2. El valeroso soldado Schwejk en la jefatura de Policía

El atentado de Sarajevo llenó la jefatura de numerosas víctimas. Entraban una tras otra. El viejo inspector, en la oficina de ingreso, dijo con su bonachona voz:

—Ese Fernando no os habrá valido la pena.

Schwejk fue encerrado en una de las muchas celdas del primer piso; allí se encontró con una comunidad de seis hombres. Cinco de ellos estaban sentados alrededor de la mesa, y en el rincón, como si quisiera separarse de ellos, sentado sobre el caballete, [3] había un hombre de mediana edad.

Schwejk les preguntó a todos por qué los habían detenido. Los cinco que estaban en la mesa le dieron casi la misma respuesta:

—Por lo de Sarajevo.

—Por Fernando.

—Por Fernando.

—Por el asesinato del archiduque.

—Porque han matado al archiduque.

El sexto, el que se apartaba de los demás, dijo que no quería tener tratos con ellos para que no sospecharan de él, porque él sólo estaba allí por haber intentado robar y asesinar a un campesino de Holitz.

Schwejk se sentó a la mesa con los conspiradores. Éstos estaban explicándose ya por décima vez cómo se habían metido en este asunto. A todos excepto a uno les habían sorprendido en la fonda, en la taberna o en el café. La excepción la formaba un hombre desmesuradamente gordo con gafas y ojos hinchados por las lágrimas al que habían detenido en su casa porque dos días antes del atentado de Sarajevo había pagado la cuenta de la fonda a dos estudiantes serbios, a dos ingenieros, y porque el detective Brix le había visto borracho en el «Montmartre», en la Kettengasse, donde, tal como había ratificado en el acto con su firma, había pagado igualmente por ellos. A todas las preguntas que le hicieron en la jefatura de Policía gimió invariablemente:

—Tengo una papelería.

Por lo cual recibió invariablemente la respuesta:

—Esto no es ninguna prueba de su inocencia.

El bajito caballero al que habían pescado en la taberna era profesor de historia. Había estado explicando al dueño la historia de diversos atentados. Lo detuvieron en el momento en que terminó el análisis psicológico de todos los atentados con la frase:

—El concepto de atentado es tan sencillo como el huevo de Colón.

—Tan sencillo como que a usted le está esperando Pankrác —dijo el comisario de policía en el interrogatorio para completar su máxima. El tercer conspirador era presidente de la asociación benéfica Dobromil, de Hodkowitschka. El día en que tuvo lugar el atentado Dobromil organizó una fiesta con concierto. El guardia de la gendarmería fue a pedir a los participantes que pusieran fin a la fiesta porque Austria estaba de luto, a lo que el presidente de Dobromil le respondió benevolente:

—Espere un poquito, hasta que hayan terminado de tocar «Hej Slowane». [4]

Ahora estaba sentado allí con la cabeza gacha y se lamentaba:

—En agosto tenemos elecciones presidenciales; si entonces no estoy en casa puede que no me elijan. ¡Y he sido presidente diez veces! No sobreviviría a semejante deshonra.

Al cuarto detenido, hombre de carácter leal y aspecto intachable, el difunto Fernando le había jugado esta pasada de una extraña manera. Durante dos días enteros había evitado toda conversación sobre él hasta que al matar al rey de bastos con el siete de oros dijo:

—Siete balas, como en Sarajevo.

El quinto hombre, que como él mismo dijo estaba preso «por el asesinato del archiduque en Sarajevo» tenía el pelo y la barba rizados de espanto, de modo que su cabeza hacía pensar en un perro grifón en la perrera.

Este hombre no había dicho ni una sola palabra en el restaurante donde le habían detenido; ni siquiera había leído los reportajes de los periódicos sobre el asesinato de Fernando. Estaba sentado en una mesa, completamente solo, cuando un hombre se acercó a él, se sentó en frente suyo y le dijo:

—¿Ha leído algo sobre ello?

—No.

—Y ¿sabe de qué se trata?

—No; no me preocupa.

—No obstante debiera interesarle.

