4. Schwejk es expulsado del manicomio
Más tarde, cuando Schwejk describió su vida en el manicomio lo hizo con increíbles alabanzas:
—La verdad es que no sé por qué los locos se enfadan cuando los encierran. Allí uno puede arrastrarse desnudo sobre la hierba, aullar como un chacal, bramar y morder. Si uno quisiera hacer eso en cualquier otra parte la gente se extrañaría, pero allí es algo natural. Allí hay una libertad como ni siquiera los socialistas han podido soñar. Uno puede incluso hacerse pasar por Dios o por la Virgen María, o por el Papa, o por el rey de Inglaterra, o por Su Majestad el Emperador, o por san Wenceslao, aunque este último estaba siempre desnudo y encadenado, solo en una celda. Había otro que afirmaba a gritos que era el arzobispo pero lo único que hacía era comer y otra cosa, con perdón, ya saben, aquello que cuadra un poquito con la comida. Pero allí nadie se avergonzaba de hacerlo. Uno incluso quiso ser santos Cirilo y Metodio para que le dieran dos raciones. Y había también un señor encinta que invitó a todo el mundo al bautizo. Había muchos actores, políticos, pescadores y scauts, [8] coleccionistas de sellos y pintores. Uno estaba allí por unos potes viejos que él había llamado urnas cinerarias. Otro llevaba siempre la camisa de fuerza para no poder calcular cuándo acabaría el mundo. También encontré a un par de profesores. Uno de ellos me seguía siempre y me contó que la cuna de los gitanos había sido Riesengebirge, y el otro me explicó que en el interior de la tierra hay un globo terráqueo mucho mayor que el de fuera.
Todos podían decir lo que querían y lo que se les ocurría, como si estuvieran en el parlamento. A veces contaban cuentos y cuando a una princesa las cosas le iban mal se peleaban. El más salvaje era un señor que pretendía ser el tomo 16 del diccionario de Otto. Pedía a todo el mundo que le abriera y buscara la palabra «costurera de cartones», porque si no estaba perdido. Sólo se calmó cuando le pusieron la camisa de fuerza. Entonces se quedó tranquilo porque se pensaba que estaba en la prensa de encuadernación. Pidió que lo desviraran de una manera moderna. Allí se vivía en todos los aspectos como en el paraíso. Se puede gritar, aullar, cantar, llorar, balar, gemir, saltar, rezar, dar volteretas, ir a cuatro gatas, saltar sobre un pie, en corro, bailar, pasar el día agachado o encaramarse a las paredes. Nadie se acerca y te dice: «Caballero, esto no puede hacerlo; no está bien, debiera avergonzarse. ¿Y usted quiere ser un hombre culto?» Claro que también hay locos completamente tranquilos. Había un hombre muy culto, un inventor, que siempre estaba perforándose la nariz y al final un día dijo: «Acabo de inventar la electricidad». Como digo, aquello era estupendo. Los pocos días que pasé en el manicomio cuentan entre los más hermosos de mi vida.
Y verdaderamente, ya la recepción que se dispensó a Schwejk en el manicomio cuando el tribunal criminal lo envió para que fuera sometido a observación, sobrepasó todas sus esperanzas. Primero lo desnudaron, luego le dieron un camisón y lo llevaron al baño: dos enfermeros lo agarraron familiarmente por debajo de los brazos mientras otro lo entretenía explicándole una anécdota judía. En el cuarto de baño lo metieron en una bañera con agua caliente. Luego lo sacaron y lo llevaron a una ducha fría. Esta operación la repitieron tres veces y luego le preguntaron si le gustaba. Schwejk dijo que era más agradable que en los baños de Karlsbrücke y que le gustaba mucho bañarse.
—Si además me cortan las uñas y el cabello no me faltará nada para que mi felicidad sea completa —añadió sonriendo amablemente.
También este deseo se cumplió. Después de frotarlo a conciencia con una esponja los enfermeros lo envolvieron en una sábana y lo llevaron al primer departamento, lo metieron en la cama, lo cubrieron con una manta y le pidieron que se durmiera.
Todavía hoy Schwejk relata con amor:
—Imagínese, me llevaron, de verdad, me llevaron. En aquel momento fui totalmente feliz.
Y también se durmió feliz en la cama. Luego lo despertaron para colocar delante suyo una taza de leche y un panecillo. El panecillo acababan de cortarlo en trocitos y mientras uno de los enfermeros le agarraba las dos manos el otro mojaba los trozos de pan en la leche y lo alimentaba como a un pato con bolas de pan. Después de darle de comer lo cogieron por debajo de los brazos y lo llevaron al retrete. Allí le pidieron que hiciera sus necesidades mayores y menores.
