortó con rapidez.
—Pero…
—Dudo que la información que acabas de darme sobre los planes del teniente sea del conocimiento de mucha gente —razonó él—. Hasta me atrevería a decir que os ha hecho partícipes de ello porque tú lo has provocado.
Céline no pudo replicar, incluso bajó el rostro un instante, sintiéndose culpable.
—Es peligroso interferir en sus planes. Dufort puede atar cabos o, en el mejor de los casos, señalarte como cómplice —continuó el joven—. Además, tampoco puedo apoyaros —lamentó—, y me niego a que te pongas al frente de una misión tan arriesgada —aseveró, señalándola con un dedo en un gesto de advertencia.
—¿Y vamos a dejar que se salga con la suya? —se exaltó ella—. ¿Acaso frecuentar a Brigitte te está ablandando? —le reprochó, y la dura mirada que su hermano lanzó sobre ella la hizo enmudecer.
Céline se puso de pie, tensa. Tomó aire profundamente apretando los puños y lo soltó despacio, tratando de liberar aquella crispación que no la dejaba pensar con claridad.
—Lo siento —musitó, mirando a su hermano de reojo, sin apenas poder enfrentarlo de tan avergonzada que estaba.
—Ven —le pidió él con expresión sosegada, alargando el brazo sano para que tomara su mano. Ella la aceptó y Alain tiró de ella, sentándola de nuevo en la cama, más cerca de él, lo que le permitió al joven inclinarse ligeramente y besar su frente.
—Nadie se está ablandando —le aclaró—. Y te aseguro que Dufort no se saldrá con la suya, pero, al igual que él está endureciendo sus métodos, nosotros debemos responder del mismo modo. Tenemos que planificarlo bien.
—De acuerdo —asintió Céline con una sonrisa y apretándole la mano.
—Por cierto, ya que la has nombrado… —la tanteó su hermano, y la muchacha se echó a reír.
—El Falcone, enamorado… ¿Quién lo iba a decir? —se burló, y él respondió con un mohín infantil.
—Ya te llegará el día —contraatacó, con la única intención de mortificarla.
—¿Quieres que te hable de ella o no? —lo amenazó, y él apretó los labios, en señal de que se ahorraría los comentarios a su costa y guardaría silencio—. Por las ojeras que oscurecían sus párpados, se pasó la noche en vela esperándote.
Alain sintió que una repentina calidez lo envolvía al saber que ella sí había aguardado por él, aunque temía que se hubiera desilusionado de forma irreversible por que no hubiera acudido. Se sentiría engañada, imaginaría que todo había sido una vil burla, y no le era difícil hacerse a la idea de cuán tormentosa habría sido su vigilia.
—Imagino que, en presencia de Dufort, no habrás podido decirle nada sobre lo que pasó anoche —supuso con aflicción.
—No ha sido necesario —negó—. Ha sido su propio hermano quien se ha jactado de ello, supongo que para congraciarse con Lucrezia —añadió de malos modos.
—¿Y Brigitte ha hecho algún comentario? —quiso saber.
En ese momento Céline decidió apartar al teniente de su mente y centrarse en la conversación con Alain.
—Se ha puesto pálida como la cera —le respondió—, tanto que he tratado por todos los medios de alejar la posible atención que pudiera recaer sobre ella, pues quedaba de manifiesto claramente cuánto le había afectado la noticia de que el Falcone estaba herido.
—¿Me creerá muerto? —inquirió con preocupación, pero Céline negó, categórica, con la cabeza.
—Dufort ha seguido hablando del Falcone como si él mismo estuviera seguro de que continúa con vida —le explicó, y Alain soltó el aire que le oprimía los pulmones con alivio, mientras su mirada se perdía en algún punto de la estancia, pensativo.
Céline lo observó y se dio cuenta de que necesitaba unos minutos a solas. Se levantó de la cama y el movimiento hizo reaccionar a su hermano.
—Voy a ver si falta mucho para la cena, estoy hambrienta —le dijo, y él le dedicó una leve sonrisa, distraída, cuando ella ya se alejaba.
Alain volvió a suspirar. Al menos Brigitte ya sabía que el motivo por el que no había acudido a su cita era que estaba herido. Sin embargo, temía que lo sucedido, su ataque al fuerte San Bartolomeo, cambiase la opinión que la joven pudiera tener de él; a fin de cuentas, Brigitte no comprendía, y mucho menos compartía la lucha de la banda del Falcone y, pese al bello sentimiento que comenzaba a aflorar entre ellos, eran enemigos naturales.
Maldijo su suerte y lo irónica que era la vida, incluso burlesca, al ponerlo frente a semejante tesitura. Sí, el sentimiento que los unía era hermoso, y también frágil. Dicen que del amor al odio solo hay un paso, y el Falcone iba a provocar que Brigitte tomase la decisión de darlo.
Brigitte se enjugó una de las interminables lágrimas que había derramado sin cesar otra noche más. Tras intentar por todos los medios cenar y aparentar una normalidad de la que su cuerpo no contenía ni un ápice, se retiró a su habitación. Y allí estaba, de pie frente al ventanal del balcón, con la mirada perdida en la oscuridad, sin parar de preguntarse cuán grave serían las heridas del Falcone para no haber acudido a su encuentro por segunda vez consecutiva.
Admitía que la noche anterior la habían desvelado la desilusión y la vergüenza por haberse dejado engañar. Ese hombre enmascarado la encandiló de tal modo que había perdido la razón, el sentido común. Ella en brazos de un desconocido, un bandolero, el enemigo mortal de su hermano… Se había entregado a sus besos, hechizada por sus palabras, enajenada… aunque, por fortuna, no había pasado de ahí.
Al amanecer, al despertar de esa especie de duermevela en la que transcurrió la noche, se hizo el propósito de olvidar lo sucedido; a fin de cuentas dudaba que el hombre que se ocultaba tras el Falcone anduviera alardeando de haber irrumpido en su habitación para tales fines, y ella solo había expuesto sus labios y su corazón, que confiaba pronto sanaría de esa profunda decepción.
Pero entonces escuchó de boca de su hermano el verdadero motivo de su ausencia: estaba herido, y el alma no le volvió al cuerpo hasta que, por la forma de referirse Edmond a él, dedujo que seguía vivo o que existía la posibilidad al menos. Mas ¿cómo averiguarlo? Sintió deseos de adentrarse en el bosque y aguardar a que alguno de los componentes de su banda la encontrase para poder rogarle que le diera razón de él.
De pronto, un bostezo asaltó su boca; el no haber descansado de modo apropiado la noche anterior y la preocupación la habían agotado. Así, pues, se dirigió al lecho, no sin antes echar un último vistazo más allá del balcón, para hallar únicamente oscuridad.
Susurró una oración contra la almohada, rogando por él, por que continuara con vida. Y de súbito, la imagen de su hermano se coló en su mente, al igual que una terrible certeza: esa lucha entre ambos hombres perduraría hasta que uno de los dos cayera.
La joven gimió al saberse perdida, sentenciada, pues poco importaba quién saliese victorioso de esa lucha. Ella sufriría de igual modo, ganase quien ganase.