CAPÍTULO 2
Turín, enero de 1797 (nivoso del año V)
Ocho años después
Céline se arrodilló frente a la tumba de su madre y depositó sobre ella un ramito de flores silvestres que había recogido en uno de los jardines de la finca, tal y como hacía cada mañana.
Condesa Jacqueline Ranieri
1748 - 1794
—Te echo tanto de menos, madre —gimió la joven con la cabeza gacha.
Tras una breve oración en silencio, puso otro ramito en la lápida contigua, la de Agnès Delacroix, la mujer a la que tanto le debían.
Mientras escapaba un suspiro de sus labios, por su mente deambuló el recuerdo de lo acaecido ocho años atrás, aquello que cambió el rumbo de sus vidas para siempre. Aún solía acudir en forma de pesadillas alguna que otra noche la escena presenciada en la plaza Grève, la horrenda muerte de su tío, la que provocó su huida desesperada hacia Italia, a aquel pueblo cercano a Turín llamado Rosta.
Tras varias jornadas de viaje, una tormenta veraniega los sorprendió al cruzar la frontera y los acompañó hasta que arribaron a su destino, al que temían no llegar, pues parecía como si Dios les hubiera enviado de nuevo el diluvio universal como una forma de hacer pagar a la humanidad por aquella guerra que dejaban atrás. Empapados y muertos de frío y miedo, fueron recibidos con los brazos abiertos por Agnès.
Vivía sola, pues nunca quiso escoger la vía del matrimonio como forma de vida, y había abandonado París al ser llamada por su hermana, la esposa de Roberto Ranieri, el verdadero conde de aquellas tierras. Cuando, por desgracia, ambos murieron sin dejar descendencia, ella pasó a ser su heredera.
Aún recordaba las lágrimas de agradecimiento de su pobre madre cuando Agnès hizo llamar al notario y le vendió aquella vasta finca con cientos de hectáreas de tierra de cultivo y con el título de conde incluido por el precio simbólico de una libra tornesa. Y así fue como el inmenso cariño que la antigua maestra le profesaba a Jacqueline los convirtió en nobles.
—Que Dios guarde tu alma, tía Agnès —murmuró Céline.
Siempre la llamaron así, en muestra del profundo afecto que sentían hacia esa mujer que borró su pasado y los obsequió con una nueva vida, una nueva oportunidad de la que Jacqueline pudo disfrutar muy poco en comparación con todo lo que había sufrido. Céline la añoraba tanto… Tres años hacía ya que la muerte le había arrebatado a su adorada madre por culpa de una maldita pulmonía.
La joven se enjugó unas repentinas lágrimas a causa del aciago recuerdo. Hizo la señal de la cruz y se puso en pie, rezando en silencio una última oración.
—Disculpadme, condesa —escuchó tras ella, y se giró dando un respingo, con una mano en el pecho, alarmada—. Perdonadme, no pretendía asustaros. Velmont me ha dicho que podía encontraros aquí —se excusó la doncella que acababa de llegar, bajando la mirada.
—Tranquila, Corina, no te había oído llegar —respondió, comprensiva.
La sirvienta sonrió tímidamente. Hacía poco tiempo que trabajaba al servicio de los condes Ranieri, pero se sentía afortunada. Céline era una muchacha dulce y refinada. Mostraba los caprichos propios de su edad y su cuna, pero jamás la había visto alzarle la voz a ningún sirviente, por lo que todos seguían con complacencia sus órdenes. Por el contrario, el joven Alain era un poco más severo, algo necesario si pretendía gobernar con éxito una finca tan extensa, pero aun así tampoco había sometido nunca a ninguno de sus criados; no era menester, pues se había ganado su consideración a base de respeto.
—¿Qué querías? —le preguntó entonces la condesa, haciéndola reaccionar.
—Rita os ruega que la recibáis, condesa —le explicó entonces, y Céline la miró extrañada.
—¿Rita?
—La hermana de Aristo, el posadero —puntualizó.
—Ah, sí, ya recuerdo. ¿Y desea verme? —quiso asegurarse.
