5. ¡En marcha, ar!
Al llegar a Sanok se demostró que en el vagón en el que iba la cocina de la 11 compañía y en el que el saciado Baloun ventoseaba de placer habían tenido razón. Efectivamente, debían dar una cena y algo más de comer como compensación por los tres días en que el batallón no había recibido nada.
Al salir del vagón también se demostró que en Sanok se encontraba el estado mayor de la «brigada de hierro» a la que según la fe de bautismo pertenecía el batallón del 91 regimiento. A pesar de que la línea de ferrocarril de Sanok a Lemberg e incluso más al norte, hasta la frontera, estaba intacta quedaba un enigma: ¿por qué se había dispuesto que la «brigada de hierro» concentrara su estado mayor y los batallones a ciento cincuenta kilómetros detrás del frente cuando en aquellos momentos éste se extendía desde Brod am Bug, a lo largo del río, hacia el norte, hasta Sokal?
Esta cuestión estratégica de excepcional interés se solucionó de una manera muy sencilla, cuando el capitán Sagner fue al estado mayor de la brigada de Sanok a buscar las órdenes referentes al alojamiento del batallón.
El oficial de servicio era el ayudante de brigada capitán Tayrle.
—Estoy muy sorprendido de que no hayáis recibido ningún comunicado concreto —dijo el capitán Tayrle—. El itinerario es fijo. Naturalmente hubierais tenido que anunciarnos una línea de avance. Según las disposiciones del comando supremo habéis llegado con dos días de antelación.
El capitán Sagner se ruborizó ligeramente, pero no se le ocurrió repetir todos los telegramas cifrados que había recibido durante el viaje.
—Me asombra usted —dijo el ayudante Tayrle.
—Creo que los oficiales nos tuteamos —repuso el capitán Sagner.
—De acuerdo —dijo el ayudante Tayrle—. Dime, ¿estás en activo o eres civil? ¿Activo? Entonces la cosa cambia. Uno se desorienta. ¡Ya han pasado tantos tenientes imbéciles de la reserva! Cuando nos retiramos de Limanova a Krasnik todos éstos «también tenientes», perdieron la cabeza en cuanto vieron una patrulla de cosacos. En el estado mayor no nos gustan estos parásitos. Esos estúpidos al final se pasan al servicio activo o hacen la prueba de oficiales y siguen siendo estúpidos civiles, y cuando hay guerra se transforman en tenientes, pero en tenientes cochinos y asquerosos.
El capitán Tayrle escupió y dio al capitán Sagner unas amistosas palmadas en el hombro.
—Os quedaréis aquí unos días. Os llevaré a pasear y bailaremos un poco. Tenemos unas prostitutas que parecen ángeles. Luego está la hija de un general que antes se había dedicado al amor lesbiano. Entonces nos ponemos todos ropa de mujer para gastarle una broma y ya verás lo que es bueno. ¡Es más seca que un palo, no puedes figurarte! Pero sabe una barbaridad, compañero. ¡Vaya pájara…! Ya la verás. Perdón —dijo estremeciéndose—, tengo que ir de nuevo a devolver. Hoy ya es la tercera vez.
Al volver, para demostrar al capitán Sagner lo mucho que se divertían, le explicó que padecía las consecuencias de la velada del día anterior en la que también había tomado parte el departamento de ingenieros.
El capitán Sagner conoció muy pronto al comandante de este departamento, que también era capitán. De súbito entró precipitadamente en la oficina un hombre alto, en uniforme y con estrellas doradas, que se dirigió a Tayrle como si estuviera medio dormido, sin darse cuenta de la presencia del capitán Sagner.
—¿Qué haces, puerco? ¡Nos dejaste bien arreglada a nuestra condesa ayer!
Se sentó en una silla y golpeándose las pantorrillas con un fino bastón río ampliamente.
—Si no recuerdo mal, cuando devolviste en el castillo…
—Sí —dijo Tayrle—, ayer fue muy divertido.
Luego le presentó al capitán Sagner y se dirigieron todos a la cervecería, que de la noche al día se había transformado en un café.
Al pasar por la oficina, el capitán Tayrle arrebató el bastón al comandante del departamento de ingenieros y dio un bastonazo en la mesa. A esta orden los doce escribientes militares se pusieron en pie. Éstos eran partidarios del trabajo tranquilo y seguro, a espaldas del ejército, con uniformes especiales y grandes y satisfechas barrigas.
Y con la intención de darse importancia ante Sagner y el otro capitán, Tayrle dijo a estos doce apóstoles de la pereza:
—¡No creáis que estáis en un establo de engorde, puercos! ¡Menos comer y más correr! Ahora os mostraré otro tipo de enseñanza —dijo a sus camaradas. Y golpeando de nuevo la mesa preguntó a los doce—: ¿Cuándo reventaréis, cochinos? Los doce contestaron a una:
—A la orden, mi capitán.
Riendo de su propia estupidez el capitán Tayrle salió de la oficina.
En el café, Tayrle pidió una botella de ginebra y ordenó que llamaran a un par de señoritas que había libres. Se demostró que, en realidad, el café no era más que una casa pública y como ninguna de las señoritas estaba libre, el capitán Tayrle se enfadó mucho, insultó a la dueña en el vestíbulo de una manera vulgarísima y preguntó quién estaba con la señorita Ella.
Cuando le dijeron que Ella estaba con un teniente, todavía echó más pestes.
Con la señorita Ella se encontraba el teniente Dub, el cual, una vez instalado el batallón en el instituto, convocó a toda su sección y le dirigió un largo discurso advirtiéndoles que, al retirarse, los rusos habían construido burdeles con personal enfermo para acarrear grandes pérdidas al ejército austríaco, por lo cual prevenía a los soldados contra la visita a tales locales. Añadió que él, mismo iría a comprobar en estas casas si se obedecía su orden, pues ya se encontraban en la zona afectada. El que fuera pescado iría al consejo de guerra.
El teniente Dub quería convencerse personalmente de que se obedecía su orden y como punto de partida de su investigación eligió el sofá de la habitación de Ella, en el primer piso del llamado «Café de la ciudad», un sofá en el que se divirtió mucho.
Mientras tanto, el capitán Sagner se había dirigido ya a su batallón y la compañía de Tayrle se había disuelto. A él mismo fueron a buscarlo de la brigada, donde hacía ya más de una hora que el comandante requería su presencia.
Llegaron nuevas órdenes de la división. Había que fijar un itinerario definitivo para el regimiento 91 que acababa de llegar, ya que según las nuevas disposiciones era el batallón 102 el que tenía que avanzar en la dirección dada antes.
Todo esto era muy complicado: los rusos se retiraban al extremo nordeste de Galitzia con gran rapidez, de modo que allí se mezclaron varios cuerpos del ejército austríaco. Esporádicamente penetraban algunas partes del ejército alemán, a modo de cuñas. Se originó un caos que aumentó aún más con la llegada de los nuevos batallones y demás cuerpos del ejército. Lo mismo sucedía en otras zonas del frente que quedaban algo más atrás, como por ejemplo aquí, en Sanok, donde súbitamente llegaron las reservas de una división alemana de Hannover guiada por un coronel. Este coronel tenía una mirada tan fea que el comandante de la brigada se quedó muy confuso. El comandante de las reservas de la división de Hannover presentó la disposición de su estado mayor según la cual sus soldados debían alojarse en el instituto. Para instalarse pidió que se dejara libre el edificio del Banco de Cracovia en el cual se encontraba ya el estado mayor de brigada.
El comandante de la brigada pidió que le comunicaran directamente con la división y le expuso con toda exactitud la situación en que se encontraban. Luego habló la división con el de Hannover de la mirada maligna, con motivo de la cual llegó a la brigada la siguiente orden: «La brigada abandona la ciudad a las seis de la tarde y cubre la línea Turowa–Wolska–Liskowiec–Starasol–Sambor. Al mismo tiempo que ella, avanza el batallón del 91 regimiento de infantería como defensa. La patrulla de avance llega a Turowa a las cinco y media con una distancia de tres kilómetros y medio entre el guardaflanco del norte y el del sur. La retaguardia comienza la marcha a las seis y cuarto».
Así fue como en el instituto empezó a armarse un gran alboroto, y en la deliberación de los oficiales del batallón sólo faltó el teniente Dub: Schwejk recibió la orden de ir a buscarlo.
—Espero que no le costará encontrarlo —dijo el teniente Lukasch—. Como siempre tenéis algo de que hablar…
—A sus órdenes, mi teniente. Le ruego que me dé una orden escrita de la compañía, precisamente porque siempre hay algo entre nosotros.
Mientras el teniente Lukasch escribía en su bloc de copias la orden de que el teniente Dub se presentara inmediatamente al instituto para una deliberación, Schwejk prosiguió con sú informe:
—Sí, mi teniente, pierda cuidado, como siempre. Lo encontraré porque los soldados tienen prohibido ir a los burdeles y seguro que él está en uno de ellos comprobando que en su sección no haya nadie que, quiera ir al consejo de guerra, que es su amenaza de siempre. Él mismo dijo a los soldados de su sección que iría a todos los burdeles y que entonces, ay de ellos, que van a conocerle el lado malo. Bueno, yo ya sé donde está. Está ahí, en el café de enfrente porque todos los soldados han visto que el lugar en que se metía primero era éste.
Los establecimientos de recreo y el «Café de la ciudad», del que Schwejk había hablado, se componían de dos departamentos. El que no quería pasar por el café daba la vuelta al edificio y detrás encontraba a una vieja que tomaba el sol y que le decía en alemán, polaco y húngaro:
—Ven, pequeño, aquí hay chicas guapas.
El soldado entraba y ella lo llevaba por un pasillo hasta una antesala que, en cierto modo, era un vestíbulo. Entonces llamaba a una de las muchachas. Esta llegaba corriendo en camisón. La chica, primero pedía dinero y la vieja lo cobraba en el acto, mientras el soldado se quitaba las armas.
Los oficiales iban por el café. Su camino era más sombrío, pues para llegar al fondo tenían que pasar por las habitaciones en las que se encontraba el personal destinado a grados y oficiales. Allí, los camisones eran de encaje y se bebía vino y licores. En esta sala la dueña no permitía nada; todo se hacía en las habitaciones de arriba. En uno de esos paraísos llenos de chinches el teniente Dub se revolcaba en calzoncillos en el diván mientras la señorita Ella, como suele ocurrir en estos casos, le explicaba la inventada tragedia de su vida: que su padre era fabricante y que ella había sido profesora del instituto femenino de Pest, y que lo de ahora lo hacía porque había sido desgraciada en amores.
A un palmo detrás del teniente Dub, sobre una mesita, había una botella de ginebra y vasos. El hecho de que la botella estuviera medio vacía y el de que Ella y el teniente Dub dijeran ya cosas incomprensibles era una prueba concluyente de que él no resistía nada. De sus frases se deducía que lo confundía todo y que creía que Ella era Kunert, su asistente. Así fue como la llamó y siguiendo su costumbre amenazó a ese supuesto Kunert.
—Kunert, Kunert, animal, cuando me conozcas el lado malo…
Schwejk debía someterse al mismo procedimiento que los demás soldados que entraban por atrás. No obstante, se liberó con mucha suavidad de una muchacha en camisón a cuyos gritos acudió corriendo la dueña. Ésta negó con todo descaro que allí se encontrara ningún teniente.
—No me dé tantos gritos, señora, o le parto la boca —dijo amablemente Schwejk sonriendo con dulzura—. En mi barrio, en la Plattnergasse, una vez apalearon a la dueña de un burdel de tal modo que ya no sabía ni quién era. Fue un hijo que estaba buscando a su padre; un tal Wondratschek, que tenía un negocio de neumáticos. La dueña se llamaba Chrowanowa y cuando lograron que volviera en sí, en el puesto de socorro, y le preguntaron cómo se llamaba, dijo que algo que empezaba por Ch. ¿Y cuál es su digno nombre?
La respetable matrona empezó a dar tremendos gritos cuando tras pronunciar estas palabras, Schwejk la apartó a un lado y subió las escaleras muy serio en dirección al primer piso.
Abajo apareció el dueño de la casa, un noble polaco arruinado, que siguió a Schwejk escaleras arriba, lo agarró por la camisa gritándole en alemán que los soldados no podían subir, que el primer piso estaba destinado a los oficiales y que los soldados tenían que quedarse abajo.
