4. De Hatwan a la frontera de Galitzia

Durante todo el viaje en ferrocarril del batallón, el cual debía marchar al frente a pie desde Laborcé hasta el este de Galitzia para recoger allí las glorias de la guerra, en el vagón en el que se encontraba Schwejk y el voluntario de un año volvieron a sostenerse extrañas conversaciones de contenido más o meno subversivo. En términos generales, podemos decir que en los demás vagones ocurría lo mismo. Sí, incluso en el de la plana mayor reinaba el descontemo porque en Füzes–Abony había llegado del regimiento una orden del día por la que se reducía en un octavo de litro la ración de vino de los oficiales. Por puesto, los soldados tampoco quedaron olvidados, pues a ellos se les reducía en diez gramos por persona la ración de tapioca cosa tanto más enigmática cuanto que en la guerra nadie ha visto jamás la tapioca.

Sin embargo, hubo que comunicarlo todo al sargento de cocina Bautanzel, el cual se sintió tremendamente ofendido y robado y expresó su estado de ánimo diciendo que hoy en día la tapioca era una objeto raro y que le hubieran dado al menos ocho coronas por kilo.

En Füzes–Abony una compañía se retiró a la cocina, pues por fin en esta estación iba a prepararse el gulasch con patatas al que el «general de las letrinas» había dado tanta importancia. Las pesquisas dieron como resultado que la desgraciada cocina de campaña no había venido de Bruck y probablemente todavía estaba fría y abandonada detrás del barracón 186.

Antes de salir, el personal que pertenecía a esa cocina había sido encerrado en el cuartel general de la ciudad por su insolente conducta y había sabido arreglárselas para seguir arrestado cuando su compañía ya estaba atravesando Hungría.

Así pues, a la compañía sin cocina se le proporcionó una nueva, cosa que por supuesto no sucedió sin peleas. Los soldados destinados a pelar patatas empezaron a discutir porque todos ellos afirmaban frente a sus adversarios que no eran tan animales como para matarse trabajando por los otros. Al final se demostró que en realidad la preparación del gulasch con patatas no era más que una maniobra. Los soldados, cuando estaban en el campo, tenían que acostumbrarse a cocer gulasch delante de los enemigos y si de repente se daba la orden de retirarse, a echar el gulasch sin probar bocado.

Así pues, en cierto modo ésta fue una preparación no diríamos trágica precisamente, pero sí instructiva. En el momento en que se iba a repartir el gulasch llegó la orden de partir hacia Miskloc. Aquí tampoco se hizo, pues en la vía había un tren con vagones rusos, por lo que no se permitió que los soldados salieran de los vagones y se les dejó el campo libre a su fantasía. Todos pensaban que repartirían el gulasch cuando abandonaran el tren, en la frontera de Galitzia, pero que lo declararían ácido e incomible y lo tirarían.

Siguieron transportando el gulasch hacia Tisa–Lac, Zambor, y cuando ya nadie esperaba que lo repartieran, el tren se detuvo en Neustadt, cerca de Satoraljaujhely, se hizo un fuego para calentarlo y finalmente se repartió.

La estación estaba llena a rebosar. Primero tenían que salir dos trenes de municiones y luego dos transportes de artillería y un tren con la sección de pontoneros. Puede decirse verdaderamente que aquí se encontraron los trenes de todos los cuerpo del ejército.

Detrás de la estación, los húsares húngaros estaban pasando revista a dos judíos polacos a los que les robaron un cesto de licor y sin pagarlo se lo echaron a la boca muy contentos. Al parecer esto estaba permitido, pues muy cerca de ellos se encontraba su capitán y les sonreía cordialmente mientras detrás del almacén otros húsares agarraban por la falda a las morenas hijtas de los apaleados judíos.

En Neustadt se encontraba también un tren del departamento de aviación. En otra vía había vagones con aeroplanos y cañones hechos pedazos, aviones derribados y sobre todo obuses destruidos. Mientras todo lo nuevo se preparaba para ataque, estos restos de gloria eran transportados al interior para ser reparados y reconstruidos.

Por supuesto, el teniente Dub dijo a los soldados que se habían agolpado alrededor de los cañones y aeroplanos en pedazos que era botín de guerra. Entonces se dio cuenta de que un poco más allá Schwejk estaba explicando algo a un grupito.

Dub se acercó a ellos y oyó la noble voz de Schwejk.

—Cada cual que lo tome como quiera, pero no es más que botín de guerra. A primera vista, cuando uno lee real e imperial división de artillería, se queda perplejo, pero probablemente es que los cañones cayeron en manos de los rusos y nosotros tuvimos que reconquistárnoslos, y esa clase de botín es mucho más valioso porque… porque —dijo solemnemente al ver al teniente Dub— porque no hay que dejar nada en manos de los enemigos. Eso es como en Przemysl o como lo del soldado al que el enemigo le arrebató la cantimplora de sus propias manos durante el combate. Ocurrió durante las guerras napoleónicas y el soldado fue por la noche al campamento enemigo a buscar su cantimplora y salió ganando porque por la noche el enemigo la había llenado de licor.

El teniente Dub dijo:

—¡Schwejk, lárguese! ¡Que no le vea más por aquí!

—A la orden, mi teniente.

Schwejk se fue hacia otra serie de vagones. Si el teniente Dub hubiera oído lo que dijo después, seguro que hubiera salido de sus casillas, a pesar de que era una frase bíblica:

—Dentro de un poco me veréis y dentro de otro poco ya no me veréis.

Después que Schwejk se marchó, el teniente Dub fue tan tonto como para hacer que los soldados se fijasen en un aeroplano austríaco derribado en el que podía leerse claramente «Wiener–Nueustadt».

—Se lo derribamos a los rusos en Lemberg —dijo el teniente Dub.

El teniente Lukasch se acercó y añadió:

—Con lo que los dos pilotos rusos murieron abrasados. Y sin decir nada más se alejó pensando que el teniente Dub era un imbécil.

Detrás del segundo vagón encontró a Schwejk e intentó evitarlo, puesto que se le veía en la cara que tenía un peso encima y que quería decírselo a su teniente.

Schwejk se dirigió directamente a él:

—A sus órdenes. El ordenanza de la compañía espera nuevas órdenes. A sus órdenes, mi teniente, he estado buscándolo en el vagón de la plana mayor.

—Oiga, Schwejk —dijo el teniente Lukasch en un tono extraordinariamente evasivo y poco amable—, ¿sabe cómo se llama? ¿Ha olvidado ya cómo le he llamado?

—A sus órdenes, mi teniente. Estas cosas no las olvido porque no soy el voluntario de un año Eisner. Mucho antes de la guerra estábamos juntos en el cuartel de Karolinental y allí había un coronel llamado Fiedler de Bumerang o algo así.

Sin querer, el teniente Lukasch rió de este «algo así». Schwejk prosiguió:

—A sus órdenes, mi teniente. Nuestro coronel hacía como la mitad de usted, llevaba barba como el príncipe Lobkowitz, de modo que parecía un mono, y cuando se enfadaba daba un brinco tan alto como él mismo. Por esto lo llamábamos anciano de goma. Era el primero de mayo y estábamos haciendo preparativos. La tarde anterior nos habían hecho un discurso en el patio y nos había dicho que nos quedaríamos todos en el cuartel sin salir para poder fusilar a toda la banda de socialistas si fuera necesario y nos dieran orden de hacerlo. Por esto el soldado que aquel día tenía horas extraordinarias y no volvió al cuartel y estuvo paseando hasta el día siguiente cometió alta traición, porque esos tipos borrachos no hieren a nadie cuando hay que tirar salvas y se dispara el aire. Bien, pues ese voluntario de un año Eisner volvió a la habitación y dijo que el viejo de goma había tenido una buena idea.

En general era cierto que si al día siguiente no dejaban entrar a nadie en el cuartel mejor era no aparecer, y eso es lo que hizo como hombre de honor, mi teniente. Pero ese coronel Fiedler, Dios lo tenga su gloria, era un ladrón tan infame que al día siguiente se fue a dar una vuelta por Praga en busca de los que se habían atrevido a salir del cuartel, y en la torre de pólvora encontró a Eisner y arremetió corriendo contra él. «¡Te voy a dar, te voy enseñar, ya te endulzaré yo el servicio!», le dijo y otras cosas más, lo agarró y lo arrastró al cuartel y durante todo el camino lo amenazó de mala manera y le preguntó constantemente cómo se llamaba. "Eisner, Eisner, lo vas a pagar. Estoy contento de haberte pescado. Te vas a acordar del primero, mayo. Eisner, Eisner, ahora eres mío. Voy a mandar que te encierren, que te encierren bien.

A Eisner le importaba todo un comino, de modo que cuando pasaron por Porschitz, delante de Rozwarl, [44] Eisner se metió de un salto en un portal, desapareciendo de su vista privó al viejo de goma de la enorme alegría de mandarlo encerrar. El coronel se enfadó tanto de que se le hubiera escapado que de rabia olvidó el nombre de su delincuente, lo confundió y al llegar al cuartel empezó a dar brincos hasta el techo (el techo era bajo) y el que tenía inspección se quedó maravillado porque de repente el viejo empezó a chapurrear el checo diciendo: «¡Que encierren a Kupfermann, que encierren bien a Kupfermann, que encierren a Bleier, que encierren a Nickelmann!».

Y el viejo anduvo gritando día tras día y preguntando a todo el mundo si había pescado a Kupfermann, a Bleier y a Nickelmann e hizo salir a todo el regimiento. Pero Eisner lo había explicado todo y por esto se lo habían llevado a la enfermería porque era dentista. Una vez uno de nuestro regimiento logró apuñalar a un dragón en un restaurante porque había perseguido a su chica y entonces nos hicieron formar: tuvimos que salir todos y también los que estaban en la enfermería y al que estaba muy enfermo lo aguantaban entre dos, de manera que no sirvió de nada, Eisner tuvo que salir al patio. Allí nos leyeron la orden del regimiento, que más o menos decía que los dragones también eran soldados y que está prohibido apuñalarlos porque son nuestros compañeros de guerra. Un voluntario de un año lo tradujo. Nuestro coronel parecía un tigre; pasó junto a la primera fila, luego se fue hacia atrás, alrededor del cuadro y de repente descubrió a Eisner, que era alto como un gigante y lo sacó del cuadro de una manera tremendamente cómica, mi teniente. El voluntario de un año dejó de traducir y nuestro coronel empezó a dar saltos delante de Eisner como un perro que arremete contra un caballo gritando: «¡De modo que te me escapaste! ¡No te me has escapado para nada! ¡Ahora volverás a decirme que eres Eisner, y yo he dicho siempre Kupfermann, Bleier y Nickelmann! ¡Es Eisner, es el bastardo de Eisner! ¡Ya te enseñaré yo, Bleier, Nickelmann, Kupfermann, animal, puerco, Eisner!»

Entonces le soltó un mes de arresto. Pero al cabo de quince días empezaron a dolerle los dientes y se acordó de que Eisner era dentista, de modo que lo hizo ir a la enfermería para que le sacara una muela. Y Eisner estuvo media hora, o sea que al viejo tuvieron que lavarlo tal vez tres veces, pero no sé cómo fue que se apaciguó y le perdonó los quince días que le quedaban. Es así, mi teniente; cuando un jefe olvida el nombre de su subordinado, pase, pero el subordinado no puede olvidar nunca el nombre de su jefe. El coronel nos decía siempre que ni que pasaran años olvidaríamos que una vez habíamos tenido al coronel Fiedler. ¿Ha sido demasiado largo tal vez, mi teniente?

—¿Sabe una cosa, Schwejk? —contestó el teniente Lukasch—. Cuanto más le escucho más me convenzo de que usted no siente aprecio alguno por sus superiores. Un soldado ha de hablar siempre bien de sus superiores incluso cuando han pasado ya varios años.

El teniente Lukasch empezaba a divertirse francamente.

—A sus órdenes, mi teniente —lo interrumpió Schwejk como si pidiera disculpas—. Ya hace tiempo que el coronel Fiedler murió, pero si usted lo desea, mi teniente, de él sólo hablaré bien. Mi teniente, era un verdadero ángel para sus soldados. Era tan valeroso como san Martín, que repartía gansos a los pobres. Él compartía su comida de la cocina de oficiales con el primer soldado que encontraba en el patio y cuando todos nosotros nos habíamos llenado de albóndigas hasta hartar nos mandaba que nos prepararan cerdo y durante las maniobras se distingió en seguida por su bondad. Cuando fuimos a Unterkralowitz dio la orden de que nos bebiéramos todo lo que había en la fábrica de cerveza a expensas suyas y el día de su santo o de su cumpleaños mandaba preparar liebres con nata para todo el regimiento. Era tan bueno para con los soldados que una vez…

El teniente Lukasch le tiró suavemente de la oreja y le dijo:

—Bueno, animal, déjalo ya.

