CAPÍTULO 13
Al regresar a la finca, Alain fue directo a sus aposentos. Cerró con llave la puerta y se posicionó frente al espejo de la cómoda. Muy despacio, comenzó a quitarse la casaca y pudo ver manchado de sangre el chaleco: se le había abierto la herida. Se deshizo de todas las prendas, dejando al descubierto su torso. Luego echó agua en la jofaina, cogió un paño y comenzó a lavarla.
Admitía su imprudencia. Debería haber sido una salida sin sobresaltos, pero su impulso de besar a Brigitte, en plena calle además, fue un arrebato que le había costado caro, aunque no se arrepentía; nunca se arrepentiría de estrecharla entre sus brazos y sentirla cerca. Y por otro lado, le sorprendió que no lo rechazara. ¿Sería que comenzaba a ver al conde Ranieri con otros ojos? Casi rogó por que así fuera, pues de ese modo el Falcone podía desaparecer de la escena, al igual que el peligro, e incluso la necesidad imperante de decirle la verdad. Le dolía engañarla, igual que le atormentaba lo que iba a suceder esa misma noche, pero Brigitte quería entender su causa, sus motivos, y esa sería la mejor ocasión para hacerlo. Dudaba de si esa sería la mejor forma, aunque ya no había marcha atrás.
—Joven, ¿estáis bien? —sonó de pronto la voz de Velmont al otro lado de la puerta.
—Maldición —masculló por lo bajo, sin saber qué hacer para no ser descubierto—. Sí, Velmont —gritó para que lo oyera—, solo necesito un momento a solas.
—Y yo no nací ayer, señor conde —le advirtió—. Os recuerdo que tengo una llave maestra de todas las habitaciones. Puedo usarla si así lo deseáis.
Alain murmuró un improperio, consciente de que no tenía más remedio que abrir, pues lo acabaría descubriendo tarde o temprano.
Lo primero que el mayordomo hizo al tenerlo delante fue dirigir su mirada a la herida. Resopló y señaló la cama para que se sentara y poder así encargarse él de curarlo.
—Tenía entendido que era una visita tranquila —dijo con malestar, comenzando a atenderlo.
—Ya no sangra —fue la esquiva respuesta del joven.
—De igual modo deberíais guardar reposo…
—¡No! —exclamó con brío—. Ya delegué en Céline y los demás la misión —le recordó, como si eso fuera mucho más de lo que en realidad estaba dispuesto a permitir—. Nada me impedirá estar en la guarida cuando traigan a Brigitte.
—Entonces, posponedlo —casi le exigió.
—No puedo —negó con aflicción—. La gente del pueblo necesita el grano con urgencia. Maldito Dufort —gruñó.
—¿Sois consciente de que esto solo puede acabar de una manera? —inquirió—. Con más muerte: la vuestra o la del teniente —añadió, y Alain se quejó mientras Velmont seguía revisando su herida.
—Bastará con que se convenza de que aquí sobra su presencia —decidió el conde—. El territorio está rendido a los franceses, por lo que no era necesario que Hervé Langlais se estableciera en el fuerte y dejara de manifiesto su llegada a golpe de horca —agregó, apretando los puños con furia—. Cada vez que he tenido la desgracia de encontrármelo, he hecho de tripas corazón para no darme por aludido ante sus crímenes y no desangrarlo como a un cerdo.
—Calmaos, joven —le pidió Velmont con preocupación e indulgencia, pues él también había sido testigo de las atrocidades del sargento.
—Me calmaré cuando esos perros franceses salgan de estas tierras —replicó, tratando de controlar su ira—. Y aún se atreven a mandar a otro de sus camaradas para que limpie esta región de lo único que le otorga un poco de protección a los campesinos, y para así poder continuar con sus tropelías, de forma impune y con total libertad.
—Hay que ver lo encantadora que es mademoiselle Brigitte, a diferencia de su hermano, de la misma calaña que Langlais —recitó Velmont con cierto sonsonete que alertó a Alain.
—¿Qué estás insinuando? —inquirió con recelo.
—Esto ya está —murmuró el mayordomo, echándole un último vistazo a la herida.
—Velmont… —llamó su atención para que dejara de hacerse de rogar.
—Pues que no habéis dudado ni un instante en juzgar a Dufort y meterlo en el mismo saco que al sargento —apuntó, mordaz.
—Ha venido hasta aquí con la única intención de detenernos —le recordó de malos modos.
—Y esa afirmación no tiene nada de ilegítimo, pues, admitámoslo, no sois más que un puñado de delincuentes —dijo en tono incisivo.
—Así podrá darle vía libre a su amigo —replicó, furibundo.
