11. Schwejk celebra la misa de campaña con el pater

I

Los preparativos para matar a las personas se han llevado siempre a cabo en nombre de Dios o de un elevado ser hipotético que han inventado los hombres y que han creado en su fantasía.

Los antiguos fenicios antes de cortar el cuello a un prisionero celebraban una especie de rito sagrado, del mismo modo que algunos milenios más tarde lo hicieron las nuevas generaciones antes de ir a la guerra y matar a sangre y fuego a sus enemigos.

Los caníbales de Guinea y de la Polinesia antes de devorar solemnemente a sus prisioneros, o sea a hombres inútiles como misioneros, viajeros y corredores de diversas firmas comerciales o simples curiosos los ofrecen a sus dioses ejecutando los más variados ritos religiosos. Como que a ellos todavía no les ha llegado la cultura del ornato adornan sus piernas con coronas y vistosas plumas de pájaros de la selva.

En la ejecución de delincuentes los sacerdotes siempre prestan su colaboración importunando con su presencia a los malhechores.

En Prusia un pastor acompaña a los desgraciados a la horca, en Austria un sacerdote católico los lleva al patíbulo y en Francia a la guillotina, en América los llevaba un pastor a la silla eléctrica, en España a un sillón en el cual eran estrangulados con un ingenioso instrumento, y a los revolucionarios rusos los acompañaba un barbudo pope.

Tenían que ir a todas partes con el crucificado como si quisieran decir: «A ti sólo te cortarán el cuello, te colgarán, te estrangularán, te soltarán 15.000 voltios, pero piensa en lo que Aquél tuvo que sufrir».

El gran matadero de la Guerra Mundial no podía prescindir de la bendición sacerdotal. Los capellanes castrenses de todos los ejércitos rezaban y celebraban misas de campaña por la victoria del partido cuyo pan comían.

En las ejecuciones de soldados insurrectos aparecía un sacerdote.

En las ejecuciones de legionarios checos estaba presente un sacerdote.

No ha cambiado nada desde la época en que el bandolero Adalbert, al que más tarde llamaron el «santo», colaboró al exterminio de los eslavos del Báltico con la espada en una mano y la cruz en la otra.

En toda Europa los hombres iban al matadero como los buenos animalitos, acompañados por los emperadores–carniceros, los reyes y ótros potentados y caudillos, así como por sacerdotes de todas las confesiones, los cuales bendecían a sus protegidos y les hacían jurar en falso que «en tierra firme, en el aire, en el mar», etcétera.

Las misas de campaña siempre se celebraban dos veces: cuando la división se iba al frente y luego en el frente, ante la sangrienta carnicería. Recuerdo que una vez en una de esas misas de campaña un aeroplano enemigo lanzó una bomba precisamente en el altar y que del cura no quedaron más que ensangrentados jirones.

Se escribió sobre él como si fuera un mártir, mientras nuestros aeroplanos otorgaban a los curas de nuestros contrarios una aureola semejante.

A nosotros nos divirtió mucho y en la cruz provisional debajo de la cual fueron enterrados los restos del pater por la noche apareció la siguiente inscripción:

«A tí te ha sorprendido lo que podía tocarnos a nosotros,

¡Tú que nos prometiste el reino de los cielos!

Mas del cielo cayó sobre tu cabeza mientras decías misa y donde berreabas ahora están tus huesos».

II

Schwejk preparó el famoso grog, que superaba al de los viejos marineros.

Si los piratas del siglo XVIII hubieran bebido este grog les hubiera gustado mucho. El capellán Otto Katz estaba entusiasmado.

—¿Dónde ha aprendido a hacer cosas tan buenas? —preguntó.

—En Bremen, hace años —contestó Schwejk—. Me enseñó a hacerlo un marinero degenerado que decía que el grog tiene que ser fuerte para que si uno se cae al mar pueda atravesar a nado todo el canal de la Mancha. Con un grog flojo se ahoga uno como un perrito.

—Después de beber este grog dará gusto celebrar misa, Schwejk —observó el cura—. Me parece que antes de celebrar misa debería pronunciar un par de palabras de despedida. Una misa de campaña no es una broma. En un caso como éste uno tiene que proceder con tino. Tenemos un altar desmontable, un ejemplar de bolsillo. ¡Jesús, María, Schwejk! ¡Qué idiotas somos! —exclamó cogiéndose la cabeza—. ¿Sabe dónde guardé este altar desmontable? En el canapé que hemos vendido.

—Sí, es una desgracia, pater —dijo Schwejk—. Claro que al vendedor de muebles viejos lo conozco, pero ayer encontré a su mujer y me dijo que está en la cárcel por un armario robado y nuestro canapé lo tiene un maestro de Wrschowitz. ¡Qué mala suerte eso del altar desmontable! Lo mejor es que nos bebamos el grog y nos vayamos a buscarlo. Tengo entendido que sin el altar no podemos celebrar misa.

