13. Schwejk va a administrar la extremaunción

El capellán castrense Otto Katz estaba inclinado con aire melancólico sobre una circular que acababan de traer del cuartel. Era un decreto confidencial del Ministerio de la Guerra.

«El Ministerio de la Guerra suspende durante la guerra todas las disposiciones referentes a la extremaunción de los miembros del ejército y establece las siguientes instrucciones para los sacerdotes castrenses:

1. Se suspende la extremaunción en el frente.

2. No está permitido que los enfermos graves y los heridos se dirijan al interior del país para recibir la extremaunción. Los capellanes castrenses están obligados a confiar dichas personas de momento a los tribunales militares correspondientes para los restantes actos oficiales.

3. En los hospitales del interior puede administrarse la extremaunción en masa de acuerdo con el dictámen de los médicos militares, siempre que dicha extremaunción no encierre el carácter de obstáculo para la adecuada instrucción militar.

4. En casos extraordinarios la dirección de los hospitales militares del interior puede autorizar la administración de los santos óleos individualmente.

5. Los capellanes castrenses están obligados a administrar la extremaunción por orden de la dirección de los hospitales militares a quien ésta proponga».

Luego el cura volvió a leer el documento en el que se le notificaba que al día siguiente tenía que administrar la extremaunción a un herido grave del hospital militar de Karlplatz.

—¿Lo oye, Schwejk? —gritó el cura—. ¿No es una cochinada? ¡Como si yo fuera el único capellán militar en toda Praga! ¿Por qué no mandan allí a este capellán piadoso que durmió en casa hace poco? Tenemos que extremaunciar en Karlplatz. Ya he olvidado cómo se hace.

—Bueno, nos compraremos un catecismo, pater; allí lo pondrá —dijo Schwejk—. Es como una guía para pastores espirituales. En Emaús trabajaba en el convento un ayudante del jardinero que cuando quiso entrar en la comunidad de los hermanos legos y le dieron un hábito para que no tuviera que destrozar su ropa, se compró un catecismo y aprendió a santiguarse, enterarse de quién fue la única persona preservada del pecado original y de lo que es tener la conciencia limpia y otras tonterías de este tipo. Mientras tanto vendió la mitad de los pepinos del jardín del convento y salió de allí con toda deshonra. Cuando lo encontré me dijo: «Los pepinos también hubiera podido venderlos sin catecismo».

Cuando Schwejk llevó el catecismo que había comprado el cura lo hojeó y dijo:

—¡Anda! ¡Fíjate! La extremáunción sólo puede administrarla un sacerdote y únicamente con óleo bendecido por el obispo. Fíjese, Schwejk, usted no puede administrar la extremaunción. Léame como se hace.

Schwejk leyó:

—Para administrar la extremaunción el sacerdote unta cada uno de los sentidos del enfermo con el óleo de los enfermos rezando: por esta santa unción y su generosa misericordia te perdone el Señor lo que pecaste por la vista, el oído, el olfato, la lengua, el tacto y el movimiento.

—Schwejk, me gustaría saber qué pecados puede cometer el hombre con el sentido del tacto —dijo el cura—. ¿Puede explicármelo?

—Muchos, pater. Por ejemplo, meter la mano en un bolsillo ajeno, o en el baile… ya me entiende. ¡Con las cosas que se ven allí!

—¿Y con el movimiento, Schwejk?

—Cuando empieza a andar tambaleándose para que la gente se compadezca de usted.

—¿Y con el olfato?

—Cuando no le gusta un mal olor.

—¿Y con el gusto, Schwejk?

—Cuando le gusta alguien.

—¿Y con la lengua?

—Esto va junto con el oído, pater: cuando uno dice muchas tonterías y el otro le escucha.

Tras estas reflexiones filosóficas el capellán enmudeció. Luego dijo:

—¡De modo que necesitamos óleo bendecido por el obispo! Aquí tiene 10 coronas; compre una botella. En intendencia militar probablemente no hay óleo de ése.

