3. En Budapest

En la estación militar de Budapest, Matuschitz llevó al capitán Sagner un telegrama enviado por el desgraciado comandante de la brigada que había sido trasladado al hospital. Su contenido era mismo que había llegado a la estación anterior: «Hacer rápidamente el rancho; luego avance hacia Sokal». En éste se había añadido: «Colocar el bagaje militar en la delegación. Se suprime el servicio de exploración. El 13 batallón está construyendo un puente sobre el Bug. Más detalles en el periódico».

El capitán Sagner se dirigió en seguida al comando de la estación. Un oficial bajo y gordo lo saludó sonriendo amablemente.

—¡Vaya una ha armado vuestro comandante de brigada! —dijo con una amplia sonrisa.

—Pero tenía que entregaros esa tontería porque todavía no ha llegado ninguna orden de la división de que no se entreguen esos telegramas a sus destinatarios. Ayer pasó el 14 batallón del regimiento 75 y había un telegrama para el comandante del batallón que decía que había que pagar seis coronas a cada uno de los soldados como recompensa especial por lo de Przemysl y al mismo tiempo se daba la orden de que de estas seis coronas cada hombre depositara dos aquí, en la oficina, para empréstitos de guerra. A consecuencia de estos informes tan formales vuestro general de brigada está paralítico.

—Mayor —dijo el capitán Sagner al comandante de la estación—, siguiendo la orden del regimiento nos dirigimos a Gödöllö, según indica nuestro itinerario.

Nuestros soldados tienen que recibir aquí ciento cincuenta gramos de queso de gruyere. En la última estación tenían que darles ciento cincuenta gramos de salami húngaro pero no les han dado nada.

—Pues aquí pasará lo mismo —dijo el comandante sin dejar de sonreír amablemente—. No sé de ninguna orden para regimientos procedentes de Bohemia. Por otra parte no es cosa mía; diríjase al comando de alimentación.

—¿Cuándo nos marchamos, mayor?

—Antes que ustedes hay un tren de artillería pesada que va a Galitzia. Lo haremos salir dentro de una hora, capitán. En la vía 3 hay un tren de sanidad que saldrá 25 minutos después del de artillería. En la vía 12 tenemos un tren de municiones que sale a los diez minutos del de sanidad y veinte minutos más tarde saldría el suyo. Es decir, si no se cambia nada —añadió sonriendo de nuevo de manera que al capitán Sagner le resultó del todo antipático.

—Permítame, mayor. ¿Puede explicarme por qué no tiene conocimiento de ninguna orden referente a la entrega de ciento cincuenta gramos de queso de gruyere a los regimientos procedentes de Bohemia? —preguntó Sagner.

—Es un secreto oficial —contestó el comandante de la estación militar de Budapest sonriendo sin cesar.

—¡Pues en menudo lío me he metido! —pensó el capitán Sagner al salir—. ¿Por qué diablos le he dicho a Lukasch que reúna a todos los jefes y que vaya con ellos y con los soldados al departamento de alimentación a buscar ciento cincuenta gramos de queso de gruyere por cabeza?

Antes de que el comandante de la 11 compañía, teniente Lukasch, obedeciendo la orden del capitán Sagner, dispusiera la marcha de los soldados hacia el almacén en el que había que recoger ciento cincuenta gramos de queso de guyere por persona, se presentó ante él Schwejk con el desdichado Baloun. A Baloun le temblaba todo el cuerpo.

—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk como de costumbre—. Se trata de algo muy, muy importante. Mi teniente, yo quisiera pedirle que este asunto lo solucionáramos en algún sitio por aquí cerca, como dijo mi compañero Zhorsch Schpatina una vez que fue testigo de bodas y en la iglesia tuvo que…

—Bueno, Schwejk, ¿qué pasa? —lo interrumpió el teniente Lukasch que temía tanto a Schwejk como Schwejk a él—, vayamos un poco más allá.

Baloun los siguió sin dejar de temblar. Ese gigante había perdido por completo el equilibrio anímico y en su total desesperación lanzaba los brazos de un lado a otro.

—Bueno, Schwejk, ¿qué pasa? —preguntó el teniente Lukasch después de andar un poco.

—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk—; siempre es mejor confesar antes de que estalle todo. Usted ha dado determinada orden, mi teniente: que cuando llegáramos a Budapest, Baloun le trajera su pastel de hígado y un panecillo. ¿Has recibido la orden o no? —preguntó a Baloun.

Éste agitó aún más los brazos, como si se defendiera de un enemigo.

—Por desgracia esta orden no ha podido cumplirse, mi teniente —dijo Schwejk—. Yo me he comido su pastel de hígado… Me lo he comido —dijo dando un empujón al espantado Baloun— porque he pensado que podría echarse a perder. Un par de veces leí en el periódico que toda una familia se había envenenado con pastel de hígado. Una vez ocurrió algo parecido en Pisek, otra en Beraun, otra en Tabor, otra en Jungbunzlau, otra en Pribram. Todos murieron envenenados. El pastel de hígado es la peor basura…

Baloun, que estaba temblando, se apartó a un lado, se metió un dedo en la boca y empezó a vomitar a intervalos.

—¿Qué le pasa, Baloun?

—Es–toy vo–vo–vomitando, ee–ee, mi tee–ee–niente, ee–ee —exclamó el desdichado Baloun durante las pausas—, me lo he co–o–o–mido y–yo, ee–ce, yo–ce, solo, ee.

De la boca del desgraciado Baloun salieron incluso trocitos del papel de estaño con que estaba envuelto él pastel.

—Ya lo ve, mi teniente —dijo Schwejk sin perder el equilibrio espiritual—, este pastel sale como el aceite del agua.

Quería cargármelo a mí mismo y el muy tonto se traiciona. Es un hombre muy valeroso pero se come todo lo que le confías. Yo también conocí a un hombre así. Trabajaba en un Banco. A él le confiaban miles y miles. Una vez fue a cobrar a otro Banco y le dieron mil coronas más y él las devolvió en el acto, pero cuando hubo que ir por quince cruzados de carne ahumada se comió la mitad en el camino. Era muy glotón y cuando los empleados lo mandaron por morcillas de hígado fue cortándolas con la navaja por el camino y pegó los agujeros con tafetán inglés, que le costó unas cinco veces más que la morcilla.

El teniente Lukasch tomó aliento y se fue.

—¿Tiene a bien dar alguna otra orden, mi teniente? —le gritó Schwejk mientras el desdichado Baloun se metía sin parar los dedos en la boca.

El teniente Lukasch hizo una seña con la mano y mientras se dirigía al almacén de alimentación le sobrevino el curioso pensamiento de que Austria no podía ganar la guerra porque sus soldados se comían el pastel de hígado de los oficiales.

Mientras tanto Schwejk llevó a Baloun al otro lado de la estación militar y lo consoló diciéndole que irían juntos a la ciudad y le llevarían al teniente salchichas de Debreczin, especialidad que Schwejk asociaba naturalmente con la capital del reino de Hungría.

—Podría escapársenos el tren —gimió Baloun, cuya tacañería era tan grande como su hambre.

—Cuando se va al frente —explicó Schwejk— uno jamás pierde nada porque todos los trenes se lo piensan bien antes de dejar a la mitad de sus soldados en la última estación. Te comprendo perfectamente, Baloun; tienes el bolsillo remendado.

Pero no se dirigieron a ninguna parte de la ciudad porque sonó la señal para subir al tren. Los soldados de las distintas secciones regresaron del almacén de vituallas a sus respectivos vagones con las manos vacías. En vez de los ciento cincuenta gramos de queso de gruyere les habían dado a cada uno una caja de cerillas y una postal publicada por el comité de sepulturas de guerra (Viena IX, Canisiusgasse, 4). En vez de ciento cincuenta gramos de queso de gruyere todos ellos llevaban en la mano el cementerio de sóldados de Galitzia al oeste de Sedlitz con un monumento a los desgraciados guardias nacionales, obra del escultor de Tachinie, sargento voluntario de un año, Scholz.

También en el vagón de la plana mayor reinaba una extraña excitación. Los oficiales se reunieron alrededor del capitán Sagner. Este les explicó algo con suma turbación; acababa de llegar del comando de la estación con un telegrama altamente confidencial del estado mayor de la brigada que contenía interminables instrucciones e indicaciones sobre la manera de comportarse en la nueva situación en que se encontraba Austria a consecuencia de lo ocurrido el 23 de mayo de 1915.

La brigada telegrafiaba que Italia había declarado la guerra a Austria–Hungría. En Bruck an der Leitha, en el casino de oficiales, todavía se había hablado a menudo durante las comidas del extraño proceder de Italia pero nadie imaginaba que se cumplirían las proféticas sentencias del cadete Biegler, el cual una noche mientras cenaban había apartado los macarrones diciendo:

—Antes me hartaré de ellos en las puertas de Verona. Después de estudiar las instrucciones que acababan de llegar, el capitán Sagner mandó que tocaran la alarma.

Una vez reunidos todos los soldados del batallón formaron cuadro y con una voz extraordinariamente exaltada el capitán Sagner leyó la orden de la brigada que había recibido por telegrama:

—«Seducido por una traición nunca vista y por una avaricia sin límites, el rey de Italia ha olvidado los lazos fraternales que lo unían a nuestra monarquía. Desde que estalló la guerra en la que hubiera debido ponerse de parte de nuestras tropas, el traicionero rey de Italia ha representado el papel de asesino enmascarado. Comportándose de una manera sospechosa ha entrado en tratos secretos con nuestros enemigos, traición que ha llegado a su punto culminante con la declaración de guerra a nuestra monarquía la noche del 22 al 23 de mayo. Nuestro caudillo supremo está convencido de que nuestras siempre valientes y gloriosas tropas contestarán a esta indigna traición con un golpe que llevará al traidor a reconocer que al intervenir en esta guerra de una manera tan vergonzosa y traidora se ha destruido a sí mismo. Tenemos absoluta confianza en que con la ayuda de Dios pronto amanecerá el día en que las llanuras italianas vuelvan a ver a los vencedores de Santa Lucía, Vicenza, Novara y Custozza. ¡Queremos vencer! ¡Tenemos que vencer y venceremos!»

Entonces, como de costumbre se repitió tres veces un «¡Viva!», y los soldados, consternados en parte, volvieron a sentarse en el tren. En vez de los ciento cincuenta gramos de queso de gruyere tenían en el bolsillo la guerra contra Italia.

En el vagón en que se encontraban Schwejk, el sargento Wanék, el telefonista Chodounsky, Baloun y el cocinero Jurajda se entabló una interesante conversación sobre la entrada de Italia en la guerra.

—En la Taborgasse, en Praga, hubo un caso como éste —empezó Schwejk—. Allí había un comerciante llamado Horschejschi. Un poco más lejos, justo enfrente, estaba la tienda de Poschmourny, otro comerciante, y entre ambas estaba el tendero Hawlasa. Bueno, a Horschejschi una vez se le ocurrió que podía aliarse digamos con el tendero Hawlasa contra Poschmourny y empezó a tratar con él para unir las dos tiendas con el nombre «Horschejschi y Hawlasa». Pero Hawlasa fue en seguida a ver a Poschmourny y le dijo que Horschejschi le daba mil doscientos por su tienda y quería asociarse con él, pero que si él, Poschmourny, le daba mil ochocientos prefería a éste. Se pusieron de acuerdo y Hawlasa pasó un tiempo manejando a Horschejschi, al cual había engañado, haciendo ver que era su mejor amigo y cuando se habló del momento en que efectuarían el trato le dijo: «Sí, pronto. Sólo estoy esperando que los inquilinos vuelvan de veraneo». Y cuando éstos llegaron y ya estaba todo hecho siguió prometiendo a Horschejschi que lo harían en seguida. Al día siguiente cuando Horschejschi fue a abrir su tienda vio en la de su competencia un gran cartel que decía: «Poschmourny y Hawlasa».

—En mi pueblo también pasó algo semejante —observó el tonto Baloun—: yo quería comprar una ternera en el pueblo de al lado, ya me la habían prometido, y el carnicero de Wotitz me la cogió delante de mis narices.

—Bueno, si volvemos a tener otra guerra —prosiguió Schwejk—, si tenemos un enemigo más, si tenemos un nuevo frente, habrá que ahorrar municiones. Cuantos más hijos hay en una familia tantos más bastones se gastan, solía decir el viejo Chowanek de Motol, que apaleaba a los niños del vecindario por una cantidad fija que le daban los padres.

—Sólo tengo miedo de que por lo de Italia las raciones sean más pequeñas —dijo Baloun temblando.

El sargento de oficina Wanék quedó pensativo y dijo muy serio:

—Es posible, pues ahora nuestra victoria se demorará un poco.