—¿Estáis seguro de eso? —demandó el mayordomo, culpándolo con la mirada—. Esta noche, mientras aguardáis el regreso del grupo con mademoiselle Dufort, tomaos un minuto de vuestro tiempo y preguntaos si sería posible que el teniente no tenga conocimiento alguno de las actividades de su compañero.
—Esos bastardos se cubren las espaldas entre sí…
—Pensadlo —le repitió con tono exigente mientras le buscaba ropa limpia—. No seáis vos quien cometa la misma injusticia que antaño sufrió este pueblo.
—¿Me pones al mismo nivel que esos franceses? —inquirió ofendido, y Velmont, situado frente a una cajonera alta de donde estaba sacando una camisa, giró el rostro para mirarlo.
—Prefiero ahorrarme mi opinión al respecto —alegó con un toque de forzado desdén, solo por provocarlo, y lo consiguió, pues el joven se acercó a él, esperando que continuase—. ¿Sabéis el terror al que vais a someter a esa chica? —le reprochó entonces—. Tenía entendido que significaba algo para vos.
—¡Y así es! —se defendió con ahínco.
—En ese caso, miedo me da pensar lo que le haríais de no importaros en absoluto —masculló, volviendo a su tarea.
Sacó la camisa y se la entregó, y al hacerlo percibió en la mirada de Alain que clamaba por su comprensión.
—Puedo entender lo que pretendéis conseguir. No obstante, no creo que lo estéis manejando de la forma más conveniente —se explicó el anciano—. El fin no justifica los medios, no en esta ocasión. Pero si vais a seguir adelante, sabed que estaré con vos en la cabaña —le advirtió, dejando de manifiesto que no estaba pidiéndole permiso—. Mademoiselle Dufort debe ser tratada como se merece y dudo que haya alguien en la banda que sea capaz de hacerlo —apostilló, y Alain era consciente de que con esa indirecta se refería a él.
Velmont se marchó y él supo que iba a prepararse. No era la primera vez que acudía a la guarida, por lo que no le preocupaba. Lo que le inquietaba era la idea de que sí se estuviera equivocando. ¿Y si no solo no conseguía su propósito sino que además terminaba perdiendo a Brigitte?
Suspiró mientras fijaba la vista en la inmaculada y elegante camisa que sostenía en las manos. Si perdiera a Brigitte, ahí estaría el conde Ranieri, dispuesto a consolarla.
Aquella espera lo estaba matando.
Alain deambulaba sin cesar por la estancia principal y más amplia del refugio. Pese a ser una construcción de madera y un tanto precaria, contaba con dos cuartos más de menor tamaño, con sendos camastros por si alguien debía hacer noche allí, como iba a ser el caso.
Por orden suya, habían surtido la cabaña de provisiones para varios días, pues no sabía cuánto permanecerían allí. Confiaba en que Dufort fuera razonable y la situación no se alargase más de lo deseado; la gente necesitaba el grano con urgencia.
Volvió a girar sobre sí mismo, con las manos a la espalda, y su mirada se topó con la de Velmont, inflexible y reprobatoria, quien lo observaba desde la butaca en la que estaba sentado. Admitía que sus palabras de horas antes le rondaban por la mente, pero tenía serias dudas sobre la integridad del teniente. Cierto era que con su hermana Brigitte era severo, incluso duro, pero quizá no era más que una fachada que mostrarle al mundo tras la cual ocultaba su verdadera naturaleza. A decir verdad, y muy a pesar de la opinión de su mayordomo, eso le dio otro motivo para seguir adelante, pues la reacción del oficial podía resultar esclarecedora.
Reprimiendo un improperio y dominado por la impaciencia, salió de la cabaña. La noche estaba fría y empezaba a espesar la niebla, lo que podía dificultar la llegada del resto de la banda a la guarida. También cabía la posibilidad de que el plan hubiera fracasado de algún modo, y de ahí el retraso.
Estaba a punto de entrar en la casa para decirle a Velmont que iba a inspeccionar la zona, cuando escuchó el relinchar de un caballo. No tuvo duda de que eran ellos, así que entró para coger un quinqué con el que iluminar la entrada. Encabezaba la marcha su hermana, pero era Cesare quien traía a Brigitte consigo, sentada delante de él, en su montura. Reparó en que no tenía atadas las manos, pero sí le habían vendado los ojos.
Céline fue la primera en desmontar y acercarse a él.
—Ni siquiera se ha resistido cuando he irrumpido en su recámara —le narró por lo bajo y, de modo incomprensible, Alain detectó en su voz cierta pesadumbre—. Te esperaba a ti —fue la respuesta a su inquietud.
