2. La anábasis de Schwejk camino de Budweis
Jenofonte, un general de la Antigüedad, atravesó toda Asia Menor y sin mapa llegó Dios sabe adónde. Los antiguos godos también hicieron sus preparativos sin conocimientos topográficos. A andar constantemente en la misma dirección es a lo que se llama anábasis: a abrirse camino a través de paisajes desconocidos, rodeado de enemigos que esperan la primera oportunidad para retorcerte el pescuezo. Si uno tiene una buena cabeza, como Jenofonte o como los miembros de las estirpes de bandoleros que vinieron a Europa de Dios sabe qué lugar del Caspio o del mar de Azov, durante el camino realiza verdaderos milagros.
Las legiones romanas de César habían alcanzado igualmente sin mapas una zona al norte del mar de la Galia. Una vez decidieron regresar a Roma por otro camino para distraerse más y lo lograron. Desde entonces se dice abiertamente que todos los caminos llevan a Roma.
También a Budweis llevan todos los caminos. Al ver un pueblo cercano a Mühlhausen en lugar de la región de Budweis el valeroso soldado Schwejk estaba plenamente convencido de ello. No obstante, siguió adelante sin detenerse, pues un Mühlhausen de ésos no puede impedir a ningún valeroso soldado llegar algún día a Budweis.
Así, pues, Schwejk apareció en Kwétow, al oeste de Mühlhausen. Cuando ya había cantado todas las canciones marciales que conocía de las marchas militares, cuando se encontraba delante de Kwétow, se vio forzado a repetir:
Y cuando nos marchamos
las muchachas lloraron…
Una vieja que volvía de la iglesia lo encontró en el camino de Kwétow a Wraz, que sigue constantemente la dirección oeste, y con el cristiano saludo: «Buenos días, soldado, ¿adónde va?», entabló conversación con él.
—¡Ay, abuelita! Voy a Budweis —contestó Schwejk—, al regimiento, a la guerra.
—Pero entonces no vais bien, pequeño —dijo la vieja asustada—. No llegaréis nunca. Si seguís en esta dirección, por Wraz, llegaréis a Klattau.
—Supongo que desde Klattau también se puede ir a Budweis —dijo Schwejk resignado—. Es verdad, cuando se va al regimiento para no tener aún más complicaciones por la buena voluntad de estar a tiempo en su puesto es un paseo muy bonito.
—En mi pueblo también había un tipo así. Tenía que ir a Pilsen, a la línea de defensa, un tal Toni Maschka —suspiró la vieja—. Es pariente de mi sobrina y se marchó, y al cabo de una semana ya lo buscaban los gendarmes porque no había ido a su regimiento. Y al cabo de otra semana vino al pueblo vestido de paisano: lo habían mandado a casa de permiso. Ahora ya ha escrito desde el frente diciendo que está herido, que ha perdido una pierna. La vieja miró a Schwejk con compasión.
—Podéis esperarme en aquel bosquecillo, pequeño; os traeré unas cuantas patatas para que os calentéis. Desde aquí puede verse nuestra cabaña; está detrás del bosque, un poco a la derecha. No podéis pasar por nuestro pueblo, hay tantos gendarmes como halcones. Es mejor que vayáis bordeando el bosque, a Maltschin. Desde allí el Tschizowa se desvía, pequeño. Allí los gendarmes parecen verdugos y apresan a los desertores. Id directamente a Sedletz, junto a Horazdowitz, a través del bosque. Allí hay un gendarme estupendo que deja pasar a todo el mundo por el pueblo. ¿Tenéis los papeles?
—¡No, abuelita!
—Entonces no vayáis allá; es mejor que vayáis a Radomyschl, pero procurad llegar al atardecer porque entonces todos los gendarmes están en la taberna. En la calle baja encontraréis una casita pintada de azul. Preguntad por Melicharek, el campesino. Es mi hermano. Saludadle de mi parte y os enseñará por dónde se va a Budweis.
Schwejk esperó a la vieja en el bosquecillo más de media hora. La vieja le llevó sopa de patatas en una cacerola envuelta en un cojín para que no se enfriara y cuando Schwejk se la hubo terminado sacó de un pañuelo una rebanada de pan y un trozo de grasa, se lo metió todo en los bolsillos, le hizo la señal de la cruz y dijo que «allí» también tenía dos nietos.
Entonces volvió a repetirle con todo detalle los pueblos por los que debía pasar y los que debía evitar. Al final sacó una corona del bolsillo de la chaqueta y se la dio para que en Maltschin pudiera comprarse licor, pues el camino a Radomyschl era muy largo.
Siguiendo el consejo de la vieja Schwejk fue desde Tschizowa en dirección este a Radomyschl; él creía que a Budweis se podía llegar desde cualquier parte del mundo.
En la fonda de Maltschin, cuando se compraba licor para el largo camino hacia Radomyschl, se unió a él un viejo que tocaba la armónica. El músico pensó que Schwejk era un desertor y le aconsejó que fuera con él a Horazdowitz porque allí tenía una hija casada cuyo marido también era desertor. Al parecer en Maltschin ese hombre había bebido demasiado.
—Ya ha tenido escondido a su marido dos meses en el establo —dijo intentando convencerle—, a ti también te esconderá y os quedaréis allí hasta el final de la guerra. Siendo dos no lo encontraréis tan triste.
Schwejk rechazó cortésmente su proposición. Él se enfadó mucho, se dirigió a la izquierda, a los campos, y lo amenazó con ir a la gendarmería de Tschizowa y denunciarlo.
Al atardecer en Radomyschl, Schwejk fue en busca del campesino Melicharek, en la calle baja. Los saludos de su hermana de Wraz no le causaron la menor impresión. Lo único que hacía era pedirle la documentación.
Parecía un hombre pasado de moda pues hablaba sin cesar de bandoleros, vagabundos y ladrones que merodeaban en gran cantidad por el distrito de Pisek.
—Esos tipos se escapan del ejército, no quieren servir, rondan por los alrededores y donde pueden roban —le dijo a Schwejk—. Parece que no saben contar ni hasta cinco. Claro, claro, la mayoría de las personas se enfadan si se les dice la verdad —añadió cuando Schwejk se levantaba del banco—. El que tiene la conciencia limpia no se levanta y deja ver sus papeles. Pero cuando no la tiene…
—Bueno, con Dios, abuelito…
—Claro, con Dios, y la próxima vez buscaos a otro más tonto.
Schwejk salió a la oscuridad; el viejo estuvo gruñendo aún mucho rato:
—Sí, sí, dice que va de Tabor a Budweis, a su regimiento, y el muy bribón pasa primero por Horazdowitz y luego por Pisek. ¡Vaya, da la vuelta al mundo!
Schwejk volvió a pasar casi toda la noche andando antes de encontrar un pajar en un campo cerca de Putim. Al revolver la paja hacia un lado, cerca suyo oyó una voz:
—¿De qué regimiento? ¿Hacia dónde?
—Del 91. A Budweis.
—No irás para allá, ¿verdad?
—Allí tengo a mi teniente.
A su lado, muy cerca de él, no reía una persona, sino tres. Cuando las risas fueron calmándose Schwejk les preguntó de qué regimiento eran, y comprobó que dos eran del 35 y uno de la artillería y que también era de Budweis.
Los del 35 habían desertado hacía un mes, antes de que se formara la compañía para ir al frente y el artillero estaba de camino desde la movilización.
Dijo que era de Putim y que aquel pajar le pertenecía. Dormía siempre allí. El día anterior había encontrado a los otros dos en el bosque y se los había traído a su pajar.
Todos tenían la esperanza de que la guerra se acabaría dentro de dos meses. Imaginaban que los rusos ya debían estar detrás de Budapest y en Moravia. Dijeron que en Putim esto ya lo sabía todo el mundo. Muy temprano, antes de que amaneciera, la esposa del dragón les traería el desayuno.
Entonces los del 35 se irían a Strakonitz. Allí vivía la tía de uno de ellos, que por su parte tenía un amigo en las montañas, detrás de Schüttenhofen. Allí estarían a salvo.
—Y tú, el del 91, si quieres también puedes venir con nosotros. Deja a tu teniente.
—No es tan fácil —contestó Schwejk, se enterró y se arrastró a lo más profundo del montón de paja.
Por la mañana, al despertarse, ya se habían ido todos. Uno de ellos, al parecer el dragón, había dejado a sus pies una rebanada de pan.
Schwejk atravesó los bosques y cerca de Schtekna encontró a un vagabundo, a un anciano que lo saludó con un trago de licor como si fuera un viejo camarada.
—Yo no me metería ahí dentro —aconsejó a Schwejk—. Algún día te resultará caro ese uniforme. Hay gendarmes en todas partes y así tampoco puedes mendigar. Ahora a nosotros los gendarmes no nos persiguen como antes, sólo os buscan a vosotros. Sólo os buscan a vosotros —repitió con tal convencimiento que Schwejk decidió no decirle nada del regimiento 91. Que le tuviera por lo que quisiera, ¿para qué quitarle la ilusión al buen hombre?
—¿Adónde vas? —preguntó el vagabundo tras una pausa, después que ambos encendieron la pipa, andando lentamente alrededor del pueblo.
—A Budweis.
—¡Por Dios! —exclamó asustado el vagabundo—. Allí te pescarán en un minuto. No llegarás ni a entrar en calor. Tienes que ponerte un traje de paisano harapiento, cojear y hacerte pasar por muerto de hambre. Pero no temas, ahora vamos a Strakonitz, Wolyn, Ticha, y allí el diablo tendrá que meterse en el juego para que no encontráramos un traje de paisano. Los de Strakonitz son tan tontos que dejan su casa abierta de día y de noche. Ahora en invierno se van a charlar a casa del vecino y así en seguida tienes un traje de paisano. ¿Qué necesitas? Botas ya tienes, de modo que sólo algo para vestirte. El abrigo, ¿es viejo?
—Sí.
—Entonces quédatelo; con él puedes ir por el campo. Necesitas pantalones y una chaqueta. Cuando tengamos el traje de civil venderemos los pantalones y la chaqueta a Herrmann; el judío, en Vodnan. Él compra todos los objetos del Estado y luego los vende en los pueblos. Hoy vamos a Strakonitz —dijo siguiendo con sus planes—. A cuatro horas de aquí está el aprisco del viejo Schwarzenberg. Conozco a un pastor suyo, un muchacho como yo. Pasaremos la noche allí y al amanecer nos iremos a Strakonitz para poder hacernos con un traje de paisano en algún lugar de los alrededores.
En el aprisco Schwejk conoció a un amable anciano que todavía se acordaba de las historias de la guerra contra los franceses que le había explicado su abuelo. Era unos veinte años mayor que el vagabundo y por ello a éste, lo mismo que a Schwejk, lo llamaba «jovencito».
—Bien, fijaos, jovencitos —dijo cuando se encontraban sentados alrededor del fuego sobre el que estaban cociéndose las patatas que había en una fuente—. Entonces mi abuelo también desertó, como este soldado. Pero lo pescaron en Vodnan y le dejaron el popo tan machacado que le salían trozos al vuelo. Y todavía podía hablar de suerte. Al hijo de Jaresch, de Razitz, detrás de Protiwin, al abuelo del viejo Jaresch, que es guardaviveros, cuando escapó lo llenaron de plomo y pólvora. Y antes de fusilarlo en el reducto de Pisek pasó entre dos filas de soldados y lo pegaron con porras seiscientas veces de modo que para él la muerte fue un alivio y una salvación. ¿Y cuándo te has escapado? —preguntó a Schwejk con ojos llorosos.
—Después de la movilización, cuando nos llevaban a los cuarteles —contestó Schwejk comprendiendo que el uniforme no podía perturbar la confianza del viejo pastor.
—¿Saltando por el muro? —preguntó el curioso pastor, recordando al parecer a su abuelo que según había explicado lo había hecho así.
—No se podía ir por ninguna otra parte, abuelo.
—Y la guardia, ¿era nutrida y disparó?
—Sí, abuelo.
—Y ¿adónde quieres ir ahora?
—Pero se le ha encasquetado un capricho —contestó el vagabundo por Schwejk—, quiere ir a Budweis cueste lo que cueste. Ya sabes, los jóvenes irreflexivos se precipitan a su propia perdición. Tengo que darle lecciones. Vamos a conseguir un traje de paisano y entonces todo irá bien. Hasta la primavera nos arreglaremos como podamos y luego iremos adonde sea a trabajar como campesinos. Este año habrá mucha hambre y gran necesidad de personal, o sea que declararán a todos los vagabundos aptos para el trabajo en el campo. Entonces yo me he dicho que es mejor ir como voluntario. A los campesinos los habrán matado a todos.
—¿De modo que crees que este año todavía no acabará? ¡Tienes razón, jovencito! Ya ha habido guerras largas. La napoleónica, luego, según dicen, las guerras suecas, la de los siete años. Y estas guerras los hombres se las han merecido. El buen Dios no podía seguir viendo cómo todo el mundo se volvía tan orgulloso. Ya no se metían en la boca ni la carne de carnero, ya no querían comerla, jovencitos. Antiguamente venían acá en procesión para que les vendiera un carnero bajo mano, pero en los últimos años sólo han comido cerdo, aves, todo asado con mantequilla o lardo. Conque el buen Dios se ha enfadado por su altanería y sólo se recuperarán cuando coman armuelle, como hicieron durante las guerras napoleónicas. Nuestras autoridades ya no sabían qué hacer con tanto orgullo. El viejo príncipe de Schwarzenberg iba todavía en un coche corriente y este mocoso joven principesco apesta a automóvil. El buen Dios ya le untara el hocico con bencina.
La sopa de patatas murmuraba al hervir y el viejo pastor, tras una breve pausa, dijo con aire profético:
—Y no va a ganar esta guerra; nuestro emperador quiero decir. No se ve ningún entusiasmo por ella. El maestro de Strakonitz dice que es porque no se ha dejado coronar. Si tú, viejo sinvergüenza, has prometido que te harás coronar tienes que mantener tu palabra.
—Puede que lo haga ahora —observó el vagabundo.
—Ahora nadie le hará caso —dijo excitado el pastor—. Tendrías que oír a los vecinos cuando se reúnen abajo, en Strakonitz: que después de esta guerra vendrá la libertad, que ya no habrá más cortes imperiales, que ya no se dejarán los propios bienes a emperadores y príncipes. Por hablar así los gendarmes ya se han llevado a un tal Korinka, porque excitaba a la rebelión. Sí, hoy en día los gendarmes tienen mucho que contar.
—También lo tenían antes —dijo el vagabundo—. Recuerdo que el guardia de la gendarmería de Kladno era un tal señor Rotter. De repente ese señor Rotter empezó a cuidar lo que llaman perros policíacos con temperamento de perros lobos, de esos que cuando están adiestrados lo huelen todo. Y ese señor guardia de Kladno tenía una barbaridad de discípulos caninos, que vivían como príncipes en una casita especial para ellos. Un buen día se le ocurrió hacer experimentos con los pobres vagabundos, dio orden de que la gendarmería reuniera a todos los del distrito de Kladno y se los enviaran a él. Yo que voy y me marcho a toda prisa y permanezco en la profundidad del bosque, pero no sirve de nada, ya no pude llegar a la casa del guardabosques que había visto. Me pescaron y me llevaron al señor guardia. No puedes imaginar lo que pasé con esos perros. Primero hizo que me olieran, luego tuve que subirme a una escalera y cuando ya estaba arriba soltaron a uno para que subiera detrás mío. La bestia me llevó de la escalera al suelo, se arrodilló delante mío, gruñó y me enseñó los dientes. Entonces se lo llevaron y a mí me dijeron que me escondiera en cualquier parte, que podía ir adonde quisiera. Me fui al bosque, al valle de Katschak, a un desfiladero, y al cabo de media hora ya tenía a mi lado a dos de esos perros lobos: me derribaron y mientras uno me sujetaba por el cuello el otro se fue corriendo a Kladno y una hora más tarde vino el propio guardia con unos gendarmes, llamó al perro y a mí me dio cinco coronas y permiso para mendigar en Kladno dos días enteros. Pero, para qué, me marché a Bernau como si me hubieran pegado fuego en la cabeza y no volví a Kladno nunca más. Todos los vagabundos se fueron de allí debido a los experimentos del guardia. A esos perros les tenía un cariño tremendo. En los puestos de la gendarmería decían que siempre que iba de inspección y veía un perro lobo olvidaba su trabajo y de pura alegría se pasaba todo el día bebiendo.