—Ahora necesitaríamos otro Radetzky —opinó Schwejk—. Él conocía perfectamente aquellas tierras y ya sabía cuál es el lado débil de los italianos, qué hay que atacar y por dónde. La verdad es que meterse en un sitio no es tan fácil y eso todavía, pero salir, es el verdadero arte militar. Cuando uno se mete en algún sitio tiene que saber todo lo que ocurre alrededor para no encontrarse de repente en un aprieto de esos que se llaman catástrofes. En mi casa, en la vieja, pescaron a un ladrón en el suelo. Al entrar se fijó ese ladrón en que precisamente había unos albañiles arreglando el patio. Entonces se deshizo de ellos, echó al suelo a la portera y se tiró al patio, sobre un andamio, y de allí no pudo salir. Pero Radetzky, nuestro buen padre, conocía todos los caminos; jamás pudieron pescarlo. Todo esto lo decía un libro sobre el general: cuando se escapó de Santa Lucía y cómo se escaparon también los italianos y cómo al día siguiente se dio cuenta de que había ganado. No encontró a los italianos allí y como no los vio ni con el alargavistas ocupó la abandonada Santa Lucía. Gracias a eso lo nombraron mariscal de campo.

—¿Y qué? Italia es un país muy bonito —intervino el cocinero Jurajda—. Una vez estuve en Venecia y vi que los italianos llaman puerco a todo el mundo. Cuando se enfadan en seguida se transforma uno en un porco maledetto. Incluso al papa lo llaman porco y dicen: «Madona Mía e porco, papa e porco».

El sargento Wanék en cambio expresó su afecto por Italia. Dijo que en Kralup, en su droguería, tenía un producto, un jugo de limón que se hacía con limones podridos, y que Italia era quien le proporcionaba los limones más baratos y podridos. Ahora se acababa el envío de limones italianos a Kralup. No había duda de que la guerra con Italia traería consigo diversas sorpresas pues Austria querría vengarse.

—Eso de vengarse se dice muy aprisa —rió Schwejk—. A veces uno se cree que se está vengando y al final quien se las carga es aquel al que ha elegido por así decir como instrumento de su venganza. Hace años, cuando vivía en Weinberge, en la planta baja estaba el casero y en su casa tenía un huésped que era empleado de un Banco, y éste se fue a una taberna de la Krameriusgasse y se peleó con un señor que tenía un instituto de análisis de orina en no sé qué parte de Weinberge. Ese hombre no pensaba ni hablaba más que de eso y llevaba botellas llenas de orina, se las daba a oler a quien fuera y le pedía que orinase y se hiciera analizar la orina porque la felicidad del hombre y de la familia dependía de este análisis, decía, y porque era barato pues sólo costaba seis coronas. Todos los que iban a la taberna, incluido el dueño y la dueña, se hicieron analizar la orina. Sólo se resistió el empleado del Banco a pesar de que aquel hombre lo seguía al retrete y le decía muy preocupado al salir: «Señor Shorhowsky, no sé, su orina no me gusta. Orine en una botella antes de que sea demasiado tarde». Al final lo convenció. Al empleado le costó seis coronas y el caballero le endulzó el análisis como es debido, como había hecho con todos los de la taberna sin exceptuar ni siquiera al dueño, pues decía siempre a cada uno que su caso era muy serio, que no tenía que beber más que agua, que no podía fumar ni casarse y que sólo podía comer verduras. Bueno, el empleado se enfadó mucho con él y eligió al casero como instrumento de su venganza porque sabía que el casero era un hombre muy basto. Bien, una vez le dijo al caballero de los análisis de orina que de un tiempo acá su casero no se encontraba bien y que quería que fuera a su casa a las siete de la mañana por su orina, para que se la analizase. Y fue. El casero todavía estaba durmiendo y el caballero lo despertó diciéndole amablemente: «Mucho gusto, señor Malek, buenos días. Aquí está la botella. Le ruego tenga la bondad de orinar en ella y de darme seis coronas». Entonces se armó la gorda. El casero, en calzoncillos como iba, saltó de la cama, agarró al caballero por el cuello y lo echó en el arca y allí se quedó. Cuando lo sacó cogió una correa y tal cual, en calzoncillos, lo persiguió Tschelakowskygasse abajo. El caballero gritaba como un perro al que le han pisado la cola. En la Hawlitschekgasse se metió de un salto en un tranvía. Al casero lo detuvo un policía. Se pelearon. Como el casero iba en calzoncillos y se le salió todo lo metieron en su coche y lo llevaron a la comisaría. En el coche gritó como un loco: «¡Ladrones! ¡Ya os enseñaré a analizarme la orina!». Estuvo en la cárcel seis meses por violencias públicas y ofensas a la policía y cuando le anunciaron el fallo cometió ofensas contra la casa reinante, de manera que todavía está en la cárcel y por eso digo que cuando uno quiere vengarse quien se las carga es siempre un inocente.

Mientras tanto Baloun estuvo meditando algo y al final muerto de miedo preguntó:

—Por favor, sargento, ¿entonces cree que debido a la guerra con Italia nos darán raciones más pequeñas?

—Eso está más claro que el agua —contestó Wanék.

—¡Jesús, María! —exclamó Baloun, escondió la cabeza en las manos, y se sentó en un rincón y no dijo nada más.

De esta manera terminó en este vagón el debate sobre Italia.

Como el famoso teórico de la guerra Biegler ya no se encontraba en el vagón de la plana mayor, seguro que la charla sobre la nueva situación creada por la entrada de Italia en la guerra hubiera sido muy aburrida si el teniente segundo Dub, de la tercera compañía, no hubiera sustituido en cierto modo al cadete.

De paisano, el teniente Dub era profesor de checo y ya entonces había mostrado gran inclinación por manifestar su lealtad siempre que era posible. A sus alumnos les hacía escribir redacciones sobre la historia de la casa de Habsburgo. El temor de los alumnos de clases inferiores eran el emperador Maximiliano cuando subió a una roca y no podía bajar, José II como labrador y Fernando el bueno. En las clases superiores los temas eran más complicados; uno de los de séptimo fue por ejemplo: «El emperador Francisco José I como promotor de las ciencias y de las artes». A consecuencia de esta redacción se expulsó a un alumno de todas las escuelas de enseñanza media de la monarquía austrohúngara. El alumno había escrito que el acto más hermoso de este gran monarca había sido la construcción del puente del emperador Francisco José, en Praga.

Dub procuraba siempre que el día del aniversario del emperador y en otras solemnidades semejantes todos los alumnos cantaran con entusiasmo el himno nacional. En sociedad no era estimado pues constaba que denunciaba a sus colegas. En la ciudad donde dada sus clases formaba parte del trío de mayores tontos y asnos, que estaba compuesto por él, el capitán del distrito y el director del Instituto. En este estrecho círculo aprendió a hacer política en el marco de la monarquía austrohúngara.

También ahora expuso sus opiniones con la voz y el tono de los profesores chapados a la antigua:

—Con todo, la conducta de Italia no me ha sorprendido lo más mínimo; la esperaba hace ya tres meses. Está claro que en los últimos tiempos, a consecuencia de la victoriosa guerra con Turquía por Trípoli, Italia se ha vuelto mucho más orgullosa. Además confía demasiado en su flota y en los votos de la población de nuestros países marítimos y del sur del Tirol. Antes de la guerra ya le dije al capitán de nuestro distrito que nuestro gobierno no debía subestimar el movimiento irredentista del Sur. Él me dio la razón porque todo hombre agudo que se interesa por el mantenimiento de nuestro imperio hace tiempo que tiene que haberse dado cuenta de que si no presta atención a semejantes elementos no sé adónde iremos a parar. Recuerdo claramente que hace unos dos años, charlando con el capitán del distrito, le dije que Italia (era la época de la guerra de los Balcanes, cuanto el asunto de nuestro cónsul Prochazka) estaba esperando la primera oportunidad para traicionarnos y atacarnos. ¡Y ya estamos! —gritó como si todo el mundo se peleara con él a pesar de que los oficiales activos que se encontraban allí pensaban que ese civil que estaba hablando les importaba un rábano.

—Es cierto que en la mayoría de los casos —prosiguió en un tono más moderado— incluso en los trabajos escolares, se ha olvidado nuestra antigua relación con Italia, aquellos días grandes de los gloriosos ejércitos, tanto los del año 1848 como los del año 1866, de los que se habla en las órdenes de la brigada de hoy. Pero yo siempre he cumplido mi deber y ya antes de que se acabara el curso escolar, poco antes de que estallara la guerra, les di a mis alumnos el siguiente ejercicio de estilo: «Nuestros héroes en Italia desde Vicenza, a Custozza, o…»

Y el estúpido teniente Dub añadió solemnemente:

—«¡…la sangre y la vida por los Habsburgo. Por una Austria íntegra, unida y grande!»

Guardó silencio esperando al parecer que todos los que se encontraban en el vagón de la plana mayor hablaran también de la nueva situación, con lo que les hubiera demostrado que ya hacía cinco años que había presentido la conducta de Italia frente a sus aliados. Pero se equivocó, pues el capitán Sagner, al que el ordenanza Matuschitz trajo de la estación la edición de la tarde del Pester Lloyd dijo mirando al periódico:

—Fíjate, aquellos vieneses que vimos en Bruck actuaron aquí ayer en el escenario del Pequeño Teatro.

Y así terminó el debate sobre Italia en el vagón de la plana mayor.

El ordenanza del batallón Matuschitz y Batzer, el asistente del capitán Sagner, hablaban de la guerra con Italia desde un punto de vista puramente práctico, pues hacía muchos años, cuando todavía cumplían su servicio activo, habían tomado parte en unas maniobras en el sur del Tirol.

—¡Vaya carnicería va a haber cuando suban estas montañas! —dijo Batzer—. El capitán Sagner tiene un montón de maletas. Claro que yo soy de los montes, pero coger la escopeta e ir a buscar liebres en el señorío de Schwarzenberg es cosa distinta.

—Bueno, eso si nos llevan a Italia. A mí tampoco me gustaría andar con órdenes de un lado a otro por las montañas y glaciares. Y luego la comida de allá abajo no es más que polenta y aceite —añadió tristemente.

—¿Y por qué iban a mandarnos precisamente a las montañas? —dijo Batzer excitado—. Nuestro regimiento ya ha estado en Serbia, en los Cárpatos, ya he acarreado por las montañas las maletas del capitán y las he perdido dos veces, una en Serbia y la otra en la frontera italiana. Y respecto a la comida —escupió y se volvió confidencialmente a Matuschitz—: ¿sabes?, en mi tierra, en Bergreichenstein, hacemos unas albondiguillas de pasta de patata… Primero se cuecen, luego se bañan en huevo y pan y se fríen con grasa.

La palabra grasa la pronunció con una voz misteriosamente solemne.

—Y si hay choucroute mejor —añadió melancólico—. Entonces los macarrones ya pueden irse adonde quieran.

Y así terminó su conversación sobre Italia.

Como ya hacía dos horas que el tren estaba en la estación en los demás vagones dominaba una idea: probablemente se cambiará la ruta del tren y lo llevarán a Italia. A favor de ello hablaba también el hecho de que mientras tanto estaban ocurriendo cosas extrañas con el transporte. Volvieron a hacer salir a todo el mundo de los vagones, entró la inspección de sanidad con el servicio de desinfección y roció todos los vagones con lisol, cosa que fue muy mal recibida, sobre todo donde había provisiones.

Pero órdenes son órdenes. La comisión de sanidad había recibido la orden de desinfectar todos los vagones del transporte número 728, por lo cual roció tranquilamente con lisol los montones de provisiones. En eso se notaba claramente que estaba ocurriendo algo especial.

Luego volvieron a meterlos a todos en el tren y al cabo de media hora los sacaron de nuevo porque estaba visitando el transporte un general tan mayor que a Schwejk le pareció en seguida que lo más natural era llamarlo abuelo. De pie en la segunda fila le dijo al sargento Wanék:

—¡Pero si es un vejestorio!

Y el viejo general, acompañado por el capitán Sagner, pasó junto a la tropa, se detuvo ante un soldado joven y le preguntó en cierto modo para entusiasmarlos a todos, de dónde era, qué edad tenía y si poseía un reloj. El soldado tenía uno pero como pensó que el viejo le daría otro dijo que no. Entonces el viejo general, con una sonrisa tan idiota como la que solía tener el emperador Francisco José cuando se dirigía al alcalde de cualquier ciudad, dijo:

—Está bien, está bien.

Entonces se dirigió al cabo de al lado y lo honró preguntándole si tenía esposa.

—A sus órdenes —gritó el cabo—. No estoy casado.

El general repitió «está bien, está bien» con su afable sonrisa.

Luego, con la candidez típica de los ancianos el general pidió al capitán Sagner que contara a la tropa delante suyo y se colocaran en una fila de a dos. Un segundo más tarde se oyó:

—Primero, segundo, primero, segundo, primero, segundo… Al viejo general eso le gustaba mucho. En casa tenía dos asistentes y solía alinearlos delante suyo y hacerles contar: primero, segundo, primero, segundo…

En Austria había muchos generales como éste.

Una vez pasada felizmente la inspección durante la que el general no escatimó alabanzas para el capitán Sagner, se dio permiso a la tropa para moverse libremente en el recinto de la estación pues había llegado el comunicado de que no saldrían hasta dentro de tres horas. Así pues los soldados se fueron a pasear, a ver qué pasaba por allí, pues el tráfico era muy intenso en todas las estaciones. De vez en cuando un soldado pedía cigarrillos.