Después, la joven tomó las riendas de su caballo y se alejó para hacerse cargo del animal. Entonces Alain le hizo una señal con la cabeza a Cesare, quien también había desmontado ya, para que condujera a la rehén a la cabaña. El panadero cogió a la muchacha como si fuera una pluma. La llevó en brazos al interior, tal y como le habían pedido, y Brigitte ni siquiera se quejó.
El Falcone resopló, tomándose unos segundos más antes de enfrentar a Brigitte. Al acceder a la cabaña, vio que Cesare estaba conversando con Velmont, pero se giró para mirarlo e indicarle cuál de los dos cuartos ocupaba la mujer.
Entró despacio, sin intención de asustarla, aunque ella dirigió el rostro hacia la puerta. Estaba sentada en el camastro y seguía con los ojos vendados. Él se aseguró de tener bien colocada su máscara antes de cerrar, tras lo cual caminó hacia ella. Se sentó a su lado y al tenerla cerca pudo percatarse de que tanto el pañuelo como sus mejillas estaban húmedos de lágrimas; lloraba en silencio. Trató de cogerle la mano, pero ella la apartó, sobresaltada.
—Soy el Falcone —murmuró para tranquilizarla, y ella exhaló un pesado suspiro que tenía retenido en los pulmones—. No te asustes, no voy a hacerte daño —añadió, alargando las manos para quitarle la venda.
—Es un poco tarde para eso —la escuchó musitar, y el joven maldijo para sus adentros.
Brigitte tuvo que parpadear varias veces para acostumbrarse a la tenue y cálida luz del cuarto, y a Alain le sobrecogió el corazón contemplar tal desencanto en las esmeraldas de sus ojos. Había tanta tristeza, tanta desilusión…
—Lo lamento. Yo…
No fue capaz de sostenerle la mirada, como tampoco pudo pronunciar palabra alguna de todo el sermón que llevaba preparándose desde que había decidido raptarla.
—¿Por qué? —le preguntó ella entonces, con voz temblorosa.
—¿Habrías venido por tu propio pie? —demandó él a su vez, con aflicción.
—Tal vez lo hayas olvidado, pero te dije que quería comprender —lo acusó, aunque las lágrimas seguían rodando por su mejillas. Cuando él trató de enjugarlas con sus dedos, ella se apartó, rechazándolo.
La mano de Alain quedó suspendida y la cerró en un puño antes de alejarla, frunciendo los labios, pesaroso.
—Sigo herido, Brigitte —le aclaró—. Trepar hasta tu balcón habría sido una proeza muy romántica y muy peligrosa también —ironizó.
No obstante, saber aquello hizo que la muchacha lo mirara preocupada, aunque pronto se recompuso y recuperó su pose previa.
—Me habría encantado ser yo quien escalara ese muro en lugar de la Albanella —agregó molesto, consigo mismo más que con ella—. Te habría explicado en persona lo que ocurría, por qué te necesito para hacer que tu hermano devuelva el grano a esa pobre gente a la que está sometiendo de forma injusta con tal de atraparnos. ¿Son esos los métodos franceses, el espíritu de la revolución? —agregó con pasión, aunque nada más pronunciar sus palabras lo lamentó, pues parecía estar acusándola de algo de lo que no era culpable—. En cualquier caso, es mejor así, pues podrás relatarle todo tal cual ha sucedido, sin necesidad de mentirle.
Brigitte lo miró. Estaba inclinado hacia delante, con los antebrazos descansando en las rodillas y las manos juntas en un puño, con la vista fija en ellas. Oculto tras esa máscara, le era imposible leer en su mirada, y ella tenía tantas preguntas… No fue capaz de pronunciar ninguna. Estaba tan dolida… y seguro que él volvía a engatusarla, la engañaría otra vez. Sin embargo, su corazón latía desbocado al verlo de nuevo, al tenerlo cerca. Y todo el tormento vivido en los últimos días caía sobre ella de modo implacable.
—No imaginas el suplicio que ha supuesto para mí no saber cuál había sido tu suerte —recitó en un murmullo, y el Falcone giró el rostro hacia ella, dedicándole toda su atención—. La primera noche me dormí con la certeza de que todo había sido mentira —él quiso replicar, pero ella negó con la cabeza para que no lo hiciera—. Cuando tuve conocimiento de lo sucedido, fue a grandes rasgos, un banal comentario por parte de mi hermano cuando se jactó de que resultaste herido en vuestra incursión en el fuerte. Te creí muerto —gimió, tapándose la boca con una mano para ahogar un sollozo, y al joven lo aturdió ver su sufrimiento—. He creído que eras tú —le confesó entre lágrimas—. He recibido a mi captor con una sonrisa… ¡creyendo que eras tú!
