12. Una discusión religiosa
A veces Schwejk pasaba días enteros sin ver al pastor de almas de los soldados. El capellán repartía su tiempo entre sus obligaciones y sus orgías e iba a casa raras veces, sucio y sin lavar, como un gato enamorado al regresar de sus excursiones por los tejados.
Cuando al volver todavía era capaz de expresarse, antes de quedarse dormido charlaba con Schwejk sobre elevadas metas, sobre el fervor y la alegría de pensar. A veces también intentaba recitar versos, citar a Heine.
Schwejk volvió a ayudarle a decir otra misa de campaña para los gastadores. A ella se había invitado por error a otro capellán castrense, a un antiguo catequista, hombre de una piedad poco corriente, que contempló extrañado a su colega cuando éste le ofreció un trago de coñac de la cantimplora que Schwejk llevaba siempre en estos actos religiosos.
—Es una buena marca —dijo el cura Otto Katz—. Beba y váyase a casa. Ya lo haré yo solo. Necesito estar al aire libre; hoy me duele la cabeza.
El piadoso capellán se marchó meneando la cabeza y Katz cumplió su deber con toda brillantez, como siempre.
Esta vez lo que se transformó en sangre del Señor fue vino con sifón y el sermón fue más largo que de costumbre. De cada tres palabras una era etcétera o sin duda:
—Hoy os vais al frente, soldados, etc. Ahora dirigíos a Dios, etc., sin duda. No sabéis lo que os ocurrirá, etc. y sin duda.
Y del altar retumbaba siempre entre Dios y todos los santos «etc.», y «sin duda».
En su ardor y entusiasmo oratorio el cura presentó incluso al príncipe Eugenio como a un santo que les protegería cuando construyeran los puentes sobre los ríos.
Sin embargo la misa de campaña terminó sin escándalo alguno, de manera agradable y distraída. Los gastadores se divirtieron muchísimo.
Al regresar ambos con el altar desmontable no querían dejarles entrar en el tranvía.
—¡Mira que te doy en la cabeza con el santo! —dijo Schwejk al conductor.
Cuando por fin llegaron a casa comprobaron que habían perdido el tabernáculo por el camino.
—No importa —dijo Schwejk—. Los primeros cristianos también decían la misa sin tabernáculo. Si lo anunciamos el que lo encuentre podría pedirnos una gratificación. Si fuera dinero tal vez no lo encontraría nadie, aunque todavía hay gente de esa. En Budweis, en el regimiento, había un soldado, un pedazo de animal muy bonachón que una vez encontró 600 coronas en la calle y las entregó a la policía y en los periódicos dijeron que era él quien las había encontrado y tuvo muchos jaleos. Nadie quería hablarle y todos le decían: «¡Imbécil, pero que tontería has hecho! Te pesará toda la vida si es que aún tienes un poco de honor». Tenía una chica y ella no quiso hablarle más. Cuando se fue de permiso a su casa sus compañeros de la banda lo echaron de la taberna. Enfermó, le cogieron manías y al final se dejó atropellar por el tren. En otra ocasión, un sastre de nuestra calle encontró un anillo de oro. La gente le previno para que no lo devolviera a la policía pero él no se dejó convencer. Lo recibieron con excepcional amabilidad y le dijeron que ya habían denunciado la pérdida de un anillo de oro con un brillante, pero entonces miraron la piedra y exclamaron: «¡Pero hombre, si eso es vidrio! ¿Cuánto le han dado por el brillante? ¡Ya conocemos a esos tipos que encuentran cosas y que son tan honrados!». Al final se aclaró que otra persona había perdido también un anillo de oro con un brillante falso, un recuerdo de familia. Pero el sastre estuvo tres días en la cárcel porque en su excitación insultó a los policías. Le dieron el 10 por ciento de la gratificación legal: una corona y 20 céntimos, porque aquella mamarrachada valía 12 coronas, y esta gratificación legal se la echó al dueño y él le denunció por injuria y el sastre tuvo que pagar otras 10 coronas de multa. Entonces dijo que todo el mundo que encuentra objetos perdidos y los entrega gana el 25, que le pegaran hasta que se quedara morado, que le pegaran en público para que la gente lo viera y supiera a que atenerse. Me parece que nadie nos devolverá el tabernáculo aunque detrás esté el sello del regimiento, porque nadie quiere saber nada de las cosas del ejército. El que lo encuentre preferirá echarlo al agua para no tener complicaciones. Ayer en la taberna «Zum goldenen Kranz» hablé con un hombre que no es de aquí. Tiene 65 años y fue a la jefatura del distrito de Neu–Paka a preguntar por qué le habían requisado su camión. Al regresar, cuando le echaron de la jefatura del distrito, fue a la plaza del mercado a ver el tren de impedimenta que acababa de llegar. Un joven le pidió que se quedara un momento con los caballos, que llevaban conservas para el ejército, y no volvió. Al ponerse el tren de nuevo en movimiento tuvo que irse y llegó con los caballos a Hungría. Allí pidió también a uno que esperara junto al coche y sólo así se salvó pues de lo contrario lo hubieran llevado a Serbia. Llegó muy transtornado y ya no quiere saber nada de las cosas del ejército.