Y mientras el pastor colaba las patatas y vertía en una fuente leche de oveja agria el vagabundo continuó relatando sus recuerdos de la justicia de la gendarmería.
—En Lipnitz, cerca del castillo, había un guardia. Vivía justo sobre la gendarmería y yo, pobre viejo, que siempre pensé que la gendarmería tenía que estar en un lugar más visible, por ejemplo en la plaza del mercado o en un sitio así y no en una callejuela escondida. Bueno, voy y recorro toda la ciudad sin fijarme en los carteles. Paso una casa tras otra hasta que llego al primer piso de una de esas barracas, abro la puerta y me presento: «Soy un pobre vagabundo». Sí, hijos míos, los pies se me quedaron paralizados: era la gendarmería. Escopetas en las paredes, un crucifijo sobre la mesa, el registro, nuestro emperador mirándome desde la mesa. Antes de que pudiera decir nada el guardia dio un salto hacia mí y ya en la puerta me pegó una bofetada que volé escaleras abajo y no me detuve hasta Kejzlitz. Es el derecho de los guardias.
Empezaron a comer. Luego, echados sobre los bancos en la caliente habitación, se durmieron en seguida.
Por la noche Schwejk se vistió lentamente y salió. La luna se elevaba por el este y bajo su ascendiente luz Schwejk fue andando en la misma dirección y se repetía:
—¡Ya estaría bueno que no llegase a Budweis!
Al salir del bosque, a la derecha, vio una ciudad; por ello se dirigió al oeste y luego al sur, donde volvió a ver otra ciudad. Era Vodnan. La evitó hábilmente caminando despació por los prados y el sol matinal le saludó en las nevadas laderas sobre Protiwin.
—Siempre adelante —se dijo el valeroso soldado Schwejk—: el deber me llama. Tengo que ir al maldito Budweis.
Y por una desdichada casualidad los pasos de Schwejk en lugar de dirigirse hacia el sur, hacia Budweis, lo hicieron en dirección norte, hacia Pisek.
A mediodía Schwejk vio un pueblo. Al bajar de una pequeña colina pensó:
—No puedo seguir así; preguntaré por dónde se va a Budweis. Cuando entró en el pueblo quedó extraordinariamente sorprendido al leer en un poste, junto a la primera casa: «distrito de Putim»
—¡Por Cristo! —suspiró Schwejk—. De modo que vuelvo a estar en Putim, donde dormí en el montón de paja.
Pero luego ya no se sorprendió lo más mínimo cuando de detrás de un estanque salió de una casita pintada de blanco sobre la que colgaba una paloma, como se la llama en muchos lugares al águila, un gendarme como araña que vigila su tela.
El guardia fue directamente hacia Schwejk y no dijo más que:
—¿Adónde?
—A Budweis, a mi regimiento.
El guardia rio con sarcasmo.
—¡Pero si viene de Budweis! ¡Tiene Budweis detrás suyo!
Y llevó a Schwejk al puesto de la gendarmería.
El guardia de Putim era conocido en toda la comarca por sus procedimientos extremadamente delicados y al mismo tiempo inteligentes. Jamás insultaba a los detenidos o prisioneros sino que los sometía a un interrogatorio tan contradictorio que incluso un inocente hubiera confesado.
Los dos gendarmes se adaptaban a él y el interrogatorio contradictorio se realizaba siempre ante las carcajadas de todo el personal de gendarmería.
—La criminología se basa en la inteligencia y en la amabilidad —solía decir el guardia a sus subordinados—. Gritar a las personas no sirve de nada. A los delincuentes y a los sospechosos hay que tratarlos con delicadeza pero al mismo tiempo procurar que se ahoguen con la tempestad de preguntas.
—Bueno, sea muy bienvenido —dijo a Schwejk—, siéntese y póngase cómodo; de todos modos está fatigado del camino. Explíquenos adónde va.
Schwejk repitió que iba a Budweis, a su regimiento.
—Entonces se ha equivocado de camino —dijo burlonamente el guardia—. Viene usted de Budweis, puedo demostrárselo. Sobre usted hay un mapa de Bohemia. Mírelo bien, soldado. Al sur de aquí está Protiwin, al sur de Protiwin está Hluboká y al sur de Hluboká está Budweis. De modo que ya ve, usted no va a Budweis sino que viene de Budweis.
El sargento miró con amabilidad a Schwejk, el cual tranquila y dignamente dijo:
—Y no obstante yo voy a Budweis.
Esto era algo más que el «¡Y no obstante se mueve!» de Galileo, pues éste parece que lo dijo muy enfadado.
—¿Sabe una cosa, soldado? —dijo el guardia con tanta amabilidad como antes—: voy a quitárselo de la cabeza y al final usted mismo opinará que las negativas lo único que hacen es dificultar la confesión.
—Tiene toda la razón —dijo Schwejk—. Toda negativa dificulta la confesión y viceversa.
—Buena, ya ve, usted mismo se da cuenta de ello. Contésteme sinceramente de dónde ha salido y cómo ha ido a Budweis. Digo a propósito «su» Budweis, porque al parecer debe haber otro Budweis en algún lugar al norte de Putim que hasta ahora no se ha registrado en ningún mapa.
—Salí de Tabor.
—¿Y qué hizo en Tabor?
—Esperar el tren de Budweis.
—¿Por qué no se fue a Budweis en el tren?
—Porque no tenía billete.
—¿Y por qué siendo soldado no le dieron un billete gratis?
—Porque no llevaba documentos.
—¡Ahí está! —dijo el guardia a uno de los gendarmes victoriosos—. No es tan tonto como hace ver. Empieza a enredarse de lo lindo.
El guardia volvió a empezar como si hubiera pasado por alto la última respuesta referente a los documentos.
—De modo que salió de Tabor. ¿Adónde fue?
—A Budweis.
La expresión del guardia se hizo algo severa y su vista se dirigió al mapa.
—¿Puede demostranos sobre el mapa por dónde pasó para ir a Budweis?
—No me fijo en todos los lugares y sólo recuerdo que ya he estado una vez en Putim.
Los guardias se miraron inquisitivamente.
—De modo que en Tabor estuvo en la estación. Usted lleva algo. ¡Entréguelo!
Tras registrarle concienzudamente y no habiendo encontrado más que una pipa y cerillas el guardia preguntó:
—Dígame, ¿por qué no lleva nada, absolutamente nada?
—Porque no necesito nada.
—¡Dios mío! —suspiró el guardia—. ¡Qué tortura! Ha dicho que ya estuvo una vez en Putim. ¿Qué hizo aquí entonces?
—Pasé por Putim para ir a Budweis.
—Bueno, ya ve cómo se contradice. Usted mismo afirma que ha ido a Budweis y ahora, como lo hemos convencido, dice que viene de Budweis.
—He tenido que dar un rodeo.
El guardia volvió a cambiar una significativa mirada con todo el personal del puesto.
—Me parece que da usted unos rodeos muy bonitos por los alrededores. ¿Se quedó mucho tiempo en la estación de Tabor?
—Hasta la salida del último tren para Budweis.
—¿Y qué hizo allí?
—Hablé con los soldados.
Una nueva mirada altamente significativa del guardia al personal.
—¿Y de qué habló? ¿Qué preguntó?
—Les pregunté de qué regimiento eran y adónde iban.
—¡Magnífico! ¿Y no les preguntó por ejemplo cuántos hombres hay en un regimiento y cómo se reparten?
—No lo pregunté porque hace tiempo que lo sé de memoria.
—¿De modo que está informado de la composición de nuestro ejército?
—En efecto.
El guardia jugó el último triunfo mirando radiante a sus gendarmes.
—¿Sabe ruso?
—No.
El guardia hizo una seña al centinela. Ambos entraron en la habitación contigua y aquél, frotándose las manos por su absoluta victoria, anunció:
—¿Lo ha oído? ¡No sabe ruso! ¡Ese tipo es muy astuto! ¡Lo ha confesado todo! Lo único que no ha confesado es lo más importante. Mañana lo mandaremos a Pisek, al capitán del distrito. ¡Quién lo hubiera pensado! ¡Parece tan tonto y estúpido! Pero es precisamente a ésos a los que hay que tratar con inteligencia. Ahora de momento encerradlo y yo voy a registrarlo en el protocolo.
Y aquella misma tarde, a última hora el guardia escribía sonriendo el registro en el que cada frase contenía las palabras: «sospechoso de espionaje».
Cuanto más escribía en su noble alemán oficial el guardia Flanderka veía con mayor claridad la situación y al decidir: «de manera que comunico que el oficial enemigo del día de hoy es enviado al comando de la gendarmería del distrito de Pisek», sonrió satisfecho por su trabajo y dijo al centinela:
—¿Ha dado algo de comer al oficial enemigo?
—Siguiendo sus instrucciones sólo damos alimento a los que han sido presentados e interrogados antes de las doce.
—Ésta es una gran excepción —dijo el guardia solemnemente—: es un alto oficial, del Estado Mayor. Ya sabe, los rusos no envían a un cabo como espía. Mande que le lleven comida de «Zum Kater». Si ya no les queda nada que preparen algo. Luego que hagan té con ron y que lo traigan todo. No diga para quién es. Sobre todo no mencione ante nadie a quién tenemos aquí. Es un secreto militar. ¿Y qué está haciendo ahora?
—Ha pedido un poco de tabaco. Está en el puesto de guardia y parece tan contento como si estuviera en su propia casa. «Qué calentitos estáis aquí», ha dicho «¿no os echa humo la estufa? Me gusta mucho estar aquí con vosotros. En caso de que la estufa os echara humo haced que pase por la chimenea, pero sólo por la tarde y nunca cuando da el sol».
—Sí, es un tipo astuto —dijo el guardia muy entusiasmado—, hace como si no le importara, y no obstante sabe que van a fusilarle. A un hombre así tenemos que cuidarlo aunque sea nuestro enemigo. Va a la muerte segura. No sé si nosotros seríamos capaces. Tal vez vacilaríamos, cederíamos. Pero él está sentado tan tranquilo y dice: «Qué calentitos estáis y la estufa no os echa humo». Esto es tener carácter, centinela. Un hombre así ha de tener nervios de acero, abnegación, resistencia, entusiasmo. Si en Austria hubiera tal entusiasmo…, pero es mejor dejarlo. Entre nosotros también los hay tipos así. ¿Ha leído lo que el Narodní Politika trae sobre el teniente de artillería Berger que se subió a un abeto muy alto y allí sobre una rama se arregló un punto de observación? Y cuando los nuestros retrocedieron él no pudo bajar porque de lo contrario lo hubieran metido en la cárcel de modo que esperó a que los nuestros echaran al enemigo. Tardaron quince días en conseguirlo y él pasó todo ese tiempo en el árbol, y para no morirse de hambre fue royendo la cima y se alimentó de ramas y de hojas. Y cuando llegaron los nuestros se cayó y se mató. Después de muerto lo condecoraron con la medalla de oro a la valentía.
Y el guardia añadió muy serio:
—¡Esto es espíritu de sacrificio, centinela! ¡Esto es heroísmo! Anda, ya hemos vuelto a enfrascarnos en la charla. Ahora vaya corriendo a pedir la comida y mientras tanto hágalo venir aquí.
El centinela llevó a Schwejk a la habitación. El guardia lo invitó amablemente a sentarse y le preguntó si tenía padres.
—No.
Mirando abiertamente la bondadosa cara de Schwejk al guardia se le ocurrió en seguida que era mejor, porque al menos nadie sentirá dolor por ese desgraciado.
De repente, en un arranque de compasión le dio unos golpecitos en la espalda, se inclinó hacia él y le preguntó en tono paternal:
—Bien. ¿Y se encuentra a gusto en Bohemia?
—Me encuentro a gusto en todas partes de Bohemia —respondió Schwejk—. En mi caminata he encontrado personas estupendas.
El guardia hizo con la cabeza un gesto afirmativo.
—La gente de aquí es muy buena y honrada. Un robo o una pelea de vez en cuando no tiene importancia. Ya hace quince años que estoy aquí y si hago el cálculo toca a tres cuartos de asesinato por año.
—¿Quiere decir asesinato incompleto? —preguntó Schwejk.
—De ningún modo; no quiero decir eso. A lo largo de quince años sólo hemos investigado once asesinatos, cinco con robo y los otros seis de los corrientes, de aquellos que se cometen sin que haya grandes motivos.
El guardia enmudeció y pasó de nuevo a su interrogatorio.
—¿Y qué más quería hacer en Budweis?
—Incorporarme al regimiento 91.
El gendarme le pidió que volviera al puesto de guardia en seguida. Él quería añadir en su informe al comando de la gendarmería del distrito de Pisek: «dominando completamente la lengua checa quería intentar ingresar en el regimiento de infantería 91, en Budweis».
El guardia se frotó las manos de alegría, satisfecho por el material recogido y por los perfectos resultados de su método interrogativo. Se acordó de su predecesor Bürger que no decía nada a los detenidos, no les preguntaba nada y los enviaba en seguida al juez del distrito con el breve informe: «Según comunica el centinela ha sido detenido por vagabundear y mendigar». ¿Es eso un interrogatorio?
Y mientras contemplaba las hojas de su informe el guardia sonrió satisfecho, sacó del escritorio un documento secreto del comando de gendarmería del país, de Praga, con el rótulo: «Altamente confidencial» y volvió a leerlo:
«Por la presente se ordena a todas las gendarmerías que observen con la mayor atención a todas las personas que pasen por su zona. El traslado de nuestras tropas al norte de Galitzia ha hecho que algunas secciones de las tropas rusas tras atravesar los Cárpatos hayan tomado posiciones en el interior de nuestro Imperio, con lo que el frente se ha trasladado algo más hacia el oeste. Esta nueva situación ha hecho que los espías rusos, al retroceder las líneas de batalla hacia el interior, penetren en nuestra Monarquía, principalmente en Silesia y Moravia, desde donde, según informes confidenciales, se ha dirigido a Bohemia un gran número de espías rusos. Se ha comprobado que entre ellos se encuentran muchos checos formados en las Altas Escuelas Militares rusas y que a consecuencia de su absoluto dominio de la lengua checa son espías particularmente peligrosos, pues son capaces de hacer propaganda de alta traición entre la población checa, cosa que ocurre con toda seguridad. Por este motivo el Estado Mayor del país ordena que se detenga a todos los elementos sospechosos y sobre todo que se aumente la vigilancia en los lugares que se encuentran cerca de guarniciones, centros militares y estaciones de ferrocarril, con grupos de soldados que las recorran. Los detenidos han de ser sometidos a interrogatorio y enviados a las altas autoridades».
Flanderka volvió a sonreír con satisfacción y dejó el «documento secreto» entre los demás documentos secretos en la carpeta con el rótulo: «disposiciones secretas».
Muchos de ellos habían sido redactados por el Ministerio del Interior con la colaboración del Ministerio de Defensa Nacional, del cual dependía la gendarmería. En el comando nacional de gendarmería tenían mucho trabajo haciendo copias y enviándolas.
En la carpeta había:
El decreto referente al control de opinión de la población local.
Unas instrucciones para observar la influencia de las noticias procedentes del escenario bélico en la mentalidad de la población local por medio de conversaciones.
Una demanda de informe sobre el estado de ánimo de los reclutas y los que tenían que ser reclutados.
Una demanda de informe sobre la conducta de la población local frente a los empréstitos de guerra y colectas.
Una demanda de informe sobre el estado de ánimo de los miembros de la administración local autónoma y de los intelectuales.
Una disposición sobre la comprobación inmediata de los partidos políticos de los que forma parte la población local y sobre la fuerza de cada uno de ellos.
Una disposición sobre el control de la actividad del jefe de los partidos políticos que tienen representantes entre la población local.
Una petición de informe sobre los periódicos, revistas y folletos que circulan por la zona de la gendarmería.
Una instrucción sobre el descubrimiento de las relaciones entre ciertas personas sospechosas de falta de lealtad y la consignación de aquello por lo que se manifiesta su falta de lealtad.
Una instrucción sobre la obtención de soplones e informadores a sueldo entre la población local.
Una instrucción para informadores de la población local al servicio de la gendarmería.
Cada día llegaban nuevos reglamentos e instrucciones, peticiones de informes y disposiciones. Sumergido en esta enorme cantidad de inventos del ministerio austríaco del Interior, Flanderka tenía un número extraordinario de restos y contestaba a las preguntas estereotipadamente: que en su zona todo estaba en orden y que la lealtad de la población local se encontraba en grado la.