—A la orden, mi teniente.

Schwejk se fue a su vagón mientras delante del tren de impedimenta del batallón, en uno de cuyos vagones estaban los cables y aparatos telefónicos, tenía lugar la siguiente escena. Había allí un centinela pues por orden del capitán Sagner todo tenía que hacerse como en el frente. Así pues a ambos lados se colocaron centinelas que recibían el santo y seña y la consigna de la oficina del batallón.

Aquel día el santo y seña era «capa» y la consigna «Hatwan». El centinela que había junto al aparato telefónico era polaco, de Kolomea, y había ido a parar al regimiento 91 por una extraña casualidad. Él no tenía la menor idea de lo que era una capa pero como sabía algo de mnemotecnia se fijó en que la palabra empezaba por «c». Por ello cuando el teniente Dub, que tenía servicio de inspección, al acercarse le pidió el santó seña, dijo «café». Esto era muy natural pues el polaco de Kolomea todavía pensaba en el café de la mañana y en el de la tarde del campamento de Bruck.

Y al volver a gritarle «café» mientras el teniente Dub se acercaba a él, el polaco, recordando su juramento y el hecho de que estaba de guardia le gritó amenazadoramente:

—¡Alto!

El teniente Dub se acercó otros dos pasos y cuando le volvió a preguntar el santo y seña apuntó con el fusil y como no dominaba el alemán se sirvió de una extraña mezcla de polaco y alemán y gritó:

Benze schaisn, benze schaisn.

El teniente Dub lo entendió y retrocedió lentamente gritando:

—¡Comandante de guardia! ¡Comandante de guardia! Apareció el jefe de pelotón Jalinek y llevó al puesto de guardia al polaco y le pidió el santo y seña.

Después se lo preguntó al teniente Dub. El «café, café» del desesperado polaco resonó en toda la estación.

Los soldados empezaron a salir con sus cuencos de todos los vagones que había por allí y se originó una tremenda confusión que terminó con el arresto del honorable y desarmado soldado.

Pero el teniente Dub alimentaba determinada sospecha contra Schwejk, que era aquel a quien había visto salir primero con el cuenco. Hubiera apostado el cuello a que le había oído decir:

—Afuera con los cuencos. Afuera con los cuencos.

A medianoche el tren partió hacia Ladovec y Trebisov, en cuya estación, al día siguiente, le dio la bienvenida una asociación de veteranos. Esta asociación confundió este batallón con el 14 regimiento húngaro que había pasado por allí aquella noche. Lo que sí era cierto es que los veteranos estaban completamente borrachos y que despertaron a todo el transporte con sus griteríos:

Isten almeg a kiraly.

Los más arrogantes se asomaron a las ventanillas y les contestaron:

—¡Nos importa un rábano, éljen!.

Entonces los veteranos empezaron a dar tales voces que las ventanas de la estación temblaron.

—¡Eljen, éljen, un regimiento húngaro!

Se referían al regimiento 14.

Cinco minutos más tarde el tren prosiguió su viaje hacia Humena. Aquí ya se veían claras huellas de la lucha que había tenido lugar cuando los rusos avanzaron hacia el valle del Theiss. En las laderas de las montañas se veían viejas trincheras; aquí y allá una granja devastada por las llamas delante de la cual se había levantado a toda prisa una casa, lo cual indicaba que los propietarios habían regresado.

Luego, hacia mediodía, cuando entraron en la estación hicieron los preparativos para el almuerzo y mientras tanto los soldados del transporte pudieron formarse una idea de la manera cómo, tras la salida de los rusos, las autoridades trataban la población del este, cuya lengua y religión eran de la misma familia que las de los soldados rusos.

En el andén había un grupo de rusos húngaros detenidos, rodeados por gendarmes húngaros. Eran unos cuantos popes, maestros y campesinos de los alrededores. Todos estaban con las manos atadas en la espalda y unidos de dos en dos. La mayoría tenía la nariz rota y chichones en la cabeza pues inmediatamente después de detenerlos los gendarmes los había apaleado.

Un poco más allá un soldado húngaro estaba jugando con un pope a algo muy divertido: le había atado una cuerda que tenía en la mano al pie izquierdo y con la culata le obligaba bailar czardas. Él tiró violentamente de la cuerda de modo que el pope se dio de narices en el suelo y como tenía las manos atadas atrás no podía levantarse. Intentó desesperadamente dar media vuelta y quedar boca arriba para poder levantarse del suelo. El gendarme rió tanto que le saltaron las lágrimas de los ojos y cuando el pope se levantó tiró de la cuerda y el pope volvió a caérse de bruces.

Al final un oficial de la gendarmería acabó con la escena antes de que entrara el tren mandó que llevaran a los prisioneros a un cobertizo vacío que había detrás de la estación y que les pegaran y golpearan allí para que no los viera nadie.

En el vagón de la plana mayor se estaba hablando de este episodio y en general puede decirse que casi todos lo censuraban.

El alférez Kraus opinaba que si había traidores tenían que colgarlos inmediatamente sin someterlos a tortura. El teniente Dub, por el contrario, estaba completamente de acuerdo con toda la escena, y aprovechó en seguida la oportunidad para relacionar ese suceso con el atentado de Sarajevo y lo explicó como si los gendarmes húngaros de la estación de Humena quisieran vengar la muerte del archiduque Francisco Fernando y de su esposa. Para dar peso a sus palabras dijo que en una revista a la que él estaba suscrito (Schimatscheks Vierhlatt), ya antes de la guerra, en el número de julio después del atentado se decía que este inigualable delito dejaría durante mucho tiempo una herida incurable en el corazón de los hombres, herida tanto más dolorosa cuanto que el delito no sólo había destruido la vida del representante del poder ejecutivo del Estado, sino también la de su querida esposa, y que la destrucción de estas dos vidas había aniquilado una vida familiar, feliz y ejemplar y dejado huérfanos a todos sus hijos amadísimos.

El teniente Lukasch gruñó que probablemente los gendarmes de Humena eran suscriptores de Schimatscheks Vierblatt y habían leído su emocionante artículo. De repente sintió repugnancia por todo y una única necesidad: beber para alejar su pesimismo. Así pues abandonó el vagón en busca de Schwejk.

—Oiga, Schwejk —le dijo—, ¿sabe de alguna botella de coñac? No me encuentro del todo bien.

—Es por el cambio de aires. A sus órdenes, mi teniente. Es posible que cuando lleguemos a la zona de batalla se encuentre peor. Cuanto más se aleja uno de su base militar de origen tanto peor se siente. Un tal Josef Kalenda, que era jardinero de Straschnitz, también se alejó de su casa: se fue de Straschnitz a Weinbergel y se detuvo en el restaurante «Zur Haltestelle». Allí todavía se encontraba bien, pero cuando llegó a Weinberge, a la Kronengasse, donde está el depósito de aguas, recorrió toda la calle de detrás de la iglesia de Santa Ludmilla yendo de una taberna a otra y ya se sentía agotado, pero no se inquietó porque la noche anterior había apostado con un conductor de tranvía en «Zur Remise», en Straschnitz, que daría la vuelta al mundo a pie en tres semanas, de modo que empezó a alejarse cada vez más de su casa hasta que llegó a «Schwarze Bráuhaus», en Karlsplatz y de allí a la cervecería de Santo Tomás y de allí al restaurante «Zum Montag» y luego pasó por la fonda «Zum Kónig von Brabant» hacia «Die Schöne Aussicht» y de allí a la cervecería del monasterio de Strahow. Pero entonces el cambio de aires ya no le sentó bien, llegó a la plaza de Loreto y de repente sintió tal añoranza de la patria que se acostó en el suelo y empezó a revolcarse en la acera diciendo: «No sigo, amigos, me río yo de la vuelta al mundo». Con perdón, mi teniente. Pero si lo desea, mi teniente, iré a buscarle coñac, sólo me temo que se me escape el tren.

El teniente Lukasch le aseguró que no saldrían antes de dos horas, que justo detrás de la estación vendían a escondidas botellas de coñac, que el capitán Sagner acababa de mandar Matuschitz y que por quince coronas le había llevado una botella de buen coñac. Le dio quince coronas y le pidió que fuera y que no le dijera a nadie que el coñac era para él o que él lo enviaba, porque estaba prohibido.

—Pierda cuidado, mi teniente —dijo Schwejk—. Todo irá bien porque las cosas prohibidas me gustan mucho. Siempre me he encontrado metido en cosas prohibidas sin saber cómo. Una vez en el cuartel de Karolinental nos prohibieron…

—¡Media vuelta! ¡Marchen! —lo interrumpió el teniente Lukasch.

Schwejk fue detrás de la estación repitiéndose durante el camino todas las condiciones de su expedición: que tenía que ser un buen coñac, por lo cual antes debería probarlo, que estaba prohibido, por lo cual tenía que ser prudente.

En el momento en que abandonaba el andén volvió a chocar con el teniente Dub.

—¿Qué andas haciendo por aquí? —preguntó Dub a Schwejk—. ¿Me conoces?

—A sus órdenes —contestó Schwejk saludando—. No deso conocer su lado malo.

El teniente Dub se quedó aterrado, pero Schwejk siguió tranquilo delante suyo con la mano junto a la visera y continuó:

—A sus órdenes, mi teniente; sólo quiero conocerle el lado bueno para que no me haga llorar como me dijo la última vez.

El teniente Dub volvió la cabeza por tanta insolencia y totalmente desarmado sólo fue capaz de exclamar:

—Márchate, miserable; ya volveremos a hablar tú y yo.

Schwejk abandonó el andén y el teniente Dub, que ya se había repuesto, lo siguió.

Detrás de la estación, en la misma calle, había una serie de cestos boca abajo sobre los que se encontraban unas bandejas de paja y sobre éstas había a su vez diversas golosinas con un aspecto tan inocente que parecían destinadas a escolares de excursión. Había azucarillos, bombones, barquillos, un montón de caramelos ácidos y en una de las bandejas de paja unas cuantas rebanadas de pan moreno con salchicha, que con toda certeza era de caballo. Sin embargo en el interior de las cestas había diversas clases de alcohol: botellas de coñac, ron, ginebra y otros licores.

Detrás había un tenducho en el que tenían lugar todos los negocios con estas bebidas prohibidas.

Los soldados hacían sus compras junto a los cestos, luego un judío con la frente llena de rizos sacaba una botella de inocente apariencia y la llevaba al tenducho debajo del cafetán, y entonces el soldado, sin ser visto, la escondía debajo de la camisa o en los pantalones.

Schwejk se detuvo en este lugar. El teniente Dub lo observaba desde la estación con su talento detectivesco. Schwejk eligió caramelos, los pagó y se los metió en el bolsillo mientras el hombre de los rizos le susurraba:

—También tengo licor, soldado.

El negocio se realizó rápidamente. Schwejk se fue al tenducho y sólo pagó después que el hombre de los rizos abrió la botella y él pudo probar el licor.

Quedó satisfecho, metió la botella debajo de la camisa y volvió a la estación.

—¿Dónde has estado, miserable? —le preguntó el teniente Dub cortándole el paso hacia el andén.

—A sus órdenes, mi teniente; he ido a comprar caramelos. Schwejk metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de caramelos sucios y llenos de polvo.

—Si no le da asco al teniente… Ya los he probado y no están mal. Saben a mermelada de ciruela, mi teniente.

Debajo de la camisa se dibujaba con toda claridad la forma de la botella. El teniente Dub le dio un golpecito.

—¿Qué llevas aquí, canalla? ¡Sácalo!

Schwejk sacó la botella de amarillo contenido con la clara etiqueta «coñac».

—A sus órdenes, mi teniente —contestó impasible—. He ido a llenar de agua una botella de coñac vacía. El gulasch que comimos ayer me dio una sed espantosa. Sólo que el agua de aquella bomba es un poco amarilla como usted puede ver, mi teniente. Debe de contener hierro. Esta agua es muy sana.

—Si tanta sed tienes, Schwejk —dijo el teniente Dub con una diabólica sonrisa y con la intención de alargar cuanto fuera posible la escena en la que Schwejk debía sucumbir totalmente—, bebe, pero como es debido, toda de un trago. El teniente Dub pensaba que Schwejk bebería un par de sorbos y no podría seguir y entonces él, el teniente Dub, obtendría una gloriosa victoria y diría: «Dame la botella para que beba un poco. Yo también tengo sed», y de qué manera se compotaría ese sinvergüenza de Schwejk en un momento tan horrible para él y que seguiría un parte, etc…

Schwejk descorchó la botella, se la llevó a la boca y trago a trago desapareció en su garganta el amarillo contenido. El teniente Dub se quedó petrificado: Schwejk se lo bebió todo si parpadear, echó la botella a una charca de la calle, escupió como si hubiera tomado un vasito de agua mineral y dijo:

—A sus órdenes, mi teniente. El agua sabía a hierro, en efecto. En Kamyk an der Moldau el dueño de un restaurante preparaba agua ferruginosa para sus clientes de verano echando a la fuente herraduras viejas.