Sus palabras, la agonía con la que las pronunció, lo hicieron sentirse el hombre más miserable sobre la faz de la tierra. Una bola de náuseas le subió a la garganta y supo que estaba equivocado desde el principio. Siempre había confiado en que ella comprendería, sin reparar en que era él mismo quien no podía tolerar lo que había sido capaz de hacer, pues esto lo convertía en el ser más inmundo y despreciable que pudiera existir. Él era quien jamás se perdonaría a sí mismo haberla hecho sufrir de esa manera.
—Tal vez habría sido mejor que hubiera muerto aquella noche —sentenció, profundamente atormentado, pero lo que lo fulminó fue el silencio, que Brigitte no pronunciara palabra alguna para censurar o secundar las suyas. Nada. Solo lágrimas, las que él le obligaba a derramar.
No fue capaz de soportarlo. De pronto, se levantó para salir del cuarto y, bajo la mirada atónita de algunos de sus compañeros, se dirigió a la otra habitación. Tras cerrar la puerta, se dirigió a la pared del fondo y estrelló su puño contra la madera, gimiendo por el dolor tan intenso que acababa de atravesarle el corazón.
Edmond extendió un mapa de la zona sobre su escritorio y comenzó a estudiarlo concienzudamente. Esa mañana había delegado en el sargento Langlais el pase de revista y la instrucción; el cargamento no tardaría en cruzar la región y debía planificar bien la ruta y la escolta. De hecho, él mismo iba a comandar dicha tropa. Sabía que su decisión no sería del agrado de Hervé, pues lo estaba dejando al margen de todo el asunto. Ni siquiera le había puesto al tanto del verdadero motivo de su presencia allí y no lo haría hasta que no fuera necesario.
Había algo que le hacía recelar, su instinto le decía que Hervé no era trigo limpio y que aquello iba más allá de robar el vino del posadero. Desde que había llegado al fuerte, Edmond se había dedicado a poner en orden los asuntos pendientes que su compañero había dejado desatendidos, y todo eran irregularidades disfrazadas de despistes. El teniente sabía que había algo más, y habría deseado tener un poco más de tiempo para investigarlo, pues era su superior y tenía potestad para ello.
Decidido a concentrarse en su tarea, comenzó a delinear con la punta de su cuchillo el sendero que cruzaba el bosque y apreció que en el mapa estaba grafiado el riachuelo que había visitado el día anterior. Fue inevitable que le diera un vuelco el corazón al rememorar el instante vivido allí, al recordarla a ella y sus besos… Quién se lo iba a decir… Céline Ranieri siempre le pareció una mujer bella, al igual que altanera e insolente, y sin embargo…
Dejó caer el cuchillo en la mesa y recostó la espalda en el butacón mientras se palpaba la barbilla, meditabundo. No entendía lo que le ocurría cuando estaba cerca de ella. Él, que se jactaba de su rectitud, de su temple… Toda la sensatez se esfumaba cuando la estrechaba entre sus brazos y la besaba, y una sensación que jamás había sentido se adueñaba de él cuando notaba el cuerpo de Céline encajándose contra el suyo, en el abrazo más perfecto que pudiera existir. Gozar de esa boca que se unía de forma deliciosa a la cadencia de la suya era estremecedor…
Nunca había experimentado nada parecido con ninguna otra mujer, y debía admitir que lo turbaba, aunque lo confundía aún más la reacción de Céline. Sus antiguos desencuentros no podían ser motivo suficiente para rechazarlo de esa forma. Parecía tan mortificada, como si fuera un delito corresponderlo, dejarse llevar por ese sentimiento que estaba surgiendo entre ellos y que iba más allá del capricho o el deseo. Era algo intenso, profundo, que lo mantenía en un estado de continua exaltación, al mismo tiempo que de zozobra.
Y le hacía perder la concentración…
Con una sonrisa en los labios, volvió a centrar la mirada en el mapa. Sin embargo, estaba visto que no le iba a ser posible trabajar, pues alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo, acomodándose en el butacón, aunque se levantó con rapidez al ver que Hervé no entraba solo, sino que venía acompañado por el conde Osvaldo Monteverdi y por su hija Lucrezia. La expresión apesadumbrada de sus rostros lo puso alerta—. Buenos días, ¿a qué debo el honor de vuestra visita? —los saludó afable, mas receloso, sobre todo cuando el anciano comenzó a boquear, sin saber qué decir, pálido como la cera.
—Ha… sucedido algo —intervino Lucrezia, quien estaba tan lívida como su progenitor.
—¿Mi hermana se encuentra bien? —preguntó Edmond con impaciencia.
—No sabemos cómo ha ocurrido, pero… —murmuró Osvaldo, quien decidió obviar su discurso y le entregó un pequeño pliego de papel.
