1. De Bruck an der Leitha a Sokal
El teniente Lukasch andaba excitado de un lado a otro de la oficina de la 11 compañía. La oficina era un oscuro agujero del barracón separado del pasillo por un tabique de madera. En ella había una mesa, dos sillas, una lata de petróleo y un catre.
Ante el teniente se encontraba el sargento de oficina Wanék. Este preparaba el pago de los sueldos, llevaba la contabilidad de la cocina, en resumen, era el ministro de finanzas de toda la compañía, se pasaba el día en la oficina e incluso dormía allí.
En la puerta había un soldado de infantería gordo con una barba como Rübezahl [38]. Baloun, el nuevo asistente del teniente que antes de entrar en el ejército era molinero, de las cercanías de Krummau.
—Desde luego me ha buscado un asistente magnífico —dijo el teniente Lukasch al sargento de oficina—. Le estoy muy agradecido por tan agradable sorpresa. El primer día lo envío a la cocina a la hora del almuerzo y se me come la mitad de mi ración.
—Se me ha derramado; perdone —dijo el gigante—. Bien, se te ha derramado, pero sólo has podido derramar sopa o salsa, no el asado. Me has traído un trozo tan pequeño que ni se ve. ¿Y dónde has dejado el pastel?
—Yo…
—No lo niegues, te lo has comido.
El teniente Lukasch pronunció las últimas palabras con tal seriedad y con voz tan severa que Baloun retrocedió dos pasos involuntariamente.
—Me he informado en la cocina de lo que teníamos hoy. Había sopa con albóndigas de hígado. ¿Dónde has dejado las albóndigas? Las has ido pescando durante el camino; es la pura verdad. Luego había carne de buey con pepinos. ¿Qué has hecho con ella? También te la has comido. Dos tajadas de asado y no has traído más que media, ¿eh? Dos trozos de pastel de hojaldre. ¿Dónde los has dejado? Te los has embuchado, cerdo, miserable, asqueroso. Di, ¿dónde has dejado el pastel?, ¿que se te ha caído? ¿Que ha venido corriendo un perro, lo ha cogido y se lo ha llevado? ¡Jesús, María! Voy a darte un par de tortas tales que se te pondrá la cabeza como un bombo. Y sigue negándolo el muy puerco. ¿Sabes quién lo ha visto? Aquí, el sargento Wanék. Ha venido y me ha dicho: «A sus órdenes, mi teniente; ese cerdo, su Baloun, está comiendo su comida. He mirado por la ventana y lo veo llenándose como si no hubiera comido en toda la semana». Oiga sargento, ¿verdaderamente no ha podido encontrarme más que a ese tipo?
—A sus órdenes, mi teniente. Baloun parecía el hombre más honrado de toda nuestra compañía. Es tan torpe que no se acuerda de cómo se hacen las maniobras y si se pusiera un fusil en sus manos haría cualquier desastre. Durante los últimos ejercicios sin balas casi le saca el ojo a su vecino. Creí que al menos podría desempeñar este cargo.
—Y comer siempre el almuerzo de su amo —dijo Lukasch como si no le bastara una ración. ¿Tienes hambre?
—A sus órderies, mi teniente; yo siempre tengo hambre.
Cuando a alguien le queda pan se lo compro por cigarrillos y aún no me basta. Es mi constitución. Siempre pienso que ya estoy harto pero no es así. Al cabo de un momento el estómago empieza a hacerme ruidos y, tate, ya vuelvo a tener hambre. A veces pienso realmente que ya tengo bastante, que ya no puedo meter nada más, pero no. Veo a alguien comiendo o simplemente percibo el olor e inmediatamente siento el estómago como después de haber barrido, me empieza a exigir sus derechos y preferiría tragar clavos. Ya he pedido que me den ración doble. En Budweis fui a ver al médico del regimiento y él me hizo estar tres días en la enfermería y no me recetó más que un cuenco de sopa cada día. «Te voy a enseñar a tener hambre, canalla» me dijo. «Si vuelves saldrás como una caña». No tengo necesidad de ver cosas buenas, mi teniente, las corrientes también me atraen y entonces la boca se me hace agua en seguida. Suplico humildemente que se me conceda doble ración, mi teniente. Si no hay carne al menos el acompañamiento: patatas, albóndigas, un poco de salsa, esto siempre queda…
—Bien, Baloun, ya he oído tus insolencias —contestó el teniente Lukasch—. Sargento, ¿ha oído alguna vez de algún soldado tan atrevido como éste? Se me come el almuerzo y aún quiere que se le conceda ración doble. Voy a enseñarte a digerir, Baloun. Sargento —dijo dirigiéndose a Wanék—, llévelo al cabo Wiederhofer para que lo ate en el patio que hay junto a la cocina durante dos horas, hasta que repartan el gulasch esta noche. Que lo ate de modo que sólo toque al suelo con las puntas de los pies y pueda ver la marmita donde se cuece el gulasch. Y arréglelo de forma que ese tipo todavía esté atado cuando repartan el gulasch en la cocina para que se le haga la boca agua como a una perra hambrienta cuando husmea en una choricería. Dígale al cocinero que reparta su ración.
—A la orden, mi teniente. Venga, Baloun.
Cuando se disponían a marcharse el teniente los detuvo en la puerta y contemplando el horrorizado rostro de Baloun gritó victorioso:
—Te lo has buscado, Baloun. ¡Que te aproveche! Y si me lo haces otra vez te enviaré sin piedad al juicio sumarísimo. Cuando Wanék volvió y anunció que Baloun ya estaba atado el teniente Lukasch dijo:
—Wanék, usted me conoce y sabe que no me gusta hacer estas cosas, pero no puedo actuar de otro modo. En primer lugar va usted a ver cómo gruñe el perro cuando le quitan el hueso. No quiero tener a mi alrededor a ningún infame, y segundo, el hecho de que Baloun esté atado tiene un gran significado psicológico y moral para toda la tropa. En estos últimos tiempos, desde que están en la compañía y saben que mañana o pasado van a ir al campo de batalla, esos tipos hacen lo que quieren.
El teniente Lukasch parecía desolado y prosiguió en voz baja:
—Como ya sabe, anteayer, en los ejercicios nocturnos, teníamos que maniobrar contra la escuela de voluntarios detrás de la fábrica de azúcar. El primer tropel, la avanzada, fue tranquilamente por la carretera porque lo llevaba yo, pero el segundo, que tenía que ir a la izquierda y enviar a la fábrica de azúcar patrullas avanzadas, se comportó como si regresara de una excursión. Fueron cantando y pataleando de tal manera que tenían que oírlos desde el campamento. Luego, en el ala derecha, el tercer grupo se fue a explorar el terreno que hay debajo del bosque, estuvo alejado de nosotros unos buenos diez minutos y desde esta distancia aún podía verse cómo fumaban: unos puntitos de fuego en la oscuridad. Y el cuarto grupo, que tenía que formar la retaguardia, sabe Dios lo que pasó, apareció de repente delante de nuestra avanzada de modo que creyeron que era el enemigo y yo tuve que retroceder ante mi propia retaguardia que avanzaba hacia nosotros. Es la compañía 11. ¿Qué puedo hacer con ellos? ¿Cómo se comportarán en la batalla de verdad?
El teniente Lukasch había juntado las manos; parecía un mártir. Su nariz se alargaba cada vez más.
—No haga casó, mi teniente —dijo el sargento Wanék intentando tranquilizarlo—. No se rompa la cabeza con eso. Yo ya he estado en tres compañías y nos las liquidaron a todas y al batallón entero y fuimos a formar de nuevo. Y todas las compañías eran iguales, idénticas a la suya, mi teniente. La peor era la novena. Arrastró a prisión a todos los grados junto con su comandante. Yo sólo me salvé porque fui al tren del regimiento a buscar ron y vino y lo arreglaron sin mí. ¿No sabe que durante los últimos ejercicios nocturnos de los que usted ha hablado, la escuela de voluntarios de un año que debía llegar a nuestra compañía llegó al lago Neusiedler? Siguió andando hasta la madrugada y la avanzada fue a parar al pantano. Y los llevaba el propio capitán Sagner. Si no hubiera amanecido tal vez hubieran llegado a Sopron —prosiguió en tono de misterio el sargento de oficina que estaba al corriente de todos estos acontecimientos que le proporcionaban gran regocijo—. ¿Y sabe que el capitán Sagner ha de ser comandante de nuestro batallón, mi teniente? —dijo guiñando el ojo confidencialmente—. Hegner, el sargento de la plana mayor dijo que primero pensaron que el comandante del batallón sería usted porque es el oficial más antiguo de aquí y luego llegó a la brigada la noticia de la división de que habían nombrado al capitán Sagner.
El teniente Lukasch fijó la vista en la arena y encendió un cigarrillo. Ya lo sabía y estaba convencido de que habían cometido una injusticia con él. El capitán Sagner ya le había pasado dos veces en el ascenso. Sin embargo, sólo dijo:
—Lo que el capitán Sagner…
—No me gusta nada —confesó confidencialmente el sargento de oficina—. Hegner ha dicho que al empezar la guerra, en Serbia, en no sé qué parte de las montañas junto a Montenegro, el capitán Sagner quiso distinguirse y lanzó a sus compañías una tras otra hacia las ametralladoras de las posiciones serbias a pesar de que era completamente inútil y la infantería no valía nada y sólo la artillería hubiera podido hacer bajar a los serbios de las montañas. De todo el regimiento no quedaron más que ochenta hombres; al propio capitán Sagner lo hirieron en la mano y luego, en el hospital, tuvo disentería y volvió a aparecer en el regimiento de Budweis y ayer por la noche en el casino dijo que se alegraba mucho de ir al frente, que dejará allí al batallón, pero que hará algo y le darán el Signum laudis, que por lo de Serbia sufrió una reprimenda, pero que ahora caería con todo el batallón o lo ascenderían a teniente coronel y que el batallón tiene que creerlo. Yo, mi teniente, creo que este riesgo nos afecta también a nosotros. Hace poco, Hegner me dijo que usted y el capitán Sagner no están en muy buenas relaciones y que va a mandar a nuestra compañía 11 a los peores puestos.