—¡Ya te darán herraduras viejas! ¡Ven y enséñame la fuente de la que has sacado el agua!

—Está sólo un poco más allá, mi teniente; justo detrás del tenducho de madera.

—¡Ve adelante, embustero, para que vea cómo andas! «Es realmente curioso —pensó el teniente Dub—. No se nota nada al muy miserable».

Schwejk avanzó entregado a la voluntad de Dios, pero algo le decía que allí tenía que haber una fuente y no le sorprendió lo más mínimo que hubiera una.

Había incluso una bomba cuando llegaron Schwejk le dio y salió un agua amarillenta, de manera que pudo decir con todo empaque:

—Aquí está el agua ferruginosa, mi teniente.

El hombre de los rizos en las sienes, asustado, se acercó a ellos y Schwejk le dijo en alemán que trajera un vasito, que el teniente quería beber.

El teniente Dub estaba tan atontado que se bebió todo un vaso de agua con lo que por su boca se extendió un espantoso sabor a orina de caballo y agua de estiércol. Completamente atontado por esta experiencia le dio al judío de los rizos en las sienes una moneda de cinco coronas por el vaso de agua y volviéndose a Schwejk dijo:

—¿Qué haces mirando? ¡Lárgate a casa!

Cinco minutos más tarde Schwejk apareció en el vagón de la plana mayor, atrajo con una misteriosa mueca al teniente Lukasch fuera del vagón y ya fuera le comunicó:

—A sus órdenes, mi teniente, dentro de cinco minutos, diez a lo sumo, estaré completamente borracho, pero me echaré en mi vagón y le suplico que no me llame hasta que hayan pasado por lo menos tres horas y que no me dé ninguna orden hasta que haya acabado de dormir la mona. Todo está bien, pero el teniente Dub me ha pescado y yo le dicho que era agua y he tenido que beber toda la botella de coñac para demostrarle que era agua. Todo está en orden, no le he traicionado, tal como usted quería, y he sido prudente pero ahora ya empiezo a notarlo, mi teniente, los pies ya se me están quedando dormidos. A sus órdenes, mi teniente. Claro que ya estoy acostumbrado a emborracharme porque con el pater Katz…

—¡Vete, animal! —gritó el teniente sin rencor alguno.

El teniente Dub, sin embargo, le resultaba ahora dos veces más antipático que antes.

Schwejk entró con cuidado en su vagón y mientras se echaba sobre su abrigo y su saco de provisiones dijo al sargento de oficina y a los demás:

—Una vez se os emborrachó uno y os pidió que no lo despertarais…

Y diciendo esto dio media vuelta y empezó a roncar. Los gases que desprendía al eructar llenaron pronto todo el espacio de manera que el cocinero ocultista Jurajda al percibirlos con las ventanas de su nariz exclamó:

—¡Diablos! Aquí huele a coñac.

El voluntario de un año Marek que por fin, después de todos sus sufrimientos se había transformado en cronista del batallón, estaba sentado junto a la mesa plegable reuniendo provisiones en heroicidades del batallón y era evidente que esta visión del futuro le proporcionaba gran alegría.

El sargento de oficina Wanék lo contemplaba interesado mientras escribía con gran esmero y reía francamente. Por esto Wanék se levantó y se inclinó hacia él. El voluntario empezó a explicar:

—Mire usted, escribir de antemano la historia del batallón es una buena broma. Lo principal es hacerlo sistemáticamente: el sistema debe regirlo todo.

—¿Un sistema sistemático? —preguntó el sargento de oficina con una sonrisa más o menos desdeñosa.

—Sí —dijo indolente el voluntario de un año—, un sistemático sistema sintematizado. No podemos alcanzar enseguida una gran victoria. Todo tiene que ir despacio, siguiendo un plan determinado: Nuestro batallón no puede ganar la guerra mundial de repente. Nihil nisi bene. Lo más importante para un historiador concienzudo como yo es trazar primero un plan de nuestras victorias. Aquí por ejemplo describo cómo nuestro batallón (esto ocurrirá dentro de dos meses) casi atraviesa la frontera rusa que está llena de dignos cosacos del Don, mientras algunas divisiones enemigas alcanzan nuestras posiciones por la espalda. A primera vista parece que nuestro batallón está perdido y que van a darnos una buena paliza. Entonces el capitán Sagner da la siguiente orden: «Dios no quiere que sucumbamos aquí. ¡Huyamos!».

Así pues, nuestro batallón se da a la fuga pero la división enemiga que ya está a nuestras espaldas ve que en realidad la estamos persiguiendo, empieza a huir y cae de lleno en mano de nuestra reserva. Así es cómo empieza la historia de nuestro batallón: a partir de un suceso sin importancia, para hablar proféticamente, señor Wanék, se desarrollan cosas de gran alcance. Nuestro batallón va de victoria en victoria. Cuando ataque por sorpresa a los enemigos mientras duermen será muy interesante. Para esto hay que emplear el estilo de Illustrierte Kriegsberinchterstatters, que apareció en Vilimeki [45] durante la guerra ruso–japónesa. Nuestro batallón ataca por sorpresa al campamento del enemigo mientras éste duerme. Cada uno de nuestros soldados apresa a uno y lo atraviesa con la bayoneta que está perfectamente afilada, como si el enemigo fuera de mantequilla. Sólo de vez en cuando se oye el crujido de un costilla. Los enemigos dormidos tiemblan, por un momento se quedan atónitos, ya no ven nada, y caen de bruces. De sus labios sale la saliva mezclada con la sangre y así se liquida este asunto y nuestro batallón se apunta otra victoria. Aún mejor será lo que va a pasar dentro de tres meses: nuestro batallón hará prisionero al zar de Rusia. Pero de esto hablaremos más tarde, señor Wanék; mientras tanto tengo que preparar episodios menores. Voy a tener que inventar nuevas expresiones bélicas. Ya he pensado una: hablaré de la sacrificada decisión de nuestros soldados heridos por los cascos de las granadas. A consecuencia de la explosión de una mina enemiga, uno de nuestros jefes de pelotón, digamos de la compañía 12 o la 13, pierde la cabeza. A propósito —dijo golpeándose la suya—, por poco lo olvido. Sargento de oficina, o dicho más a la burguesa, señor Wanék, tiene que darme una relación de todos los grados. Dígame el nombre de un sargento de la compañía 12. ¿Houska? Bien, pues a Houska esa mina le corta la cabeza, ésta se aleja volando pero el cuerpo todavía da unos cuantos pasos, apunta y derriba a un aeroplano enemigo. Como es natural más adelante estas victorias se celebrarán en Schönbrunn, en familia. Austria tiene muchos batallones pero el único regimiento que se distingue es el nuestro, de modo que en su honor tendrá lugar una pequeña e íntima fiesta familiar en la casa imperial. Como se desprende de mis notas, me imagino que con tal motivo la familia de la archiduquesa Marie Valerie se trasladará de Wallsee a Schönbrunn. La celebración es totalmente íntima y tiene lugar en la sala contigua al dormitorio del monarca, que está iluminada con blancos cirios, pues es bien sabido que en la corte no gustan las bombillas eléctricas por los cortocircuitos, contra los cuales el anciano monarca tiene prejuicios. La fiesta en honor de nuestro batallón empieza a las seis de la tarde. En este momento los nietos de Su Majestad son conducidos a la sala, que en realidad pertenece a los aposentos de la difunta emperatriz. Ahora la cuestión es: además de la familia real, ¿quién asistirá a la fiesta? El ayudante general del monarca, conde Paar, tiene que asistir y lo hará. Como que en estas fiestas familiares e íntimas siempre hay alguien que se encuentra mal, con lo que por supuesto no quiero decir que el conde Paar vaya a vomitar, es necesaria la presencia del médico de cámara, consejero doctor Kerzl. En vistas al orden, para que los lacayos no se permitan ciertas familiaridades con las damas que asistan al banquete, aparecerá el primer caballero de honor, barón Lederer, el conde de cámara Bellegarde y la primera dama de honor, condesa Bombeller, que entre las damas de honor desempeña el mismo papel que la dueña del burdel de Praga «Schuha». Una vez reunido tan noble grupo se le notifica al emperador. Este aparece seguido por sus nietos, se sienta a la mesa y brinda por nuestro batallón. Después de él toma la palabra la archiduquesa Marie Valerie para dedicarle un especial y elogioso recuerdo a usted, sargento. Por supuesto de acuerdo con mis notas, nuestro batallón sufre grandes y sensibles pérdidas, pues un batallón sin muertos no es un batallón Habrá que escribir un artículo sobre nuestros muertos. La historia de nuestro batallón no ha de componerse únicamente de hechos desnudos, de los que ya he anotado por anticipado unos cuarenta y dos. Usted por ejemplo, señor Wanéc, caerá junto a un riachuelo y Baloun, que nos está mirando de una manera tan cómica, no morirá atravesado ni por una bala, un proyectil o una granada: morirá estrangulado por un lazo que lanzará un aeroplano enemigo en el momento en que esté devorando el almuerzo de su teniente Lukasch.

Baloun retrocedió, hizo un gesto desesperado con las mano; y muy abatido observó:

—¡Pero si no puedo hacer nada contra mi manera de ser! Cuando cumplía el servicio iba a la cocina al menos tres veces por comida, hasta que me encerraron.

Un día tuve tres raciones de chuletas y por ello me dieron un mes de arresto. ¡Hágase la voluntad del Señor!

—No tema, Baloun —lo consoló el voluntario de un año—, en la historia del batallón no constará que ha muerto comiendo cuando iba de la cocina de oficiales a la trinchera, será nombrado junto con los demás hombres del batallón que han caído para la gloria de nuestro imperio, por ejemplo junto con el sargento Wanék.

—¿Qué muerte me destina, Marek?

—No tan de prisa, sargento; no va tan aprisa. El voluntario de un año quedó pensativo.

—Usted es de Kralup, ¿no? Entonces escriba a Kralup, a su casa, diciendo que va a desaparecer, pero hágalo con cuidado ¿O más bien desea ser herido de gravedad y quedar bajo las alambradas? Usted yace todo el día tan majamente con la pierna destrozada, por la noche el enemigo ilumina nuestra posición con un reflector y lo ve, piensa que es un espía y empieza a bombardearlo con granadas y proyectiles. Usted ha prestado un extraordinario servicio a nuestro ejército pues el enemigo ha gastado tal cantidad de municiones con usted cómo para todo un batallón. Después de todo esto sus miembros flotan en el aire y al atravesarlo con su rotación canta a la gran victoria. En resumen, todos caen y los de nuestro batallón se distinguen, de modo que las gloriosas páginas de nuestra historia se llenarán de victorias. Yo las escribiré con gran disgusto, pero no puedo hacer otra cosa: todo tiene que llevarse a cabo a conciencia para que quede un recuerdo de nosotros antes de que, digamos en septiembre, no quede ya nadie en pie excepto estas gloriosas páginas de la historia que dirán al corazón de todos los austríacos que todos aquellos que ya no volverán a ver su patria lucharon con tanto valor como intrepidez. El fin, señor Wanék, ya lo conoce. Ya he redactado la nota necrológica. ¡Honra al recuerdo de los caídos! Su amor a la monarquía es el amor más sagrado pues culmina con la muerte. Que sus nombres sean pronunciados con respeto, como por ejemplo el de Wanék. Aquellos a quienes más ha afectado la pérdida del que los alimentaba sequen sus lágrimas con orgullo pues los caídos fueron… héroes de nuestro batallón.

El telefonista Chodounsky y el cocinero Jurajda escuchaban con gran interés esta descripción histórica preparada de antemano.