—¿Qué…? —inquirió el teniente sin comprender, mientras recorría con la vista aquel texto manuscrito con creciente ira—. ¿Dónde habéis hallado esto? —demandó, poniendo todo su esfuerzo en controlarse.
—En la alcoba de vuestra hermana —respondió la joven, afligida—. En vista de su tardanza en acudir al desayuno, una criada ha ido en su busca y solo ha hallado esa nota.
—Teniente, ¿qué sucede? —preguntó Hervé, quien estaba intentando comprender lo que ocurría con los retazos de la conversación.
—El Falcone ha raptado a Brigitte —contestó furibundo pasándole el pliego, y el sargento comenzó a leer.
—Quien me busca me encuentra, teniente —recitó el texto—. Vuestra hermana estará a salvo mientras lo esté mi gente. Vos la necesitáis a ella mientras que el pueblo necesita el grano. ¿No os parece un cambio justo?
—Bastardo —farfulló Edmond, golpeando la mesa con el puño.
—¡Debemos registrar el pueblo! —exclamó el sargento.
—No —fue la respuesta del oficial, escueta y seca.
—Pero, teniente, hay que detener a todos esos campesinos —añadió, exaltado, como si él hubiera sido el agraviado—, obligarlos a confesar dónde está ese maldito.
Dufort lo miró con severidad.
—Haz que acompañen a los condes a la salida —le ordenó con dureza, y Langlais se tensó.
—Sí, teniente —respondió con prudencia, y se dispuso a obedecer.
Condujo a padre e hija hasta el corredor, en busca del primer soldado que encontrasen para que los condujera al exterior del fuerte, mientras cavilaba sobre el secuestro de la hermana de su superior.
—No habrás olvidado mi petición, ¿verdad? —le susurró de pronto Lucrezia, quien se había adelantado para ponerse a su altura. No obstante, Hervé miró hacia atrás, pues el conde caminaba a escasos pasos de ellos.
—No, Lucrezia, aunque en estos momentos tengo asuntos más importantes de los que encargarme más allá de tu divertimento —le respondió en el tono más plano posible.
—Creí que el divertimento era mutuo, Hervé —replicó ella con una sonrisa en la que apenas pudo ocultar su malestar—, pero si es lo que deseas, puede tornarse en un asunto de mayor… envergadura —añadió con énfasis.
—¿A qué te refieres? —preguntó con cautela.
—No te preocupes —dijo en tono incisivo, mirando sobre su hombro por si su padre se acercaba—. Soy una mujer de recursos, deberías saberlo, al igual que soy generosa con quien me ayuda a conseguir mis objetivos.
—No me malinterpretes —se excusó, tratando de congraciarse con ella al comprender que le interesaba seguir contando con su favor—. El secuestro de la hermana de Dufort es prioritario ahora, pero pronto podré encargarme de tu conde, aunque aún no puedo adelantarte nada. Sin embargo, si hubiera algún tipo de incentivo… —la tanteó, y ella sonrió con desdén.
—Tampoco puedo adelantarte nada —alegó, jugando con sus mismas reglas, y Hervé rio por lo bajo.
—En ese caso, será en otra ocasión —anunció, pues justo se toparon con un soldado que caminaba hacia ellos por el corredor.
Se detuvo frente a su superior y se cuadró.
—Condúcelos hasta la puerta —le ordenó Langlais, y él asintió.
—Muchas gracias, sargento —dijo Osvaldo, quien no podía ocultar su pesar.
—No os inquietéis, la encontraremos —le aseguró—. Todo queda en nuestras manos —añadió, mirando a Lucrezia para dedicarle aquel mensaje velado.
—Eso esperamos, sargento —respondió ella, asintiendo al comprender, tras lo cual se marcharon con el joven.
Hervé, por el contrario, volvió sobre sus pasos reflexionando sobre la conversación mantenida con la condesa. Tenía que reconocer que esa mujer había resultado un gran aliciente con el que animar su tediosa estancia allí, pero confiaba en que no se tornase una molestia. Sería una lástima.
Cuando llegó al despacho de Dufort, este contemplaba un mapa de la región, ceñudo. Su exaltación parecía haberse disuelto, tornando en su consabida frialdad. A pesar de la gravedad del asunto, era un témpano de hielo. No le extrañaba que no tuviera esposa si era para todo igual…
—Cierra —le pidió entonces.
Hervé obedeció y se posicionó en mitad de la estancia, aguardando sus indicaciones en actitud distendida.
—Que sea la última vez que me cuestionas, y menos en presencia de alguien —lo reprendió con dureza, sorprendiendo a Hervé.
—No era mi intención —se excusó, aunque fue solo con las palabras, pues su tono de voz denotaba malestar—. Me he ofuscado al saber del rapto de Brigitte.