El sargento de oficina suspiró.
—Yo opino que en una guerra como ésa, en la que hay tanto ejército y el frente es tan amplio, se lograrían mejores resultados con maniobras tal como Dios manda que con cualquier ataque desesperado. Me di cuenta en el desfiladero de Dukla con la décima compañía. Entonces fue todo como una seda; llegó la orden de no disparar, de modo que no disparamos y esperamos que los rusos se nos acercaran. Los hubiéramos apresado sin tiroteo, pero a nuestro lado, en el ala izquierda, teníamos a las «moscas de hierro», y esa idiota guardia nacional se asustó tanto de que los rusos se acercaran que empezaron a deslizarse por la pendiente nevada como si fuera un tobogán y entonces nos ordenaron que intentásemos llegar a la brigada, puesto que los rusos habían derribado el ala izquierda. Entonces yo estaba en la brigada para comprobar el libro de manutención de la compañía porque no podía encontrar nuestro tren de impedimenta y en aquel momento los primeros de la décima compañía empezaron a llegar a la brigada. Al atardecer habían llegado ciento veinte; los demás, deslizándose por la nieve al retirarse, se perdieron y cayeron en las posiciones rusas. Fue espantoso, mi teniente; los rusos tenían posiciones en todos los Cárpatos, arriba y abajo. Y entonces el capitán Sagner…
—Deje ya en paz al capitán Sagner —dijo el teniente Lukasch—. Lo sé todo, y no vaya a creer que cuando haya cualquier tormenta o combate se encontrará usted casualmente en el tren de impedimenta o en busca de ron y vino. Ya me han advertido que bebe usted mucho y sólo al ver su nariz colorada sabe uno con quién se las tiene que haber.
—Esto me viene de los Cárpatos, mi teniente. Allí teníamos que hacerlo; la comida llegaba fría, las trincheras estaban en la nieve, no podíamos encender fuego, de modo que lo único que nos aguantaba era el ron. Y si no hubiera sido por mí hubiera ocurrido lo mismo que en otras compañías que no tenían ron: la gente se murió congelada. Nosotros, en cambio, teníamos la nariz colorada por el ron. Sin embargo tuvimos mala suerte porque vino la orden del batallón de patrullar solamente a los soldados de nariz colorada.
—Ahora ya hemos pasado el invierno —observó significativamente el teniente.
—Mi teniente, en el campo el ron es imprescindible en todas las estaciones, lo mismo que el vino. Da buen humor, por así decir. Con media copa de vino y un cuarto de litro de ron, su gente se le pelea con quienquiera. ¿Quién es el animal que vuelve a llamar a la puerta? ¿No puede leer el cartel que dice «No llamar»? ¡Adelante!
El teniente Lukasch dio media vuelta en su silla en dirección a la puerta y vio cómo ésta se abría lenta y suavemente. Y con la misma suavidad entró en la oficina de la 11 compañía el valeroso soldado Schwejk. Este saludó desde allí mismo, cosa que evidentemente había hecho ya al llamar mientras contemplaba el letrero: «No llamar».
Este saludo era el acompañamiento adecuado a su rostro infinitamente contento y despreocupado. Parecía el dios griego del robo con el modesto uniforme de un soldado de infantería austríaco.
Al ver al valeroso soldado Schwejk abrazándole y besándole con la mirada el teniente Lukasch cerró los ojos un momento. Más o menos con la misma satisfacción contempló a su padre el hijo pródigo, perdido y hallado cuando aquél hizo asar un cordero en su honor.
—A sus órdenes, mi teniente; ya vuelvo a estar aquí —anunció Schwejk desde la puerta con tan sincera ingenuidad que el teniente se recuperó de golpe.
Desde el momento en que el coronel Schröder le había comunicado que volvería a enviarle a Schwejk el teniente Lukasch había ido aplazando el encuentro. Todas las mañanas se decía: «Hoy todavía no vendrá. Tal vez ha armado alguna allí y aún no le dejan salir».
Y con su entrada, llevada a cabo de una manera tan simpática y sencilla, Schwejk redujo a su justa medida todos estos cálculos.
Schwejk miró al sargento de oficina Wanék, se dirigió a él y con una amable sonrisa le entregó los papeles que sacó del bolsillo de su abrigo.
—Sargento, he de entregar estos papeles que me han dado en la oficina del regimiento. Es por la paga y el anticipo de mi manutención.
Schwejk se movía en la oficina de la 11 compañía con tal libertad y soltura como si fuera el mejor compañero de Wanék. El sargento de oficina reaccionó sencillamente con estas palabras:
—Déjelo sobre la mesa.
—Sargento, hará bien dejándome a solas con Schwejk —dijo suspirando el teniente.
Wanék se fue y se quedó detrás de la puerta para escuchar lo que decían. Al principio no oyó nada, pues Schwejk y el teniente Lukasch permanecieron en silencio largo rato mirándose mutuamente. Lukasch miró a Schwejk como si quisiera hipnotizarlo, como un gallo que se encuentra frente a un pollito y se dispone a abalanzarse sobre él.
Schwejk miraba al teniente Lukasch como siempre, con su húmeda y suave mirada, como si quisiera decir: «De nuevo juntos, mi vida; ahora ya no nos separará nada, palomita». Y como el teniente Lukasch no decía nada, los ojos de Schwejk hablaban con melancólica ternura: «Bueno, tesoro mío, di algo, habla».
El teniente Lukasch interrumpió tan penoso silencio con las siguientes palabras, a las que intentó dar una buena cantidad de ironía:
—Bienvenido, Schwejk. Le agradezco la visita. Eso son invitados.
Pero no pudo contenerse y la ira de los últimos días se desató a través de un puñetazo en la mesa tan tremendo que el tintero saltó por los aires salpicando de tinta la «lista de pagos».
Al mismo tiempo el teniente Lukasch se levantó, se plantó delante de Schwejk y le gritó:
—¡Pedazo de animal!
Entonces empezó a dar vueltas de un lado a otro de la oficina escupiendo siempre a Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente —dijo Schwejk, ya que el teniente Lukasch no dejaba de dar vueltas y lanzaba a la pared arrugadas pelotas de papel que cogía de la mesa—. Entregué la carta como debía. Encontré a la señora Kakonyi y puedo decir que es una muchacha muy guapa; la vi incluso llorando…
El teniente Lukasch se sentó en el caballete del sargento de oficina y gritó con voz ronca:
—¿Cuándo terminará todo eso, Schwejk?
Como si no hubiera oído la pregunta, Schwejk prosiguió:
—Entonces me pasó algo un poco desagradable, pero yo tomé toda la responsabilidad. Claro que no creyeron que yo mantuviera correspondencia con la señora y entonces, para borrar toda huella, preferí tragarme la carta en el interrogatorio. Entonces, por pura casualidad, no puedo explicármelo de otro modo, me vi metido en una pequeña pelea sin importancia. También salí de este apuro: comprendieron mi inocencia y suspendieron la investigación. He estado un par de minutos en la oficina del regimiento hasta que ha llegado el coronel. Éste me ha reñido un poco y me ha dicho que me presentara en seguida a usted como ordenanza y me ha ordenado que le dijera que vaya a verle inmediatamente. Ya hace más de media hora, pues el coronel no sabía que me arrastrarían a la oficina y que estaría esperando allí más de un cuarto de hora porque durante todo este tiempo habían retenido mi paga y tenía que pagármela el regimiento y no la compañía, porque vine como preso del regimiento. Allí todo está tan confuso y revuelto que es como para volverse loco.
Cuando el teniente Lukasch oyó que hacía media hora que debía haberse presentado al coronel Schröder dijo, vistiéndose a toda prisa:
—¡Ya ha vuelto a hacérmela buena, Schwejk!
Su voz era tan desasosegada que Schwejk intentó tranquilizarlo con palabras amables, de manera que cuando el teniente se abalanzó hacia la puerta, gritó:
—Pero el coronel esperará; no tiene nada que hacer. Poco después de haberse marchado el teniente entró en la oficina el sargento Wanék.
Schwejk estaba sentado en la silla y atizaba el fuego de la pequeña estufa de hierro echando trozos de carbón por la puertecita abierta. La estufa echaba humo y desprendía mal olor, y Schwejk siguió con su distracción sin hacer caso de Wanék. Este lo contempló un rato, pero luego dio una patada a la puerta y le pidió que se largase.
—Sargento —dijo Schwejk con dignidad—, me permito hacerle saber que a pesar de mi buena voluntad no puedo obedecer su orden y desaparecer del campamento, pues estoy sujeto a disposiciones superiores. Estoy aquí como ordenanza —añadió con orgullo—. El coronel Schröder me ha destinado a la 11 compañía, con el teniente Lukasch, del que he sido asistente, pero gracias a mi innata inteligencia me han asceñdido a ordenanza. El teniente y yo somos viejos amigos. ¿Qué era usted de paisano, sargento?
Al sargento de oficina le sorprendió tanto ese tono familiar, propio de compañeros, del valeroso soldado Schwejk que haciendo caso omiso de su dignidad (que gustaba mucho en mostrar ante los soldados de la compañía), contestó como si fuese subordinado suyo:
—Soy como quien dice el droguero Wanék, de Kralup.
—Yo también estuve de aprendiz con un droguero, con un señor llamado Kokoschka, en Praga, en Bergstein —dijo Schwejk—. Era un hombre muy especial y cuando una vez, por equivocación, encendí un barril de bencina en el sótano y se incendió, me echó, y el gremio no volvió a aceptarme, de modo que por un miserable barril de bencina no pude terminar mis estudios. ¿Hace usted también hierbas para las vacas?
Wanék sacudió la cabeza.
