3. Schwejk ante los médicos forenses
Las limpias y agradables salitas del tribunal territorial produjeron a Schwejk inmejorable impresión: las paredes encaladas, las rejas barnizadas de negro y también el gordo inspector general para los detenidos provisionales, el señor Dermatini, con las solapas violeta y el galón de la capa del mismo color. El color violeta no está prescrito solamente aquí sino también en las ceremonias religiosas de miércoles de ceniza y de viernes santo.
La historia del dominio romano sobre Jerusalén se repetía. Hicieron salir a los presos y los llevaron a la planta baja, ante los Pilatos del año 1914. Y los jueces de instrucción, los Pilatos de los tiempos modernos, en vez de lavarse honestamente las manos mandaran que les trajeran gulasch y cerveza de Pilsen del «Teissig» y presentaron a fiscalía nuevas y nuevas quejas.
Aquí, en la mayoría de los casos, desaparecía toda lógica y vencía el §. El § atajaba, el § embrutecía, el § estrellaba, el § reía, el § amenazaba y no perdonaba.
Ellos eran juglares de la ley, inmoladores de las letras de la ley, devoradores de acusados, tigres de la jungla austríaca que calculaban su salto sobre el acusado según el número del parágrafo.
Había algunas excepciones (igual que en la jefatura de Policía): hombres que no tomaban la ley tan en serio. En todas partes se encuentra trigo entre la paja.
Uno de estos hombres fue el que interrogó a Schwejk. Era mayor y de aspecto bondadoso. Cuando en cierta ocasión interrogó al famoso asesino Valesch jamás olvidó decir: «Tome asiento, por favor, señor Valesch; aquí tiene una silla vacía».
Cuando le llevaron a Schwejk le pidió que se sentara y con su innata amabilidad le dijo:
—Bien, ¿es usted el señor Schwejk?
—Creo que debo serlo —replicó Schwejk— porque mi padre era un Schwejk y mi madre también era una Schwejk. No puedo deshonrarlos negando mi nombre.
Una amable sonrisa atravesó rápidamente el rostro del juez de instrucción.
—¡Pues se ha metido en un buen lío! ¡La de cosas que tiene sobre su conciencia!
—Siempre tengo muchas cosas sobre mi conciencia —dijo sonriendo Schwejk aún más amablemente que el juez de instrucción—. Tal vez tengo más cosas sobre mi conciencia que usted, su señoría.
—Esto se deduce del documento que ha firmado —dijo el juez de instrucción en tono no menos amable—. ¿Le han presionado en la policía?
—Pero ¿por qué, su señoría? Yo mismo les pregunté si debía firmarlo y como me dijeron que sí lo hice. No iba a pelearme con ellos por mi firma. No me hubiera beneficiado en nada, seguro. Tiene que haber orden.
—¿Se encuentra totalmente bien, señor Schwejk?
—No del todo, la verdad, su excelencia. Tengo reuma; me curo con linimento alcanforado.
El viejo volvió a sonreír amablemente.
—¿Qué diría si lo examinaran los médicos forenses?
—Creo que no estoy tan mal como para que los señores pierdan conmigo un tiempo innecesario. Ya me ha examinado no sé qué médico de la jefatura de Policía para saber si tenía blenorragia.
—¿Sabe qué, señor Schwejk? Vamos a probarlo de todos modos con los médicos forenses. Reuniremos una comisión, le dejaremos en arresto provisional y mientras tanto descanse usted mucho. Una pregunta más y termino: según el acta usted ha dicho y ha difundido que pronto estallará una guerra. ¿Es eso cierto?
—Naturalmente, su señoría; estallará en seguida.
—Y ¿no le dan a usted ataques de vez en cuando?
—No, claro que no. Sólo una vez por poco me pilla un automóvil en Karlplatz. Pero de esto ya hace años.
Así finalizó el interrogatorio. Schwejk dio la mano al juez de instrucción. Al regresar a la celda le dijo a su vecino:
—¡Vaya, de modo que los médicos forenses van a examinarme por el asesinato del archiduque Fernando!