—¡Sólo nos faltaba el altar! —dijo desconsolado el cura—. Lo demás está todo preparado en el campo de ejercicios. Los carpinteros ya han levantado un podio.

Se quedó pensativo:

—Digamos que lo he perdido, pero el teniente Witinger del regimiento 75 nos dará su copa de deporte. La ganó hace años en una carrera en que quedó «Favorito del deporte». Era un buen corredor. Hizo cuarenta kilómetros: Viena–Mölding, en cuarenta y ocho minutos. Siempre se vanagloria de ello. Ayer ya me puse de acuerdo con él. Soy un estúpido al dejarlo todo siempre para el último momento. ¿Por qué no habré mirado en el canapé, imbécil de mí?

Bajo la influencia del grog, elaborado según la receta del degenerado marinero, empezó a cubrirse de insultos a sí mismo y pronunció las más diferentes máximas por las que se consideraba afectado.

—Bueno, vayamos a buscar el altar —propuso Schwejk—. Ya es de día. Voy a ponerme el uniforme y nos tomaremos otro grog.

Al fin se fueron. Yendo a casa de la mujer del trapero el cura contó que la tarde anterior había ganado mucho dinero con la «Bendición de Dios» [21] y que si todo iba bien desempeñaría el piano.

Fue algo parecido a cuando los paganos alaban los sacrificios.

Por la mujer del trapero, que estaba completamente dormida, se enteraron de la dirección del maestro de Wrschowitz, el nuevo propietario del canapé. El cura mostró una amabilidad poco corriente: le pellizcó la mejilla y le hizo cosquillas en la barbilla.

Fueron a Wrschowitz a pie, pues el pater dijo que tenía que dar un paseo al aire libre para distraerse.

En Wrschowitz, en casa del maestro, un viejo piadoso, les esperaba una desagradable sorpresa: cuando el maestro encontró el altar desmontable en el canapé supuso que era una disposición de la Providencia por lo que lo regaló a la iglesia local de Wrschowitz para la sacristía a condición de que al otro lado del altar se fijara la inscripción: «Donado para la gloria de Dios por el señor Kolarik, maestro jubilado, en el año 1914.» Como lo encontraron en calzoncillos él se quedó perplejo.

De la conversación con él se desprendió que atribuía al hallazgo la significación de un milagro y lo consideraba como señal de Dios. Al comprar el canapé una voz interior le había dicho: «Mira lo que hay en el cajón». Al parecer también había visto en sueños a un ángel que le había ordenado directamente: «Abre el cajón del canapé». Él había obedecido.

Y al ver allí el altar en miniatura desmontable en tres partes, con la urna debajo del tabernáculo, se había arrodillado delante del canapé y había rezado mucho rato con gran devoción y alabado a Dios y lo había considerado como una señal para que con él adornara la iglesia de Wrschowitz.

—No me gusta —dijo el cura—. Una cosa que no le pertenece hubiera tenido que entregarla a la policía y no a una maldita sacristía.

—A causa de este milagro —añadió Schwejk— puede tener molestias. Ha comprado un canapé y no un altar que pertenece al erario militar. Esta señal de Dios puede costarle cara. No hubiera debido hacer ningún caso a los ángeles. También un hombre de Zhora, arando en el campo, encontró un cáliz que procedía de un robo y que lo habían guardado allí esperando que llegara el tiempo en que se olvidara el asunto, y también creyó que era una señal de Dios y en vez de fundirlo se fue con el cáliz a ver al cura y le dijo que quería regalarlo a la iglesia. Y el señor cura creyó que había tenido remordimiento, mandó ir a buscar al alcalde, el alcalde a los gendarmes, y siendo inocente lo condenaron por robo sacrílego porque no había dejado de hablar de milagro. Él quiso salvarse y explicó también algo de un ángel. Le dieron diez años. Lo mejor es que venga con nosotros a ver al párroco para que nos devuelva la propiedad del erario. Un altar de campaña no es un gato ni un calcetín que puede regalar a quien quiera.

Al pobre viejo le temblaba todo el cuerpo y mientras se vestía castañeteaba con los dientes:

—De verdad, yo no he pensado ni he querido nada malo. He creído que gracias a esta disposición de la Providencia podía contribuir al adorno de nuestra iglesia de Wrschowitz.

—A costa del erario militar, se entiende —dijo Schwejk cruelmente—. ¡Dios nos libre de semejante disposición divina! Un tal Pivonka de Chotebor también pensó que era una disposición divina que le cayera en las manos un cabestro con una vaca ajena.