Schwejk comunicó que se encontraba allí en interés de todo el ejército y que andaba buscando a un cierto teniente Dub, sin el cual el ejército no podía ir al campo de batalla. Y como el otro se divertía cada vez más, Schwejk lo echó escaleras abajo y prosiguió su búsqueda por las habitaciones, llegando a la conclusión de que todas estaban vacías. Sólo al final del pasillo, después de llamar y abrir un poco la puerta se oyó la chillona voz de Ella:
—Ocupado.
E inmediatamente el teniente Dub, creyendo que todavía se encontraba en su habitación del campamento, dijo:
—¡Adelante!
Schwejk entró, se acercó al diván y entregándole al teniente Dub la hoja del bloc con la copia y mirando disimuladamente las piezas del uniforme esparcidas en un rincón de la cama, dijo:
—A sus órdenes, mi teniente; tiene que vestirse y presentarse a nuestro cuartel, en el instituto, porque tenemos una gran deliberación militar.
Al teniente Dub le salieron de sus órbitas sus ojos de pequeñas pupilas; luego se pensó que le enviaban a Schwejk para que lo castigara y por ello dijo:
—En seguida ajustaré cuentas contigo, Schwejk. Ve–rás loque–te–va–a–pa–sar. ¡Kunert! —exclamó dirigiéndose a Ella—, échame–o–otro.
Después de beber y romper la orden escrita dijo:
—¿Es u–na disculpa? Con–mi–go no va–len disculpas. Estamos–en–guerra–y–no–en–la–escuela. ¿De modo–que–te–han–pescado–en–el–burdel? Acércate, Schwejk, voy a dar–te–un–par–de–bofetadas. ¿En qué año–derrótó–Felipe–de–Macedonia–a–los–romanos? No lo sa–bes, animal.
—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk imperturbable—. Por orden suprema del comando de la brigada, los oficiales deben vestirse y acudir a la deliberación del batallón. Nos vamos en seguida, y ahora va a decidirse qué compañía irá de vanguardia, flanco y retaguardia. Van a decidirlo ahora mismo y creo que usted, mi teniente, también tiene que decir algo.
Este diplomático discurso hizo entrar algo en razón al teniente Dub. Poco a poco empezó a darse cuenta de que no se encontraba en el cuartel, pero por prudencia preguntó:
—¿Dónde estamos?
—El señor teniente tiene el gusto de estar en un burdel. Los caminos de Dios son muy diversos.
El teniente Dub lanzó un profundo suspiro, abandonó el diván y empezó a buscar su uniforme. Schwejk lo ayudó. Una vez vestido salieron ambos, pero Schwejk volvió poco después y sin prestar atención a Ella, que atribuyó su regreso a un motivo muy distinto y volvió a meterse en seguida en la cama por sus desgraciados amores, Schwejk bebió a toda prisa el resto de ginebra y se fue de nuevo con el teniente.
En la calle al teniente Dub volvió a subírsele todo a la cabeza porque hacía mucho bochorno. A Schwejk le contó toda clase de inconexas tonterías: que en su casa tenía un buzón de Helgoland y que en cuanto acabaron el bachillerato se fueron a jugar a billar y que no habían saludado al encargado de clase. Después de cada frase añadía:
—Creo que me entiende bien.
—Claro que le entiendo bien —dijo Schwejk—. Habla igual que Pokorny, el hojalatero de Budweis. Cuando le preguntaban: «¿Se ha bañado ya en el Maltsch este año?», contestaba: «No, pero a cambio habrá muchas ciruelas». Y cuando le preguntaban: «¿Ha comido ya setas este año?», contestaba: «No, pero ese nuevo sultán de Marruecos debe de ser un hombre magnífico».
El teniente Dub se detuvo y exclamó:
—¿Sultán de Marruecos? Su grandeza ya se ha terminado.
Secándose el sudor de la frente y mirando a Schwejk continuó:
—Jamás había sudado tanto en invierno. ¿Está de acuerdo? ¿Me entiende?
—Entiendo, mi teniente. A la taberna «Zum Kelch», en mi barrio, iba siempre un hombre mayor, un consejero retirado de la diputación que siempre decía lo mismo: que se preguntaba cuál era la diferencia entre la temperatura de verano y la de invierno, que él encontraba muy cómico que los hombres todavía no lo hubieran descubierto.
Cuando llegaron a la puerta del instituto, Schwejk dejó al teniente Dub. Este subió tambaleándose a la sala de conferencias en la que tenía lugar el consejo militar. El capitán Sagner anunció en seguida que él, el teniente Dub, estaba completamente borracho. Durante toda la deliberación, Dub estuvo sentado con la cabeza baja y en el debate de vez en cuando se levantó para decir:
—Su opinión es acertada, caballeros, pero yo estoy completamente borracho.
Una vez elaboradas todas las disposiciones y destinada la compañía del teniente Lukasch para avanzar en vanguardia, súbitamente, Dub se encogió, se levantó y dijo:
—Me acuerdo del encargado de clase cuando hacía el último curso, caballeros. ¡Viva, viva, viva!
El teniente Lukasch pensó que de momento lo mejor sería ordenar al asistente de Dub que lo llevara, para que se tranquilizase, al gabinete psiquiátrico de al lado en cuya puerta había un guardia para que nadie pudiera robar el resto de la colección de minerales de la que ya faltaba la mitad. La brigada se lo advertía constantemente a las tropas que pasaban por el lugar.
Esta medida databa del momento en que un batallón húngaro que se había alojado en el instituto había empezado a saquear el gabinete. Lo que más les gustó a los húngaros fueron los minerales (cristales y piedras de colores) y se los metieron en sus sacos de provisiones.
En el pequeño cementerio de soldados se encuentra también una cruz blanca con la inscripción: «Laszlo Gargany». Allí disfruta del eterno sueño un soldado húngaro que al saquear el instituto se bebió todos los alcoholes desnaturalizados de una vasija en la que se conservaban diversos reptiles.
La Guerra Mundial exterminaba al género humano incluso con licor procedente de colecciones de reptiles. Cuando se fueron todos, el teniente Lukasch llamó a Kunert y le pidió que se llevara á su amo y lo acostara en el diván. Ahora el teniente Dub parecía un niño pequeño: cogió la mano de Kunert y empezó a examinarla diciendo que descubriría a su futura esposa.
—¿Cómo se llama? Saque bloc y lápiz del bolsillo de la camisa. De modo que se llama Kunert; pues venga dentro de un cuarto de hora y le dejaré aquí una nota con el nombre de su futura esposa.
Apenas dicho esto empezó a roncar, pero volvió a despertarse y se dedicó a hacer garabatos en el bloc de notas, arrancó lo que había escrito, lo echó al suelo y con el dedo colocado misteriosamente en la boca dijo:
—Todavía no, dentro de un cuarto de hora. Lo mejor será que busque usted la nota con los ojos tapados.
Kunert era un tipo tan bueno que volvió al cabo de un cuarto de hora, abrió el papelito y leyó los jeroglíficos del teniente Dub: «El nombre de su futura esposa será señora Kunert».
Algo más tarde Kunert le enseñó el papelito a Schwejk y éste le dijo que lo guardara bien, que los documentos de personalidades militares había que conservarlos con cuidado. Añadió que antes, cuando él había cumplido su servicio, los oficiales no mantenían correspondencia con sus asistentes y no le daban el título de señor.
Una vez terminados los preparativos para la marcha según las disposiciones dadas, el comandante de la brigada, al que el general de Hannover había sabido echar tan bien, mandó formar al batallón y pronunció un discurso. A este hombre le gustaba muchísimo hablar. Esta vez hizo una mezcla colosal y cuando ya no tenía nada más que decir, se acordó del correo militar.
—¡Soldados! —tronó—. Ahora nos estamos acercando al frente del enemigo, de él sólo nos separan unos pocos días de marcha. Soldados, hasta ahora no habéis tenido oportunidad de dar vuestra dirección a los seres queridos que habéis dejado, para que sepan adónde tienen que escribiros, de modo que podáis alegraros con las cartas de aquellos a quienes queréis y de los que estáis alejados.
Como no sabía cómo salir del enredo, repitió infinitas veces:
—Vuestros seres queridos, vuestros familiares, vuestros herederos.
Etcétera, hasta que por fin rompió el cerco gritando:
—¡Por esto en el frente tenemos un correo militar!
Por el resto de su discurso parecía que todos estos hombres con uniforme gris debieran dejarse matar tan contentos única y exclusivamente porque en el frente existía un correo militar, como si para aquel al que una granada le arrancaba una pierna fuera una gran suerte morir pensando que su correo tenía el número 72 y que tal vez allí había una carta de sus queridos familiares y un envío consistente en un trozo de carne ahumada, grasa y galletas hechas en casa.
Después de este discurso la banda de la brigada tocó el himno nacional y se gritaron unos cuantos «¡viva el emperador!». Luego los distintos grupos de este ganado humano, destinado a ser sacrificado en algún lugar al otro lado del Bug, se pusieron en marcha siguiendo las disposiciones.
La undécima compañía salió hacia Turowa–Wolska a las cinco y media. Schwejk andaba detrás con la plana mayor de la compañía y el servicio de sanidad. El teniente cabalgaba junto a la columna y a cada momento se iba atrás en parte para cerciorarse del estado del teniente Dub, que en un carrito cubierto por una lona se dirigía a nuevas heroicidades en un desconocido futuro, en parte para acortar el camino charlando con Schwejk, que arrastraba pacientemente su saco de provisiones y su fusil y hablaba con el sargento Wanék de lo agradables que habían sido las marchas hacía años, durante las maniobras de Gross–Meseritsch.
—La región era exactamente igual que ésta, sólo que no íbamos tan equipados, porque entonces no sabíamos ni siquiera lo que eran las provisiones de conservas. Cuando teníamos una lata de conservas, nos la comíamos en el primer albergue en que pasábamos la noche y a cambio nos metíamos un ladrillo en el saco. En un pueblo vino la inspección, nos sacaron todos los ladrillos de los sacos, y había tantos, que uno se hizo allí una casa con ellos.
Un poco más tarde, Schwejk marchaba muy tieso junto al caballo del teniente Lukasch y hablaba del correo militar.
—El discurso ha sido muy bonito. Además, seguro que cuando uno está en el campo es muy agradable recibir una carta de casa. Pero hace años, cuando cumplía el servicio en Budweis, sólo recibí una carta que todavía guardo.
De una sucia cartera de piel, Schwejk sacó una carta llena de manchas de grasa, y andando al mismo paso que el caballo del teniente Lukasch, que había empezado un trote moderado, leyó en voz alta:
—«¡Infame, embustero, asesino, canalla! El cabo Kisch ha venido a Praga de permiso. He bailado con él en el “Kocan” [46] y me ha dicho que tú bailas en el “Grünen Frosch”, en Budweis, con una fulana cualquiera y que me has dejado. Para que lo sepas, te escribo esta carta en casa, en la tabla que hay junto al agujero. Entre nosotros todo ha terminado. La que fue tu Bozena. Me olvidaba, el cabo puede causarte molestias y lo va a hacer: y se lo he pedido. Otra cosa, cuando vengas de permiso, ya no me encontrarás entre los vivos». Naturalmente —prosiguió Schwejk en su moderado trote—, cuando fui de permiso la encontré entre los vivos. ¡Y entre qué vivos! La encontré en «Kocan». Acababan de vestirla dos soldados y uno de ellos era tan impulsivo que a la vista de todos la agarró por debajo de la blusa como si quisiera sacarle de allí el esmalte de su inocencia, a sus órdenes, mi teniente, como dice Wenceslawa Luzicka o como le dijo entre lágrimas una muchacha de unos dieciséis años a un estudiante que le pellizcó el brazo: «Señor, ha destrozado usted el esmalte de mi virginidad». Naturalmente, todos se rieron y su madre, que estaba vigilándola, la llevó al pasillo mientras se bailaba la «Besceda» [47] e hizo desaparecer como es debido a su boba ursulina. Mi teniente, yo he llegado a la conclusión de que, a pesar de todo, las muchachas del campo son más sinceras que estas señoritas de la ciudad que toman lecciones de baile. Hace años, cuando realizábamos ejercicios en Mniscrek, me fui a bailar a Alt–Kmin y conocí a una tal Karla Veklow, pero no le gusté demasiado. Un sábado al atardecer la acompañé al estanque, nos sentamos a la orilla y después de ponerse el sol le pregunté si le gustaba. A sus órdenes, mi teniente; el aire era tan cálido, todos los pájaros cantaban y ella me contestó con una espantosa risotada: «Me gustas tanto como que me den dos palizas en el popo. ¡Eres tan tonto!». Y realmente yo era tonto, tan enormemente tonto que, a sus órdenes, mi teniente, que anteriormente había ido a pasear con ella por los crecidos campos de trigo y por lugares solitarios y no nos sentamos ni una sola vez y yo sólo le enseñé esa bendición de Dios e idiota de mí le expliqué a esta campesina que esto era trigo y eso cebada y lo otro avena.
