1. Percance de Schwejk en el tren
En un compartimiento del tren rápido Praga–Budweis se encontraban tres personas: el teniente Lukasch, frente a él un señor viejo, completamente calvo, y Schwejk, que se mantenía tímidamente de pie junto a la puerta. Precisamente estaba disponiéndose a aguantar con toda calma y resignación una nueva embestida del teniente Lukasch. Este, sin tener en cuenta la presencia del calvo civil, pasó todo el viaje gritando a Schwejk que era un animal, etc.
No se trataba más que de una insignificancia: del número de maletas que Schwejk tenía que vigilar.
—Nos han robado una maleta —le reprochó a Schwejk—. Esto se dice fácilmente, sinvergüenza.
—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk con dulzura—, nos la han robado, verdaderamente. En la estación rondan siempre muchos de esos ladrones y me imagino que su maleta le habrá gustado a uno de ellos. Probablemente el tipo ese ha aprovechado la oportunidad cuando las he dejado para anunciarle que nuestro equipaje estaba en orden. Sólo ha podido robarnos la maleta en un momento tan favorable. Los ladrones están siempre al acecho esperando ocasiones como ésta. Hace dos años, en la estación del noroeste, le robaron a una mujer un cochecito con una niña en pañales y fueron tan nobles que devolvieron la niña a la comisaría de policía de nuestra calle y dijeron que la habían encontrado en un portal. Entonces los periódicos transformaron a la pobre mujer en una madre desnaturalizada.
Y Schwejk siguió explicando:
—En la estación siempre se ha robado y siempre se robará. No puede ser de otro modo.
El teniente Lukasch tomó la palabra:
—Schwejk, estoy convencido de que usted acabará mal. Todavía no sé si se hace el imbécil o si ya vino al mundo así. ¿Qué había en la maleta?
—Total nada, mi teniente —contestó Schwejk sin apartar la vista de la calva cabeza del civil, que estaba sentado frente al teniente y que, al parecer, no mostraba el menor interés por todo este asunto y leía el Nueva Prensa Libre—. En toda la maleta no había más que el espejo de la habitación y el perchero de los sombreros del vestíbulo, de modo que en realidad no hemos sufrido ninguna pérdida porque el espejo y el perchero eran del dueño de la casa.
Al ver la terrible mueca del teniente, Schwejk prosiguió con amable voz:
—A sus órdenes, mi teniente. Yo no sabía que robarían la maleta y respecto al espejo y al perchero le dije al dueño que se lo devolveríamos cuando volvamos de la guerra. En el extranjero hay tantos espejos y percheros que no tendremos ninguna dificultad. En cuanto conquistemos alguna ciudad…
—¡Cállese, Schwejk! —gritó el teniente con terrible voz—. ¡Aún tendré que llevarlo al juicio sumarísimo! Desde luego es usted el tipo más tonto de este mundo. Muchas personas, aunque vivieran mil años no dirían tantas estupideces como usted en este par de semanas. Espero que se habrá dado cuenta.
—A sus órdenes, mi teniente. Yo también lo he notado. Tengo lo que se dice una capacidad de observación desarrollada cuando ya es demasiado tarde y ocurre algo desagradable. Tengo tan mala suerte como un tal Nechleba de Nekázanka, que fue al restaurante «La perra del bosque». Él quería portarse bien y empezar desde el sábado una nueva vida y al día siguiente dijo: «Compañeros, al amanecer os he visto sentados en el catre». Y cuando se proponía ir a casa lo pescaban siempre y al final salió de tal modo que rompió una cerca no sé dónde o le desenganchó el caballo a un cochero o pretendió limpiarse la pipa con una pluma del penacho de una patrulla de la policía. Estaba completamente desesperado y lo que más le dolía era que la mala suerte había perseguido a generaciones enteras. Una vez, su abuelo se fue a pasear…
—No se moleste con sus ejemplos, Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente. Todo lo que estoy explicando es la pura verdad. Su abuelo salió a pase…
—¡Schwejk! —gritó enfadado el teniente—. Le ordeno una vez más que no me explique nada; no quiero oír nada. Cuando lleguemos a Budweis voy a ajustar cuentas con usted. ¿Sabe que mandaré que lo encierren, Schwejk?
—A sus órdenes, mi teniente; no lo sé —dijo con suavidad Schwejk—. Todavía no ha dicho nada de esto.
El teniente castañeteó con los dientes involuntariamente, suspiró, sacó el Bohemia del abrigo y leyó los reportajes sobre las grandes victorias y sobre la actividad del submarino alemán «E» en el Mar Mediterráneo. Al llegar a la noticia acerca del descubrimiento alemán de las nuevas bombas lanzadas desde los aviones, que explotaban tres veces consecutivas y hacían volar las ciudades, fue estorbado por la voz de Schwejk. Éste dijo al calvo:
—Perdóneme, su señoría, ¿no es usted el señor Purkrabek, representante del banco «Slavia»?