—Nosotros hacíamos hierbas para las vacas con estampas. El señor Kokoschka era un hombre muy piadoso y una vez leyó no sé dónde que san Pelegrín curó al ganado de hidropesía. Así, pues, mandó que le imprimieran estampas de san Pelegrín en no sé qué parte de Smíchov y que las bendijeran en Emaús por doscientos florines. Entonces las pusieron en los paquetes de hierbas para las vacas. Estas hierbas las mezclaban en agua caliente que luego le daban a beber a la vaca y mientras tanto se leía una breve oración a san Pelegrín que había escrito el señor Tauchen, nuestro dependiente. Es que cuando imprimieron las estampas de san Pelegrín al otro lado pusieron una breve oración. Nuestro viejo Kokoschka mandó llamar una noche al señor Tauchen y le dijo que al día siguiente tenía que haber escrito una breve oración referente a las hierbas y a la estampa, que a las once, cuando llegara a la tienda ya tenía que estar lista para poder ir a la imprenta, que las vacas estaban esperando la oración. Una cosa o la otra. Si escribía algo bueno, se ganaba un florín; de lo contrario, podía marcharse al cabo de quince días. El señor Tauchen pasó la noche sudando y por la mañana, sin haber dormido nada y sin haber escrito nada, se fue a abrir la tienda. Olvidó incluso cómo se llamaba el santo de las hierbas. Entonces nuestro criado Fernando lo sacó del apuro. Él lo acertaba todo. Cuando estábamos secando camamilla en el suelo venía siempre, se quitaba las botas y nos enseñaba cómo los pies dejan de sudar. Abrió el pupitre donde estaba el dinero y nos enseñó a hacer fraudes con las mercancías. Cuando era jovencito, en casa tenía una farmacia con cosas que me llevé de la tienda y ni «los de la caridad» [39] tenían una igual. Y ése ayudó al señor Tauchen y le dijo: «Traiga, señor Tauchen, déjeme ver». El señor Tauchen me envió a por cerveza y antes de traerla, nuestro criado Fernando lo tenía casi terminado. Entonces lo leyó:
Vengo de la celeste altura
con buenas nuevas para toda criatura.
Vaca, carnero, buey y cerdos
no estarán ya más enfermos.
Pues a grande y chico cura
lo que Kokoschka prepara.
»Después de beber la cerveza y lamer la tintura amarga lo terminó en un momento:
San Pelegrín lo inventó y a dos florines se vendio.
San Pelegrín, protege a nuestro rebaño
que siempre tu néctar beberá.
Protege a nuestras vacas, san Pelegrín,
y el campesino tu alabanza cantará.
»Luego, cuando llegó el señor Kokoschka, el señor Tauchen se fue con él al despacho y al salir nos enseñó dos florines, no uno como le había prometido, y quiso darle la mitad a Fernando. Pero éste, al ver los dos florines, se dejó impresionar por el dinero y dijo que no, que todo o nada, de manera que el señor Tauchen no le dio nada y se quedó con los dos florines, me llevó al almacén de al lado, me dio una bofetada y dijo que me daría un centenar de ellas si me atrevía a decir que no lo había ideado y escrito él y aunque Fernando fuera a quejarse a nuestro viejo yo tenía que decir que era un mentiroso. Tuve que jurárselo ante un recipiente de vinagre al estragón y nuestro criado empezó a vengarse en estas hierbas para las vacas. Las mezclábamos en el suelo, en grandes cajas. Él, cuando barría una cagada de ratón, la traía y nos la mezclaba con las hierbas. Entonces recogió bostas de caballo en la calle, las secó en su casa, las machacó en el mortero y las mezcló con las hierbas para las vacas con la estampa de san Pelegrín. Y aún no tuvo bastante. Orinó en esas cajas e hizo una mezcla que parecía caldo de salvado…
Sonó el teléfono. El sargento de oficina cogió corriendo el auricular y después lo apartó malhumorado.
—Tengo que ir a la oficina del regimiento. Así, tan de repente, no me gusta nada.
Schwejk volvió a quedarse solo pero poco después el teléfono sonó de nuevo.
—¿Wanék? Ha ido a la oficina del regimiento. ¿Que quién habla? El ordenanza de la 11 compañía. ¿Quién está ahí? ¿El ordenanza de la 12 compañía? Hola, colega. ¿Cómo me llamo? Schwejk. ¿Y tú? Braun. ¿No eres pariente de un tal Braun, sombrerero de la Ufergasse, en Karolinental? ¿No? ¿No lo conoces? Yo tampoco lo conozco; sólo pasé una vez por allí en el tranvía y me fijé en la casa. ¿Qué hay? Yo no sé nada. ¿Cuándo nos vamos? Aún no he hablado con nadie de la marcha. ¿Adónde hemos de ir?
—Imbécil, al frente con la compañía.
—De eso aún no he oído decir nada.
—¡Pues vaya ordenanza eres! ¿No sabes si tu subteniente…?
—El mío es teniente.
—Da lo mismo. Bueno, ¿tu teniente ha ido a hablar con el coronel?
—Sí; le ha llamado.
—Ya ves, el nuestro también ha ido y el de la 13 compañía también. Ahora mismo acabo de hablar con su ordenanza. Esta prisa no me gusta. ¿No sabes si los de la música hacen ya su equipaje?
—No sé nada.
—No te hagas el tonto. Vuestro sargento de oficina ha recibido ya el aviso, ¿no es cierto? ¿Cuántos soldados tenéis?
—No sé.
—¡Imbécil! ¡Te voy a matar! (Se oye cómo el hombre que está al teléfono dice a alguien que está a su lado: «Coge el segundo auricular, Franz; verás qué ordenanza tan tonto tienen en la 11»). Oye, ¿estás durmiendo o qué? Bueno, cuando tu colega te pregunte contesta. ¿De modo que aún no sabes nada? ¿Vuestro sargento de oficina no ha dicho que vais a ir a buscar conservas? ¿Que no has hablado de estas cosas con él? ¡Imbécil! ¿Que eso no te importa? (Se oye reír). Me parece que estás tocado de la cabeza. Bueno, cuando sepas algo telefonéanos a las 12, hijito, mi pobre tontín. ¿De dónde eres?
—De Praga.
—Pues debieras ser más listo. Otra cosa, ¿cuándo ha ido a la oficina vuestro sargento?
—Le han llamado hace un momento.
—Vaya, hombre, hubieras podido decírmelo antes. El nuestro también ha ido hace un momento. Algo pasa. ¿Has hablado con intendencia?
—No.
—¡Jesús, María y José! ¿Pues qué haces durante todo el día?
—Acabo de llegar hace una hora del tribunal de la división.
—Eso es otro cantar, compañero. Hoy mismo vendré a verte. Llamaré dos veces.
Schwejk se disponía a encender la pipa cuando volvió a sonar el teléfono.
«Me importáis un bledo con vuestro teléfono —pensó Schwejk—. ¡Para charlar con vosotros estoy!»
Pero el teléfono siguió sonando implacable de modo que Schwejk perdió la paciencia, cogió el auricular y gritó:
—Diga, ¿quién habla? Aquí el ordenanza Schwejk de la 11 compañía.
Schwejk reconoció la voz del teniente Lukasch.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Dónde está Wanék? ¡Llámele en seguida y que se ponga al teléfono!
—A sus órdenes, mi teniente. Antes ha sonado el teléfono.
—Oiga, Schwejk, no tengo tiempo para hablar con usted. En el ejército las conversaciones telefónicas no son para charlar como cuando se invita a alguien a comer. Las conversaciones telefónicas han de ser claras y breves. Por teléfono tampoco se dice: «A sus órdenes, mi teniente». Schwejk, yo le pregunto: ¿está por aquí Wanék? ¡Que se ponga en seguida al teléfono!
—A sus órdenes, mi teniente; no está, ha salido de la oficina hace un rato, no hará ni un cuarto de hora. Le han dicho que fuera a la oficina del regimiento.
—Cuando venga ajustaré cuentas con usted, Schwejk. ¿No puede expresarse de una manera simple? Ahora fíjese bien en lo que voy a decirle. ¿Oye claro para que luego no se venga con excusas de que el teléfono se oía mal? Ahora mismo, en cuanto cuelgue el auricular…
Pausa. Nueva llamada. Schwejk cogió el auricular y se vio cubierto de improperios:
—¡Animal!, ¡ladrón!, ¡sinvergüenza! ¿Qué hace? ¿Por qué interrumpe la conversación?
—Con permiso, usted me ha dicho que colgara el auricular.
—Dentro de una hora estaré en casa, Schwejk, y entonces prepárese. Ahora lárguese inmediatamente al barracón, busque a algún jefe de pelotón, a Fuchs por ejemplo, y dígale que tome en seguida a diez hombres y que vaya con ellos al almacén a buscar conservas. Repítalo, ¿qué ha de hacer?
—Ir al almacén con diez hombres a buscar conservas.
—Por fin una vez no dice estupideces. Mientras tanto llamaré por teléfono a Wanék para que vaya también al almacén a buscar conservas. Si mientras tanto llega al barracón que lo deje todo y vaya corriendo al almacén. Y ahora cuelgue el auricular.
Schwejk buscó en vano no sólo al jefe de pelotón Fuchs sino a los demás. Estaban todos en la cocina mordisqueando la carne que quedaba en los huesos y distrayéndose mirando al atado Baloun, que tenía los pies bien fijos en el suelo porque se habían apiadado de él pero que a pesar de ello ofrecía un interesante espectáculo. Un cocinero le llevó una chuleta y se la metió en la boca, y el atado gigante Baloun, ante la imposibilidad de manipular con las manos, la hizo correr con cuidado y la balanceó con ayuda de los dientes y de las encías mordiendo la carne con la expresión de un fantasma del bosque.
—¿Quién de vosotros es el jefe de pelotón Fuchs? —preguntó Schwejk.
El jefe de pelotón Fuchs no creyó que valiera la pena anunciarse al ver que quien preguntaba por él era un soldado raso.
—Bueno —dijo Schwejk—, ¿cuánto rato tendré que estar preguntando? ¿Dónde está el jefe de pelotón Fuchs?
Fuchs dio un paso hacia adelante y con gran dignidad empezó a renegar de todas las maneras posibles diciendo que no había que decir: «¿Dónde está el jefe de pelotón?», sino: «A sus órdenes. ¿Dónde está el jefe de pelotón?», y que si alguien de su sección no decía: «A sus órdenes» le partiría la boca en seguida.
—No tan aprisa —dijo Schwejk discretamente—. Vaya corriendo al barracón, tome diez hombres y vuele al almacén para coger conservas.
El jefe de pelotón Fuchs estaba tan sorprendido que sólo dijo:
—¿Qué?