—Ha llegado hecha un mar de lágrimas —le narró Corina con pesar—. Es un asunto grave, pero es mejor que os lo explique ella. Aguarda en la cocina.
—De acuerdo. La espero en la salita pequeña —le indicó. La criada hizo una leve venia y se fue con premura para avisarla.
Con paso tranquilo, Céline se dirigió a la estancia donde solía bordar. Le encantaba el lugar. Desde allí se podía contemplar uno de los jardines y la luz iluminaba y caldeaba el cuarto casi todo el día. Además, ese espacio era para su uso exclusivo. Se sentó en el diván y tomó el pañuelo en el que estaba trabajando. No estaba quedando nada mal.
—¿Dais vuestro permiso, condesa? —se anunció entonces Rita desde la puerta.
Era una mujer de edad madura, en la que empezaban a pesar los años y el duro trabajo diario. Además, tenía las mejillas sucias por los surcos de las abundantes lágrimas que seguía derramando.
—Adelante —le indicó ella, haciéndole un gesto con la mano—. Dice Corina que deseabas verme.
Entonces la hermana del posadero dio un paso hacia el interior de la habitación y se arrodilló frente a la joven.
—Piedad, mi señora —lloriqueó.
—Levántate, mujer —le pidió, aunque ella permaneció sentada—. ¿Qué te aflige tanto?
—Es mi hermano —gimoteó, obedeciendo—. Ayer vino a la posada un regimiento proveniente del fuerte San Bartolomeo y quisieron hacer acopio de toda la reserva de vino que teníamos almacenada en la bodega —le explicó—. Aristo se negó. Le golpearon —murmuró, sin poder contener un sollozo—, y no solo se hicieron con todo el vino, sino que a él lo capturaron y se lo llevaron al fuerte. Su mujer se ha pasado toda la noche intentando que la dejaran pasar a verlo y acaba de regresar, derrotada y desesperada, pues no se lo han permitido y, además, le han confirmado que lo van a trasladar a prisión hoy mismo, por desobediencia.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó, confusa.
—Si pudierais anteceder por él, hablar con el sargento…
—¿Con Hervé Langlais? —inquirió, con una mueca de disgusto en su rostro—. ¿Y qué podría decirle? El Piamonte forma parte del territorio italiano que se rindió a la soberanía francesa —le recordó—, y la situación ya es en sí inestable como para tentar a la suerte y que mi petición solo provoque un conflicto que recaiga sobre nosotros, como si estas tierras no hubiesen sido lo bastante castigadas.
—Sí, mi señora —respondió, titubeante por aquella regañina—. Pero… —se obligó a intentarlo una vez más—. Tiene… tiene dos hijos pequeños —murmuró llorosa, mientras su última esperanza se esfumaba.
Entonces, Céline se levantó y caminó hacia una cómoda. De uno de los cajones tomó un pequeño saquito de tela del que extrajo dos monedas de plata.
—Toma, es todo lo que puedo hacer por ti.
Rita se vio obligada a extender la mano y aceptar las monedas. No era esa la ayuda que esperaba conseguir, pero debía admitir que podrían haberla castigado por su osadía.
—Reza, buena mujer —le dijo entonces la joven, y no solo le sorprendieron sus palabras, sino que posara una de sus manos en su hombro—. Reza —le repitió—. Hay quien dice que los milagros existen.
La hermana del posadero percibió cierto brillo en los ojos de la joven y le dio un vuelco al corazón. Porque todos en la región conocían los nombres de esos milagros a los que tal vez se refería. Si fuera posible…
—Iré a rezar… —murmuró para sí misma—. Gracias, condesa —le dijo, encerrando las monedas con ambas manos y llevándose el puño al pecho, allí donde un enérgico latido palpitaba con renovadas esperanzas. Si llegara ese milagro…
Cuando la mujer se hubo retirado, Céline suspiró con pesadez. Con los brazos en jarras, se giró hacia el bordado abandonado encima del diván y lo estudió, frunciendo los labios con fastidio: era horroroso… Se encogió de hombros, se dio media vuelta y se dirigió con caminar decidido hacia los aposentos de su hermano.