Era evidente que el primer entusiasmo que se había manifestado en la solemne salutación de los transportes en las estaciones había disminuido notablemente y en su descenso se había llegado incluso a la mendicidad.

Una comisión de la «Asociación para saludar a los héroes» se presentó al capitán Sagner. Dicha comisión estaba compuesta por dos fatigadas viejecitas que hicieron entrega de un regalo destinado al batallón: veinte cajas de pastillas refrescantes, artículos de propaganda de una fábrica de azúcar de Pest. Las cajas de hojalata en las que se encontraban estas pastillas eran muy bonitas. En la tapa había pintado un soldado húngaro estrechando la mano a un guerrero austríaco y encima brillaba la corona de San Esteban. Alrededor había la siguiente inscripción en húngaro y en alemán: «Por el emperador, Dios y la patria».

La fábrica de dulces era tan leal que daba preferencia al emperador.

Cada una de las cajitas contenía ochenta pastillas de manera que en total tocaban a cinco pastillas para tres personas. Además las consumidas y cansadas viejecitas traían un gran paquete con diversas oraciones escritas por el arzobispo de Budapest, Gésza von Szatmar–Budafal. Estaban impresas en alemán y en húngaro y contenían las más tremendas maldiciones contra todos los enemigos. Estas oraciones estaban éscritas con tal pasión que al final sólo les faltaba el insultante: «Baszom a Kristusmarjat!». [42]

Según el respetable arzobispo el buen Dios tenía que hacer fideos y gulasch pimentado con todos los rusos, ingleses, serbios, franceses e italianos. El bondadoso Dios tenía que bañarse en la sangre de los enemigos y matarlos a todos como había hecho con los niños el bruto de Herodes.

El respetable arzobispo de Budapest empleaba en sus oraciones por ejemplo estas bonitas frases:

«Dios bendiga vuestras bayonetas para que atraviesen el vientre de vuestros enemigos. Que Dios todopoderoso dirija el fuego de los cañones sobre las cabezas de las planas mayores enemigas. Dios misericordioso haga que todos los enemigos se ahoguen en la sangre de sus propias heridas, heridas que vais a abrir vosotros».

Por eso hay que volver a repetir que a estas oraciones no les faltaba más que el «Baszom a Kristusmarjat!» como final. Después de entregar todo esto las dos damas expresaron al capitán Sagner su desesperado deseo de presenciar el reparto de los regalos. Una de ellas tuvo incluso valor para decir que con este motivo le gustaría dirigir unas palabras a los soldados, a los que llamaba «nuestros valerosos guerreros».

Ambas se mostraron muy ofendidas cuando el capitán Sagner denegó su deseo. Mientras tanto sus patrióticos donativos pasaban al vagón en el que se encontraba el almacén. Las respetables damas pasaron a través de las filas de soldados y una de ellas no dejó perderse la oportunidad de acariciar a un barbudo militar. Era un tal Schimek, de Budweis, que no sabía nada de la alta condición de las damas y cuando se fueron les dijo a sus amigos:

—¡Vaya frescas! Si al menos fueran guapas. Parecen avestruces que no tienen más que patas. Y así, sin más, quieren andarse con los soldados.

La estación estaba muy animada. El suceso de Italia hizo que se originara cierta confusión, pues dos transportes de artillería habían sido detenidos y enviados a Estiria. También había un transporte de bosnios que por motivos desconocidos hacía dos días que estaba esperando en completo olvido y abandono. Durante estos dos días los bosnios no habían comido y andaban por Nueva Pest mendigando pan. En sus excitadas conversaciones los olvidados bosnios gesticulaban y decían:

Jeben ti boga, jeben ti duschu, jeben ti majku.

Luego el batallón del 91 volvió a reunirse y todos ocuparon de nuevo sus lugares en los vagones, pero poco después llegó el ordenanza del batallón Matuschitz con la noticia de que no saldrían hasta dentro de tres horas. Así pues se volvió a dar permiso a la tropa para que abandonara de nuevo los vagones.

Poco antes de que saliera el tren el teniente Dub entró muy excitado en el vagón de la plana mayor y pidió al capitán Sagner que mandara encerrar a Schwejk. El teniente Dub, que era conocido como soplón cuando era profesor de Instituto, gustaba de charlar con los soldados para descubrir sus ideas y al mismo tiempo para aleccionarlos y explicarles por qué luchaban y para qué lo hacían.

En su ronda había visto a Schwejk junto a un farol de la estación contemplando con interés el cartel de una lotería de guerra. Ese cartel representaba a un soldado austríaco atravesando contra la pared a un barbudo cosaco. El teniente Dub le dio unas palmadas en los hombros y le preguntó si le gustaba.

—A sus órdenes, mi teniente —contestó Schwejk—. Eso es una tontería. Ya he visto muchos carteles estúpidos pero tanto como éste, jamás.

—¿Qué es lo que no le gusta? —preguntó el teniente Dub.

—Mi teniente, lo que no me gusta de este cartel es la manera con que el soldado maneja el arma que se le ha confiado. Podría rompérsele la bayoneta con la pared y además todo, en conjunto, es completamente inútil: por hacer esto lo castigarían porque el ruso tiene las manos en alto y se ha entregado. Es un prisionero y con los prisioneros hay que comportarse como es debido pues en el fondo son personas.

El teniente Dub siguió indagando el modo de pensar de Schwejk y le preguntó:

—Entonces este ruso le da lástima, ¿no es así?

—A mí me dan lástima los dos, mi teniente: el ruso porque lo han atravesado y el soldado porque por hacerlo van a encerrarlo. Tiene que haber roto la bayoneta, mi teniente. Es inútil, la pared parece de piedra y el acero es frágil. Antes de la guerra, cuando cumplía el servicio, tuvimos en la compañía a un teniente segundo. Ni un viejo soldado hubiera podido expresarse como él. En el campo de ejercicios decía:

«Cuando se dice '¡Firmes!', tienes que sacar los ojos como un gato que hace sus necesidades en la comida». Pero por lo demás era una persona muy cabal. Una vez por Navidad se volvió loco, compró para la compañía todo un carro de cocos y desde entonces sé cuán frágiles son las bayonetas: a la mitad de la compañía se les rompieron con estos cocos y nuestro teniente mandó encerrarnos a todos y no pudimos salir del cuartel en tres días. El teniente tuvo arresto de cuartel…

El teniente Dub miró enfadado al ingenuo rostro del valeroso soldado Schwejk y le preguntó encolerizado:

—¿Me conoce?

—Lo conozco, mi teniente.

Al teniente Dub se le salieron los ojos de las órbitas y empezó a patalear.

—¡Le digo que todavía no me conoce!

Schwejk contestó con desprevenida tranquilidad, como si diera un parte:

—Sí que le conozco, mi teniente. Usted es de nuestro batallón.

—¡Todavía no me conoce! —volvió a gritar el teniente Dub—. Usted conoce tal vez mi lado bueno, pero cuando conozca el malo se quedará pasmado: soy malo, hago llorar a todo el mundo. Bueno, ¿me conoce o no?

—Lo conozco, mi teniente.

—¡Por última vez le digo que no me conoce, asno! ¿Tiene hermanos?

—A sus órdenes, mi teniente, tengo uno.

Viendo el candoroso rostro de Schwejk el teniente Dub se encolerizó y sin poder contenerse más tiempo gritó:

—¡Entonces su hermano será un animal, como usted! ¿Qué es?

—Es profesor, mi teniente. También ha estado en el ejército y ha aprobado el examen de oficial.

El teniente Dub miró a Schwejk como si quisiera atravesarlo. Schwejk aguantó su maligna mirada con gran dignidad y la conversación entre ambos terminó con la palabra:

—¡Retírese!

Así pues cada cual siguió su camino pensando en sus cosas. El teniente Dub pensaba que conseguiría que el capitán Sagner mandara encerrar a Schwejk y éste por su parte pensaba que ya había visto muchos oficiales tontos pero que el teniente Dub era un caso especial.

El teniente Dub, que aquellos días precisamente se había propuesto educar a los soldados, encontró nuevas víctimas detrás de la estación: dos soldados del regimiento pero de otro tren. Estaban charlando en la oscuridad en un chapurreado alemán con dos de las callejeras que paseaban a docenas alrededor de la estación.

Schwejk, que estaba ya algo lejos, oyó todavía con claridad la voz del teniente Dub:

—¿Me conocen?

—¡Pues os digo que no me conocéis!

—¡Pero cuando me conozcáis!

—¡Tal vez conocéis mi lado bueno.

—¡Os digo que cuando conozcáis mi lado malo!

—¡Os haré llorar, asnos!

—¿Tenéis hermanos?

—¡Serán tan animales como vosotros! ¿Qué eran? ¿En intendencia? Está bien. Tened en cuenta que sois soldados. ¿Sois checos? ¿Sabéis que Palacky dijo que si Austria no existiera tendríamos que crearla? ¡Retírense!

Sin embargo en conjunto la ronda del teniente Dub no dio ningún resultado positivo. Detuvo todavía a tres grupos de soldados pero sus aspiraciones pedagógicas de «hacer llorar» fracasaron totalmente. El material que se arrastraba al campo de batalla era de tal índole que al mirarlos a los ojos el teniente Dub sentía que todos ellos pensaban cosas desagradables de él. Estaba herido en su orgullo y el resultado fue que antes de que saliera el tren pidió al capitán Sagner que mandara encerrar a Schwejk. Motivó la necesidad de aislar al valeroso soldado Schwejk en sus modales desmedidamente desvergonzados y calificó de «observaciones malignas» a las sinceras respuestas de Schwejk a su última pregunta.

Si se seguía así el cuerpo de oficiales perdería toda su dignidad a los ojos de la tropa, cosa que ninguno de los oficiales ponía en duda. Él mismo antes de la guerra había dicho al capitán del distrito que todos los jefes tenían que procurar conservar cierta autoridad frente a sus subordinados. El capitán del distrito también era de este parecer. Y especialmente ahora con la guerra cuando más cerca se estaba del enemigo más necesario era mantener algo asustados a los soldados. Por esto deseaba que se castigara a Schwejk.

El capitán Sagner, que como oficial en activo odiaba a todos esos oficiales de reserva de las diferentes ramas civiles, hizo notar al teniente Dub que estas denuncias sólo podían hacerse en forma de parte y no de cualquier manera como un verdulero que regatea el precio de las patatas, y que tratándose de Schwejk la primera autoridad a la que éste estaba sometido era el teniente Lukasch, que esas cosas sólo se liquidaban por medio de un parte y que luego pasaban de la compañía al batallón, cosa que el teniente tal vez ya sabía. Si Schwejk había hecho algo se presentaría al parte de la compañía, y en caso de que apelara al del batallón. Si el teniente Lukasch lo deseaba y consideraba la historia del teniente Dub como una acusación abierta no tenía nada que objetar a que se interrogara a Schwejk.

El teniente Lukasch no puso objeción alguna, sólo observó que él mismo sabía que el hermano de Schwejk era en efecto profesor y oficial de reserva.

El teniente Dub vaciló y dijo que sólo había pedido un castigo en sentido amplio, que era posible que Schwejk no supiera expresarse bien y que por eso sus respuestas daban una impresión de frescura, maldad y desprecio por los superiores.

Aparte de eso, a través de toda su conducta se veía que Schwejk tenía muy pocas luces.

Y así fue como se desencadenó toda una tormenta sobre la cabeza de Schwejk sin que se hubiera visto un solo rayo. En el vagón en que se encontraba la oficina y el almacén del batallón, Bautanzel, su sargento de oficina, dio con gran desprecio a dos escribientes un puñado de pastillas de las cajitas destinadas a todo el batallón. El hecho de que lo que estaba destinado a la tropa, como las desgraciadas pastillas, tuviera que sufrir la misma manipulación en la oficina era cosa de cada día.

Durante la guerra esto era completamente natural, e incluso cuando se demostraba en la inspección que no se había robado, todos los sargentos de oficina eran sospechosos de pasarse del presupuesto y de cometer ciertos fraudes para volver a ponerlo todo en orden.

Por esto, mientras todos se atiborraban de pastillas para disfrutar al menos de esa porquería ya que no había ninguna otra cosa que robar, Bautanzel habló de las tristes circunstancias de aquel viaje.