Y para confirmar estas palabras, delante sonaron las voces de los soldados de la compañía que cantaban la canción con la que los regimientos checos habían ido a Solferino a morir por Austria:
Y al mar la medianoche
salta la avena del saco.
Juphejdija, huphejda!
y todas las mozas dan…
Entonces los demás siguieron:
dan, dan, dan.
¿A qué van allí si no?
Dan no un beso, sino dos.
Sí, uno en cada mejilla.
Juphejdija, huphejda.
Y todas las mozas dan,
dan, dan, dan.
¿A qué van allí si no?
En aquel momento los alemanes empezaron a cantar la misma canción en alemán.
Era una vieja canción de soldados que tal vez se cantaba ya en todos los idiomas durante las guerras napoleónicas. Ahora resonaba en el polvoriento camino de Turowa–Wolska, en la llanura de Galitzia, a cuyos lados hasta las verdes colinas del sur, los campos, habían quedado aplastados por los cascos de los caballos y por los miles de botas de los soldados.
—Cuando hacíamos las maniobras en Pisek, dejamos el campo igual —dijo Schwejk mirando a su alrededor—. Con nosotros había un archiduque que era tan justo que cuando cabalgaba con la plana mayor a través de los campos por motivos estratégicos, detrás suyo iba su ayudante evaluando los daños que causaba. A un campesino que se llamaba Picha no le gustó nada su visita y no aceptó las dieciocho coronas de indemnización que le daba el erario por las cinco yugadas de campo pisoteadas, mi teniente; él quiso abrir un proceso y entonces le dieron dieciocho meses. Yo creo que en el fondo podía estar contento de que le visitara alguien de la casa imperial, mi teniente. Un campesino más culto hubiera hecho que todas sus chicas se vistieran de blanco, les hubiera dado ramos de flores y las hubiera llevado a sus tierras para que saludaran al gran señor, como he leído que pasa en la India, en que los súbditos se dejan aplastar por el elefante de cualquier soberano.
—¿Qué está diciendo, Schwejk? —gritó el teniente Lukasch desde el caballo.
—A sus órdenes, mi teniente, estoy hablando de los elefantes que llevan en su lomo al soberano del que he leído esto.
—Le dejo con sus cosas para que reflexione bien, Schwejk —dijo el teniente Lukasch alejándose.
La columna se había roto. La desacostumbrada marcha después del descanso del tren y el equipo completo hacían que a todos les dolieran ya los brazos y aligeraban las molestias como podían. Unos cambiaban el fusil de lado, la mayoría ya no lo llevaba al hombro, sino como si fuera un rastrillo o un tridente. Algunos pensaron que era más cómodo ir por la cuneta o por el linde del campo que por la polvorienta carretera, pues el suelo parecía más suave.
La mayoría andaba con la cabeza gacha y todos tenían mucha sed, pues, aunque ya se estaba poniendo el sol, hacía tanto calor y bochorno como a mediodía y a nadie le quedaba ni una sola gota de agua en la cantimplora. Era el primer día de marcha y esta desacostumbrada situación, que era un paso más hacia sufrimientos cada vez mayores, los debilitó y los dejó agotados. Cesaron los cantos y los soldados se dedicaron a calcular lo que podía faltar para llegar a Turowa–Wolska, donde suponían que iban a pernoctar. Algunos se sentaron un ratito en la cuneta y para que no se les notara que estaban cansados se ataron los zapatos, con lo que a primera vista parecían personas cuyos peales estaban mal puestos y se esforzaban por arreglárselos para que no les apretaran más. Otros alargaron o acortaron la correa del fusil o abrieron el saco de provisiones y cambiaron la distribución de los objetos, convenciéndose a sí mismos de que lo hacían para repartir mejor el peso. Entonces las correas del saco hacían caer más un hombro que el otro. Cuando el teniente Lukasch se acercaba a ellos, siempre que no los hubieran hecho avanzar de antemano los cadetes o jefes de pelotón en cuanto veían su caballo a lo lejos, se levantaban y le decían que les apretaba algo o que sufrían cualquier molestia.
Al pasar, el teniente Lukasch les pedía amablemente que se levantasen, que sólo faltaban tres kilómetros para llegar a Turowa–Wolska y que allí descansarían.
Mientras tanto, debido a las incesantes sacudidas del carro de sanidad, que sólo tenía dos ruedas, el teniente Dub volvió en sí, no totalmente, pero pudo levantarse, asomarse y llamar a los soldados de la plana mayor de la compañía que se movían por todos lados tranquilamente, pues todos ellos, empezando por Baloun y terminando por Chodounsky, habían dejado su saco en el carro. Sólo Schwejk seguía adelante con valor, con el saco en la espalda, el fusil a la manera de los dragones con la bandolera atravesando el pecho, fumando su pipa y cantando:
Cuando fuimos a Jaromersch
creyeron que era mentira.
Llegamos para la cena…
En la carretera, a más de quinientos pasos del teniente Dub, se levantaban remolinos de polvo, de los cuales aparecían las figuras de los soldados. El teniente Dub, poseído nuevamente de su entusiasmo, sacó la cabeza y empezó a gritar al remolino:
—¡Soldados, vuestra alta misión es difícil! Empiezan para vosotros pesadas marchas, escasez y penalidades de todas clases. Pero yo confío plenamente en vuestra resistencia y en vuestra voluntad firme y leal.
—Para gritarnos animal —añadió Schwejk completando un versito.
El teniente Dub continuó:
—Soldados, para vosotros no hay impedimentos insuperables. Os lo repito, soldados, no os llevo a una victoria fácil. Vais a encontrarlo muy duro, pero lo conseguiréis. ¡La historia os beatificará!
—Y quien te oiga vomitará —volvió a añadir Schwejk. Y como si lo hubiera oído, de repente el teniente Dub empezó a devolver en el camino. Cuando terminó, siguió gritando:
—¡Adelante, soldados!
Pero entonces cayó sobre el saco del telefonista Chodounsky y durmió hasta Turowa–Wolska, donde, por orden del teniente Lukasch, lo pusieron en pie y lo sacaron del carro. Después de una larga y difícil conversación con el teniente Lukasch, el teniente Dub tardó mucho en reponerse y poder explicar:
—Mirándolo bien, he cometido una tontería que repararé ante el enemigo.
La verdad es que todavía no estaba totalmente recuperado, pues antes de dirigirse a su sección, dijo al teniente Lukasch:
—Todavía no me conoce, pero cuando me conozca…
—Puede informar a Schwejk de todo lo que ha hecho.
Así pues, antes de dirigirse a su sección, el teniente Dub fue a ver a Schwejk, al cual encontró en compañía de Baloun y del sargento de oficina Wanék.
Baloun estaba explicando que en su casa, en el pozo del molino, siempre tenía una botella de cerveza y que la cerveza estaba tan fría que los dientes se le quedaban insensibles. Dijo que en otros molinos se bebía esta cerveza con requesón y mantequilla, pero que como él era muy glotón, cosa por la que ahora Dios le castigaba, siempre se tragaba un trozo de carne. Ahora la divina justicia lo castigaba con el agua caliente y pestilente del pozo de Turowa–Wolska, a la que por el peligro del cólera todos tenían que echar el ácido cítrico que acababan de repartir hacía un ratito, cuando fueron en tropel a buscar el agua. Baloun manifestó su opinión: probablemente repartían ese ácido cítrico para matar de hambre a los soldados. Cierto era que en Sanok había comido un poco y que el teniente Lukasch le había dejado media ración de ternera que le había enviado la brigada. Pero era horrible: él había imaginado que al llegar a este lugar descansarían, pasarían la noche y volverían a darles algo de comer. Al ver a los cocineros echando agua en las marmitas casi se convenció de ello, se fue corriendo a la cocina para preguntar qué hacían, pero le contestaron que sólo había llegado la orden de ir a buscar agua y que dentro de un rato podía llegar la de derramarla.
Entonces se les acercó el teniente Dub y como se sentía muy inseguro consigo mismo preguntó:
—¿Estáis charlando?
—Estamos charlando —contestó Schwejk por todos—. Nuestra conversación está en plena marcha. Lo mejor es siempre distraerse charlando. Ahora precisamente hablábamos del ácido cítrico. El soldado no puede existir sin conversación, así por lo menos olvida todas sus penas.
El teniente Dub dijo a Schwejk que fuera un momento con él porque quería preguntarle algo. Cuando ya se habían alejado un poco, el teniente le dijo con voz muy insegura:
—¿No habéis estado hablando de mí?
—De ningún modo, jamás, mi teniente. Sólo del ácido cítrico y de carne ahumada.
—El teniente Lukasch me ha dicho que debo de haber hecho una escena y que usted está bien informado, Schwejk.
Con gran seriedad y énfasis Schwejk dijo:
—Usted no ha hecho ninguna escena, mi teniente. Sólo fue a una casa pública, pero probablemente por equivocación. A Pimpra, el hojalatero de Ziegelplaz, andaban también siempre buscándole cuando se había ido a la ciudad a comprar hojalata y también lo encontraban en un local de ésos, en «Schuha» o en «Dworak», igual como yo le encontré a usted. Abajo había un café y arriba, en nuestro caso, había mujeres. Usted, mi teniente, probablemente se equivocó, pues hacía calor y si una persona no está acostumbrada a beber, cuando hace tanto calor se emborracha incluso con ron común; ni que decir tiene con ginebra, mi teniente. Bien, pues a mí me dieron la orden de entregarle una invitación para el consejo que tuvo lugar antes de salir y lo encontré allí con la chica. Debido al calor y a la ginebra, no me conoció y se quedó allí desnudo en el sofá. Usted no hizo ninguna escena y ni siquiera dijo: «No me conoce», pero esto puede pasarle a cualquiera cuando hace calor. Algunos sufren mucho, otros parecen una gallina ciega. ¡Si hubiera conocido al viejo Wejwoda, que era un bruñidor de Wrschowitz, mi teniente! Se propuso no beber nada que emborrachara, bebió su último vaso y salió de su casa en busca de bebidas no alcohólicas. Primero se detuvo en «Zur Station», pidió un cuarto de ajenjo y empezó a preguntarle al dueño qué es lo que bebían esos abstemios, pues consideraba que para ellos el agua ya era una bebida muy fuerte. Entonces el dueño le contó que los abstemios bebían agua de soda, limonada, leche y luego vino sin alcohol, sopas de agua fría y otras bebidas no alcohólicas. De todo esto lo que más le gustó a Wejwoda fue el vino sin alcohol. Preguntó también si había licor sin alcohol, bebió un cuarto y le dijo al dueño que realmente era un pecado emborracharse con frecuencia, a lo que éste le contestó que él lo resistía todo, pero que lo único que no aguantaba era el borracho que se embriagaba en otra parte y luego recurría a él para recobrar la sobriedad con una botella de agua de soda y volver a armar jaleo. «Emborráchate aquí —dijo el dueño—, entonces eres un hombre; de lo contrario, yo no te conozco». Así pues, el viejo Wejwoda acabó de beber y se fue y llegó a un comercio de vino que hay en Karlplatz en el que ya se había metido varias veces y preguntó si tenían vino sin alcohol. «Vino sin alcohol no tenemos, señor Wejwoda —le dijeron—, pero tenemos ajenjo o jerez». El viejo Wejwoda sintió vergüenza, de modo que tomó un cuarto de ajenjo y un cuarto de jerez y mientras estaba allí, mi teniente, conoció a un abstemio. Una cosa trae la otra, se toman cada uno otro cuarto de jerez y al final se descubre que ese caballero conoce un lugar donde despachan vino sin alcohol. «Está en la calle de Bolzano, se bajan unas escaleras; también tienen un gramófono». Por esa noticia el viejo Wejwoda pidió una botella entera de ajenjo y luego ambos se fueron a la calle de Bolzano, al lugar donde se bajan unas escaleras y donde hay un gramófono. Y en efecto, en aquel local sólo vendían vino de frutas sin alcohol. Primero cada uno pidió medio litro de grosella espinosa, luego medio litro de vino de grosella roja y después otro medio litro de grosella espinosa y con todo el ajenjo y el jerez de antes se les durmieron los pies y empezaron a gritar pidiendo que les presentaran la confirmación oficial de que lo que habían bebido era vino sin alcohol, que eran abstemios y que si no se la llevaban en seguida romperían todo lo que había allí, gramófono incluido. Luego los policías los sacaron a ambos a la calle y tuvieron que meterlos en el carro y echarlos a la celda de castigo. Y al final, como decían ser abstemios, tuvieron que condenarlos por embriaguez.