—A mí también me han examinado los médicos forenses —dijo el joven—. Fue cuando aparecí ante los conjurados por lo de las alfombras. Me declararon loco. Ahora he hecho desaparecer una trilladora de vapor y no pueden hacerme nada. Mi abogado me dijo ayer que si vuelven a declararme loco toda la vida me beneficiaré de ello.
—Yo a esos médicos forenses no les creo nada —observó un hombre con aspecto inteligente—. Una vez, cuando falsifiqué dinero, fui por si acaso a todas las clases del doctor Heveroch [7] y cuando me pescaron hice ver que era un paralítico como el que había descrito el doctor Heveroch. A uno de los médicos forenses de la comisión le mordí una pierna, me bebí toda la tinta del tintero y, con perdón de los señores, me lo hice encima delante de toda la comisión. Pero como le mordí a uno en la pantorrilla me declararon completamente sano. Eso fue mi perdición.
—A esos señores yo no les tengo ni pizca de miedo —anunció Schwejk—; cuando hacía el servicio me examinó un veterinario y todo salió muy bien.
—Los médicos forenses son unos miserables —hizo saber un hombre bajo y contrahecho—. Hace poco encontraron por casualidad un esqueleto en mi pradera y los médicos forenses dijeron que a este esqueleto lo habían matado hace cuarenta años golpeándolo en la cabeza con un objeto contundente. Yo tengo treinta y ocho y me han encerrado a pesar de que tengo fe de bautismo, partida de nacimiento y cédula personal.
—Me parece que habría que considerarlo todo desde otro punto de vista. Todo el mundo puede equivocarse y tiene que equivocarse cuanto más reflexiona sobre una cosa. Los médicos forenses son hombres y los hombres tienen sus fallos. Una vez, por ejemplo, en Nusle, precisamente en el puente sobre el Botisch, por la noche, se me acercó un hombre cuando iba del «Banzet» a mi casa y me dio en la cabeza con un látigo y cuando estaba en el suelo me iluminó y dijo: «Me he equivocado; no es él». Y se enfadó tanto de haberse equivocado que me dio otro latigazo en la espalda. Y es que es propio de la naturaleza humana equivocarse hasta que uno se muere. Como el hombre que por la noche encontró un perro rabioso medio helado, se lo llevó a su casa y lo metió en la cama de su mujer. Cuando el perro se calentó y volvió en sí mordió a toda la familia, y al pequeño, que estaba en la cuna, lo despedazó y lo devoró. Voy a explicaros la equivocación que cometió un carpintero. Abrió con la llave la iglesia de Podol porque se pensaba que era su cocina, se echó ante el altar porque creía que estaba en su casa, en su cama, y se puso encima un par de esos manteles con inscripciones sagradas y debajo de la cabeza el evangelio y otros libros sagrados para tenerla un poco más alta. Lo encontró el sacristán. Él, cuando volvió en sí le dijo con la mayor bondad que había sido un error. «Bonito error», dijo el sacristán. «Tendremos que volver a consagrar la iglesia por una equivocación como ésta». Entonces este carpintero compareció ante los médicos forenses y éstos le demostraron que estaba sobrio y en pleno goce de sus facultades mentales. Si hubiera estado borracho no hubiera dado con la llave de la cerradura de la puerta de la iglesia. Este carpintero murió en Pankrác. U otro ejemplo: cómo se equivocó en Kladno un perro de la policía, el lobo del famoso guardia Rotter. El guardia Rotter había criado perros de ésos y hecho experimentos con vagabundos hasta que todos los vagabundos empezaron a evitar el distrito de Kladno. Él dio la orden de que, costara lo que costara, los gendarmes le llevaran a un sospechoso. Una vez le llevaron a un hombre bastante bien vestido que habían visto sentado sobre un tronco en el bosque de Lan. Le hicieron cortar en seguida un trocito de su levita y se lo hicieron oler a los perros de la gendarmería y entonces lo llevaron a una fábrica de ladrillos que había detrás de la ciudad y soltaron a esos perros amaestrados para que siguieran su huella. Ellos lo encontraron y lo devolvieron. Entonces el hombre tuvo que arrastrarse por el suelo sobre una escalera de cuerdas, encaramarse a una pared y saltar al estanque, y los perros detrás suyo. Al final resultó que aquel hombre era un diputado checo radical que había hecho una excursión a los bosques de Lan porque estaba harto del parlamento. Por eso os digo que todos los hombres están sujetos a error, que se equivocan ya sean sabios o incultos. Incluso los ministros se equivocan.