El Ministerio austríaco del Interior había inventado los siguientes grados de lealtad y firmeza respecto a la monarquía:
la, Ib, Ic; IIa, IIb, IIc; IIIa, IIIb, IIIc; IVa, IVb, IVc.
Este último cuatro en cifras romanas unido a una «a» significa traidor a la patria, a una «b» internar, a una «c» observar y encerrar.
En la mesa del guardia había toda clase de impresos y registros. El Gobierno quería saber qué pensaba de él cada uno de los ciudadanos. A menudo Flanderka se retorcía las manos desesperado por estos impresos que aumentaban inexorablemente con cada correo. En cuanto veía los conocidos sobres con la estampilla «libre de franqueo; oficial» le latía el corazón y cuando reflexionaba sobre ello durante la noche llegaba a la conclusión de que no sobreviviría el final de la guerra, que el comando de gendarmería del país acabaría con su último residuo de juicio y no podría alegrarse de la victoria de las armas austríacas porque le faltaría o le sobraría un tornillo. Y el comando de la gendarmería del distrito lo bombardeaba a diario con preguntas como: por qué no había contestado el cuestionario sub número 72345d/721ai, por qué no se había despachado la instrucción sub número 88972z/822 gfeb, cuál era el resultado de la instrucción subnúmero 123456V/1922 bcr etc.
Lo que más preocupaciones le causaba era la instrucción para ganarse soplones e informadores a sueldo entre la población local. Como le parecía imposible encontrar a alguien apropiado para este servicio en la región de Blata [27], cuyos habitantes tienen la cabeza más dura que una piedra, se le ocurrió tomar al pastor comunal, al que solían llamar «Pepku, ¡hop!» El pastor era un cretino que ante esta invitación daba siempre un salto, una de aquellas figuras dignas de lástima, abandonadas por la naturaleza y por los hombres, un imbécil que por un par de florines al año y por un poco de comida vigilaba la grey comunal.
Flanderka lo mandó llamar y le dijo:
—¿Sabes quién es el viejo Prochazka, Pepku?
—Bee.
—No bales y acuérdate de que llaman así a nuestro emperador. ¿Sabes quién es nuestro emperador?
—Nuestro emperador.
—¡Bien, Pepku! Fíjate bien: si cuando vas a comer de casa en casa oyes decir a alguien que nuestro emperador es un imbécil o algo parecido, entonces vienes y me lo dices. Te daré seis céntimos. Y si oyes contar a alguien que no ganaremos, vienes, ¿entiendes?; vienes otra vez y me dices quién lo ha dicho y te daré otros seis. Pero si me entero de que me ocultas algo puedes prepararte. Entonces te detendré y te llevaré a Pisek. Y ahora ¡hop!
Pepku dio un brinco y el guardia le entregó dos monedas y escribió muy contento un informe al comando de gendarmería del distrito diciendo que ya tenía un soplón.
Al día siguiente fue a verle el cura y le comunicó con mucho misterio que por la mañana había encontrado al pastor comunal Pepku Hop detrás del pueblo y que le había contado: «Zeñor, ayer el juardia dijo que nueztro mperador ez un imbécil y que no la janaremos. ¡Bee, hop!»
A consecuencia de subsiguientes explicaciones del cura, Flanderka mandó detener al pastor comunal y éste fue condenado a doce años por insurrección, traición a la patria, ofensas de lesa majestad y otros delitos y faltas.
En el juicio, Pepku Hop se comportó como en las praderas y entre los campesinos. En lugar de contestar a las preguntas, balaba como una cabra y cuando le anunciaron el fallo balbució: «¡Bee, hop!», y dio un brinco. Por ello, de acuerdo con el sistema disciplinario, lo castigaron con un duro catre en la celda de castigo y con tres días de ayuno.
Desde entonces el guardia se quedó sin soplón y tuvo que contentarse inventándose uno, inventando un nombre. De este modo sus ingresos mensuales aumentaron cincuenta coronas, que gastaba bebiendo en «Zum Kater». Al décimo vaso le sobrevenía siempre un arranque de escrúpulos, la cerveza se le amargaba en la boca y sus vecinos comentaban: «Hoy nuestro guardia está triste, parece desanimado». Entonces se iba a casa y una vez se había marchado decían todos:
«Los nuestros han vuelto a recibir una buena paliza en alguna parte de Serbia, por esto nuestro guardia está otra vez tan callado».
En casa el guardia podía volver a llenar el cuestionario con las palabras: «Disposición de la población: la».
El guardia pasaba a menudo largas noches de insomnio. Esperaba a cada momento una inspección, una investigación. Por la noche soñaba con un pillo: lo llevaban al patíbulo e incluso al final el ministro de defensa nacional en persona le preguntaba: «Guardia, ¿cuál es la respuesta a la circular número 1789078/23792 XYZ?»
¿Y ahora qué? Era como si desde todos los rincones del puesto de la gendarmería sonara la consigna de los cazadores: «¡Viva cazador!». Y el guardia Flanderka no dudaba que el capitán del distrito le daría unos golpes en los hombros y diría:
—Lo felicito.
En su imaginación el guardia imaginaba otros cuadros más atractivos que habían surgido en alguna arruga cualquiera de su cerebro de empleado.
Distinción, ascenso rápido a un rango superior, reconocimiento de sus facultades criminalísticas, que le abrían toda una carrera.
Llamó al centinela y le preguntó:
—¿Le ha dado la comida?
—Le han traído carne ahumada con verdura y albóndigas. Sopa ya no quedaba. Se ha bebido todo el té y quiere otro.
—¡Que se lo lleven! —acordó generosamente el guardia—. Cuando haya terminado el té, tráigalo aquí.
—Bueno, ¿le ha gustado? —preguntó cuando media hora más tarde el centinela le llevó a Schwejk, que estaba satisfecho y contento como siempre.
—No ha estado mal, sólo que hubiera podido haber un poco más de verdura. Pero qué se va a hacer, ya sé que no estaba preparado. La carne estaba bien ahumada; deben haberla preparado en casa, con un tocino cebado en casa. El té con ron también me ha hecho bien.
El guardia lo miró y dijo:
—¿Es verdad que en Rusia se toma mucho té? ¿Tienen ron allí también?
—Ron lo hay en todo el mundo.
«No te salgas por la tangente —pensó el guardia—, hubieras tenido que fijarte antes en lo que dices».
E inclinándose hacia Schwejk le preguntó confidencialmente:
—¿Hay chicas guapas en Rusia?
—Chicas guapas las hay en todo el mundo.
«Ah, astuto —pensó de nuevo el guardia—, ahora te gustaría salir de este lío».
—¿Qué quería hacer en el regimiento 91?
—Quería ir al frente.
El guardia miró a Schwejk con satisfacción y observó:
—Está bien. Esta es la mejor manera de ir a Rusia. En efecto, muy bien pensado —dijo radiante, observando el efecto que sus palabras producían a Schwejk.
Pero no pudo comprobar más que una tranquilidad absoluta.
«Ese hombre ni siquiera pestañea —se dijo para sí mismo espantado—, es su educación militar. Si yo estuviera en su sitio y alguien me dijera esto me temblarían las piernas…»
—Al amanecer lo llevaremos a Pisek —observó de paso—. ¿Ha estado ya alguna vez en Pisek?
—En el año 1910, durante las maniobras imperiales.
Después de oír esta respuesta la sonrisa del guardia fue todavía más amable y victoriosa. Interiormente sentía que se había superado a sí mismo con su sistema de preguntas.
—¿Tomó parte en todas las maniobras?
—En efecto, como soldado de infantería.
Y Schwejk volvió a mirarlo con toda tranquilidad. El guardia se estaba inquietando de pura alegría y apenas podía aguantarse sin registrarlo todo rápidamente. Llamó al centinela para que se llevara a Schwejk y completó su informe:
Su plan era el siguiente: «Si hubiera conseguido introducirse en las filas del regimiento 91 se hubiera presentado en seguida para ir al frente y llegar a Rusia a la primera oportunidad, pues se daba cuenta de que era imposible regresar de otro modo debido a la vigilancia de los órganos austríacos. Es comprensible que con el regimiento de infantería número 91 hubiera realizado su plan estupendamente, pues tras un breve interrogatorio contradictorio ha confesado que había tomado parte en todas las maniobras imperiales del año 1910 en los alrededores de Pisek como soldado de infantería. De ello se deduce que en su especialidad es muy hábil. Hago constar además que las imputaciones aducidas son el resultado de mi interrogatorio contradictorio».
En la puerta apareció el centinela.
—Quiere ir al retrete.
—¡Con la bayoneta en alto! —decidió el guardia—. Bueno, no; tráigalo aquí.
—¿Quiere ir al retrete? —le preguntó amablemente a Schwejk, mirándole fijamente—. ¿No hay nada detrás de eso?
—Detrás de eso sólo hay la necesidad —contestó Schwejk.
—Que no hay nada más —repitió significativamente el guardia ciñendo el revólver de servicio—. ¡Voy con usted!
—Este revólver es muy bueno —dijo a Schwejk mientras andaban—: siete tiros y da en el punto exacto.
No obstante, antes de entrar en el patio llamó al centinela y le dijo en voz baja:
—Mientras esté en el excusado colóquese detrás con la bayoneta para que no se abra paso a través del estercolero.
El retrete era pequeño: una casita de madera corriente que se encontraba en el centro del patio, sobre un hoyo lleno de agua sucia procedente del cercano estercolero.
Era ya todo un veterano en el que habían hecho sus necesidades generaciones enteras. Ahora allí estaba sentado Schwejk. Con una mano y por medio de una cuerda mantenía la puerta cerrada por dentro. A través de la ventana, el centinela le vigilaba para que no se escapara abriendo una zanja.
Y los ojos de halcón del guardia estaban fijos en la puerta. Pensaba sobre qué pierna tendría que disparar a Schwejk en caso de que éste intentara escapar.
Pero la puerta se abrió y el satisfecho Schwejk salió y dijo:
—¿He estado demasiado rato ahí dentro? ¿Le he retenido mucho tal vez?
—¡Oh, no! ¡En absoluto, en absoluto! —contestó el guardia pensando para sus adentros: «Qué gente tan delicada y cortés. Sabe lo que le espera, pero ¡distinción! Se comporta dignamente hasta el último momento. ¿Lo haríamos nosotros en su lugar?»
En el puesto de guardia se sentó a su lado, en el caballete vacío del gendarme Rampa, que estaba de servicio hasta la madrugada y tenía que hacer una ronda por el pueblo, pero que en aquel momento se encontraba pacíficamente en el «Corcel negro», en Protiwin, jugando a la brisca con el zapatero y declarando durante las pausas que Austria tenía que vencer.
El guardia se encendió una pipa y dejó que Schwejk llenara la suya. El centinela puso carbón en la estufa y el puesto de la gendarmería se transformó en el lugar más agradable del globo terráqueo, en un rincón tranquilo, un cálido nido en un atardecer invernal en el cual se suelen pasar las horas charlando.
Pero todos estaban callados. El guardia perseguía determinado pensamiento y al final dijo al centinela:
—En mi opinión no está bien colgar a los espías. Un hombre que se sacrifica por su deber, por su patria por así decir, tiene que ser ajusticiado de una manera digna: ¿Qué opina usted?
—Decididamente habría que fusilarle y no colgarle —aprobó el centinela.
—Digamos que nos enviasen diciéndonos: tenéis que averiguar cuántas ametralladoras tienen los rusos. Nosotros nos disfrazaríamos e iríamos. ¿Y por eso iban a colgarme como si fuera un ladrón asesino?
El centinela se excitó tanto que se puso en pie y exclamó:
—¡Pido que me fusilen y que me entierren con las honras militares!
—Hay un secreto —dijo Schwejk—: si se es hábil nadie puede probarle nada a uno.
—¡Pero se le prueba! —afirmó el guardia—. Aunque sea tan hábil y tenga su propio método. Usted mismo se convencerá de ello.
—Se convencerá —repitió comedido con una amable sonrisa—. Aquí nadie consigue escapar. ¿No es cierto, centinela?
El centinela afirmó con un gesto de cabeza y observó que para muchas personas la cosa estaba perdida ya desde el principio, que allí no servía ni la máscara de absoluta tranquilidad porque cuanto más tranquilo parecía uno tanto peor.
—Usted es de mi escuela, centinela —dijo orgulloso el guardia—: la calma es un cuerpo del delito.
E interrumpiendo la exposición de su teoría dijo:
—¿Qué vamos a pedir para cenar?
—Pero ¿no va a la fonda hoy?
Con esta pregunta surgió para el guardia un nuevo y difícil problema que había que solucionar al instante.
¿Y qué pasaría si escapaba aprovechando su ausencia durante la noche?
Claro que el centinela es un hombre prudente y de confianza, pero ya se le han escapado dos vagabundos. En realidad sucedió que como no quería arrastrarse a Pisek con la nieve los soltó en los campos de Razitz y lanzó un disparo al aire por pura formalidad.
—Mandaremos a nuestra vieja a buscarnos la cena y la jarra de cerveza —fue su solución al difícil problema—: la vieja debe moverse un poco.
Y verdaderamente la vieja Pejsler, su sirvienta, se movió.
Después de la cena el camino entre la gendarmería y la fonda «Zum Kater» estaba siempre muy animado. La extraordinaria cantidad de huellas de las enormes botas de la vieja Pejsler en esta línea de unión daban testimonio de que el guardia compensaba a lo grande su ausencia del «Kater».
Y cuando finalmente la vieja Pejsler apareció en la taberna con el mensaje de que el señor guardia les enviaba sus saludos y deseaba que le dieran una botella de coñac, la curiosidad del dueño estalló.
—¿Que a quién tienen? —dijo la vieja Pejsler—: a un hombre sospechoso.
Precisamente antes de venirme lo tenían agarrado por el cuello y el guardia le ha acariciado la cabeza y le ha dicho: «¡Mi buen mocito eslavo, mi pequeño espía!»
Y luego, mucho después de medianoche, el centinela, completamente uniformado, se quedó dormido sobre su caballete y empezó a roncar.
Frente a él estaba sentado el guardia con el resto del coñac en el fondo de la botella abrazando a Schwejk. Por sus morenas mejillas corrían lágrimas; su barba estaba pegada de Kontuschovka y no hacía más que gemir:
—Di que en Rusia no hay un coñac tan bueno, dilo sólo para que pueda dormirme tranquilo. Confiesa como un hombre.
—No hay ninguno tan bueno.
El guardia se volvió hacia Schwejk.
—Me alegra que hayas confesado. Así es como debe ser en un interrogatorio. Si eres culpable, ¿por qué negarlo?
Se levantó y tambaleándose hacia su habitación con la botella vacía gimió:
—Si no hubiera dado con el mal camino todo hubiera sido muy distinto.
Antes de caer desplomado en su cama con el uniforme puesto, sacó el informe del escritorio e intentó completarlo con el siguiente material: «Debo añadir que el coñac ruso, teniendo en cuenta el art. 56…»
Hizo un borrón, lo lamió, cayó sobre la cama sonriendo estúpidamente y se quedó dormido como un tronco.
Hacia la madrugada, el centinela, que estaba en la cama que había frente a la pared, empezó a roncar y a silbar por la nariz de tal manera que Schwejk se despertó, se levantó, lo sacudió y volvió a acostarse. Entonces los gallos ya empezaban a cantar y cuando salió el sol llegó para encender el fuego la vieja Pejsler, que a consecuencia de las caminatas nocturnas también había dormido más. La vieja encontró la puerta abierta y todo sumido en profundo sueño. La lámpara de petróleo todavía echaba humo. La vieja Pejsler dio la voz de alarma, sacó de la cama a Schwejk y al centinela y dijo a éste:
—¿No le da venguenza dormir vestido como un animal de Dios?
Y a Schwejk le pidió que al menos se abrochara la bragueta cuando veía a una mujer.
Al final pidió con gran energía al dormido centinela que despertara al guardia, que no estaba bien dormir tanto.
—¡En buenas manos hemos caído! —gruñó la vieja dirigiéndose a Schwejk cuando el centinela se alejó para despertar al guardia—. Dos borrachos y a cual peor. Se gastarán en bebida sus propias narices. A mí ya hace tres años que me deben la limpieza y cuando se lo recuerdo me dice siempre: «Calle o mando que la encierren. Sabemos que su hijo es cazador furtivo y le roba madera a su señoría». Ya hace cuatro años y yo me mato trabajando por ellos.