—Ya he ido al frente con dos batallones pero jamás he tenido un viaje tan pesado como éste. Si, amiguitos, en otra ocasión antes de llegar a Eperjes nos dieron montañas de todo lo que uno pueda imaginar. Yo escondí diez mil «memfis», dos bolas de gruyere, trescientas conservas y luego cuando nos fuimos a las trincheras de Bartfeld los rusos de Eperjes nos cortaron la comunicación con Musin y entonces hicimos negocios. Di una décima parte para el batallón como si lo hubiera ahorrado y el resto lo vendí en intendencia. Teníamos un mayor llamado Sojka que era una buena pieza. De héroe no tenía nada y prefería venirse a intendencia con nosotros porque allá arriba se oían las balas y los proyectiles. Y siempre venía a vernos con el pretexto de que tenía que comprobar que se hiciera buena comida para los soldados del batallón. Generalmente bajaba a vernos cuando había llegado la noticia de que los rusos se estaban preparando de nuevo: entonces le temblaba todo el cuerpo y tenía que beber ron en la cocina y luego inspeccionaba todas las cocinas que había alrededor del tren de impedimenta porque no se podía subir a las trincheras y había que llevarles la comida por la noche. Entonces el alboroto era tan grande que de cocina de oficiales no había ni que hablar. Los alemanes del Reich ocuparon un camino hacia el interior que había libre y ellos se quedaban lo mejor y se lo comían todo de manera que a nosotros ya no nos quedaba nada. Durante todo este tiempo no conseguí ahorrar más que un cochinillo que nos hicimos ahumar y para que el mayor Sojka no se enterara lo escondímos a una hora de distancia, en artillería, donde yo tenía un amigo que era sargento. Cuando el mayor venía a vernos siempre probaba la sopa. Es cierto que no era posible hacer mucha carne, sólo los cerdos o vacas flacas que podían conseguirse en los alrededores. Además los prusianos nos hacían la competencia y en la requisición de ganado daban el doble. Durante todo el tiempo que pasamos en Bartfels comprando carne sólo pudimos ahorrar poco más de mil doscientas coronas y la mayor parte de las veces en lugar de dinero dábamos cheques con sello del batallón, sobre todo al final, cuando supimos que teníamos a los rusos en Radwany por el este y en Podolin al oeste. Lo peor era trabajar con la gente de allí, que no sabía ni leer ni escribir. Todos firmaban sólo con tres cruces y como nuestra intendencia lo sabía cuando iba alguien por dinero no se podía presentar un recibo falso en el que se dijera que se les había dado dinero. Eso sólo se puede hacer en los lugares en que la gente es culta y sabe firmar. Y luego, como ya he dicho, los prusianos pagaban más que nosotros y al contado y en todas partes adonde íbamos nos miraban como si fuéramos ladrones y encima la intendencia dió una orden de que los recibos firmados con las crucecitas tenían que pasar el control de contaduría de campaña. Y tipos de ésos los había a montones. Uno de ellos vino y comió y bebió cuanto quiso y al día siguiente fue a denunciarnos. El mayor Sojka metía la nariz en todas partes, ya podéis creerme, y una vez sacó de la marmita la carne de toda la cuarta compañía. Empezó con la cabeza de cerdo diciendo que no estaba suficientemente hecha y dejó que se cociera un poco más. Es cierto que entonces no había mucha carne: llegaron para toda la compañía unas doce raciones de las de antes, pero él se lo comió todo, luego probó la sopa y armó un escándalo diciendo que parecía agua, que qué significaba sopa de carne sin carne, mandó que añadieran harina tostada y echó los últimos macarrones que yo había ahorrado en todo aquel tiempo. Pero eso no me molestó tanto como el hecho de que con la harina tostada iban dos kilos de mantequilla que había ahorrado en la última época en que hubo cocina de oficiales. La tenía en una estantería, encima del caballete. Él me preguntó a gritos de quién diablos era. Entonces le dije que según el presupuesto para la alimentación de los soldados tocaban a quince gramos de mantequilla a cada uno o veintiún gramos de grasa y que como las provisiones de mantequilla eran suficientes allí estaba hasta que pudiera darse a cada soldado lo que le tocaba. El mayor Sojka se excitó mucho, empezó a gritar diciendo que yo probablemente esperaba que vinieran los rusos y se nos llevaran los dos últimos kilos de mantequilla, que si la sopa no tenía mantequilla había que echársela en seguida. Entonces perdí todas las provisiones y, podéis creerme, siempre que ese mayor venía me traía mala suerte. Cada vez tenía el olfato más fino de manera que descubrió en seguida todas mis provisiones. Un día que había ahorrado hígado de buey y pensaba estofármelo se arrastró directamente debajo del caballete y lo sacó. A sus voces le dije que el hígado estaba destinado a ser enterrado, que por la mañana lo había verificado un herrador de la artillería que había hecho un curso de veterinaria. El mayor agarró a un soldado raso de intendencia y luego se asó el hígado allá arriba, debajo de las rocas, y ésta fue su perdición, pues los rusos vieron su fuego y dispararon contra él y contra la marmita. Entonces fuimos a ver qué había pasado y no se podía reconocer si el hígado que había sobre las rocas era el del buey o el del mayor…

Después llegó la noticia de que se saldría al cabo de cuatro horas. El tramo hasta Hatwan estaba obstruido por los trenes que transportaban heridos. Además en las estaciones se difundió el rumor de que en Jagr un tren de sanidad con enfermos y heridos había chocado con uno de municiones.

Al parecer habían salido de Pest trenes de socorro.

La fantasía de todo el batallón empezó a trabajar inmediatamente. Se hablaba de doscientos muertos y heridos y se decía que el choque se había premeditado para que no salieran a la luz del día las estafas en la alimentación de los enfermos. Esto motivó una dura crítica contra la insuficiente alimentación de los soldados y sobre los ladrones que había en todas las oficinas y en los almacenes.

La mayor parte opinaba que Bautanzel, el sargento de oficina del batallón, y los oficiales se lo repartían todo: mitad y mitad.

El capitán Sagner anunció en el vagón de la plana mayor que según el itinerario ya debiera estar en la frontera de Galitzia, que en Jagr hubieran tenido que recibir pan y conservas para tres días, que hasta allí faltaban todavía diez horas y que en Jagr había tantos trenes de heridos en la ofensiva de Lemberg que según el telegrama ya no quedaba ni un pan ni una conserva. Él había recibido la orden de pagar a cada hombre seis coronas y setenta y dos héller cuando se entregaran las pagas en el caso de que hasta entonces recibiera dinero de la brigada. Él solo tenía poco más de doce mil coronas de fondos.

—Pero esto es una cochinada por parte del regimiento —dijo el teniente Lukasch—. ¡Enviarnos al mundo en tal indigencia!

El alférez Wolf y el teniente Kolarsch murmuraron que el coronel Shröder en las últimas tres semanas había enviado dieciséis mil coronas a la cuenta que tenía en un banco de Viena.

Entonces el teniente Kolasch explicó la manera de hacer ahorros. Se roban seiscientas coronas al regimiento, se meten en el propio bolsillo y siguiendo una consecuente lógica se da la orden en todas las cocinas de quitarle a cada hombre tres gramos de garbanzos al día. Al cabo de un mes esto hace noventa gramos por persona y en cada una de las cocinas de la compañía se habrá ahorrado al menos dieciséis kilos de garbanzos que el cocinero tiene que entregar.

El teniente Kolarsch y Wolf se explicaban sólo algunos casos concretos que habían observado.

Sin embargo era cierto que en toda la administración militar abundaban los casos como éste. Empezaba con el sargento de oficina de una compañía y terminaba con el acaparador vestido de uniforme que amontonaba provisiones para el invierno que debía seguir a la guerra.

La guerra exigía valentía, incluso para robar.

Los intendentes se miraron cariñosamente como si quisieran decir: tenemos cuerpo y alma, compañero. Robamos, estafamos, hermanito, pero tú no puedes evitarlo; es difícil nadar contra la corriente. Si no lo coges tú se lo lleva otro y encima dice que tú no robas porque ya has acumulado suficiente.

Un caballero con galones rojos entró en el vagón. Era otro general que estaba inspeccionando las vías.

—Siéntense, caballeros —dijo saludando amablemente contento de haber vuelto a sorprender a otro transporte cuya permanencia en la estación desconocía.

El capitán Sagner quiso darle el parte pero él hizo solamente un gesto con la mano.

—Su transporte no está en orden. Su transporte no duerme. Su transporte ya debería estar durmiendo. Cuando los transportes se encuentran en la estación hay que acostarse a las nueve, como en el cuartel.

Y subrayando la separación entre frase y frase prosiguió:

—Los soldados deben ir a las letrinas que hay detrás de la estación antes de las nueve y luego a dormir. De lo contrario ensucian las vías por la noche. ¿Lo entiende, capitán?

Repítamelo. O no lo repita y haga lo que yo quiero que haga: toque la alarma.

Envíe a todo el mundo a las letrinas. Toque a retreta y a dormir. Compruebe si hay alguien que no esté durmiendo. Sanciónele. ¡Sí! ¿Es eso todo? La cena hay que repartirla a las seis.

Ahora estaba hablando de algo pasado, de algo que no había ocurrido y que en cierto modo estaba muy escondido, como una fantasía de las regiones de la cuarta dimensión.

—Repartir la cena a las seis —prosiguió mirando el reloj que marcaba las once y diez—. A las ocho y media alarma y letrinas, luego acostarse. Para cenar, a las seis, gulasch con patatas en vez de ciento cincuenta gramos de gruyere.

El capitán Sagner mandó dar la alarma y el general de inspección contempló la formación de los soldados paseando de un lado a otro con los oficiales a los que hablaba como si fueran idiotas y no pudieran comprender en el acto lo que decía. Y mientras hablaba les mostraba las agujas del reloj.

—Fíjense, a las ocho y media al retrete y media hora después a dormir. Es del todo suficiente. Además en esta época los soldados tienen asientos blandos. Yo concedo mucha importancia al sueño: da fuerzas para las largas marchas. Los soldados mientras están en el tren tienen que descansar. Si no hay sitio suficiente en los vagones que duerman por turnos. La tercera parte se echa con toda comodidad y duerme desde las nueve hasta medianoche y los demás se quedan de pie y miran. Luego los que han dormido primero dejan sitio al segundo grupo, que duerme desde medianoche hasta las tres. El tercer grupo duerme desde las tres hasta las seis. Luego se toca diana y van a lavarse. Durante el viaje no hay que salir sal–tan–do del vagón. Delante del transporte tiene que colocarse una patrulla para que durante el viaje los soldados no sal–ten. Si el enemigo le rompe una pierna a un soldado… —dijo golpeándose la pierna— es una cosa laudable, pero lisiarse durante el viaje por saltar del vagón sin ninguna necesidad es algo que hay que castigar. ¿De manera que éste es su batallón? —preguntó al capitán Sagner contemplando las somnolientas figuras de los soldados, muchos de los cuales no podían aguantarse y bostezaban en el fresco aire de la noche—. Este batallón bosteza mucho, capitán. La tropa tiene que ir a dormir a las nueve.

El general se dirigió a la compañía 11, en cuya ala izquierda se encontraban Schwejk, que al bostezar se tapaba educadamente la boca con la mano, pero detrás de la mano se oyó tal zumbido que el teniente Lukasch tembló temiendo que llamara la atención del general. Le dio la impresión de que Schwejk bostezaba a propósito.

Y el general de brigada se volvió como si conociera a Schwejk y se acercó a él.

—¿Bohemio o alemán?

—A sus órdenes, mi general; bohemio.

—Bien —dijo el general de brigada, que era polaco y entendía un poco el checo—: gruñes como las vacas. Stul pysk, drsch gubu, nehutsch! ¿Has ido ya a la letrina?

—A sus órdenes, mi general. No.

—¿Por qué no has ido con los demás?

—A sus órdenes, mi general. Durante las maniobras de Pisek, cuando durante el descanso los soldados iban arrastrándose a los trigales, el coronel Wachtl nos decía que los soldados no han de pensar todo el rato en hacer sus necesidades, que deben pensar en la lucha. Además, ¿qué íbamos a hacer en la letrina? No hay nada que sacar. Según nos han dicho, nos hubieran tenido que dar comida en algunas estaciones, pero no nos han dado. ¡Yo no voy a la letrina con el estómago vacío!

Después de exponer la situación con palabras tan sencillas, miró Schwejk al general con tal confianza que éste pudo leer en su mirada una súplica de ayuda. Cuando se da la orden de ir a la letrina, tiene que haber un motivo.

—Mándelos a todos otra vez al vagón —dijo el general al capitán Sagner—. ¿Cómo es que la tropa no ha cenado? Todos los transportes que pasan por esta estación tienen que recibir cena. Aquí hay un puesto de avituallamiento. Siempre sucede de este modo, hay un plan preestablecido.

El general dijo esto con una seguridad que significaba que ya eran las once de la noche y que como ya había observado antes la cena había que repartirla a las seis y que por tanto no quedaba más remedio que dejar el tren estacionado toda la noche y todo el día hasta las seis de la tarde para que los soldados recibieran su gulasch con patatas.

—No hay nada peor que olvidar la alimentación de los soldados cuando se les lleva a la guerra —dijo con gran serenidad—. Yo tengo la obligación de comprobar qué pasa en la oficina del comando de estación, pues a veces tienen la culpa los mismos comandantes del transporte, señores. Al inspeccionar la estación de Sabatka en el sur de Bosnia, comprobé que seis transportes no habían recibido cena. En la estación habían hecho gulasch con patatas seis veces pero nadie lo había pedido y tuvieron que tirarlo. Era un sumidero de patatas y gulasch, señores. Y tres éstaciones más allá los soldados de aquel transporte que habían pasado por Sabatka junto a montones de gulasch sin verlo, tuvieron que mendigar pan en la propia estación. Como ven la culpa no fue de la administración militar. Hizo un gesto violento con la mano.