Como el calvo no contestó Schwejk dijo al teniente:
—A sus órdenes. Una vez leí en el periódico que un hombre normal tiene en la cabeza un promedio de sesenta mil a setenta mil cabellos y que, como puede comprobarse en muchos casos, el pelo negro suele ser más ralo.
Y prosiguió inquebrantable:
—Luego, en el café «Spirk», un médico dijo que la caída del cabello proviene de la excitación anímica del puerperio.
Y entonces sucedió algo espantoso. El calvo se abalanzó sobre Schwejk y le gritó:
—¡Largo! ¡Afuera, puerco!
Lo echó al pasillo y volvió al compartimiento, donde deparó al teniente una pequeña sorpresa al presentarse.
Había un error sin importancia. El calvo individuo no era el señor Purkrabek, representante del banco «Slavia», sino el general de brigada de Schwarzburg. El general de brigada realizaba un viaje de inspección vestido de paisano e iba a Budweis para sorprender a la guarnición de aquel lugar.
Era el inspector general más tremendo que jamás había habido y cuando encontraba algo en desorden mantenía solamente la siguiente conversación con el comandante de la guarnición.
—¿Tiene un revólver?
—Sí.
—¡Bien! En su lugar yo sabría qué hacer con él, pues lo que veo aquí no es una guarnición sino una pocilga.
Y después de su visita de inspección solía suicidarse alguien de vez en cuando, cosa de la que el general de brigada tomaba nota con satisfacción.
—Así es como ha de ser. ¡Esto es ser un soldado!
Daba la impresión de que no le gustaba que quedara alguien vivo después de su inspección. Conocía el procedimiento para trasladar a los oficiales a los lugares más desagradables. Bastaba el menor motivo para que un oficial sedespidiera de su guarnición y peregrinara a las fronteras de Montenegro o a cualquier guarnición desesperada y ahogada en un sucio rincón de Galitzia.
—¿A qué escuela de cadetes fue, teniente? —preguntó.
—A la de Praga.
—De modo que fue a la escuela de cadetes y ni siquiera sabe que un oficial es responsable de sus subordinados. Está muy bien. En segundo lugar, charla usted con su asistente como con un amigo íntimo. Aún mejor. Tercero, le permite que ofenda a sus superiores. Y esto es lo mejor de todo: yo voy a sacar consecuencias de ello. ¿Cómo se llama, teniente?
—Lukasch.
—¿Y en qué regimiento está?
—Estaba…
—Gracias, no importa donde estaba, quiero saber dónde está de servicio.
—En el regimiento de infantería 91. Me han trasladado…
—¿Trasladado? Entonces han hecho muy bien. Ir al frente lo antes posible con el regimiento de infantería 91 no le perjudicará.
—Esto ya se ha decidido, mi general.
Entonces el general de brigada explicó que durante los últimos años se había dado cuenta de que los oficiales hablaban con sus subordinados en tono familiar y en ello veía él el peligro de la expansión de ciertos principios democráticos. Dijo que a un soldado había que mantenerlo en constante zozobra; éste tenía que temblar ante sus superiores, temerlos, que los oficiales tenían que mantener a la tropa a diez pasos de su cuerpo y no podían permitirle que pensara por su cuenta y, en el fondo, ni siquiera que pensase. Este era el trágico error de los últimos años. Antes, la tropa había temido a los oficiales como al fuego, pero hoy…
El general de brigada hizo con la mano un gesto de desesperación.
—Hoy la mayoría de los oficiales miman a los soldados. Eso es lo que quería decir.
El general de brigada volvió a coger su periódico y quedó absorto en la lectura. El pálido teniente Lukasch salió al pasillo para ajustar cuentas con Schwejk.
Lo encontró junto a la ventanilla con una expresión tan contenta y feliz como sólo puede tenerla un niñito de un mes que ha saciado su apetito y se ha quedado dormido.
El teniente le hizo una señal, le indicó un compartimiento vacío en el que entró después de Schwejk y cerró la puerta.
—Schwejk —dijo con solemnidad—, por fin ha llegado el momento en que va a recibir un par de bofetadas como nadie ha recibido hasta ahora. ¿Por qué ha importunado a ese señor calvo? ¿Sabe que es el general de brigada de Schwarzburg?
—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk poniendo cara de mártir—. Jamás en mi vida he tenido intención de ofender a nadie. Además, ni sospechaba, ni se me había ocurrido que era un general de brigada. Es el señor Purkrabek, representante del banco «Slavia». Él venía a la taberna y una vez que se quedó dormido en la mesa y un benefactor le escribió con tinta en la calva: «Nos permitimos ofrecerle la oportunidad de adquirir una dote y un ajuar para sus hijos por medio de un seguro de vida con el formulario III c que adjuntamos». Naturalmente, todos se marcharon y yo me quedé solo con él y como siempre tengo tan mala suerte, cuando se levantó y se miró al espejo se enfadó, y como se pensó que se lo había hecho yo, quiso darme también un par de bofetadas.