La vieja lanzó un profundo suspiro y siguió gruñendo:
—Tenga cuidado, sobre todo con el señor guardia: es de esos que todo lo arreglan, pero al mismo tiempo un pícaro de primera. Siempre que puede pescar y encerrar a alguien lo hace. Despertarlo fue muy difícil. Al centinela le costó mucho convencerle de que ya era de día. Al final se despertó, se frotó los ojos y empezó a recordar vagamente la noche anterior. De repente le asaltó un terrible pensamiento que expresó con una insegura mirada al centinela.
—¿Se ha escapado?
—Pero ¿por qué iba a hacerlo si es un hombre honrado? El centinela empezó a andar de un lado a otro, miró por la ventana, volvió, arrancó una hoja del periódico que había en la mesa e hizo con los dedos una bolita. Se le notaba que quería decir algo.
El guardia lo miró con inseguridad y al final, para cerciorarse de lo que estaba sospechando, dijo:
—Lo ayudaré. Ayer debí hacer alguna escena, ¿no? El centinela dirigió a su jefe una mirada de reproche:
—¡Si supiera todo lo que llegó a decir anoche, las charlas que tuvo con él!
Inclinándose hacia él le susurró al oído:
—Que todos nosotros, checos y rusos, somos hermanos eslavos, que Nikolai Nikolaievitsch estará en Prerau la semana próxima, que Austria no puede aguantarse, que cuando vuelvan a interrogarle sólo tiene que negar y revolverlo todo, que aguante hasta el día en que lo liberen los cosacos, que las cosas estarán cada vez más desorganizadas, que todo irá como durante la guerra de los husitas, que los campesinos marcharán hacia Viena con látigos, que el emperador es un anciano enfermo y que en menos de nada se irá al otro barrio, que el emperador Guillermo es un animal, que usted le enviará dinero a la cárcel y otras cosas por el estilo…
El centinela se apartó.
—Recuerdo bien todo eso porque al principio aún estaba un poco sereno.
Luego cogí una mona y ya no sé nada más. El guardia lo miró.
—Ahora me acuerdo; usted dijo que Rusia está demasiado cerca de nosotros y gritó: «¡Viva Rusia!».
El centinela se quedó junto a la ventana y golpeando los cristales dijo:
—Delante de la vieja también dijo lo que le pasó por la cabeza. Recuerdo esto: «Tenga en cuenta que todo emperador y todo rey piensa únicamente en su propio bolsillo y por esto hace la guerra, aunque sea un anciano como el viejo Prochazka, al que no pueden dejar solo en el retrete para que no se inunde todo Schönbrunn».
—¿Eso dije?
—Sí, eso dijo antes de salir al patio a devolver. Además gritó: «¡Vieja asquerosa, méteme el dedo en la garganta!»
—Usted también se expresó muy bien —lo interrumpió el guardia—. ¿Cómo se le ocurrió esa tontería de que Nikolai Nikolaievitsch será rey de Bohemia?
—De eso no me acuerdo —dijo tímidamente el centinela.
—¡Hombre! ¡Cómo va a acordarse de eso! Estaba usted borracho como una cuba, tenía ojos de sátiro y cuando quiso salir, en vez de ir hacia la puerta se arrastró hacia la estufa.
Ambos enmudecieron. El guardia interrumpió el silencio.
—Siempre le he dicho que el alcohol es nuestra perdición. Usted aguanta poco y, sin embargo, bebe. ¿Y qué si se nos hubiera escapado nuestro preso? Dios mío, me da vueltas la cabeza. Le digo una cosa —prosiguió—. Precisamente el hecho de que no se ha escapado demuestra claramente lo peligroso y astuto que es este hombre. Cuando lo interroguen dirá que estuvo toda la noche en una habitación abierta, que nosotros estábamos borrachos y que hubiera podido escaparse mil veces si se hubiera sentido culpable. Es una suerte que la gente no crea a hombres como ése. Si declaramos bajo juramento profesional que se lo ha inventado y que miente con todo descaro, no le ayuda ni el buen Dios y se carga con otro artículo. Claro que en este caso eso no tiene ninguna importancia. ¡Si no me doliera tanto la cabeza!
Silencio. Tras esta pausa el guardia dijo:
—Llame a nuestra vieja.
—Oiga, vieja —le dijo a la Pejsler mirándola severamente a la cara—, vaya a buscar un crucifijo adonde sea y tráigalo con su pedestal.
Como respuesta a la inquisitiva mirada de la Pejsler el guardia gritó:
—¡Corra! ¡Ya debería estar de vuelta!
El guardia sacó de la mesa dos cirios en los que se encontraban las huellas de lacre producidas por el sellado de los documentos oficiales y cuando por fin la Pejsler llegó con el crucifijo, el guardia colocó la cruz entre los dos cirios, al borde de la mesa, encendió las velas y dijó muy serio:
—Siéntese, vieja.
La señora Pejsler, pasmada, se dejó caer en el canapé y miró sobresaltada al guardia, los cirios y el crucifijo. Estaba muerta de miedo. En sus rodillas, sobre el delantal, sus manos temblaban.
El guardia se paseó majestuosamente delante suyo, se detuvo y dijo con solemnidad:
—Anoche fue usted testigo de un gran acontecimiento. Es posible que su estúpido cerebro no lo comprendiera. Ese soldado es un espía, vieja.
—¡Jesús María! —exclamó la Pejsler—. ¡Virgen santa de Skotschitz!
—Calma, vieja. Para sonsacarle algo tuvimos que decir muchas cosas.
Supongo que usted oyó qué cosas tan cómicas dijimos, ¿verdad?
—Lo oí —dijo la Pejsler con voz temblorosa.
—Pero toda esa palabrería, vieja, sólo tenía que moverle a confesar y a confiar en nosotros. Y lo conseguimos. Logramos sonsacárselo todo. Cayó en la trampa.
El guardia interrumpió un momento su discurso para poner bien el pábilo de los cirios y luego, mirando a la Pejsler con severidad, prosiguió muy serio.
—Usted estaba allí, vieja. Conoce todo el secreto. Este es un secreto profesional. No puede mencionar ni una palabra en presencia de nadie, ni en el lecho de muerte, si no no podrán enterrarla en el cementerio.
—¡Jesús, María, José! —gimió la Pejsler—. ¡En mala hora puse el pie aquí!
—No llore, levántese, acérquese al crucifijo y ponga encima dos dedos de su mano derecha. Va a prestar juramento. Repita lo que yo diga.
Gimiendo sin cesar, la Pejsler se dirigió tambaleándose hacia la mesa.
—¡Virgen María de Skotschitz! ¡En mala hora puse el pie aquí!
Y desde la cruz la miró el desconsolado rostro de Cristo. Los cirios ardían y todo eso, a la Pejsler, le pareció algo fantástico y sobrenatural. Perdió el equilibrio. Las manos y las rodillas le temblaban.
Levantó los dedos y el guardia dijo solemne y significativamente:
—Juro ante Dios todopoderoso y ante usted que hasta el día de mi muerte no diré ni una sola palabra de lo que he oído y visto aquí, aunque me lo pregunten. Que Dios me ayude a que así lo cumpla.
—Ahora bese el crucifijo, vieja —ordenó después que la Pejsler, entre tremendos sollozos, prestó juramento y se santiguó piadosamente.
—Bien. Ahora devuelva el crucifijo a quien se lo ha prestado y diga que yo lo necesitaba para el interrogatorio.
La desconcertada señora Pejsler abandonó la habitación de puntillas con el crucifijo.
A través de la ventana pudo verse que se volvía constantemente para mirar la gendarmería, como si quisiera convencerse de que no era un sueño sino que, en efecto, hacía sólo unos segundos había pasado una espantosa experiencia.
Mientras tanto el guardia transcribió su informe, que había completado por la noche con borrones y que luego chupó junto con las letras como si sobre el papel hubiera mermelada.
Ahora, al volver a redactarlo, se dio cuenta de que había omitido una pregunta por lo que mandó llamar a Schwejk.
—¿Sabe hacer fotos?
—Sí.
—¿Y por qué no lleva una máquina?
—Porque no tengo ninguna —fue la clara y sincera respuesta.
—Y si tuviera una, ¿haría usted fotos?
—Si la tuviera, sí —contestó Schwejk simplemente, y aguantó muy tranquilo la inquisitiva mirada del guardia, cuya cabeza había empezado de nuevo a dolerle tanto que no podía pensar más preguntas que ésta:
—¿Encuentra difícil fotografiar una estación?
—Más fácil que cualquier cosa —contestó Schwejk— porque no se mueve y se queda siempre en el mismo sitio y no hay que decirle que tenga la bondad de mirarle a uno.
Entonces el guardia pudo completar su informe de esta manera:
«Respecto al informe número 2172, comunico…». Y siguió escribiendo entusiasmado:
«Durante mi interrogatorio contradictorio he descubierto, entre otras cosas, que sabe hacer fotografías, y que lo que más le gusta fotografiar son las estaciones. No le hemos encontrado ninguna máquina, pero cabe suponer que la tiene en alguna parte y no la lleva consigo para no llamar la atención, suposición en favor de la cual habla su propia confesión de que si la tuviera haría fotografías».
El guardia, al que desde la noche anterior le pesaba la cabeza, se enredó más y más en su informe sobre la fotografía y siguió escribiendo:
«Lo cierto es que según su propia confesión lo único que le ha impedido fotografiar el edificio de la estación, así como todos los lugares de importancia estratégica es la circunstancia de no llevar ningún aparato fotográfico y no hay duda de que de haber llevado el que tiene escondido lo hubiera hecho. Si no se le ha encontrado ninguna fotografía es únicamente porque no tenía a mano el aparato fotográfico».
—Esto basta —dijo, escribiendo su nombre debajo.
Estaba completamente satisfecho de su trabajo y, lleno de orgullo, se lo leyó al centinela.
—Me ha salido muy bien —le dijo—. Mire: esto es escribir un informe. Tiene que constar todo. Un interrogatorio, amigo mío, no es una cosa tan sencilla. Lo principal es ordenarlo todo bien para que los de allá arriba se queden perplejos.
Traiga a nuestro detenido, vamos a acabar con él.
—Bien, ahora el centinela lo llevará al comando de comisaría del distrito de Pisek —dijo solemnemente a Schwejk—. Tiene que ir usted esposado, pero como creo que es un hombre honrado no le pondremos las esposas. Estoy convencido de que tampoco intentará escapar por el camino.
Visiblemente emocionado por la mirada del bondadoso rostro de Schwéjk añadió:
—Y no guarde de mí un mal recuerdo. ¡Retírese! Centinela, aquí tiene el informe.
—Bueno, quede con Dios —dijo Schwejk suavemente—. Le doy gracias por todo lo que ha hecho por mí. Si tengo ocasión le escribiré y si alguna vez paso por aquí vendré a verle, seguro.
Schwejk salió a la calle con el centinela. Si alguien los hubiera visto andando enfrascados en amistosa conversación hubiera pensado que eran viejos amigos que iban casualmente a la ciudad, digamos a la iglesia, por el mismo camino.
—Jamás hubiera imaginado que ir a Budweis comportara tantas dificultades —explicó Schwejk—. Me recuerda el caso de Chaura, el carnicero de Kobylis. Una vez, por la noche, fue a parar al monumento de Palacky y estuvo rodando por allí hasta el amanecer porque le pareció que la muralla era inacabable. Estaba tan desesperado que, como ya no podía más, cuando empezó a alborear se puso a gritar: «¡Patrulla!» Los policías fueron allí corriendo y entonces les preguntó por dónde se iba a Kobylis, que ya hacía cinco horas que andaba muralla abajo y que era inacabable. Entonces ellos se lo llevaron. En la celda de castigo lo rompió todo.
El centinela no dijo palabra y pensó: «¡Y qué me explicas tú ahora! ¡Ya vuelves a contarnos cuentos de Budweis!»
Al pasar por un estanque, Schwejk preguntó con interés si en los alrededores había ladrones de peces.
—Aquí todo el mundo es cazador furtivo —contestó el centinela—. Al guardia que había antes quisieron echarlo al agua. El guardaestanque les echó perdigones en el trasero desde el terraplén, pero no sirvió de nada. En los pantalones llevan pedazos de hojalata.
El centinela empezó a hablar del progreso. Dijo que lo que todo el mundo quiere es engañar a los demás y desarrolló una nueva teoría según la cual la Guerra Mundial era una gran suerte para la humanidad porque en las batallas, además de matar a personas honradas, se podía liquidar también a los sinvergüenzas y a los bribones.
—En el fondo hay demasiada gente en el mundo —dijo—. Creo que un vaso de vino no va a hacernos daño. No diga a nadie que lo llevo a Pisek; es un secreto de Estado.
Ante el centinela bailoteaba la instrucción de la oficina central sobre personas sospechosas y raras y sobre la obligación de todos los puestos de gendarmería de «impedirles el trato con la población local y tener mucho cuidado de que dichos sujetos, al ser conducidos a las autoridades competentes, no entablen conversaciones superfluas con las personas que encuentren».
—No hay que descubrir qué tipo de persona es usted. A nadie le importa lo que ha hecho. No hay que hacer cundir el pánico. En esos días de guerra el pánico es una mala cosa. Uno dice lo que sea y en seguida se extiende por toda la región como un alud. ¿Lo entiende?
—Bien; no propagaré pánico alguno —dijo Schwejk, y se comportó de este modo, pues cuando el posadero empezó a charlar con ellos insistió:
—Mi hermano dice que a la una estaremos en Pisek.
—¿Es que está de permiso su hermano? —preguntó el posadero al centinela con curiosidad.
El centinela contestó muy tranquilo y sin pestañear:
—¡Hoy acaba ya!
—Lo hemos engañado —le dijo a Schwejk riendo cuando el posadero se fue—. ¡Nada de pánico! ¡Estamos en guerra! Cuando antes de entrar en la posada el centiñela dijo que una copita no podía hacerles daño había demostrado ser muy optimista, porque no había pensado en lo que suele pasar en estos casos. Y cuando ya había tomado doce dijo muy decidido que el comandante de la estación de gendarmería del distrito comía a las tres y sería inútil llegar antes y además había empezado a nevar y con estar en Pisek a las cuatro de la tarde era suficiente; tenían tiempo hasta las seis. Como era invierno, irían cuando oscureciera, daba lo mismo ir entonces o más tarde. Pisek no podía escapárseles.
—Alegrémonos de estar calentitos —fue su frase decisiva—. Con este tiempo tan cochino sufren más los que están en las trincheras que nosotros aquí, junto a la estufa.
La vieja estufa de azulejos estaba roja por el calor. El centinela declaró que el calor externo puede completarse de manera muy ventajosa con el interno mediante diversos licores dulces y tonificantes.
El posadero, en aquel desierto, tenía ocho clases de licor. Como se aburría bebía al son de Melusina, que soplaba en todos los rincones de la casa.
El centinela le pidió que fuera al mismo compás que él, y lo acuso de beber demasiado poco, con lo que evidentemente cometía una injusticia porque él apenas podía mantenerse en pie, pedía ansiosamente que jugaran al tresillo y afirmaba que por la noche había oído el retumbar de los cañones en el este. Luego el centinela sollozó:
—No, eso no, pánico, no; para eso están las instrucciones. Y empezó a explicar que éstas eran un resumen de las disposiciones inmediatas. Al decir esto reveló algunas cláusulas secretas. El posadero ya no comprendía nada y sólo se animó al oír que no iba a ganarse la guerra con instrucciones.
Ya era de noche cuando el centinela decidió reanudar la marcha. Nevaba tanto que no se podía ver a un paso. Él decía sin cesar:
—Siempre derecho, hacia Pisek.
A la tercera vez su voz ya no sonó en el camino sino desde algún lugar más abajo, en la nevada pendiente adonde se había caído. Volvió a levantarse con ayuda del arma. Schwejk le oyó reír para sus adentros y decir «tobogán». Al poco rato dejó de oírsele otra vez en el camino porque se había caído de nuevo por la pendiente y se puso a gritar de tal modo que su voz cubría el viento:
—¡Me caigo! ¡Socorro!
El centinela se transformó en una laboriosa hormiga que cuando se cae se levanta dignamente: repitió su excursión en la ladera cinco veces y cuando volvió junto a Schwejk dijo totalmente desesperado:
—Podría perderle muy fácilmente.
—No tema, centinela —dijo Schwejk—, lo mejor es que nos atemos. Así, ninguno podrá perder al otro. ¿Tiene unas esposas?
—Todo gendarme ha de llevar siempre sus esposas —dijo enérgicamente el centinela dado tropezones alrededor de Schwejk—. Es nuestro pan de cada día.