—¿Por qué me explica esto? —preguntó el teniente Dub, al que esta historia había dejado completamente sobrio.
—A sus órdenes, mi teniente. En realidad, no tiene nada que ver, pero si ya nos explicamos…
En este momento, al teniente Dub se le ocurrió que Schwejk había vuelto a ofenderle y como ya estaba del todo despejado le gritó:
—¡Ya me conocerás algún día! ¿Qué haces en esta posición?
—A sus órdenes; no estoy en la posición en que debía. A sus órdenes; he olvidado chocar los tacones. Ahora mismo lo hago.
Y Schwejk volvió a la mejor actitud militar. El teniente Dub meditó qué más tenía que decir, pero al final sólo observó:
—Ten cuidado para que no sea ésta la última vez que te lo digo —tras lo cual, para finalizar, varió un poco su viejo dicho—: tú todavía no me conoces, pero yo a ti sí que te conozco.
Después de dejar a Schwejk, el teniente Dub pensó para sus adentros:
«Puede que le hubiera hecho más efecto si le hubiera dicho: “Hace mucho tiempo que conozco tu lado malo, canalla”». Entonces mandó llamar a Kunert, su asistente, y le ordenó que fuera a buscarle una jarra de agua.
Dicho sea en honor de Kunert, pasó mucho rato buscando una jarra de agua en Turowa–Wolska. Al final consiguió robarle una al cura y la llenó de agua de una fuente tapada con tablas. Para ello tuvo que arrancar algunas de esas tablas, puesto que la fuente estaba muy bien protegida: el agua era sospechosa de tifus.
No obstante, el teniente Dub bebió toda la jarra sin más consecuencias, con lo que confirmó el dicho: «Mala hierba nunca muere».
Al imaginar que pasarían la noche en Turowa–Wolska se equivocaban. El teniente Lukasch se reunió con el telefonista Chodounsky, el sargento Wanék, el ordenanza de la compañía Schwejk y Baloun. Las órdenes eran sencillas: todos los soldados dejarían sus pertrechos en sanidad y se marcharían en seguida a Polanec por un atajo y desde allí a Liskowiec, en dirección sudeste y a lo largo del río. Schwejk, Wanék y Chodounsky son aposentadores: tienen que preparar el albergue para la compañía que llegará una hora más tarde, a lo sumo una hora y media. Mientras tanto Baloun tiene que mandar asar un pato donde el teniente Lukasch pase la noche y los otros tres han de vigilarlo para que no se coma la mitad. Además, Wanék y Schwejk tienen que comprar un cerdo para la compañía. Por la noche se preparará gulasch. El alojamiento de la tropa ha de ser digno. Hay que evitar las cabañas con piojos para que los soldados descansen, ya que a las seis y media la compañía de Liskowiec ha de seguir su marcha hacia Starasol pasando por Kroscienka.
El batallón ya no era pobre. La intendencia de brigada de Sanok le había pagado un adelanto para la próxima matanza. En la caja de la compañía había más de cien mil coronas y el sargento Wanék acababa de recibir la orden de hacer las cuentas en el acto, es decir, en las trincheras, antes de la muerte de la compañía, y pagar a los soldados las cantidades que les correspondían por el pan y los ranchos que no habían recibido.
Mientras los cuatro se estaban preparando apareció el cura del lugar y repartió a los soldados un papelito con la Canción de Lourdes en la lengua que correspondía a la nación de cada cual. Tenía un paquete entero de esas canciones. Se las había dejado una alta jerarquía eclesiástica que estaba atravesando Galitzia en un auto y estaban destinadas a ser repartidas a los soldados que pasaban por allí.
Del cielo ha bajado la Madre de Dios;
cantemos el ave a su concepción.
Ave, ave, ave, María. Ave, ave, ave, María.
De luz rodeada y tierno esplendor,
la reina del cielo así apareció. ¡Ave!
Un traje vestía de blanco color
que al talle ajustaba azul ceñidor. ¡Ave!
Un largo rosario que el cielo labró
sostiene en sus manos más puras que el sol. ¡Ave!
Su rara hermosura profunda emoción
causó en Bernadita, que absorta quedó. ¡Ave!
La Virgen entonces afable sonrió
e infunde a la niña aliento y valor. ¡Ave!
"Yo quiero —le dice— por siempre desde hoy
hacer de esta gruta lugar de oración. ¡Ave!
Yo quiero que un templo se eleve en mi honor
y vengan mis hijos aquí en procesión. ¡Ave!
Y en prenda, hija mía, de mi protección
ve y bebe en la fuente, porque ella es mi don." ¡Ave!
Sus aguas benditas medicina son
que al cuerpo y al alma dan la curación. ¡Ave!
Allí los enfermos encuentran vigor,
allí luz y vida halla el pecador. ¡Ave!
"No ocultes tu nombre, celeste visión
—la niña replica—, decidme quién sois," ¡Ave!
Por una y dos veces la Virgen sonrió
y a nuevas instancias así contestó. ¡Ave!
"Yo soy la hermosura que a Dios cautivó,
yo soy toda pura en mi concepción." ¡Ave!
Dijo y del empíreo el vuelo tomó
la reina del cielo, la Madre de Dios. ¡Ave!
Entonces la Iglesia tomó posesión
de aquellas montañas y el templo elevó. ¡Ave!
Y allá el mundo entero corre en procesión
y cantan el ave a su Concepción. ¡Ave!
En Turowa–Wolska había muchas letrinas y en todas ellas caían papeles con la «Canción de Lourdes».
El cabo Nachtigall, de la región de Bergreichestein, que había conseguido una botella de coñac de un angustiado judío, reunió a un par de compañeros con los que empezó a cantar el texto alemán de la canción de Lourdes sin el refrán «Ave» y con la melodía de Príncipe Eugenio.
Los cuatro que habían de preparar el albergue para la undécima compañía llegaron al anochecer al otro lado del río, al camino que atravesaba el bosque y que debía conducirlos a Liskowiec.
A Baloun, que se encontraba por vez primera en una situación que lo llevaba a lo desconocido y al que todo, la oscuridad y el «aposentamiento» le parecía extraordinariamente misterioso, le asaltó de repente la sospecha de que todo aquello no era tan inofensivo.
—Compañeros —dijo en voz baja tropezando en el camino—: nos han sacrificado.
—¿Cómo? —gruñó Schwejk en voz baja.
—¡No me des esas voces, compañero! —pidió Baloun—. Tengo la corazonada de que en cuanto nos oigan empezarán a disparar contra nosotros. Lo sé: nos han enviado antes para que exploremos si hay o no enemigos y cuando oigan disparar sabrán en seguida que no se puede seguir adelante. Somos la patrulla de vanguardia, compañeros; me lo ha dicho el cabo Terna.
—Bueno, pues ve delante —dijo Schwejk—. ¡Nosotros te seguiremos para poder hacer a tiempo «cuerpo a tierra»! ¡Vaya soldado! ¡Tiene miedo de que disparen contra él! Esto es precisamente lo que todo soldado debe desear, que disparen contra él; cuanto más a menudo lo haga el enemigo tanto más disminuyen sus municiones. Eso debe saberlo todo soldado. Con cada disparo que te lanza un enemigo disminuye su fuerza combativa. Él se alegra de poder disparar contra ti porque así al menos no ha de ir cargado con los cartuchos y puede correr con mayor facilidad.
Baloun lanzó un profundo suspiro.
—¡Y pensar que tengo una granja!
—No pienses en ella —le aconsejó Schwejk—. Es mejor que caigas por Su Majestad el emperador. ¿Es que no te lo han enseñado en el ejército?
—Sólo lo mencionaron —dijo el tonto Baloun—. Nos llevaron al campo de ejercicios y entonces ya no oí nada más de ello porque me hicieron asistente. Si al menos el emperador nos alimentara…
—Eres un puerco insaciable. Antes de la batalla a los soldados no hay que alimentarlos, nos lo dijo ya hace años, en la escuela, el capitán Untergriez. Él nos decía siempre: «¡Malditos tipos, si llega una guerra, cuando váyais a la batalla no os hartéis antes de la lucha! Si a uno que ha comido mucho le va una bala en la barriga está listo porque entonces le sale toda la sopa y el pan de las vísceras y ese soldado tiene en seguida una infección y está liquidado. Pero si no tiene nada en el estómago, ese disparo en el vientre para él no es nada, como si le picara un mosquito».
—Yo digiero muy aprisa —dijo Baloun—; a mí las cosas no se me quedan mucho rato en el estómago. Si quieres yo me como toda una fuente de albóndigas con tocino y verdura, compañero, y al cabo de media hora no te saco más que tres cucharadas de sopa; el resto se pierde dentro de mí. Hay personas, por ejemplo, que dicen que cuando comen setas las sacan tal como estaban y sólo hay que lavarlas y cocerlas de nuevo. A mí me pasa lo contrario; yo me lleno de setas como para reventar y cuando voy al retrete sólo te saco una pasta amarillenta, como un niño; lo otro se pierde dentro de mí. En mi interior, compañero —dijo confidencialmente a Schwejk—, se disuelven incluso las espinas de pescado y los huesos de ciruela. Una vez los conté a propósito. Comí sesenta albóndigas de ciruelas y cuando llegó mi hora me fui detrás del granero, lo removí con un palito, aparté los huesos y los conté. De sesenta huesos en mi cuerpo se deshicieron la mitad.
Un ligero pero largo suspiro se escapó de la boca de Baloun.
—Mi vieja hacía albóndigas de ciruela con pasta de patatas y añadía un poquito de requesón para que fueran más sustanciosas. Ella prefería espolvorearlas con semilla de adormidera y yo con requesón, de modo que una vez le pegué por ello. No he apreciado mi felicidad familiar como debía.
Baloun se interrumpió chasqueó con la lengua, se relamió y triste y suavemente dijo:
—Compañero, ¿sabes que ahora que no lo tengo, encuentro que mi mujer estaba cargada de razón, que son mejores con semilla de adormidera? Entonces pensaba que la semilla de adormidera se me metía entre los dientes y ahora pienso que si se me metiera… Con mi mujer me peleé muy a menudo por esto. ¡Cuántas veces lloró cuando yo quería que echara más mejorana en las morcillas de hígado y le pegaba! Una vez le dejé los brazos tan morados que estuvo dos días en cama; fue porque no quiso matarme un pavo para cenar y decía que ya me bastaba con una gallina. Sí, compañero —y se echó a llorar—, si ahora tuviera una morcilla de hígado sin mejorana y una gallina… ¿Te gusta la salsa de eneldo? Ya ves, por ella hubo una pelea tremenda y hoy la tomaría como si fuera café.
Poco a poco, Baloun fue olvidando su idea de un supuesto peligro. En el silencio de la noche, incluso cuando ya bajaba hacia Liskowiec, siguió explicando a Schwejk con gran emoción todo lo que no había apreciado como debía y que ahora comería tan a gusto que le saldrían las lágrimas de los ojos.
Detrás de ellos iban el telefonista Chodounsky y el sargento Wanék. Chodounsky estaba explicando a Wanék que en su opinión la Guerra Mundial era una estupidez. Lo malo era que si arrancaban los hilos telefónicos había que reparar los desperfectos por la noche, pero aún era peor que el enemigo encontraba en seguida con su reflector al que reparaba los malditos cables y hacía fuego con toda la artillería, mientras que en las guerras de antes no había reflectores.
Abajo, en el pueblo, donde tenían que encontrar un albergue para toda la compañía, estaba oscuro y todos los perros empezaron a ladrar. Esto forzó a la expedición a detenerse y meditar cómo podrían acabar con ellos.
—¿Y si regresáramos? —susurró Baloun.
—Baloun, Baloun, si hiciéramos esto te fusilarían por cobarde —contestó Schwejk.
Los perros ladraban cada vez más y al final lo hicieron incluso los de Krostience y los de otros pueblos del sur, al otro lado del río, pues Schwejk gritó en el silencio de la noche:
—¿Vais a callaros? ¡Callaos! ¡Callaos! —tal como gritaba a sus perros cuando tenía su negocio.
Los perros ladraron aún más, de manera que el sargento Wanék dijo a Schwejk:
—No grite a los perros, Schwejk, si no harán que ladre toda Galitzia.