—Los comandantes del transporte no cumplieron con su deber. Vayamos a la oficina.

Y preguntándose por qué todos los generales se habían vuelto locos le siguieron todos.

En el comando se descubrió que en realidad no sabían nada del gulasch. Cierto es que hubieran tenido que cocinar para todos los transportes que pasaban por allí, pero luego había llegado la orden de descontar setenta y dos héller por persona en alimentación, de manera que todos los cuerpos del ejército que pasaban por allí tenían un saldo de setenta y dos héller por persona que la intendencia debía entregarles con la próxima paga. Respecto al pan, cada soldado recibiría medio panecillo en la estación de Watian.

El comandante de la estación de avituallamiento no tenía miedo alguno y dijo al general que las órdenes cambiaban cada hora, que él había preparado el rancho para todos los transportes pero que si llegaba un tren de sanidad con una orden superior no había nada que hacer, el transporte se enfrentaba con el problema de las marmitas vacías.

El general de brigada hizo con la cabeza un gesto de aprobación y observó que decididamente la situación estaba mejorando. A empezar la guerra había sido mucho peor; las cosas no salían a la primera sino que era necesaria mucha experiencia y práctica. En realidad la teoría paralizaba la práctica. Cuanto más durara la guerra tanto más orden se llegaría a conseguir.

—Puedo darles un ejemplo práctico —dijo entusiasmado por habérsele ocurrido algo extraordinario—: hace dos días los transportes que pasaron por la estación de Hatwan no recibieron pan y en cambio a ustedes se lo van a dar. Ahora vayamos al restaurante.

En el restaurante de la estación el general volvió al tema de las letrinas y añadió que era muy feo que las vías estuvieran llenas de cactus. Y mientras hablaba comía un bistec y daba la impresión que en su boca había un cactus dando vueltas.

El general concedía gran importancia a las letrinas, como si la victoria de la monarquía dependiera de ellas.

Respecto a la nueva situación provocada por el asunto de Italia dijo que la innegable ventaja de las compañías italianas descansaba precisamente en las letrinas de nuestro ejército.

La victoria de Austria era causada por las letrinas.

El general de brigada lo encontraba todo muy sencillo. El camino a la gloria era esta receta: «A las seis los soldados reciben gulasch con patatas, a las ocho y media se van a la letrina y a las nueve a dormir. Ante un ejército así el enemigo huye despavorido».

El general quedó pensativo, se encendió un «operas» y contempló el techo durante largo rato. Estaba pensando qué más podía decir ya que se encontraba allí y de qué manera podía aleccionar a los oficiales del batallón.

—El núcleo de su batallón está sano —dijo de repente cuando todos esperaban que seguiría contemplando el techo en silencio—, absolutamente sano. El hombre con el que he hablado despierta las mejores esperanzas respecto a los demás por su sinceridad y actitud militar. Seguro que dará hasta la última gota de su sangre.

Enmudeció y apoyado en el respaldo de su sillón volvió a mirar al techo. Luego, sin cambiar de posición, siguió hablando. El teniente Dub, siguiendo los impulsos de su alma eslava fue el único que también miró al techo, como el general.

—Pero el batallón necesita que sus hechos no caigan en el olvido. Los batallones de su brigada ya tienen una historia que el suyo debe continuar. Y a ustedes les falta precisamente el hombre que tome notas exactas y escriba la historia del batallón: Todos los hilos deben llegar a él. Él tiene que saber qué hace cada una de las compañías. Tiene que ser un hombre inteligente, ningún animal, ningún tonto. Capitán, tiene que nombrar un cronista para que escriba la historia del batallón. Luego miró el reloj de pared cuyas agujas recordaron a la dormida reunión que ya era hora de marcharse.

El grupo de inspección general se encontraba delante de la estación. El general pidió a los caballeros que lo formaban que lo acompañaran a su coche cama.

El comandante de la estación suspiró. El general no se acordó de pagar su bistec y su botella de vino. El comandante tuvo que volver a pagarlo de su bolsillo. Cada día había visitas de esta clase. En ello había invertido ya dos carretadas de heno que había hecho llevar a una vía muerta y que había vendido a la firma Löwenstein, proveedora del ejército. El erario había vuelto a comprar esos dos vagones pero los había dejado allí como medida de seguridad. Tal vez tendría que volver a venderlos a la firma Löwenstein. Por esto todos los inspectores que pasaban por la estación principal de Budapest decían que el comandante de la estación daba muy bien de comer.

Por la mañana el transporte todavía estaba en la estación. Se tocó diana, los soldados se lavaron con sus cuencos en las bombas. El general y su séquito todavía no se habían ido: él estaba inspeccionando personalmente las letrinas a las cuales se dirigían todos los grupos, siguiendo la orden del día del batallón y dirigidos por sus comandantes, para dar una alegría al general de brigada. Y para darle también una al teniente Dub, el capitán Sagner le comunicó que él, el teniente Dub, tenía inspección.

Por tanto el teniente examinó las letrinas.

En las dos filas de la amplia letrina cabían dos secciones de una compañía.

Ahora los soldados estaban agachados uno al lado del otro sobre las zanjas abiertas, como golondrinas sobre los cables de telégrafos cuando en otoño se preparan para volar hacia África.

Todos ellos se habían bajado los pantalones hasta las rodillas, tenían una correa en el cuello como si esperaran la orden de ahorcarse. Allí quedaba patente la férrea disciplina y la organización militar.

Schwejk, que había entrado por casualidad, estaba a la izquierda leyendo con interés una página arrancada de Dios sabe que novela de Rüzena Jesenka:

…pensionado las damas por desgracia

dudoso, tal vez mas

en su mayor parte en aisladas

en sus aposentos, o ma

distracción propia. Y aunque él

fue un hombre suspiró pro

mejoró pues no quería ver

la, como él mismo había deseado. Él

no era nada para la joven Keitschka.

Al levantar la vista del papel miró sin querer la puerta de la letrina y se quedó muy extrañado: estaba allí en plena revisión el general de brigada de ayer con su ayudante y con el teniente Dub, el cual le explicaba algo con gran solicitud.

Schwejk miró a su alrededor. Todo el mundo estaba sentado tranquilamente en la letrina. Sólo los grados parecían petrificados.

Schwejk sintió la gravedad de la situación.

Tal como estaba, con los pantalones bajados y la correa al cuello, empleando el papelito en el último momento, se levantó de un salto y gritó:

—¡En alto! ¡Firmes! ¡Vista a la derecha! Y saludó.

Dos secciones con los pantalones bajados y el cinturón al cuello se levantaron de la letrina.

El general de brigada sonrió amablemente y dijo:

—¡Descansen! ¡Sigan!

El sargento Marek, dando buen ejemplo a su grupo, fue el primero en volver a su anterior posición. Sólo Schwejk siguió de pie saludando; pues por un lado se le estaba acercando con aire amenazador el teniente Dub y por el otro el sonriente general.

—Le he visto esta noche —dijo el general observando la cómica postura de Schwejk, por lo que el excitado teniente Dub se dirigió a aquél:

—A sus órdenes, mi general, este hombre es tonto; es un idiota reconocido, un tonto declarado.

—¿Qué dice, teniente? —gritó el general de brigada y a grandes voces le explicó al teniente Dub que era todo lo contrario. Un hombre que sabe lo que hay que hacer cuando ve a un superior y un grado que no lo ve y lo ignora. Exactamente igual que en el campo de batalla: en tiempo de peligro toma el mando un soldado raso. Al teniente Dub era a quien correspondía dar la orden que había dado este soldado: «¡En alto! ¡Firmes! ¡Vista a la derecha!».

—¿Te has limpiado el detrás? —preguntó a Schwejk.

—A sus órdenes, mi general; todo está en orden.

Wjencej schratsch nebendzesch?

—A sus órdenes, mi general; estoy listo.

—Entonces súbete los pantalones y colócate de nuevo en posición de firmes.

Como el general pronunció este firmes un poco alto, los que estaban sentados cerca de él empezaron a levantarse. Entonces el general hizo un amable gesto con la mano y en tono suave y paternal dijo:

—No, no; podéis seguir.

Schwejk ya estaba en firmes ante el general y éste le dirigió una breve alocución en alemán:

—Respeto a los superiores, observancia del reglamento y presencia de espíritu es mucho en el ejército. Y si a todo ello se une la valentía no hay enemigo a quien temer.

Dirigiéndose al teniente Dub y dando con un dedo a Schwejk un golpe en la barriga dijo:

—Tome nota: en cuanto lleguen al frente hay que ascender inmediatamente a este hombre y en la primera ocasión proponerlo para la medalla de bronce por su escrupuloso cumplimiento del deber y por sus conocimientos… Ya sabe lo que quiero decir… ¡Retírese!

El general se alejó de la letrina mientras el teniente Dub daba las siguientes órdenes en voz alta para que aquél le oyera:

—¡Primera sección, en alto! ¡Dos en fila! ¡Segunda sección…!

Mientras tanto Schwejk salió y al pasar junto al teniente Dub le hizo la reverencia como es debido, pero éste dijo:

—¡Otra vez!

Schwejk tuvo que volver a saludar y oír de nuevo:

—¿Me conoces? ¡No me conoces! Sólo conoces mi lado bueno, pero cuando conozcas el malo te haré llorar.

Por fin Schwejk se fue a su vagón pensando:

«Una vez cuando estaba aún en el cuartel de Karolinental había un teniente llamado Chudawy que cuando se enfadaba sólo decía: “Muchachos, cuando me miréis fijaos bien en que yo soy para vosotros un puerco y mientras estéis en la compañía seguiré siéndolo”.»

Al pasar por el vagón de la plana mayor el teniente Lukasch le gritó que pidiera a Baloun que se apresurase con el café y que dejara bien cerrada la lata de leche para que no se estropeara.

Baloun estaba en el vagón con el sargento de oficina Wanék haciendo café para el teniente Lukasch en un pequeño hornillo de alcohol. Al transmitirle el recado del teniente, Schwejk se dio cuenta de que durante su ausencia todo el vagón había empezado a tomar café. Las latas de café y de leche del teniente Lukasch ya estaban medio vacías y Baloun bebía a sorbos, revolvía la leche con la cucharilla para mejorar su sabor.

Jurajda, el cocinero ocultista, y el sargento Wanék se aseguraban mutuamente que cuando llegaran nuevas conservas de café y de leche devolverían al teniente Lukasch lo que le habían quitado.

También a Schwejk le ofrecieron café pero él lo rechazó y dijo a Baloun:

—Acaba de llegar una orden del Estado Mayor por la que todo asistente que roba a su oficial una lata de café o de leche debe ser colgado en un plazo de veinticuatro horas. El teniente me ha encargado que te lo diga y también que le lleves el café ahora mismo.

El asustado Baloun arrancó al telefonista Chodounsky la ración que le había regalado hacía un momento, le calentó un poco, echó leche condensada y se fue volando al vagón de la plana mayor.

Con los ojos fuera de sus órbitas entregó al teniente Lukasch el café y mientras lo hacía pensaba que éste tenía que verle en los ojos lo que había hecho con sus conservas.

—He tardado porque no podía abrirla —balbució.

—¿Seguro que has echado leche condensada? —preguntó el teniente bebiendo un poco—. ¿O te la has comido a cucharadas como si fuera sopa? ¿Sabes lo que te espera?

Baloun suspiró y gimió:

—A sus órdenes, mi teniente. Tengo tres hijos.

—Ten cuidado, Baloun; te prevengo una vez más contra tu glotonería. ¿No te ha dicho nada Schwejk?

—Podrían colgarme antes de veinticuatro horas —contestó tristemente Baloun temblando.

—No me tiembles así, tonto —dijo sonriendo el teniente Lukasch—. Corrígete. Quítate de la cabeza esta glotonería y dile a Schwejk que vaya a la estación o a los alrededores a ver si encuentra algo bueno para comer. Dale estos diez florines. No te envío a ti. Tú irás cuando te hayas llenado a reventar. No te habrás comido mi lata de sardinas, ¿verdad? Dices que no. ¡Tráela y enséñamela!

Baloun dijo a Schwejk que el teniente le daba aquella moneda para que fuera a buscarle algo bueno de comer. Luego con un suspiro sacó una lata de sardinas de la maleta del teniente y se fue muy angustiado a que le pasara revista.

¡El pobre estaba tan contento pensando que tal vez el teniente Lukasch había olvidado sus sardinas! Y ahora todo se había acabado. El teniente se las dejaría en el vagón y de esta manera privaría a Baloun del placer de comerlas. Se sentía como si le hubieran robado algo.

—A sus órdenes, mi teniente, aquí están sus sardinas —dijo amargamente entregando la lata a su propietario—. ¿La abro?

—Está bien, Baloun. Déjalo estar y devuelve la lata a su sitio. Sólo quería convencerme de que no les habías echado la vista encima. Cuando me has traído el café me ha dado la impresión de que tenías la boca grasienta, como sucia de aceite. ¿Se ha ido ya Schwejk?