—Acérquense, caballeros —dijo el voluntario de un año hojeando sus notas—. Página quince. El 3 de septiembre el telefonista Chodounsky cayó junto con el cocinero Jurajda. Miren: heroicidad sin igual. El primero, que pasó tres días seguidos al teléfono sin ser relevado, da su vida para poner a salvo el cable telefónico. El segundo, viendo el inminente peligro, se lanza hacia el enemigo con una olla de sopa hirviendo y los hiere a todos con quemaduras. Ambos una hermosa muerte. El primero despedazado por una mina, el segundo ahogado por gases tóxicos que le dan a oler cuando no tiene nada para protegerse. Ambos mueren exclamando: «¡Viva el comandante de nuestro batallón!». El comando supremo no puede hacer más que darnos las gracias cada día en forma de órdenes para que los demás cuerpos del ejército conozcan la valentía de nuestro batallón y tomen ejemplo. Puedo darles un extracto de la orden del día que será leída a todos los cuerpos del ejército. Se parece mucho a la que dio el archiduque Carlos en el año 1805 cuando se encontraba con su ejército delante de Padua un día antes de que le dieran un buen palo. Escuchad lo que se leerá a todo el ejército sobre nuestro batallón como heroico y ejemplar: «… Espero que todo el ejército tomará ejemplo del batallón antes mencionado y sobre todo que hará suyo aquel espíritu de autoconfianza, firmeza e invencibilidad en el peligro, aquel inigualable heroísmo, el amor y la confianza a los superiores, virtudes que distinguieron a este batallón y que conducen a admirables actos para la victoria y para la grandeza de nuestro Imperio. Siguiendo su ejemplo, todos…»

En el lugar donde estaba Schwejk se oyó un bostezo. Schwejk en sueños dijo:

—Tiene razón, señora Müller: las personas se parecen. En Kralup había un señor llamado Jarosch que hacía bombas y se parecía tanto al relojero de Pardubitz Lejhanz que se dirían cortados del mismo patrón, y éste se parecía tanto a Jitschinet Piskor, y los tres a un suicida desconocido que encontraron colgado y totalmente podrido en un estanque cerca de Neuhaus, justo debajo de la vía a la que probablemente se echó cuando pasaba un tren…

Siguió otro bostezo y el resto de la explicación:

—Entonces a todos los demás les hicieron pagar una multa enorme, y mañana hágame fideos, señora Müller.

Schwejk dio media vuelta y siguió roncando mientras entre el cocinero ocultista Jurajda y el voluntario de un año se entablaba un debate sobre las cosas del futuro.

El ocultista Jurajda creía que tal vez a primera vista parecía una tontería que una persona escribiera en broma lo que iba a suceder en el futuro pero que no obstante era cierto que muy a menudo estas diversiones contenían hechos proféticos cuando la mirada anímica del hombre penetraba en el desconocido futuro influido por fuerzas misteriosas. Desde aquel momento el discurso de Jurajda fue un puro secreto. Cada dos frases descubría algún velo del futuro hasta que al final pasó a la regeneración, es decir a la renovación del cuerpo humano y habló de la facultad de los flagelados de renovar partes de su cuerpo. Terminó su explicación diciendo que a la lagartija si se le arranca la cola le vuelve a salir.

El telefonista Chodounsky advirtió que los hombres podían chuparse los dedos si conseguían hacer con su cola lo mismo que con la de las lagartijas. Por ejemplo en la guerra cuando a uno le arrancaban la cabeza u otras partes del cuerpo a la administración militar le iría de primeras porque de este modo ya no habría inválidos. Así el soldado austríaco al que le crecieran constantemente piernas, brazos y cabezas valdría muchísimo más que toda una brigada.

El voluntario de un año explicó que hoy en día gracias al desarrollo de la técnica bélica era posible dividir al enemigo en tres partes diagonales, que existía la ley sobre la renovación del cuerpo de los flagelados: todas las partes se renuevan, adquieren nuevos órganos y crecen independientemente como todo un flagelado. El ejército austríaco se triplicaría o se haría diez veces mayor después de todas las batallas en las que tomara parte de un modo análogo: de cada pie se desarrollaría un nuevo soldado de infantería.

—Schwejk tendría que oírle —observó el sargento Wanék—. Seguro que nos daría algún ejemplo.

Schwejk al oír su nombre reaccionó y dijo «aquí» y siguió roncando después de dar esta muestra de disciplina militar. En la puerta del vagón apareció la cabeza del teniente Dub.

—¿Dónde está Schwejk? —preguntó.

—A sus órdenes, mi teniente; está durmiendo —contestó el voluntario de un año.

—Cuando pregunto por él tiene que levantarse en seguida y llamarlo, señor voluntario.

—No puede ser, mi teniente: está durmiendo.

—¡Pues despiértelo! ¡Me extraña mucho que no se le haya ocurrido a usted mismo, voluntario! ¡Debiera demostrar más deferencia para con su superior! ¡Todavía no me conoce… pero cuando me conozca…!

El voluntario de un año intentó despertar a Schwejk.

—Schwejk, levántese, hay un incendio.

—Cuando se incendiaron los molinos de Odkolek, los bomberos llegaron hasta Wysotschan… —gruñó Schwejk volviéndose para el otro lado.

—Ya ve que lo despierto pero no puede ser —dijo el voluntario de un año al teniente Dub.

El teniente se enfadó.

—¿Cómo se llama, voluntario? ¿Marek? Ajá, de modo que es usted el voluntario de un año Marek que estaba siempre arrestado, ¿no es cierto?

—Sí, mi teniente. Hice el curso de voluntarios de un año por así decir en prisión y me degradaron, es decir, cuando el tribunal de división me dejó en libertad pues mi inocencia se había puesto de manifiesto, me nombraron cronista del batallón y me desposeyeron del rango de voluntario de un año.

—No lo será por mucho tiempo —gruñó el teniente Dub ruborizándose como un niño, con lo que daba la impresión de que se le habían hinchado las mejillas por haber recibido un par de bofetadas—. ¡Ya me encargaré yo de que así sea!

—Mi teniente, solicito que me lleven al parte —dijo muy serio el voluntario.

—No se ría de mí —dijo el teniente Dub—. Ya se lo daré yo el parte. Volveremos a vernos pero entonces no va a ser nada agradable para usted. Entonces me conocerá si es que todavía no me conoce.

El teniente Dub se alejó gruñendo y en su excitación olvidó que hacía un rato tenía la buena intención de llamar a Schwejk y decirle: «Échame el aliento», como último medio para determinar su ilegal alcoholismo. Ahora ya era demasiado tarde pues cuando volvió al vagón media hora después se había repartido ya café con ron, Schwejk se había despertado y a la llamada del teniente Dub saltó como un corzo.

—¡Échame el aliento! —le gritó el teniente.

Schwejk expiró todo el contenido de sus pulmones, como el cálido viento que expande por los campos el olor de una fábrica de alcoholes.

—¿A qué hueles?

—A sus órdenes, mi teniente; huelo a ron.

—Ya ves, muchachito —gritó victorioso el teniente Dub—, por fin te he pescado.

—Sí, mi teniente —dijo Schwejk sin mostrar la menor señal de intranquilidad—. Nos acaban de dar ron para el café y yo me lo he bebido antes, pero si hay alguna nueva disposición por la que haya que tomar antes el café le pido mis disculpas, mi teniente. ºNo volverá a suceder.

—¿Y por qué estabas roncando hace media hora cuando he venido al vagón? No te han podido despertar.

—A sus órdenes, mi teniente; no he dormido en toda la noche pensando en la época de las maniobras de Veszprim. Entonces los supuestos primero y segundo cuerpo del ejército avanzaron por Estiria y cercaron a nuestro cuarto cuerpo que había acampado en las cercanías de Viena, pero pasaron de largo y llegaron al puente que construyeron los zapadores desde la orilla izquierda del Danubio. Queríamos llevar a cabo una ofensiva y debían venir a ayudarnos tropas del norte y luego también del sur, de Wosek. Entonces nos leyeron una orden y nos dijeron que venía en nuestra ayuda el tercer cuerpo del ejército para que no nos aniquilaran entre Plattensee y Pressburg, hasta que pudiéramos unirnos al segundo cuerpo, pero no sirvió de nada; cuando íbamos a ganar dieron contraorden y ganaron los de los brazales blancos.

El teniente Dub se fue perplejo sin decir palabra y sacudiendo la cabeza.

Poco después volvió del vagón de la plana mayor y dijo a Schwejk:

—¡Tened una cosa bien presente: vendrá un tiempo en que os haré llorar!

No pudo sacar fuerzas para decir más, por lo que regresó al vagón de la plana mayor donde el capitán Sagner estaba interrogando a un desgraciado de la 12 compañía que le había llevado el sargento Strand porque había empezado a hacer provisiones para estar seguro en las trincheras, arrancando la puerta guarnecida con hojalata de una pocilga. Ahora estaba asustado, con los ojos desorbitados y se disculpaba diciendo que había querido llevarse la puerta para protegerse de los proyectiles.

El teniente Dub aprovechó esta oportunidad para hacer un gran sermón acerca de la manera como ha de comportarse un soldado, sobre sus obligaciones respecto a su patria y al monarca, que es el jefe y caudillo supremo. Dijo que si en el batallón se encontraban elementos como aquél era necesario arrancarlos, castigarlos y encerrarlos.

Ese parloteo era tan banal que el capitán Sagner le dio al culpable unas palmadas en el hombro y le dijo:

—Aunque su intención era buena no vuelva a hacerlo; es una tontería por su parte. Vuelva a poner la puerta donde estaba y lárguese.

El teniente Dub se mordió los labios, convencido de que en realidad la salvación de la disciplina, que se estaba descomponiendo, dependía única y exclusivamente de él. Por eso volvió a dar un paseo por la plaza de la estación.

Cerca de un almacén en el que había un gran cartel en alemán y en húngaro que decía que estaba prohibido fumar vio a un soldado leyendo un periódico.

Éste lo cubría hasta el punto de que no se le veían las solapas. El teniente le gritó:

—¡Firmes!

El soldado pertenecía a un regimiento húngaro de reservaque se encontraba en Humena.

El teniente Dub lo sacudió: el soldado húngaro se puso en pie y no creyó necesario saludar, se metió el periódico en el bolsillo y se fue a la calle. El teniente Dub lo siguió como ebrio, pero el soldado húngaro aceleró el paso, dio media vuelta y levantó desdeñosamente las manos para que el teniente no dudara ni un momento que el soldado se había dado cuenta en seguida de que Dub pertenecía a un regimiento checo. Luego el húngaro desapareció.

Para demostrar de algún modo que con esta escena no había pretendido nada, el teniente Dub entró majestuoso en una pequeña tienda, señaló un carrete de hilo negro, se lo metió en e bolsillo, pagó y volvió al vagón de la plana mayor. Entonces mandó al ordenanza del batallón que fuera a buscar a su asistente, Kunert, y cuando éste llegó, dándole el hilo, dijo:

—Tengo que ocuparme de todo yo. Seguro que ha olvidado traer hilo.

—A sus órdenes, mi teniente; tengo una docena.

—Pues enséñemelo en seguida. Y venga corriendo, o ¿le parece que le creo?

Kunert volvió con una caja llena de carretes blancos y negros. El teniente Dub dijo:

—Ya ves, hijo; mira el hilo que has comprado tú y compáralo con el mío. Tu hilo es muy fino y se rompe en seguida. Fíjate en el mío, mira lo que cuesta romperlo. En el campo no podemos ir con remiendos; en el campo todo tiene que ser de calidad. Bueno, llévate todos los carretes y espera mis órdenes y otra vez no hagas nada por tu cuenta y cuando compres algo ven a preguntarme a mí. Procura no tener que conocerme; todavía no conoces mi lado malo.

Cuando Kunert se fue, Dub se dirigió al teniente Lukasch:

—Mi asistente es un hombre muy listo. Comete alguna que otra falta, pero en general lo entiende todo muy bien. Su mejor virtud es la honradez. En Bruck recibí un paquete de mi cuñado que vive en el campo, un par de patos asados y ¿va usted a creer que no tocó nada? Y como no pude comérmelos suficientemente aprisa prefirió que se echaran a perder. Éste es el resultado de la disciplina: el oficial ha de educar a los soldados.

Para que se viera que no escuchaba el parloteo de ese idiota el teniente Lukasch se volvió hacia la ventana y dijo:

—Sí, hoy es miércoles.

Ante la necesidad de hablar, el teniente Dub se dirigió al capitán Sagner y en tono confidencial y amistoso le dijo:

—Oiga, capitán Sagner, que…

—Perdón, un momento —dijo Sagner y abandonó el vagón.

Mientras tanto Schwejk y Kunert hablaban de sus amos.

—¿Dónde has estado todo este tiempo que no había quien te viera? —preguntó Schwejk.

—¡Pero si ya los sabes! —dijo Kunert—. Con mi estúpido viejo siempre hay algo que hacer. Cada dos por tres te llama y te pregunta cosas que no te importan un comino. También me ha preguntado si soy compañero tuyo y le he dicho que nos vemos muy poco.

—Es muy bonito por su parte que pregunte por mí. Yo le tengo mucho afecto a tu teniente. Es tan valeroso y bueno, y como un padre para con los soldados —dijo Schwejk muy serio.

—Te equivocas —le contradijo Kunert—. Es un buen puerco, y tonto como el que más. Yo estoy de él hasta las narices; no hace más que molestarme.