—No sé qué es lo que debiera interesarme. Yo fumo mi puro, bebo mi par de vasos de cerveza, como mi cena y no leo ningún periódico. Los periódicos mienten. ¿Para qué voy a excitarme?

—¿De modo que no le interesa ni siquiera el asesinato de Sarajevo?

—No me interesa ningún asesinato, tanto si ocurre en Praga, en Viena, en Sarajevo o en Londres. Para eso están las autoridades, los tribunales y la policía. Cuando matan a una persona, sea donde sea, se lo merece por ser tan imbécil de dejarse matar.

Éstas fueron sus últimas palabras en la conversación. Desde aquel momento sólo repitió en voz alta a intervalos de cinco minutos:

—Soy inocente.

Estas palabras las gritó también en la puerta de la jefatura de Policía. Estas palabras las repetirá en Praga, durante el juicio, y con ellas entrará también en la celda de la cárcel.

Después de oír todas estas espantosas historias de los conspiradores Schwejk consideró oportuno hablar a los detenidos de su totalmente desesperada situación.

—Sí, todos lo tenemos muy mal —comenzó sus palabras de consuelo—. No es verdad que no puede pasaros nada, como decís. ¿Para qué tenemos una policía si no es para que nos castigue por habérsenos soltado la lengua? Cuando se vive en una época tan peligrosa en que se dispara contra un archiduque a nadie puede extrañarle que le lleven a la jefatura de Policía. Esto se hace por la escenificación, para que Fernando tenga mucho bombo antes del entierro. Cuantos más estemos aquí, tanto mejor para nosotros puesto que tanto más nos divertiremos. Cuando estaba en el ejército a veces arrestaban a media compañía. ¡Y a cuántos inocentes condenaron! ¡Y no sólo el ejército, sino también los tribunales! Una vez, todavía me acuerdo, condenaron a una mujer porque había estrangulado a sus mellizos recién nacidos. A pesar de que juró solemnemente que no había podido estrangular a los mellizos porque sólo había dado a luz una niña y había conseguido estrangularla sin que sufriera, fue condenada por doble asesinato. O ese gitano inocente de Zabehlitz que entró en una panadería el día de Nochebuena para robar. Él juró que sólo había entrado para calentarse, pero no le sirvió de nada. Cuando los tribunales se hacen cargo de algo, malo. Pero tiene que ser así. Tal vez no todas las personas son tan pícaras como se les supone, pero ¿cómo distingues tú hoy en día a un hombre honrado de un bribón, especialmente hoy, en un momento tan serio cuando han eliminado a ese Fernando? Cuando estaba en el ejército, en Budweis, mataron a tiros al perro de nuestro capitán en el campo de ejercicios. Cuando se enteró nos mandó llamar a todos, nos hizo formar y nos dijo que todos los que hacían diez tenían que dar un paso al frente. Como es natural yo fui también uno de los que hacían diez. El capitán se pasea junto a nosotros y nos dice: «¡Pícaros, miserables, canallas, sinvergüenzas! ¡Os despellejaría uno a uno, os descuartizaría, os fusilaría!» De modo que ya veis, entonces se trataba de un perro y ahora se trata de un archiduque. Y por eso hay que sembrar el pánico, para que el duelo sirva de algo.

—Soy inocente, soy inocente —repitió el hombre del pelo erizado.

—Jesucristo también era inocente —dijo Schwejk— y lo crucificaron. A nadie le ha importado jamás un inocente, en ninguna parte. ¡Cerrar el pico y seguir sirviendo!, como nos dijeron en el ejército. Es lo mejor.

Schwejk se echó en el caballete y se durmió pacíficamente.

Mientras tanto llevaron a dos más. Uno era de Bosnia. Se paseaba arriba y abajo, rechinaba con los dientes y a cada dos palabras decía:

—Jebenti duschu.

Le atormentaba la idea de que en la jefatura de Policía se le podría perder su cesta de Gottschee.[5]

El otro nuevo huésped era el tabernero Palivec, que al ver a su amigo Schwejk lo despertó y con voz trágica exclamó:

—¡Ya estoy aquí yo también!