—O es que has perdido la costumbre de tener que recibir órdenes de un superior —apuntó, mordaz, y Hervé apretó las mandíbulas, conteniendo las ganas de decirle lo que pensaba en ese instante.
—¿Y qué órdenes son esas, teniente? —preguntó, viéndose en la obligación de erguir la postura, pues Dufort se le acercaba.
—Organizaremos batidas de búsqueda por el bosque —le informó a apenas un paso de él—, evitando a toda costa el pueblo —pronunció haciendo hincapié en cada palabra—. La seguridad de mi hermana es primordial y amenazar a los campesinos puede darle una excusa a ese malnacido para hacerle daño, ¿entendido?
—Entendido, teniente —asintió, serio.
—Y que preparen el grano. Seguro que nos hace llegar de algún modo las condiciones para el intercambio —añadió, y Langlais no contuvo una mirada reprobatoria.
—¿Ahora nos rendimos al chantaje de un simple ladrón? —demandó, airado.
—Alguien de la banda acudirá al intercambio, quizá el propio Falcone, ¿no? —inquirió furibundo, cansado de que objetara todas sus decisiones.
—¿Y que el Falcone secuestre a alguien cada vez que quiera conseguir algo? —insistió, rozando la insolencia.
—Confiscar el grano no nos ha servido de mucho, al contrario, ¡nos ha llevado a esto! —le espetó, cogiendo el pliego y sacudiéndolo frente a las narices del sargento—. Tratemos de sacarle provecho. El Falcone caerá, Hervé, para eso estoy aquí. ¡Así que haremos esto a mi manera! —sentenció, apretando los dientes—. Y ahora, retírate —le ordenó.
El sargento se limitó a cabecear, asintiendo. Giró sobre sus talones y se dispuso a salir, mientras la ira le bullía en la sangre. Sí, el Falcone caería, pero no sería el único.
Alain abandonó el cuarto al escuchar voces fuera. La noche anterior, después de la llegada de Brigitte, Velmont lo había obligado a tumbarse una vez le revisó la herida. El conde obedeció, pues tampoco tenía el ánimo como para discutir; se sentía derruido, sin fuerza para continuar. Esperaba la censura por parte de Brigitte, sus reproches, incluso su ira, pero al enfrentarla notó que algo se resquebrajaba en su interior, algo que parecía irreparable.
Con cierta desidia, abrió la puerta para acceder a la estancia principal, cuando vio que su hermana caminaba a su encuentro, acompañada de Cesare.
—Hemos escuchado una de las señales —le informó, preocupada—. Los franceses están revisando el bosque.
—Contábamos con ello —le recordó, tratando de mantener la calma—. No darán con la guarida —añadió.
Sin embargo, les hizo una seña con la cabeza para que lo acompañaran al exterior de la casa, donde el resto de la banda allí presente cuchicheaba sobre el tema.
—Aún están bastante lejos, pero deberíamos prepararnos —le propuso el panadero.
—Muy bien —asintió Alain—. Vosotros, a los puestos de vigilancia —les indicó a Luigi y algunos hombres—, y vosotros acercaos a los franceses para avisar con las señales de peligro si fuera necesario —le pidió a otro grupo—. Céline, Cesare, vosotros esconded los caballos y regresad aquí.
Todos se dispusieron a cumplir con su tarea, quedándose Velmont y el conde a solas.
—Si los franceses aún están lejos, tendríamos el tiempo suficiente para alejarnos de aquí con mademoiselle —apuntó el mayordomo.
—No sé… —vaciló Alain—. Nos arriesgamos a encontrarnos con una patrulla de soldados. Mejor esperar aquí la señal.
—Como queráis —accedió Velmont.
—En cualquier caso, podríamos echarle un vistazo a los alrededores —le propuso, a lo que el anciano accedió.
Alain miró durante un momento la cabaña, preguntándose si no sería una imprudencia dejarla allí sola, pero desechó la idea al convencerse de que solo sería un momento, tras lo cual se encaminó hacia la espesura del bosque.
Sin embargo, a Brigitte no le pasó inadvertido el silencio que se hizo de repente en el campamento. Con cautela, bajó de la cama y comenzó a otear por la única ventana con la que contaba el cuarto, y no vio a nadie en el exterior. Un tanto sorprendida, y temerosa también, fue hacia la puerta de la habitación y la abrió muy despacio, para venir a comprobar que toda la cabaña estaba vacía. ¿Era posible que la hubieran dejado sola?