—Durante las maniobras en la zona de Tabor nos ocurrió algo parecido —dijo Schwejk—. Llegamos a un pueblo por la noche y los perros empezaron a armar un escándalo espantoso. Allí toda la región está muy poblada de modo que los ladridos de un pueblo pasaron a otro y así a los demás y cuando los perros del pueblo en que habíamos acampado se callaron, oyeron ladrar a lo lejos, yo diría que de cualquier parte cerca de Pilgram, y empezaron a ladrar de nuevo y al cabo de un rato ladraba todo Tabor, Pilgram, Budweis, Humpoletz, Wittingau e Iglau. Nuestro capitán, que era un viejo muy nervioso, no podía aguantar los ladridos y no durmió en toda la noche y fue constantemente a la patrulla a preguntar: «¿Quién ladra, quién ladra?». Los soldados le dijeron que ladraban los perros y esto lo enfureció tanto que todos los que estaban en la patrulla tuvieron arresto de cuartel cuando volvimos de las maniobras. Entonces buscó un «destacamento de perros» y lo envió siempre delante de los demás con el fin de que comunicaran a los habitantes del pueblo en el que teníamos que pernoctar que por la noche no estaba permitido que ladrara ningún perro y que si lo hacía lo matarían. Yo también formé parte de este destacamento y cuando llegamos a un pueblo cerca de Mühlhausen me confundí y le anuncié al alcalde que todos los propietarios de perros que ladraran por la noche serían ajusticiados por trágicos motivos. El alcalde se asustó, hizo enganchar en seguida los caballos y se fue a la plana mayor a pedir clemencia para su pueblo. Allí no le dejaron pasar de ninguna manera, los centinelas por poco le matan, de modo que volvió a su casa y antes de que entráramos en el pueblo, por consejo suyo, todo el mundo ató a sus perros un trapo en la boca. Tres de ellos se volvieron rabiosos.
Después que Schwejk los aleccionó diciendo que por la noche los perros tenían miedo del fuego de los cigárrillos encendidos, bajaron al pueblo. Por desgracia ninguno de ellos fumaba cigarrillos de manera que el consejo de Schwejk no dio ningún resultado positivo. Sin embargo, se demostró que los perros ladraban de alegría porque recordaban con amor a los soldados que iban al frente y que siempre les habían dejado algo de comer.
Ya a lo lejos notaron que se acercaban los seres que dejaban huesos y caballos muertos. De repente, como si hubieran salido del suelo, cuatro perros rodearon a Schwejk y se abalanzaron sobre él, amablemente, con las colas en alto. Schwejk los acarició y en la oscuridad les habló como si fueran niños:
—Bueno, ya estamos aquí, hemos venido a dormir y a comer con vosotros; os daremos huesos y cortezas y luego, al amanecer, seguiremos nuestro camino en busca del enemigo.
En las cabañas del pueblo se encendían las luces y cuando llamaron a la primera puerta para preguntar dónde vivía el alcalde, se oyó la chillona voz de una mujer que explicó, no en polaco pero tampoco en ucraniano, que su marido estaba en la guerra, sus hijos enfermos, con paperas, que los moscovitas lo habían requisado todo y que antes de irse a la guerra su marido le había prohibido abrir a nadie la puerta por la noche. Sólo cuando le aseguraron que eran aposentadores, una mano abrió la puerta. Al entrar descubrieron que allí vivía el veedor del pueblo, el cual se esforzaba en vano por convencer a Schwejk de que él había imitado esa voz chillona de mujer. Se disculpó diciendo que dormía en el heno y que su mujer no sabía lo que decía cuando la despertaban de repente. Respecto al albergue para toda la compañía dijo que el pueblo era tan pequeño que no cabía ni un soldado, que no había sitio para dormir ni tampoco nada para vender porque los moscovítas lo habían requisado todo. Si los señores bienhechores estaban conformes los llevaría a Krosienka: allí había grandes granjas y sólo quedaba a tres cuartos de hora. Allí había sitio suficiente para todos los soldados, éstos podrían cubrirse con una piel de oveja y, además, había tantas vacas que podrían darles un cuenco de leche a cada uno. Por otra parte el agua era buena y los oficiales podrían dormir en el castillito, pero ¿en Liskowiec? En Liskowiec no había más que miseria, sarna y piojos. Él mismo tenía cinco vacas, pero los moscovitas se lo habían requisado todo, de modo que si quería leche para sus hijos enfermos tenía que ir a Krosienka.
Para demostrarlo, las vacas del establo de al lado mugieron y una voz de mujer tranquilizó a los infelices animales deseándoles que el cólera acabara con ellas.
Sin embargo, el veedor no se inmutó y poniéndose las botas continuó:
—La única vaca del pueblo es del vecino Vojcik; ahora mismo la han oído mugir, señores. Es una vaca miedosa y enferma. Los moscovitas le quitaron el ternero y desde entonces ya no da más leche, pero a su dueño le da pena matarla. Él cree que la Madre de Dios lo arreglará todo.
Y mientras decía esto se puso la piel de cordero.
—De aquí a Krosienka no hay ni tres cuartos de hora. ¿Qué digo, pecador de mí? Ni media hora. Conozco un camino que atraviesa el río y luego pasa por el bosquecillo de abedules, junto a la encina… Es un pueblo grande y hay un vodka…
Vámonos. ¿Por qué vacilar? Esos soldados de su glorioso regimiento han merecido descansar como es debido. Todo un real e imperial soldado que lucha contra los moscovitas necesita un albergue limpio y cómodo… Y nosotros, ¿qué podemos ofrecer? Piojos, sarna, paperas y cólera. Ayer, en nuestro maldito pueblo, tres chicos se volvieron negros del cólera… Dios misericordioso ha maldecido a Liskowiec…
En este momento, Schwejk hizo un majestuoso signo con la mano.
—Mis señores bienhechores —dijo imitando la voz del veedor del pueblo—. Una vez leí en un libro las excusas que dio un alcalde durante las guerras de Suecia cuando llegó la orden de instalarse en ese y aquel pueblo: como no quiso ayudar, lo colgaron del árbol más cercano. Hoy, en Sanok, un cabo polaco me ha contado que cuando llegan los aposentadores, el alcalde llama a todos los veedores de la comunidad y se va con ellos a las cabañas y dice simplemente: «Aquí caben tres, aquí, cuatro; los oficiales dormirán en la parroquia. En media hora ha de estar todo dispuesto». Mi bienhechor —dijo al alcalde—, ¿dónde está el árbol más cercano?
El alcalde no entendió el significado de la palabra árbol, por lo cual Schwejk le explicó que era un roble, una encina, un peral, un manzano, en resumen que podía ser todo lo que tenía ramas fuertes. Pero el veedor todavía no lo entendió y al oír hablar de frutales se asustó porque las cerezas estaban ya maduras y dijo que no sabía nada de todo eso, que sólo tenía una encina delante de su casa.
—Bien —dijo Schwejk, haciendo con la mano la señal internacional de la horca—, te colgaremos delante de tu casa porque has de comprender que estamos en guerra y tenemos la orden de dormir aquí y no en Krosienka. No vas a cambiar nuestros planes estratégicos, de lo contrario serás ahorcado, como dice el libro de las guerras de Suecia. Una vez, caballeros, ocurrió un caso semejante durante las maniobras de Gross.
Entonces el sargento Wanék lo interrumpió:
—Ya nos lo contará más tarde, Schwejk. —Y dirigiéndose al veedor del pueblo dijo—: Bien, ahora dé la alarma y a buscar albergue.
El veedor empezó a temblar y tartamudeando dijo que su intención para con los bienhechores había sido buena, pero que si no había más remedio tal vez se encontraría algo en el pueblo para contentar a los señores y que en seguida traía un farol.
Cuando abandonó la habitación, que estaba alumbrada por una lamparita de petróleo que había debajo del cuadro de un santo, agachado como un pobre inválido, de repente, Chodounsky exclamó:
—Pero ¿dónde estará Baloun?
Antes de poder percatarse de nada, la puerta de detrás del hogar, que llevaba no se sabe adónde, se abrió suavemente y Baloun entró en la habitación, miró en torno suyo para cerciorarse de que no estaba el veedor y luego, resoplando como si estuviera muy resfriado, dijo:
—Estaba en la despensa, he cogido no sé qué, me he llenado la boca y ahora tengo el paladar pegajoso. No es dulce ni salado, es masa para hacer pan.
El sargento de oficina Wanék lo iluminó con su linterna eléctrica y todos comprobaron que en su vida no habían visto un soldado austríaco tan untado. Luego se asustaron, pues se dieron cuenta de que la camisa de Baloun estaba hinchada, como la de una mujer en la última fase del embarazo.
—Pero ¿qué te ha pasado, Baloun? —preguntó Schwejk compasivo dando unos ligeros golpes a su hinchado vientre.
—Son pepinos —contestó Baloun respirando con dificultad y apretando con cuidado la masa que no subía ni bajaba—. Son pepinos salados. He comido tres a toda prisa y los demás los he traído.
Baloun empezó a sacar un pepino tras otro y los repartió. Durante esta escena el veedor se encontraba ya en el umbral de la puerta y santiguándose chilló:
—¡Los moscovitas nos han requisado y ahora lo hacen también éstos!
Se dirigieron todos al pueblo acompañados por una jauría que se agolpaba principalmente alrededor de Baloun y se abalanzaba sobre sus bolsillos, en los que había escondido unos trozos de grasa que también había conquistado en la despensa, pero que debido a su glotonería había ocultado traidoramente a sus compañeros.
—¿Por qué te persiguen los perros? —preguntó Schwejk. Tras una larga reflexión, Baloun contestó:
—Notan que soy un buen hombre.
Pero no dijo que con la mano que tenía en el bolsillo estaba agarrando un trozo de grasa y que uno de los perros le estaba mordiendo la mano.
Al dar la vuelta en busca de albergue se comprobó que Liskowiec era un pueblo grande, si bien las confusiones de la guerra habían dejado su huella en él. No había sufrido incendios, ninguno de los dos partidos bélicos lo había incluido en su esfera de operaciones como por milagro, pero en cambio se habían instalado en él los habitantes de los pueblos vecinos destruidos: Chyrow, Grabow y Holubla.
Había barracas en las que vivían en la mayor miseria ocho familias. Era su último refugio después de todas las pérdidas que habían sufrido por la guerra, una de cuyas etapas había rugido sobre ellos como las salvajes corrientes de una inundación.
La compañía tuvo que albergarse en una pequeña fábrica de alcoholes destruida que había al otro extremo del pueblo, y la mitad pudo encontrar sitio en la cámara de fermentación. Los demás, en grupos de diez, se alojaron en algunas granjas cuyos amos, campesinos ricos, no habían cedido su techo a la pobre chusma que se había quedado sin casa y que se veía obligada a mendigar.
La plana mayor de la compañía con todos los oficiales, el sargento de oficina Wanék, los asistentes, telefonistas, sanidad, cocineros y Schwejk se instaló en la rectoría, con el párroco, el cual tampoco había dado asilo a ninguna de las familias arruinadas de los alrededores, de manera que tenía sitio suficiente.
El párroco era un hombre mayor, alto y delgado, que llevaba una sotana descolorida y llena de grasa y que apenas comía por pura avaricia. Su padre lo había educado en el odio contra los rusos, odio que perdió súbitamente cuando éstos se retiraron y llegó el ejército austríaco, que se le comió todos los patos y gallinas que los barbudos cosacos del Baikal habían respetado durante todo el tiempo que vivieron en su casa. Luego, cuando llegaron los húngaros y le quitaron toda la miel de las colmenas, su rencor contra el ejército austriaco creció aún más. Ahora, lleno de odio, contemplaba a sus inesperados huéspedes nocturnos. Poder pasar junto a ellos encogiéndose de hombros y repitiendo: «No tengo nada, soy un mendigo. En mi casa no encontrarán ni un mendrugo de pan, caballeros» le hizo bien.
El más triste de todos, naturalmente, era Baloun, que casi se echó a llorar por tanta miseria. De su cabeza no quería salir la borrosa imagen de un cochinillo cuya piel crujía y olía como el mazapán. En aquellos momentos estaba durmiendo, sentado en la cocina del párroco, a la cual de vez en cuando echaba un vistazo un joven y crecido muchacho que hacía de criado y de cocinero al mismo tiempo y que tenía la orden de vigilar para que no robaran nada.
En la cocina, Baloun no encontró más que un poco de comino envuelto en papel sobre el salero, se lo metió en la boca y al sentir su aroma le pareció que estaba comiendo un cochinillo.