—Entonces atémonos —pidió Schwejk—. Pruébelo.
El centinela esposó a Schwejk con un gesto magistral y sujetó el otro extremo a su muñeca derecha. Así estaban unidos como si fueran mellizos. Él llevaba a Schwejk por montones de piedras y cuando se caía lo arrastraba consigo. Entonces las esposas les cortaban las manos. Al final dijo que no podía seguir así, que habría que quitarlas. Tras grandes y vanos esfuerzos para liberarse a sí mismo y a Schwejk, suspiró:
—Estamos unidos para toda la eternidad.
—Amén —añadió Schwejk, prosiguiendo la dificultosa marcha.
Al centinela le invadió una absoluta depresión y cuando tras espantosas torturas, por la noche, llegaron al comando de gendarmería de Pisek, en la escalera, muy compungido dijo a Schwejk:
—Ahora será horrible. No podemos separarnos.
Y cuando el guardia mandó buscar al comandante del puesto, al capitán de caballería König, fue realmente espantoso. La primera frase del capitán fue:
—¡Déjeme oler su aliento! Ahora comprendo —dijo constatando la inequívoca situación con su agudo olfato—: ron, coñac, ginebra, licor de almendras, guindada y grog. ¡Guardia! —dijo dirigiéndose a un subordinado—: aquí tiene un ejemplo del aspecto que no debe tener un gendarme. Comportarse de este modo es una falta tan grave que sobre ella decidirá el consejo de guerra. ¡Acoplarse las esposas con un delincuente! ¡Venir borracho, completamente borracho! ¡Arrastrarse hasta aquí como un pobre animal! ¡Quíteles las esposas!. ¿Qué hay? —preguntó al centinela que estaba saludando al revés, con la mano que tenía libre.
—A sus órdenes, mi capitán; traigo un informe.
—Sobre usted va a ir un informe al tribunal —dijo secamente el capitán—. ¡Guardia: enciérrelos a los dos! Por la mañana, llévelos a prestar declaración, estudie con detenimiento el informe de Putim y tráigamelo a casa.
El capitán de caballería de Pisek era un hombre de mucho oficio, consecuente en la persecución de sus subordinados y magnífico para los asuntos burocráticos.
En las estaciones de gendarmería de su distrito, jamás podía decirse que los temporales pasaran de largo, pues volvían en todos los escritos firmados por el capitán, el cual se pasaba el día enviando reprimendas, amonestaciones y amenazas a todo el distrito.
Desde que había estallado la guerra se cernían sobre Pisek negros nubarrones. Era un ambiente francamente fantástico. Los truenos del burocratismo retumbaban y afectaban a guardias, centinelas, soldados y empleados. Cualquier tontería originaba un proceso disciplinario.
—Si queremos ganar la guerra hay que llamar al pan, pan y al vino, vino, y hay que poner todos los puntos sobre las íes —decía durante las inspecciones.
Sentía traición por todas partes y tenía la certera sensación de que cada uno de los gendarmes de su distrito había cometido algún pecado que hubiera podido causar por sí solo una guerra y de que en estos difíciles tiempos nadie estaba libre de culpas.
Y desde arriba lo bombardeaban con escritos del Ministerio de Defensa del país en los que se comunicaba que según informes del Ministerio de la Guerra los soldados del distrito de Pisek se pasaban al enemigo.
A él le pedían que tratara de averiguar el grado de lealtad de su distrito. Las mujeres de los alrededores acompañaban a sus maridos cuando éstos eran llamados a filas y él sabía que esos hombres les prometían no dejarse matar por Su Majestad el Emperador.
Los horizontes negro–amarillos empezaron a ensombrecerse bajo las nubes de la revolución. En Serbia, en los Cárpatos, los batallones se pasaban al enemigo. El regimiento 28, el regimiento 11. En este último estaban los soldados del distrito de Pisek. En esa sofocante atmósfera prerrevolucionaria llegaron de Vodnan reclutas con claveles de organdí negro. Por la estación de Pisek pasaron soldados de Praga y tiraron por las ventanas los cigarrillos y el chocolate que les daban las damas de la sociedad de Pisek.
Luego pasó un batallón que iba al frente y algunos judíos de Pisek gruñeron:
—¡Viva! ¡Abajo los serbios!
Por ello recibieron unas bofetadas tan bien dadas que no pudieron salir a la calle durante una semana.
Y mientras sucedían estos episodios que demostraban claramente que el «Dios conserve, Dios proteja» que se cantaba en las iglesias no era más que ficción y engaño, de las estaciones de gendarmería salían las conocidas respuestas a los cuestionarios a la Putim, según los cuales todo estaba en perfecto orden, jamás había manifestaciones contra la guerra, el pensamiento de la población era un uno en cifras romanas, el máximo entusiasmo: Ia–b.
—No sois gendarmes, sino policías municipales —solía decir el capitán en sus visitas de inspección—. En vez de agudizar vuestra atención os vais transformando en unos animales.
Después de realizar este descubrimiento zoológico añadía:
—Vais dando vueltas por casa y pensáis: por mí la guerra que vayan haciéndola.
Entonces seguía siempre una enumeración de todas las obligaciones de los infelices gendarmes, una conferencia sobre la situación en la que se demostraba la necesidad de tenerlo todo bien sujeto en la mano para que sea como debe ser. A esta descripción de la radiante imagen de un gendarme perfecto que trabaja para el fortalecimiento de la monarquía austríaca seguían amenazas, procesos disciplinarios, traslados e insultos.
El capitán estaba firmemente convencido de que se encontraba en un puesto de vanguardia, de que estaba salvando algo y de que todos los gendarmes subordinados a él eran gentuza perezosa, pillos, egoístas, estafadores que sólo entendían de licores, cerveza y vino, y que como sus ingresos eran demasiado reducidos para poder emborracharse, se dejaban sobornar y llevaban poco a poco a Austria al abismo. La única persona en la que confiaba era su propio guardia de la capitanía del distrito, que en la fonda solía decir:
—Hoy he vuelto a tener camorra con nuestro viejo perro de presa…
El capitán estudió el informe del guardia de Putim sobre Schwejk. Con él estaba el guardia Matejka. Éste deseaba que el capitán se fuera al diablo con todos sus informes porque abajo, en Ottawa, estaban esperándole para jugar a cartas.
—Matejka, hace poco le dije que el mayor idiota que he conocido es el guardia de Putim —empezó el capitán—. El soldado que ha traído este borracho y sinvergüenza de centinela y al que estaba atado como un perro a otro, no es un espía. Seguro que es un desertor corriente. Lo que el guardia ha escrito es una sarta tan grande de tonterías que cualquier niño se daría cuenta a la primera de que este tío estaba borracho como una cuba. Traiga al soldado en seguida —ordenó tras haber estudiado un rato el informe de Putim—. Jamás en mi vida había visto tal cantidad de estupideces y aun encima envía con este tipo sospechoso a un animal como el centinela. Si no se hacen pis encima tres veces al día delante mío de puro miedo ya creen que pueden hacer lo que quieren.
El capitán empezó a hablar extensamente de lo negativa que era la actitud adoptada hoy en día en la gendarmería respecto a las órdenes, que al redactar informes podía verse en seguida que todos los guardias se lo tomaban a broma para enredar aún más las cosas.
Dijo también que cuando las autoridades hacían observar que no estaba excluida la posibilidad de que rondaran espías por la región, entonces los guardias empezaban a producirlos al por mayor y que si la guerra durara mucho de todo esto iba a salir un gran manicomio.
Entonces ordenó que enviaran un telegrama a Putim pidiendo al guardia que fuera a Pisek al día siguiente, que ya le quitaría de la cabeza el extraordinario suceso sobre el cual escribía su informe.
—¿De qué regimiento ha desertado? —fue el saludo del capitán a Schwejk.
—De ninguno.
El capitán lo miró y al ver tanta ingenuidad en su tranquilo rostro preguntó:
—¿Cómo es que lleva el uniforme?
—Todo soldado recibe un uniforme cuando es llamado a filas —contestó Schwejk con amable sonrisa—. Yo estoy en el regimiento 91 y no me he escapado de mi regimiento, sino todo lo contrario.
La palabra «contrario» la pronunció con tal entonación que el capitán lo miró can nostalgia y preguntó:
—¿Cómo al contrario?
—Es una cosa muy sencilla —le confió Schwejk—: yo voy de camino a mi regimiento, lo estoy buscando y no me escapo de él, no deseo más que llegar a él lo antes posible. Aquí me estoy poniendo muy nervioso porque me parece que estoy alejándome de Budweis. ¡Cuando pienso que allí me está esperando todo el regimiento! El guardia de Putim me enseñó en un mapa que Budweis está en el sur y en vez de enviarme allá me ha mandado al norte.
El capitán agitó la mano como si quisiera decir: hace cosas mucho peores que enviar a la gente al norte.
—¿De modo que no puede encontrar su regimiento? —dijo—. ¿Lo estaba buscando?
Schwejk le aclaró toda la situación. Mencionó Tabor y los demás lugares por los que había pasado para ir a Budweis: Mühlhausen, Kwétow, Wraz, Maltschin, Tschizowa, Sedletz, Horazdowitz, Radomyschl, Putim, Schtekno, Strakonitz, Wolyn; Ticha, Vodnan, Protiwin y de nuevo Putim.
Schwejk describió con extraordinario entusiasmo la batalla con el destino, su deseo de llegar a Budweis, a su regimiento sin hacer caso de los impedimentos y la inutilidad de sus esfuerzos.
Habló con pasión y el capitán dibujó mecánicamente con un lápiz en una hoja de papel el círculo cerrado del que el valeroso soldado Schwejk no podía salir, a pesar de que quería llegar a su regimiento.
—Ha sido un trabajo de Hércules —dijo al final satisfecho después de haber oído hasta qué punto Schwejk estaba disgustado por no haber podido llegar a su regimiento—. Debe haber sido extraordinario verle dando tantas vueltas alrededor de Putim.
—Se hubiera podido solucionar entonces si en aquel desdichado momento no hubiera estado el guardia —observó Schwejk—. Él no me preguntó ni mi nombre ni mi regimiento y lo encontró todo muy chocante. Hubiera debido mandarme a Budweis y en el cuartel le hubieran dicho si yo soy Schwejk, que va en busca de su regimiento o un hombre sospechoso. Ya hace dos días que podía estar allí cumpliendo mi deber.
—¿Por qué no dijo a Putim que se trataba de un error?
—Porque vi que hablar con él no sirve de nada. Ya lo dijo el viejo posadero Rampa, en Weinberge, cuando quería que alguien le quedara deudor: a veces llega un momento en que las personas se vuelven sordas como tapias para todo.
El capitán no lo pensó mucho. Estaba convencido de que el rodeo de un hombre que quiere llegar a su regimiento es la mayor muestra de degeneración, y teniendo en cuenta todas las reglas y monerías del estilo oficial mandó telegrafiar las siguientes líneas:
«Al alto mando del real e imperial regimiento de infantería 91, en Budweis: Adjunto se presenta a Josef Schwejk, soldado de infantería del antes mencionado regimiento según afirma él mismo, retenido por sospecha de deserción en Putim, distrito de Pisek, por la gendarmería, según su propia declaración. El presentado es de pequeña estatura y regordete, cara y nariz proporcionadas, ojos azules, sin características especiales. Con el anexo B1 se envía la cuenta de la manutención del interesado para que se envíe al Ministerio de Defensa del país solicitando que se compruebe la entrada en funciones del presentado. En el anexo C1 se incluye inventario de las piezas de indumentaria oficiales que el detenido llevaba puestas en el momento de su detención».
A Schwejk el viaje en ferrocarril de Pisek a Budweis le pasó volando. Lo acompañaba un gendarme joven, uno novato, que no apartaba la vista de él porque tenía un miedo horrible de que huyera. Pasó todo el camino intentando resolver este difícil problema: «Si ahora tuviera que hacer mis necesidades mayores o menores, ¿cómo me las arreglaría?»
Lo resolvió pensando que Schwejk tendría que hacerle de padrino.
Durante todo el camino de la estación al cuartel de María tuvo la vista fija en Schwejk y en cuanto llegaban a cualquier esquina de la calle le explicaba, como de paso, que todos los gendarmes tienen enérgicos guardaespaldas, a lo que Schwejk repuso que estaba convencido de que ningún gendarme dispararía contra alguien en la calle para no causar una desgracia.
El gendarme se lo discutió y de este modo llegaron al cuartel.
Era ya el segundo día que el teniente Lukasch desempeñaba allí su cargo. Cuando le llevaron a Schwejk junto con los papeles estaba sentado a la mesa en la oficina y no pensaba en nada.
—A sus órdenes, mi teniente; ya estoy aquí —dijo Schwejk como saludo, con aire solemne.
Esta escena fue presenciada por el alférez Kotatko, el cual más tarde contó que tras la presentación de Schwejk el teniente Lukasch se levantó de un salto, se agarró la cabeza con las manos y se cayó de espaldas sobre él. Cuando volvió en sí, Schwejk, que había estado todo el rato haciendo el saludo militar, repitió:
—A sus órdenes, mi teniente; ya estoy aquí.
Y entonces el teniente Lukasch había cogido con mano temblorosa y pálido como un cadáver los papeles referentes a Schwejk, los había firmado y pedido a todos que salieran.
Dijo al gendarme que todo estaba bien y se encerró en la oficina con Schwejk.
Así terminó la anábasis de Schwejk camino de Budweis. Cierto es que si le hubieran dejado solo y con libertad de movimientos, también hubiera ido a Budweis. Si las autoridades se gloriaron de haberle llevado a su lugar de servicio fue simplemente un error. Considerando sus energías y su inquebrantable ansia de lucha, en este caso la intervención de las autoridades no fue más que una traba.
Schwejk y el teniente Lukasch se miraron a los ojos. En los del teniente brillaba algo espantoso, terrible y desesperado. Schwejk lo miró con ternura y cariño, como a una amada perdida y vuelta a encontrar.
En la oficina se hizo un silencio sepulcral.
En el pasillo contiguo se oía a alguien andando arriba y abajo. Era un concienzudo voluntario de un año que se había quedado en casa por resfriado, lo cual se le notaba en la voz, pues resoplaba lo que estaba aprendiendo de memoria: cómo se recibe a los miembros de la Casa Imperial en las fortalezas. Con toda claridad se oía:
—En cuanto Su Majestad se encuentre cerca de la fortaleza se ha de soltar la artillería desde todos los bastiones y el comandante de la plaza lo recibirá a caballo con la espada en la mano y luego se marchará.
—¡Cierre el pico! —gruñó el teniente mirando al pasillo—. ¡Váyase al diablo! Si tiene fiebre quédese en cama.
El aplicado voluntario de un año se alejó y desde el final del pasillo, como un ligerísimo eco, se oyó el resoplido:
—En el momento en que el comandante saluda se ha de repetir el disparo de artillería, cosa que debe hacerse por tercera vez, cuando Su Majestad se apee.
Y el teniente y Schwejk volvieron a mirarse sin hablar hasta que el teniente dijo con aguda ironía:
—Bienvenido a Budweis, Schwejk. El que ha de morir colgado no se ahoga. Ya se ha dado la orden de arresto y mañana irá al parte. No tendré más disgustos con usted; ya he tenido suficientes y mi paciencia ha llegado a su fin. Cuando pienso que he podido vivir tanto tiempo con un idiota como usted…
Empezó a andar de un lado a otro.
—No, es horrible. Ahora me maravillo de que no le haya matado a tiros. ¿Qué podría pasarme? Nada. Estaría salvado. ¿Lo comprende?
—A sus órdenes, mi teniente, lo comprendo perfectamente.
—No empiece otra vez con sus estupideces, Schwejk o pasará algo de verdad. Al final vamos a ponerle veto. Ha aumentado sus estupideces hasta el infinito: ahora la catástrofe parece inminente.
El teniente Lukasch se frotó las manos.
—He terminado con usted, Schwejk.
Volvió a su mesa, escribió unas cuantas líneas en un pedacito de papel, llamó al guardia y le ordenó que llevara a Schwejk al carcelero y le entregara el escrito.
Schwejk fue conducido por el patio. El teniente contempló con franca alegría como el carcelero abría la puerta con la placa negro–amarilla que decía «prisión militar», como Schwejk desaparecía tras esa puerta y como, poco después, salía el carcelero solo.
—Gracias a Dios —dijo el teniente en voz alta—; ya está ahí dentro.