La palabrita «también» salió de los labios de Schwejk de una manera tan conmovedoramente suave y en tal tono de reproche que la mano del teniente fue cayendo lentamente. Schwejk prosiguió:
—El general de brigada no tenía que enfadarse por un error tan poco importante. Él debía tener verdaderamente de sesenta mil a setenta mil cabellos, como dice el artículo en el que se cuenta todo lo que debe tener un hombre normal. Jamás se me ha ocurrido que podía existir un general de brigada calvo. Esto es, como suele decirse, un error trágico que puede sucederle a cualquiera. Hace años, Hyvl, el sastre, nos contó que fue a Praga desde la localidad de Estiria en que había ejercido su oficio, pasando por Leoben con un jamón que se había comprado en Magdeburgo. Cuando iba en el tren pensó que era el único checo entre los viajeros, y en San Moritz, al empezar a cortar el jamón, el hombre que estaba sentado delante suyo lo miró ansiosamente con la boca hecha agua. Cuando el sastre Hyvl lo vio se dijo en voz alta y en checo: «Te gustaría comértelo, cerdo», y el señor le contestó en checo: «Claro que me gustaría comerlo si me dieras un poco». Así, pues, se comieron el jamón entre los dos antes de llegar a Budweis. El señor se llamaba Adalbert Rous.
El teniente Lukasch miró a Schwejk y abandonó el compartimiento. Apenas había vuelto a sentarse en su antiguo asiento cuando apareció en la puerta el sincero rostro de Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente. Dentro de cinco minutos llegamos a Tabor. El tren para cinco minutos. ¿Manda que encargue algo de comer? Hace años aquí había muy buenas…
El teniente se levantó de un salto, encolerizado, y en el pasillo le dijo:
—Vuelvo a advertirle que cuanto menos le vea más feliz me sentiré. Lo que más me gustaría es no volver a verle nunca más. Puede estar seguro de que haré lo que pueda para que sea así. No aparezca ante mi vista. ¡Desaparezca de mi campo visual, pedazo de animal, idiota!
—A sus órdenes, mi teniente.
Schwejk saludó, dio media vuelta con paso marcial y se fue al extremo del pasillo, se sentó en un rincón, en el asiento del revisor y entabló conversación con un empleado del ferrocarril.
—Con permiso, ¿puedo hacerle una pregunta?
El ferroviario, que al parecer no tenía ningunas ganas de charlar, hizo con la cabeza un gesto de apatía. Schwejk dijo:
—A mi casa solía venir un hombre muy cumplido, un tal Hofmann, que siempre afirmaba que las señales de alarma no sirven para nada, que cuando se tira de este tirador no funciona. A mí, sinceramente, nunca me ha preocupado, pero como veo aquí este aparato de alarma me gustaría saber a qué atenerme por si casualmente tuviera que utilizarlo.
Schwejk se levantó y se acercó a la palanca para «casos de peligro».
El ferroviario consideró que era su obligación explicarle en qué consistía el mecanismo del aparato de alarma.
—Al decirle que hay que tirar de esa palanca dijo la verdad, pero con lo de que no funciona mintió. El tren se para siempre porque el aparato comunica con la locomotora a través de todos los vagones. El freno de alarma tiene que funcionar.
Ambos tenían la mano sobre el tirador y lo que ocurrió entonces es un verdadero misterio: tiraron de él y el tren se detuvo.
Tampoco podían ponerse de acuerdo para decidir quién lo había hecho y quién había dado la señal de alarma. Schwejk afirmó que él no había podido ser, que él no lo había hecho, que no era un gamberrito.
—Yo mismo me pregunto por qué el tren se ha quedado parado de repente —dijo con gran bondad—. Marcha y de repente se para. A mí me molesta más que a usted.
Un hombre serio que había por allí tomó partido por el ferroviario y afirmó que había oído al soldado, que era éste quien había iniciado la conversación sobre las señales de alarma.
Schwejk hablaba sin parar de su honradez, de que no tenía interés alguno en que el tren se retrasara porque él iba a la guerra.
—El jefe de estación ya se lo aclarará —decidió el revisor—. Le costará veinte coronas.
Mientras tanto los viajeros salían penosamente de los vagones; el jefe del tren dio un silbato, una mujer corrió asustada a través de la vía hacia los campos arrastrando una maleta.
—Realmente ya las vale veinte coronas —dijo Schwejk sinceramente, que había permanecido muy tranquilo—. Aún lo encuentro barato. Una vez, cuando Su Majestad el Emperador visitaba Zizkov, un tal Franta Schnor paró su coche al caer de rodillas en la calle ante Su Majestad. Entonces el inspector de policía de la zona le dijo llorando al señor Schnor que no hubiera debido hacerlo en su sector sino una calle más abajo, que ya pertenecía al policía Kraus. Allí es donde hubiera debido mostrar su adhesión. Entonces al señor Schnor lo encerraron.