En un primer instante dudó. Sabía que el Falcone no le haría daño, pero seguía tan dolida por el hecho de que la utilizara contra su hermano… Tal vez Edmond no había actuado correctamente al quitarle el grano a la gente del pueblo, pero el Falcone la estaba usando como un arma contra él, sin importarle la forma en que se pudiera sentir. ¿Esa era su forma de demostrarle cuánto significaba para él? Era una estúpida y el desencanto volvió a hacer mella en su corazón.
Asegurándose de que nadie aguardaba en el exterior, salió y echó a correr, alejándose de la cabaña. Al verse entre los árboles, comprendió que no sabía dónde se hallaba, pues le habían vendado los ojos al conducirla hasta allí, pero, aun así, decidió arriesgarse y continuar.
Caminaba sin rumbo entre los matorrales cuando escuchó el sonido de un torrente de agua. Recordaba el riachuelo que había visitado con Céline cuando dieron aquel paseo, en el que se detuvieron un instante para dar de beber a los caballos y disfrutar del lugar. Siguió aquel rumor con la esperanza de que fuera el mismo, pero al encontrarlo no le resultó familiar; este era mucho más violento y caudaloso.
Brigitte comenzó a desesperarse. La ribera se presentaba agreste, era imposible deambular por ella, por lo que la única opción era retroceder y regresar a la cabaña. Sin embargo, un ramalazo de orgullo le hizo desechar esa posibilidad y se propuso seguir y cruzar el riachuelo.
Avistó el nacimiento de un sendero al otro lado y vio que algunas piedras sobresalientes cruzaban todo el ancho del cauce. Eso la alentó. No obstante, no había llegado a la mitad de su recorrido cuando se convenció de que había sido una terrible idea. El agua la empujaba con fuerza, haciendo que se tambaleara. La joven quiso subsanar su desacierto, girándose para volver sobre sus pasos, pero ese fue su gran error. La fuerza del torrente le hizo perder el equilibrio y cayó al agua, viéndose arrastrada por la corriente.
La fortuna quiso que Alain y Velmont regresasen al campamento momentos después de que ella lo abandonara y, al instante, al ver la puerta de la cabaña abierta, se percataron de que Brigitte no estaba.
—¿Ha escapado? —se asombró el anciano, y el conde asintió, dolido porque había huido de él a la menor oportunidad y maldiciéndose por dejarla sola.
—¡Tenemos que encontrarla! —exclamó, preocupado—. No conoce estos bosques y lo mejor que puede sucederle es extraviarse —farfulló, murmurando un improperio.
Ambos hombres se adentraron en el bosque e instantes después escucharon el sonido de un cuerpo cayendo al agua y unos gritos de mujer. Sin dudar de que se trataba de Brigitte, Alain se dirigió hacia aquella voz y pronto divisó a la joven luchando contra el embravecido curso del río.
Sin pensar ni un solo segundo en su herida, el conde se lanzó al arroyo, con tal de salvarla.
—¡Auxilio! —comenzó a gritar ella, agitando los brazos sin cesar.
—¡Brigitte! —la llamó, con la intención de que intentara acercarse a él. La herida le impedía mover el brazo con libertad, lo que le dificultaba llegar hasta ella—. ¡Brigitte!
—¡Ayúdame! —lloriqueó, desesperada.
Alain maldijo al ver que los esfuerzos de la muchacha por mantenerse a flote eran infructuosos. La observó hundirse durante angustiosos instantes en los que la dio por perdida, hasta que una de sus manos atravesó el agua hasta el exterior. El joven alargó el brazo sano, gruñendo de dolor, y alcanzó sus dedos.
Cuando Brigitte notó su tacto, se aferró a él como pudo, luchando sin parar contra la fuerza del agua, braceando enloquecida. Estaba aterrada, segura de que iba a morir, y a pesar de que un par de manos rodearon su cintura, ella se aferró a él, sin ser consciente de que hacerlo podía provocar que se hundieran los dos.
—¡Tranquila! —escuchó decir al Falcone, que intentaba arrastrarla fuera del arroyo, pero al ver que estaba tan nerviosa, la montó sobre su espalda, obligándola a rodearle el cuello con las manos.
No obstante, el propio miedo entumecía los músculos de Brigitte y perdió el agarre. Presa del temor a escurrirse, su primer impulso fue cogerlo de la cara, de la máscara, y casi se la arrancó. Él impidió que la tela resbalase y desprotegiese su rostro, aunque los dedos femeninos seguían en su mejilla, en su pómulo, sobre parte de piel que sí había quedado al descubierto a causa del forcejeo y cuyo tacto provocó que la joven creyera que se le detendría el corazón…
El Falcone consiguió tomar control de la situación y comenzó a sacarla del río, pero ella se sintió morir mientras seguía palpando aquella zona rugosa, esa marca… No podía ser casualidad… ¿Qué probabilidad había de que dos personas tuvieran esa misma cicatriz, en el mismo lugar? Ninguna… ninguna… El Falcone era…
—Brigitte… ¡Brigitte! —exclamó Alain al notar, de pronto, el cuerpo laxo de la muchacha sobre él, como un peso muerto.