—¡No me digas! —exclamó Schwejk extrañado—. ¡Yo que creía que era realmente un gran hombre! Hablas de tu teniente de una manera muy cómica; claro que esto es algo innato en los asistentes. Ahí tienes a ese asistente del mayor Wenzl que de su amo no dice más que: «es un maldito idiota y un estúpido», y el asistente del coronel Schróder le llamaba ladrón asqueroso y pestilente. Y eso es lo que el asistente aprende de su amo. Si el amo no nos insultara el asistente tampoco lo haría. Cuando estaba en Budweis había un teniente llamado Prochazka que no renegaba demasiado y a su asistente sólo le decía: «Eh, noble estúpido». El asistente, un tal Hibmann, no le oyó más insulto que ése. Ese Hibmann se acostumbró a él de tal modo que cuando volvió de paisano le decía a su padre, a su madre y a sus hermanas: «Eh, noble estúpido». Y también se lo dijo a su prometida. Ella se enfadó y lo acusó de injuriador porque a su padre y a su madre y a ella se lo dijo delante de todo el mundo en un baile. Y no se lo perdonó y ante el tribunal dijo que si la hubiera llamado estúpida en algún sitio apartado tal vez le hubiera perdonado, pero que así era un escándalo europeo. Dicho entre nosotros, Kunert, jamás lo hubiera creído de tu teniente. La primera vez que hablé con él me dio la impresión de que era muy simpático, como una salchicha recién sacada de la choricería, y la segunda vez me pareció que era muy culto y animado. ¿De dónde eres? ¿Del mismo Budweis? Cuando alguien es de un sitio así lo aguanto. Y ¿dónde vives? ¿Bajo la glorieta? Está bien, al menos en verano hay sombra. ¿Tienes familia? ¿Mujer y tres hijos? Tienes suerte, compañero; al menos habrá quien te llore, como decía siempre mi pater en el sermón, y es cierto porque a veces en Bruck oí el discurso que el coronel hacía a los reservistas que iban a Serbia y decía que el soldado que dejaba en casa una familia y caía en el campo de batalla, rompía todos los lazos familiares. Lo decía de esta manera: «Cuando sea un cadáver, un cadáver de la familia, se habrán roto todos los lazos familiares, pero él es un héroe porque ha sacrificado su vida por una familia mayor, por la patria». ¿Vives en el cuarto piso? ¿En Mezzanin? Tienes razón, ahora recuerdo que en el distrito de Budweis no hay ninguna casa con cuatro pisos. Bueno, ¿ya te vas? Ajá, tu oficial está mirando desde el vagón de la plana mayor. Si te pregunta si te he hablado de él no olvides decirle lo bien que le he dejado. Pocas veces he encontrado un oficial que se comportara de una manera tan amable y paternal como él. No dejes de decirle que lo encuentro muy culto y dile también que es muy inteligente. Dile que te he aconsejado que te portes bien y que hagas todo lo que te parezca que quiere. ¿Entendido?

Schwejk subió al vagón y Kunert se dirigió de nuevo con el hilo a su cueva.

Un cuarto de hora más tarde siguieron camino de Nagy–Czaba y pasaron por los devastados pueblos de Brestow y Gross–Radany. Aquí las cosas iban en serio. Las laderas de los Cárpatos estaban surcadas por trincheras que conducían de un valle a otro a lo largo de la vía. A ambos lados había enormes agujeros abiertos por las granadas. Sobre el río que iba a Laborcé, cuyo curso alto seguía la vía del tren, se veían puentes y las quemadas vigas de viejos pasos.

Todo el valle de Mecze Laborcé estaba surcado y abierto como si en aquel lugar hubieran trabajado ejércitos de gigantescos topos. La carretera al otro lado del río estaba llena de surcos, destrozada, y junto a ella había superficies aplastadas en las que los soldados habían acampado.

Las tormentas y lluvias habían puesto al descubierto jirones de uniformes austríacos al borde de los agujeros abiertos por las granadas.

Detrás de Nagy–Czaba, en un viejo y quemado pino, colgaba entre las ramas la bota de un soldado de infantería austríaco con un trozo de tibia dentro.

Se veían bosques sin hojas, árboles sin corona y granjas destruidas: Los cañonazos habían devastado este lugar.

El tren pasó lentamente por los terraplenes recién removidos. De esta manera el batallón pudo comprender y prever perfectamente todas las alegrías de la guerra, y a la vista de los cementerios militares que brillaban con sus blancas cruces en la llanura o en las devastadas laderas de las montañas, prepararse poco a poco en el campo el honor cuyo final estaba formado por una gorra manchada de barro que se balanceaba sobre una blanca cruz.

Los alemanes de Bergreichenstein, que iban en los vagones de atrás y que al entrar en la estación de Milowitz todavía habían gritado: «Cuando vuelva, cuando vuelva…», en Humena habían enmudecido; se daban cuenta de que muchos de aquellos cuyas gorras se hallaban sobre las tumbas habían cantado exactamente lo mismo: lo hermoso que será regresar y quedarse en casa con su amorcito.

La estación de Mecze Laborcé estaba destruida y quemada y de sus chamuscadas paredes salían escondidos travesaños.

La nueva y alargada barraca de madera que se había construido a toda prisa para sustituir a la incendiada estación estaba llena de carteles en todas las lenguas: "¡Suscribid el empréstito de guerra austríaco!

En otra alargada barraca había un puesto de la Cruz Roja De él salieron dos enfermeras y un gordo médico militar. Ellas se reían con todas sus fuerzas del médico que para divertirlas estaba imitando la voz de diversos animales e intentaba, sin éxito, gruñir como un cerdo.

Algo más bajo que la vía, en el valle, había una cocina de campaña destruida. Schwejk la señaló y dijo a Baloun:

—Baloun, mira lo que nos espera en un futuro inmediato Debían acabar de repartir el rancho cuando vino una granada y lo dejó todo en este estado.

—Es horrible —suspiró Baloun—. Jamás pensé que me esperaba algo semejante, pero de todo ello tiene la culpa mi orgullo, animal de mí. El invierno pasado me compré en Budweis uno guantes de piel. Ya estaba harto de llevar en mis rústicas mano los viejos guantes de punto de mi difunto padre y me fui como loco a buscar unos de piel, de ciudad. Mi padre comía garbanzos y yo los garbanzos no puedo ni verlos. Yo sólo quería aves; la carne de cerdo ni la olía. Mi vieja, Dios me perdone, tenía que hacérmela con cerveza.

Totalmente desesperado, Baloun empezó su confesión pública:

—Santos de Dios, he blasfemado contra todos vosotros en Maltsch, en la fonda y en Unterzahaj pegué al vicario. Hecreído en Dios, no lo niego, pero tuve dudas acerca de san José. En casa aguantaba a todos los santos, pero hubo que sacar el cuadro de san José y ahora Dios me castiga por todo: mis pecados e inmoralidades. ¡Cuántas he cometido en el molino! ¡Cuántas veces insulté a mi padre y le amargué la vejez y fastidié a mi mujer!

Schwejk quedó pensativo.

—Eres molinero, ¿verdad? Entonces debías saber que los molinos de Dios muelen despacio pero seguro. ¿Habrá estallado por tu causa la Guerra Mundial?

El voluntario de un año intervino en la conversación:

—Desde luego blasfemar y no reconocer a todos los santos no le ha servido de nada, pues tiene que saber que nuestro ejército austríaco hace años que es un ejército puramente católico y su más esplendoroso ejemplo es nuestro caudillo supremo. ¿Cómo puede atreverse a ir a la guerra envenenado por el odio a algunos santos cuando el Ministerio de la Guerra ha introducido, a través de los comandantes de guarnición, ejércitos jesuíticos para todos los oficiales y cuando hemos celebrado el resurgimiento militar? ¿Me entiende bien, Baloun? ¿Comprende que en realidad usted está faltando contra el sagrado espíritu de nuestro glorioso ejército? Y luego está san José, del que ha dicho que su imagen no puede estar en su casa. ¡Si él es el patrón de todos los que quieren escaparse del ejército! Era carpintero, y ya conoce usted el lema: «Veamos dónde ha dejado el agujero el carpintero».

¡Cuántos han caído prisioneros por este lema cuando rodeados por todas partes y sin más salida intentaron salvarse tal vez no por egoísmo sino para poder decirle a Su Majestad el emperador al volver del cautiverio: aquí estamos en espera de sus órdenes! ¿Lo entiende, Baloun?

—No lo entiendo —suspiró Baloun—. Soy muy duro de mollera; hay que repetirme las cosas diez veces.

—¿No puedes ceder un poco? —preguntó Schwejk—. Voy a explicártelo otra vez. Acabas de oír que has de atenerte al espíritu que reina en el ejército, que tienes que creer en san José y que cuando estés rodeado de enemigos tienes que buscar dónde dejó el agujero el carpintero y salvarte para el emperador y para nuevas guerras. Tal vez ahora lo entiendas y harás bien confesándote de una manera más completa, diciendo cuáles son las inmoralidades que cometiste en tu molino. Pero no nos cuentes algo como la anécdota de la chica que fue a confesarse y una vez confesados diversos pecados empezó a sentir vergüenza y dijo que todas las noches había cometido inmoralidades. Claro, cuando el cura lo oyó se le hizo la boca agua y le dijo:

«Bueno, hijita, no tengas vergüenza. Yo estoy aquí como representante de Dios, cuéntame todas tus inmoralidades». Y entonces ella empezó a llorar y a decir que le daba vergüenza, que era una inmoralidad horrible y él le repitió que era su padre espiritual. Al final, después de dura resistencia, empezó a contar que cada día se desnudaba y se metía en la cama. Y ya no pudo sacarle ni una palabra más porque empezó a llorar otra vez. Y él volvió a decirle que no se avergonzara, que el hombre es por naturaleza un ser pecador, pero que la gracia de Dios es infinita. Entonces ella se decidió y llorando le dijo: «Una vez me he desnudado y me he metido en la cama, empiezo a rascarme la suciedad que tengo entre los dedos de los pies y la huelo». De modo que ésa era toda su inmoralidad. Espero que en tu molino tú no hicieras nada así y que nos contarás algo más interesante, alguna inmoralidad de verdad.

Según su confesión se demostró que, en el molino, Baloun había cometido inmoralidades con las campesinas, inmoralidades que consistían en mezclarles la harina. Esto es lo que en su simplicidad mental llamaba inmoralidades. El más decepcionado fue el telefonista Chodounsky que le preguntó si en el molino no había hecho nada con las campesinas sobre los sacos de harina a lo que retorciéndose las manos, Baloun contestó:

—Para esto era demasiado tonto.

Los soldados recibieron la noticia de que detrás de Palota, en el desfiladero de Lubka, les darían el almuerzo, y el sargento de oficina del batallón, los cocineros de las compañías y el teniente Cajthaml, que debía controlar la alimentación, se dirigieron al pueblo de Mecze Laborcé con cuatro hombres como patrulla.

Al cabo de media hora escasa volvieron con tres cerdos atados por las patas de atrás, la encolerizada familia de un ruso húngaro al que le habían requisado los cerdos y el gordo médico militar de la barraca de la Cruz Roja, el cual explicaba algo con gran acaloramiento al indiferente teniente Cajthaml.

El altercado alcanzó su punto culminante delante del vagón de la plana mayor, cuando el médico empezó a decir al capitán Sagner que estos cerdos estaban destinados al hospital de la Cruz Roja, de lo cual por su parte el campesino no quería saber nada sino que, por el contrario, pedía que se los devolvieran porque eran lo único que le quedaba y no podía darlos por nada, menos aún por el precio que le habían pagado.

Y diciendo esto enseñó al capitán Sagner el dinero que había recibido por los cerdos mientras la campesina le sujetaba la otra mano y la besaba con la sumisión propia de aquellas tierras.

El capitán Sagner se quedó completamente confuso y tardó mucho en poder alejar a la vieja campesina, pero eso tampoco sirvió de nada, pues en vez de ella vinieron fuerzas jóvenes que empezaron también a besuquear las manos del campesino.

El teniente Cajthaml anunció en tono oficial:

—A ese hombre aún le quedan doce cerdos y se le ha pagado como era justo, según la última orden del comando de división número 12420, apartado referente a manutención. Según esta orden, § 16, en los lugares no afectados por la guerra no se pagará por los cerdos más de dos coronas dieciséis heller por kilo de peso en vivo; en las zonas afectadas por la guerra se añadirá un suplemento de treinta y seis heller por kilo de peso en vivo, de modo que por un kilo se pagarán dos coronas cincuenta y dos heller. Hay que añadir la siguiente observación: Si en las zonas de guerra se comprobaran casos en que el negocio de cerdos con animales castrados, que pueden emplearse para alimentar a las tropas que pasen por aquellos lugares, no queda mercado en nada, por esta carne de cerdo se pagará, como en las regiones no afectadas por la guerra, un suplemento especial de doce heller por kilo de peso en vivo. Si la situación no estuviera totalmente clara, deberá reunirse en seguida una comisión constituida por los interesados, el comandante del transporte militar en cuestión y el oficial o sargento de oficina (cuando se trate de una formación menor) al que se hubiera confiado la manutención.