—Nada de qué —contestó Schwejk—. Soy ordenanza de la 11 compañía y acabo de hablar por teléfono con el teniente Lukasch hace un momento y él ha dicho: «A paso ligero con diez hombres hacia el almacén». Si no lo hace vuelvo en seguida al teléfono. El teniente ordena categóricamente que vaya. Es inútil discutirlo. «Una conversación telefónica» ha dicho el teniente Lukasch, «ha de ser breve y clara. Si se dice: que vaya el jefe de pelotón Fuchs, éste va. Las órdenes no son charlas telefónicas como si se quisiera invitar a comer a alguien. En el ejército, especialmente en la guerra, todo retraso es un delito. Si el jefe de pelotón Fuchs no va en seguida cuando se lo diga telefonéeme inmediatamente y ya ajustaré cuentas con él. Del jefe de pelotón Fuchs no quedará ni rastro». Sí, amigo mío; usted no conoce al teniente Lukasch.
Schwejk dirigió una victoriosa mirada a los grados a los que su aparición había dejado realmente sorprendidos y deprimidos.
El jefe de pelotón Fuchs gruñó algo ininteligible y se alejó con paso ligero mientras Schwejk le gritaba:
—¿Puedo llamar al teniente Lukasch para decirle que todo está en orden?
—Dentro de nada estoy en el almacén con diez hombres —gritó el jefe de pelotón Fuchs desde el barracón y Schwejk, sin decir nada más, se alejó. Los grados estaban tan sorprendidos como el mismo Fuchs.
—Ya empieza —dijo el pequeño cabo Blazék—. Nos vamos. Cuando Schwejk volvió a la oficina de la 11 compañía no tuvo tiempo ni de encenderse la pipa pues el teléfono sonó otra vez. Volvía a ser el teniente Lukasch quien hablaba con Schwejk.
—¿Dónde se había metido, Schwejk? Es la tercera vez que llamo y nadie contesta.
—Ya los he reunido a todos, mi teniente.
—Entonces, ¿ya han ido?
—Claro que han ido pero aún no sé si ya han llegado. ¿Vuelvo allá?
—¿Ha encontrado al jefe de pelotón Fuchs?
—Sí, mi teniente. Primero me ha dicho: ¿Qué?, y cuando le he explicado que las conversaciones telefónicas han de ser breves y claras…
—No empiece a charlar, Schwejk. ¿Todavía no ha vuelto Wanék?
—No, mi teniente.
—No grite de este modo. ¿No sabe dónde podría estar este maldito Wanék?
—No sé dónde se encuentra ese maldito Wanék, mi teniente.
—Estaba en la oficina del regimiento y se ha ido no sé adónde.
—Probablemente estará en la cantina. Búsquelo y dígale que vaya al almacén en seguida, Schwejk. Otra cosa: vaya a buscar al cabo Blazék y dígale que desate en seguida a ese Baloun y a Baloun mándemelo a mí. Cuelgue el auricular.
Schwejk se puso en acción. Cuando encontró al cabo Blazék y le transmitió la orden del teniente, el cabo gruñó:
—Cuando se les empapen las botas entonces sí que tendrán miedo.
Schwejk contempló cómo soltaban a Baloun y anduvo un rato con él pues tenía que pasar por la cantina, donde Schwejk debía encontrar al sargento de oficina Wanék.
Baloun miró a Schwejk como si fuera su salvador y le prometió compartir con él todos los envíos que recibiera de su casa.
—Ahora en casa van a matar el cerdo —dijo con melancolía—. ¿Te gustan las butifarras de sangre o sin sangre? Mira, esta noche escribiré a casa. Mi cerdo pesará unos ciento cincuenta kilos. Tiene la cabeza como un bulldog y ésos son los mejores; no los hay candongos. Es de una raza muy buena y muy fuerte. Tendrá unos cinco dedos de grasa. Cuando estaba en casa yo mismo me hacía las morcillas y siempre me llenaba tanto que estallaba. El cerdo del año pasado pesaba ciento sesenta kilos. ¡Eso sí que era un cerdo! —dijo entusiasmado estrechando fuertemente la mano de Schwejk al despedirse—. Lo crié únicamente con patatas y yo mismo me maravillé de que engordara tanto. Los jamones los metí en agua salada. Un buen pedazo asado con buñuelos de patata, chicharrones y verdura es algo delicioso. ¡Y luego la cerveza cómo sabe! Así uno es feliz. ¡Y la guerra nos ha matado todo eso!
El barbudo Baloun lanzó am profundo suspiro y se dirigió a la oficina del regimiento mientras Schwejk iba a la cantina pasando por la avenida de viejos y elevados tilos.
Mientras tanto el sargento de oficina Wanék estaba tranquilamente sentado en la cantina explicándole a un sargento de la plana mayor amigo suyo cuánto se había podido ganar antes de la guerra con colores para esmalte y capas de cemento.
El sargento de la plana mayor ya estaba alienado. Por la mañana había llegado un terrateniente de Pardubitz, cuyo hijo estaba en el campamento, que había intentado sobornarlo invitándolo toda la mañana en la ciudad.
Ahora estaba desesperado porque ya no encontraba sabor en nada y ni siquiera sabía de qué hablaba. Con la conversación sobre colores para esmalte ya no reaccionaba. Estaba ocupado con sus propias ideas y balbucía algo acerca de un ferrocarril local que iría de Wittingau a Pilsen y viceversa.
Cuando Schwejk entró, Wanék estaba intentando aclararle de nuevo por medio de cifras cuánto se ganaba en una construcción con un kilo de capa de cemento, a lo que el sargento de la plana mayor, pensando en cualquier otra cosa, contestó:
—Murió al volver. Sólo dejó cartas.
Al ver a Schwejk lo confundió con un hombre que no le resultaba simpático y empezó a insultarlo.
Schwejk se acercó a Wanék, que por el contrario estaba muy amable y cariñoso.
—Sargento —dijo Schwejk—, tiene que ir en seguida al almacén. Allí le espera el jefe de pelotón Fuchs con diez hombres; hay que coger conservas. Ha de ir a paso ligero. El teniente ya ha telefoneado dos veces.
Wanék soltó una carcajada.
—Tonto sería si lo hiciera, amiguito. Tendría que insultarme a mí mismo, angelito. Hay tiempo para todo, hijo mío; no se quema nada. Cuando el teniente Lukasch haya preparado tantas compañías como yo podrá hablar y no molestará inútilmente a nadie con su paso ligero. Ya me han dado una orden así en la oficina del regimiento: que nos vamos mañana, que hay que recogerlo todo e ir en seguida a buscar cosas para el viaje. ¿Y qué he hecho yo? He ido a por un cuarto de vino y me he sentado cómodamente sin preocuparme. Las conservas siguen siendo conservas y la serenidad sigue siendo serenidad. Conozco el almacén mejor que el teniente y sé de qué se habla en estas conversaciones de oficiales con el coronel. Que en el almacén hay conservas es algo que imagina el coronel en su fantasía. El almacén de nuestro regimiento no ha tenido jamás conservas y las ha recibido según las circunstancias de la brigada o se las han prestado los otros regimientos con los que se trata. Sólo al regimiento de Beneschau le debemos más de trescientas conservas. ¡Hombre! ¡Cuando deliberen que digan lo que quieran, pero que no vengan con prisas! No, cuando vayan los nuestros, el almacenero les dirá que se han vuelto locos. Ninguna compañía ha tenido conservas para el viaje. ¿No es verdad, cebollón? —dijo dirigiéndose al sargento de la plana mayor.
Pero éste o bien se había quedado dormido o volvía a tener otro ataque de delirio pues contestó:
—Andaba debajo de un paraguas abierto.
—Lo mejor es que lo deje estar todo —prosiguió el sargento Wanék—. Si hoy han dicho en la oficina del regimiento que nos vamos mañana no puede creerlo ni un niño. ¿Podemos irnos sin vagones? Cuando aún estaba allí han telefoneado a la estación: no tienen ni un solo vagón vacío. Con la última compañía pasó lo mismo. Entonces estuvimos dos días en la estación esperando a que alguien se apiadase de nosotros y nos enviara un tren. Y luego no sabíamos adónde íbamos. No lo sabía ni el coronel; ya estábamos atravesando Hungría y todos seguían sin saber si íbamos a Serbia o a Rusia. En cada estación se hablaba directamente con el Estado Mayor de la división. Y nosotros no éramos más que un remiendo. Al final nos cosieron en Dukla: allí nos dieron una buena paliza y nos fuimos a formar de nuevo. Sin prisas; con el tiempo se aclarará todo. No hay que correr por nada. Sí, señor, he dicho. Aquí tenemos un vino extraordinariamente bueno —continuó Wanék sin prestar atención a lo que el sargento de la plana mayor decía:
—Créame, hasta ahora he disfrutado muy poco de la vida. Esto me extraña.
—¿Por qué iba a preocuparme inútilmente por la marcha del batallón? En la primera compañía con la que fui todo estuvo dispuesto en dos horas. Las demás compañías de nuestro batallón estuvieron dos días preparándose, pero el comandante de la nuestra era el subteniente Prenosil, un tipo muy chulo, que nos dijo: «Sin prisa, muchachos», y fue como sobre ruedas. Empezamos a recogerlo todo dos horas antes de que saliera el tren. Siéntese, hará bien…
—No puedo —dijo el valeroso soldado Schwejk con tremenda abnegación—. Tengo que ir a la oficina. ¿Qué pasa si alguien telefonea?
—Pues vaya, hijo mío, pero tenga en cuenta toda su vida que no hace bien y que un ordenanza como Dios manda no puede estar nunca donde se le necesita, no ha de cumplir su cargo con tanto celo. Realmente no hay nada más abominable que un ordenanza loco que quiere comerse a los soldados, cariño.
Pero Schwejk ya se había ido a toda prisa a la oficina de su compañía.