Schwejk estaba examinando lo que le rodeaba cuando apareció el revisor.
—Bueno, ahora podríamos seguir —dijo Schwejk—; no es agradable que el tren se retrase. Si hubiera paz, bueno, entonces daría igual, pero cuando hay guerra la gente debe saber que en todos los trenes viajan militares, generales de brigada, tenientes, asistentes. Estos retrasos son traidores. Napoleón se retrasó cinco minutos en Waterloo y toda su fama se fue al agua.
En este momento el teniente Lukasch se abrió paso entre el grupo de los oyentes. Estaba tremendamente pálido y no pudo decir más que:
—¡Schwejk!
—A sus órdenes, mi teniente. Me han cargado la culpa de que el tren se haya parado. Los precintos de los frenos de alarma son muy cómicos. Es preferible no acercarse a ellos, de lo contrario resulta una desgracia y pueden pedirle a uno veinte coronas, como a mí.
El revisor jefe ya estaba fuera, dio la señal y el tren volvió a ponerse en movimiento.
Los oyentes se dirigieron a sus asientos en los compartimientos. El teniente Lukasch regresó también a su sitio sin decir ni una palabra más.
Sólo quedaron el revisor y el ferroviario. El revisor sacó un cuaderno y redactó un informe sobre todo el suceso. El ferroviario dirigió una hostil mirada a Schwejk. Este le preguntó tan tranquilamente:
—¿Hace tiempo que trabaja en el ferrocarril?
Como el ferroviario no contestó, Schwejk dijo que había conocido a un tal Mlitschka Franz, de Ourinowetz, junto a Praga, que una vez también había tirado de una de esas palancas de alarma y se había asustando tanto que se quedó sin habla durante quince días y sólo la recobró cuando fue a visitar a un tal Wanek, jardinero de Hostiwarsch. Entonces hubo una buena pelea; pegándole habían roto un látigo. Esto sucedió en mayo de 1912, añadió.
El ferroviario abrió la puerta del retrete y se encerró. El jefe del tren se quedó con Schwejk, le pidió veinte coronas de multa haciendo constar que de lo contrario tendría que llevarle al jefe de estación de Tabor.
—Bien —dijo Schwejk—. Me gusta hablar con personas cultas por lo que me alegrará mucho ver al jefe de estación de Tabor.
Schwejk sacó una pipa de su chaqueta, la encendió y soltando el fuerte humo del tabaco del ejército prosiguió:
—Hace años, en Zittau, había un jefe de estación que se llamaba Wagner. Era un ogro para con sus subordinados, los molestaba siempre que podía y generalmente dedicaba su atención a un guardaagujas llamado Jungwirt hasta que el pobre, desesperado, se ahogó en el río. Pero antes de hacerlo le escribió una carta en la que le decía que por la noche, en su casa, andarían duendes. No le miento. Lo hizo. Por la noche el buen jefe de estación estaba sentado junto al aparato de telégrafos, suenan las campanas y recibe un telegrama: «¿Cómo estás, miserable? Jungwirt». Y así toda la semana. El jefe envió a todas partes telegramas como respuesta al fantasma: «Perdóname, Jungwirt». Y a la noche siguiente el aparato le dio la siguiente respuesta: «Cuélgate en el semáforo que hay junto al puente. Jungwirt». Y el jefe lo hizo. Entonces encerraron al telegrafista de la estación de Morgengrauen. Mire usted, entre el cielo y la tierra hay ciertas cosas de las que no tenemos ni la más remota idea.
El tren entró en la estación de Tabor. Antes de salir acompañado por el revisor, Schwejk anunció al teniente Lukasch:
—A sus órdenes, mi teniente. Me llevan al jefe de estación. El teniente Lukasch no contestó. Se había apoderado de él una absoluta apatía frente a todo. La idea de que lo mejor era no hacer caso de nada atravesó su cabeza como un rayo. Tanto respecto a Schwejk como al calvo general de brigada. Quedarse sentado tan tranquilo, apearse en Budweis, presentarse al cuartel e ir al frente con un batallón. En el frente, dado el caso, dejarse matar y librarse de este perro mundo en el que rondan canallas como ese Schwejk.
Cuando el tren se puso en movimiento el teniente miró por la ventana. Vio a Schwejk en el andén enfrascado en una seria charla con el jefe de estación. Schwejk estaba rodeado por un grupo de personas en el que también se encontraban algunos empleados del ferrocarril uniformados.
El teniente Lukasch tomó aliento. No fue un suspiro de pesar. Se sentía aliviado porque Schwejk se había quedado en el andén. Incluso el calvo general de brigada dejó de parecerle un repugnante monstruo.