El teniente Cajthaml leyó todo esto de una copia de la orden del comando de la división que llevaba siempre consigo, por lo que casi sabía ya de memoria que el precio de un kilo de zanahorias en zona de guerra era de quince a treinta heller y el de la coliflor destinadas al departamento de cocina para oficiales en zona de guerra se elevaba a una corona y setenta y cinco heller por kilo.

En Viena, los que habían elaborado esta ley imaginaban que la zona de guerra era una región llena de zanahorias y de coliflores.

El teniente Cajthaml lo leyó en alemán al excitado campesino y luego le preguntó si lo entendía. Como el campesino sacudió la cabeza le gritó:

—Entonces, ¿quieres la comisión?

El campesino entendió la palabra comisión, por lo que hizo con la cabeza un gesto afirmativo. Hacía ya bastante rato que sus cerdos habían sido arrastrados a las cocinas de campaña para ser sacrificados y mientras tanto los soldados destinados al departamento de requisamiento lo rodeaban con las bayonetas. Luego la comisión se marchó para comprobar en su granja si se le habían dado dos coronas cincuenta y dos heller o dos coronas veintiocho heller por kilo.

Todavía no habían llegado al camino del pueblo cuando procedente de la cocina se oyó el último gruñido de los cerdos al morir.

El campesino comprendió que todo había terminado y exclamó con desesperación:

—¡Dadme dos florines renanos por cada cerdo!

Los cuatro soldados se acercaron todavía más a él. Su familia, arrodillándose en el polvoriento camino, cerró el paso al capitán Sagner y al teniente Cajthaml. La madre y las hijas abrazaron sus rodillas y les llamaron sus bienhechores. Luego, el campesino las hizo callar, les ordenó que se levantaran en el dialecto ucraniano de los rusos húngaros y dijo que los soldados se comieran los cerdos y reventaran.

Así pues, se prescindió de la comisión, y como de repente el campesino se rebeló y empezó a amenazar con los puños, un soldado le dio un golpe con la culata.

Toda la familia se santiguó y junto con el padre se dio a la fuga.

Diez minutos más tarde el sargento mayor del batallón y el ordenanza Matuschitz comían tan felices en su vagón el seso de los cerdos y mientras se llenaban como reyes, el sargento, con mala intención, dijo a los escribientes.

—Os gustaría comerlo, ¿no? Sí, muchachos, eso es sólo para los grados.

Riñones e hígado para los cocineros, el seso y la carne para los sargentos de oficina, y para los escribientes sólo ración doble de la carne destinada a los soldados.

El capitán Sagner acababa de dar una orden para la cocina de oficiales:

—Carne de cerdo con comino. Elegir la mejor carne, que no haya demasiada grasa.

Y así fue como cuando en el desfiladero de Lubka se repartió el rancho a los soldados, cada hombre encontró en su ración de sopa dos trocitos de carne, y los nacidos con peor estrella sólo un trocito de piel.

En la cocina reinaba el acostumbrado nepotismo militar, que daba a todos los que se encontraban cerca de la camarilla rectora. Los asistentes aparecieron en el desfiladero de Lubka con la boca llena de grasa. Todos los ordenanzas tenían la barriga como piedras. Sucedieron cosas que clamaban al cielo.

El voluntario de un año Marek armó un escándalo en la cocina, pues quería ser justo. Cuando el cocinero le echó en la sopa una buena loncha de pernil con las palabras: «Esto es para nuestro cronista», dijo que en el ejército no había distinciones. Esto provocó un aplauso general y motivó insultos para los cocineros.

El voluntario de un año arrojó un trozo de carne afirmando que no deseaba protección, pero esto en la cocina no fue comprendido y todos pensaron que el cronista del batallón no estaba contento. El cocinero le dijo en voz baja que fuera más tarde, cuando se hubiera repartido el rancho, y le daría un trozo de pierna.

También a los escribientes les brillaba la boca, los enfermeros resoplaban de bienestar y alrededor de esta bendición de Dios se veían aún en todas partes las claras huellas de las últimas batallas. Aquí y allá rodaban vainas de cartuchos, latas de conserva vacías, jirones de uniformes rusos, austríacos y alemanes, trozos de carros rotos y largas y ensangrentadas cintas de gasa y algodón.

En un viejo pino, junto a lo que fue la estación, se había quedado pegada una granada sin estallar. Por todas partes se veían cascos de granada y en algún cercano lugar al parecer habían enterrado los cadáveres de los soldados, pues olía tremendamente a putrefacción.

Y como las tropas habían pasado y acampado por allí se veían por doquier montones de excrementos de origen internacional, de todos los pueblos de Austria, Alemania y Rusia. Los excrementos de los soldados de todas las naciones y confesiones religiosas yacían extendidos o en montones y no se peleaban entre sí.

Una cisterna medio destruida, el tenducho de madera del guardabarrera y todo lo que tenía alguna pared estaba lleno de agujeros abiertos por los proyectiles. Parecían cedazos. Para completar la impresión de alegría bélica, detrás de la cercana montaña se elevaba una humareda como si estuviera ardiendo todo un pueblo, centro de las operaciones militares. Estaban quemando las barracas del cólera y de la disentería para gran alegría de los señores que tenían algo que ver con la construcción de aquel hospital bajo el protectorado de la archiduquesa María y que habían robado y se habían llenado los bolsillos presentando las cuentas de barracas del cólera y de disentería inexistentes.

Ahora un grupo de barracas sufría por todas las demás y todo el robo del protectorado archiducal se elevaba al cielo con el hedor de los sacos de paja en llamas.

En las rocas de detrás de la estación, los alemanes se habían apresurado a erigir un monumento a los brandenburgueses caídos, adornándolo con la inscripción: «A los héroes del desfiladero de Lubka», y una gran águila imperial en bronce. En el pedestal se había consignado expresamente que la divisa estaba confeccionada con cañones rusos conquistados por los regimientos del Imperio alemán durante la liberación de los Cárpatos.

En tan curiosa y hasta entonces desacostumbrada atmósfera el batallón descansó en los vagones después del almuerzo, mientras el capitán Sagner no conseguía ponerse de acuerdo con su ayudante respecto al telegrama en cifra del general de brigada respecto al próximo avance. Los datos estaban tan confusos que daba la impresión de que no debían haber llegado al desfiladero de Lubka sino que hubiera debido ir a Neustadt o a cualquier otro lugar, pues se hablaba de sitios como «CapUngvar, Kisberezna–Uczok».

Al cabo de diez minutos se demostró que el oficial del estado mayor de brigada era un majadero, pues llegó un telegrama en cifra en el que se preguntaba si se trataba del octavo batallón del regimiento 75 (cifra militar G, 3). Al majadero del estado mayor de brigada le asombra la respuesta de que se trata del séptimo batallón del regimiento 91 y pregunta quién ha dado la orden de ir por la vía militar hacia Muncacz, mientras que el itinerario indica que tiene que ir a Sanok, en Galitzia, por el desfiladero de Lubka. El majadero se extraña enormemente de que se le telegrafíe desde el desfiladero de Lubka y envía la siguiente cifra: «Itinerario sin cambios desfiladero Lubka–Sanok, donde hay que esperar nuevas órdenes».

Al volver el capitán Sagner en el vagón de la plana mayor se entabló un debate sobre cierto aturdimiento y con determinadas alusiones se afirmó que a no ser por los alemanes los grupos del ejército del este hubieran perdido totalmente la cabeza. El teniente Dub intentó defender el aturdimiento austríaco diciendo que la región había quedado bastante devastada a causa de las batallas que habían tenido lugar hacía poco y aún no se había arreglado la vía.

Todos los oficiales lo miraron con compasión como si quisieran decir: «Este hombre no tiene la culpa de ser tan tonto».

Como no encontró apoyo alguno, el teniente Dub siguió hablando de la extraordinaria impresión que le producía la descarnada zona, puesto que daba testimonio de que nuestro ejército puede tener un puño de hierro. Tampoco esta vez le contestó nadie y él repitió:

—Sí, claro, seguro; los rusos se han retirado de aquí muertos de miedo.

El capitán Sagner se propone enviar al teniente Dub en la primera ocasión, cuando la situación en las trincheras sea en extremo peligrosa, a explorar las posiciones enemigas del otro lado de las alambradas y por la ventanilla susurra al teniente Lukasch:

—¡Al diablo con esos civiles! ¡Cuanto más inteligentes son, más imbéciles!

Parece que el teniente Dub no va a dejar de hablar. Sigue explicando a todos los oficiales lo que ha leído en el periódico acerca de las batallas de los Cárpatos y sobre la lucha en los desfiladeros de estas regiones durante la ofensiva germano–austríaca en el San.

El teniente Dub no sólo lo explica como si hubiera tomado parte en estas batallas sino incluso como si él mismo hubiera dirigido las operaciones. Especialmente desagradables eran las frases como:

—Luego marchamos hacia Bukowsko, para asegurar la línea Bukowsko–Dynow, siempre en contacto con el grupo de Bardijow en Gross–Pollanka, donde hicimos pedazos a la división de Samara del enemigo.

El teniente Lukasch, incapaz de aguantarlo más, dijo a Dub:

—De lo que probablemente hablaste ya antes de la guerra con el capitán de tu distrito.

El teniente Dub dirigió al teniente Lukasch una hostil mirada y abandonó el vagón.

El tren, militar se encontraba en el terraplén y unos metros más abajo de la ladera había diversos objetos que los soldados rusos fugitivos habían dejado al retroceder por las trincheras del terraplén. Se veían teteras oxidadas, latas, cartucheras, etc. Además, junto a los distintos objetos rodaban rollos de alambrada y vendas de gasa y algodón ensangrentadas. En cierto punto, sobre la trinchera, había un grupo de soldados y el teniente Dub comprobó en seguida que Schwejk se encontraba entre ellos y estaba explicándoles algo.

Así, pues, se dirigió a aquel lugar.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó con voz severa colocándose delante de Schwejk.

—A sus órdenes, mi teniente —contestó Schwejk por todos—. Estamos mirando.

—¿Y qué miran? —le gritó el teniente Dub.

—A sus órdenes, mi teniente; estamos mirando la trinchera.

—Y ¿quién les ha dado permiso para hacerlo?

—A sus órdenes; éste es el deseo de nuestro coronel Schlager, de Bruck. Al despedirse de nosotros, cuando nos marchamos camino de la zona de guerra, nos dijo en su discurso que cuando pasáramos por un escenario bélico abandonado lo miráramos todo bien, que nos fijáramos en cómo se ha luchado porque esto puede sernos muy útil. Y ahora, mi teniente, estamos viendo en esta hondonada que un soldado, al huir, tiene que dejarlo todo. A sus órdenes, mi teniente; estamos viendo cuán tonto es que un soldado vaya arrastrando consigo cosas inútiles: va cargado sin necesidad, con lo que se cansa en vano y con el peso le cuesta más luchar.

De repente cruzó por la mente del teniente Dub la esperanza de poder llevar a Schwejk al consejo de guerra por propaganda subversiva, por lo que le preguntó sin dilación:

—¿De modo que usted cree que el soldado ha de echar sus cartuchos, como esos que han caído rodando por esa hondonada, o las bayonetas, como ve allí?

—Oh, no, de ninguna manera, mi teniente —contestó Schwejk con una amable sonrisa—. Tenga la bondad de mirar este orinal de hojalata.

Y, en efecto, abajo, en la trinchera, entre trozos de botes, había un provocador orinal corroído por el orín cuyo esmalte había saltado: estos objetos que ya no servían, al parecer los había dejado en aquel lugar el jefe de estación, probablemente para que se transformaran en material de discusión de los arqueólogos de un siglo futuro que quedarían perplejos al descubrir esta población, y a consecuencia de ello en la escuela se hablaría a los niños de una edad de orinales de esmalte.

El teniente Dub miró fijamente este objeto; pero lo único que pudo hacer fue comprobar que realmente era uno de aquellos inválidos que habían pasado su juventud debajo de la cama.