En la oscuridad de la mazmorra del cuartel de María, saludó cordialmente a Schwejk un gordo voluntario de un año que estaba revolcándose en un jergón de paja. Era el único detenido y aquél era el segundo día que se aburría solo. A la pregunta de por qué estaba allí, contestó que por una tontería. Estando borracho había abofeteado por error a un teniente de artillería por la noche, en los emparrados de la plaza del mercado. En realidad no le había dado ni una sola bofetada sino que sólo le había hecho saltar la gorra. Había sucedido de esta manera: el teniente de artillería estaba por la noche en los emparrados, probablemente esperando a una prostituta. Estaba de espaldas al voluntario y éste creyó que se encontraba ante un amigo suyo, también voluntario de un año, un tal Materna Franzl.
—Es un pillete —le contó a Schwejk—, de modo que me acerqué por detrás sin hacer ruido y le hice saltar la gorra diciéndole: «¡Hola, Franzl!» Y el tío estúpido empezó a silbar para que viniera la patrulla y me trajeron aquí. Puede que con todo el barullo le diera un par de bofetadas —reconoció el voluntario—, pero yo creo que esto no cambia las cosas porque se trata de un clarísimo error. El mismo reconoce que dije: «¡Hola, Franzl!» y su nombre es Anton. Está clarísimo. Lo único que puede perjudicarme es que me escapé del hospital y la historia del «Libro de enfermos» si se descubre. En cuanto me llamaron a filas —prosiguió— antes que nada me alquilé una habitación en la ciudad e hice todo lo que pude por echarme un reumatismo. Me emborraché tres veces y luego me acosté bajo la lluvia en una cuneta detrás de la ciudad y me quité las botas. No sirvió de nada. Luego, en invierno, me bañé toda una semana en el Maltsch, pero conseguí precisamente todo lo contrario, compañero. Salí tan fuerte que resistí toda la noche echado sobre la nieve en el patio de la casa donde vivía y por la mañana, cuando los vecinos me despertaron, tenía los pies tan calientes como si llevara zapatillas. Si al menos hubiera tenido unas anginas… pero no me pasó absolutamente nada. Ni siquiera pesqué una blenorragia. Cada día iba a «Port–Arthur»; a algunos colegas ya les había dado una orquitis y los habían mutilado; yo permanecí inmune. Mala suerte, compañero, una endiablada mala suerte, hasta que en la «Rosa» conocí a un inválido de Hluboká. Él me dijo que fuera a verle el domingo, que al día siguiente tendría unos pies como jarras. Tenía las consabidas agujas y jeringa y realmente por poco no puedo volver a casa. Ese alma bendita no me decepcionó. Así, por fin, pesqué mi reuma muscular. Fui en seguida al hospital y todo iba bien. Luego la suerte me sonrió por segunda vez. Mi cuñado del campo, el doctor Masak, de Zizkov, fue trasladado a Budweis y a él he de agradecerle el haber permanecido tanto tiempo en el hospital. Él me hubiera conseguido una exención por defecto físico, pero yo lo eché a perder con el desgraciado «Libro de los enfermos». La idea era buena, magnífica. Me hice con un libro grande y pegué encima un letrero en el que escribí: «Libro de los enfermos del regimiento 91» Las rúbricas y todo lo demás estaba en orden. Escribí nombres inventados, temperaturas, enfermedades, y cada día por la tarde, después de la visita, me iba tranquilamente a la ciudad con el libro bajo el brazo. En la puerta hacían la guardia soldados de la milicia nacional de modo que por esta parte iba también completamente seguro. Yo les enseñaba el libro y ellos encima me hacían el saludo militar. Entonces iba a ver a un amigo que era funcionario del fisco, me cambiaba y vestido de paisano me iba a la taberna a charlar con un grupo de amigos. Hacíamos discursos subversivos. Más adelante me volví tan descarado que ya ni me cambiaba y andaba por la ciudad y por las tabernas de uniforme. Volvía a mi cama del hospital de madrugada y cuando la patrulla me detenía, les enseñaba mi libro de enfermos del regimiento 91 y nadie me preguntaba nada más. En la puerta del hospital volvía a enseñarlo sin decir palabra y sea como fuera siempre llegué a mi cama. Mi descaro tomó tales dimensiones que pensé que nadie podía hacerme nada hasta que llegó la fatal confusión bajo el emparrado de la plaza del mercado, aquella confusión que demostró que todo tiene sus límites, compañero. Cuanto mayor es la subida, tanto mayor es la bajada. Lo que te ha tocado por suerte, no lo tengas por fuerte. Ícaro se quemó las alas. El hombre quisiera ser un gigante y es una porquería, compañero. No hay que creer en la casualidad y hay que abofetearse por la mañana y por la noche para no olvidar que la prudencia es la madre de la ciencia y que lo mucho estorba. Tras las bacanales y las orgías vienen los remordimientos. Es ley de vida, amigo mío. ¡Cuando pienso que me he echado a perder la visita de exención, que hubiera podido quedar exento por defecto físico! ¡Un enchufe tan extraordinario! Hubiera podido juguetear en la oficina, pero mi imprudencia me ha arruinado.
El voluntario terminó su confesión con las solemnes frases:
—También Cartago fue destruida y Nínive se transformó en ruinas, querido amigo, pero ¡adelante con la cabeza alta! No crea que voy a pegarme un tiro si me envían al frente. ¡Informe del regimiento! ¡Excluido de la escuela! ¡Viva el real e imperial cretinismo! ¡Trabajaré mucho en la escuela y pasaré los exámenes! Cadete, alférez, segundo teniente, teniente. ¡Me importan un rábano! Escuela de oficiales, alumnos que tienen que repetir curso. ¡Parálisis militar! ¿El fusil se lleva en el hombro derecho o en el izquierdo? ¿Cuántas estrellitas lleva un cabo? Empadronamiento. Soldados de reserva. ¡Santo Dios! ¡No tenemos nada que fumar, compañero! ¿Quiere que le enseñe a escupir en el techo? Mire, se hace así. Mientras tanto piense cualquier cosa y su deseo se cumplirá. Si le gusta la cerveza puedo recomendarle un agua extraordinaria que hay allí en la jarra. Si tiene hambre y quiere comer bien le recomiendo el «Bürgerressource» [28] También le aconsejo que si se aburre escriba poesías. Yo he escrito una epopeya:
¿Está ahí el carcelero? ¿No duerme tan gran alma?
Él es la clave del ejercito.
Mas solo hasta que lleguen de Viena las noticias
de que ha vuelto a sufrir ya nuestra fama.
Ahora, para dañar al enemigo,
nos hace barricadas con los catres
y al unirlos, al valiente amigo
le sale la saliva de la boca:
el destino de Austria estará siempre
unido a la habsburguesa corona.
—Vea, compañero —prosiguió el gordo voluntario—, y luego dirán que está extinguiéndose la veneración del pueblo por nuestro querido monarca. Un preso que no tiene nada que fumar y que espera que le formen causa ofrece el más hermoso ejemplo de fidelidad al Trono. Con sus canciones rinde homenaje a su extensa patria amenazada por todos lados. Carece de libertad pero de su boca manan unos versos llenos de inquebrantable entrega. Morituri te salutant, Caesar! Los que van a morir te saludan, emperador, pero el carcelero es un miserable. ¡Buenos servidores tienes a tu servicio! Anteayer le di cinco coronas para que me comprara cigarrillos y ese tipo, el muy miserable, me ha dicho esta mañana que aquí no se puede fumar, que tendría complicaciones y que cuando le paguen me devolverá las cinco coronas. Sí, compañero, hoy en día ya no creo en nada. El mundo va al revés. ¡Robar a los detenidos! Y además el tipo ese se pasa el día gorjeando por todo. Si cantan no temas; las personas malas no cantan. ¡Bribón, pillo, canalla, traidor!
Entonces el voluntario preguntó a Schwejk qué había hecho.
—¿Buscando el regimiento? —dijo—. ¡Vaya vuelta bonita! Tabor, Mühlhausen, Kwétow, Wraz, Maltschin, Tschizowa, Sedletz, Horazdowitz, Radomyschl, Putim, Schtekno, Strakonitz, Wolyn, Ticha, Vodnan, Protiwin, Putim, Pisek, Budweis. Un camino lleno de espinas. ¿Vendrá también mañana al parte? De manera que volveremos a encontrarnos en el lugar del suplicio, hermano. ¡Vaya alegría va a llevarse nuestro coronel Schröder! No puede imaginar cómo le afectan los asuntos del regimiento. Va dando vueltas por el patio como un mastín rabioso y saca la lengua como un penco. Y habla y da consejos escupiendo todo el rato como un camello furioso. Y dice tantas tonterías que uno cree que el cuartel de María tendrá que desplomarse de un momento a otro. Lo conozco bien porque ya he estado antes en una de estas causas del regimiento. Entré con botas altas y sombrero de copa y como el sastre no me había enviado a tiempo el uniforme fui por el campo de ejercicios de la escuela de voluntarios de un año incluso con botas altas y sombrero de copa, me puse en la fila y me fui con los demás al ala izquierda. El coronel Schröder se me acercó en seguida y por poco me echa al suelo. «¡Diablo!», gritó tan alto que seguro que lo oyeron desde la selva de Bohemia, «¿qué hace aquí, paisano?» Yo le contesté amablemente que era voluntario de un año y que tomaba parte en los ejercicios. Hubiera tenido que verle. Estuvo hablando media hora y sólo entonces se dio cuenta de que yo le estaba haciendo el saludo militar con el sombrero de copa. Entonces me gritó que al día siguiente me presentara al parte de la división y se fue al galope rabiando hasta Dios sabe dónde como alma que lleva el diablo. Luego volvió al trote, gruñó y berreó una vez más, se golpeó el pecho y ordenó que de momento me hicieran salir del campo de ejercicios y me llevaran al cuartel general. En el parte del regimiento me gruñó diez días de arresto, me hizo poner unos harapos imposibles del almacén y me amenazó con quitarme el galón de voluntario de un año. «El voluntario de un año es algo importante», dijo furioso este idiota de coronel, «es el embrión de la gloria, de los cargos militares, de los héroes. El voluntario de un año Wohltat, que fue nombrado cabo tras superar el examen se presentó al frente por propio deseo e hizo prisioneros a quince enemigos y cuando iba a entregarlos lo despedazó una granada. Cinco minutos más tarde llegó la orden por la que se le nombraba cadete. A usted también le esperaría un futuro tan brillante con ascensos y condecoraciones y su nombre quedaría estampado en el libro de oro del regimiento».
El voluntario escupió.
—Compañero, vea qué pedazo de animales andan por el mundo. Yo me río de su galón de voluntario de un año y de todos sus privilegios: «voluntario de un año, es usted un animal». ¡Qué bien suena! «Es un animal» y no el vulgar «eres un animal». Y después de muerto uno recibe el Signum laudis o la gran medalla de plata: reales e imperiales suministradores de cadáveres con y sin estrellita. Los bueyes son mucho más felices. A ellos los matan en el matadero sin arrastrarlos antes al campo de ejercicios ni al tiro de combate.
El gordo voluntario de un año, dio media vuelta y prosiguió:
—Todo esto tiene que explotar un día u otro; no puede durar eternamente, seguro. Intente llenar a un cerdo de ron: al final le reventará. Yo si fuera al frente escribiría en el vagón del ganado:
Con brazos humanos
y ocho caballos
abonamos el llano.
Se abrió la puerta y entró el carcelero. Traía un cuarto de ración de pan del ejército para ambos y agua fresca.
Sin levantarse del jergón de paja el voluntario le habló de esta manera:
—¡Cuán noble y hermoso es visitar a los presos, Santa Inés del regimiento 91! ¡Salve, ángel de la beneficencia, compasivo corazón! Tú suspiras bajo la carga de un cesto de comida y bebida para aliviar nuestros dolores. Jamás olvidaré tus obras de caridad para con nosotros. Eres un rayo de luz en nuestra cárcel.
—En el parte olvidará todos sus chistes —gruñó el carcelero.
—No te des aires, marmota —replicó desde el catre el voluntario—. Mejor sería que nos dijeses qué harías si tuvieras que encerrar a diez voluntarios de un año. No me mires de esta manera tan tonta, llavero del cuartel de María. Encerrarías a veinte y dejarías libres a diez. ¡Jesús, María! ¡Vaya cargo te daría yo si fuera ministro de la guerra! ¿Conoces el axioma que dice que el ángulo de incidencia es igual al ángulo de reflexión? Sólo te pido una cosa: dame un punto fijo en el universo y levantaré toda la tierra junto contigo, so engreído.
Al carcelero se le salieron los ojos de las órbitas, agitó todo el cuerpo y cerró la puerta de golpe.
—Asociación de beneficencia mutua para la aniquilación de los carceleros —dijo el voluntario distribuyendo la ración de pan que dividió en dos partes exactamente iguales—. Según la disposición penitenciaria número dieciséis, a los detenidos en el cuartel hay que proporcionarles rancho hasta el día del juicio, pero aquí impera la ley del llano: ¡a ver quién se lo quita antes a los presos!
Sentados en el catre mordían el pan.
—A través del carcelero es como mejor se ve hasta qué punto la guerra embrutece al hombre —siguió comentando el voluntario—. Seguro que antes de entrar en el ejército nuestro carcelero era un joven con ideales, un rubio querubín, afable y compasivo con todos, que defendía siempre a los desgraciados en las peleas por una chica en la feria del pueblo. No hay duda de que todos le querían, pero hoy, Dios mío, con qué gusto le daría un trompazo, le golpearía la cabeza contra el catre y lo echaría en la letrina. También esto, querido amigo, es una prueba más del total embrutecimiento en el oficio de la guerra.
Empezó a cantar:
Ni al diablo temía,
más encontró a un cañonero…
—Querido amigo —dijo prosiguiendo sus reflexiones—, si lo miramos todo tomando como módulo nuestra querida monarquía llegaremos inevitablemente a la conclusión de que le pasa lo mismo que al tío de Puschkin. Como el tío era un monstruo Pusehkin escribió que sólo podía:
suspirar y en silencio meditar
cuando la muerte te ha de llegar.
Se oyó de nuevo ruido de platos y el carcelero, en el pasillo, encendió la lámpara de petróleo.
—¡Un rayo de luz en la oscuridad! —exclamó el voluntario de un año—. ¡La claridad penetra en el ejército! Buenas noches, carcelero, salude a todos los grados y sueñe algo bonito. Por mí quédese las cinco coronas que le di para cigarrillos y que gastó bebiendo a mi salud. ¡Que tenga dulces sueños, monstruo!
El carcelero gruñó algo acerca del parte del día siguiente.