—A sus órdenes, mi teniente. Ya se ha ido —anunció Baloun reanimado—. Ha dicho que el teniente estará contento y que todos van a envidiarlo. Ha salido de la estación, no sé adónde, y ha dicho que aquí lo conoce todo hasta Rakos–Palota, que si por casualidad el tren se fuera sin él se iría a la columna de automóviles y vendría a buscarnos en la próxima estación. No tenemos que preocuparnos por él. Él ya sabe cuál es su obligación y si toma un fiacre por cuenta propia seguirá el transporte hasta Galitzia. Luego se le puede descontar de la paga. No ha de temer por él, mi teniente.

—¡Retírate! —dijo algo triste el teniente Lukasch.

De la oficina del comando llegó la noticia de que saldrían a las dos de la tarde hacia Gödöllö-Asod y que en las estaciones se recogerían dos litros de vino tinto y una botella de coñac por oficial. Dijeron que se trataba de un envío para la Cruz Roja que se había perdido. Fuera como fuera las bebidas alcohólicas venían como caídas del cielo y en el vagón de la plana mayor reinaba una gran animación. El coñac tenía tres estrellitas y el vino era de la marca Gumpoldskirchen.

Sólo el teniente Lukasch parecía preocupado. Ya hacía una hora y Schwejk todavía no había regresado. Al cabo de media hora se acercó al vagón de la plana mayor un curioso grupo procedente del comando de estación.

Schwejk iba delante, serio y digno, como los primeros mártires cristianos cuando los arrastraban a la arena. A cada lado tenía a un soldado húngaro con la bayoneta calada, a la izquierda un jefe del comando de la estación y detrás suyo una mujer con una falda roja plisada y un hombre con botas húngaras, sombrero redondo, un ojo morado y con una gallina viva que daba angustiados gritos. Iban a subir todos al tren pero el jefe ordenó al hombre de la gallina que se quedara abajo.

Al ver al teniente Lukasch, Schwejk le dirigió un significativo guiño.

El jefe quería hablar con el comandante de la 11 compañía y entregó al teniente Lukasch unos papeles. Este, palideciendo como un cadáver, leyó:

«Al comando de la 11 compañía del real e imperial regimiento de infantería 91. Se presenta al soldado de infantería Schwejk, Josef, que según dice es ordenanza de dicha compañía del real e imperial regimiento de infantería, por haber cometido el delito de saqueo al matrimonio Istwan, en Isatarcsa, en la zona del comando de estación.

Motivos: el soldado de infantería Schwejk, Josef, que se ha apropiado de una gallina que corría por detrás de la casa de los Istwan en Isatarcsa, en la zona del comando de la estación, la cual pertenece a los Istwan y que pegó en el ojo izquierdo al propietario de la misma cuando éste le detenía para quitársela, ha sido detenido por la patrulla y conducido a su tropa mientras que la gallina se ha devuelto a su propietario.

Firma del oficial de servicio».

Al firmar la confirmación de la llegada de Schwejk, al teniente Lukasch le temblaban las rodillas. Schwejk estaba tan cerca de él que vio que olvidaba añadir la fecha.

—A sus órdenes, mi teniente —dijo—. Hoy es día 24. Ayer fue el 23 de mayo, el día en que Italia nos declaró la guerra. Ahora, cuando estaba fuera, he visto que sólo se habla de eso.

Los soldados húngaros y el jefe se alejaron y quedaron sólo los Istwan, que querían subir al vagón.

—Si le quedaran cinco florines podríamos comprar la gallina. Ese sinvergüenza pide quince pero es que añade diez por su ojo morado —explicó Schwejk—. Yo creo que diez son demasiado por un simple ojo, mi teniente. En «Alte Frau» a Drechsler Matej le hicieron saltar de un golpe con un ladrillo toda la mandíbula por veinte y entonces el dinero valía mucho más. Wohlschláger [43] lo cuelga a uno incluso por cuatro florines. Ven acá —le dijo al hombre del ojo morado y la gallina bajo el brazo—. Tú quédate donde estás, vieja.

El hombre subió al vagón.

—Sabe un poco de alemán —dijo Schwejk—, entiende todos los insultos y él mismo sabe insultar bastante bien en alemán. Está bien, diez florines —dijo dirigiéndose al hombre—: cinco por la gallina y cinco por el ojo. Öt forint ves kikirki, öt forint kukuk igen? Esto vagón plana mayor; tú ladrón. ¡Trae la gallina!

Entonces dejó diez florines en la mano del sorprendido personaje, cogió la gallina, le retorció el cuello y a él lo sacó del vagón a empujones y estrechando amablemente su mano le dijo:

—Jo napot, baratom, adieu, vete con tu vieja o te echo. Ya ve, mi teniente, todo tiene arreglo —dijo al teniente Lukasch—. Lo mejor es hacerlo todo sin armar escándalo, sin cuentos. Ahora Baloun y yo le vamos a hacer una sopa de pollo que se olerá desde Siebenbürgen.

El teniente Lukasch no aguantaba más, le quitó de un golpe a la infeliz gallina de las manos y gritó:

—¿Sabe lo que se merece un soldado que saquea a la pacífica población en tiempo de guerra, Schwejk?

—Una muerte honrosa a balas y pólvora —contestó solemnemente Schwejk.

—En todo caso merece la horca, Schwejk, pues es el primero que ha empezado a saquear. Sí, usted, sinvergüenza, ya no sé cómo llamarle, usted ha olvidado su juramento. Me estalla la cabeza.

Schwejk dirigió al teniente Lukasch una interrogadora mirada y dijo:

—A sus órdenes. No he olvidado el juramento que tienen que prestar los guerreros. Yo juré solemnemente a mi augusto príncipe y señor Francisco José I y también a los generales de Su Majestad ser fiel y obedecer a mis superiores, respetarlos y protegerlos, cumplir sus órdenes y disposiciones en todo momento, contra el enemigo, sea quien sea y siempre que lo pida la voluntad de Su real e imperial majestad, en el agua, debajo del agua, sobre tierra, en el aire, de día y de noche, en las batallas, ataques, luchas y demás empresas, en todo lugar…

Schwejk levantó la gallina del suelo y mirando al teniente Lukasch a los ojos, en posición de firmes, continuó hablando:

—Luchar con valentía en todo tiempo y en toda ocasión, no abandonar jamás mi ejército, mi bandera y mis distintivos, no hacer jamás causa común con el enemigo y comportarme siempre como exigen las leyes de la guerra y como corresponde a los soldados valerosos, y vivir y morir de manera honrosa. Dios me ayude a que así lo haga. Amén. Y esa gallina no la he robado, no he saqueado y me he comportado de acuerdo a mi juramento.

—¡Suelta la gallina, animal! —gritó el teniente Lukasch dándole con el escrito un golpe en la mano en la que tenía la gallina muerta—. Mira estos papeles, aquí lo tienes bien claro: «Se presenta al soldado de infantería Schwejk, Josef, que dice ser ordenanza, por delito de saqueo…» Y ahora dime, merodeador, hiena. No, te voy a matar, a matar, ¿lo entiendes? Dime, imbécil, ladrón, ¿cómo has podido caer tan bajo?

—A sus órdenes —dijo Schwejk con amabilidad—, decididamente no se trata más que de un error. Cuando he recibido la orden de ir a buscarle algo bueno para comer he empezado a pensar qué sería mejor. Detrás de la estación no había absolutamente nada, sólo morcillas de caballo y carne de asno seca. Yo lo he pensado todo bien, mi teniente. En el frente se necesita algo alimenticio para poder aguantar mejor los trabajos de la guerra y entonces he querido darle un alegrón: quería hacerle sopa de pollo.

—Sopa de pollo —repitió el teniente agarrándose la cabeza.

—Sí, mi teniente, sopa de pollo. He comprado cebollas y cincuenta gramos de fideos. Aquí está todo. En este bolsillo están las cebollas y en este otro los fideos. Sal ya hay en la oficina y pimienta también. No faltaba nada más, sólo la gallina, de modo que me he ido a Isatarcsa, detrás de la estación. En realidad es un pueblo, no parece una ciudad; a pesar de que en la primera calle está escrito: Isa–Tarcsa Varos. Voy por una calle y llego a un jardincillo, luego por otra, por una tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima, octava, novena, décima, undécima, y sólo en la que hacía trece, al final de todo, detrás de una casa, donde empezaba ya la pradera había unas cuantas gallinas paseando. Me he acercado a ellas y me he cogido la mayor de todas, la que pesa más. Mírela, por favor, mi teniente, no tiene más que grasa, sólo con cogerla se ve en seguida que han tenido que darle mucho grano, de manera que la he cogido en público, delante de toda la población. Ellos me han gritado algo en húngaro, yo la agarro por las patas y pregunto en alemán a unos que había allí de quién era esta gallina para poder comprársela. Entonces viene corriendo de la casita del final un hombre con una mujer y empieza a darme voces en húngaro primero y luego en alemán diciéndome que le he robado una gallina en pleno día. Yo le he dicho que no me gritara, que me habían enviado a comprársela y le he explicado cómo iba todo el asunto. Y mientras yo tenía a la gallina agarrada por las patas de repente ha empezado a agitar las alas para volar y como la tenía poco sujeta me ha levantado la mano y quería sentarse en la nariz de su dueño. Y entonces él ha empezado a gritar que le había golpeado la nariz con la gallina. Y la mujer gritaba sin parar a la gallina: «Pío, pío, pío». Pero entonces unos estúpidos que no entendían nada han ido a buscar a una patrulla de soldados húngaros y yo mismo les he pedido que vinieran conmigo para que se demostrara mi inocencia. Pero con el teniente que había de servicio no se podía ni hablar, ni cuando le he pedido que le preguntara a usted si era verdad que me había enviado a comprarle algo bueno. Él me ha gritado que me callara, que sea como fuera me esperaba una fuerte rama con una buena cuerda. Me parece que estaba de muy mal humor pues me ha dicho que sólo el soldado que saquea y roba puede estar tan lleno. En la estación tienen muchas preocupaciones. Ayer se le perdió a alguien, no sé exactamente dónde, por aquí, un pavo y cuando le he dicho que entonces todavía estábamos en Raab ha dicho que estas excusas no sirven. Entonces me han traído aquí y luego un cabo de ésos me ha gritado si no sabía ante quién me encontraba. Yo le he dicho que él era un cabo, que si estuviera con los cazadores sería jefe de patrulla y en artillería jefe de pieza.

—Schwejk —dijo al cabo de un rato el teniente Lukasch—, ha tenido ya tantas casualidades y desgracias extrañas, tantos «errores» y «malentendidos», como usted suele decir, que tal vez lo único que le haga salir de todas sus desdichas sea una gruesa soga al cuello con todas las honras militares ante el cuadro, ¿lo entiende?

—Sí, mi teniente. Lo que se llama cuadro consta de cuatro compañías y en casos excepcionales de tres o de cinco. ¿Desea que en la sopa de pollo haya más fideos para que sea más espesa, mi teniente?

—Schwejk, le ordeno que desaparezca usted y su gallina, de lo contrario le voy a dar con ella en la cabeza, idiota…

—A la orden, mi teniente. Pero no he podido encontrar apio ni zanahorias. Pondré pa…

Schwejk no acabó de decir «tatas» y se fue volando con la gallina.

El teniente Lukasch se bebió de un trago una copa de coñac. Schwejk saludó al otro lado de la ventana y desapareció.

Tras vencer felizmente una lucha espiritual, Baloun se disponía a abrir la lata de sardinas de su teniente cuando apareció Schwejk con la gallina, cosa que como es natural excitó muchísimo a todos los que se encontraban en el vagón, que lo miraron como si quisieran decir: "¿Dónde la has robado?

—La he comprado para el teniente —dijo Schwejk sacando de los bolsillos las cebollas y los fideos—. Iba a hacerle una sopa pero ya no la quiere, por eso me ha hecho venir.

—¿Estaba viva? —preguntó receloso el sargento de oficina Wanék.

—Yo mismo le he retorcido el cuello —contestó Schwejk sacando del bolsillo un cuchillo.

—Baloun lo miró agradecido y al mismo tiempo con expresión de respeto. Sin decir nada preparó el hornillo de alcohol del teniente, cogió un par de cuencos y se fue por agua.

El telefonista Chodounsky se acercó a Schwejk y se ofreció para ayudar a desplumar la gallina. Después le susurró al oído tan íntima pregunta:

—¿Está lejos de aquí? ¿Hay que encaramarse por algún patio o andan sueltas?

—La he comprado.

—Vamos, no digas eso; hemos visto cómo te traían.

No obstante ayudó con gran celo a desplumar la gallina. También el cocinero ocultista Jurajda tomó parte en los solemnes preparativos cortando a trocitos las patatas y las cebollas.

Las plumas que salían afuera llamaron la atención del teniente Dub que estaba paseándose por allí. Dando gritos pidió que se presentara aquel que estaba desplumando la gallina y en la puerta apareció el satisfecho rostro de Schwejk.

—¿Qué es esto? —le gritó el teniente Dub levantando del suelo la cabeza de la gallina.