Así pues Schwejk se puso en camino para buscar óleo bendecido por el obispo. Esto es más pesado que la búsqueda del agua de la vida en el cuento de Bozena Nemcová [22]. Fue a varias droguerías y en cuanto decía: por favor, una botella de aceite bendecido por el obispo, o bien soltaban una carcajada o se escondían asustados detrás del mostrador, Schwejk se comportó con poco corriente seriedad.

Entonces decidió probar suerte en las farmacias. En la primera mandaron al ayudante que lo echara. En la segunda quisieron telefonear a la casa de socorro y en la tercera le dijeron que la casa Polak de Langengasse tenía un comercio de aceites y barnices y que con toda seguridad tenía en su almacén el óleo que él deseaba.

En efecto, la casa Polak, de Langengasse era una firma ágil. No dejaba que ningún comprador abandonara la tienda sin haber satisfecho sus deseos. Si pedía bálsamo de copaiba se le daba trementina y no pasaba nada.

Cuando Schwejk entró y pidió 10 coronas de óleo bendecido por el obispo el jefe le dijo a su ayudante:

—Póngale 100 gramos de aceite de cañamones número 3, señor Tauchen.

Y mientras Schwejk envolvía la botellita el ayudante dijo mecánicamente:

—Es de primera calidad. Si necesita algún pincel, barniz o laca puede dirigirse a nosotros si gusta. Le serviremos encantados.

Mientras tanto el capellán grababa en su memoria una parte del catecismo que en el seminario no le había quedado. Le gustaron mucho algunas ingeniosas frases con las que tuvo que reír sinceramente: «La extremaunción se llama así porque generalmente es la última unción sagrada que la Iglesia administra al hombre». «Puede recibir la extremaunción todo cristiano católico que haya llegado al uso de razón y que esté gravemente enfermo». «A ser posible el enfermo debe recibir la extremaunción cuando todavía está consciente».

Entonces el ordenanza le llevó una carta en la que se le anunciaba que al día siguiente la «Asociación de damas nobles para el cuidado de la educación religiosa de los soldados», presenciaría el acto en el hospital.

Esta asociación estaba formada por viejas histéricas que repartían entre los soldados de los hospitales estampas e historietas de un guerrero católico que muere por Su Majestad el Emperador. Estas historietas estaban adornadas con ilustraciones de colores que representaban el campo de batalla. Por todas partes se amontonaban cadáveres humanos y de caballos, carros de municiones volcados y cañones con la cureña hacia arriba. En el horizonte ardía un pueblo, explotaban los proyectiles y en primer plano había un soldado moribundo con la pierna arrancada. Un ángel se inclinaba sobre él y le entregaba una corona con la siguiente inscripción en el lazo: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso». Y el moribundo sonreía feliz como si le llevaran un helado.

Después de leer el contenido de la carta Otto Katz escupió y dijo:

—¡Vaya día mañana!

A esa gentuza, como él las llamaba, ya las conocía de la iglesia de san Ignacio en la que hacía años había hecho sermones para militares. En aquella época se preocupaba mucho por los sermones. La «Asociación» solía sentarse detrás del coronel. Dos mujeres larguiruchas vestidas de negro y con sus rosarios habían ido a verle dos veces después del sermón y habían estado hablando dos horas sobre la educación religiosa de los soldados hasta que al final les había dicho furioso: «Perdónenme señoras, me está esperando un capitán para jugar al tresillo».

—Bueno, ya tenemos el óleo —dijo majestuosamente Schwejk al volver de la casa Polak—: aceite de cañamones de primera calidad. Ya podemos untar a todo un batallón. Es una casa sólida. También vende barniz, pinturas y pinceles.

Necesitamos una campanita.

—¿Para qué una campanita, Schwejk?

—Tenemos que tocarla por el camino para que la gente se quite el sombrero cuando pasemos delante suyo llevando a Dios y ese aceite de cañamones número 3, pater. Eso se hace así y a muchas personas a las que estas cosas no les importan las han encerrado por no haberse quitado el sombrero. Una vez en Zizkov el cura apaleó a un ciego porque no se había quitado el sombrero en una de esas ocasiones y además lo encerraron porque en el juicio dieron pruebas de que no era sordomudo, sino sólo ciego, y había oído el sonido de la campanilla y aunque era de noche había causado un gran escándalo. Eso es igual que por Corpus. Sino la gente no se volvería para mirarnos y en cambio así se quitarán el sombrero. De modo que si no tiene nada en contra la traigo en seguida, pater.