También de este hermoso momento habla Schwejk con amor y yo tengo que reproducir con sus propias palabras lo que entonces hicieron con él. Sólo digo lo que Schwejk cuenta:
—Y uno de ellos me sujetaba los brazos.
Luego volvieron a llevarlo a la habitación, lo metieron en la cama y le pidieron de nuevo que se durmiera. Cuando estaba dormido lo despertaron y lo llevaron a la sala de consulta, en la cual Schwejk, completamente desnudo, de pie delante de dos médicos, se acordó de la gloriosa época en que le declararon apto para el servicio militar. Sin querer se escapó de sus labios:
—Apto.
—¿Qué dice? —preguntó uno de los médicos—. Dé cinco pasos al frente y retroceda otros cinco.
Schwejk dio diez pasos.
—Le he dicho que dé cinco —dijo el médico.
—A mí no me viene de un par de pasos —dijo Schwejk.
Entonces los médicos le pidieron que se sentara en una silla. Uno le golpeó la rodilla y le dijo al otro que los reflejos eran totalmente normales, a lo que éste sacudió la cabeza y empezó a darle él mismo golpes en la rodilla. Mientras tanto el primero levantó los párpados de Schwejk y examinó sus pupilas. Luego se fueron a la mesa y soltaron un par de expresiones latinas.
—Oiga, ¿sabe cantar? —le preguntó uno a Schwejk—. ¿Podría cantarnos una canción?
—En seguida, caballeros —contestó Schwejk—. No tengo voz ni oído musical pero si es que quieren divertirse intentaré complacerlos.
Y Schwejk empezó:
Aquel pequeño monje
allí, en su sillón,
está mirando al suelo
en profunda meditación.
Por sus mejillas corren
dos lágrimas amargas.
—Ya no sé más —dijo Schwejk—, pero si quieren les canto otra:
¡Cuán triste me siento hoy!
¡Cuán afligido mi corazón!
Allá lejos, con las estrellas
se encuentra mi alegría.
—Y tampoco ésta puedo seguirla —suspiró Schwejk—. Sé también la primera estrofa de Kde domov muj [9] y «El general Windischgrátz y sus señorías dieron las órdenes al amanecer» y otros pocos cantos nacionales como «Dios Conserve, Dios proteja» y «Cuando fuimos a Jaromer» y «Te saludamos mil veces».
Los dos médicos se miraron y uno de ellos preguntó a Schwejk:
—¿Habían examinado ya alguna vez su estado mental?
—En el servicio militar —contestó Schwejk con solemnidad y orgullo—. Los médicos militares me declararon idiota manifiesto.
—¡Me parece que es usted un farsante! —le gritó el segundo médico.
—Señores —se defendió Schwejk—, no soy ningún farsante, soy un verdadero idiota; pueden informarse en la oficina del regimiento 91, en Budweis, o en el comando de complemento de Karolinental.
El mayor de los médicos hizo con la mano un gesto desesperado y señalando a Schwejk dijo a los enfermeros:
—Devuélvanle la ropa a este hombre y llévenlo a la tercera clase, en el tercer pasillo. Luego uno de ustedes vuelva y lleve todos los documentos sobre él a secretaría y ahí diga que hay que despacharlo pronto para que no moleste a los demás. Los médicos dirigieron otra fulminante mirada a Schwejk, el cual retrocedió respetuosamente hacia la puerta haciendo una cortés reverencia. Uno de los enfermeros le preguntó qué eran esas tonterías que estaban haciendo y él respondió:
—Porque no estoy vestido y no quiero enseñarles nada a los señores para que no piensen que soy ordinario y descortés.
Desde el momento en que los enfermeros recibieron la orden de devolverle su ropa no le dedicaron ya el menor cuidado. Le ordenaron que se vistiera y uno lo condujo a la tercera dase. Aquí, durante los pocos días que se necesitaban para llevar a cabo su despido por escrito en la secretaría, tuvo ocasión de hacer bonitas observaciones. Los decepcionados médicos le entregaron el dictamen según el cual era un «farsante insensato». Y como lo hicieron salir antes de la comida hubo una pequeña escena.
Schwejk dijo que no se podía echar a nadie del manicomio sin darle la comida.
Puso fin a la escena un policía que había ido a buscar el portero y que llevó a Schwejk a la Comisaría de Policía de la Salmgasse.