4. Nuevos sufrimientos

El coronel Schröder contemplaba satisfecho el pálido rostro del teniente Lukasch, que tenía enormes ojeras. En su perplejidad el teniente no miraba al coronel sino que disimuladamente, como si estuviera estudiando algo, dirigía la vista al plano de dislocación de la tropa en el campamento, que constituía el único adorno del despacho.

Delante del coronel Schróder, sobre la mesa, había algunos periódicos y artículos marcados con lápiz azul, sobre los que volvió a echar una rápida ojeada, después de lo cual miró al teniente Lukasch y dijo:

—¿De modo que ya sabe que su asistente, Schwejk, se encuentra en la cárcel y que es muy probable que lo envíen al tribunal de la división?

—Sí, mi coronel.

—Este asunto no se acaba aquí —dijo enérgicamente el coronel deleitándose en el pálido rostro del teniente Lukasch—. Es indiscutible que a la gente de aquí este incidente los ha intranquilizado y que el asunto se relacionará con su nombre, teniente. El comando de la división ya nos ha enviado el material. Aquí tenemos algunos periódicos que se ocupan de este caso. Puede leérmelos.

Pasó al teniente Lukasch algunos periódicos con artículos marcados y éste empezó a leerlos con voz monótona, como si estuviera leyendo la siguiente frase en un libro de lectura: «La miel es mucho más alimenticia y fácil de digerir que el azúcar».

—«¿DÓNDE ESTÁ LA GARANTÍA DE NUESTRO FUTURO?»

—¿Es el Pester Lloyd? —preguntó el coronel.

—Sí, mi coronel —contestó Lukasch y siguió leyendo—: «La guerra exige la colaboración de todas las capas de la población de la monarquía austrohúngara. Si queremos que nuestro Estado esté seguro todas las naciones tenemos que ayudarnos mutuamente. La garantía de nuestro futuro está precisamente en el espontáneo respeto que una nación siente por las demás. Los enormes sacrificios de nuestros valientes guerreros en las líneas de batalla hacia las cuales avanzan sin parar no serían posibles si en las zonas de retaguardia, aquella arteria política y nutridora de nuestro victorioso ejército, no tuviera perfecta armonía, si a espaldas de nuestro ejército aparecieran elementos que destruyesen la unidad del Estado y que con su agitación y maldad enterrasen la autoridad de la unidad estatal y perturbaran la unión de los pueblos de nuestro Imperio. En este histórico momento no podemos mirar tranquilamente a un grupo de personas que por motivos regionalistas intentan perturbar la acción unitaria y la lucha de todas las naciones de este Imperio por el justo castigo de aquellos miserables que lo han atacado sin motivo alguno y que quieren desposeerlo de todos sus bienes culturales y de civilización. No podemos pasar por alto estas repugnantes manifestaciones del estallido de un alma enferma que sólo persigue el fin de la concordia en el corazón de las naciones. En nuestras columnas ya hemos tenido oportunidad de indicar que los tribunales militares se ven forzados a proceder con toda severidad contra aquellos individuos de regimientos checos que, sin tener en cuenta la victoriosa tradición del regimiento, con sus desatinos siembran el rencor en nuestras ciudades húngaras contra toda la nación checa, que no tiene ninguna culpa y que siempre ha defendido con energía los intereses de este Imperio, de lo cual da testimonio toda una serie de extraordinarios generales checos, entre los que recordamos a la famosa figura del mariscal de campo Radetzky y otros defensores de la monarquía austrohúngara. Frente a estos esclarecidos personajes existen algunos indignos de la corrompida chusma checa que aprovechan la guerra para alistarse en el ejército como voluntarios y perturbar la armonía de las naciones que componen la monarquía, sin olvidar para ello sus más bajos impulsos. Ya llamamos una vez la atención sobre los salvajes afanes del regimiento n… en Debreczin, cuyos excesos fueron examinados y condenados por el parlamento de Pest y cuya bandera más tarde en el frente —(censurado)— ¿quién impulsa a los soldados checos? —(censurado)—. Lo que mejor demuestra las libertades que los extranjeros se toman en nuestra patria húngara es el caso de Királyhida, la fortaleza húngara junto al Leitha. ¿De qué nacionalidad son los soldados del campamento cercano a Bruck an der Leitha que atacaron y maltrataron al comerciante de Királyhida Gyula Kakonyi? Decididamente las autoridades tienen la obligación de investigar este delito y preguntar al comando militar, que con toda certeza se ocupa ya de este asunto, qué papel desempeña en esta inaudita persecución contra los miembros del reino húngaro el teniente Lukasch, cuyo nombre se menciona mucho en la ciudad en relación con los acontecimientos de los últimos días, como nos comunica nuestro corresponsal en aquel lugar, el cual tiene ya recogido gran cantidad de material sobre todo el asunto que en la seria época en que vivimos realmente clama al cielo. Con toda seguridad los lectores del Pester Lloyd seguirán con interés el curso de la investigación. Les aseguramos que les daremos más noticias sobre este suceso de tan gran importancia. Pero al mismo tiempo esperamos el informe oficial sobre el delito cometido en Királyhida contra la población húngara. Por supuesto el parlamento de Pest se ocupará del asunto para que por fin se exponga con claridad que los soldados checos que se dirigen al frente pasando por el reino de Hungría, el país de la corona de san Esteban, no lo miren como si lo hubieran arrendado. Si entonces ciertos miembros de esta nación que han representado tan bien en Királyhida la afinidad racial de todas las naciones de esta Monarquía todavía no comprenden la situación al menos deberían comportarse con toda calma, pues esta gente en la guerra aprenderá a obedecer y a subordinarse a los altos intereses de nuestra patria común por medio de las balas, la soga, la policía y las bayonetas».

—¿Quién firma el artículo, teniente?

—Béla Barabasz, redactor y diputado, mi coronel.

—Es un bestia; todo el mundo lo sabe. Pero antes de salir en el Pester Lloyd este artículo lo publicó el Pester Hirlap. Ahora léame la traducción oficial del artículo húngaro que sale en el diario de Sopron Sopronyi Naplo.