Media hora después de recibir el consentimiento Schwejk trajo la campanilla.

—Es de la puerta de la taberna «Zum Kreuzl» —dijo—. Me ha costado cinco minutos de angustia y he tenido que esperar bastante, porque pasaba gente todo el rato.

—Me voy al café, Schwejk. Si viene alguien, que espere.

Aproximadamente media hora más tarde llegó un hombre de mediana edad con el pelo gris, de aspecto rígido y mirada severa. Toda su figura chisporroteaba ira y cólera. Miraba como si lo hubiera enviado el destino para exterminar a nuestro miserable planeta y aniquilar de paso sus huellas en el universo.

Su voz era aguda, seca, severa:

—¿En casa? ¿Se ha ido al café? ¿Que espere? Bien, esperaré hasta la madrugada. Para ir al café tiene dinero pero para pagar sus deudas no. Un sacerdote, ¡qué vergüenza!

Escupió en la cocina.

—¡Por aquí no escupa! —dijo Schwejk que contemplaba al extraño con interés.

—Pues escupiré otra vez, ¿lo ve? —dijo obstinado el extraño escupiendo por segunda vez en el suelo—. ¡Y no se avergüenza! ¡Un capellán del ejército! ¡Qué escandalo!

—Si es usted un hombre culto —le advirtió Schwejk— quítese la costumbre de escupir en las casas ajenas. O ¿cree que puede permítirselo porque estamos en una guerra mundial? Tiene que comportarse como es debido y no como un caníbal. Tiene que ser fino, hablar bien y no conducirse como un golfo. ¡Un estúpido civil!

El hombre severo se levantó, empezó a temblar de excitación y gritó:

—¡Qué se atreve usted a decir! ¿Que no soy un hombre decente? ¿Pues qué soy entonces? ¡Diga!

—Un don mierda —contestó Schwejk mirándole a los ojos—. Escupe en el suelo como si estuviera en el tranvía, en el tren o en cualquier local público. Siempre me he preguntado por qué hay en todas partes carteles en los que se dice que está prohibido escupir en el suelo y ahora veo que están por usted. Probablemente lo conocen a usted muy bien en todas partes.

El hombre severo mudó el color de su rostro y se esforzó por contestar con un aluvión de palabrotas dirigidas a Schwejk y al capellán.

—¿Ha terminado ya su discurso? —preguntó Schwejk con calma cuando se extinguió el último «¡sois unos sinvergüenzas, tanto el señor como el criado!»— ¿O quiere añadir algo antes de volar escalera abajo?

Como el severo caballero ya estaba tan agotado que no se le ocurría ningún otro insulto Schwejk pensó que sería inútil esperar un apéndice, abrió la puerta, le hizo una seña con la cara para que volviera al pasillo y le dio una patada de la que no se habría avergonzado ni el mejor jugador del mejor equipo internacional de fútbol.

Y tras el severo señor sonó en la escalera la voz de Schwejk:

—La próxima vez que vaya a visitar a personas decentes compórtese como es debido.

El severo señor se paseó mucho rato bajo las ventanas en espera del capellán. Schwejk abrió la ventana y lo miró.

Al final el cura regresó, condujo a su húesped a su habitación y le pidió que se sentara frente a él.

Schwejk llevó una escupidera sin decir nada y la dejó delante del huésped.

—¿Qué hace, Schwejk?

—Con este señor ya he tenido una escena algo desagradable porque escupía en el suelo, pater.

—Déjenos, Schwejk. Tenemos que liquidar un asunto.

Schwejk saludó.

—Los dejo, pater, para servirle.

Y se fue a la cocina. En la habitación se sostuvo una charla extraordinariamente interesante.

—Ha venido a buscar el dinero de la letra, ¿me equivoco? —dijo el cura a su huésped.

—Sí, espero…

El cura suspiró.