En el patio de la fábrica de alcoholes, detrás de la parroquia, se veía el fuego debajo de las marmitas de la cocina de campaña, el agua ya estaba hirviendo, pero no había nada dentro.
El sargento de oficina y el cocinero anduvieron por todo el pueblo en busca de un cerdo, pero fue inútil. En todas partes les daban la misma respuesta: los moscovitas se lo comieron y lo requisaron todo.
También despertaron al judío de la taberna. Éste empezó a mesarse los cabellos y a expresar su gran dolor por no poder servir a los soldados. Al final los forzó a que le compraran una vaca centenaria, un bicho flaco que no tenía más que piel y huesos. Les pidió por ella una cantidad desorbitada, se mesó la barba y juró que no encontrarían una vaca semejante en toda Galitzia ni en toda Austria, ni en Alemania, ni en toda Europa. Y llorando se lamentaba de que aquella era la vaca más gorda que jamás había llegado al mundo por orden de Jehová. Juró por todos los patriarcas que iban a ver esa vaca, incluso personas de Wolocziska, que en todo el distrito se hablaba de ella como de un milagro, que no era una vaca sino el más jugoso búfalo. Al final se arrodilló delante de ellos y abrazando por turno sus rodillas exclamó:
—Matad si queréis a un pobre judío viejo, pero no os vayáis sin la vaca.
Con sus gritos los dejó a todos tan confusos que al final se fueron a la cocina de campaña arrastrando ese bicho del que cualquier matarife hubiera sentido asco. Luego, cuando ya tenía el dinero en su bolsillo, lloró y gimió que lo habían aniquilado por completo, que se había transformado a sí mismo en un mendigo porque les había vendido tan barata una vaca tan magnífica y les pidió que lo ahorcaran, que en su vejez había cometido una tontería tan grande que por ella sus antepasados tendrían que levantar la cabeza desde la tumba.
Después de revolcarse en el polvo delante suyo, de repente le desapareció el dolor, se fue a su casa y dijo a su mujer:
—Elseleben, los soldados son tontos y tu Nathan es muy hábil; la vaca dio mucho trabajo. A veces parecía que no había manera de arrancarle la piel; otras, ésta se desgarraba y debajo aparecían los músculos, tan torcidos como la jarcia seca de un buque.
También consiguieron un saco de patatas y empezaron a cocer esas cuerdas y huesos mientras el cocinero de al lado, en la cocina pequeña, preparaba desesperado el rancho de los oficiales con una parte del esqueleto.
Los participantes recordaron siempre a la desgraciada vaca, si se podía llamar vaca a ese espectro y es casi seguro que si antes de la batalla de Sokal los comandantes hubieran recordado a la 11 compañía la vaca de Liskowiec los soldados se hubieran abalanzado con sus bayonetas sobre el enemigo entre un tremento estallido de ira.
La vaca era tan descarnada que de ella no se pudo hacer ninguna sopa de carne. Cuanto más hervía tanto más fija en los huesos quedaba hasta que se transformó en un todo compacto y se osificó como un burócrata cuya vida es una constante rutina y sólo se alimenta de actas.
Al final, Schwejk, que mantenía una constante relación entre la plana mayor y la cocina para avisarles cuando estuviera cocida, dijo al teniente Lukasch:
—Mi teniente, ya se ha transformado en porcelana. La carne de la vaca es tan dura que con ella podría cortarse vidrio. Al probarla el cocinero Pawlitschek se ha roto un diente y Baloun una muela.
Baloun se acercó muy serio al teniente Lukasch y le entregó su muela envuelta en una «Canción de Lourdes» balbuciendo:
—A sus órdenes, mi teniente; he hecho lo que he podido. Esta muela se me ha caído en la cocina de oficiales cuando probaba la carne para saber si con ella podía hacerse algún bistec.
Y mientras decía esto del sillón que había junto a la ventana se levantó una triste figura. Era el teniente Dub al que habían llevado en estado de total aniquilación en un carro de sanidad.
—Silencio, por favor —dijo desesperado—. Me encuentro mal.
Y volvió a sentarse en el viejo sillón en cuyos rasgones se encontraban miles de huevos de chinches.
—Estoy cansado —dijo con voz trágica—, estoy enfermo. Les ruego que delante mío no hablen de dientes rotos. Mi dirección es: Smichov, Kónigstrasse, 18. Si muero antes de mañana les ruego que lo comuniquen a mi familia con la debida precaución y que no olviden hacer constar en mi tumba que antes de la guerra era profesor de un real e imperial Instituto.
Empezó a roncar suavemente y ya no se oyó a Schwejk que cantaba el siguiente verso de una canción de difuntos:
Tú que a María perdonaste
y al pecador aliviaste
ábreme a mi la esperanza.
En aquel momento el sargento Wanék corroboró que la famosa vaca todavía tenía que hervir un par de horas más en la cocina de oficiales, que no podía ni pensarse en un bistec y que en vez de él se haría gulasch.
Se acordó que los soldados durmieran antes de que se tocara a rancho, pues de todos modos la comida no estaría lista antes de la madrugada.
El sargento de oficina Wanék se hizo con un montón de heno, se acostó encima de él en el comedor de la parroquia, se retorció nerviosamente el bigote y en voz baja dijo al teniente Lukasch, que estaba descansando encima de un viejo sofá:
—Créame, mi teniente; en mi vida había comido una vaca parecida…
En la cocina, ante el cabo encendido de una vela de la iglesia, estaba sentado el telefonista Chodounsky escribiendo una provisión de cartas a su casa para no tener que esforzarse cuando por fin les dieran el número de su correo.
Escribió:
«Querida y amada esposa mía, amadísima Bozena:
Es de noche y no dejo de pensar en ti, como tú piensas en mí al mirar la cama vacía a tu lado. Debes perdonarme por tener tantas cosas en la cabeza. Sabes bien que estoy en el frente desde que empezó la guerra y he oído decir a mis camaradas heridos que reciben permisos, que al volver a su casa hubieran preferido verse bajo tierra a tener la certeza de que a su mujer la rondaba cualquier pícaro. Para mí es muy doloroso tener que escribirte esto, querida Bozena. Yo no te lo escribiría, pero tú misma me confesaste que yo no había sido el primero en tener relaciones serias contigo y que antes de mí ya te había tenido el señor Kraus, de Niklastrasse. Esta noche, al recordar que ese inválido podría reclamar algún derecho sobre ti en mi ausencia, querida Bozena, creo que lo estrangularía. Lo he soportado durante mucho tiempo, pero cuando pienso que podría volver a rondarte se me encoge el corazón y sólo te advierto una cosa: que a mi lado no soporto a ningún cerdo que se acuesta con cualquiera y que llene de oprobio mi nombre. Perdona mis duras palabras, querida Bozena, pero ten cuidado para que no me entere de que has hecho algo malo. Entonces me vería obligado a mataros a los dos, pues aunque me costara la vida ya estoy dispuesto a todo. Saludos a papá y a mamá y a ti mil besos.
Tu Tonousch.
P.D.: No olvides que yo te he dado mi nombre».
Otra de las cartas decía así:
«Queridísima Bozena:
Debes saber que cuando recibas estas líneas habremos pasado una gran batalla en la que la suerte de la guerra se ha inclinado a nuestro lado. Entre otras cosas hemos derribado diez aeroplanos enemigos y a un general con una verruga enorme en la nariz. En plena batalla, mientras explotaban proyectiles alrededor nuestro, he pensado en ti, querida Bozena, en lo que haces, en cómo te va y en las novedades que hay en casa. Siempre pienso en aquel día que estuvimos en 'Tomasch', en la cervecería, y tú me llevaste a casa y al día siguiente me dolía la mano de tanto esfuerzo. Ahora volvemos a avanzar, o sea que ya no me queda tiempo para seguir la carta. Espero que sigas siéndome fiel porque bien sabes que en este aspecto no soporto ninguna broma. Pero ya hay que salir. Te besa mil veces y espera que todo salga bien, tu sincero
Tonousch».
El telefonista Chodounsky dejó caer la cabeza sobre estas líneas y se quedó dormido. El párroco, que no dormía y andaba de un lado a otro de la rectoría, abrió la puerta de la cocina y para hacer ahorros apagó de un soplo el cabo del cirio que ardía al lado de Chodounsky.
En el comedor sólo dormía el teniente Dub. El sargento Wanék estaba estudiando con todo cuidado una nueva reducción de aprovisionamiento para la tropa que había recibido en la oficina de la brigada de Sanok y comprobó que cuanto más se acercaban al frente más reducían la ración de los soldados. Al final tuvo que reír a causa de un parágrafo de la orden por el que se prohibía emplear azafrán y jengibre en la preparación de la sopa. En la orden se observaba también que había que recoger los huesos que quedaran en la cocina de campaña y enviarlos al almacén de la división del interior. Esto quedaba poco claro, pues no se sabía de qué huesos se trataba, si de huesos humanos o de huesos de otros animales.
—Oiga, Schwejk —dijo el teniendo Lukasch bostezando de aburrimiento—, antes de que nos den de comer podría contarnos algo.
—¡Oh! —exclamó Schwejk—, antes de que nos den de comer tendría que contarle toda la historia de la nación checa, mi teniente. Pero sólo sé una historia corta de una administradora de correos que recibió su cargo cuando se murió su marido. En cuanto he oido hablar del correo militar he pensado en ella, a pesar de que no tiene nada que ver.
—Schwejk —dijo desde el sofá al teniendo Lukasch—, ya vuelve a sus estupideces.
—Desde luego, mi teniente. A sus órdenes. Es una historia muy tonta. Ni yo mismo sé cómo se me ha ocurrido hablar de ella. O es mi estupidez innata o los recuerdos de la juventud. En este mundo hay muchos tipos de carácter, mi teniente, y el cocinero Jurajda tenía razón cuando se emborrachó en Bruck y se fue al retrete y no pudo sacar nada y empezó a gritar: «El hombre está destinado y llamado a reconocer la verdad para reinar con su inteligencia en la armonía del todo eterno, de desarrollarse y formarse constantemente y de entrar poco a poco en las altas esferas de un mundo más inteligente y llenó de amor». Cuando fuimos a sacarlo empezó a rascar y a morder, se creía que estaba en casa y sólo cuando volvimos a echarle allí nos pidió que lo sacáramos.
—Pero ¿qué es lo que pasó con la administración de correos? —gritó desesperado el teniente Lukasch.
—Era una mujercita muy cabal, pero en el fondo una perra, mi teniente. Cumplió con todos sus deberes en correos, pero sólo tuvo un defecto y es que creía que todo el mundo la perseguía, que todos tenían la vista puesta en ella y por eso después de trabajar los denunciaba a las autoridades, según las circunstancias. Una mañana muy temprano se fue al bosque a buscar setas y al pasar por la escuela vio que el maestro ya estaba levantado. Este la saludó y le preguntó adónde iba tan pronto. Como ella le contestó que iba a buscar setas, él le dijo que la seguiría. Entonces ella dedujo que el maestro tenía sucias intenciones para con ella, para con esa vejestoria, y al verle aparecer tras los arbustos se asustó, se fue corriendo y escribió en seguida una denuncia al consejo escolar local en la que dijo que había querido violarla. Al maestro se le abrió un procedimiento disciplinario y para que el asunto no se transformara en un escándalo público realizó el trabajo el propio inspector de escuelas. Éste se dirigió al guardia de la gendarmería para que juzgara si el maestro era capaz de tal comportamiento. El guardia miró las actas y dijo que no era posible, porque una vez el párroco ya le había acusado de rondar a su sobrina cuando era el propio párroco quien se había acostado con ella y que el maestro había pedido al médico del distrito un certificado en el que constara que hacía seis años que era impotente, desde que se cayó con las piernas extendidas sobre la lanza de un carro. Entonces la muy perra denunció al guardia y al inspector escolar diciendo que el maestro los había sobornado. Todos ellos fueron a quejarse y la condenaron, por lo que apeló diciendo que era irresponsable. Entonces la examinaron los médicos forenses y dictaminaron que era tonta, pero que podía ocupar cualquier puesto oficial.
El teniente Lukasch exclamó:
—¡Jesús María! Desearía decirle una cosa, Schwejk, pero no quiero echarme a perder la cena.
Schwejk dijo:
—Mi teniente, yo ya le había advertido que lo que iba a explicarle era muy tonto.
El teniente Lukasch sólo hizo un gesto con la mano y dijo:
—¡Como si usted pudiera decir algo con pies y cabeza!