El teniente Lukasch leyó en voz alta el artículo, cuyo autor se empeñaba en mezclar las siguientes expresiones:

«La ley de la razón de Estado», «el orden estatal», «dignidad y sentimiento humanos», «banquete caníbal», «sociedad humana exterminada», «banda de mamelucos» y «los reconoceréis entre bastidores».

Y todo lo que decía era de este estilo, como si los húngaros fueran el elemento más perseguido en su propio país. Llegaron los soldados checos, echaron al director al suelo, estuvieron pataleando sobre su barriga con las botas mientras él gritaba de dolor y alguien lo tomaba en taquigrafía.

«Sobre algunas de las cosas más importantes», lamentaba el Sopronyi Naplo, diario de Sopron, «se guarda un peligroso silencio y no se escribe nada. Cada uno de nosotros sabe qué tipo de cosas hacen los checos, qué es lo que tiene la culpa, qué pasa con los checos y quién está metido en todo esto. Sin duda alguna la vigilancia de las autoridades va dirigida a otros asuntos importantes que no obstante tienen que estar estrechamente relacionados con la situación para que no ocurran cosas como las que han sucedido estos últimos días en Királyhida. Nuestro artículo de ayer fue recogido en 15 lugares. Por ello no nos queda más remedio que decir que, por motivos checos, tampoco hoy tenemos por qué ocuparnos exhaustivamente del suceso de Királyhida. Nuestro corresponsal ha confirmado que las autoridades muestran verdadero celo en todo el asunto y llevan a cabo la investigación a toda velocidad. Sólo nos extraña el hecho de que ciertos participantes en toda esta matanza se encuentren todavía en libertad. Esto se refiere principalmente a un caballero que según los rumores se encuentra aún en el campamento sin castigo y que lleva el distintivo de su “regimiento de papagayos” y cuyo nombre apareció anteayer tanto en el Pester Lloyd como en el Pester Hirlap. Se trata del famoso chauvinista checo Lukasch, sobre cuyas maquinaciones nuestro diputado Géza Savanyu, que representa el distrito de Királyhida, presentará una interpelación».

—En el semanario de Királyhida y en los diarios de Pressburg han aparecido otros artículos sobre usted igualmente afectuosos —dijo el coronel Schröder—, pero no van a interesarle porque todos siguen el mismo patrón. Puede haber un fundamento político porque los austríacos, tanto los alemanes como los checos, tenemos contra los húngaros… Ya me entiende, teniente. Hay cierta intención. Más bien le interesará el artículo del Komorner Abendblatt en el que se afirma que usted intentó forzar a la señora Kakonyi en el mismo comedor mientras estaban almorzando y en presencia de su marido, al cual amenazó con el sable y obligó a tapar la boca de su mujer con la toalla para que no gritara. Esta es la última noticia sobre usted.

El coronel soltó una carcajada y prosiguió:

—Las autoridades no han cumplido su deber. La censura previa de los periódicos de aquí se encuentra igualmente en manos de los húngaros. Hacen con nosotros lo que quieren. Nuestro oficial no está protegido contra las ofensas de uno de esos puercos redactores húngaros civiles, y sólo gracias a nuestra severa intervención, es decir a un telegrama de nuestro tribunal de la división, la fiscalía ha dado pasos para que se lleven a cabo diversas detenciones en todas las redacciones citadas. Quien más cargará será el director del Komorner Abendblatt. No va a olvidar su periódico en toda su vida. El tribunal de la división me ha encargado que le interrogue como superior suyo que soy. Al mismo tiempo me enviará todos los documentos referentes a su caso. Si no fuera por ese infeliz de Schwejk todo hubiera salido bien. Con él detuvieron a un zapador, a un tal Woditschka, al cual cuando los llevaron al cuartel general después de la pelea le encontraron la carta que usted envió a la señora Kakonyi. Según dicen durante el interrogatorio Schwejk afirmó que la carta no era de usted sino de él y cuando se la enseñaron y le pidieron que la copiara para comparar la letra se la comió. Entonces llevaron al tribunal sus informes de la oficina del regimiento para compararlos con la letra de Schwejk y aquí tiene el resultado.

El coronel hojeó los documentos e hizo que el teniente Lukasch fijara su atención en el párrafo siguiente:

«El acusado Schwejk se negó a escribir las frases que se le dictaron afirmando que de la noche al día había olvidado cómo se escribe».

—No doy ninguna importancia a lo que Schwejk o el zapador digan en el tribunal, teniente. Schwejk y el zapador afirman que sólo se trata de una pequeña broma que fue mal entendida y que ellos mismos se vieron atacados por unos civiles y se defendieron para salvar su honor de soldados. En la investigación se comprobó que Schwejk es realmente una buena pieza. Por ejemplo cuando le preguntaron por qué no confesaba, según el acta, contestó: «Me encuentro en una situación exactamente igual que la del criado del pintor académico Panuschka por causa de un cuadro de la Virgen María. En su caso se trataba de los cuadros que decían que había estafado y él no podía contestar más que: ¿he de vomitar sangre?» Naturalmente en nombre del comando del regimiento me he preocupado de que se publique en todos los periódicos una rectificación de todos estos infames artículos de los periódicos locales. La enviaremos hoy. Espero haber hecho todo lo posible para arreglar lo ocurrido debido a la indigna conducta de estas bestias civiles. Creo que lo he estilizado bien:

«El tribunal de la división número N. y el comando del regimiento número N. aclaran que los artículos publicados en los periódicos locales sobre supuestos excesos de los soldados del regimiento N. no se basan en la verdad y son inventados desde la primera línea hasta la última y que la investigación que se ha empezado a llevar a cabo contra aquellos periódicos tendrá como consecuencia el más severo castigo de los culpables». El tribunal de la división —prosiguió el coronel— en su escrito al comando de nuestro regimiento opina que en realidad no se trata más que de una persecución organizada contra aquellos miembros del ejército que pasan de Cisleithania a Transleithania. Compare cuántos soldados nuestros han ido al frente y cuántos de los suyos. Le digo que prefiero el soldado checo a esta gentuza húngara. ¡Cuando recuerdo que en Belgrado los húngaros dispararon contra nuestro segundo batallón, que no sabía que eran los húngaros quienes disparaban y empezó a hacer fuego contra el ala izquierda de los Deutschmeister, con lo cual éstos se equivocaron y empezaron a disparar contra el regimiento bosnio que tenían al lado! ¡Vaya situación la de entonces! Yo precisamente estaba comiendo con el Estado Mayor de la brigada.