—El hombre llega a tales situaciones que no le queda más que una esperanza. ¡Que hermosa es la palabra «esperar» de aquel trío que eleva al hombre del caos de la vida: «Fe, esperanza, caridad»!

—Pater, espero que la cantidad…

—Ciertamente, caballero —le interrumpió el capellán— puedo repetirle que la palabra «esperar» fortalece al hombre en su lucha con la vida. No pierda la esperanza. ¡Qué hermoso es tener un determinado ideal, ser una criatura pura e inocente que presta dinero para una letra con la esperanza de recibirlo a su debido tiempo! Espere, no deje de esperar que le pague las 1000 coronas mientras en la bolsa no tengo ni 100.

—De modo que… —balbuceó el huésped.

—Sí, de modo que —contestó el capellán.

El rostro del huésped adquirió una expresión colérica.

—Señor, esto es una estafa —dijo levantándose.

—Cálmese, señor mío…

—¡Es una estafa! —gritó obstinado el huésped—. ¡Ha abusado de mi confianza!

—Señor mío —dijo el cura—, seguro que el cambio de aires le hará bien; aquí hace bochorno. ¡Schwejk! —gritó volviéndose hacia la cocina—. Este caballero desea salir al aire libre.

—A este caballero ya lo he echado una vez, pater —se oyó.

—¡Repítalo! —fue la orden que se cumplió rápidamente con rigor y energía.

—Menos mal, pater; ya hemos acabado con él antes de que nos armara un escándalo —dijo Schwejk cuando volvió—. En Maletschitz había un tabernero, un entendido en las sagradas escrituras, que las citaba siempre y cuando le daba a alguien un latigazo decía: «Quien evita el látigo odia a su propio hijo, pero el que lo ama lo azota cuando es oportuno. ¡Te voy a dar! ¡Andar a la greña aquí en la taberna!»

—Fíjese cómo acaba el hombre que no respeta al sacerdote, Schwejk —rió el capellán—. San Juan Crisóstomo dijo: «Quien honra al sacerdote honra a Cristo; quien humilla al sacerdote humilla a Jesucristo, al cual representa el sacerdote». Tenemos que prepararnos bien para mañana. Haga huevos revueltos con jamón y un ponche de Burdeos y luego nos dedicaremos a la meditación, pues como se dice en las oraciones vespertinas: «Señor visita esta casa con Tu gracia y aleja de ella todas las asechanzas del maligno enemigo».

En el mundo hay seres perseverantes y entre ellos se contaba el hombre al que habían echado ya dos veces de la casa del capellán. Precisamente cuando la cena estaba a punto llamó a la puerta.

Schwejk abrió y volviendo en seguida anunció:

—Ya está aquí otra vez, pater. Mientras tanto lo he encerrado en el baño para que nos deje cenar en paz.

—Esto no está bien, Schwejk —dijo el cura—: huésped en casa, Dios en casa. Antiguamente en los banquetes los monstruos distraían a la gente mientras se comía. Hágalo pasar: nos divertirá.

Poco después volvió Schwejk con el hombre perseverante y de sombría mirada.

—Siéntese —le invitó el capellán amablemente—. Acabamos de cenar en seguida. Hemos comido langosta y salmón y ahora tenemos huevos revueltos con jamón. Sí, las cosas nos van bastante bien, la gente nos presta dinero.

—Espero no estar aquí para que se burlen de mí —dijo el hombre sombrío—. Ya es la tercera vez que vengo hoy. Espero que ahora me lo explicará todo.

—No es posible deshacerse de él, pater —observó Schwejk—. Es como un tipo de Lieben llamado Bouschek. Una noche lo echaron del «Exner» 18 veces y volvió siempre diciendo que se había dejado la pipa. Se les metió en el local por la ventana, por la puerta, por la cocina, por las paredes, subió a la taberna por el sótano, y probablemente hubiera bajado por la chimenea si no hubieran ido los bomberos a buscarlo al tejado. Era tan tenaz que hubiera podido llegar a ser ministro y diputado. Hicieron lo que pudieron por él.

El hombre perseverante insistió sin hacer caso de lo que se le decía.

—Quiero las cosas claras y deseo que me escuchen.