La comisión de médicos forenses que debían decidir si el horizonte mental de Schwejk correspondía a todos los delitos de que se le acusaba o no, se componía de tres caballeros de poca corriente seriedad, cuyas opiniones diferían considerablemente.
Representaban tres escuelas científicas y tres puntos de vista psiquiátricos distintos.
Si en el caso Schwejk se llegó a un total acuerdo entre estos tres campos científicos opuestos sólo se explica por la aplastante impresión que Schwejk produjo a todo el grupo. Al entrar en la sala en la que debía ser examinado su estado mental, vio colgado en la pared el retrato del monarca austríaco y exclamó:
—¡Viva el emperador Francisco José I, caballeros! Estaba claro; la espontánea manifestación de Schwejk hizo innecesaria toda una serie de preguntas. Sólo las más importantes bastaron para determinar por sus respuestas su verdadero estado mental, todo ello según el sistema del psiquiatra Kallerson, del doctor Heveroch y del inglés Weikin.
—El radio, ¿es más pesado que el plomo?
—Lo siento; no lo he pesado —contestó Schwejk amable.
—¿Cree usted en el fin del mundo?
—Antes tendría que ver el fin del mundo —observó Schwejk impasible— pero seguro que todavía no será mañana.
—¿Podría usted medir el diámetro de la Tierra?
—Lo siento pero no llegaría —contestó Schwejk—. Señores, yo también quisiera plantearles un acertijo: hay una casa de tres pisos; en cada piso de esta casa hay ocho ventanas. El tejado tiene dos fachadas y dos chimeneas. En cada piso hay dos alquilados. Ahora díganme, caballeros, ¿en qué año murió la abuela del casero?
Los médicos forenses se dirigieron mutuamente significativas miradas.
Uno de ellos preguntó:
—¿No sabe usted cuál es la profundidad máxima del océano Pacífico?
—No; lo siento —fue la respuesta—, pero imagino que debe ser considerablemente mayor que la del Moldau bajo las rocas de Wyschehrad.
El presidente de la comisión preguntó a los demás:
—¿Es suficiente?
Pero uno de los médicos deseaba hacer otra pregunta.
—¿Cuánto es 12.897 por 13.863?
—729 —contestó Schwejk sin parpadear.
—Me parece que es del todo suficiente —dijo el presidente de la comisión. Pueden llevarse al acusado.
—Muchísimas gracias, señores —dijo Schwejk respetuosamente—. A mí también me basta.
Cuando Schwejk se marchó el consejo de los tres acordó que era un tonto e idiota manifiesto según todas las leyes de la naturaleza descubiertas por las ciencias psiquiátricas.
El informe que se envió al juez de instrucción decía entre otras cosas:
Los médicos forenses que escriben este informe se basan en su juicio respecto al absoluto embotamiento mental y cretinismo innato del enviado a la antes mencionada comisión Josef Schwejk en la sentencia: «¡Viva el emperador Francisco José!», que es del todo suficiente para ver que el estado mental de Josef Schwejk es el de un idiota manifiesto. Por consiguiente la comisión propone:
1. Suspensión del examen de Josef Schwejk.
2. Traslado de Josef Schwejk a la clínica psiquiátrica para que se le someta a observación y se determine hasta qué punto su estado mental es peligroso para los que lo rodean.
Mientras se redactaba este informe Schwejk les contó a sus compañeros de prisión:
—Se han reído de Fernando y han hablado conmigo de otras tonterías mucho mayores. Al final nos hemos dicho que era del todo suficiente lo que nos habíamos contado y entonces yo me he ido.
—Yo no creo a nadie —observó el hombre bajo y contrahecho en cuya pradera habían desenterrado un esqueleto—. Son todos una pandilla de bandidos.
—También esta pandilla tiene que existir —dijo Schwejk echándose sobre el jergón de paja—. Si todos los hombres tuvieran las mejores intenciones para con los demás pronto se matarían unos a otros.