La víspera habíamos tenido que contentarnos con jamón y sopa de conserva y aquel día teníamos una sopa de pollo como Dios manda, filete con arroz y bollos rellenos con Chadeau. La noche anterior habíamos colgado en la ciudad a un tratante de vinos serbio y en su despensa nuestros cocineros encontraron vino de 30 años. Puede imaginar lo felices que fuimos pensando en aquella comida. Ya nos habíamos acabado la sopa y nos disponíamos a comer la gallina cuando de repente empezó el tiroteo. Nuestra artillería que no tiene la menor idea de que están disparándose unos contra otros los cuerpos de nuestro ejército empieza a hacer fuego en nuestra línea y una granada cae al lado mismo del Estado Mayor de la brigada. Los serbios pensaron tal vez que entre nosotros se había producido un motín y empezaron a dispararnos por todos lados y atravesaron el río en dirección nuestra. Llamaron al teléfono al general de brigada y el general de división armó un escándalo y pregunto qué diablos ocurría en el sector de la brigada. Dijo que la plana mayor del ejército acababa de darle la orden de atacar el ala izquierda de las posiciones serbias a las 2,35 de la madrugada, que nosotros éramos la reserva y que había que suspender en seguida el fuego. Pero en una situación como aquélla ¿cómo puede pedirse que se suspenda el fuego? La central telefónica de la brigada anuncia que no puede comunicar con ninguna parte, que sólo contesta la plana mayor del regimiento 75, que acaban de recibir la orden de la división vecina de «tener paciencia», que no se puede hablar con nuestra división, que los serbios han ocupado las cotas 212, 226 y 327 y que se pide el envío de un batallón para comunicar por teléfono con la división. Cambiamos la línea para hablar con la división pero las comunicaciones ya estaban interrumpidas porque mientras tanto los servicios se habían lanzado por detrás contra nuestras dos alas y habían reducido nuestro centro a un triángulo en el que quedaba todo: regimiento, artillería e impedimenta con toda la columna de autos, el almacén y el hospital ambulante. Yo pasé dos días a caballo y el general de división fue a la prisión junto con nuestro brigadier. Y de todo eso tuvieron la culpa los húngaros por disparar contra nuestro segundo batallón. Naturalmente ellos echaron las culpas a nuestro regimiento. Ahora se habrá convencido de lo bien que han aprovechado su aventura en Királyhida.

El teniente Lukasch, perplejo, tosió:

—Teniente —le dijo confidencialmente el coronel—, con la mano en el corazón, ¿cuántas veces se ha acostado con la señora Kakonyi?

Aquel día el coronel estaba de muy buen humor.

—No me diga que acababa de empezar su correspondencia con ella. Cuando yo tenía su edad pasé tres semanas en Erlau, en unos cursos de agrimensores, y hubiera tenido que verlo, durante las tres semanas no hice nada más que acostarme con húngaras. Cada día con una distinta: jóvenes, solteras, mayores, casadas, lo que se presentaba. Y me dediqué a ello con tal ímpetu que al volver al regimiento casi no podía ni mover las piernas. La que más me costó fue la mujer de un abogado. Ella me enseñó cómo las gastan las húngaras. Me mordió la nariz y no me dejó pegar ojo en toda la noche. Empezar a mantener correspondencia… —dijo el coronel dando al teniente unas familiares palmadas en la espalda—. Ya lo conocemos. No diga nada; yo tengo mi opinión sobre todo este asunto. Se lió con ella, su marido se enteró y ese idiota de Schwejk… Pero ¿sabe una cosa? Ese idiota de Schwejk es todo un tipo; sino no hubiera hecho eso de la carta. Esas personas dan pena. Creo que es cosa de educación. Me gusta mucho que sea así. En todo caso la investigación tiene que llevarse a cabo en este sentido. A usted, teniente, lo han comprometido en los periódicos. Su presencia aquí es completamente innecesaria. Antes de una semana saldrá una compañía para Rusia. Usted es el oficial de más edad de la 11 compañía; ira con ella como comandante. En la brigada ya está todo preparado. Dígale al sargento de oficina que le busque un buen asistente para sustituir a Schwejk.

El teniente Lukasch miró agradecido al coronel mientras éste seguía:

—A Schwejk se lo asigno como ordenanza.

El coronel se levantó, tendió la mano al pálido teniente y dijo:

—Con eso queda todo arreglado. Le deseo mucha suerte. Distíngase en el campo de batalla del este. Y si volviéramos a vernos, venga a nuestra reunión. No nos esquive como en Budweis…

Al regresar el teniente Lukasch se repetía constantemente:

—Comandante de compañía, ordenanza de compañía.

Y la figura de Schwejk surgió ante él con toda claridad.

Cuando el sargento de oficina Wanek recibió la orden del teniente Lukasch de buscarle un nuevo asistente para sustituir a Schwejk dijo:

—Creía que estaba contento con Schwejk, teniente.

Y al saber que el coronel había nombrado a Schwejk ordenanza de la 11 compañía exclamó:

—¡Dios nos asista!

Siguiendo las prescripciones en el tribunal de la división, en un edificio provisto de rejas, todos se levantaban a las siete y arreglaban los caballetes que estaban llenos de polvo.

Detrás de un revestimiento de madera que había en una gran sala, siguiendo las prescripciones, se dejaban las mantas sobre jergones de paja y los que habían terminado su trabajo se sentaban en los bancos, a lo largo de la pared. Los que venían del frente se buscaban los piojos o charlaban y explicaban distintas experiencias.

Schwejk y el viejo zapador Woditschka estaban sentados con algunos soldados de distintos regimientos y formaciones en un banco que había junto a la puerta.

—Mirad a ese idiota de húngaro que está en la ventana, muchachos —dijo Woditschka—. Está rezando para que le vaya bien. ¿No os gustaría partirle la boca?