—Concedido —dijo el cura—. Hable caballero; hable cuanto quiera y mientras tanto nosotros seguiremos cenando. Espero que no le estorbe. Sirva la mesa, Schwejk.

—Como ya sabe —dijo el perseverante— la guerra está causando grandes estragos. Yo le hice el préstamo antes de la guerra y si no estuviéramos en guerra no le pediría que me lo pagase. Pero he pasado tristes experiencias.

Sacando una libreta del bolsillo prosiguió:

—Lo apunté todo. El teniente Janata me debía 700 coronas y ha tenido la osadía de caerse al Drina. El teniente Praschek ha caído prisionero en el frente ruso debiéndome 2000 coronas. El capitán Wichterle, que me debe la misma cantidad, ha hecho que le mataran sus propios soldados detrás de Rawaruska. El teniente Maschek, que está prisionero en Serbia, me debe 1500 coronas. Aquí hay más personas de esas. Uno se muere en los Cárpatos con una letra mía por pagar, otro cae prisionero, otro se me ahoga en Serbia, otro muere en Hungría, en el hospital. Ahora comprenda mis temores de que esta guerra me arruine si no soy enérgico e implacable. Puede objetar que a usted no le amenaza un peligro directo. Mire.

Puso la libreta en las narices del cura.

—Mire: capellán C. Mathias, muerto en Brünn hace una semana en el departamento de aislamiento del hospital. ¡Me arrancaría los cabellos! Me debía 1800 coronas y se fue a administrar la extremaunción a un hombre que no tenía nada que ver con él en la casucha del cólera.

—Era su obligación, querido amigo —dijo el cura—. Yo también voy mañana a extremaunciar.

—Y también a la casucha del cólera —observó Schwejk—. Puede venir con nosotros para ver lo que es sacrificarse.

—Señor cura —dijo el perseverante—, créame, estoy en una situación desesperada. ¿Es que están haciendo la guerra para que se me lleve a todos mis deudores?

—Cuando le declaren apto para el servicio militar y se vaya al campo de batalla diremos una misa con el señor cura para que el Dios del cielo haga que le despedace la primera granada —dijo Schwejk.

—Señor, este es un asunto muy serio —dijo él perseverante—. Le ruego que su servidor no se inmiscuya en nuestros asuntos para que podamos terminar de una vez.

—Con permiso, pater. Tenga la bondad de ordenarme que no me meta en sus asuntos, de lo contrario seguiré defendiendo sus intereses como corresponde a un soldado formal y honesto. El señor tiene toda la razón, quiere marcharse de aquí solo. A mí tampoco me gustan los altercados: soy un hombre sociable.

—Schwejk, esto ya empieza a aburrirme —dijo el cura como si no notara la presencia del huésped—. Creía que ese hombre nos distraería explicándonos anécdotas y lo que quiere es que le ordene que no se inmiscuya a pesar de que ya ha tenido que habérselas con él dos veces. Una noche en que me encuentro ante un acto religioso tan importante y tengo que dirigirme a Dios con todos mis sentidos me molesta con una historia tonta por unas cochinas 1200 coronas, me distrae en mi examen de conciencia, me aparta de Dios y quiere que vuelva a decirle que ahora no voy a darle nada. No hablaré más con él para no estropear esta noche santa. Schwejk, dígale: «el señor cura no le dará nada».

Schwejk cumplió la orden gritándosela al oído. No obstante el huésped siguió sentado.

—Schwejk, pregúntele cuanto rato cree que va a estar curioseando por aquí.

—No me moveré hasta que no se me pague —insistió el perseverante.

El cura se levantó, se dirigió a la ventana y dijo:

—En este caso se lo paso a usted, Schwejk. Haga lo que quiera con él.

—Venga, señor —dijo Schwejk cogiendo por la espalda al molesto huésped—. Las cosas buenas son siempre tres.

Y con rapidez y elegancia repitió su actuación mientras el cura tecleaba en la ventana una marcha fúnebre.