Hacía ya rato que el tren se dirigía jadeando hacia Budweis. El grupo que rodeaba a Schwejk en el andén no disminuía. Schwejk habló de su inocencia y convenció a la multitud de manera que una mujer exclamó:
—¡Ya vuelven a molestar a un soldado!
La multitud se adhirió a esta opinión y un caballero se dirigió al jefe de estación para decirle que pagaría las veinte coronas de multa, pues estaba convencido de que el soldado no era culpable.
—Miradlo —concluyó por la inocente expresión de Schwejk. Este se dirigió a la multitud para aclarar su situación:
—No soy culpable, buena gente.
Luego apareció un guardia de la gendarmería, sacó a un ciudadano de entre la multitud, lo detuvo y se lo llevó diciendo:
—Usted va a ser responsable de ello. ¡Ya le enseñaré yo a alborotar a la gente diciendo que no se puede pedir que Austria gane mientras se trate así a los soldados!
El desdichado ciudadano no hizo más que afirmar que era carnicero de la antigua guardia y que no había querido decir eso.
Mientras tanto el buen hombre que creía en la inocencia de Schwejk pagó por éste las veinte coronas, lo llevó al restaurante de tercera y lo obsequió con una cerveza. Cuando comprobó que todos los documentos de identidad de Schwejk, así como su billete, se encontraban en poder del teniente Lukasch le regaló generosamente una moneda de cinco coronas para el billete y otros gastos. Al marcharse le dijo confidencialmente:
—Querido soldado, cuando esté preso en Rusia salude de mi parte al cervecero Zeman, de Zdolbunow. ¿Ha escrito su nombre? Sea sensato y no se quede mucho tiempo en el frente.
—Pierda cuidado —dijo Schwejk—. Siempre es interesante conocer gratis una región extranjera.
Schwejk se quedó solo, sentado en la mesa, bebiendo tranquilamente las coronas del noble bienhechor. Mientras tanto las personas que no habían presenciado la conversación entre Schwejk y el jefe de estación y que sólo habían visto el gentío desde lejos se explicaban unas a otras que habían hecho prisionero a un espía que había fotografiado la estación, cosa que no obstante negaba una mujer. Ella afirmaba que no se trataba de un espía sino que había oído cómo un dragón había apaleado a un oficial en el lavabo de señoras porque el oficial había seguido a la amada del dragón, que iba con él.
La gendarmería puso fin a esas aventureras suposiciones que caracterizan el nerviosismo de la guerra desalojando el andén. Y Schwejk seguía bebiendo tranquilamente mientras pensaba con ternura en el teniente. «¿Qué va a hacer cuando llegue a Budweis y no encuentre a su asistente en el tren?»
Antes de que llegara el expreso, el restaurante de tercera se llenó de soldados y civiles. La mayor parte de los soldados pertenecían a diversos regimientos y a diversas naciones. La tempestad bélica los había llevado a los hospitales militares y ahora volvían al campo en busca de nuevas heridas, mutilaciones y dolores para ganarse una sencilla cruz de madera en su tumba, sobre la que aún al cabo de varios años, en las tristes llanuras del este de Galitzia, ondeará bajo el viento y la lluvia una descolorida gorra de soldado austríaco con un «Franzl» oxidado. De vez en cuando se posará sobre ella un viejo cuervo que recordará los copiosos banquetes de antaño y la interminable mesa llena de sabrosos cadáveres de personas y de caballos. Pensará que precisamente debajo de una gorra como ésta sobre la que ahora está encontró el bocado más sabroso: los ojos humanos.
Uno de estos compañeros de fatigas que había sido dado de alta en el hospital militar tras una operación y que llevaba el uniforme sucio y lleno de huellas de sangre y barro se sentó junto a Schwejk. Estaba algo encogido, delgado, triste. Dejó un paquetito sobre la mesa, sacó del bolsillo una bolsa medio rota y contó su dinero. Entonces miró a Schwejk y preguntó:
—¿Magyarul?
—Soy checo, compañero —contestó Schwejk—. ¿Quieres beber?
—Nem tudom, barátom.
—No importa, compañero —dijo Schwejk colocando ante el triste soldado su vaso lleno—. Bebe cuanto quieras.
El soldado comprendió, bebió y dio las gracias.
—Köszönöm szívesen.
Y siguió examinando el contenido de su bolsa. Al fin se levantó y suspiró. Schwejk comprendió que el magiar deseaba beber una cerveza y no tenía suficiente dinero; le encargó una. El magiar volvió a darle las gracias e intentó explicarle algo por medio de gestos y diciendo en un idioma internacional:
—¡Pim, pam, pum!
Schwejk sacudió la cabeza compasivo. El reconvaleciente mántuvo la mano izquierda a medio metro del suelo, luego levantó tres dedos. Todo ello significaba que tenía tres niños pequeños.
—Nintsch ham, nintsch ham —prosiguió, con lo que quería decir que en casa no tenían nada que comer.