—Pero si es un hombre cabal —dijo Schwejk—. Está aquí porque no quería ir a filas. Él está en contra de la guerra, pertenece a no sé qué secta y lo han detenido por eso, porque no quiere matar a nadie, se atiene al mandamiento de Dios, pero ¡ya le harán tragarse ese mandamiento divino! Antes de la guerra vivía en Moravia un señor llamado Nemrava que cuando lo llamaron a filas no quiso ni siquiera ponerse el fusil al hombro y decía que llevar fusil iba contra sus principios. Lo encerraron y le hicieron prestar juramento, y él que no quería jurar, que iba contra sus principios, y siguió así en sus trece.

—Era tonto —dijo el viejo zapador Woditschka—, hubiera podido jurar y luego reírse de todos, incluso de su juramento.

—Yo ya he jurado tres veces —tomó la palabra un soldado de infantería—. Ya es la tercera vez que estoy aquí después de desertar y si no tuviera el certificado médico de que hace 15 años, en estado demente, maté a mi tía tal vez ya me hubieran fusilado tres veces. Pero mi tía, que en paz descanse, me ayuda siempre a salir del atolladero y al final tal vez regrese a casa sano y salvo.

—¿Y por qué mataste a tu tía? —preguntó Schwejk.

—¿Por qué se mata a la gente? —contestó el simpático muchacho—. Eso está más claro que el agua: por dinero. La vieja bruja tenía cinco libretas de ahorros y le enviaron los intereses un día que yo estaba sin blanca y fui a verla. Yo no tenía a nadie más en el mundo. Le pedí que me ayudara y ella, la muy roñica, que trabajara, que era un hombre joven, fuerte y sano, diablos. De una cosa se pasa a otra: sólo le di un par de golpes en la cabeza con la raspadera y le dejé la cara de tal modo que no sabía si era mi tía o no. Entonces me senté en el suelo a su lado y me dije todo el rato: ¿es mi tía o no es mi tía? Y al día siguiente los vecinos me encontraron sentado así. Entonces estuve en el manicomio de Slupi y cuando nos llevaron ante la comisión de Bohnitz, [37] antes de la guerra, me declararon sano y tuve que ingresar en seguida en el ejército y cumplir los años que había perdido.

Un soldado delgado y grandullón, de aspecto desconsolado, pasó con una escoba.

—Es un maestro de nuestra compañía —dijo el cazador que estaba sentado al lado de Schwejk—. Ahora va a barrer. Es un hombre muy metódico. Está aquí por una poesía que escribió.

—¡Ven acá, maestro! —gritó al hombre de la escoba. Este se acercó, muy serio, al banco.

—Recítanos la de las pulgas.

El soldado de la escoba tosió y empezó:

Rascándose están todos por las pulgas;

una enorme se acerca hacia nosotros

y sintiendo escozores dolorosos

el comandante se cambia ya sus ropas.

En el ejército la pulga está muy sana;

ni un grado de ella se libró.

Con la grande y militar pulga prusiana

pareja el pulgón de Austria ya formó.

El desconsolado soldado, el maestro, se sentó con ellos en el banco y suspiró:

—Eso es todo. El auditor ya me ha interrogado cuatro veces.

—Desde luego no vale la pena —dijo sinceramente Schwejk—; sólo depende de cómo interpreten a ese pulgón austríaco en el tribunal. Está bien que haya añadido eso de la «pareja»: los dejarán tan desconcertados que no sabrán qué hacer. Hágales ver sólo que el pulgón es el macho de la pulga y que a una pulga sólo puede unirse un pulgón. De otra manera no saldrá bien del apuro. Seguro que no lo ha escrito para ofender a nadie, esto está claro. Dígale al señor auditor que lo ha escrito para distraerse y que con eso pasa lo mismo que con los cerdos: el macho de la cerda se llama cerdo, el de la pulga se llama pulgón en todas partes.

El maestro suspiró:

—Pero ¿y si el señor auditor no sabe bien el checo? Ya se lo he explicado de una manera parecida pero él me dijo que el macho de la pulga se llama “Feschak”. «No se llama pulgón, sino “Feschak”», dijo el auditor, «Fesch es femenino. Usted, hombre de ciencia, el masculino es por tanto feschak. Ya conocemos el paño».

—En resumen —dijo Schwejk— que lo tiene mal, pero no ha de perder las esperanzas. Las cosas todavía pueden arreglarse, como decía el gitano Janatschek de Pilsen cuando le echaron la soga al cuello en el año 1879 por un crimen con robo doble. Y tenía razón pues en el último momento se lo llevaron de la horca porque como aquel día en que le iban a colgar era el cumpleaños de Su Majestad no pudieron hacerlo de modo que no lo colgaron hasta el día siguiente, hasta que pasó el cumpleaños, y el tío ése tuvo tanta suerte que al tercer día lo indultaron y tuvieron que hacer otro juicio porque todo indicaba que el que había cometido el crimen era otro Janatschek, de manera que hubo que desenterrarlo del cementerio de penados y lo llevaron al cementerio católico de Pilsen y entonces se dieron cuenta de que era evangélico y tuvieron que trasladarlo al cementerio evangélico y entonces…

—Entonces vas a recibir un par de tortas —interrumpió el viejo zapador Woditschka—. ¡Vaya cosas que se inventa ese tío! Estamos todos preocupados por el juicio de la división y ayer cuando nos iban a interrogar ese cochino me explica con todo detalle qué es una rosa de Jericó.

—Pero eso no me lo inventé yo; eso se lo contó Mathias, el criado del pintor Panuschka, a una vieja cuando le preguntó cómo era la rosa de Jericó. Entonces él le dijo: «Tome usted una boñiga de vaca seca, póngala en un plato, riéguela con agua y se le pondra de color verde, y eso es la rosa de Jericó» —se defendió Schwejk—. Yo no me inventé esa estupidez, pero de algo teníamos que hablar mientras nos llevaban al interrogatorio. Yo sólo quería consolarte, Woditschka.