—No todo el mundo va a ser listo, mi teniente —dijo Schwejk convencido—. Los tontos tienen que ser una excepción porque si todos los hombres fueran listos, en este mundo habría tanto entendimiento que de cada dos, uno se volvería tonto. Por ejemplo, a sus órdenes, mi teniente, si todo el mundo conociera las leyes de la naturaleza y pudiera calcular las distancias celestes no harían más que fastidiar a los que le rodearan, como un tal Tschapek que iba al kelch y por la noche salía de la taberna a la calle a mirar el cielo estrellado y cuando volvía iba de un lado a otro diciendo: «Hoy, Júpiter se ve estupendamente. Hijo, no tienes idea de lo que hay sobre tu cabeza. Son las distancias. Si te dispararan de un cañón, sinvergüenza, para llegar allí a la velocidad de una bala tardarías millones y millones de años». Era tan ordinario que entonces, generalmente, salía volando de la taberna a la velocidad del tranvía, o sea, a unos diez kilómetros por hora, mi teniente. O si no tenemos, por ejemplo, a las hormigas, mi teniente…
El teniente Lukasch se incorporó en el sofá y juntó las manos.
—Me pregunto a mí mismo cómo es que siempre charlo con usted, Schwejk. Ya hace tiempo que le conozco y, sin embargo…
Schwejk inclinó la cabeza en señal de aprobación.
—Es la costumbre, mi teniente. Es porque hace mucho tiempo que nos conocemos y ya hemos sufrido muchas experiencias juntos y siempre ha acabado todo bien. Es el destino, mi teniente, a sus órdenes. Lo que Su Majestad el emperador hace está bien. Él nos ha reunido y yo no deseo más que serle útil. ¿Tiene hambre, mi teniente?
El teniente Lukasch, que mientras tanto se había vuelto a echar sobre el viejo sofá, dijo que la última pregunta de Schwejk era la mejor manera de terminar tan penosa conversación y le ordenó que fuera a preguntar qué pasaba con el rancho, que decididamente sería mejor que Schwejk saliera un poco y lo dejara porque las tonterías que decía eran más fatigantes que la marcha desde Sanok, que le gustaría dormir, pero no podía.
—Es por las chinches, mi teniente. Existe la vieja superstición de que los curas dan a luz chinches. No encontrará en ninguna parte tantas chinches como en una rectoría. En la de Oberstadeln, el padre Zamastil escribió incluso un libro sobre las chinches y cuando predicaba se paseaban encima suyo.
—Bueno, Schwejk, ¿qué he dicho? ¿Va a ir a la cocina o no?
Schwejk se fue seguido por Baloun que, como una sombra, salió de puntillas de su rincón.
De madrugada partieron de Liskowiec hacia Starasol y Sambor llevando en la cocina de campaña la desgraciada vaca que todavía no estaba cocida. Habían acordado prepararla y comerla durante el camino, cuando descansaran entre Liskowiec y Starasol. Antes de salir se hizo café para todos.
El teniente Dub fue trasladado de nuevo a un carro de sanidad, puesto que todavía se encontraba peor que la víspera. Quien más sufrió por ello fue su asistente, que tuvo que ir todo el rato corriendo junto al carro y al que el teniente Dub llenaba de reproches diciendo que el día anterior no se había preocupado lo más mínimo por su amo y que le dieran agua y en cuanto la había bebido la echaba.
—¿De quién… de quién se ríe así? —le gritó desde el carro—. Ya os enseñaré. Conmigo no se juega. Ya me conoceréis.
El teniente Lukasch iba a caballo y Schwejk, que le hacía compañía, daba enormes zancadas de manera que parecía que ya no podía esperar el momento de chocar con el enemigo. Y mientras caminaba iba explicando:
—Mi teniente, ¿se ha dado cuenta de que algunos de los nuestros parecen moscas? No llevan ni treinta kilos y no pueden aguantarlo. Habría que pronunciarles discursos como los que hacía el teniente Buchnek, que en paz descanse, que se suicidó debido a la fianza que tuvo que pagar a su futuro suegro para casarse y que malgastó con prostitutas. Luego se llevó también la fianza de su segundo futuro suegro. Esta la administró mejor: la perdió poco a poco en el juego y de las chicas no hizo ningún caso. Como no le duró mucho tiempo tuvo que acudir a la fianza de su tercer futuro suegro. Con esta tercera fianza se compró caballos, uno árabe, uno que no era de pura raza…
El teniente Lukasch se apeó del caballo de un salto.
—Schwejk —le dijo con voz amenazadora—, si ahora me habla de la cuarta fianza lo echo a la trinchera.
Volvió a sentarse y Schwejk prosiguió muy serio:
—A sus órdenes, mi teniente. De una cuarta fianza no puede hablarse porque se suicidó después de la tercera.
—¡Por fin! —exclamó el teniente Lukasch.
—Bien, para no olvidar aquello de lo que estábamos hablando —continuó Schwejk—, estos discursos que nos daba el teniente Buchanek cuando los soldados caían al suelo durante las marchas habría que pronunciarlos, en mi modesta opinión, a toda la tropa, tal como él lo hacía. Él daba un descanso, nos reunía a todos alrededor suyo, como a pollos alrededor de la gallina, y empezaba: «Muchachos, vosotros no podéis apreciar el hecho de estar marchando en este mundo porque sois una pandilla de incultos que dan ganas de vomitar sólo de veros. Habría que haceros marchar en el Sol, donde una persona que en nuestro planeta pesa sesenta kilos, pesa más de mil setecientos. ¡Ya reventaríais, ya! Y ¿qué haríais si vuestro macuto pesara más de doscientos ochenta kilos, unos tres quintales métricos, y el fusil dos quintales y medio? Os quejaríais e iríais con la lengua fuera como perros acosados». Con nosotros había un pobre maestro que se atrevió a pedir la palabra: «Con permiso, mi teniente. En la Luna un hombre de sesenta kilos sólo pesa trece. Nuestras marchas irían mejor en la Luna porque allí nuestro macuto sólo pesaría cuatro kilos. En la Luna no marcharíamos sino que flotaríamos». «Esto es espantoso —dijo el difunto teniente Buchanek—, me parece que tienes ganas de recibir una bofetada, miserable. Ya puedes estar contento de que no te dé más que una bofetada terrena, si te la diera lunar, como serías tan ligero saldrías volando y caerías en los Alpes y te quedarías pegado allí. Si te la diera con el peso del sol, tu uniforme se transformaría en caldo y tu cabeza iría a parar a África». Entonces le dio una bofetada terrena, el tipo ése empezó a llorar y proseguimos la marcha. Él anduvo sollozando todo el rato y hablando de algo así como dignidad humana, de que le trataban como si fuera un animal, mi teniente. Entonces el teniente lo puso en conocimiento del capitán y lo encerraron quince días. Luego, para acabar el servicio le faltaban seis semanas, pero no lo acabó porque tenía una hernia y como en el cuartel le obligaban a hacer ejercicios en la barra fija, no lo aguantó y murió en el hospital como simulador.
—Realmente es curiosa su costumbre de rebajar de una manera tan especial al cuerpo de oficiales. Ya se lo he dicho a menudo, Schwejk —observó el teniente Lukasch.
—¿Cómo? —exclamó Schwejk con toda sinceridad—. Mi teniente, yo sólo pretendía explicarle de qué manera antes, los que hacían el servicio se precipitaban a sí mismos al abismo. Aquel hombre se creía más culto que el teniente, quiso humillarlo ante los demás soldados con eso de la Luna y cuando récibió las bofetadas terrenas todos respiraron aliviados y nadie se sintió molesto, al contrario, todos se alegraron de que el teniente hubiera hecho un chiste tan bueno con las bofetadas terrenas. A eso se llama salvar una situación. Eso se le tiene que ocurrir a uno en el acto y entonces todo va bien. Frente a los carmelitas de Praga, mi teniente, hace años había un señor llamado Jenom que tenía un negocio de conejos y otros bichos, y que trabó amistad con la hija de Bilek, el encuadernador. El señor Bilek no podía soportar esta amistad y muchas veces en la taberna dijo que si el señor Jenom le pedía la mano de su hija lo echaría escaleras abajo. Un día, después de beber, el señor Jenom se fue a ver al señor Bilek. Este lo recibió en el vestíbulo con un enorme cuchillo con el que había cortado el borde de un libro y que parecía un instrumento criminal. A grandes voces le preguntó qué quería y en aquel momento el señor Jenom echó tan fuerte ventosidad que el péndulo del reloj que había en la pared se quedó parado. El señor Bilek empezó a reír, le tendió la mano y le dijo: «Siga, señor Jenom, se lo ruego. Siéntese, por favor. Al fin y al cabo no se lo ha hecho usted encima. Yo no soy tan malo. Es cierto que quería echarlo, pero ahora veo que usted es un caballero muy simpático, un tipo original. Yo soy encuadernador y he leído muchas novelas e historias, pero en ningún libro he visto que un novio se presentara de este modo». Mientras hablaba, reía tanto que tuvo que aguantarse la barriga y con gran alegría dijo que le daba la impresión de que se conocían desde su nacimiento, como si fueran hermanos; le dio en seguida un cigarro, mandó que fueran a buscar cerveza y salchichas, llamó a su mujer y se lo presentó explicándole todos los detalles de su entrada. La mujer escupió y se fue. Entonces llamó a su hija y le dijo: «Este caballero ha venido a pedir tu mano bajo tales y cuales circunstancias». La hija empezó a llorar en el acto y dijo que no lo conocía, que no quería ni verlo, de modo que a ellos no les quedó más remedio que beber la cerveza y comer las salchichas solos y despedirse. Luego, al señor Jenom le armaron un escándalo en la taberna a la que iba siempre el señor Bilek y al final en todo el barrio le llamaban «Jenom, el cagón», y todo el mundo se enteró de cómo quiso salvar la situación. La vida humana, mi teniente, a sus órdenes, es tan complicada que en comparación la de una persona no es nada. Antes de la guerra venía al kelch, en Bojischti, un policía, un señor llamado Hubitschka, y un periodista que recogía piernas rotas, personas atropelladas y suicidas y los llevaba al periódico. Era un tipo muy alegre y estaba más en la comisaría de Policía que en su redacción. Una vez hizo que Hubitschka se emborrachara, se fueron a la cocina y se cambiaron la ropa de modo que el policía se vistió de paisano y el señor redactor se transformó en policía y se fue a Praga de patrulla. En la Resselgasse, detrás de la antigua caja de ahorros de San Wenceslao, en la calma de la noche, encontró a un caballero con sombrero de copa que iba con una mujer mayor. Ella llevaba un abrigo de pieles. Ambos iban a casa a toda prisa sin decir palabra. Entonces el periodista se abalanzó sobre ellos y gritó al oído al caballero: «¡No armen tanto jaleo o me los llevo!». Imagínese su horror, mi teniente. En vano le explicaron que probablemente había un error porque venían de una reunión en casa del gobernador, que el carruaje los había dejado en el Teatro Nacional y que ahora querían tomar un poco el aire, que vivían cerca de Na Moráni y que eran el consejero supremo del gobierno civil y su esposa. «No van a burlarse de mí —les gruñó el periodista disfrazado—, si es, como dice, el consejero supremo del gobierno civil, vergüenza debería darle comportarse como un niño. Ya hace rato que vengo observándolos y le he visto golpeando con el bastón las puertas de todas las tiendas, al pasar, ayudado por la que dice ser su esposa». «Como ve no tengo ningún bastón. Tal vez ha sido otra persona que ha pasado antes que nosotros». «¡Vaya si lo tenía! —dijo el periodista—. ¡Si les he visto romperlo golpeando allí detrás, en la esquina, a una mujer que va a las fondas con patatas asadas y castañas!» La mujer ya no podía ni llorar y el señor consejero supremo del gobierno civil se excitó tanto que empezó a hablar de infamia, por lo que quedó detenido. Luego, la patrulla más cercana lo llevó a la comisaría de la Salmgasse. El periodista disfrazado dijo que había que llevar a la pareja a la comisaría, que él era de la Heinrichgasse y estaba de servicio en Weinberge, que los había pescado en una pelea nocturna estorbando el silencio de la noche y que además habían cometido ofensas contra la policía, que él arreglaría el asunto en la comisaría de la Heinrichgasse y que al cabo de una hora iría a la de la Salmgasse. Así, pues, la patrulla se los llevó a ambos y estuvieron detenidos hasta la madrugada esperando al policía. Este mientras tanto dando un rodeo llegó al kelch, despertó a Hubitschka y le comunicó con toda precaución lo que había ocurrido y le dijo que si no callaba la boca habría una investigación…
Al parecer, el teniente Lukasch ya estaba algo cansado de esta conversación, pero antes de espolear el caballo al trote para alcanzar a los primeros dijo a Schwejk:
—Si habla hasta la noche lo que diga será cada vez más estúpido.