Al atardecer recibieron la visita del piadoso capellán que por la mañana había querido celebrar la misa para los gastadores. Era un fanático que pretendía acercar a todo el mundo a Dios. Como catequista había desarrollado el sentimiento religioso de los niños por medio de bofetadas y de vez en cuando habían aparecido en distintos periódicos noticias sobre él con el título: «El catequista como bruto», «El catequista abofeteador» estaba convencido de que los niños aprendían mejor el catecismo con ayuda del sistema del palo.
Cojeaba ligeramente de un pie a consecuencia de la visita del padre de un alumno al que había abofeteado porque expresaba ciertas dudas respecto a la Trinidad. Le había dado tres bofetadas: una por el Padre, otra por el Hijo, y otra por el Espíritu Santo.
Ahora pretendía llevar al buen camino a su colega Katz y apelar a su conciencia, cosa que inició con la siguiente observación:
—Me asombra que en su casa no haya ningún crucifijo. ¿Dónde lee el breviario? Ni un solo cuadro de santos adorna las paredes de su habitación. ¿Qué tiene allí, sobre la cama?
Katz rió:
—«Susana en el baño», y la mujer desnuda que hay debajo es una antigua conocida mía. A la derecha hay una escena japonesa que representa el acto sexual entre una geisha y un viejo samurai. ¡Qué original! ¿Verdad? El breviario lo tengo en la cocina. Schwejk, tráigalo y ábralo por la tercera página.
Schwejk se fue y en la cocina pudo oírse tres veces el ruido que se hace al descorchar una botella de vino.
—Es un vino de mesa ligero, colega —dijo Katz—, de muy buena calidad; Riesling. Recuerda al Mosela.
—Yo no beberé —dijo obstinado el cura piadoso—. He venido para apelar a su conciencia.
—Entonces se le secará la garganta, querido colega —dijo Katz—. Beba y lo escucharé. Soy un hombre muy sociable y puedo escuchar otras opiniones.
El cura piadoso bebió un poco y los ojos se le salieron de las órbitas.
—Un vino condenadamente bueno, ¿no es verdad, querido colega?
El fanático dijo cruelmente:
—Veo que blasfema.
—Es una costumbre —contestó Katz—. A veces me sorprendo incluso renegando. Sirva al señor cura, Schwejk. Puedo asegurarle que también digo: ¡Santo cielo! ¡Por Cristo! ¡Maldición! Supongo que cuando haga tanto tiempo que está en el ejército como yo se acostumbrará a ello. No es nada malo y a nosotros, los curas nos toca muy de cerca: ¡Cielos! ¡Por la cruz de Cristo! ¡Por todos los santos! ¿No suena bien y muy profesional? ¡Beba, querido colega!
El antiguo catequista bebió mecánicamente un sorbo. Se le notaba que quería decir algo pero no podía. Se concentró:
—Querido colega —prosiguió Katz—, levante la cabeza, no esté tan triste, como si tuvieran que colgarle dentro de cinco minutos. He oído decir que un viernes se equivocó y comió una chuleta de cerdo en el restaurante porque se creía que era jueves y que luego se fue al retrete y se metió las manos en el cuello para que saliera porque creía que Dios iba a exterminarlo. Yo no tengo miedo de comer carne en tiempo de abstinencia; ni siquiera tengo miedo del infierno. Perdón, beba. Así. ¿Se encuentra mejor? O… ¿tiene una opinión progresista sobre el infierno y va con el espíritu del tiempo y con los reformadores? Es un lugar con calderas corrientes y presión atmosférica. A los pecadores los cuecen con margarina, las parrillas son eléctricas. Desde hace millones de años las apisonadoras aplastan a los pecadores. Del crujir de dientes se encargan los dentistas y lo consiguen con unos instrumentos especiales; los llantos son captados por gramófonos y los discos se envían al cielo para diversión de los justos. En el cielo funcionan unos pulverizadores con agua de colonia y allí la Filarmónica toca tanto Brahms que uno prefiere el infierno y el purgatorio. Los ángeles llevan hélices de aeroplanos para no tener que trabajar tanto con sus alas. ¡Beba, querido colega! ¡Schwejk, échele coñac! Me parece que no se encuentra bien.