—¡Consolar, tú o quien sea! —dijo despectivamente Woditschka—. Uno tiene la cabeza llena de preocupaciones para ver cómo va a salirse del atolladero, quedar en libertad y saldar cuentas con esos embusteros húngaros, y él quiere consolarme con una boñiga. ¿Cómo puedo pagarles con la misma moneda a esos magiares si estoy en la cárcel y encima hay que disimular y explicar al auditor que uno no odia a los magiares? Eso sí que es una vida perra, digo yo. Pero en cuanto agarre a uno de esos tipos lo estrangularé como a un perrito. Les voy a dar, «isten almeg a magyar», voy a ajustar cuentas con ellos. De mí aún se oirá hablar.

—No hay que tener miedo —dijo Schwejk—, todo se arreglará. Lo principal es siempre no decir nunca la verdad en el juicio. El que se deja convencer y confiesa está perdido, no llegará jamás a ser nada. Cuando trabajaba en Máhrisch–Ostrau ocurrió un caso de esos. Un minero apaleó a un ingeniero sin que nadie le viera. El abogado que lo defendió le dijo siempre que no podía pasarle nada, que lo negara, pero el presidente del senado intentó convencerle de que la confesión era aliviadora. Él siguió empeñado en que no podía confesar de modo que como presentó una coartada lo absolvieron. El mismo día en Brünn…

—¡Jesús María! —exclamó Woditschka—. ¡No lo soporto más! ¿Por qué nos explica todo eso? No lo entiendo. Ayer en el interrogatorio estuvo con nosotros uno de esos hombres. Cuando el auditor le preguntó qué oficio tenía de civil dijo: «Hago humo para Kreuz». Y pasó más de media hora antes de explicarle que tiraba del fuelle del herrero Kreuz, y luego, cuando le preguntaron: «¿de modo que es usted obrero auxiliar?» contestó: «¡Cómo, ayudante de limpieza! Esto lo hace Franta Hibsch».

Se oyeron las voces y pasos de la guardia en el pasillo:

—Aumento.

—Vamos a ser más —dijo contento Schwejk—. Tal vez se han apagado ese par de colillas.

La puerta se abrió y entró el voluntario de un año que había estado arrestado con Schwejk en Budweis y que estaba destinado a la cocina de alguna compañía del frente.

—¡Alabado sea Jesucristo! —dijo al entrar, a lo que Schwejk contestó por todos:

—Eternamente amén.

El voluntario de un año miró satisfecho a Schwejk, dejó en el suelo la manta que había traído y se sentó en el banco con la colonia checa, se desenrolló las polainas, sacó hábilmente los cigarrillos que tenía escondidos entre los pliegues y los repartió. Luego, de una de sus botas, sacó un trozo de raspados de una caja de cerillas y una cuantas cerillas con la cabeza artísticamente cortada en dos, se encendió un cigarrillo con cuidado, dio fuego a todos los demás y dijo con gran serenidad.

—Me acusan de insurrecto.

—Eso no es nada —observó Schwejk para tranquilizarlo—, no es más que una broma.

—Claro —dijo el voluntario—, ganaremos así, con ayuda de varios tribunales. Si quieren que los procesen conmigo que lo hagan. Un proceso en el fondo no cambia nada en toda la situación.

—Y ¿qué insurrección has cometido? —preguntó el viejo zapador Woditschka mirándolo con simpatía.

—No quería limpiar los retretes del cuartel general —contestó el voluntario—. Por eso me llevaron al coronel, que es un puerco asqueroso. Él me gritó que estaba arrestado y que se maravillaba de que la tierra todavía me aguantara encima suyo y de que no dejara de rodar por la vergüenza de que haya aparecido en el ejército un hombre con el derecho de ser soldado voluntario, que puede optar al honor de oficial, y que no obstante con su conducta sólo despierta desprecio y asco. Yo le contesté que la rotación del globo terráqueo no puede interrumpirse por la aparición de un voluntario como yo, que las leyes de la naturaleza son más fuertes que el galón de voluntario de un año y que me gustaría saber quién puede forzarme a limpiar un retrete que no he ensuciado yo a pesar de que tendría derecho a hacerlo, con esa asquerosa cocina del regimiento, con la verdura podrida y la carne de carnero macerado. Luego le dije también al coronel que su extrañeza de que la tierra aún me aguantara encima suyo era una tanto curiosa, ya que no puede producirse un terremoto para mí. Mientras le hablaba el coronel no hizo otra cosa que castañetear con los dientes como una yegua cuando siente sobre su lengua nabos helados, y luego me gritó: «Bueno, ¿va a limpiar el retrete o no?» «A sus órdenes, no voy a limpiarlo». «Va a limpiarlo, voluntario. Lo hará». «A sus órdenes; no voy a limpiar nada». «¡Por los clavos de Cristo! ¡No va a limpiar un retrete sino cien!» «A sus órdenes; no limpiaré ni cien retretes ni uno». Y así todo el rato: «¿Va a limpiar?» «No voy a limpiar». Los retretes iban de un lado a otro como si se tratara de un dicho infantil de la escritora Paula Moudra. El coronel empezó a andar por la habitación como un loco, al final se sentó y dijo: «Piénselo bien; le enviaré al tribunal de la división por insurrecto. No crea que es el primer voluntario de un año que se fusila en esta guerra. En Serbia colgamos a dos de la décima compañía y fusilamos como a un cordero a uno de la novena. ¿Y por qué? Porque eran duros de mollera. Los dos a los que colgamos se negaron a apuñalar a la mujer y a los niños de un guerrillero búlgaro en Schbatz, y al de la novena lo fusilamos porque no quería avanzar y se excusó diciendo que tenía los pies hinchados y un pie plano. Bueno, ¿va a limpiar los retretes o no?» «A sus órdenes; no voy a limpiarlos». El coronel me miró y dijo: «Oiga, ¿es eslavófilo?» «A sus órdenes; no».

Luego se me llevó y me dijo que me acusaban de insurrecto.