Schwejk le estrechó cordialmente la mano y dijo:

—¡Cuánto me alegro! Ya sabía yo que aquel señor mantendría su palabra cuando le dijo que irían a buscarle. La puntualidad es una gran cosa.

No obstante el señor Palivec observó que tanta puntualidad era una porquería y en voz baja preguntó a Schwejk si los otros detenidos eran ladrones, porque de ser así pódrían perjudicarle a él, como comerciante.

Schwejk le explicó que todos excepto uno que estaba allí por intento de robo y homicidio a un campesino de Holitz, se encontraban reunidos por el asesinato del archiduque.

El señor Palivec se ofendió y dijo que él no estaba allí por cualquier archiduque idiota, sino por Su Majestad el Emperador. Y como esto interesara a los demás les explicó cómo las moscas le habían manchado a Su Majestad el Emperador.

—Me lo dejaron hecho un asco, las muy puercas —dijo para concluir el relato de su aventura—. Y para colmo me han traído a la policía, ¡jamás se lo perdonaré a estas moscas! —añadió amenazador.

Schwejk volvió a echarse pero no durmió mucho rato pues fueron a buscarle para someterlo a interrogatorio.

Así pues, mientras subía las escaleras hacia el tercer departamento para ser interrogado, Schwejk llevaba su cruz a la cima del Gólgota sin sospechar nada de su martirio.

Cuando vio el cartel que decía que estaba prohibido escupir en los pasillos le pidió al policía que le permitiese escupir en el escupidero. Radiante en su simplicidad entró en la oficina diciendo:

—Muy buenas tardes a todos, caballeros.

En vez de contestarle, alguien le dio un empujón por las costillas y lo dejó delante de la mesa, detrás de la cual estaba sentado un hombre con fría cara de funcionario, de una crueldad tan animal como si acabara de salir del libro de Lombroso Tipos criminales.

Este miró a Schwejk con saña y dijo:

—¡No se comporte de una manera tan estúpida!

—No puedo evitarlo —contestó Schwejk muy serio—. En el ejército me eximieron por estupidez. La comisión de exención me declaró oficialmente idiota. Soy un idiota oficial.

El señor de aspecto criminal rechinó con los dientes.

—Lo que se le inculpa y aquello de lo que se reconoce culpable demuestra que está usted en sus cabales.

Y enumeró a Schwejk toda una serie de delitos, empezando por alta traición y terminando por crímenes de lesa majestad y ofensas a miembros de la Casa Imperial. Entre ellos sobresalía la aprobación del asesinato del archiduque Fernando, y de él salió una rama con nuevos delitos, como el de agitación, puesto que todo había ocurrido en un local público.

—¿Qué tiene que alegar? —preguntó el señor con rasgos de crueldad animal, consciente de su victoria.

—Hay muchas cosas —replicó Schwejk inocentemente—, demasiadas cosas insanas.

—Bueno, menos mal que por lo menos se da cuenta.

—Me doy cuenta de todo. Tiene que haber severidad; sin severidad no se llegaría a ninguna parte. Es como cuando hacía el servicio militar…

—¡Cierre el pico! —gritó el policía—. ¡Y no hable hasta que yo le pregunte! ¿Lo entiende?

—¡Y cómo no iba a entenderlo! —dijo Schwejk—. A sus órdenes. Entiendo y entenderé todo lo que usted diga.

—¿Con quién se trata?

—Con mi criada, su señoría.

—Y ¿no tiene amigos en los círculos políticos de aquí?

—Claro, su señoría; suelo comprarme el diario de la tarde Národni Politika, el Tschubitschka. [6]

—¡Fuera! —bramó el hombre de aspecto animal dirigiéndose a Schwejk.

Y mientras lo conducían afuera Schwejk dijo:

—Buenas noches, su señoría.

De nuevo en su celda Schwejk anunció a todos los detenidos que estos interrogatorios eran una broma.