Entró sin llamar. La luz de la mañana se abría paso con timidez a través de la abertura que dejaban las vistosas cortinas de terciopelo de color borgoña, pero podía distinguir a su hermano durmiendo en su lecho. Alain estaba boca abajo y la colcha apenas cubría su amplia espalda de fuertes y trabajados músculos. Un mechón de su cabello negro, ondulado y largo hasta los hombros caía sobre su cara, acariciando aquella cicatriz que cruzaba su pómulo desde el tabique nasal hasta casi llegar al oído. Sin embargo, aquella marca no afeaba su aspecto. Sus ojos azul cobalto de largas pestañas y su sonrisa de bribón enloquecían a las mujeres, que hacían cola para que cayera en sus camas, pues, eso sí, su hermano jamás llevó fémina alguna a la suya, evitando así que Céline tuviera que soportar el desfile de sus conquistas.
Descorrió las cortinas con brío y la amplia estancia se inundó con un brillante resplandor que traspasó los párpados de su hermano, deslumbrándolo. Alain, a tientas, cogió un cojín y se cubrió el rostro con él, gruñendo.
—Anoche llegaste muy tarde —lo aleccionó ella, aunque al joven no le molestó. Admitía que le agradaba que su hermana pequeña se preocupara por él.
—Lucrezia fue muy insistente —refunfuñó, añadiendo un resoplido cuando Céline le arrancó el cojín de la mano.
En la última temporada, su hermano frecuentaba a la condesa Lucrezia Monteverdi. Vivía en Turín y tenía un año más que ella, en plena edad casadera, aunque Céline sabía a ciencia cierta que no era nada serio, al menos por parte de Alain.
—¿Me has despertado solo para reprenderme por llegar tarde? —preguntó el joven, tras lo cual se giró, huyendo del sol, y volvió a cerrar los ojos.
—Rita ha venido a verme —le dijo, sentándose en la cama, cerca de él.
Alain abrió los ojos, mirándola con cautela y sin moverse, a la espera.
—Han arrasado con toda la reserva de vino de la posada y han apresado a Aristo —añadió—. Me ha rogado ayuda. Ya sabes que tiene dos criaturas…
—Ha acudido al lugar indicado —pronunció Alain con seriedad.
—El Falcone[1] debe actuar —asintió ella.
—¿Lo acompañará la Albanella[2]? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
Céline se limitó a sonreír con picardía. Entonces, Alain estiró el brazo, lo enredó en su fino cuello y la empujó para echarla sobre la cama y darle un suave mordisco en la mejilla.
—Déjate de juegos —se quejó ella entre risas—. Lo trasladan hoy mismo a prisión.
—Siendo así, no hay tiempo que perder.
Se reunieron con el resto de la banda en una cabaña oculta en la espesura del bosque. El padre Antonio, párroco de la iglesia de Rosta, avisó a Cesare, el panadero, cuando Rita acudió a rezar y a narrarle, con la intención de clamar por aquel milagro, que los soldados franceses no solo no liberarían a Aristo, sino que lo encarcelarían. Cesare se encargó de prevenir al resto.
La llamada banda del Falcone y la Albanella la formaban campesinos, gente de la zona. En esa ocasión, no era de esperar un gran despliegue de hombres por parte del sargento Langlais, quien estaba a cargo del fuerte San Bartolomeo, pues Aristo no era más que un pueblerino.
Aun así, algo les decía que aquello era una provocación, que pretendían tenderles una trampa, por lo que la banda al completo acudió al rescate de Aristo. Prevenidos ante una posible emboscada, hicieron dos grupos. El Falcone dirigió al suyo al punto donde pensaban sorprender al destacamento, y la Albanella, junto con sus hombres, aguardaría en la retaguardia, para atacar en el caso de que, finalmente, se confirmaran sus sospechas.