—Lo mejor es que te hagas pasar por idiota —dijo Schwejk—. Cuando estuve arrestado en el cuartel había con nosotros un hombre muy culto y juicioso, un profesor de la escuela de comercio. Había desertado del frente y tenían que hacerle un proceso, condenarlo y colgarlo para que sirviera de escarmiento. Pero él se salió del atolladero de una manera muy sencilla: hizo ver que tenía una tara hereditaria y cuando lo examinó el médico de la plana mayor le dijo que no había desertado, que desde su infancia le gustaba mucho viajar y que siempre anhelaba ir adonde fuera y desaparecer en la lejanía. Una vez llegó a Hamburgo y otra a Londres sin saber cómo. Dijo que su padre era alcohólico y que se suicidó antes de que él naciera, que su madre era prostituta y bebía y había muerto de delirio, su hermana pequeña se había ahogado y la mayor se había echado debajo de un tren, su hermano se había echado del puente del ferrocarril de Wyschehrad, su abuelo había asesinado a su mujer, su otra abuela había tenido tratos con gitanos y se había envenenado en la cárcel con cerillas, a uno de sus primos lo habían condenado un par de veces por incendiario y se había cortado las venas del cuello con trocitos de vidrio en Karthaus, una prima suya por parte de padre se había tirado desde un sexto piso en Viena y que su propia formación había estado muy descuidada y no había aprendido a hablar hasta los diez años porque cuando tenía seis meses una vez lo pusieron con los pañales en la mesa y se fueron y un gato lo tiró al suelo y al caer se le partió la cabeza y de vez en cuando todavía le dolía mucho y en aquellos momentos no sabía lo que hacía y cuando se fue del frente hacia Praga se encontraba en este estado y no volvió en sí hasta que la policía militar lo detuvo. Amigos míos, hubierais tenido que ver cuán a gusto lo enviaron a su casa. Y unos cinco tíos normales que estaban en la misma habitación que él, por si acaso, se escribieron en una hoja de papel:

Padre alcohólico, madre prostituta.

Primera hermana (ahogada).

Segunda hermana (tren).

Hermano (desde el puente).

Abuelo mujer, petróleo, inflamada.

Segunda abuela (gitanos, cerillas), etc.

Y cuando uno de ellos empezó a decírselo al médico no pudo pasar del padre y como ya era el tercer caso el médico le dijo: «Sí, hijo, y tu prima por parte de padre se tiró desde un sexto piso en Viena, has tenido una educación terriblemente descuidada y el reformatorio te mejorará». Entonces lo llevaron al reformatorio, le pusieron grillos y en seguida se le pasó la educación terriblemente descuidada y el padre alcohólico y prefirió alistarse como voluntario.

—Hoy en día en el ejército ya no cree nadie en las taras hereditarias porque entonces tendrían que encerrar en el manicomio a todos los oficiales del Estado Mayor —dijo el voluntario.

Una llave rechinó en la puerta y entró el carcelero.

—El soldado de infantería Schwejk y el zapador Woditschka al señor auditor.

Al levantarse Woditschka dijo a Schwejk:

—Ya ves, esos pillos, un interrogatorio cada día y siempre sin resultado. ¡Santo Dios, mejor sería que me condenaran de una vez! Así pasamos todo el día dando vueltas por aquí, con esos estafadores húngaros corriendo a nuestro alrededor.

Mientras se dirigían a la oficina del tribunal de la división que estaba al otro lado, en otro barracón, el zapador Woditschka y Schwejk se preguntaron cuándo les llevarían por fin ante un tribunal como Dios manda.

—Sólo interrogatorios —dijo Woditschka enfadado—. ¡Si al menos pudiera verse algo claro! Gastan un montón de papel pero al tribunal ni lo vemos. Uno se pudre detrás de las rejas. Dime sinceramente, ¿puede comerse la sopa? ¿Y la verdura con las patatas heladas? Jamás he comprendido una guerra mundial tan estúpida. Me la había imaginado muy distinta.

—Yo estoy completamente satisfecho —dijo Schwejk—. Hace años, cuando cumplía el servicio en activo, Solpera, nuestro encargado, que era un cascarrabias, decía que en el ejército todo el mundo ha de ser consciente de sus obligaciones y te daba tal torta en la boca que no la olvidabas jamás. El teniente Kwajser, que en paz descanse, cuando venía a examinar los fusiles nos decía siempre que todo soldado debe demostrar la mayor fortaleza de espíritu porque los soldados no son más que animales a los que el Estado alimenta, a los que se les da comida, café y tabaco, por lo que ellos tienen que aguantar como mulos.

El zapador Woditschka quedó pensativo y tras una pausa dijo:

—Cuando estés ante ese auditor, Schwejk, no te equivoques y repite lo que dijiste la última vez en el interrogatorio, que no vayan a meterme en un lío. Lo principal es que tú viste que estos tres bandidos magiares me atacaban. Lo hemos hecho todo por cuenta común.

—No temas, Woditschka —le tranquilizó Schwejk—. Sólo calma, sin excitaciones. ¿Qué tiene de especial comparecer ante un tribunal de división? Hubieras tenido que ver a qué velocidad trabajaban esos tribunales hace años. Entonces cumplía servicio con nosotros un maestro llamado Heral y una vez que nos dieron arresto de cuartel a todos los de la habitación nos contó que en el museo de Praga hay un libro con notas de un tribunal militar de la época de María Teresa. Todos los regimientos tenían su propio verdugo que ejecutaba a los soldados de su regimiento, uno tras otro, por un tálero de entonces. Y según estas notas, algunos días el verdugo ganaba hasta cinco táleros. Claro —añadió—, antes había regimientos fuertes y los completaban constantemente en los pueblos.

—Cuando estaba en Serbia —dijo Woditschka— hubo muchos que se presentaron a la brigada para colgar a los insurrectos búlgaros por cigarrillos. Cuando un soldado colgaba a un hombre recibía diez «sport», por una mujer y por un niño cinco. Entonces la intendencia empezó a hacer ahorros fusilándolos en masa. Conmigo había un gitano y pasamos mucho tiempo sin saberlo. Sólo nos extrañaba que por la noche lo llamaban siempre a la oficina.

Entonces estábamos junto al Drina y una noche, cuando estaba fuera, entró alguien para revolver sus cosas y el tipo ése tenía tres cajas de cien «sport» en su saco. Volvió a nuestra cabaña hacia la madrugada y le hicimos un pequeño proceso. Lo echamos al suelo y un tal Behoun lo ahogó con las correas. Ese tipo tenía siete vidas como los gatos. No había manera de acabar con él; se nos lo hizo todo encima, se le salieron los ojos y seguía vivo como un gallo que no está del todo tajado. Entonces lo despedazaron como a un gato. Dos por la cabeza, dos por los pies, y le retorcieron el pescuezo, lo metieron en el saco con los cigarrillos y lo echaron al Drina tan majamente. ¡Quién iba a fumarse esos cigarrillos! Por la mañana anduvieron buscándole por todas partes.