Con las sucias mangas de su abrigo de soldado, en el que había abierto un agujero la bala que le había atravesado el cuerpo por defender al rey magiar, se secó sus húmedos ojos.
No es sorprendente que con semejante conversación a Schwejk no le quedara nada, pues con cada vaso de cerveza que pedía para él o para el convaleciente magiar perdía cada vez más la posibilidad de sacar un billete.
Por la estación volvió a pasar otro tren hacia Budweis, pero Schwejk siguió sentado escuchando al magiar que repetía su:
—¡Pim, pam, pum! ¡Három gyermek, nintsch ham, éljen!
El soldado dijo esto último cuando Schwejk estaba brindando con él.
—Bebe, muchacho húngaro —dijo Schwejk—, bebe. A nosotros no nos obsequiaríais así…
En la mesa de al lado un soldado dijo que cuando el 28 regimiento checo había ido a Szgedin, los húngaros los habían señalado mientras ellos se mantenían quietos con las manos en alto.
Era la pura verdad, pero el que hablaba al parecer se sentía ofendido por lo que más tarde fue un fenómeno corriente en todos los soldados checos y que al final hicieron los mismos húngaros, cuando dejó de gustarles la pelea en interés del rey magiar.
También este soldado se sentó a la mesa de Schwejk y explicó cómo habían acosado a los húngaros en Szgedin y cómo los habían echado a palos de algunas tabernas. También dijo en tono elogioso que los húngaros saben pelear y que él había recibido un cuchillazo en la espalda, de manera que tuvieron que enviarlo a la etapa para curarse.
Pero ahora, al regresar, el capitán de su batallón probablemente mandaría que lo encerrasen, pues no había tenido tiempo de devolverle el cuchillazo al magiar, que es lo que hay que hacer para que el sinvergüenza tenga también su parte y quede a salvo el honor de todo el regimiento.
—¿Sus documentos? ¿Waschi tokument?
De esta hermosa manera, chapurreando el checo, se dirigió a Schwejk el comandante del control militar, un sargento mayor, seguido de cuatro soldados con bayonetas.
—¡Lo veo sentado, sin marcharse, sentado, bebiendo, bebiendo sin parar!
—No tengo ninguno, Milatschku [26] —contestó Schwejk—. El teniente Lukasch, del regimiento 91, se los ha llevado y yo me he quedado aquí en la estación.
—¿Qué significa Milatschku? —preguntó el sargento mayor a uno de sus soldados, un antiguo guardia territorial que a juzgar por las apariencias hacía lo que podía para fastidiarle, pues dijo tranquilamente:
—Milatschek quiere decir: «Mi sargento».
El sargento mayor continuó su conversación con Schwejk.
—Todos los soldados tienen documentos. Sin documentos, a un piojoso así se le encierra en el comando de la estación como a un perro rabioso.
Llevaron a Schwejk al comando de la estación, en cuyo puesto de guardia se encontraban los soldados. Estos tenían exactamente el mismo aspecto que el antiguo guardia nacional que había sabido traducir tan bien a su innato enemigo, el sargento mayor, la palabra Milatschek.
El puesto de guardia estaba adornado con las litografías que en aquel tiempo el Ministerio de la Guerra enviaba a todas las oficinas.
Al valeroso soldado Schwejk lo saludó un cuadro que a juzgar por el título representaba al teniente Franz Hammel y a los sargentos Paulhart y Buchmayer, del real e imperial regimiento de tiradores número 21, incitando a la tropa a aguardar. Al otro lado había un cuadro con el título: «El teniente Jan Danko, del 5 regimiento de húsares de la milicia húngara reconoce la situación de la batería enemiga».
A la derecha, algo más bajo, colgaba el cartel: «Raros ejemplares de valentía».
Con este tipo de cartel, cuyos ejemplos inventados habían sido redactados en los despachos del Ministerio de la Guerra por diversos periodistas alemanes llamados a filas, la vieja y boba Austria quería entusiasmar a los soldados, que nunca los leían. Y cuando se enviaban al frente tan grandiosos ejemplos de valentía en forma de libro, con las hojas se hacían boquillas, para el tabaco de pipa o los empleaban para fines todavía más adecuados, como correspondía al valor y al espíritu de esos realmente grandiosos ejemplos inventados de suprema valentía.
Mientras el sargento mayor buscaba a un oficial, Schwejk leyó el cartel:
El soldado de intendencia Josef Bong.