Cuando el cura piadoso volvió en sí susurró:
—La religión es una concepción racional. El que no cree en la existencia de la Santísima Trinidad…
—Schwejk —interrumpió Katz— échele otro coñac al señor cura para que vuelva en sí. Explíquele algo, Schwejk.
—En Wlaschim, pater —dijo Schwejk— había un decano que tenía una sirvienta porque su antigua ama de llaves se escapó con el chico y el dinero. Y ese decano en su vejez empezó a estudiar a san Agustín, que como dicen es uno de los santos padres, y leyó en sus obras que el que cree en las antípodas está condenado. Entonces llamó a su sirvienta y le dijo: «Oiga, usted me dijo una vez que su hijo es mecánico y que se ha ido a Australia. Entonces está entre los antípodas y está condenado». «Pero señor», contestó la mujer, «Si mi hijo me envía cartas y dinero de Australia». «Es un artificio del diablo», dijo el decano, «según san Agustín, Australia no existe: a usted la seduce el anticristo». El domingo renegó y gritó en público que Australia no existía. Entonces se la llevaron de la iglesia directamente al manicomio. Allí tendría que haber más de una. Las ursulinas tenían en el convento una botellita con leche de la Virgen María con la que había calmado al niño jesús. Al orfanato de Beneschau llevaron una vez agua de Lourdes y después los huérfanos tuvieron una diarrea nunca vista.
El cura piadoso ya no veía lo que tenía delante y sólo se recuperó después de tomar otro coñac, que se le subió a la cabeza. Pestañeando preguntó a Katz:
—¿No cree usted en la concepción inmaculada de la Virgen María? ¿No cree que el pulgar de san Juan Bautista que conservan los padres escolapios es auténtico? En fin, ¿cree usted en Dios? Y de lo contrario, ¿por qué es capellán?
—Querido colega —contestó Katz dándole con toda familiaridad unas palmadas en la espalda—: mientras el Estado no se dé cuenta de que los soldados no necesitan la bendición de Dios antes de irse a luchar y a morir, ser capellán castrense es un oficio bien pagado con el que el hombre no se mata trabajando. Yo lo encuentro mejor que correr por el campo de ejercicios haciendo maniobras. Antes recibía órdenes de mis superiores y ahora hago lo que quiero. Represento a alguien que no existe e incluso hago el papel de Dios. Cuando no quiero perdonar a alguien sus pecados no se los perdono aunque me lo pida de rodillas. Por otra parte de estos no se encontrarían muchos.
—Yo amo a Dios —hizo saber el cura piadoso empezando a eructar—, lo quiero mucho. Déme un poco de vino.
—Yo a Dios lo aprecio —prosiguió—, lo aprecio mucho y lo adoro. No aprecio a nadie tanto como a él.
Dio un puñetazo en la mesa y los vasos tintinearon.
—Dios es algo elevado, algo sobrenatural. Es noble en sus asuntos. Es una aparición radiante; de esto no va a disuadirme nadie. También estimo mucho a san José; estimo a todos los santos excepto a san Serapio. ¡Tiene un nombre tan feo!
—Debiera intentar cambiarlo —observó Schwejk.
—Quiero a santa Ludmila y a san Bernardo —prosiguió el antiguo catequista—. Él salvó a muchos peregrinos en el San Gotardo. Lleva una botella de coñac en el cuello y busca a los que han desaparecido bajo la nieve.
La conversación tomó otro rumbo. El cura piadoso empezó a desbarrar:
—Estimo a los santos inocentes: su fiesta es el 28 de diciembre. A Herodes lo odio. Cuando la gallina duerme no se pueden tener huevos frescos.
Soltó una carcajada y empezó a cantar:
—Dios santo, santo y fuerte…
Pero volvió a interrumpirse en seguida, se dirigió a Katz y levantándose le preguntó bruscamente:
—¿No sabe que el 15 de agosto es la Asunción de María? La conversación estaba en su apogeo. Aparecieron otras botellas y de vez en cuando Katz dejaba oír:
—Dí que no crees en Dios, sino no te echo más.
Parecía que hubiera vuelto la época de las persecuciones de los antiguos cristianos. El ex catequista cantó una canción de los mártires de la arena romana y bramó:
—Creo en Dios, no reniego de Él. Quédate con tu vino. Yo mismo puedo ir a buscarme vino.
Por fin lo llevaron a la cama. Antes de dormirse levantó la mano como si fuera a prestar juramento y aclaró:
—Creo en Dios Padre, en Dios Hijo y en el Espíritu Santo. Traedme él breviario.
Schwejk puso en sus manos un libro que había en la mesita de noche y así fue cómo el piadoso capellán castrense se durmió con el «Decamerón» de Bocaccio.