—Hubierais tenido que comunicar que había desertado —observó Schwejk honradamente—, que había estado preparándolo y que cada día decía que iba a evaporarse.

—¡Pero a quién se le iba a ocurrir una cosa así! —contestó Wojitschka—. Nosotros hicimos lo nuestro y lo otro no nos preocupó. Fue muy fácil. Cada día desaparecía alguien y ni siquiera los sacaron del Drina. Un guerrillero hinchado fue nadando por el Drina hacia el Danubio al lado de uno de nuestros guardias nacionales. A un par de inexpertos que veían eso por primera vez les dio una pequeña enfermedad.

—Hubieran tenido que darles chinina —dijo Schwejk.

Entraron en el edificio donde se encontraban las salas del tribunal de la división y la patrulla los llevó en seguida a la número ocho en la cual, detrás de una larga mesa llena de expedientes, estaba sentado el auditor Ruller.

Tenía delante el código penal y sobre él descansaba una taza de té vacía. A la derecha de la mesa había un crucifijo en imitación de marfil con una figura de Cristo llena de polvo que miraba desesperado al pie de la cruz, en el cual se encontraban cerillas y colillas.

En aquel momento el auditor Ruller estaba sacudiendo la ceniza de un cigarrillo en el pie con gran pesar del crucificado Dios, y con la otra mano levantaba la taza de té que estaba pegada al código penal. Mientras liberaba la taza del abrazo del código seguía hojeando un libro del casino de oficiales que tenía en préstamo.

Era un libro de Fr. S. Kraus con el prometedor título: Estudio del desarrollo de la moral sexual. El auditor estaba entregado a la contemplación de los inocentes dibujos que representaban los órganos sexuales masculinos y femeninos junto con una poesía muy adecuada que el sabio Fr. S. Kraus había descubierto en el retrete de la estación del norte, en Berlín, y por ello no prestó atención a los que acababan de entrar. Sólo cuando Woditschka tosió abandonó la contemplación de las repróducciones.

—¿Qué pasa? —preguntó sin dejar de hojear en busca de nuevos inocentes dibujos y esbozos.

—A sus órdenes, señor auditor —contestó Schwejk—. El compañero Woditschka se ha enfriado y tiene tos. Entonces el auditor Ruller los miró. Hacía un esfuerzo por dar a su rostro una expresión de severidad.

—¡Por fin habéis llegado, hombre! —dijo revolviendo los expedientes que tenía delante—. Os he citado a las nueve y ahora ya son casi las once. ¿Qué haces, imbécil? —preguntó a Woditschka que se había quedado en posición de «descansen»—. Cuando diga «descansen» puedes hacer lo que quieras con las patas.

—A sus órdenes, señor auditor —dijo Schwejk—; tiene reuma.

—Tú mejor será que calles la boca —dijo el auditor Ruller—. Contesta cuando te pregunte. Ya te he interrogado tres veces y no ha sido posible sacarte nada. Bueno, ¿voy a encontrar vuestro expediente o no? ¡Vaya trabajo tengo con vosotros, miserables! Pero molestar inútilmente al tribunal no os servirá de nada. Bueno, mirad, estúpidos —dijo al sacar del montón de documentos un voluminoso escrito que llevaba el rótulo: «Schwejk y Woditschka»—, no creáis que vais a andar dando vueltas en el tribunal de la división por una estúpida pelea y que os escaparéis de ir al frente. Por vosotros he tenido que telefonear hasta al tribunal del ejército, imbéciles.

Suspiró y prosiguió:

—No te pongas tan serio, Schwejk. En el frente se te van a pasar las ganas de pelearte con los soldados húngaros. La investigación contra vosotros se suspende y cada uno va a ir a su cuerpo; allí ya os darán vuestro castigo. Aquí tenéis la baja. Portaos como es debido. Llevadla a la número dos.

—A sus órdenes, señor auditor —dijo Schwejk—; tomaremos sus palabras muy en serio. Mil gracias por su bondad. Si fuera de paisano me permitiría decirle que tiene un corazón de oro. Los dos le pedimos que nos disculpe por haberle tenido ocupado con nosotros tanto tiempo. Verdaderamente no lo merecemos.

—¡Bueno, váyanse al diablo de una vez! —gritó el auditor—. Si el coronel Schröder no hubiera intervenido en favor vuestro no sé qué os hubiera ocurrido.

En el pasillo, mientras iban con la patrulla a la oficina número dos Woditschka volvió a sentirse el viejo Woditschka. El soldado que los acompañaba tenía miedo de llegar demasiado tarde al almuerzo y dijo:

—Vamos, un poco más aprisa, muchachos. Os arrastráis como si fuerais piojos.

Entonces Woditschka replicó que cerrara el pico, que tenía suerte de ser checo, que si fuera húngaro él, Woditschka, lo despedazaría como a un arenque.

Como los escribientes habían ido a buscar el rancho, el soldado que los acompañaba se vio obligado a devolverlos mientras tanto al cuarto de detenidos, cosa que acompañó con maldiciones dirigidas a la maldita raza de los escribientes del ejército.

—Mis compañeros volverán a acabarse toda la grasa de la sopa y en vez de carne sólo me dejarán huesos —dijo enfadado y en tono de tragedia—. Ayer también tuve que llevar a dos al campamento y uno se me comió la mitad del panecillo que había cogido para mí.

—Aquí no pensáis más que en la comida —dijo Woditschka que ya volvía a ser totalmente él.