Estas palabras dejaron al pobre viejo muy confuso y renunció completamente a defenderse; estaba esforzándose por vestirse lo más aprisa posible y acabar con todo este asunto.

El cura de Wrschowitz todavía estaba durmiendo. El ruido lo despertó. Entonces empezó a renegar pues en su somnolencia creyó que tenía que sacramentar a alguien.

—¡Ya podrían esperar un poco para los últimos óleos! —gruñó malhumorado mientras se vestía—. La gente siempre tiene que morirse precisamente cuando uno está en el mejor de los sueños. Y encima uno tiene que pelearse con ellos por el dinero. Él, el representante de Dios ante los católicos no militares de Wrschowitz, y el otro, el representante de Dios en la tierra ante el erario militar, se encontraron en el vestíbulo.

No obstante en realidad se trataba de una querella entre un civil y un soldado. Si el párroco afirmó que un altar de campaña no tenía que estar en el canapé, el cura castrense manifestó que tanto menos tenía que estar en la sacristía de una iglesia a la que sólo iban civiles. Schwejk observó que era fácil enriquecer una iglesia pobre a costa del erario militar. «Pobre» lo dijo con gran énfasis.

Al final se fueron a la sacristía de la iglesia y el párroco entregó el altar de campaña a cambio del siguiente certificado:

«Certifico que he recibido un altar de campaña que por casualidad ha ido a parar a la iglesia de Wrschowitz.

Capellán castrense Otto Katz».

El glorioso altar militar procedía de la firma judía Moritz Mahler, de Viena, que elaboraba todos los requisitos imaginables para la misa y otros instrumentos religiosos, como rosarios y estampas.

El altar se componía de tres partes ricamente adornadas con falsos dorados, como toda la gloria de la Santa Iglesia.

Sin fantasía no era posible averiguar qué representaban en realidad las pinturas que había en sus tres partes. Lo que sí es seguro es que este altar hubieran podido utilizarlo tanto los paganos de Zambeza como los chamanes de los Buriatos y los mogoles.

Por sus chillones colores, de lejos parecía una tabla para examinar a los daltonianos del ferrocarril.

Sólo resaltaba una figura; un hombre desnudo y aureolado con el cuerpo ligeramente verdoso como el trasero de un pato que ya huele y se encuentra en descomposición. A este santo nadie le hacía ningún daño; al contrario. A ambos lados se encontraban dos seres alados que probablemente eran ángeles. Pero el espectador tenía la impresión de que el desnudo santo gruñía horrorizado por tener semejante compañía. Realmente, los ángeles parecían ogros de cuento, seres intermedios entre un gato montés con alas y un monstruo apocalíptico.

La contrapartida de este santo era una pintura que debía representar a la santísima Trinidad. A la paloma el pintor casi no la había estropeado: Había un pájaro que tanto podía ser una paloma como una pintada blanca. En cambio Dios Padre parecía un bandolero del salvaje oeste de los que se ven en las películas.

El Hijo de Dios, por el contrario, era un joven alegre con una hermosa barriguita cubierta con algo que parecía un bañador. Daba la impresión de un deportista. En las manos sostenía una cruz con tanta elegancia como si fuera una raqueta de tenis.

No obstante desde lejos todo esto quedaba diluido y parecía un tren entrando en la estación. El significado del tercer cuadro era totalmente imposible de adivinar. Los soldados siempre se peleaban por ello e intentaban resolver el jeroglífico. Algunos creían que era un paisaje del Sahara. Sin embargo, debajo se encontraba la inscripción: «Santa María, madre de Dios, ten piedad de nosotros».

Schwejk cargó el altar en el coche irradiando felicidad y se sentó en el pescante al lado del cochero. El cura puso cómodamente sus pies sobre la Trinidad de Dios.

Schwejk conversó con el cochero sobre la guerra.

El cochero era un rebelde e hizo diversas observaciones sobre la victoria de las armas austríacas.

—¡Ya os la hicieron buena en Serbia! ¡Os dieron vuestro merecido!

Y soltó otros comentarios parecidos. Cuando llegaron a la línea de impuestos de consumo les preguntaron qué llevaban. Schwejk contestó:

—La Santísima Trinidad, la Virgen María y el pater.

Mientras tanto en el campo de ejercicios esperaban impacientes las compañías que debían ir al frente.

Y esperaron un buen rato. Luego aún tuvieron que ir a buscar la copa de deportes a casa del teniente Witinger y después la custodia, el copón y otros instrumentos de misa, incluida una botella de vino de iglesia que fueron a buscar al monasterio de Brewnow. De ello se desprende que no es tan sencillo celebrar una misa de campaña.

—Ya se arreglará de algún modo —dijo Schwejk al cochero.