Por fortuna, Velmont, que estaba sujeto de una rama, alargó la otra mano hacia él para ayudarlo a alcanzar la orilla. Entonces, el conde la depositó en el suelo, con el miedo helándole la sangre.
—¡Brigitte! —la llamó de nuevo, sosteniendo el cuerpo inerte de su amada entre sus brazos.
—Tranquilo —lo calmó el anciano—. Solo está inconsciente.
—Llevémosla de vuelta a la guarida —decidió el noble.
—Vuestra herida… —quiso reconvenirlo el mayordomo, pero Alain no tenía intención alguna de escucharlo.
La tomó en sus brazos y la condujo entre los árboles hacia la cabaña, pese a que el dolor se le clavaba en los músculos y le recorría la extremidad hasta la mano. El resto de la banda los estaba aguardando, preocupados al no saber qué había sucedido.
Sin detenerse a darles explicación alguna, la llevó a su cuarto, seguido de Velmont y su hermana, y la tumbó en el camastro.
—Los franceses se han alejado, pero tenemos grupos de hombres apostados en las inmediaciones, vigilando —le informó ella a un angustiado Alain, quien asintió, sin saber cómo reaccionar.
—Tenemos que quitarle esas ropas mojadas —propuso el mayordomo—. Podría darle una pulmonía.
—Aquí hay alguna prenda femenina —dijo Céline, acercándose a un baúl—. Salid —les pidió a ambos, dispuesta a hacerse cargo de la situación.
—Pero…
—Aprovecha para cambiarte tú también de ropa —insistió su hermana, quien ya lo empujaba para obligarlo a obedecerla.
Resoplando, Alain se unió a Velmont y juntos se dirigieron al otro cuarto, pues el anciano tenía intención de asistirlo.
—La muchacha se pondrá bien —murmuró el mayordomo mientras buscaba algunas prendas y al ver al conde preocupado.
—Sí, pero tenías razón, Velmont. Debía…
No obstante, no pudo continuar, asaltado por un vahído que lo debilitó, mientras todo daba vueltas a su alrededor.
—¡Diantres! —masculló el sirviente, quien trató de sostenerlo para que no cayera al suelo en aquel momento en que le fallaban las piernas. Haciendo un gran esfuerzo, pues era incapaz de soportar el peso de la corpulenta constitución del joven, lo acercó hasta el jergón. Entonces, al agarrarlo del pecho, notó una humedad cálida en la palma de la mano—. Túmbate para que te revise —le pidió al ver que la herida volvía a sangrar.
—Estoy bien —dijo Alain, aunque no se tenía en pie.
—Maldito muchacho inconsciente —farfulló el anciano.
Pese a su obstinación, Velmont consiguió que obedeciera y procedió a realizarle una cura. Céline no tardó en entrar y, al percatarse de lo sucedido, se dispuso a ayudarlo.
—Testarudo e irresponsable —rezongó el mayordomo mientras se secaba las manos una vez hubieron acabado, aunque Alain no pudo escucharlo, pues se había dormido, agotado.
—¿Crees que estará bien? —le preguntó la muchacha, preocupada.
—Solo está un poco débil. Estos días se ha extralimitado —le respondió, contrariado—. Necesita descansar.
—¿Qué debemos hacer? —demandó inquieta.
—Esperar —sentenció el anciano—. Sé que hoy mismo pretendía hacerle llegar a Dufort las condiciones del intercambio, por mediación del padre Antonio, para que Brigitte esté expuesta el mínimo tiempo posible —le recordó—, pero nosotros no debemos actuar por nuestra cuenta —decidió con pesar—. Si es preciso, aguardaremos hasta mañana.
—Voy a decírselo al resto, para que vuelvan a sus casas —dijo ella entonces, y el hombre asintió.
—Puedes irte tú también —le propuso cuando ya iba hacia la puerta—. Yo me quedo al cuidado de ambos.
—No —negó con rotundidad—. Cuando Brigitte despierte, es preferible que se vea acompañada por una mujer, aunque esta sea una bandolera enmascarada —trató de bromear.
El mayordomo también esbozó una media sonrisa mientras la observaba salir. Luego se cruzó de brazos y, de pie junto a la cama, contempló al joven. Aquello era un contratiempo y confiaba en que no les ocasionara ningún problema. No obstante, su decisión era acertada, tenían que esperar. El Falcone debía hacerse cargo del asunto personalmente. No podía ser de otra manera.