Esto impresionó mucho a todos y cuando el teniente Dub dejó de hablar, Schwejk dijo:

—A sus órdenes, mi teniente. Con uno de esos orinales pasó algo muy cómico en Bad Podébrad. Nos lo explicaron en un restaurante de Weinberge. Entonces se empezaba a publicar en Podébrad la revista Independencia. Su director era el farmacéutico. De redactor pusieron a un tal Ladislaus Hájek Domazlicky. Y ese farmacéutico era un tipo muy curioso porque coleccionaba botes viejos y otras bagatelas hasta que tuvo todo un museo. Una vez, Hájek Domazlicky invitó a Podébrad a un compañero suyo que también escribía en un periódico, y ambos se emborracharon porque no se habían visto en una semana y el amigo le prometió que a cambio de la invitación le escribiría una artículo para la Independencia, esta revista independiente de la que él dependía. Y el compañero le escribió un artículo de un coleccionista que encontró en un viejo orinal de hojalata a orillas del Elba y se pensó que era el yelmo de san Wenceslao, y causó tal sensación que el farmacéutico de Podébrad creyó que la historia iba por él y entonces se peleó con Hájek.

Al teniente Dub le hubiera gustado tirar a Schwejk montaña abajo, pero se contuvo y gritó a todos:

—¡Os digo que no debéis andar por ahí sin hacer nada! ¡Todavía no me conocéis, pero cuando me conozcáis…! Usted, quédese aquí, Schwejk —le dijo en tono amenazador cuando Schwejk se disponía a marchar con los demás.

Se quedaron solos frente a frente y el teniente Dub meditó qué podría decirle que sonara de una manera tremenda, pero Schwejk se le adelantó.

—A sus órdenes, mi teniente. Si al menos el tiempo se aguantara… De día no hace tanto calor y las noches son muy agradables, de modo que ahora es el momento más adecuado para hacer la guerra.

El teniente Dub sacó el revólver y preguntó a Schwejk:

—¿Sabes qué es esto?

—A sus órdenes, mi teniente: lo sé. El teniente Lukasch también tiene uno.

—¡Pues fíjate bien! —dijo Dub, muy serio y digno, guardando de nuevo el arma—. Para que sepas que puede ocurrirte algo muy desagradable si sigues con tu propaganda.

El teniente Dub se alejó repitiéndose:

—Ahora lo he dicho muy bien: con tu propaganda. Sí, con tu propaganda.

Antes de subir al vagón, Schwejk anduvo un rato de un lado a otro gruñendo:

—¿Y dónde lo encasillo ahora?

Y cuanto más lo pensaba con mayor claridad veía la denominación de esta clase de personas: «Semifollonero»

La palabra follonero se empleaba desde antiguo con gran amor en el ejército y tan noble denominación se refería principalmente a los coroneles, capitanes y mayores, y era algo más fuerte que la expresión de uso corriente: «anciano imbécil». Sin este epíteto la palabra anciano era el amable calificativo para un viejo coronel o mayor que gritaba mucho, pero que quería a sus soldados y los protegía frente a los demás regimientos, especialmente cuando se trataba de patrullas extranjeras que sacaban de los tenduchos a sus soldados cuando no tenían horas extraordinarias. El anciano cuidaba de sus soldados y procuraba que su comida estuviera siempre en condiciones, pero tenía alguna que otra manía, se dedicaba a hacer algo, y por esto era un anciano.

Pero cuando el anciano vejaba a sus soldados y a los grados sin motivo alguno e ideaba ejercicios nocturnos y otras cosas por el estilo entonces era un «anciano imbécil».

El «anciano imbécil» en sumo grado de bajeza y estupidez se transformaba en un «follonero». Esta palabra lo quería decir todo. La diferencia entre un follonero civil y un follonero militar era muy grande. El primero, el follonero civil, también es un superior y sus servidores y empleados subalternos lo llaman generalmente así. Es un burócrata pedante que, por ejemplo, censura que no se haya secado una minuta con papel secante y cosas de éstas; es un ser completamente estúpido y animal de la sociedad humana, pues estos asnos presumen de hombres honrados, quieren entenderlo todo, saben explicarlo todo y se sienten ofendidos por todo.

Quien ha estado en el ejército comprende la diferencia entre este personaje y el follonero uniformado. Aquí, esta palabra representa a un anciano «miserable», verdaderamente «miserable», que arremete contra todo sin piedad, pero que se detiene ante todos los obstáculos; no quiere a los soldados y lucha en vano contra ellos, no sabe ganarse la autoridad de que disfrutan el «anciano» y el «anciano imbécil».

En algunas guarniciones, por ejemplo en Trient, le llamaban «nuestro vejestorio». En todos los casos se trata de una persona mayor y cuando Schwejk, en su interior, calificó de semifollonero al teniente Dub, comprendió lógicamente que para ser un follonero le faltaba el cincuenta por ciento de la edad, de la dignidad y de todo.

Sumido en estos pensamientos, cuando volvía a su vagón encontró al asistente del teniente Dub. Tenía la cara hinchada y murmuraba que acababa de chocar con su teniente, el cual al comprobar que tenía tratos con Schwejk le había dado una bofetada.

—En este caso —dijo Schwejk tranquilamente— iremos al capitán. Un soldado austríaco sólo debe dejarse abofetear en ciertos casos, pero tu amo ha sobrepasado todos los límites, como dijo el buen viejo Eugenio de Saboya: «De aquí hasta allí». Ahora tienes que ir al capitán tú mismo y si no vas te pegaré yo para que veas lo que es la disciplina del ejército. En el cuartel de Karolinental había un teniente llamado Hausner que también tenía un asistente y también le pegaba y le daba patadas. Una vez le pegó tan fuerte que se quedó tonto, y en el parte el asistente dijo que lo había hecho porque él lo había confundido todo y su amo demostró que mentía, que aquel día no le había pegado sino que le había dado patadas, de modo que al pobre chico lo encerraron tres semanas por falsa acusación. Pero esto no cambia nada —prosiguió Schwejk—: es lo mismo. El médico Houbitschka decía siempre que es lo mismo despedazar en el instituto patológico a un hombre que se ha ahorcado o que se ha envenenado. Yo voy contigo. En el ejército un par de bofetadas son muy importantes.

Kunert no tenía fuerzas y dejó que Schwejk lo llevara al vagón de la plana mayor. Asomándose a la ventana el teniente Dub gruñó:

—¿Qué buscáis aquí, canallas?

—Pórtate dignamente —aconsejó Schwejk a Kunert empujándolo hacia el vagón.

En el pasillo apareció el teniente Lukasch y detrás suyo el capitán Sagner.

El teniente Lukasch, que ya había tenido tantas experiencias con Schwejk, quedó tremendamente sorprendido, pues éste no se portó de una manera tan bondadosa y seria como de costumbre. Tampoco su rostro tenía la conocida expresión de candor sino que más bien anunciaba nuevos y desagradables acontecimientos.

—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk—. Este asunto va al capitán.

—No digas más tonterías, Schwejk; ya tengo bastante.

—Le ruego me repita —dijo Schwejk—. Soy ordenanza de su compañía; usted es el comandante de la 11 compañía. Sé que es muy cómico, pero también sé que el teniente Dub es subordinado suyo.

—Se ha vuelto completamente loco, Schwejk —comentó el teniente Lukasch cortándole la palabra—. Está borracho y es mejor que se largue. ¿Lo entiende, imbécil, pedazo de animal?

—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk empujando hacia delante a Kunert—. Eso es igual que cuando una vez en Praga se hizo un experimento con un marco protector para evitar los atropellos de los tranvías. El inventor se sacrificó por el experimento y luego la ciudad tuvo que pagar una indemnización a su viuda.

El capitán Sagner, sin saber qué decir, hizo con la cabeza un gesto afirmativo.

El teniente Lukasch parecía desesperado.

—A sus órdenes, mi teniente; todo tiene que ir al capitán —prosiguió Schwejk inexorable—. En Bruck me dijo que como ordenanza de la compañía tenía otros deberes, aparte de las órdenes: que debo estar informado de todo lo que pasa en la compañía. Con este motivo me permito comunicarle que el teniente Dub ha abofeteado sin más ni más a su asistente. Yo por mí no diría nada, pero cuando veo que el teniente Dub está bajo su mando he pensado que tenía que ir a denunciarlo.

—Este es un asunto muy curioso —dijo el capitán Sagner—. ¿Por qué ha traído a ese Kunert, Schwejk?

—A sus órdenes, mi comandante. Todo eso hay que denunciarlo. Él es tonto, el teniente Dub le ha pegado y no puede decidirse a ir solo. Mire cómo le tiemblan las rodillas, mi capitán. Está muerto de miedo por tener que denunciarlo, y de no ser por mí es probable que no lo hiciera, como Kudela de Byrouchow, que cuando cumplía el servicio iba siempre a quejarse hasta que lo trasladaron a la marina. Allí se hizo corneta, desertó a una isla del Pacífico y se hizo famoso. Allí se casó y habló también con Hawlasa, el trotamundos, y éste no se dio cuenta de que no era nativo. Tener que ir a presentar quejas por un par de tontas bofetadas es muy triste, pero él no quería venir de ningún modo. Es un asistente abofeteado que ni siquiera sabe de qué bofetadas se trata. Él no hubiera venido, desde luego, él no quería venir y dejaría que le volvieran a pegar. A sus órdenes, mi capitán: mírelo, está muerto de miedo. Y por otra parte hubiera debido quejarse en seguida por haber recibido ese par de bofetadas, pero no se ha atrevido porque sabía que es mejor ser una humilde violeta, como escribió ese poeta. Bueno, él sirve al teniente Dub.

Y empujando a Kunert hacia delante dijo:

—¡No tiembles así, como una encina en la tormenta!

El capitán Sagner preguntó a Kunert qué había ocurrido, pero Kunert, temblando en todo el cuerpo, dijo que le preguntara al teniente, que no le había pegado. Y sin dejar de temblar, Kunert judas dijo incluso que Schwejk se lo había inventado todo. El teniente Dub puso fin a este penoso suceso, pues de repente apareció y preguntó a Kunert:

—¿Quieres otro par de bofetadas?

El asunto quedó completamente claro y el capitán Sagner dijo al teniente Dub:

—Desde hoy, Kunert está destinado a la cocina del batallón. En lo que respecta a otro asistente, dirígete al sargento de oficina Wanék.

El teniente Dub saludó y mientras se alejaba dijo a Schwejk:

—Apuesto a que lo ahorcarán un día u otro.

Cuando hubo desparecido, Schwejk se dirigió al teniente Lukasch y le dijo en tono suave y amable:

—En Münchengrátz también había un hombre de ésos que dijo a otro: «Volveremos a vernos en el patíbulo».

—Schwejk —dijo el teniente Lukasch—. ¡Será usted estúpido! No se atreva a decirme, como de costumbre, a sus órdenes, soy un estúpido.

—Sorprendente —dejó oír el capitán Sagner asomándose a la ventana. Le hubiera gustado retirarse, pero ya no le dio tiempo porque sucedió una desgracia: el teniente Dub apareció debajo de la ventana.

El teniente Dub dijo que lamentaba mucho que el capitán Sagner se hubiera ido sin escuchar sus argumentaciones sobre la ofensiva en el frente del este.

—Para entender tan enorme ofensiva —gritó Dub—, debemos tener presente la manera como se desarrolló la de fines de abril. Tuvimos que romper el frente ruso y nos dimos cuenta de que el lugar más favorable para tal irrupción era el frente entre los Cárpatos y el Vístula.

—No voy a discutir esto contigo —repuso seca y duramente el capitán Sagner retirándose de la ventana.

Cuando media hora más tarde se prosiguió el viaje hacia Sanok el capitán Sagner se acostó en el banco: hacía ver que dormía para que mientras tanto el teniente Dub olvidara sus banales disertaciones sobre la ofensiva.

En el vagón de Schwejk faltaba Baloun. Es que acababa de conseguir permiso para rebañar con pan la cacerola del gulasch. En aquel momento se encontraba en el coche de las cocinas en una desagradable situación, pues cuando el tren puso en movimiento la cacerola, Baloun cayó de cabeza en ella y sólo sus pies quedaron al aire. Sin embargo, se acostumbró a esta posición. Del interior de la cacerola se oía un chasquido semejante al de los erizos cuando cazan cucarachas. Después Baloun suplicó:

—Por favor, compañeros, por el amor de Dios; echadme un trocito de pan, todavía queda mucha salsa.

Esta deliciosa escena duró hasta la siguiente estación, a la que la 11 compañía llegó con una marmita tan limpia que la estañadura brillaba.

—Que el buen Dios os lo pague, compañeros —dijo Baloun dando cordialmente las gracias—. Hoy me ha sonreído la suerte por primera vez desde que estoy en el ejército.

Y así era, en efecto. En el desfiladero de Lubka, Baloun había recibido dos raciones de gulasch, el teniente Lukasch había expresado su satisfacción, puesto que Baloun le llevó la comida desde la cocina de oficiales sin tocarla y le dejó una buena mitad. Baloun estaba muy feliz, balanceó las piernas fuera del vagón y, por primera vez, esta guerra le pareció algo íntimo, familiar.