Esta noche dedicada a la meditación tuvo diversas fases. El capellán se acercó a Dios con tanto fervor y devoción que aún después de medianoche se oía esta canción en su casa:

Y cuando nos marchamos las muchachas lloraron…

Con él cantaba el valeroso soldado Schwejk.

En el hospital militar pidieron la extremaunción dos hombres: un viejo comandante y un gerente de banco, oficial de reserva. Ambos habían recibido un balazo en el vientre en los Cárpatos y yacían uno al lado del otro. El oficial de reserva consideraba que debían administrarle la extremaunción porque su superior la pedía y que en este caso no solicitarla era un delito de insubordinación. El piadoso comandante lo hizo por astucia pues creía que la oración puede sanar a un enfermo. Pero los dos murieron la noche antes de la extremaunción y cuando a la mañana siguiente el cura se presentó con Schwejk yacían ya con la cara negra y bajo una mortaja, como todos los que mueren por asfixia.

—¡Con el trabajo que nos hemos dado, pater, y ahora nos lo han estropeado! —dijo Schwejk enfadado cuando en la oficina les comunicaron que ya no los necesitaba ninguno de los dos.

Y era verdad, se habían dado mucho trabajo. Habían ido en coche, Schwejk había tocado la campanilla y el cura había envuelto en una servilleta la botellita de aceite, la había llevado en la mano y bendecido con sería expresión a los transeúntes que se quitaban el sombrero, que por cierto no fueron muchos aunque Schwejk se esforzaba por hacer mucho ruido con la campanilla.

Tras el coche corrieron un par de niños inocentes. Uno de ellos se sentó en la parte de atrás del coche y sus compañeros empezaron a gritar al unísono:

—¡Seguir el coche! ¡A seguir el coche!

Y Schwejk iba tocando la campanilla. El cochero dió un latigazo hacia atrás. En la Wassergasse les salió al encuentro corriendo un ama de llaves, miembro de la Congregación de María, para que la bendijeran, se santiguó y dijo:

—¡Van con Nuestro Señor como si los llevara el diablo! ¡Ya puede uno ponerse tísico!

Y regresó sin aliento a su antiguo puesto.

La campanilla asustaba al caballo del coche. Al parecer le recordaba algo de tiempos pasados pues no dejaba de mirar hacia atrás y de vez en cuando intentaba bailar sobre el empedrado.

Estos fueron los trabajos de los que Schwejk había hablado. Luego el cura se fue a la oficina para liquidar la parte económica de la extremaunción: calculó que el erario militar le debía 150 coronas por el óleo bendecido y por el viaje.

Entonces tuvo lugar una lucha entre el comandante del hospital y el capellán. Este dio varios puñetazos en la mesa.

—No vaya a creer que la extremaunción es gratuita, capitán —explicó—. Cuando a un oficial de dragones lo mandan a la cuadra con los caballos también le pagan dietas. Desde luego lamento que no hayan podido recibir la extremaunción: hubiera costado 50 coronas más.

Mientras tanto Schwejk esperaba abajo, en el puesto de guardia, con la botellita del santo óleo, la cual despertó sincero interés en los soldados.

Alguien dijo que con este aceite se podrían limpiar muy bien los fusiles y las bayonetas. Un soldado joven de las tierras altas de Bohemia y Moravia que aún creía en Dios pidió que no hablaran de estas cosas y que no discutieran los secretos sagrados pues había que esperar cristianamente.

Un viejo reservista miró al mozalbete y dijo:

—¡Bonita esperanza que un proyectil te arranque la cabeza!

Nos han hecho creer muchas cosas. Una vez vino a vernos un diputado clerical y nos habló de la paz de Dios que cubre toda la tierra y de que Dios no desea la guerra y quiere que todos vivamos en paz y nos perdonemos como hermanos. Y ahora vedle al imbécil, desde que ha empezado la guerra en todas las iglesias se reza por la victoria de las armas y del buen Dios se habla como si fuera un jefe del Estado Mayor que guía y dirije esta guerra. De aquí, del hospital militar ya he visto salir una buena cantidad de entierros y las piernas y brazos cortados se los llevan a carretadas.

—Y a los soldados los entierran desnudos —dijo uno— y, su uniforme se lo ponen a uno vivo, así siempre.