—De nuevo solos —dijo el voluntario—. Yo suelo dedicar las horas anteriores al sueño a exponer el aumento diario de los conocimientos zoológicos de suboficiales y oficiales. Para sacar del suelo nuevo material bélico vivo y bocados militares conscientes para la venganza de los cañones se necesitan estudios profundos de historia natural o el libro Fuentes del bienestar económico de Editorial Koci, en cuyas páginas se encuentran las palabras animal, cerdo y puerco. No obstante en los últimos años vemos que nuestros círculos militares adelantados introducen nuevas denominaciones para los reclutas. En la 11 compañía el cabo Althof utiliza la palabra cabrito de Engadina. El cabo Müller, un profesor de alemán de Bergreichenstein, llama a los reclutas zorros checos; el sargento mayor Sondernummer los llama ranas americanas, osos de Yorkshire y además les promete disecarles a todos. Lo dice con tal competencia profesional como si procediera de una familia de disecadores de animales. Todos los jefes del ejército se esfuerzan por inyectar de este modo el amor a la patria con medios especiales como son gritos a los reclutas, brincos, aullidos bélicos que recuerdan a los de los salvajes de África cuando se disponen a despellejar a un inocente antílope o a asar una pierna de misionero destinada a ser comida. Esto por supuesto no se refiere a los alemanes. Cuando el sargento primero Sondernummer dice algo de «manada de puercos» rápidamente añade «checos» para no ofender a los alemanes, pues el insulto no va destinado a ellos. Entonces a todos los suboficiales de la 11 compañía les saltan los ojos como si fueran perros desgraciados muertos de hambre que tragan una esponja mojada en aceite y no pueden devolverla. Una vez oí una conversación entre el cabo Müller y el cabo Althof referente al progreso educativo de los hombres de la última reserva. En esta conversación se pronunciaron palabras como: un par de bofetadas. Al principio creí que se estaban peleando, que la unidad militar alemana llegaba a su fin, pero me equivoqué considerablemente. Sólo se trataba de los soldados. «Cuando uno de estos cerdos checos no aprende a estarse quieto como un palo después de treinta cuerpos a tierra no basta con un par de tortas en la boca», informó el cabo Althof. «Dale con un puño en el vientre y con la otra mano húndele la gorra hasta las orejas y dile: vuélvete, y cuando dé media vuelta le das una patada detrás y verás cómo estira los miembros y como ríe el buen Dauerling». Ahora he de decirle algo sobre ese Dauerling, compañero —prosiguió el voluntario—. Los reclutas de la 11 compañía dicen de él tantos disparates como una abuela abandonada en una granja cerca de la frontera de Méjico lo haría de un bandido mejicano. Dauerling tiene fama de ser un caníbal, un antropófago de alguna estirpe australiana que se come a los miembros de otras familias que le caen en las manos. Su carrera es brillantísima. Poco después de nacer la muchacha se cayó con él y el pequeño Konrad Dauerling se dio un golpe en la cabecita, de modo que hoy puede verse en ella una planicie igual que la de un cometa que ha chocado con el Polo Norte. Todos dudaban que en caso de que sobreviviera a esta conmoción cerebral llegara a hacerse algo de él. Sólo su padre, el coronel, no perdió las esperanzas y afirmó que esto no podía perjudicarlo de ninguna manera, pero que en caso de que se recuperara, se entiende, el pequeño Dauerling debería hacerse soldado de oficio. Tras una tremenda lucha con los cuatro cursos de la escuela primaria, que estudió particularmente, con lo que uno de sus maestros envejeció y se volvió tonto antes de tiempo mientras que otro quiso tirarse desde la torre de san Esteban de pura desesperación, entró en la escuela de cadetes de Hainburg. En la escuela de cadetes no se tenía en cuenta la preparación previa pues en la mayoría de los casos no es apropiada para los oficiales activos austríacos. Siempre se ha visto el ideal militar en los «juegos de soldados». La formación sirve para ennoblecer el alma y eso en el ejército no interesa. Los oficiales cuanto más groseros mejor. Como alumno de la escuela de cadetes Dauerling ni siquiera se distinguió en las materias que dominan todos los alumnos. En la escuela de cadetes también se notaron las huellas de la colisión que su cabecita había sufrido cuando era pequeño. Sus respuestas en los exámenes hablaban claramente del accidente y se distinguían por una estupidez tal que se consideraron clásicas por su profunda necedad y confusión y los profesores de la escuela de cadetes le llamaban nada menos que «nuestro excelente imbécil». Su necedad era tan deslumbrante que justificaba la esperanza de que pudiera llegar a la escuela teresiana de oficiales o al Ministerio de la Guerra al cabo de unos años. Cuando estalló la guerra y todos los jóvenes cadetes ascendieron Konrad Dauerling también se encontraba en la lista de los promovidos de Hainburg y de este modo llegó al regimiento 91.
El voluntario lanzó un suspiro y siguió narrando:
—En la Editorial del Ministerio de la Guerra apareció un libro; Instrucción o educación, en el que Dauerling leyó que hay que infundir temor a los soldados. A la intensidad del temor correspondía el éxito de los ejercicios. Y con esta actividad siempre tenía éxito. Para no oír sus gritos los soldados se presentaban en grandes grupos a la visita de los enfermos, cosa que no obstante no se vio coronada por el éxito. Quienes se declaraban enfermos recibían tres días de «intensificación». Bueno, ¿sabe qué es la intensificación? Se pasan todo el día persiguiéndole en el campo de ejercicios y por la noche además lo encierran. Así fue como en la compañía de Dauerling dejó de haber enfermos. Los enfermos de la compañía iban a la cárcel. En el campo de ejercicios, Dauerling emplea siempre aquel airoso tono de cuartel que empieza con la palabra «puerco» y acaba con el extraordinario acertijo zoológico «perro puerco». En esto es muy liberal: deja libertad a los soldados para elegir. Dice: «Elefante, qué prefieres, ¿un par de tortas en la nariz o tres días de intensificación?» Si alguien elige intensificación recibe además un par de golpes en la nariz, cosa que Dauerling acompaña con la siguiente declaración:
«Cobarde, temes por tu trompa. ¿Qué harás cuando se suelte la artillería pesada?» Una vez, cuando le dejó a un recluta un ojo morado dijo: «¡Bah! ¡Para qué irse con cumplidos con un tipo así! Sea como sea tiene que reventar». Esto también lo dijo el mariscal de campo Konrad von Hótzendorf: «Los soldados de todos modos tienen que reventar». Un medio muy eficaz y estimado por Dauerling consiste en reunir a la tropa checa para un discurso y hablar de los deberes militares de Austria, con lo que examina los principios generales de la educación militar empezando por las esposas y terminando por el patíbulo y el fusilamiento. A principios de invierno, antes de ir al hospital, en el campo hacíamos ejercicios al lado de la 11 compañía y cuando teníamos descanso Dauerling pronunciaba este discurso a los reclutas checos:
«Ya sé que sois unos sinvergüenzas y que hay que quitaros de la cabeza como sea vuestras extravagancias. Con vuestro checo no vais a llegar ni al patíbulo. Nuestro jefe supremo también es alemán. ¿Lo oís? ¡Santo Dios! ¡Cuerpo a tierra!»
Todos se echan al suelo y mientras se encuentran en esta posición Dauerling va paseándose arriba y abajo y dice:
«Cuerpo a tierra sigue siendo cuerpo a tierra aunque os murierais en el cieno, pícaros. El cuerpo a tierra ya existía en la antigua Roma. Entonces debían incorporarse a filas todos los que tenían de diecisiete a sesenta años y servían treinta años en el campo y no se revolcaban como cerdos. Entonces también había una lengua unitaria en el ejército y un mando. Los oficiales romanos se hubieran guardado muy mucho de que la tropa hablara etrusco. Yo también quiero que todos vosotros contestéis en alemán y no en vuestra jerga. Mirad qué bien se está echado en el fango y ahora imaginaos que alguno de vosotros no tuviera ganas de seguir echado y se levantara. ¿Qué haría yo? Le desgarraría la boca abriéndosela hasta las orejas porque esto es una insubordinación, una sublevación, desacato, falta contra las obligaciones de un soldado cabal, alteración del orden y de la disciplina, desprecio por las prescripciones oficiales, de lo cual se deduce que a un tipo así le espera la soga y la “eliminación del derecho al respeto por parte de sus semejantes”». El voluntario de un año enmudeció y después de una pausa en la que probablemente se ordenó el tema de la descripción de los sucesos en el cuartel prosiguió:
—Ocurrió con el capitán Adamitschka, un hombre totalmente apático. Cuando estaba sentado en la oficina generalmente miraba al vacío como loco tranquilo y su expresión parecía querer decir: «Comedme, moscas». Sabe Dios en qué pensaba durante el parte. Una vez se presentó allí un soldado de la 11 compañía quejándose de que el alférez Dauerling le había insultado en la calle al atardecer llamándole cerdo checo. Él era encuadernador de oficio, un obrero nacional consciente de su propio valor.
«De modo que así están las cosas —dijo en voz baja el capitán Adamitschka, pues siempre hablaba en este tono—, le dijo esto por la calle al atardecer. Hay que comprobar si usted tenía permiso para abandonar el cuartel. ¡Retírese!»
Algún tiempo después el capitán Adamitschka mandó llamar al reclamante:
«Se ha comprobado que aquel día tenía permiso para estar fuera hasta las diez de la noche —volvió a decir en voz baja—; por ello no va a ser castigado. ¡Retírese!»
Más adelante se dijo que este capitán tenía sentido de justicia, querido compañero; por esto lo mandaron al frente y en su lugar vino el mayor Wenzl. Éste, cuando se trataba de agitaciones nacionales, era un hombre diabólico. El alférez Dauerling le quitó el moquillo. La mujer del mayor Werizl es checa y él tiene un miedo horrible a las desavenencias nacionales. Cuando hace años estaba en Kuttenberg como capitán, una vez, en estado ebrio, insultó al camarero de un hotel llamándole «bulto checo». Con ello hago notar que tanto en sociedad como en casa el mayor Wenzl no hablaba más que checo y que sus hijos estudian checo. Se le escapó sólo una palabra y ya lo publicó el diario local y un diputado presentó al parlamento una interpelación debido a su conducta en el hotel. A Wenzl le causó muchas molestias porque era precisamente en la época de la aprobación parlamentaria de las propuestas del ejército y en aquel momento les viene un capitán Wenzl, de Kuttenberg, borracho.
Luego el capitán Werizl se enteró de que todo esto lo había organizado Zitek, el representante de los cadetes de la escuela de voluntarios de un año. Él era quien había llevado el suceso al periódico, pues desde que Zitek había empezado a meditar en una reunión en presencia del capitán Wenzl que era suficiente contemplar la naturaleza de Dios para darse cuenta de que las nubes cubren el horizonte, que en el horizonte se alzan montañas y que las cataratas rugen en los bosques y los pájaros cantan, él y el capitán Werizl estaban enemistados.
«Es suficiente —dijo Zitek—, para darse cuenta de lo que un capitán significa comparado con la excelsa naturaleza. Es tan insignificante como cualquier representante de cadetes».
Como entonces todos los oficiales estaban borrachos, el capitán Wenzl quiso apalear al desdichado filósofo Zitek como un caballo. Esta enemistad aumentó y el capitán molestaba a Zitek siempre que podía, tanto más cuanto que la máxima del representante de cadetes Zitek se transformó en una frase célebre.
«¿Qué es un capitán Werizl comparado con la excelsa naturaleza?», se decía en todo Kuttenberg.
«Induciré al muy sinvergüenza al suicidio», dijo el capitán Wenzl. Pero Zitek dejó el servició y siguió estudiando filosofía. La rabia del capitán para con los jóvenes oficiales se remonta a esta época. Ni siquiera los segundos tenientes se libran de su furia, ni que decir tiene, pues, los alféreces y cadetes.
«Lo aplastaré como a una chinche», dijo el capitán Wenzl, y pobre del alférez que incluyera a alguien en el parte por una tontería. Para el capitán Wenzl no hay más que un grande y terrible delito decisivo, por ejemplo que alguien se quede dormido cuando está en la torre de la pólvora y organiza algo peor, o que un soldado se encarame por la noche al muro del cuartel de María y se quede dormido en lo alto, le coja prisionero un guardia nacional o la patrulla de artillería, en resumen, que haga algo tan horroroso que llene al regimiento de vergüenza.
«¡Por Cristo! —le oí gritar una vez en el pasillo—, de modo que ya es la tercera vez que le pesca la patrulla de la guardia nacional. Llevad a esa bestia a la prisión en seguida. Ese tipo tiene que irse del regimiento, a cualquier parte de intendencia, a llevar estiércol. ¡Y ni siquiera se peleó con ellos! ¡Eso no son soldados sino barrenderos! No le deis comida hasta pasado mañana, quitadle el jergón de paja y llevadlo a la celda de castigo, sin manta. ¡El muy cochino!»
Ahora, querido compañero, imagínese que este estúpido alférez Dauerling, al poco de haber entrado envía a un hombre al parte porque al parecer ha dejado de saludarle a propósito el domingo por la tarde cuando él se paseaba en fiacre por la plaza del mercado con una señorita. Un suboficial contó que en el parte se organizó un verdadero juicio final. El sargento de oficina del batallón fue corriendo hasta el pasillo y el mayor Wenzl gritó a Dauerling:
«Se lo prevengo, esto no lo consiento. ¡Por todos los santos! ¿Sabe que es un parte, alférez? No es un carnaval. ¿Cómo iba a verle a usted cuando paseaba por la plaza del mercado? ¿No ha aprendido que a los superiores se les saluda cuando se les encuentra? Esto no quiere decir que un soldado tiene que volverse como un cuervo para descubrir a un alférez que pasea por la plaza del mercado. Cállese, se lo ruego. El parte es algo muy serio. Si el soldado ya le ha dicho que no lo vio porque en el paseo se volvió hacia mí, ¿entiende?, hacia mí, el mayor Wenzl, para saludarme y al mismo tiempo no podía mirar atrás y ver el fiacre en que estaba usted, entonces me parece que hay que creerle. Le ruego que no vuelva a molestarme con estas nimiedades».
Desde aquel momento, Dauerling hizo un cambio.
El voluntario de un año bostezó.
—Tenemos que dormir bien antes del parte. Sólo quería decirle cómo están las cosas aquí ahora. El coronel Schröder no puede soportar al mayor Wenzl; él es una cómica araña. El capitán Sagner, que está al frente de la escuela de voluntarios de un año, ve en Schröder al verdadero arquetipo de soldado a pesar de que el coronel lo que más miedo le causa es ir al frente. Sagner tiene mucha experiencia y al igual que Schröder no puede soportar a los oficiales de reserva.
Los llama pestilentes civiles. A los voluntarios de un año los considera fieras salvajes a las que hay que transformar en máquinas militares, coserles estrellitas y enviar al frente para que los maten en lugar de los nobles oficiales en activo que hay que conservar para la raza. En suma —dijo cubriéndose la cabeza con la manta—, el ejército huele a podredumbre por todas partes. Hasta ahora las masas consternadas todavía no han reaccionado. Con los ojos fuera de las órbitas se dejan machacar y cuando a alguno le alcanza una bala solamente susurra: «Madre…» En los estados mayores no hay héroes sino reses de matanza y carniceros. Pero al final habrá una sublevación general y se armará la de San Quintín. ¡Viva el ejército! ¡Buenas noches!
El voluntario de un año enmudeció, empezó a dar vueltas debajo de la manta y pregunto:
—¿Duerme, compañero?
—No —contestó Schwejk desde el otro catre—: estaba reflexionando.
—¿Sobre qué reflexiona, compañero?
—Sobre la gran medalla de plata a la valentía que le dieron a un carpintero de la Wawragasse, a un tal Mlitschko, porque fue el primero de su regimiento al que una granada se le llevó una pierna, al empezar la guerra. Le dieron una pierna artificial y con su medalla empezó a ponerse insolente y dijo que era el primer inválido y el principal del regimiento. Una vez se fue al «Apolo», en Weinberge, y allí se peleó con los carniceros del matadero. Al final le arrancaron la pierna artificial y con ella le dieron un porrazo en la cabeza. El que se la arrancó no sabía que era artificial y se desmayó del susto. Volvieron a colocársela en el puesto de guardia, pero desde entonces empezó a tomar rabia a su gran medalla de plata a la valentía y la llevó a la casa de empeños. Allí los apresaron a él y a su medalla. Eso le causó muchas molestias. El tribunal de honor especial para inválidos lo condenó a que se le quitara la medalla de plata y además a quedarse sin la pierna…
—¿Y cómo sucedió?
—Muy sencillo. Un día fue a verle una comisión y le comunicó que no era digno de llevar una pierna artificial, de modo que se la quitaron y se la llevaron. También es muy divertido cuando los herederos de algún caído en la guerra reciben una medalla con una inscripción que dice que se les concede esta medalla para que la cuelguen en algún lugar importante. En la Bozetéchgasse, en Wyschehrad, había un padre excitado que pensó que las autoridades se burlaban de él, la colgó en el retrete y un policía que lo compartía con él, en Pawlatsch, lo denunció por alta traición y entonces el pobre hombre la quitó de allí.
—De ello se desprende que lo que te ha tocado por suerte no lo tengas por fuerte —dijo el voluntario de un año—. Ahora se ha publicado en Viena el Diario de un voluntario de un año, en el que está este fascinante verso:
Érase una vez, un valeroso voluntario
que cayó en el campo por su rey.
Su muerte alentó a sus compañeros
a caer como héroes igual que él.
Ya se llevan su cuerpo al armón,
el capitán deja en su pecho una medalla;
con oraciones que ascienden a la altura
caen sobre su tumba lágrimas de amargura.
—Me parece que estamos perdiendo el espíritu bélico —dijo tras una breve pausa—. Compañero, propongo que en la nocturna oscuridad, en el silencio de nuestra cárcel, cantemos la canción del cañonero Jaburek. Fortalecerá nuestro espíritu bélico. Pero tenemos que gritar para que nos oigan en todo el cuartel. Propongo que nos coloquemos junto a la puerta.
Y poco después, procedente de la prisión, se oyó un griterío que hizo vibrar las ventanas del pasillo:
Cargaba su cañón,
cargaba sin parar.
Cargaba su cañón,
cargaba sin parar.
Llegó una veloz, bala
que le llevó ambas manos.