Wanék se quedó abandonado donde estaba pues no puede decirse que el sargento de la plana mayor le hiciera compañía. Este se estaba independizando por completo y mientras acariciaba la botella de vino balbucía en alemán y en checo cosas muy raras y sin relación:
—He pasado a menudo por este pueblo sin tener la menor idea de que estaba en el mundo. Dentro de medio año me habré licenciado y habré hecho el doctorado. Me he transformado en un viejo inválido. Gracias, Luzi. Venga con un buen surtido de libros. Tal vez entre ustedes hay alguien que no se acuerda.
El sargento de oficina, aburrido, batió una marcha pero no había pasado mucho rato cuando la puerta se abrió y entró Jurajda, el cocinero de la cocina de oficiales. Este se dejó caer en una silla.
—Hoy nos han ordenado que fuéramos corriendo a buscar coñac —dijo—. Como no teníamos ninguna botella de ron forrada vacía hemos tenido que vaciarlas. Eso nos han dicho. Los soldados de la cocina las han volcado. Yo me he despistado y he preparado un par de raciones menos y como el coronel ha llegado tarde ya no le quedaba nada. Ahora le están haciendo una tortilla. ¡Vaya prisa tenéis!
—Es una buena aventura —observó Wanék al cual le gustaba mucho que le contaran cosas bonitas mientras bebía. El cocinero Jurajda empezó a filosofar, cosa que correspondía a su antigua ocupación. Antes de la guerra había publicado una revista ocultista y la colección Misterios de la vida y de la muerte.
Durante la guerra se había escapado a la cocina de oficiales y muy a menudo, cuando estaba inmerso en la lectura de la traducción de la antigua obra india Süter–Pragüa–Paramita (Sabiduría revelada), se le quemaba el asado.
El coronel Schrbder lo consideraba como un hombre singular pues, ¿qué cocina de oficiales podía vanagloriarse de tener como cocinero a un ocultista que contemplando los misterios de la vida y de la muerte sorprendiera con tan buenos filetes y ragouts que el teniente Dufek, que en Komorn había sido herido mortalmente, preguntaba sin cesar por él?
—Sí —dijo sin motivo Jurajda que apenas se aguantaba en la silla y que olía a ron a diez rondas de distancia—, como no ha quedado nada para el coronel y él no ha visto más que patatas asadas ha caído en el estado de Gaki. ¿Sabéis qué es eso de Gaki? Es el estado de los espíritus hambrientos. Yo le he dicho: «Mi coronel, ¿tiene fuerza suficiente para sobreponerse a la disposición del destino de que hoy no le haya quedado lomo? En Karma se ha decidido que hoy para cenar tendrá una fabulosa tortilla con hígado de ternera cocido y rehogado». Amigo mío —dijo al cabo de un rato en voz baja al sargento de oficina haciendo sin querer un gesto con la mano con lo que todos los vasos que tenían delante suyo volaron—. Todas las apariciones, formas y cosas son inmateriales —observó con melancolía el cocinero ocultista después de este hecho—. La forma es inmaterialidad y la inmaterialidad es forma. La inmaterialidad no es distinta de la forma; la forma no es distinta de la inmaterialidad. Lo que es inmaterialidad es forma y lo que es forma es inmaterialidad.
El cocinero ocultista dejó de hablar, apoyó la cabeza en la mano y miró la mojada mesa.
El sargento de la plana mayor siguió balbuciendo algo sin pies ni cabeza:
—El trigo ha desaparecido del campo, ha desaparecido. Con este estado de ánimo recibió una invitación y fue a verla. Las fiestas de Pentecostés son en primavera.
El sargento de oficina Wanék seguía tabaleando en la mesa sin parar, bebía, y de vez en cuando se acordaba de que en el almacén le estaban esperando diez hombres con el jefe de pelotón. Cada vez que pensaba en ello reía y hacía un gesto con la mano.
Cuando, ya tarde, llegó a la oficina de la 11 compañía encontró a Schwejk al teléfono.
—La forma es inmaterialidad y la inmaterialidad es forma —dijo, se dejó caer en el caballete vestido como estaba y se quedó dormido en el acto.
Y Schwejk seguía al teléfono, pues hacía dos horas el teniente Lukasch había hablado con él y le había dicho que todavía estaba deliberando con el coronel, pero había olvidado añadir que Schwejk podía dejar el aparato.
Entonces le llamó el jefe de pelotón Fuchs que no sólo estuvo esperando en vano todo este tiempo con diez hombres al sargento de oficina sino que además vio que el almacén estaba cerrado. Al final se marchó y los diez hombres regresaron a sus barracones.
De vez en cuando Schwejk se distraía cogiendo el auricular y escuchando. El teléfono seguía un sistema nuevo que acababa de ser introducido en el ejército y tenía la ventaja de que se podían oír con bastante claridad otras conversaciones de toda la línea.
La intendencia y el cuartel de artillería se insultaban mutuamente, los zapadores amenazaban al correo de guerra, los campos de tiro de artillería echaban voces al departamento de ametralladoras.
Y Schwejk seguía sentado junto al teléfono.
La deliberación con el coronel se alargaba. El coronel Schröder estaba desarrollando su nueva teoría acerca del servicio de campaña. Daba especial importancia a los lanzaminas y hablaba de todas las cosas posibles, del frente, de cómo se había extendido en sólo dos meses por el este y por el sur, de la importancia de la perfecta unión de los diferentes cuerpos del ejército, de gases tóxicos, del bombardeo de aeroplanos enemigos, del sustento de los soldados en el campo. Luego pasó a la situación interna del ejército.
Empezó hablando de las relaciones entre los oficiales y los soldados y de las relaciones entre los soldados y los grados, de la deserción a los frentes enemigos, de acontecimientos políticos y de que el cincuenta por ciento de los soldados checos eran «políticamente sospechosos».
—Sí, señores, Kramar, Scheiner y Klófac.
Y mientras decía eso la mayor parte de los oficiales se preguntaba cuándo acabaría de decir tonterías ese viejo asqueroso. No obstante el coronel Schröder siguió diciéndolas y habló de los nuevos deberes de los nuevos batallones, de los oficiales del regimiento caídos, de los zepelines, del caballo de Frisia, del juramento. Al hablar de eso último el teniente Lukasch se acordó de que el valeroso soldado Schwejk no había tomado parte en el juramento que había prestado todo el batallón porque en aquellos días estaba arrestado.
Y de repente tuvo que reír. Fue una risa histérica que contagió a los oficiales que estaban a su lado con lo cual llamó la atención del coronel que acababa de llegar a las experiencias adquiridas con la retirada de las tropas alemanas en las Ardenas. Al final, confundiéndolo todo y haciendo un revoltijo concluyó:
—Señores, no es para reírse.
Entonces se dirigieron al casino de oficiales porque al coronel Schröder lo llamaron por teléfono desde el estado mayor de la brigada.
Schwejk seguía durmiendo junto al teléfono. Lo despertó una llamada.
—Oiga —oyó decir—. Aquí la oficina del regimiento.
—Diga —contestó él—. Aquí la oficina de la 11 compañía.
—No interrumpas —dijo una voz—. Toma un lápiz y escribe. Apunta un telegrama.
—Compañía 11.
Entonces siguieron algunas frases en medio de un extraño caos porque las compañías 12 y 13 estaban hablando al mismo tiempo y en esa confusión el telegrama se perdió por completo. Schwejk no entendió ni una palabra. Al final el ruido disminuyó un poco.
—Oye, oye, ahora léelo y no interrumpas.
—¿Qué he de leer?
—¿Que qué has de leer, imbécil? El telegrama.
—¿Qué telegrama?
—¡Santo cielo! ¿Es que estás sordo? El telegrama que te he dictado, estúpido.
—No he oído absolutamente nada; alguien ha estado interceptando.
—¡Idiota! ¿Acaso crees que sólo voy a hablar contigo? Bueno, ¿tomas el telegrama o no? ¿Tienes papel y lápiz? ¿Que no tienes, pedazo de animal? ¿Que espere a que lo encuentres? ¡Vayá soldados! Bien, ¿qué pasa? ¿Que ya estás preparado? Bueno, por fin has reaccionado. Para eso no hay que cambiarse, hómbre. Bien, escucha: 11 compañía. Repítelo.
—11 compañía…
—Comandante de compañía. ¿Lo tienes? Repítelo.
—Comandante de compañía…
—Mañana a las nueve…
—Mañana a las nueve…
—Para deliberar… firma. ¿Sabes qué es la firma, bobo? Es el nombre. Repítelo.
—Para deliberar… firma. ¿Sabes… qué… es… la firma, bobo?… Es… el nombre.
—¡Idiota! Bueno, la firma: coronel Schröder. ¡Animal! ¿Lo tienes ya?
—Coronel Schröder, animal.
—Bien, imbécil. ¿Quién ha tomado el telegráma?
—Yo.
—¡Santo cielo!, ¿quién es ese yo?
—Schwejk. ¿Algo más?
—A Dios gracias nada más. Pero tú deberías llamarte tonto. ¿Qué hay de nuevo por aquí?
—Nada; todo como siempre.
—Estás contento, ¿no? ¿No os han atado a nadie hoy?
—Sólo al asistente del teniente. Se le ha comido el almuerzo. ¿Sabes cuándo nos vamos?
—¡Hombre, vaya pregunta! ¡Eso no lo sabe ni el viejo! Buenas noches. ¿Tenéis pulgas?
Schwejk colgó el auricular y despertó al sargento de oficina. Éste, airado, se defendió. Y cuando Schwejk empezó a sacudirlo Wanék le dio un cachete en la nariz. Luego se echó boca abajo y empezó a patalear a tuerto y derecho.
No obstante Schwejk consiguió despertarlo y Wanék dio media vuelta frotándose los ojos y preguntó asustado qué había ocurrido.
—Nada hasta ahora —contestó Schwejk—. Sólo quisiera que me aconsejara. Ahora mismo acabamos de recibir un telegrama que dice que mañana a las nueve el teniente Lukasch tiene que ir a deliberar con el coronel. Ahora no sé qué hacer, ¿voy a decírselo ahora mismo o mañana por la mañana? He estado mucho rato indeciso sin saber si debía despertarlo, como roncaba tan a gusto, pero luego he pensado que no importa, que es mejor que me aconseje…
—¡Por el amor de Dios! ¡Déjeme dormir, se lo ruego! —gimió Wanék bostezando—. Vaya mañana por la mañana y no me despierte.