Los soldados del cuerpo de sanidad metían a los heridos graves en los coches que estaban preparados en el oculto desfiladero. Tan pronto como estaban llenos iban con ellos al puesto de socorro. Al ver estos coches los rusos empezaron a cubrirlos de granadas. Un casco mató al caballo del soldado de intendencia Josef Bong, del real e imperial escuadrón de transportes número 3. Bong gemía: «Mi pobre caballo, estás acabado». En aquel momento le alcanzó a él mismo una granada. A pesar de ello desenganchó su caballo y llevó la triga a un refugio seguro. Entonces volvió atrás para recoger los arreos de su caballo muerto. Los rusos disparaban sin cesar. «¡Disparad, malditas fieras! ¡No voy a dejar los arreos aquí!» Con estas palabras quitó los arreos del caballo. Por fin los arrastró al coche. Allí, debido a su larga ausencia, tuvo que aguantar las maldiciones de los soldados de sanidad. «No quería dejar los arreos allí; están casi nuevos —se disculpó el valiente guerrero—; hubiera sido una lástima, he pensado. No vamos sobrados de estas cosas». Entonces se dirigió al puesto de socorro donde comunicó que estaba herido. Más tarde su capitán adornó el pecho del heroico soldado con la medalla de plata a la valentía.
Cuando Schwejk terminó de leer, como el sargento todavía no había regresado, dijo a uno de los guardias:
—Este ejemplo de valentía es muy hermoso; así en nuestro ejército habrá arreos completamente nuevos, pero cuando estaba en Praga, en la Hoja Oficial leí un caso mejor de un voluntario de un año llamado doctor Josef Vojnov. Estaba en Galitzia, en el séptimo batallón de guardias rurales y cuando llegó la lucha con las bayonetas recibió una bala. Mientras lo llevaban al puesto de socorro aullaba que no dejaría que lo vendaran por un rasguño como aquel. Y quiso volver a su sección, pero una granada le cortó el tobillo. Quisieron llevárselo de nuevo, pero entonces empezó a cojear con las muletas hacia la línea de combate y se defendió con el bastón. Cogió el bastón con la otra mano, grito que no se lo perdonaría y Dios sabe qué hubiera ocurrido con él si no lo hubiera matado definitivamente un proyectil. Es posible que si al final no hubiera muerto, hubiese recibido también la medalla de plata a la valentía. Como le cortó la cabeza, al rodar, todavía gritó: «Cumple siempre fielmente tu obligación, aunque por ello pierdas un ojo».
—Los periódicos escriben estas cosas —dijo un soldado—, pero al cabo de una hora esos periodistas ya no saben dónde tienen la cabeza.
El guardia territorial soltó:
—En mi tierra, en Tschaslau, había un periodista de Viena, un alemán. Era alférez. No quería hablar checo con nosotros, pero cuando lo destinaron a una compañía en la que no había más que checos lo supo en seguida.
El sargento mayor apareció en la puerta, echó una rabiosa mirada y dijo:
—Cuando uno se aleja tres minutos no se oye más que ceski, ceski.
Al marcharse, probablemente al restaurante, le dijo al cabo de la guardia territorial, señalando a Schwejk, que en cuanto llegara el teniente le llevara en seguida a ese piojoso sinvegüenza.
—Seguro que el teniente está charlando con la telefonista —dijo el cabo cuando se fue el sargento mayor—. Ya hace quince días que la persigue y cuando vuelve de la oficina de telégrafos está siempre furioso y dice: «Es una puerca, no hay manera de que se acueste conmigo».
También esta vez estaba furioso, pues cuando algo más tarde entró se oyó cómo tiraba los libros sobre la mesa.
—No sirve de nada, muchacho; tienes que ir —dijo compasivo el cabo a Schwejk—. Por sus manos ya ha pasado mucha gente, soldados viejos y jóvenes.
Y entonces lo condujo al despacho en el que, detrás de una mesa llena de papeles revueltos, estaba el joven teniente, que parecía una fiera.
Al ver a Schwejk con el cabo profirió un «¡Ah!» muy prometedor. El cabo anunció:
—A sus órdenes, mi teniente. Este hombre ha sido encontrado en la estación sin documentos.
El teniente hizo con la cabeza un gesto afirmativo, como si quisiera expresar que hacía años ya había supuesto que en tal día como aquél y a aquella misma hora se encontraría a Schwejk sin documentos en la estación. Quien contemplaba a Schwejk en aquel momento había de tener la impresión de que era completamente imposible que un hombre con tal cara y figura pudiera llevar consigo cualquier clase de documentos. Schwejk parecía caído de otro planeta y miraba con inocencia y asombro el nuevo mundo en el que le pedían una tontería hasta ahora desconocida por él: los documentos.
El teniente meneó la cabeza como si quisiera pedirle que hablara y le insinuara lo que debía preguntarle. Al final dijo:
—¿Qué ha hecho en la estación?
—A sus órdenes, mi teniente. He estado esperando el tren de Budweis para ir a mi regimiento, al 91. Soy asistente del teniente Lukasch. Tuve que abandonarlo porque me llevaron al jefe de la estación por una multa, porque sospechaban que había parado el rápido en el que viajábamos por medio del freno de alarma.
—¡Así voy a volverme loco! —gritó el teniente—. Explíquemelo resumido y de manera coherente y no diga tonterías.