—Hasta que la ganemos —observó Schwejk.

—¡Ese asistente quiere que le den algo! —dijo un sargento que estaba en un rincón—. Que os lleven al frente a vosotros, a las trincheras, y os hagan avanzar por las alambradas con los lanzaminas y lanzallamas. Revolcarse en el interior, esto puede hacerlo cualquiera. Nadie tiene ganas de morir.

—Pues yo creo que ha de ser muy hermoso dejarse atravesar por una bayoneta —dijo Schwejk; y tampoco está mal recibir un balazo en el vientre y mejor aún cuando lo despedaza a uno una granada y ve que sus propias piernas y la barriga están un poco más lejos del resto de su cuerpo. Debe ser cómico morir antes de que alguien pueda explicárselo.

El soldado joven suspiró. Le daba pena su juventud y haber nacido en un siglo tan tonto para ser sacrificado como una vaca en el campo de batalla. ¿Por qué todo eso?

Un soldado, maestro de profesión, como si adivinara sus pensamientos observó:

—Algunos sabios explican la guerra como consecuencia de las manchas solares. En cuanto surge una de estas manchas ocurre siempre algo espantoso. La conquista de Cartago…

—¡Déjese de sabidurías! —interrumpió el sargento—. Mejor es que vaya a barrer la habitación: hoy le toca a usted. ¡Que nos importan a nosotros sus dichosas manchas solares! Por mí ni que hubiera 20. ¡Me importa un bledo!

—Estas manchas sobre el sol tienen realmente gran importancia —intervino Schwejk—. Una vez se vio una y aquel mismo día me dieron una paliza en «Banzet», en Nusle. Desde entonces siempre que salgo miro en el periódico si no ha vuelto a verse otra mancha y si se ha visto, ¡adiós María!, no voy a ninguna parte. Sólo así he sobrevivido. Cuando el volcán del Mont Pelé destruyó toda la isla de la Martinica un profesor escribió en el «Narodní Politika» que ya hacía tiempo él había llamado la atención a los lectores sobre una gran mancha solar. Y el «Narodní Politika» no llegó a tiempo a esa isla y por eso pilló a sus habitantes.

Mientras tanto arriba el capellán encontró en la oficina a una dama de la «Asociación de damas nobles para el cuidado de la formación religiosa de los soldados», una sirena vieja y repugnante que rondaba por el hospital desde las primeras horas de la mañana repartiendo por todas partes estampas que los soldados heridos y enfermos echaban a las escupideras. A su paso excitaba a todo el mundo con sus tonterías de que se arrepintieran sinceramente de sus pecados y se corrigieran de verdad para que el buen Dios les diera la paz eterna después de la muerte.

Al hablar con el cura y decir que la guerra en vez de ennoblecer transformaba a los soldados en bestias estaba muy pálida. Abajo los enfermos le habían sacado la lengua y le habían dicho que era un espantapájaros y una tonta de capirote.

—Es espantoso, señor cura; el pueblo está corrompido.

Y con todo ardor explicó como imaginaba ella que debía ser la formación religiosa de los soldados. Sólo si el soldado creía en Dios y tenía un sentimiento religioso lucharía con valentía por su emperador. Entonces no temería la muerte porque sabría que le esperaba el paraíso.

La parlanchina dijo otras tonterías semejantes. Al parecer estaba decidida a no soltar al cura. Al final este se despidió con la mayor descortesía.

—¡Vamos a casa, Schwejk! —gritó en el puesto de guardia.

Al regreso no le dieron ninguna importancia.

—La próxima vez que venga a extremaunciar otro —dijo el cura—. Luego tiene uno que pelearse con ellos por el dinero a causa del alma que se quiere salvar. Los oficiales de oficina son unos canallas.

Al ver en las manos de Schwejk la botellita con el óleo «bendecido» su rostro se ensombreció.

—Schwejk, lo mejor será que con este aceite unte mis botas y las suyas.

—Intentaré untar también la cerradura —dijo Schwejk—. Cuando vuelve usted a casa por la noche cruje de una manera horrible.

Y así acabó la extremaunción que no se llegó a administrar.