Y dando media vuelta se quedó dormido al instante. Schwejk volvió al teléfono, se sentó y empezó a dar cabezadas en la mesa.
Lo despertó una llamada.
—Oiga, ¿11 compañía?
—Sí, 11 compañía. ¿Con quién?
—13 compañía. Oye, ¿qué hora tienes?, no puedo conectar con la central. Hace un rato que no vienen a relevarme.
—Nuestro reloj está parado.
—Entonces estáis igual que nosotros. ¿Sabes cuándo nos vamos? ¿No has hablado con la oficina del regimiento?
—Allí no saben maldita puñeta, como nosotros.
—Señorita, no sea tan ordinaria. ¿Habéis ido ya a buscar las conservas? Los nuestros han ido y no han traído nada; el almacén estaba cerrado.
—Los nuestros también han vuelto sin nada.
—Esa confusión es completamente inútil. ¿Adónde crees que vamos?
—A Rusia.
—A mí me parece que más bien a Serbia. Ya lo veremos cuando estemos en Pest. Si nos llevan a la derecha, a Serbia, si a la izquierda, a Rusia. ¿Tenéis ya sacos de pan? ¿Que van a aumentar la paga? ¿Juegas a cartas? ¿A qué juegas? Pues mañana ven. Nosotros jugamos todas las tardes. ¿Cuántos estáis ahí al teléfono? ¿Solo? Entonces mándalo a paseo y échate. Qué orden más cómico tenéis. ¿Que has venido por casualidad? Bueno, por fin han venido a relevarme. Duerme bien.
Y en efecto, Schwejk se durmió junto al teléfono habiendo olvidado colgar el auricular de modo que nadie pudo despertar su sueño y el telefonista de la oficina del regimiento renegaba porque no podía comunicar con la 11 compañía para dar un nuevo telegrama cuyo contenido decía: «Todos los que no estén vacunados contra el tifus que se presenten mañana hasta las doce en la oficina del regimiento».
Mientras tanto el teniente Lukasch seguía en el casino de oficiales con el médico militar Schanzler, el cual, sentado en una silla y de espaldas, a intervalos regulares golpeaba el suelo con un taco de billar pronunciando las siguiente frases:
—El sultán sarraceno Saladino fue el primero en reconocer la neutralidad del cuerpo de sanidad. Hay que cuidar a los heridos de ambas partes. Hay que pagarles los medicamentos y la asistencia médica a cambio de una indemnización de los gastos por parte de los suyos. Ha de estar permitido que se les envíen médicos y sus ayudantes con salvoconducto de los generales. Los prisioneros heridos han de ser devueltos con la protección y garantía de los generales o bien cambiados. Pero entonces pueden seguir su servicio. Los enfermos de ambos lados no han de ser hechos prisioneros ni muertos sino que deben ser trasladados a los hospitales sin que corran peligro alguno y hay que dejarles una guardia que regresará al igual que los enfermos con salvoconductos de los generales. Esto también es válido para los capellanes, médicos, cirujanos, farmacéuticos y enfermeros, ayudantes y otras personas destinadas a servir a los enfermos. No pueden ser hechos prisioneros sino que hay que devolverlos.
El doctor Schanzler había roto ya dos tacos de billar y todavía no había acabado con sus curiosas resoluciones acerca del cuidado de los heridos en la guerra, en las que constantemente intercalaba algo de no se sabe qué salvoconductos de los generales.
El teniente Lukasch acabó su café y se fue a casa donde encontró al barbudo gigante Baloun asando el salami en una cacerola sobre la cocinilla de alcohol.
—Me permito —balbució Baloun—, me permito, a sus órdenes…
Lukasch lo miró. En aquel momento Baloun le dio la impresión de un niño grande, un ser inocente, y de repente le dolió haber mandado que lo ataran por su enorme apetito.
—Sigue cocinando, Baloun —dijo desabrochándose el sable—. Mañana pediré que te den otra ración de pan.
El teniente Lukasch se sentó junto a la mesa. Se sentía tan melancólico que empezó a escribir una carta a su tía:
«Querida tía:
Acabo de recibir la orden de disponerme para la marcha al frente con mi compañía. Puede que esta carta sea la última que recibes pues en todas partes la batalla es dura y nuestras pérdidas grandes. Por ello me resulta difícil concluirla con las palabras hasta la vista. Sería más adecuado enviarte mi último adiós».
«El resto lo escribiré mañana», pensó, y se fue a la cama. Cuando Baloun vio que el teniente estaba profundamente dormido volvió a revolver la casa y a husmear como las cucarachas por la noche. Abrió la maleta del teniente, mordisqueó una tableta de chocolate pero al ver que el teniente, dormido, se sobresaltaba, se asustó, dejó rápidamente el chocolate mordido en la maleta y permaneció inmóvil.
Entonces, sin hacer ruido, echó un vistazo a lo que el teniente había escrito. Al leerlo se emocionó, especialmente con el «último adiós».
Luego se echó en su jergón de paja junto a la puerta y pensó en su casa y en los cuchillos de la matanza. No podía dejar de imaginar que estaba cortando una mortadela para sacarle aire puesto que de lo contrario al cocerla se reventaría. Y se durmió muy contento recordando que a su vecino se le había reventado y deshecho toda la butifarra.
Soñó que había invitado a un carnicero desgraciado al que se le reventaron las tripas de embutir cuando rellenaba las morcillas de hígado. Luego soñó que el carnicero había olvidado hacer morcillas, había perdido la carne de cerdo cocida y no tenía suficientes estaquillas para las morcillas de hígado. Después soñó con el juicio sumarísimo, pues le habían pescado sacando un trozo de carne de la cocina de campaña. Al final se vio a sí mismo colgado de un tilo de la avenida del campamento militar de Bruck an der Leitha.
A amanecer penetró en la habitación el olor a café procedente de la cocina de todas las compañías y cuando Schwejk se despertó colgó el auricular mecánicamente, como si acabara de mantener una conversación telefónica y dio un pequeño paseo matinal por la oficina cantando.
Empezó a mitad de la canción: un soldado se viste de muchacha y sigue a su amada hasta el molino. El molinero lo acuesta con su hija después de gritar a la molinera:
Madre, prepara el cocido,
la muchacha aún no ha comido.
La molinera alimenta al indigno mancebo. Luego sigue la tragedia familiar:
Los molineros a las siete se levantaron
y en la puerta escrito encontraron:
Vuestra hija, querida comunidad,
ha perdido hoy su virginidad.
Al final Schwejk cantó con tal voz que la oficina volvió a animarse pues el sargento se despertó y preguntó qué hora era.
—Hace un momento acaban de tocar diana.
—Entonces me levantaré después del café —décidió Wanék que siempre tenía tiempo de sobra para todo—. Además hoy volverán a molestarnos con sus prisas y nos harán correr de un lado a otro sin necesidad como ayer con las conservas…
Wanék bostezó y preguntó si el día anterior al volver había hablado mucho.
—Sólo algo incomprensible —dijo Schwejk—. Pasó todo el rato diciendo no sé qué de formas, que una forma no es una forma y que lo que no es forma es una forma y que esa forma vuelve a no ser ninguna forma. Pero la fatiga le venció pronto y se quedó dormido como un tronco.
Schwejk fue hasta la puerta y volvió al caballete del sargento de oficina, se detuvo y observó:
—Respecto a mi persona, sargento, cuando oí lo que decía de esas formas, me acordé de un tal Zatka que trabajaba en la estación de gas de Belvedere y encendía y apagaba lámparas. Era un hombre muy instruido y pasaba por todos los tenduchos posibles de Belvedere porque entre que encendía y apagaba las luces se aburría y al amanecer, en la estación de gas, hablaba como usted, sólo que él decía que el dado es un canto y que por eso el dado es angular. Yo lo oí con mis propios oídos cuando un policía borracho en vez de llevarme a la comisaría se equivocó y me llevó a la estación de gas. Y luego —dijo en voz baja— al cabo de un tiempo Zatka acabó mal. Entró en la congregación de María, se fue con las monjas a los sermones del padre Jemelka a la iglesia de San Ignacio, en Karlplatz, y una vez que los misioneros estaban allí, en San Ignacio, olvidó apagar las luces de su zona de manera que estuvieron abiertas tres días y tres noches. Cuando uno empieza a aventurarse a filosofar así, malo: acaba siempre en delirium tremens. Hace años a los setenta y cinco nos mandaron a un mayor llamado Blüher. Una vez al mes nos hacía formar cuadro y reflexionaba con nosotros sobre la superioridad militar. No bebía más que licor de ciruela. «Soldados», nos decía en el patio del cuartel, "todo oficial es de por sí el ser más perfecto y tiene cien veces más entendimiento que todos vosotros juntos. Soldados, no podríais imaginar nada más perfecto que un oficial ni que lo pensarais toda vuestra vida. Todo oficial es un ser necesario mientras que vosotros, los soldados, no sois más que seres accidentales, podéis existir pero no tenéis que existir. Si viniera una guerra y vosotros, soldados, cayerais por Su Majestad el Emperador, bien, nada cambiaría, pero si cayera antes vuestro oficial veríais hasta qué punto dependíais de él y qué gran pérdida era ésta. El oficial tiene que existir y a vosotros en realidad la existencia sólo os la han prestado los oficiales: dependéis de ellos; sin oficiales no podríais subsistir, sin vuestra superioridad militar no podríais ni ventosear. Soldados, para vosotros el oficial es una ley moral, tanto si lo entendéis como si no, y como toda ley ha de tener su legislador, ése no es más que el oficial, soldados, ante el que todos vosotros os tenéis que sentir obligados y cuyas órdenes tenéis que cumplir aunque no os gusten.