Y tenía razón. Cuando llegaron al campo de ejercicios, ante el podio con las paredes laterales de madera y la mesa en la que había que colocar el altar de campaña resultó que el cura había olvidado al monaguillo.

Al principio siempre le había ayudado a decir misa un soldado de infantería que no obstante había preferido trasladarse al teléfono y se había ido al frente.

—No importa, pater —dijo Schwejk—, ya lo haré yo.

—¿Sabe usted ayudar a decir misa?

—No lo he hecho nunca —contestó Schwejk— pero se puede probar todo. Hoy estamos en guerra y en la guerra la gente hace cosas que antes jamás hubiera podido soñar. Ya me acordaré de contestar «el cum spiritu tuo» a su «Dominus vobiscum». Y además pienso que no puede ser tan difícil pasearse por ahí como el gato alrededor de la leche, lavarle las manos y echarle vino a las vinageras.

—Bien —dijo el cura—, pero no me eche nada de agua. Es mejor que ponga también vino en la otra vinagera ahora mismo. Además le indicaré siempre si tiene que ir a la derecha o a la izquierda. Cuándo silbe flojito una vez quiere decir a la derecha, dos veces a la izquierda. El misal no tiene que cargarlo demasiado. Por lo demás todo es un juego. ¿Tiene miedo?

—Yo no tengo miedo de nada, pater, ni de ayudar a decir misa. El cura tenía razón al decir: «Por lo demás todo es un juego». Todo se desarrolló tranquilamente. El sermón fue muy breve.

—¡Soldados! Nos hemos reunido para dirigir nuestros corazones a Dios antes de partir al campo de batalla, para que nos conceda la victoria y nos mantenga sanos. No os entretendré mucho rato. Os deseo lo mejor.

—¡Descansen! —gritó el viejo coronel en el ala izquierda.

La misa de campaña se llamaba misa de campaña porque estaba sujeta a las mismas leyes que la táctica de la guerra en el campo de batalla. En las largas expediciones de los ejércitos durante la guerra de los 30 años las misas de campaña también solían ser extraordinariamente largas.

Con la táctica moderna en la que los movimientos del ejército son rápidos y ágiles, la misa de campaña también tiene que ser rápida y ágil.

Aquella duró exactamente diez minutos. A los que estaban cerca del altar les sorprendió mucho oír silbar al pater durante la celebración.

Schwejk siguió atento a las señales. Corrió al lado derecho del altar, volvió al izquierdo y no decía más que «et cum spiritu tuo».

Parecía una danza india alrededor de la piedra del sacrificio, pero dio buena impresión pues ahuyentó el aburrimiento del triste y polvoriento campo de ejercicios con la avenida de ciruelos al fondo y las letrinas, cuyo olor sustituía el místico incienso de las iglesias góticas.

Todos se divirtieron muchísimo. Los oficiales que rodeaban al coronel se contaban anécdotas y todo se desarrolló en completo orden. De vez en cuando era posible oír entre la tropa:

—Dame un trago.

Y de las filas subían al cielo azules nubecillas de humo de tabaco como la humareda del holocausto. Cuando vieron que el coronel se había encendido un puro todos los grados se pusieron a fumar. Al final alguien dijo:

—¡Rodilla en tierra!

Se levantó una polvareda y todos los uniformados hincaron la rodilla ante la copa deportiva que el teniente Witinger había ganado como «favorito del deporte» en la carrera Viena–Módling.

La copa estaba llena. La manipulación del cura fue acompañada en las filas por un comentario general:

—¡Se lo ha bebido todo!

Esta acción se repitió dos veces. Luego se ordenó de nuevo:

—¡Rodilla en tierra!

Después el coro cantó lo mejor que pudo «Dios conserve, Dios proteja», y siguieron la formación y la marcha.

—Recójalo todo para que podamos llevarlo al lugar que le corresponde —dijo el cura a Schwejk señalando el altar de campaña.

Así pues volvieron con el cochero y lo devolvieron honradamente todo excepto la botella de vino de misa. Cuando llegaron a casa, después de remitir al infeliz cochero al Estado Mayor para que le pagaran allí el largo viaje, Schwejk dijo al cura:

—Pater, ¿el monaguillo tiene que profesar la misma religión que el que administra la sagrada comunión?

—Claro —contestó el cura—, de otro modo la misa no sería válida.

—Entonces se ha cometido un gran error, pater —dijo Schwejk—. Yo no tengo religión. ¡Que mala suerte la mía!

El cura miró a Schwejk, permaneció un rato en silencio y luego, dándole unas palmadas en la espalda le dijo:

—Puede acabarse el vino de la misa que ha quedado en la botella. Imagínese que ha vuelto a formar parte de la Iglesia.