—A sus órdenes —contestó Schwejk—. Es la cabeza de una gallina, de la clase de los pavos. Son muy buenas ponedoras, mi teniente. Ponen hasta doscientos sesenta huevos al año. Mírela, por favor, fíjese qué ovario tan grande tenía.

Schwejk le puso las vísceras de las gallina debajo de las narices.

Dub escupió, se fue y volvió al cabo de un rato.

—¿Para quién es esta gallina?

—Para nosotros, mi teniente; a sus órdenes. Mire cuánta grasa tiene.

El teniente Dub se alejó gruñendo para sí:

—Volveremos a vernos en Filipi.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Jurajda a Schwejk.

—Pues nos hemos dado cita no sé en qué lugar de Filipi. Esos hombres nobles generalmente son muy mandones.

El cocinero ocultista explicó que sólo los estetas eran homosexuales, cosa que tenía su origen en el mismo ser de la estética. Entonces el sargento Wanék habló de los abusos que cometían con los niños algunos educadores.

Y mientras el agua empezaba a hervir en la cacerola que había sobre el hornillo de alcohol Schwejk dijo como de paso que a un educador se le había confiado toda una colonia de niños abandonados de Viena y que este profesor cometía abusos con todos.

—Es una pasión como cualquier otra, pero lo peor es cuando pasa con mujeres. Hace años había en Praga dos mujeres abandonadas; estaban divorciadas porque eran muy sucias. Se llamaban Mourek y Schousek. Una vez atraparon a un organillero centenario impotente en las avenidas de Rostok que están llenas de cerezos, lo arrastraron al bosquecillo y allí lo forzaron. ¡Lo que le hicieron! En Zizkow hay un profesor que se llama Axamit que estaba haciendo excavaciones en busca de tumbas de enanos y ellas que van y arrastran al organillero a una tumba abierta y allí lo forzaron. Y al día siguiente el profesor Axamit fue allí y vio que en la tumba había algo y se puso muy contento pero era el atormentado y martirizado organillero que aquellas mujeres divorciadas habían dejado allí, y a su alrededor no había más que leña. El organillero se murió a los cinco días y esas ladronas todavía tuvieron la desfachatez de ir al entierro. Eso ya es perversidad. ¿Has echado sal? —preguntó a Baloun que había aprovechado el interés general despertado por la narración de Schwejk para esconder algo en su saco de provisiones—. ¿Qué quieres hacer con este muslo? Mirad, nos ha robado un muslo de la gallina para poder cocérselo en secreto. ¿Sabes qué has hecho, Baloun? ¿Sabes cómo se castiga en la guerra al que roba a su compañero? Lo atan a un cañón y lo hacen volar con un cartucho. Ya es demasiado tarde para suspirar. Cuando encontremos la artillería en el frente, te presentas al primer sargento, pero mientras tanto como castigo vas a hacer ejercicios. Sal del vagón.

El desdichado Baloun salió y Schwejk, sentado en la puerta le ordenó:

—¡Firmes! ¡Descansen! ¡Firmes! ¡Vista a la derecha! ¡Fir mes! ¡Vista de frente! ¡Descansen! Ahora vas a hacer ejercicios físicos. ¡Media vuelta a la derecha, ar! ¡Hijo de Dios, eres una verdadera vaca! Los cuernos deben de estar donde antes tenías el hombro derecho. ¡En su lugar! ¡Media vuelta a la de recha, ar! ¡Izquierda, ar! ¡A media derecha, ar! ¡Así no animal! ¡En su lugar! ¡A media derecha! ¡No, imbécil, hazlo bien! ¡A media izquierda, ar! ¡Media vuelta a la izquierda, ar! ¡Izquierda, de frente, ar! ¡De frente, ar! ¡Estúpido! ¿No sabe lo que es de frente? ¡De frente, ar! ¡Media vuelta, ar! ¡Rodilla en tierra, ar! ¡Cuerpo a tierra, ar! ¡Sentarse, ar! ¡Cuerpo a tierra, ar! ¡En pie! ¡Cuerpo a tierra, ar! ¡En pie, ar! ¡Sentarse ar! ¡En pie, ar! ¡Descansen! Bueno, Baloun, ya ves lo sano que es. Así al menos harás una buena digestión.

Alrededor fueron formándose grupitos que dieron grandes muestras de alegría.

—¡Dejad sitio, por favor! —gritó Schwejk—. Ahora va a marchar. Bueno, Baloun, fíjate bien para que no tengas que repetirlo. No me gusta torturar a los soldados sin necesidad Bien, ¡en dirección a la estación! Vista adonde yo señale. ¡En marcha, ar! ¡Alto! ¡Alto! ¡Por fin te has quedado quieto, imbécil! ¡Paso corto! ¿No sabes lo que es paso corto? Te lo voy a enseñar hasta que te quedes morado. ¡Paso redoblado! ¡Paso lento! ¡Marcar el paso! ¡Imbécil, cuando te digo marcar el paso, sólo has de mover las patas en el sitio!

A su alrededor había por lo menos dos compañías. Baloun estaba sudando y no sabía qué le pasaba. Schwejk siguió ordenando:

—¡Media vuelta, ar!

—¡Alto!

—¡Paso ligero!

—¡En marcha, ar!

—¡Al paso!

—¡Alto!

—¡Descansen!

—¡Firmes! ¡Dirección: estación! ¡Paso ligero! ¡Alto! ¡Media vuelta, ar! ¡Dirección: vagón! ¡Paso ligero! ¡Paso corto! ¡Derecha! Ahora descansa un poco y luego volveremos a empezar. Con buena voluntad se consigue todo.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el teniente Dub que se acercaba muy inquieto a toda prisa.

—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk—, hacemos un poco de ejercicio para que no se nos olvide y para no perder el precioso tiempo.

—¡Salga del vagón! —ordenó el teniente Dub—. Ya estoy más que harto. Va a comparecer ante el comando del batallón.

Cuando Schwejk se encontraba en el vagón de la plana mayor, el teniente Lukasch lo abandonó por la otra salida. En el momento en que el teniente Dub informó al capitán Sagner de las extraordinarias travesuras, como él dijo, del valeroso soldado Schwejk, Sagner estaba de muy buen humor, pues el Gumpoldskirchner era excelente.

—De modo que no quiere perder el precioso tiempo —rió significativamente—. ¡Matuschitz, venga acá!

El ordenanza del batallón recibió la orden de ir a buscar al sargento Nasakla, de la 12 compañía, que era conocido como el mayor tirano, y de proveer a Schwejk inmediatamente de un fusil.

—Este hombre no quiere perder el precioso tiempo —dijo el capitán Sagner al sargento Nasakla—. Lléveselo detrás del vagón y que pase una hora haciendo maniobras. Pero sin piedad, sin un segundo de respiro. Lo principal es que le dé órdenes sin parar. Verá cómo no se aburre, Schwejk —dijo a éste cuando se iba.

Y poco después se oyó detrás del vagón una severa orden que resonó solemnemente entre las vías. El sargento Nasakla que acababa de jugar a la veintiuna y había tenido la banca gritó en el amplio y divino espacio:

—¡Descansen armas, ar! ¡Sobre el hombro armas, ar! ¡Des cansen armas, ar! ¡Sobre el hombro armas, ar!

Se quedó un rato silencioso y entonces pudo oírse a Schwejl que satisfecho y discreto decía:

—Todo esto lo aprendí hace años, en mis tiempos de servicio. Con ¡descansen armas!, el fusil se apoya en la cadera izquierda. La punta de la culata está en la misma línea que las puntas de los pies. Naturalmente la mano derecha está extendida y sostiene el fusil de modo que el pulgar rodea el cañón los demás dedos tienen que rodear la parte delantera de la culata. Y cuando es ¡sobre el hombro armas!, el fusil se apoya en el hombro con la boca del cañón hacia arriba y el cañón hacia atrás…

—Ya basta de tonterías. ¡Firmes! ¡Vista a la derecha! —re sonaron de nuevo las órdenes del sargento Nasakla—. ¡Pero por Dios, qué hace…!

—Estaba con ¡sobre el hombro armas!, y al hacer ¡vista a la derecha!, deslizo la mano bandolera abajo y agarro el cuello de la culata y vuelvo la cabeza a la derecha. Con el ¡firmes! vuelvo a coger la bandolera con la mano derecha y la cabeza le mira a usted, de frente.

Y volvió a resonar la voz del sargento:

—¡Descansen armas, ar! ¡Sobre el hombro armas, ar! ¡Calen armas, ar! ¡Enfunden armas, ar! ¡Rodilla en tierra! ¡En pie! ¡Rodilla en tierra! ¡Carguen armas! ¡Apunten! ¡Apunte a media derecha al vagón de la plana mayor! Distancia dos cientos pasos. ¡Disparen! ¡Descansen armas! ¡Apunten! ¡Dis paren! ¡Apunten! ¡Disparen! ¡Descansen armas! ¡Alza normal! ¡Carguen armas! ¡Descansen!

El sargento se lió un cigarrillo. Mientras tanto Schwejk examinó el número del fusil y dijo:

—¡4268! Este es el número de una locomotora que estaba en la vía dieciséis de Petschka. Tenían que llevársela al almacén de Lissa an der Elbe para que la arreglaran pero no fue tan fácil, sargento, porque el conductor que debía llevarla tenía muy mala memoria para los números. Entonces el guardavía lo llamó a su oficina y le dijo: "En la vía dieciséis está la locomotora 4268. Sé que tiene mala memoria para los números y que cuando se le escribe un número en un papel lo pierde. Estando como está tan flojo en números fíjese bien. Voy a enseñarle que es muy fácil retener los números. Mire. La locomotora que ha de dejar en el almacén de Lissa an der Elbe tiene el número 4268. Fíjese bien. La primera cifra es 4, la segunda 2. Fíjese bien, 42, o sea dos veces dos son cuatro, dividido por dos… vuelve a tener 4 y 2. Ahora no se asuste. ¿Cuánto es 4 por 2 ? 8, ¿no es verdad? Pues bien, grábese en la memoria que el ocho que hay en el número 4268 es el último, de manera que sólo tiene que fijarse ya en que el primer número es 4, el segundo 2, el cuarto 8, y ahora preste atención al 6 que viene antes del 8. Es tremendamente sencillo. La primera cifra es un 4, la segunda un 2, cuatro y dos 6. Ahora pues ya está seguro de que la segunda empezando por el final es un 6 y así ya no desaparece de nuestra memoria la serie 4268 nunca más, ya tiene en la cabeza el número 4268. ¿Puede llegar al mismo resultado de una manera más sencilla?

El sargento dejó de fumar y con los ojos desorbitados dijo:

—¡Descúbrase!

Schwejk siguió su narración con gran seriedad.

—Entonces empezó a explicarle una manera más sencilla para acordarse del número de la locomotora 4268. «8 – 2 = 6, de modo que ya tiene el 6. 6 – 2 = 4, ya sabe pues el 4. 4–68. Luego en medio el 2 y ya tiene 4–2–6–8. Tampoco cuesta demasiado hacerlo con ayuda de multiplicaciones y divisiones. De esta manera se llega a este resultado. Fíjese bien —le dijo el guardavía—, 42 por 2 son 84. El año tiene doce meses. Si se restan 12 de 84 quedan 72, otros 12 meses y dan 60, de modo que ya tenemos un 6 seguro y el 0 lo tachamos. Así pues ya sabemos 42–6–84. Como hemos tachado el 0 tachamos también el 4 de detrás y tenemos 4268, el número de la locomotora que ha de ir al almacén de Lissa an der Elbe». Como le digo con divisiones también es fácil. Calculamos los coeficientes según las tarifas de aduana. No se encuentra mal, ¿verdad, sargento? Si quiere empiezo con la descarga general. ¡Apunten! ¡Disparen! ¡Diablos, el capitán no hubiera debido mandarnos al sol! Voy a buscar una camilla.

El médico comprobó que el desmayo del sargento no se debía a ninguna insolación sino que era meningitis aguda.

Cuando el sargento volvió en sí, Schwejk, de pie a su lado dijo:

—Acabo de explicárselo. ¿Cree usted que el conductor de la locomotora se fijó, sargento? Se equivocó y lo multiplicó todo por tres porque se acordó de la Santísima Trinidad y no encontró la locomotora. Todavía ahora está en la vía dieciséis.

El sargento volvió a cerrar los ojos.

Y cuando Schwejk regresó a su vagón y le preguntaron dónde había estado tanto tiempo contestó:

—Cuando se enseña a alguien el paso ligero se hace cien veces. ¡Sobre el hombro armas!

Baloun estaba detrás temblando. Durante la ausencia de Schwejk, como ya se había cocido una parte de la gallina se había comido la mitad de la ración de éste.

Antes de que saliera el tren, llegó otro compuesto por diversos cuerpos del ejército. Eran rezagados, soldados procedente de los hospitales que iban a incorporarse, así como otros individuos sospechosos que volvían al campo después de haber cumplido algún encargo o arresto.

De este tren salió también el voluntario de un año Marek que había sido acusado de insurrección por no haber querido limpiar retretes, pero al que el tribunal de la división había absuelto. La investigación había sido suspendida y por esto ahora el voluntario de un año Marek apareció en el vagón de la plana mayor para presentarse al comandante del batallón. Hasta aquel momento el voluntario no había pertenecido a nada pues había pasado de un arresto a otro.