—Os dan unos pocos gritos y al final os echan fuera. Antes era peor —prosiguió—. Una vez leí un libro en el que el acusado tenía que andar sobre hierro candente y beber plomo fundido para que se viera si era inocente o no, o bien le metían los pies en unas botas de tormento y lo colgaban de una escalera de cuerda si no quería confesar, o le quemaban las caderas con una antorcha, como a san Juan Nepomuceno. Él dio unos gritos de aúpa, como si lo hubieran atravesado con una lanza y no paró hasta que lo echaron por el puente de Elisabeth en un saco impermeable. Ha habido muchos casos como éste y luego descuartizaban al sujeto en cuestión o lo ponían en una estaca junto al museo. Y cuando lo echaban a la torre del hambre quedaba que parecía otro. Hoy en día —prosiguió Schwejk satisfecho— estar detenido es una broma: sin descuartizamientos, sin botas de tormento… Tenemos caballetes, tenemos una mesa, tenemos bancos, no nos molestamos unos a otros, nos dan sopa, nos dan pan, nos traen una jarra de agua, tenemos el retrete justo en nuestras narices. Se ve el progreso en todo. La sala de interrogatorios está un poco lejos, eso es cierto, tres pasillos y un piso más arriba, pero por otro lado los pasillos están limpios y animados. A uno lo llevan aquí, al otro allá, jóvenes, viejos, hombres y mujeres. Uno al menos no está solo. Cada cual sigue su camino contento y no tiene por qué temer que en la oficina le digan: «Bien, hemos llegado a un acuerdo; mañana lo descuartizaremos o lo quemaremos, como prefiera». Seguro que decidir era muy difícil y me parece que en un momento así nosotros estaríamos completamente apabullados. Sí, actualmente la situación ha mejorado.

Estaba acabando la defensa del encarcelamiento moderno cuando el guardián abrió la puerta y gritó:

—Schwejk, vístase. Va a ser interrogado.

—Ya me visto —contestó Schwejk—. No tengo nada que objetar pero me temo que hay algún error: a mí ya me han echado una vez del interrogatorio. Y también me temo que los demás señores que están aquí se enfaden conmigo porque yo voy dos veces seguidas y ellos hoy no han estado allí ni una sola vez. Podrían tener celos.

—¡Salga y no diga tonterías! —fue la respuesta a la caballerosa declaración de Schwejk.

Schwejk se encontró de nuevo ante el hombre con aspecto de delincuente, el cual, sin más introducción, le preguntó dura y apremiantemente:

—¿Lo confiesa todo?

Schwejk fijó sus bondadosos ojos azules en el implacable personaje y dijo suavemente:

—Si su señoría desea que confiese, confieso; no puede perjudicarme. Pero si dice: «No confiese nada, Schwejk», entonces me retractaré hasta que me despedacen.

El severo señor escribió algo en el expediente y pasando la pluma a Schwejk le pidió que firmara.

Y Schwejk firmó las declaraciones de Bretschneider así como la siguiente nota:

«Todas las acusaciones contra mí arriba mencionadas son verdaderas.

Josef Schwejk»

Después de firmar se dirigió al severo señor:

—¿Debo firmar algo más o tengo que volver mañana?

—Mañana lo llevarán al tribunal —fue la respuesta.

—¿A qué hora, su señoría? Es para no dormirme.

—¡Fuera! —le gritaron a Schwejk por segunda vez aquel día desde detrás de la mesa ante la cual se encontraba.

Al regresar a su nuevo hogar enrejado Schwejk dijo al policía que le acompañaba:

—Aquí todo va sobre ruedas.

En cuanto la puerta se cerró detrás suyo sus colegas de prisión lo abrumaron con diversas preguntas a las que Schwejk contestó:

—Acabo de confesar que he matado al archiduque Fernando.

Seis hombres se acurrucaron consternados bajo las mantas llenas de piojos y sólo el bosnio dijo:

—Dobro doschli.

Mientras se echaba en la cama Schwejk comentó:

—¡Qué fastidio no tener ningún despertador!

Pero a la mañana siguiente, aunque no había despertador, se despertó. A las seis en punto lo condujeron al tribunal territorial en el «Verde Anton».

—A quien madruga Dios ayuda —dijo Schwejk a sus compañeros de viaje cuando el «Verde Anton» salía por el portal de la jefatura de Policía.