Conocían aquel bosque cruzado por el sendero que conducía hasta Turín como la palma de su mano; de hecho, nadie era capaz de encontrar la guarida por sus propios medios a no ser que alguien le hubiese mostrado antes el camino. Además, eran sigilosos como la más venenosa de las serpientes, y si los soldados, quienes recorrían aquel camino a paso moderado, se habían percatado de su presencia, no daban muestras de ello.
Desde lo alto de un promontorio, el Falcone observaba con su catalejo cómo se aproximaba la guardia custodiando la carreta que portaba la jaula donde Aristo estaba encerrado. Allí, a caballo, escondidos tras las sombras que les brindaba el espeso follaje, sus hombres aguardaban sus indicaciones con los rostros ocultos.
—Aquí están —anunció con una media sonrisa, y el azul de su mirada brilló de satisfacción.
Cerró el catalejo, lo guardó en su morral y tomó después el pañuelo que le servía de máscara. Colocándolo sobre su cabeza, se lo anudó en la nuca. Apenas si le dejaba al descubierto parte de su rostro; solo la boca, sus ojos claros y algunos mechones del oscuro cabello que escapaban rebeldes al amarre de aquel tejido tras el que ocultaba su identidad.
Miró tras de sí hacia donde la Albanella esperaba alerta, y ambos asintieron. Entonces, el Falcone lanzó un silbido sesgado, y él y sus hombres espolearon sus caballos para invadir el sendero, sorprendiendo al regimiento. No abrieron fuego contra la tropa francesa, el derramamiento de sangre no era su principal motivación, pero el guardia que le apuntó con su bayoneta comprobó por sí mismo la extraordinaria puntería que acompañaba la leyenda de aquel enmascarado, pues lo hirió en el hombro con un solo disparo de su pistola.
El estruendo resonó, rompiendo la quietud del bosque y la pelea en la que se habían enzarzado algunos hombres. Viendo a su compañero derribado en el suelo y gimiendo de dolor, los demás soldados depusieron las armas y alzaron las manos en señal de rendición.
—Libéralo —le exigió el Falcone a uno de los franceses, apuntándolo con su otra arma bien cargada, y este obedeció sin titubear.
Aristo, quien se había hecho un ovillo en el suelo de la jaula, atemorizado, apenas comprendía nada, pero al ver al enmascarado su rostro brilló lleno de esperanza. Uno de los bandidos desmontó y fue hasta él para ayudarlo a bajar.
—¿En esta ocasión la Albanella se ha quedado en el nido? —se escuchó la voz afilada y mordaz del sargento Langlais, quien dirigía a un segundo grupo de hombres y aquella emboscada.
El primer impulso del Falcone fue azuzar a su caballo para que se interpusiera entre él y un asustado Aristo, con la intención de protegerlo de la amenaza del oficial francés. En cambio, Langlais estaba apuntando con su pistola hacia el joven.
—Dios sabe cuánto me gustaría apretar el gatillo, pero, para mi desgracia, debes pagar en vida por tus crímenes, bastardo —siseó el francés, tensando las mandíbulas.
El Falcone lo observó. Hervé Langlais sobrepasaría ya la treintena y seguía siendo sargento. Era muy probable que eso y su poco agraciado aspecto lo hubieran transformado en aquel hombre amargado, despreciable y despiadado, pues sus manos sí estaban manchadas con la sangre de gente de ese mismo pueblo. Él era uno de los motivos por los que el Falcone y la Albanella cabalgaban por aquellos bosques.
—Me temo que no, querido sargento —sonrió el joven con petulancia—. Por descontado, hoy no será el día. Y cuando llegue, me aseguraré de que antes tú hayas pagado por los tuyos.
De pronto, tras la guarnición capitaneada por Langlais, resonó un disparo al aire.
—He creído escuchar que me buscabas, Hervé, así que no podía decepcionarte —recitó la Albanella, sosteniendo contra su antebrazo la pistola aún humeante. El resto de sus hombres los apuntaban.
—Maldita mujer —masculló el oficial, y el Falcone rio por lo bajo, haciéndoles a los franceses señales con su arma para que arrojasen las suyas al suelo.