Al verle y recibir los escritos que acompañaban su llegada con la observación: «Políticamente sospechoso. Cuidado», el capitán Sagner no sintió demasiada alegría. Por suerte se acordó del general de las letrinas que había recomendado con tanto ahínco completar el batallón con un cronista.

—Es usted muy descuidado, voluntario —le había dicho en la escuela de voluntarios de un año.

—Era usted un verdadero azote —le dijo ahora—. En vez de procurar destacar y desear el rango que le corresponde por su inteligencia ha ido pasando de un arresto a otro. El regimiento tiene que avergonzarse de usted, voluntario. Pero puede reparar su falta si se entrega al cumplimiento del deber entre los valerosos soldados. Entréguese al batallón con todas sus fuerzas y con todo su amor. Vamos a intentarlo. Usted es un joven inteligente y seguro que tiene talento para escribir, para estilizar. Voy a decirle una cosa: Todo batallón en el campo de batalla necesita un hombre que anote cronológicamente los acontecimientos bélicos en los que intervenga directamente. Es necesario describir todas las campañas victoriosas, todos los momentos gloriosos en los que el batallón participa, en los que desempeña un papel destacado y decisivo, redactar lentamente un fragmento de la historia. ¿Me entiende?

—A sus órdenes, mi capitán; sí. Se trata de los episodios de la vida de todos los cuerpos del ejército. El batallón tiene su historia. Basándose en la historia de sus batallones el regimiento compone la suya. Los regimientos forman la historia de las brigadas, la historia de las brigadas la de las divisiones, etc. Trabajaré con todas mis fuerzas, mi capitán.

El voluntario de un año Marek se llevó la mano al corazón.

—Registraré los días gloriosos de nuestro batallón con verdadero amor, sobre todo ahora que la ofensiva está en plena marcha, las cosas se ponen serias y nuestro batallón cubrirá el campo de batalla con sus héroes. Haré constar como es debido todo lo que tiene que acontecer para que el laurel corone las páginas de la historia de nuestro batallón.

—Permanecerá usted con la plana mayor, voluntario, y se fijará bien en aquellos que se haya propuesto para ser condecorados, consignará (por supuesto de acuerdo con nuestras notas) las marchas que dejen especialmente al descubierto la extraordinaria belicosidad y la férrea disciplina del batallón. No es tan fácil pero espero que si le doy ciertas instrucciones tendrá suficientes dotes de observación para elevar a nuestro batallón por encima de los demás cuerpos del regimiento. A éste enviaré un telegrama diciendo que le he nombrado cronista. Preséntese al sargento de oficina Wanék, de la 11 compañía, para que lo acomode en el vagón. Allí es donde hay más sitio. Y dígale que venga a verme. Por supuesto irá usted con la plana mayor del batallón. Esto se hace por medio de una orden.

El cocinero ocultista estaba durmiendo. Baloun seguía temblando porque ya había abierto la lata de sardinas del teniente. El sargento Wanék había ido a ver al capitán Sagner y el telefonista Chodounsky, que en algún lugar de la estación se había hecho con una botellita de ginebra y se la había bebido, estaba muy sentimental y cantaba:

Cuando en dulces días aún vagaba

fiel me parecía el cielo.

Cuando mi pecho de paz, se llenaba

azul me parecía el cielo.

Mas al ver que un acto traicionero

amor mata y fe roba

no puedo soportarlo, compañero,

y amargamente fui a llorar.

Entonces se levantó, se acercó a la mesa del sargento Wanék y en una hoja de papel escribió con letra clara:

Por la presente solicito que me asciendan y me nombren corneta de batallón.

Chodounsky, telefonista

La conversación que el capitán Sagner sostuvo con el sargento de oficina Wanék no fue demasiado larga; sólo le notificó que el cronista del batallón, voluntario de un año Marek, permanecía en el mismo vagón que Schwejk.

—Mire, sólo puedo decirle que este Marek es sospechoso políticamente sospechoso. ¡Dios mío! Hoy en día eso no es nada del otro mundo. ¿Quién no lo es?, suposiciones… ya me entiende. Sólo le sugiero que cuando hable, bueno, ya me entiende, le haga callar en seguida para evitar cosas desagradables. Pídale simplemente que deje de hablar y listos. No quiero decir que luego venga corriendo a verme. Arréglelo con él de una manera amistosa. Una conversación de esta clase siempre es mejor que una denuncia sin sentido. Estas cosas repercuten siempre en todo el batallón.

De regreso al vagón el sargento Wanék apartó al voluntario de un año Marek y le dijo:

—Hijo, usted es sospechoso pero no importa. Lo único que ha de hacer es no hablar más de la cuenta delante del telefonista Chodounsky.

Apenas había acabado de decirle esto cuandó el telefonista Chodounsky se acercó a ellos tambaleándose, cayó en brazos del sargento y con voz de borracho sollozó algo que tal vez debía ser una canción:

Cuando todos me dejaron

fijé mis ojos en ti

y en tu corazón lloré

de feliz que me sentí.

De tu rostro irradiaba

el fulgor de una gran fe

y tus labios suspiraban:

jamás te abandonaré.

—Jamás nos abandonaremos —gruñó Chodounsky—. Lo que oiga por teléfono os lo diré en seguida. Me importa un rábano el juramento.

Baloun, en su rincón, se santiguó muy asustado y empezó a rezar en voz alta:

—Madre de Dios, no rechaces mi súplica, mas escúchame con tu gracia, consuélame con tu bondad, ayúdame a mí, el más mísero de todos, que acudo a Ti en este valle de lágrimas con fe, firme esperanza y ardiente amor. ¡Oh, reina de los cielos! Haz que por tu intercesión permanezca hasta el fin de mis días bajo tu protección y en la gracia de Dios…

La llena de gracia Virgen María realmente intercedió por él pues al cabo de un rato el voluntario sacó de su macuto unas cuantas latas de sardinas y repartió una a cada uno.

Baloun abrió con toda tranquilidad la maleta del teniente Lukasch y metió las sardinas caídas del cielo. Luego, cuando todos abrieron sus latas y comieron las sardinas Baloun cayó en la tentación, abrió la maleta y se comió las sardinas.

Y entonces la llena de gracia y dulcísima Virgen María se apartó de él, pues en el momento en que estaba acabando de beber el aceite de la lata apareció en el vagón el ordenanza Matuschitz y gritó:

—Baloun, llévale las sardinas a tu teniente.

—Va a haber bofetadas —dijo el sargento Wanék.

—Es preferible que no vayas con las manos vacías —le aconsejó Schwejk—. Llévate al menos cinco latas vacías.

—Pero ¿qué ha hecho para que Dios le castigue de este modo? —preguntó el voluntario de un año—. En su pasado tiene que haber un gran pecado. ¿Acaso cometió algún robo sacrílego o se comió el jamón que su párroco tenía en la chimenea? ¿O le bebió todo el vino de misa que había en su bodega? ¿No se encaramó cuando era niño en el muro del jardín del párroco para cogerle peras?

Baloun, desesperado, apartó la vista. Su angustiada expresión hablaba en términos desgarradores.

—¿Cuándo acabarán estos sufrimientos?

—Depende —dijo el voluntario de un año que había oído la palabras del desdichado Baloun—, porque ha perdido el contacto con Dios. No reza con suficiente intensidad para que Dios se lo lleve de este mundo lo antes posible.

Schwejk añadió:

—Baloun no puede decidirse en seguida a encomendar a la bondad del paternal corazón del altísimo Dios su vida militar, sus ideas militares, sus palabras, acciones y su muerte militar, como solía decir mi pater cuando importunaba a algún soldado por la calle.

Baloun repuso entre gemidos que ya había perdido la confianza en Dios porque le había pedido muchas veces que le diera fuerzas y redujera su estómago.

—Esto no empezó con la guerra —gimió—; ya es una enfermedad antigua esta glotonería. Mi mujer y mis hijos fueron por su causa a la consagración de la iglesia de Klokota.

—Conozco ese lugar —observó Schwejk—. Está cerca de Tabor. Tiene una virgen muy rica, llena de brillantes falsos. Un sacristán eslovaco quiso robarlos. Era un hombre muy piadoso Bien, se fue allá pensando que tal vez le costaría menos si antes quedaba limpio de todos sus pecados y confesó también que al día siguiente pensaba robarle a la Virgen María. Aún no había rezado los tres padrenuestros que le dio el padre para que no se le escapara cuando los sacristanes lo llevaron directamente al puesto de la gendarmería.

El cocinero ocultista empezó a pelearse con el telefonista Chodounsky por si esto era una traición del secreto de confesión que clamaba al cielo y por si en el fondo valía la pena ya que en realidad se trataba de brillantes falsos. No obstante al final Chodounsky demostró que todo era Karma, es decir, una predestinación procedente de un pasado lejano y desconocido en el que el desgraciado sacristán eslovaco era tal vez antípoda de un lejano planeta. Tal vez en un pasado igualmente remoto, cuando ese padre de Klokota era todavía un hinchado acebo o algún mamífero ya extinguido, se había predestinado que tendría que violar el secreto de confesión, aunque desde el punto de vista jurídico, según el derecho canónico, también se da la absolución cuando se trata de la fortuna de un convento.

Schwejk unió estos comentarios con la sencilla observación:

—Sí; nadie sabe lo que uno mismo hará al cabo de un par de millones de años y no se puede negar nada. Cuando todavía estaba en el comando de complemento de Karolinental el teniente Kwasnitschka, en clase, siempre decía: «Cochinos, perezosos, imbéciles, no os penséis que esta guerra se os acabará aquí en la tierra. Después de morir nos volveremos a ver y os haré pasar un purgatorio tal que seguro os volveréis locos, puercos».

En este momento Baloun, que estaba totalmente desespérado y no dejaba de pensar que sólo hablaban de él y que todo se refería a él continuó su confesión pública:

—Ni Klokota ha servido de nada contra mi glotonería. Mi mujer vuelve de la consagración de la iglesia con los niños y empieza a contar las gallinas. Faltan una o dos. Pero yo no pude evitarlo. Sabía que las necesitábamos por los huevos, pero yo que salgo, las veo y de repente siento en el estómago un abismo y al cabo de una hora ya me encuentro bien: la gallina ya está desplumada. Una vez cuando estaban en Klokota para rezar por mí, para que el papá mientras tanto no comiera todo lo que había en casa, fui a dar una vuelta por el patio y de repente veo un pavo. Entonces hubiera podido pagarlo con la vida: el fémur se me quedó estancado en el cuello y si no llega a estar allí el mozo de mi molino, un chiquillo que me lo sacó, hoy no podría estar aquí sentado con vosotros y no hubiera vivido esta Guerra Mundial. Sí, sí; ese mozo del molino era un chico muy listo. Era bajito, regordete, rechoncho…

Schwejk se acercó a Baloun y le dijo:

—¡A ver esa lengua!

Baloun sacó la lengua y Schwejk se dirigió a todos los que estaban en el vagón y dijo:

—Lo sabía, se comió incluso al mozo de su molino. ¡Con fiesa que te lo comiste! Te lo comiste cuando los tuyos volvían de Klokota, ¿no?

Baloun, desesperado, juntó las manos y exclamó:

—¡Dejadme, compañeros! ¡Encima, esto de los propios camaradas!

—No lo censuramos por esto —dijo el voluntario de un año—, al contrario, eso demuestra que llegará a ser buen soldado. Cuando, durante las guerras napoleónicas, los franceses sitiaron Madrid, el comandante español de la fortaleza se comió a su ayudante sin sal para no tener que entregarla por hambre.

—Esto ya es un buen sacrificio porque decididamente un ayudante con sal hubiera sido mucho más sabroso. ¿Cómo se llama el ayudante de nuestro regimiento, sargento? ¿Ziegler? Es uno de los de Tachinier; con él no se podrían hacer raciones ni par una compañía.

—Mira —dijo el sargento Wanék—, Baloun tiene un rosario en las manos.

Y, en efecto, en su gran dolor, Baloun buscó la salvación en las cuentas del rosario de la firma Móritz Löwenstein, de Viena.

—También es de Klokota —dijo tristemente.

Poco después llegó la orden de partir al cabo de un cuarto de hora. Como nadie quería creerlo, sucedió que a pesar de todas las precauciones tomadas algunos desaparecieron. Cuando el tren se puso en movimiento faltaban dieciocho soldados de infantería.

Entre los que faltaban se encontraba el jefe de pelotón Nasakla, de la 12 compañía, que cuando ya hacía rato que el tren había desaparecido detrás de Isatarcsa, todavía se encontraba en un caminito del pequeño bosquecillo de acacias que había detrás de la estación regateando el precio a una prostituta que le pedía cinco coronas, mientras el jefe de pelotón, por el servicio que acababa de realizar, le proponía una recompensa de una corona o un par de bofetadas, cosa que al final hizo con tanta vehemencia que al oír sus gritos empezaron a acudir a aquel lugar muchas personas que estaban en la estación.