—¡Mi teniente! —exclamó Schwejk siguiendo al teniente que había partido al galope—. ¿No quiere saber cómo acabó?
El teniente Lukasch empezó a galopar.
El estado del teniente Dub había mejorado bastante, hasta el punto de que salió del carro de sanidad, reunió en torno suyo a toda la plana mayor y empezó a dar instrucciones a los soldados como si estuviera medio dormido. Les dirigió una larga, alocución más pesada que la munición y las armas. Fue una mezcla de diversas comparaciones. Empezó así:
—El amor de los soldados por los oficiales hace posibles sacrificios increíbles, pero no depende de eso sino al contrario, cuando los soldados no sienten ese amor como cosa innata hay que creárselo a la fuerza. En la vida civil el amor forzado, digamos de los bedeles al profesorado, se mantiene mientras perdura la fuerza externa que lo obliga. No obstante, en la guerra ocurre todo lo contrario porque un oficial no puede permitir que en los soldados se entibie el amor que los mantiene unidos a sus superiores. Este amor no es sólo un amor natural sino que en realidad es respeto, miedo y disciplina.
Schwejk anduvo todo el rato a la izquierda del teniente Dub y mientras éste hablaba hacía «vista a la derecha» hacia él. Al principio el teniente Dub no se dio cuenta de ello y siguió hablando:
—Esta disciplina y la obligación de obedecer es franca porque las relaciones entre soldado y oficial son muy simples: uno obedece y el otro manda. Hace tiempo que leímos en libros sobre el arte de la guerra que el laconismo militar, la sencillez militar, es precisamente la virtud que debe apropiarse todo soldado que, quiera o no, ama a su superior. A sus ojos ese superior debe ser el objeto más perfecto y cristalizado de un firme y total esfuerzo de la voluntad.
Sólo en este momento el teniente Dub se dio cuenta de que le perseguía la «vista a la derecha» de Schwejk. La sensación que le produjo fue tremendamente desagradable porque en cierto modo, de repente, notó que se había enredado y que no podría salir de ese callejón sin salida que era el amor de los soldados a su superior. Por ello gritó a Schwejk:
—¿Por qué me miras como si fuera un bicho raro?
—A sus órdenes, mi teniente; por obediencia. Usted mismo me dijo una vez que cuando usted hablaba mis ojos tenían que seguir su boca. Como todo soldado tiene que cumplir las órdenes de su superior y retenerlas para toda la eternidad no podía hacer otra cosa.
—¡Mira al otro lado! —gritó el teniente Dub—, pero a mí no me mires, estúpido. Ya sabes que no me gusta, que no soporto verte. Ya te arreglaré yo…
Schwejk volvió la cabeza a la izquierda y siguió andando impasible al lado del teniente Dub. Este exclamó:
—Pero ¿adónde miras cuando te estoy hablando?
—A sus órdenes, mi teniente. Obedeciendo su orden hago «vista a la izquierda».
—¡Ah! —suspiró el teniente Dub—. ¡Eres un martirio! Mira hacia delante y piensa: soy tan tonto que no importa nada. ¿Te fijas bien en eso?
Schwejk miró hacia delante y dijo:
—A sus órdenes, mi teniente, ¿debo contestar?
—Pero ¿qué cosas te permites hacer? —le gritó el teniente Dub—. ¿Qué estás diciendo, qué quieres decir?
—A sus órdenes, mi teniente. Sólo estaba pensando en la orden que me dio en una estación en la que me reprendió y me mandó que no replicara nunca.
—De modo que te doy miedo —dijo contento el teniente Dub—. Pero todavía no me conoces. No eres tú el único que ha temblado delante mío, tenlo en cuenta. Ya he metido en cintura a otros muchachos, de manera que cierra el pico y quédate detrás para que no te vea.
Así, pues, Schwejk se quedó atrás y viajó cómodamente en el carro con los de sanidad hasta el lugar destinado a descansar. Allí, por fin se repartió la sopa y la carne de la infeliz vaca.
—A esa vaca había que tenerla al menos quince días en vinagre, y si no a la vaca al menos al que la compró.
De la brigada llegó al galope un correo con nuevas órdenes para la 11 compañía. Se desviaba el itinerario hacia Feldstein, había que dejar Woralycz y Sambor a la izquierda. No era posible alojar allí a la compañía porque ya había dos regimientos de Poson.
El teniente Lukasch dio órdenes en el acto: el sargento de oficina Wanék y Schwejk debían ir a Feldstein a buscar albergue para la compañía.
—No organice una de las suyas por el camino, Schwejk —le advirtió el teniente Lukasch—. Lo principal es que con los vecinos se comporte como es debido.
—A sus órdenes, mi teniente; haré todo lo que pueda. Claro que esta mañana, cuando he conseguido dormir un poco, he tenido pesadillas. He soñado con un artesón y el agua corría toda la noche por el pasillo de la casa en la que vivía hasta que se ha quedado vacío y ha mojado todo el techo del dueño de la casa. Este me ha denunciado en seguida. Esto, mi teniente, ourrió en realidad en Karolinental, detrás del viaducto…
—Déjenos en paz con sus tonterías, Schwejk. Mejor es que mire el mapa con Wanék para saber qué camino han de tomar. Bien, aquí tiene los pueblos. De este pueblo se dirige a la derecha hacia el riachuelo, lo sigue hasta el próximo pueblo y de allí, donde el riachuelo desemboca en el río que quedará a su derecha, siga por el atajo hacia el norte. No puede perderse, sólo puede llegar a Feldstein. ¿Se fijará bien?
Schwejk se puso, pues, en camino con el sargento Wanék.
Era por la tarde. La respiración en el agobiante calor se hacía difícil y de las mal cubiertas trincheras se desprendía el olor a podredumbre de los soldados que había enterrados allí. Llegaron a una región en la que habían tenido lugar las batallas de Przemysl, donde las ametralladoras habían segado la vida de batallones enteros. La artillería había dejado sus claras huellas en el bosquecillo junto al río. En algunos puntos de las grandes superficies y laderas en lugar de árboles surgían de la tierra tuecas. Todo ese desierto estaba atravesado por trincheras.
—Eso es bien distinto de Praga —dijo Schwejk para romper el silencio.
—En mi tierra ya se ha hecho la recolección —dijo el sargento Wanék.
—En Kralup empiezan ahora.
—Aquí después de la guerra habrá muy buenas cosechas —dijo Schwejk al cabo de un rato—. No habrá que comprar huesos en polvo. Para los campesinos es muy bueno que muera en su campo todo un regimiento: es un buen abono. Sólo me preocupa una cosa: que los campesinos se dejen engañar y vendan esos huesos de soldados a las fábricas de azúcar para hacer carbón animal. En el cuartel de Karolinental había un teniente llamado Holub que era tan culto que en la compañía todos le tenían por un idiota, porque como era tan sabio no aprendió a insultar a los soldados y todo lo veía sólo desde el punto de vista científico. Una vez los soldados le dijeron que el pan del ejército no se podía comer. Otro oficial se hubiera enfadado por tanta frescura, pero él no, se quedó tan tranquilo, no llamó cerdo ni puerco a nadie ni pegó ninguna bofetada. Sólo los reunió y les dijo con su agradable voz: «Soldados, ante todo tenéis que ser conscientes de que el cuartel no es una tienda de comestibles finos, donde se pueden elegir anguilas en escabeche, sardinas en aceite y bocadillos. Los soldados han de ser tan inteligentes que se coman sin rechistar todo lo que les den, y tan disciplinados que no censuren la calidad de lo que deben comer. Soldados, imaginaos que estamos en guerra. Al campo en el que os enterrarán después de la batalla le da exactamente igual el pan del ejército con el que os hayáis llenado antes de morir. La madre tierra os deshilachará y os tragará junto con vuestras botas. En el mundo no puede perderse nada. De vosotros, soldados, crecerá nuevo trigo con el que se hará pan para otros soldados, que a su vez tampoco estarán contentos y que irán a quejarse y se dirigirán a alguien que los encerrará porque estará en su derecho. Ahora os lo he explicado todo, soldados, y tal vez ya no tenga que recordaros nunca más que el que se queje en el futuro tardará mucho en volver a ver la luz de Dios». «Si al menos renegara», se decían los soldados entre sí, a los que estas finuras del teniente les molestaban muchísimo.
«Entonces me eligieron a mí para que le dijera que todos lo querían mucho y que el militar que no renegaba no era un militar, de manera que me fui a su casa y le pedí que se dejara de timideces, que el militar ha de ser como una correa, que los soldados están acostumbrados a que se les recuerde cada día que son unos perros y unos cerdos y que de lo contrario pierden el respeto por sus superiores. Primero se defendió diciendo no sé qué de la inteligencia, que hoy en día ya no hay que trabajar a palos, pero al final lo admitió, me pegó y me echó de su casa para ganarse de nuevo nuestro respeto. Cuando di el resultado de nuestra gestión, todos se alegraron mucho, pero al día siguiente él mismo les estropeó la fiesta: se acercó a mí y me dijo delante de todos: “Schwejk, ayer me precipité. Aquí tiene un florín; bébaselo a mi salud. A los soldados hay que tratarlos bien”.»
—Me parece que nos hemos equivocado —dijo mirando a su alrededor—. Y, no obstante, el teniente nos lo ha explicado muy bien. Tenemos que subir por la derecha y luego bajar, luego a la izquierda y luego de nuevo a la derecha, luego a la izquierda y después recto hacia delante. ¿O es que ya lo hemos hecho mientras hablaba? Yo, desde luego, veo dos caminos para ir a ese Feldstein. Propongo que vayamos por la izquierda.
El sargento Wanék, como suele ocurrir cuando dos personas se encuentran en una encrucijada, afirmó que había que ir por la derecha.
—Mi camino es más cómodo que el suyo —dijo Schwejk—. Yo iré a lo largo del río por donde crecen los nomeolvides y usted tendrá que soportar todo el calor. Yo me atengo a lo que nos ha dicho el teniente, que no podemos perdernos, y si no podemos perdernos, ¿para qué subir una montaña? Yo iré tranquilamente por la pradera, me pondré una flor en la gorra y cogeré todo un ramillete para el teniente. Por lo demás ya comprobaremos cuál de los dos tiene razón y espero que nos separaremos como buenos compañeros. Todos los caminos de esta región tienen que llevar a Feldstein.
—No sea loco, Schwejk —dijo Wanék—; precisamente aquí, según el mapa, le digo que tenemos que ir hacia la derecha.
—El mapa también puede equivocarse —comentó Schwejk bajando al valle atravesado por un riachuelo—. Una vez, Krschenek, el choricero de Weinberge, se fue a casa, a Weinberge, de noche, pasando por Kleinseite y siguiendo el plano de la ciudad de Praga del Montag y hacia la madrugada llegó a Rozdelow, cerca de Kladno, donde lo encontraron por la mañana, helado, en el campo de trigo en que cayó de puro cansancio. Así que si no se convence, señor sargento, y sigue en sus trece, tenemos que separarnos y ya nos encontraremos en Feldstein. Mire la hora para saber quién llega primero. Y si le amenaza algún peligro dispare al aire para que sepa que es usted.
Algo más tarde, Schwejk llegó a un pequeño estanque en el que estaba bañándose un prisionero ruso que había escapado y al ver a Schwejk se dio a la fuga desnudo como estaba.
Schwejk sintió curiosidad por saber cómo le sentaría el uniforme ruso que había allí, bajo los sauces llorones. Así, pues, se quitó el suyo y se puso el del desgraciado prisionero desnudo que había saltado del transporte instalado en el pueblo del otro lado del bosque. Schwejk quería ver su imagen en el agua por lo que anduvo a lo largo del estanque hasta que lo encontró la patrulla de la gendarmería de campaña que andaba buscando al fugitivo ruso. Eran húngaros. Llevaron a Schwejk a Chyruwa a pesar de las protestas de éste y allí lo metieron en un transporte de prisioneros rusos destinado a arreglar la vía de ferrocarril de Przemysl.
Todo sucedió tan aprisa que Schwejk no se dio cuenta de la situación hasta el día siguiente, día en que con una tea escribió en la blanca pared de la clase en la que estaban alojados los prisioneros las siguientes frases:
Aquí ha dormido Josef Schwejk de Praga, ordenanza de la 11 compañía del regimiento de infantería 91 que, siendo aposentador, cayó prisionero de Austria por equivocación.