«Luego cuando había terminado se paseaba alrededor del cuadro y preguntaba a uno tras otro: “¿Qué sientes cuando llegas demasiado tarde a casa?" Todos daban respuestas confusas: que nunca habían llegado a casa demasiado tarde o que siempre que llegaban tarde les dolía el estómago. Uno dijo que se sentía como si hubiera tenido arresto de cuartel. El mayor Blüher los apartaba a todos a un lado y los castigaba a pasar toda la tarde haciendo ejercicios en el patio por no haber podido expresar lo que sentían. Antes de que me tocara el turno me acordé de aquello sobre lo que había estado reflexionando con nosotros la última vez, y cuando se me acercó le dije tranquilamente: “A sus órdenes, mayor; cuando llego demasiado tarde siento inquietud, angustia y remordimientos de conciencia. Pero cuando tengo tiempo de sobra y llego al cuartel antes de la hora, entonces me invade una tranquilidad enorme y se apodera de mí una gran satisfacción interna”. Todos rieron y el mayor gritó: “¡Lo que se apodera de ti son las chinches cuando estás roncando en el caballete, majadero! Ese miserable lo toma a broma”. Y me pusieron las esposas».
—En el ejército siempre es así —dijo el sargento de oficina repantigándose perezosamente en la cama—. Ya es natural: tú puedes contestar lo que quieras, puedes hacer lo que quieras, sobre ti siempre habrá un nubarrón y se desencadenará una tempestad. Sin eso la disciplina no es posible.
—Muy bien dicho —opinó Schwejk—. Jamás olvidaré cómo encerraron al recluta Pech. El teniente era un tal Moc. Este reunió a los soldados y les preguntó de dónde eran: «Vosotros, reclutas, novicios, malditos», les dijo, «tenéis que aprender a dar respuestas claras y precisas, como latigazos. Empecemos. ¿De dónde es usted, Pech?» Pech era un hombre inteligente, contestó: «Unterbautzen, doscientas sesenta y siete casas, mil novecientos treinta y seis ciudadanos checos, capitanía de Jitschin, distrito de Sobotka, antigua soberanía de Kost, iglesia parroquial de Santa Catalina del siglo XIV reconstruida por el conde Wenzel Wratislav Netolitzky, escuela, correos, telégrafo, estación del ferrocarril, comercial, bohemio, fábrica de azúcar, aserradero, granja Walch en las afueras, seis ferias». Entonces el teniente Moc se abalanzó sobre él y empezó a pegarle en la boca mientras gritaba: «Aquí tienes una feria, y otra y la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta». Y aunque era recluta Pech se presentó al parte. En las oficinas había entonces una gentuza muy alegre que escribió que Pech iba al parte a causa de las ferias de Unterbautzen. El comandante del batallón era el mayor Rohell y preguntó a Pech: «Bueno, ¿qué hay?», y éste soltó: «A sus órdenes, mayor. En Unterbautzen hay seis ferias». Entonces el mayor empezó a gritarle y a patalear y mandó que lo llevaran en seguida al departamento de locos del hospital militar. Desde entonces Pech se convirtió en el peor soldado: puro castigo.
—Los soldados son difíciles de educar —dijo bostezando el sargento Wanék——. Un soldado que no ha sido castigado no es un soldado. Eso tal vez servía en tiempos de paz: un soldado que cumplía su servicio sin que lo castigaran, luego, como civil, tenía preferencia. Hoy en día los peores soldados, los que cuando había paz no salieron del arresto, en la guerra son los mejores. Me acuerdo del soldado Sylvanusa de la octava compañía. Antes lo castigaban sin parar y ¡vaya castigos! No se avergonzaba de robarle a un compañero el último cruzado y en el combate fue el primero que cortó las alambradas, apresó a tres tipos y a uno de ellos lo fusiló allí mismo porque no se había fiado de él. Le dieron la gran medalla de plata, le cosieron dos estrellitas y si más adelante no lo hubieran colgado junto al Dukla ya hace tiempo que sería jefe de pelotón, pero tuvieron que colgarlo porque después de un combate se presentó para la exploración y una patrulla de otro regimiento lo pilló desenterrando cadáveres. Le encontraron unos ocho relojes y muchos anillos. Entonces lo colgaron en el estado mayor de la brigada.
—Eso demuestra que todo soldado ha de ganarse su puesto por sí mismo —observó sabiamente Schwejk.
Sonó el teléfono. El sargento de oficina lo cogió y pudo reconocer la voz del teniente Lukasch, el cual preguntaba qué pasaba con las conservas. Luego oyó varios reproches.
—No hay, de verdad, mi teniente —gritó Wanék—. Es pura imaginación de arriba, de intendencia. Era inútil mandar allí a la gente. Quise telefonearlo… ¿Que estaba en la cantina? ¿Quién lo ha dicho? ¿Ese cocinero ocultista de la cocina de oficiales? Me permití entrar. ¿Sabe cómo llamó el cocinero ocultista a esa confusión de las conservas, mi teniente? «Espanto de los nacidos». De ningún modo, mi teniente, estoy completamente sobrio. ¿Que qué hace Schwejk? Está aquí. ¿Lo llamo? Schwejk al teléfono —dijo y añadió en voz baja—: y si le pregunta cómo llegué, dígale que perfectamente.
—Schwejk a sus órdenes, mi teniente.
—Oiga, Schwejk, ¿qué pasa con las conservas? ¿Es verdad?
—No hay, mi teniente; no hay ni rastro de ellas.
—Schwejk, desearía que mientras esté en el campamento se presentase ante mí todas las mañanas. Hasta que nos vayamos estará constantemente conmigo. ¿Qué ha hecho durante la noche?
—He pasado toda la noche junto al teléfono.
—¿Ha habido alguna novedad?
—Sí, mi teniente.
—Schwejk, no empiece otra vez a decir tonterías. ¿Han comunicado algo importante?
—Sí, mi teniente, pero para las nueve. No he querido intranquilizarlo, mi teniente; nada más lejos de mi ánimo.
—¡Santo cielo! Dígame ya qué es eso tan importante que hay a las nueve.
—Un telegrama, mi teniente.
—No lo entiendo, Schwejk.
—Me lo apunté, mi teniente. Tomé nota de un telegrama: ¿quién está al teléfono? ¿Lo tienes? Léelo o algo parecido.
—¡Por los clavos de Cristo, Schwejk, qué martirio! ¡Dígame el contenido o lo mato! Bueno, ¿qué hay?
—Otra deliberación, mi teniente. Esta mañana a las nueve, con el coronel. Quise despertarlo pero luego me lo pensé.
—¿Y se hubiera atrevido a despertarme por cada tontería cuando hay tiempo de sobras? Otra deliberación. ¡Al diablo todo! Deje el auricular y dígale a Wanék que se ponga. El sargento de oficina Wanék se puso al teléfono.
—Sargento de oficina Wanék, mi teniente.
—Wanék, encuéntreme en seguida otro asistente. Esta noche ese ladrón de Baloun se me ha comido todo el chocolate. ¿Atarle? No, lo mandaremos a sanidad. Ese tipo es como una mole, pues que lleve a los heridos en el combate. Se lo mando en seguida. Arréglelo en la oficina del regimiento y vuelva. ¿Cree que nos iremos pronto?
—No hay prisa, mi teniente. Cuando teníamos que marcharnos con la novena compañía estuvieron tomándonos el pelo cuatro días enteros. Y con la octava pasó lo mismo. Sólo fue mejor con la décima. Entonces éramos asistentes de campaña. A mediodía nos dieron la orden y por la noche nos fuimos, pero en cambio nos hicieron correr por toda Hungría sin saber qué agujero de qué campo de batalla llenar con nosotros.
Desde que el teniente Lukasch era comandante de la 11 compañía se encontraba en el estado del llamado sincretismo, o sea que filosóficamente hablando hacía lo posible por equilibrar conflictos conceptuales con ayuda de compromisos hasta llegar a la mezcla de conceptos. Por ello contestó:
—Sí, puede ser, así es. ¿De modo que no cree que nos vayamos hoy? A las nueve tenemos una deliberación con el coronel. A propósito, ¿sabe usted que es jefe de servicio? Se lo digo sólo por hablar. Hágame, espere, ¿qué podría hacerme? Una lista de grados indicando su antigüedad. Luego las provisiones de la compañía. ¿Nacionalidad? Sí, sí, pero lo más importante es que me envíe otro asistente. ¿Que qué ha de hacer el alférez Pleschner con los soldados? Preparativos para la marcha. ¿Cuentas? Vengo a firmar el rancho. No deje ir a nadie a la ciudad. ¿A la cantina del campamento? Después de comer, una hora. Llame a Schwejk. Schwejk, mientras tanto quédese al teléfono.
—A sus órdenes, mi teniente, todavía no he tomado café.
—Bueno pues vaya a buscarlo y quédese en la oficina junto al teléfono hasta que le llame. ¿Sabe qué es un ordenanza?
—El que corre de un lado a otro, mi teniente.
—Que cuando le llame esté en su sitio. Dígale otra vez a Wanék que me busque un asistente. Schwejk, oiga, ¿dónde está?
—Aquí, mi teniente; acaban de traer el café.
—Oiga, Schwejk.
—Oigo, mi teniente. El café está completamente frío.
—Usted ya sabe cómo ha de ser un asistente, Schwejk. Fíjese bien en él y luego dígame qué tipo de persona es. Cuelgue el auricular.
Wanék, que estaba sorbiendo el café al que como medida de prudencia había añadido ron de una botella que tenía el letrero de «tinta», miró a Schwejk y dijo:
—¡Pero cómo grita por teléfono nuestro teniente! Lo he oído todo. Debe ser muy amigo del teniente, Schwejk.
—Carne y uña —contestó Schwejk—. Hazme la barba, hacerte he el copete. Hemos hecho juntos muchas cosas. Ya nos han querido separar un par de veces pero nos hemos vuelto a encontrar. Él siempre ha confiado totalmente en mí, cosa que a veces me extraña. Supongo que habrá oído que debo recordarle que le busque otro asistente y que tengo que examinarlo y dar mi visto bueno. Es que el teniente no se contenta con cualquiera.
El coronel Schröder convocó a todos los oficiales del batallón y lo hizo gustoso para poder hablar. Además era necesario tomar una decisión respecto al voluntario de un año Marek que no quería limpiar los retretes y al que el coronel Schröder había enviado al tribunal de la división por insurrecto.