—A sus órdenes, mi teniente. Desde el momento en que nos sentamos con el teniente Lukasch en el tren que tenía que llevarnos con la mayor rapidez posible al real e imperial regimiento de infantería número 91, tuvimos mala suerte. Primero se nos perdió una maleta; luego, para variar, un general de brigada con una gigantesca calva…
—¡Santo cielo! —suspiró el teniente.
—A sus órdenes, mi teniente. Tengo que decirlo todo de corrido para dar una idea general del asunto, como dijo siempre el difunto zapatero Petrlik cuando antes de empezar a pegar a su chico con las correas le ordenaba que se quitara los pantalones.
Y mientras el teniente gemía, Schwejk prosiguió:
—Así, pues, a este general de brigada calvo no le gustó y el teniente Lukasch, del que soy asistente, me echó al pasillo. Entonces en el pasillo me acusaron de haber hecho lo que ya le he dicho. Yo estaba en el andén y antes de que se aclararan las cosas el tren ya se había marchado, el teniente también, con las maletas y todos los documentos suyos y míos, y yo me he quedado aquí sin documentos, como un huérfano.
Schwejk dirigió al teniente una suave y conmovedora mirada.
Una vez más se veía con toda claridad que el personaje que ponía una expresión tan idiota decía toda la verdad.
El teniente enumeró a Schwejk todos los trenes que habían salido hacia Budweis después del rápido y le preguntó por qué los había dejado escapar.
—A sus órdenes, mi teniente —contestó Schwejk sonriendo bondadosamente—. Mientras esperaba el próximo tren he tenido la desgracia de haber estado bebiendo una cerveza tras otra.
«Nunca había visto a un imbécil como éste —pensó el teniente—. Lo confiesa todo. ¡Cuántos he tenido aquí y todos lo han negado! Y éste dice tranquilamente: 'He perdido todos los trenes porque he estado bebiendo una cerveza tras otra'.»
El teniente resumió estos pensamientos en una sola frase:
—Está usted degenerado, buen hombre. ¿Sabe qué quiere decir que uno está degenerado?
—A sus órdenes, mi teniente. En mi barrio, en la esquina entre Bojischti y la Katarinengasse, también había un hombre degenerado. Su padre era un conde polaco y la madre era comadrona. Él barría las calles y en las tiendas sólo permitía que le llamaran señor conde.
El teniente consideró oportuno acabar con todo el asunto, por lo cual dijo:
—Bueno, tonto, asno, le digo que se va a ir usted al despacho de billetes, se comprará uno y se marchará a Budweis. Si vuelvo a verlo por aquí lo trataré como a un desertor. ¡Retírese!
Como Schwejk no se movía y mantenía la mano junto a la visera de su gorra el teniente gritó:
—¡Afuera! ¿No lo ha oído? ¡Retírese! ¡Cabo Palanek, lleve a ese imbécil al despacho de billetes y cómprele uno para Budweis!
Poco después el cabo Palanek volvió a aparecer en el despacho. A través de la puerta entreabierta y detrás de Palanek miraba la bondadosa cara de Schwejk.
—¿Qué pasa ahora?
—A sus órdenes, mi teniente —susurró misteriosamente el cabo Palanek—; no tiene dinero para el tren y yo tampoco. No quieren dejarle ir gratis porque no tiene los documentos militares que acrediten que va al regimiento.
El teniente no hizo esperar mucho rato su salomónica solución a este triste asunto:
—Entonces que vaya a pie —decidió—, que lo encierren en el regimiento por retrasarse. ¡Quién va a tener tratos con él aquí!
—No hay remedio, compañero —dijo el cabo Palanek a Schwejk al salir de la oficina—, tienes que ir a Budweis a pie, amigo mío. En el puesto de guardia tenemos una rebanada de pan de munición; te la daremos para el camino.
Y media hora más tarde, después de ser obsequiado con café, con un paquete de tabaco militar y con el pan para el camino, Schwejk abandonó Tabor en la oscuridad de la noche cantando:
Cuando fuimos a Jaromér,
No creas que es mentira…
Y el diablo sabe cómo sucedió que el valeroso soldado Schwejk, en lugar de ir hacia el sur, hacia Budweis, fue siempre en la misma dirección, hacia el oeste.
Andaba por la nevada carretera envuelto en su abrigo militar, helado, como el último de la guardia de Napoleón cuando volvía de Moscú, con la única diferencia de que él cantaba alegremente:
Pasé feliz por la ciudad
hacia los verdes bosques.
Y en los nevados bosques, en la calma nocturna, resonó estrepitosamente el eco de modo que en los pueblos los perros empezaron a ladrar.
Cuando cantar dejó de divertirle, Schwejk se sentó sobre un montón de piedras y se encendió la pipa: Y cuando se sintió descansado siguió andando hacia nuevas aventuras, hacia la anábasis de Budweis.