—Ten la amabilidad de desmontar —le pidió al sargento, con sonrisa sardónica.
En cuanto lo hizo, él mismo lo imitó, y sin dejar de apuntarle a la cabeza, lo condujo hasta la jaula que ocupaba Aristo. Lo obligó a meterse allí y le arrebató la llave que colgaba de su cincho para asegurar el candado. Cuando hubo finalizado, los bandoleros ya habían atado al resto de los franceses contra los troncos de varios árboles. El joven sonrió satisfecho.
—Te mataré como el pajarraco que eres —masculló el oficial, y el Falcone soltó una malsonante carcajada.
—Ese insulto de corrillo de colegialas no es propio de ti, Langlais —se mofó—. Hasta más ver, sargento.
El joven montó, al tiempo que lo hacían sus hombres. Luego alargó el brazo hacia Aristo y tiró de él para ayudarlo a montar. Después, como de costumbre, la banda del Falcone y la Albanella se dispersó en el bosque, cada uno en una dirección, para no dejar rastro.
—¡¡Maldito seas!! —gritó Hervé, tironeando de los barrotes, pero el Falcone ya no lo escuchó.
Él y sus compañeros se separaron; después de su exitosa misión, todos volvían a retomar sus vidas. Solo lo acompañaba la Albanella. Entraron en el pueblo, bajo la atónita mirada de sus habitantes, que salían de sus casas para ver lo que sucedía. Se detuvieron en medio de la plaza y el Falcone ayudó a Aristo a bajar, tras lo cual le entregó una bolsa repleta de monedas.
—Para que puedas restituir tu vino… y algo más —le dijo, y el pobre del posadero, que apenas podía creer lo que sucedía, miró la bolsa y luego lo miró a él, temeroso de pestañear y despertar de aquel fabuloso sueño.
—¡Aristo! —gritó de pronto su mujer, que acudía corriendo a su encuentro seguida de Rita.
—Dios os bendiga a los dos —recitó esta, llena de agradecimiento, mientras se acercaba para besar las manos a los bandidos, que seguían a lomos de sus caballos.
—¿Cómo puedo pagaros que…?
—No hay nada que pagar, mujer —le replicó el Falcone a la posadera—. Lucharemos contra las injusticias y la opresión mientras Dios nos lo permita.
El joven miró a la Albanella, quien asintió, concordando con él.
—¡Viva el Falcone! —gritó uno de los aldeanos.
—¡Y viva la Albanella! —exclamó alguien más, y los dos alzaron ligeramente una mano, saludando con apuro, tras lo cual tiraron de las riendas de sus monturas y salieron a galope del pueblo, adentrándose de nuevo en el bosque.
No aminoraron la marcha hasta haber llegado a la guarida, que estaba solitaria. El resto ya había acudido a cambiar sus vestimentas de bandolero por las de campesino y se había marchado. El joven, sin apenas detener su caballo, desmontó para ayudarla a ella.
—Has estado magnífica, hermanita —la felicitó, abrazándola y dando vueltas sobre sí mismo para hacerla girar.
—¿Has visto la cara de Langlais? —se jactó ella, riendo con ganas cuando su hermano la dejó en el suelo.
—Ese bellaco se cree muy listo, pero no podrá con nosotros —añadió él, con cierto deje de furia en su tono de voz, y la sonrisa de la muchacha se ensombreció al hacerlo la del joven.
—Será mejor que nos cambiemos de ropa —le propuso con premura al tiempo que señalaba sus propios pantalones. Él asintió.
Solo unos minutos después estaban listos, enfundados en su vestimenta de nobles. Salieron de allí despojados de esa identidad que les ayudaba a confiar, a creer que no todo estaba perdido, esa máscara que les permitía ser quienes deseaban ser en realidad. Una vez abandonaban el refugio, debían colocar otra en su lugar y hacer posesión de unas vidas que, ciertamente, no les pertenecían. Volvían a ser Alain y Céline, los condes Ranieri.
[1] Falcone: del italiano. Halcón.
[2] Albanella: del italiano. Cría del águila.