El cocinero de la compañía empezó a burlarse de él diciéndole que cuando llegaran a Sanok harían una cena y un almuerzo que les correspondía por todo el viaje durante el que no les habían dado nada. Baloun sólo hizo con la cabeza un gesto de aprobación susurró:

—Ya veréis, compañeros; Dios no nos abandonará. Todos se rieron francamente y el cocinero, sentado encima de la cocina de campaña, cantó:

Jupheidija, juphijda,

el buen Dios siempre está cerca.

Aunque nos mande a la mierda

nos saca siempre de allí,

nos regala con pan seco,

nos libra de la miseria.

Jupheidija, juphijda,

el buen Dios siempre está cerca.

Detrás de la estación de Sczawna, en los valles, volvieron a aparecer nuevos cementerios de soldados. Desde el tren, más abajo, podía verse una cruz de piedra con un Cristo sin cabeza, a causa del tiroteo.

El tren aceleró su marcha y mientras corría por el valle camino de Sanok los horizontes se extendían y al mismo tiempo aparecían a ambos lados grupos enteros de pueblos destruidos.

Cerca de Kulaschno, en un riachuelo, había un tren de la Cruz Roja que había descarrilado.

Los ojos de Baloun salieron de sus órbitas. Lo que más le extrañó fueron los trozos de locomotora esparcidos por el valle. Este fenómeno también llamó la atención de los compañeros de viaje de Schwejk. Quien más se excitó fue el cocinero Jurajda.

—¿Se puede disparar contra los vagones de la Cruz Roja?

—No está permitido, pero se puede hacer —dijo Schwejk—. En todo caso fue un buen tiro. Entonces todos se excusan diciendo que era de noche y que no podía verse la cruz roja. En el mundo hay muchas cosas que no está permitido hacer, pero que pueden hacerse. Lo principal es intentar conseguirlo, y si no obtiene permiso, ver si puede hacerlo. Durante las maniobras imperiales de Pisek llegó una de estas órdenes por la que se prohibía poner grillos a los soldados durante la marcha. Pero nuestro capitán llegó a la conclusión de que estaba permitido porque una orden así es horrible, pues todos pudieron comprender fácilmente que un soldado con grillos no puede andar. El en realidad no desobedeció la orden sino que simple y razonablemente mandó que echaran a los soldados con grillos al furgón y se prosiguió la marcha sin ellos. Hace cinco o seis años ocurrió algo parecido en nuestra calle. En el primer piso vivía un señor llamado Karlik y en el segundo un hombre muy cabal, alumno del conservatorio, un tal Mikesch. A éste le gustaban mucho las mujeres y empezó a rondar, entre otras, a la hija de ese señor Karlik, que tenía una agencia de transportes y una pastelería y, en no sé qué parte de Moravia, unos talleres de encuadernación con otro nombre. Cuando el señor Karlik se enteró de que el estudiante del conservatorio rondaba a su hija fue a verle a su casa y le dijo: «Usted no puede llevarse a mi hija, sinvergüenza. Yo no se la doy». «Bien —dijo el señor Mikesch—, ¿qué he de hacer si no tengo permiso para llevármela?, ¿suicidarme?» El señor Karlik volvió al cabo de dos meses con su mujer y ambos le dijeron a una: «Usted ha deshonrado a nuestra hija, pedazo de bruto». «Ciertamente —les contestó el señor Mikesch—, me he permitido transformarla en una fresca, señora». El señor Karlik empezó a gritarle que le había dicho que no le daba permiso para llevársela, que él no se la daba, pero todo fue inútil. El estudiante le contestó que no iba a llevársela y que entonces no se había hablado de lo que podía hacer con ella, que no se había tratado de esto y que él era una persona de palabra y ellos podían estar tranquilos porque no la quería, que él no era como las cañas que se mueven al viento, que mantenía su palabra y que lo que decía era sagrado. Si lo perseguían por ello no le importaba porque tenía la conciencia limpia y su difunta madre le había hecho jurar en el lecho de muerte que jamás mentiría y él lo juró y este juramento tiene gran valor. Dijo que en su familia jamás nadie había mentido y que en la escuela había tenido siempre la mejor nota en conducta, de modo que podían ver que hay muchas cosas que no están permitidas y que, sin embargo, se pueden hacer y que los caminos pueden ser distintos, que lo único que ha de ser común es la voluntad.

—Queridos amigos —dijo el voluntario de un año que tomaba notas con gran entusiasmo—. Todo lo malo tiene también su lado bueno. Este tren de enfermos que ha volado, que ha quedado medio quemado y que ha saltado de la vía enriquece la gloriosa historia de nuestro batallón con otra futura heroicidad. Me imagino que aproximadamente el 16 de septiembre, tal como he anotado, se presentarán voluntarios un par de soldados rasos de cada compañía del batallón guiados por un sargento y que harán volar un tanque del enemigo que está disparando contra nosotros y nos impide atravesar el río. Han cumplido su deber disfrazados de campesinos… ¿Qué veo allí? —exclamó el voluntario mirando sus notas—. ¿Cómo ha llegado aquí nuestro señor Wanék? Oiga, señor sargento de oficina, mire qué artículo tan bueno sobre usted habrá en la historia del batallón —dijo dirigiéndose a Wanék—. Creo que ya sale alguna que otra vez, pero aquí será mejor y más detallado.

El voluntario leyó en voz alta:

Heroica muerte del sargento de oficina Wanék. Para llevar a cabo la audaz empresa de volar el tanque enemigo se presentó también el sargento de oficina Wanék disfrazado de campesino como los demás. A consecuencia de la explosión perdió el conocimiento y al volver en sí se vio rodeado de enemigos que le llevaban al estado mayor de su división, donde cara a cara con la muerte se negó a dar la situación y fuerza de nuestro ejército. Como iba disfrazado lo condenaron a la horca por espía, pena que fue cambiada por la de fusilamiento por tenerse en cuenta su alto rango. La ejecución se llevó a cabo en el acto, junto al muro del cementerio, y el valiente sargento de oficina Wanék pidió que no le cubrieran los ojos. Al preguntarle si deseaba algo más contestó: «Enviad mi último saludo a mi batallón por medio de un parlamentario y hacedle saber que muero convencido de que seguirá su victorioso camino. Además, pedidle al capitán Sagner que eleve la ración de carne a dos conservas y media diarias por persona siguiendo la última orden del comando de la brigada». Así murió nuestro sargento de oficina Wanék. Su última frase llenó de pánico al enemigo. Éste había creído que impidiendo que atravesáramos el río nos cortaba el paso a nuestros puntos de aprovisionamiento, con lo que conseguía que nos muriéramos de hambre y que nuestras filas se desmoralizaran. De la tranquilidad con que Wanék aceptó su muerte da testimonio el hecho de que antes de ser ejecutado jugara a cartas con los oficiales enemigos. «Lo que he ganado, dadlo a la Cruz Roja rusa», dijo cuando se encontraba ya ante la boca de los fusiles. Esta noble generosidad hizo saltar las lágrimas a los militares que se hallaban presentes.

Discúlpeme por haberme permitido disponer del dinero que ha ganado, señor Wanék —prosiguió el voluntario—. He estado pensando si había que hacerlo llegar a la Cruz Roja austríaca, pero al final he supuesto que desde el punto de vista humano da igual, siempre que se dé a una institución humanitaria.

—Nuestro sargento, que en paz descanse —dijo Schwejk— hubiera podido darlo al asilo de la ciudad de Praga, pero así es mejor. Al fin y al cabo es posible que el alcalde se comprara con ello una morcilla de hígado para desayunar.

—Desde luego, la gente roba en todas partes —dijo el telefonista Chodounsky.

—Sobre todo en la Cruz Roja —dijo muy enfadado el cocinero Jurajda—. En Bruck conocí a un cocinero que hacía la comida para las enfermeras y me dijo que la presidenta de estas hermanas y la enfermera jefe enviaban a su casa cajas enteras de Málaga y de chocolate. La ocasión la pintan calva. Es el destino del hombre. En su eterna vida todos los hombres sufren diversas transformaciones y en algún período han de aparecer como ladrones. Yo mismo he pasado ya por esta fase.

El cocinero ocultista Jurajda sacó una botella de coñac de su saco de provisiones.

—Ya veis —dijo abriendo la botella—, una prueba inequívoca de mi afirmación. La cogí en la cocina de oficiales antes de que saliera el tren. Coñac de la mejor marca. Tenían que usarlo para rociar tortas de Linz, pero estaba predestinado a que yo lo robara, de la misma manera que yo estaba predestinado a transformarme en ladrón.

—Y tampoco estaría mal que nosotros estuviéramos predestinados a ser sus cómplices —dijo Schwejk—. Tengo una especie de presentimiento.

En efecto, esta predestinación se cumplió. A pesar de la protesta del sargento de oficina que afirmaba que se debía repartir el coñac de una manera justa y beberlo en los cuencos, ya que eran cinco, y siendo el número impar era fácil que alguien echara un trago de más. Schwejk observó:

—Es cierto; si Wanék quiere un número par, que salga del grupo para que no haya peleas ni escenas desagradables. Así, pues, Wanék revocó su proposición y entonces, generosamente, sugirió que Jurajda, el donante, se colocara de tal manera que le fuera posible beber dos veces, lo cual provocó una tempestad de protestas, pues Wanék ya había bebido una vez al abrir la botella y probar el coñac.

Al final se aceptó la proposición del voluntario de un año de beber por orden alfabético. Él basó su sugerencia diciendo que los nombres tenían cierto valor augural.

El primero por orden alfabético, Chodounsky, empezó dirigiendo una amenazadora mirada a Wanék. Éste pensaba que siendo el último podría echar un trago más. Fue un gran error matemático, pues había veintiún tragos.

Entonces jugaron al tresillo y se demostró que el voluntario acompañaba todos los «saqueos» con piadosas frases de las Sagradas Escrituras. Al robar la sota exclamó:

—Señor mío y Dios mío, déjame también este año este mozo para poder labrar la tierra y abonarla para que me dé frutos.

Cuando se le reprochó haberse atrevido incluso a quedarse con el ocho exclamó con solemne voz:

—O ¿hay alguna mujer que teniendo diez denarios si pierde uno no enciende la luz, barre la casa y busca con afán hasta que lo encuentra? Y cuando lo ha encontrado llama a sus amigas y vecinas y les dice: «Alegraos conmigo, pues he comprado el ocho y el rey de triunfo junto con el as». De modo que dadme las cartas: habéis caído todos.

En efecto, el voluntario de un año Marek tenía mucha suerte con las cartas. Los demás se mataban siempre con triunfo, pero él tiraba una carta más alta, ganaba constantemente y les gritaba:

—Y habrá un gran temblor de tierra y el horror del hambre y de la peste, y en el cielo habrá grandes señales.

Al final se hartaron y dejaron de jugar después que el telefonista perdió por anticipado la paga de medio año. Este se quedó aterrado y el voluntario le pidió una obligación que dijera que cuando el sargento de oficina Wanék repartiera las pagas tenía que pagarle a él la de Chodounsky.

—No temas, Chodounsky —lo consoló Schwejk—. Si tienes suerte, caerás en la primera batalla y Marek tendrá que quedarse con las ganas. Fírmaselo.

La advertencia de que podía caer produjo a Chodounsky una desagradable sensación. Por ello dijo muy decidido:

—No puedo caer porque soy telefonista y los telefonistas están siempre a cubierto. Los cables sólo se tensan una vez terminada la batalla. Entonces es cuando se va a arreglar los desperfectos.

El voluntario de un año observó que ocurría todo lo contrario y que los telefonistas estaban expuestos a grandes peligros y que la artillería enemiga se fijaba principalmente en ellos. No hay telefonista seguro. Aunque estuviera a diez metros bajo tierra, la artillería enemiga lo encontraría. Los telefonistas mueren a barullo. Prueba de ello la había dado el 28 curso para telefonistas que había tenido lugar en Bruck precisamente cuando él se marchaba.

Chodounsky se quedó desconsolado por lo que Schwejk se vio movido a dirigirle unas palabras amables y bondadosas:

—En resumen; todo esto es mentira.

Chodounsky contestó muy gentil:

—Calla, hijo.

—Voy a mirar la letra Ch en mis notas de la historia del batallón.

Chodounsky… Chodounsky… hum…, ajá, aquí lo tenemos: telefonista Chodounsky, sepultado por una mina. Desde su fosa telefonea a la plana mayor: «Muero felicitando a mi batallón por la victoria».

—Eso tiene que bastarte —dijo Schwejk—, ¿o quieres añadir algo más? ¿Te acuerdas del telefonista del Titanic, que cuando el barco ya se hundía siguió telefoneando a la cocina para preguntar qué habría para comer?

—Eso no ocurrirá —dijo el voluntario de un año—. En todo caso, Chodounsky puede completar su exclamación antes de morir gritando por teléfono: «¡Saludos a la brigada de hierro!»