Cuando le dijeron al voluntario de un año cómo les había ido, éste exclamó:

—¡De modo que la compañía que va al frente, amigos míos! Es como en la revista de los turistas checos Buen viaje. Los preparativos para el viaje ya están terminados, la dirección del ejército se cuida de todo. También estáis invitados a hacer la excursión a Galitzia. Emprended el viaje con alegría y tranquilidad. Profesad extraordinario amor a las regiones por cuyas trincheras pasaréis, son hermosas y muy interesantes. En lejanas tierras os sentiréis como en casa, como en una zona familiar; sí, casi como en la amada patria. Comenzad la peregrinación a esas tierras con sentimientos elevados. El viejo Humboldt ya dijo: «En todo el mundo no he visto nada más grandioso que esta estúpida Galitzia». Las copiosas y curiosas experiencias que nuestro glorioso ejército habrá acumulado al regresar de Galitzia seguro que serán un indicador muy bienvenido para la fijación del programa de la segunda campaña. Siempre en dirección a Rusia disparando al aire alegremente todos los cartuchos.

Antes de que Schwejk y Woditschka se dirigieran a la oficina después de comer se les acercó el que había escrito aquel poema sobre las pulgas y apartándolos a un lado dijo en tono misterioso:

—Cuando estéis en el lado ruso no olvidéis decirles en seguida a los rusos: «Sdrawstuwje, russkije bratja, my bratja tschechy, my net Austrijci».

Al abandonar el edificio Woditscha, que quería manifestar su odio por los húngaros y mostrar que la prisión no había debilitado ni destruido sus convicciones, pisó a un húngaro que no quería servir y le gritó:

—¡Ponte botas, cobarde!

—Hubiera tenido que contestarme —dijo involuntariamente el zapador Woditschka a Schwejk—. Si hubiera dicho algo le hubiera partido su húngara boca, pero ese imbécil calla y deja que le pisen las botas. Por Dios, Schwejk, ¡estoy tan furioso de que no me hayan condenado! Parece como si se burlaran de nosotros, como si eso de los magiares no tuviera ninguna importancia, y no obstante nosotros nos hemos batido como leones. Tú lo has echado a perder, has hecho que no nos condenaran y que nos hayan dado este certificado, como si no supiéramos pelearnos. ¿Qué piensan de nosotros? Era un conflicto muy honesto.

—Querido muchacho —dijo Schwejk bondadoso—. No acabo de entender cómo no te alegra que el tribunal de división nos haya reconocido como personas completamente dignas contra las que no se puede tener queja. Es cierto que en el interrogatorio me he expresado de otro modo, pero eso hay que hacerlo, mentir es obligado, como dice a sus clientes el abogado Bass. Cuando el auditor me preguntó por qué irrumpimos en la vivienda del señor Kakonyi le dije simplemente: «Creía que lo conoceríamos mejor si íbamos a verlo». Entonces el auditor no me preguntó nada más. Para él fue suficiente. Ten presente que en el tribunal militar nadie puede confesar. Cuando estuve en el tribunal de la guarnición en el cuarto de al lado había un soldado que confesó y cuando los demás se enteraron le dieron una paliza y lo obligaron a desmentir su confesión.

—Si hiciera algo indigno no confesaría —dijo el valiente Woditschka—, pero cuando ese auditor me preguntó directamente: «¿Se ha peleado?», le dije: «Sí, me he peleado». «¿Ha hecho daño a alguien?» «Claro, señor auditor». «¿Ha herido a alguien?» «Desde luego». Ha de saber con quién habla. Y precisamente por eso es un escándalo que nos hayan dejado en libertad. Es como si no quisiera creer que a esos magiares los derribé de un latigazo, que los dejé deshechos, con chichones y morados. Tú estabas y viste que en un momento tenía sobre mí a tres magiares y que al cabo de un segundo se revolcaban todos por el suelo y que empecé a patalear encima suyo. Y después de todo eso viene un mocoso de auditor y suspende nuestra instrucción. Es como si me dijera: «¿Qué está pensando? ¿Pelea?» Cuando acabe la guerra y yo vuelva a ser civil a ese ladrón voy a encontrarlo en alguna parte y entonces le enseñaré si sé o no pelear.

Entonces vendré a Királyhida y voy a armar un jaleo como jamás se ha visto y la gente tendrá que esconderse en los sótanos cuando se entere de que he venido a ver a esos piojosos de Királyhida, a esos sinvergüenzas, a esos mocosos.

En la oficina se despachó todo con extraordinaria rapidez. Un sargento con una cara muy seria y la boca todavía grasienta de la comida entregó a Schwejk y a Woditschka los papeles y no dejó pasar la oportunidad para hacerles un sermón en el que apeló a su espíritu militar. Como era un polaco de la Alta Silesia mezcló algunas hermosas expresiones de su dialecto como «marekvium», «glupi rolmopsie», «krajccova sedmina», «svina porypana» y «dum vam bane na miesjnuckovy vaschigzichty».

Cuando Schwejk y Woditschka se despidieron porque cada cual tenía que dirigirse a su cuerpo, aquél dijo:

—Cuando la guerra acabe ven a verme. Me encontrarás todas las tardes a partir de las seis en el «Kelch», en Na Bojischti.

—Iré, desde luego —contestó Woditschka—. ¿Es divertido?

—Todos los días pasa algo —prometió Schwejk— y si hubiera demasiada calma ya lo animaríamos.

Se separaron y cuando ya se había alejado unos cuantos pasos el viejo zapador Woditschka gritó:

—¡Procura que cuando yo venga haya alguna diversión!

Schwejk contestó:

—Pero cuando la guerra haya terminado ven, ¿eh?

Entonces se alejaron y después de una pausa considerable detrás de una esquina de la segunda línea de barracones pudo volver a oírse la voz de Woditshcka:

—Schwejk, Schwejk, ¿qué cerveza tienen en el «Kelch»?

La respuesta de Schwejk sonó como un eco:

—De Grosspopowitz.

—Creía que de Smíchov —gritó Woditschka desde lejos.

—También hay chicas —gritó Schwejk.

—¡Bien, después de la guerra a las seis de la tarde! —gritó Woditschka desde abajo.

—Mejor es que vengas a las seis y media por si me retrasara —dijo Schwejk.

—Entonces, desde la lejanía volvió a oírse a Woditschka:

—¿No puedes ir a las seis?

—Bueno, iré a las seis —fue lo que Woditschka pudo oír de la respuesta de su camarada.

Y así es como el valeroso soldado Schwejk se separó del viejo zapador Woditschka. «Cuando los hombres se separan se dicen ¡adiós!»