Pero él sin vacilar
cargaba sin parar.
Cargaba su cañón,
cargaba sin parar.
En el patio se oyeron pasos y voces.
—Es el carcelero —dijo el voluntario de un año—. Con él viene el teniente Pelikan, que hoy está de servicio. Es un oficial de la reserva. Yo lo conocí en la «Ressource checa» [29]. Es actuario de seguros. Nos trae cigarrillos. No les hagamos caso.
Y de nuevo se oyó: Cargaba su cañón…
Al abrirse la puerta, el carcelero, excitado probablemente por la presencia del oficial de servicio, gritó enérgicamente:
—¡Esto no es el zoológico!
—Perdón —dijo el voluntario—. Es una sucursal de Rodolfino. Concierto a beneficio de los presos. Ahora mismo se ha terminado el primer número del programa, la Sinfonía bélica.
—Déjese de tonterías —dijo el teniente Pelikan con aparente severidad—; creo que ya sabe que después de las diez tiene que dormir y no hacer ruido. La pieza de su concierto se oye desde Ringplatz.
—A sus órdenes, mi teniente —dijo el voluntario—. Nos hemos preparado como correspondía y si tal vez alguna disonancia…
—Lo hace todas las noches —dijo el carcelero con la intención de atormentar a su enemigo—. Se comporta de la manera menos inteligente posible.
—Mi teniente —dijo el voluntario—, me gustaría hablar a solas con usted. Mande al carcelero que espere en la puerta.
Una vez cumplido este deseo el voluntario dijo en tono confidencial:
—Anda, Franz, saca unos cigarrillos. ¿Sport? ¿No tienes nada mejor como teniente? Bueno, muchas gracias de todos modos. Cerillas, por favor.
—Sport —dijo despectivamente cuando el teniente se fue—. Hay que ser noble incluso en la miseria. ¿Fuma, compañero? Mañana nos espera el juicio final.
Antes de dormirse, el voluntario de un año volvió a cantar:
Son montes, valles y rocas
mi más preciado bien.
Mas no pueden suplir,
¡ay, cuánto hay que sufrir!,
a mi linda rubita…
El voluntario de un año estaba en un error al calificar de monstruo al coronel Schröder, pues en cierto modo éste tenía sentido de justicia. Su sentido de justicia aparecía claramente tras las noches en las que se había estado divirtiendo con su grupo en el hotel. ¿Y si no se había divertido?
Mientras el voluntario de un año hacía esta crítica destructiva de la situación en el cuartel, el coronel Schröder se encontraba en el hotel, en una reunión de oficiales.
Aquella noche escuchó al teniente Kretschmann, que había regresado de Serbia con un pie herido (una vaca le había dado una coz) y contaba que había visto el ataque a las posiciones serbias desde su Plana Mayor.
—Sí, ahora se abalanzan desde las trincheras. Van arrastrándose a lo largo de la línea de dos kilómetros, sobre las alambradas, y se lanzan sobre el enemigo con granadas de mano en el cinturón, caretas y fusiles, dispuestos para disparar, preparados para el golpe. Las balas silban. Cae un soldado que ha salido saltando de la trinchera; cae el segundo, el tercero a pocos pasos, pero los cuerpos de los compañeros siguen avanzando con gritos de victoria, siguen avanzando en medio del humo y del polvo. Y el enemigo dispara por todas partes, desde las trincheras, desde los cráteres; apunta contra nosotros con sus ametralladoras. Caen más soldados. Un grupo quiere llegar a las ametralladoras. Caen. Pero sus compañeros ya están delante. ¡Hurra! Cae un oficial. Ya no se oyen los fusiles de los soldados de infantería: se está preparando algo espantoso. Vuelve a caer todo un grupo y se oyen las ametralladoras enemigas: ratatata. Entonces cae… disculpadme, no puedo seguir, estoy borracho…
Y el oficial del pie herido enmudeció y se quedó sentado en la silla, como ausente. El coronel Schröder sonrió benévolo y oyó el puñetazo que dio sobre la mesa el capitán Spiro, que estaba frente a él, como si quisiera empezar una pelea mientras repetía algo carente de sentido y de imposible comprensión.
—Piénselo bien, por favor. Tenemos lanceros de la guardia nacional en pie de guerra, armas, guardias nacionales austríacos, cazadores bosnios, cazadores austríacos, soldados de infantería húngaros, cazadores imperiales tiroleses, soldados de infantería bosnios, soldados de infantería húngaros, húsares húngaros, húsares de la guardia nacional, cazadores a caballo, dragones, artilleros, la intendencia, gastadores, sanidad, marinos. ¿Lo entienden? ¿Y Bélgica? La reserva y la milicia forman el ejército de operaciones. La tercera reserva cubre el servicio a su espalda…
El capitán Spiro dio un puñetazo en la mesa:
—La guardia nacional cumple sus servicios en el país en tiempo de paz.
Junto a él había un joven oficial que se esforzaba por convencer al coronel de su resistencia militar y decía a su vecino en voz muy alta:
—A los tuberculosos hay que enviarlos al frente: les va bien y además es mejor que caigan los enfermos que los sanos. El coronel sonrió. Pero de repente se puso triste, se dirigió al mayor Wenzl y dijo:
—Me extraña que no venga el teniente Lukasch. Desde que llegó no ha asistido a nuestra reunión ni una sola vez.
—Escribe poesías —dijo el capitán Sagner en tono burlón—. Apenas llegó se enamoró de la señora Sauber. La conoció en el teatro.
El coronel dijo sombríamente:
—Dicen que canta cuplés, ¿no es cierto?
—En la escuela de cadetes ya nos divirtió mucho con sus cuplés —contestó el capitán Sagner—. ¡Y sabe de anécdotas…! Es divertidísimo, os lo prometo. Ignoro el motivo por el que no viene a nuestra reunión.
El coronel sacudió tristemente la cabeza.
—Hoy en día ya no hay verdadera camaradería entre nosotros. Recuerdo que antes, todos los oficiales hacíamos lo que podíamos para contribuir a la distracción en el casino. Uno, me acuerdo perfectamente, un tal teniente Dankl, se desnudó, se echó al suelo y se puso detrás una cola de arenque para representar una sirena. Otro, el teniente Schleissner, sabía levantar las orejas y relinchar como un caballo e imitaba el miau del gato y el zumbido del moscardón. También me acuerdo del capitan Skoday. Sicmpre que queríamos traía mujeres: tres hermanas que él había amaestrado como si fueran perros. Las ponía sobre la mesa y se desnudaban siguiendo el compás. Él tenía una pequeña batuta y, palabra de honor, era un director de orquesta magnífico. ¡Y lo que hacía con ellas en el sofá! Una vez mandó traer una bañera con agua caliente y dejarla en el centro de la habitación. Tuvimos que bañarnos con las chicas uno tras otro, y él nos retrató.
El coronel Schröder sonrió feliz recordando estas cosas.
—¡Y las apuestas que hicimos en la bañera! —prosiguió chasqueando con la lengua de una manera muy desagradable y balanceándose en la silla—. Pero hoy en día ¿qué? ¿Es divertido esto? Ni siquiera aparece este cupletero. Hoy en día los oficiales jóvenes no pueden ni beber. Todavía no son las doce y, como ven, en la mesa ya hay cinco borrachos. Hubo tiempos en los que pasamos juntos sentados dos días y cuanto más bebíamos, más sobrios estábamos, y nos echábamos cerveza, vino y licor sin parar. Hoy ya no hay verdadero espíritu militar. El diablo sabrá por qué. Ya no hay chistes, sólo palabrería sin fin. Escuchen como hablan de América allá abájo.
Desde el otro extremo de la mesa se oyó una voz que decía:
—América no puede meterse en la guerra. Los americanos y los ingleses son enemigos mortales. América no está preparada para la guerra.
El coronel Schröder suspiró:
—Estos son los chismes de los oficiales de reserva. Nos los ha enviado el diablo. Estos hombres aún ayer estaban escribiendo en algún bando o hacían bolsas de papel y vendían especias, canela y materiales para limpiar botas o les contaban a los, niños en el colegio que el hambre hace salir a los lobos de los bosques, y hoy quisieran compararse con el oficial activo, entenderlo todo y meter las narices en todo. Y cuando tenemos oficiales en activo, como el teniente Lukasch, entonces resulta que no vienen a nuestra reunión.
El coronel Schröder se fue a casa de mal humor y por la mañana, al despertarse, su estado de ánimo era aún peor. Al leer en cama en el periódico los informes del campo de batalla encontró varias veces la frase: «Nuestras tropas han sido retiradas a las posiciones que se habían preparado de antemano». ¡Éstos eran los días gloriosos del ejército austríaco, idénticos a los de Schabatz! [30]
Y bajo esta impresión el coronel Schröder se dirigió a las diez y media de la mañana a aquel acto oficial que el voluntario de un año había denominado, tal vez con razón, juicio final. Schwejk y el voluntario lo estaban esperando. Los grados, el oficial de servicio, el oficial adjunto del regimiento y el sargento de oficina del regimiento, con el expediente de los culpables a los que estaba esperando el hacha de la justicia, ya estaban allí.
Por fin hizo su aparición el melancólico coronel acompañado por el capitán Sagner, de la escuela de voluntarios de un año, que daba nerviosos latigazos en las cañas de sus altas botas.
Haciéndose cargo del parte y en medio de un silencio sepulcral dio unas cuantas vueltas alrededor de Schwejk y del voluntario. Según el lado en que se encontraba el coronel ellos hacían «Vista a la derecha» o «Vista a la izquierda» con tal esmero que como duró bastante rato por poco se tuercen el cuello.
Por fin el coronel se detuvo ante el voluntario de un año. Este se presentó:
—Voluntario de un año.
—Ya sé —dijo el coronel sin ceremonias—, la escoria de los voluntarios de un año. ¿Cuál es su oficio? ¿Estudiante de filosofía clásica? Bueno, un intelectual beodo… ¡Capitán! —gritó a Sagner—, haga venir a toda la escuela de voluntarios de un año. Claro —siguió diciendo al voluntario—, un estudiante de filosofía clásica con el que uno tiene que ensuciarse. ¡Media vuelta! Lo sabía. ¡Los pliegues del abrigo de cualquier manera! Como si viniera de casa de una prostituta o se hubiera revolcado en algún burdel. Ya le enseñaré, jovencito.
Entró la escuela de voluntarios de un año.
—¡Formen cuadro! —ordenó el coronel.
Ellos formaron un estrecho cuadro alrededor de los acusados y del coronel.
—Miren a ese hombre —gritó señalando con el látigo al voluntario—. Con sus borracheras se ha transformado en la deshonra de los voluntarios de un año, a aquellos a los que hay que formar para que lleguen a ser oficiales como Dios manda y lleven a la tropa a la gloria en el campo de batalla. Pero ¿adónde llevaría a su sección ese borracho? De una taberna a otra. ¿Puede decir algo para disculparse? No. Mírenle. No puede decir nada que le disculpe y estudia filosofía clásica. Verdaderamente es un caso clásico.
El coronel pronunció las últimas palabras con significativa lentitud y luego soltó:
—¡Un filósofo clásico que por la noche, cuando está borracho, quita de un golpe la gorra a los oficiales! ¡Hombre! ¡Menos mal que sólo era oficial de artillería!
En estas últimas palabras culminó todo el odio del regimiento 91 por los artilleros de Budweis. Pobre del artillero que por la noche caía en manos de la patrulla del regimiento y viceversa. El odio era tremendo, implacable. Venganza que se hereda de una quinta a otra, acompañada en ambos lados de historietas tradicionales. Los soldados de infantería echaban al Moldau a los artilleros y al revés, o bien se peleaban en «Port–Arthur», en casa de la «Rosa» y en muchos otros cabarets de la capital del sur de la región checa.
—No obstante —prosiguió el coronel— estas cosas hay que castigarlas severamente. Hay que excluir a ese hombre de la escuela de voluntarios de un año, destruirlo interiormente. ¡Oficina del regimiento!
El sargento de oficina del regimiento se acercó muy serio con los expedientes y un lápiz.
Reinaba el mismo silencio que en los tribunales donde se juzga a los criminales y en los que el presidente dice: «Oiga la sentencia».
Y con el mismo tono de voz el coronel anunció:
—Se castiga al voluntario de un año, Marek, a veintiún días de arresto y tras cumplir su pena a pelar patatas en la cocina.
Y dirigiéndose a la escuela de voluntarios de un año les ordenó que se retiraran. Se oyó cómo éstos formaban una fila de a cuatro y se alejaban. El coronel dijo al capitán Sagner que no lo hacían bien; por la tarde tendrían que repetir los pasos de marcha.
—Tienen que hacer ruido, capitán. Y otra cosa, por poco la olvido. Dígales que toda la escuela tiene cinco días de arresto de cuartel para que no olviden al que ha sido colega suyo, a ese sinvergüenza de Marek.
Y el sinvergüenza Marek seguía al lado de Schwejk y parecía muy feliz. No hubiera podido ir mejor. Decididamente es mucho más agradable pelar patatas en la cocina, hacer albóndigas y separar las costillas que tener que gritar, muerto de miedo, bajo los huracanados disparos del enemigo: «¡Bajar uno a uno! ¡Calen armas, ar!»
Cuando el coronel acabó de hablar con el capitán Sagner se quedó delante de Schwejk y lo contempló con atención. En aquel momento la figura de Schwejk estaba representada por su sonriente rostro delimitado por dos grandes orejas que aparecían debajo de la gorra que le cubría la frente. Su aspecto externo daba la impresión de absoluta seguridad y desconocimiento de toda culpa. Sus ojos preguntaban: «¿En qué puedo servirle?»
El coronel resumió su estudio en la pregunta que dirigió al sargento de oficina del regimiento:
—¿Tonto?
Y entonces ante él se abrió la boca del bondadoso rostro.
—A sus órdenes, mi coronel. Tonto —contestó Schwejk en vez del sargento.
El coronel Schröder hizo una seña al ayudante y se apartó a un lado con él.
Luego llamaron al sargento y examinaron el material sobre Schwejk.
—Ya —dijo el coronel Schröder—. De modo que éste es el asistente del teniente Lukasch que, según su informe, se le perdió en Tabor. Creo que los señores oficiales deberían educar a sus propios asistentes ellos mismos. Si el teniente Lukasch se ha elegido como asistente a un tonto manifiesto como ése, es él quien ha de reñirlo. Si no va a ninguna parte tiene tiempo suficiente para hacerlo. ¿Verdad que aún no lo ha visto nunca en nuestra reunión? Pues ya ve. Tiene tiempo suficiente para enseñar a su propio criado.
El coronel Schröder se acercó a Schwejk y mientras contemplaba su bondadoso rostro dijo:
—Estúpido animal. Tiene tres días de arresto agravado. Cuando haya terminado preséntese al teniente Lukasch.
Y así fue como Schwejk volvió a reunirse con el voluntario de un año en la prisión del regimiento y el teniente Lukasch tuvo motivo para alegrarse cuando el coronel Schröder le llamó para decirle:
—Teniente. Aproximadamente una semana después de su llegada me envió una solicitud referente al envío de un asistente porque se le había perdido el suyo en la estación de Tabor. Como ha vuelto…
—Mi coronel… —dijo el teniente Lukasch en tono suplicante.
—He decidido encerrarle tres días —prosiguió el coronel con firmeza—. Luego se lo mandaré.
El teniente Lukasch salió de la oficina tambaleándose y totalmente abatido.
Durante los tres días que Schwejk pasó en compañía del voluntario de un año, Marek se divirtió mucho. Todas las noches, en el catre, organizaban manifestaciones patrióticas.
En la cárcel se oía Dios conserve, Dios proteja y Príncipe Eugenio, noble caballero. También cantaban una serie de canciones marciales y cuando llegaba el carcelero lo saludaban de esta manera:
A este buen carcelero
no le ha de pasar nada,
sólo vendrá el diablo
del infierno a llevarlo.
Vendrá en un buen coche,
lo echará a la pared.
Y abajo, en el infierno
con el calentarán…
Y el voluntario de un año dibujó al carcelero sobre el catre y debajo escribió el texto de la vieja canción:
Cuando fui a Praga a comprar morcilla
vino corriendo a mi encuentro un bufón.
No es un bufón, sino el carcelero
y si no escapo estaría en la salsa…
Y mientras ambos excitaban al carcelero como en Sevilla a los toros con un trapo rojo, el teniente Lukasch esperaba angustiado la aparición de Schwejk y su informe sobre su reincorporación al servicio.