La noche anterior lo habían llevado al cuartel general. Junto con él fue presentado a la oficina del regimiento un escrito muy confuso del tribunal de la división en el que se indicaba que en este caso no se trataba de insurrección porque el voluntario no quería limpiar retretes, sino de insubordinación, delito que podía perdonarse si se mostraba un comportamiento valiente en el campo de batalla. Por este motivo se devolvía al acusado, voluntario de un año Marek, a su regimiento. La investigación por faltar a la disciplina militar debía aplazarse hasta el final de la guerra o recomenzarse a la próxima transgresión de la que el voluntario de un año Marek se hiciera culpable.
Pero había otro caso. Al mismo tiempo que el voluntario Marek llevaron al cuartel general al falso jefe de pelotón Teweles, que había aparecido hacía poco en el regimiento procedente del hospital de Agram. Tenía la gran medalla de plata, los distintivos de los voluntarios de un año y tres estrellas. Contaba heroicidades de la sexta compañía de Serbia, de la que al parecer era el único superviviente. En la investigación se comprobó que, en efecto, al principio de la guerra un tal Teweles se había ido con la sexta compañía, pero que no estaba en posesión de los derechos de voluntario de un año. Se pidió un informe a la brigada que tenía el mando de la sexta compañía cuando la huida de Belgrado el 2 de diciembre de 1914 y se comprobó que en la lista de los propuestos y condecorados con la medalla de plata no se encontraba ningún Teweles. Que en la compañía de Belgrado se ascendiera a jefe de pelotón al soldado de infantería Teweles no se pudo comprobar porque toda la sexta compañía junto con sus oficiales se perdió en la iglesia de Sava de Belgrado. En el tribunal de la división, Teweles se defendió afirmando que realmente le habían prometido la gran medalla de plata y que por ello se la había comprado a un bosnio en el hospital. Respecto a los galones de voluntario de un año se los había cosido en estado de embriaguez y por ello seguía llevándolos, porque seguía borracho, ya que su organismo se veía debilitado por la disentería.
Al empezar la deliberación, dejando para más tarde la discusión sobre estos dos casos, el coronel Schröder dijo que antes de la marcha, que no iba a hacerse esperar mucho, era necesario que se reunieran más a menudo. La brigada le había comunicado que se esperaban órdenes de la división, que los soldados estuvieran preparados y los comandantes de compañía se preocuparan de que no faltara nadie. Repitió todo lo que había expuesto el día anterior, resumió de nuevo los acontecimientos de la guerra y añadió que nada podía detener el carácter bélico y el guerrero espíritu de iniciativa del ejército.
En la mesa, delante suyo, había un mapa del escenario bélico con banderitas en alfileres, sólo que las banderitas estaban echadas y los frentes desplazados. Debajo de la mesa rodaban alfileres con banderitas.
Durante la noche el escenario bélico había quedado devastado. Un gato de los escribientes de la oficina del regimiento al hacer por la noche sus necesidades en el campo de batalla austrohúngaro y querer esconder la porquería había hecho saltar todas las banderitas, ensuciando todas las posiciones, salpicando los frentes y cabezas de puente y manchando todos los cuerpos de ejército.
El coronel Schröder era muy corto de vista.
Los oficiales del batallón miraban con interés cómo los dedos del coronel Schröder se acercaban a los montoncitos.
—Señores, desde aquí a Sokal am Bug —dijo proféticamente el coronel moviendo los dedos hacia los Cárpatos con lo que perforó uno de los montoncitos que había dejado el gato en su propósito de dar forma plástica al mapa del escenario bélico.
—Parecen excrementos de gato, mi coronel —dijo con gran cortesía por todos el capitán Sagner.
El coronel Schröder se precipitó al despacho contiguo. Se oyeron espantosas maldiciones y terribles amenazas: les haría lamer todos los excrementos de gato.
El interrogatorio fue breve. Se averiguó que hacía quince días el escribiente más joven, Zwiebelfisch, había llevado el gato al despacho. Tras esta constatación Zwiebelfisch recogió sus trastos y un escribiente mayor lo llevó al cuartel general donde debía permanecer hasta nueva orden del coronel.
Y así terminó prácticamente la conferencia. Cuando el coronel volvió a reunirse con el cuerpo de oficiales con la cara color púrpura, olvidó que aún quería hablar del destino del voluntario de un año Marek y del falso jefe de pelotón Teweles.
El coronel dijo sin ceremonias:
—Suplico a los señores oficiales que estén preparados y esperen nuevas órdenes e instrucciones.
Y así fue como el voluntario de un año y Teweles se quedaron en el cuartel general y cuando más tarde se les añadió Zwiebelfisch pudieron jugar a la brisca y al acabar la partida, para no molestar más a sus guardianes, coger las pulgas que había en el jergón de paja.
Luego les llevaron al cabo Peroutka de la 13 compañía, el cual cuando el día anterior se había extendido el rumor de que se iban al frente desapareció. La patrulla lo encontró por la mañana en Bruck, en la «Rosa blanca». Él se excusó diciendo que antes de marcharse había querido visitar el famoso invernadero del conde Harrach, en Bruck, y que al regresar se había extraviado y por la mañana, muerto de cansancio, había llegado a la «Rosa blanca» (mientras tanto se había acostado con la bella durmiente de la «Rosa blanca»).
La situación siguió sin aclararse. ¿Nos marchamos o no? Junto al teléfono de la oficina de la 11 compañía, Schwejk oyó las más diversas opiniones sobre el particular, optimistas y pesimistas. La 12 compañía telefoneó para decir que alguien de la oficina había oído que sólo se marcharían después de efectuados los ejercicios de tiro con figuras móviles. La compañía 13 no compartía esta opinión tan optimista pues telefoneó diciendo que el sargento Hawlík acababa de volver de la ciudad y había oído decir a un empleado del ferrocarril que los vagones ya estaban colocados en la estación.
Wanék arrancó a Schwejk el auricular de la mano y gritó excitado que los ferroviarios no tenían idea de nada y que él acababa de llegar de la oficina del regimiento.
Schwejk siguió junto al teléfono con verdadero amor y cuando le preguntaban qué había de nuevo contestaba que todavía no se sabía nada seguro. De esta misma manera contestó al teniente Lukasch:
—¿Qué hay de nuevo?
—Todavía no se sabe nada seguro, mi teniente.
—¡Imbécil! Cuelgue el auricular.
Luego llegaron unos cuantos telegramas que Schwejk recibió tras grandes malentendidos, especialmente aquel que no pudieron dictarle por la noche porque no había colgado el auricular y estaba durmiendo y que se refería a los vacunados y no vacunados.
Luego llegó otro telegrama retrasado referente a las conservas, asunto que ya se había aclarado ayer.
Después llegó uno dirigido a todos los batallones, compañías y secciones del regimiento.
«Copia del telegrama Brigada nr. 75692, orden de brigada nr. 172. En las listas del consumo en las cocinas de campaña al contarse los distintos productos ha de seguirse el siguiente orden: 1. Carne; 2. Conservas; 3. Verduras frescas; 4. Verduras cocidas; 5. Arroz; 6. Macarrones; 7. Cebada y sémola; 8. Patatas; en lugar de los anteriores 4. Verdura seca y 5. Verdura fresca».
Cuando Schwejk se lo leyó al sargento de oficina Wanék, éste anunció solemnemente que estos telegramas se echan al retrete.
—Esto lo ha ideado cualquier idiota del Estado Mayor y lo envían a todas las divisiones, brigadas y regimientos. Luego Schwejk recibió otro telegrama. Se lo dictaron tan aprisa que sólo pudo apuntar en el bloc algo que parecía estar en cifra:
«En lo sucesivo más exactamente se ha permitido o por el contrario se ha pedido esto mismo».
—Son cosas completamente superfluas —dijo Wanék cuando Schwejk, extraordinariamente asombrado por lo que había escrito, lo leyó tres veces seguidas en voz alta—. Tonterías, aunque Dios sabe, podría estar en cifra, pero en la compañía no nos han preparado para eso. Se puede tirar.
—Yo también creo que si le comunico al teniente que en lo sucesivo más exactamente se ha permitido o por el contrario se ha pedido esto mismo, se ofendería —dijo Schwejk—. Hay personas que se molestan tanto que es francamente horrible —prosiguió sumido en sus recuerdos—. Una vez fui en el tranvía de Wysotschan a Praga y en Lieben se sentó con nosotros un tal señor Novotny. En cuanto lo reconocí me fui con él a la plataforma y le dije que los dos éramos de Drosau, pero él me gritó que no le molestara, que no me conocía de nada. Yo le dije que recordara que cuando era niño había ido muy a menudo a su casa con mi madre, que se llamaba Antonia, que el padre se llamaba Prokop y que era granjero. Ni siquiera entonces quiso saber nada de eso ni de que nos conocíamos.
«Entonces le conté otros detalles: que en Drosau había dos Novotny, Tonda y Josef, que él era Josef, que me habían escrito de Drosau diciéndome que había matado a su mujer cuando ella le reñía porque bebía. Entonces él echó a correr de tal modo que yo me aparté de un salto y él rompió la tabla de la plataforma delantera, la grande, la que hay delante del conductor. Entonces nos llevaron a la comisaría y allí se demostró que estaba enfadado porque no se llamaba Josef Novotny, sino Eduard Doubrava y era de Montgomery, de Norteamérica, y estaba allí porque había venido a ver a sus parientes, de los que procedía su familia».
El teléfono interrumpió su narración y una voz ronca del departamento de ametralladoras volvió a preguntar si se iban ya porque, según decían, por la mañana había una deliberación con el coronel.
En la puerta apareció el palidísimo cadete Biegler, el mayor imbécil de la compañía, pues en la escuela de voluntarios de un año se había esforzado por distinguirse por sus conocimientos. El cadete hizo una seña a Wanék para que le siguiera al pasillo donde mantuvieron una larga polémica.
Al volver, Wanék sonrió despectivamente.
—Vaya imbécil —dijo a Schwejk—. ¡Menudos elementos tenemos en nuestra compañía! Él también ha asistido a la deliberación y al marcharse el teniente Lukasch ha ordenado que se inspeccionen las armas y que se sea severo. Y ahora viene y me pregunta si ha de mandar atar a Zlabek porque se ha limpiado el fusil con petróleo.
Wanék se acaloró.
—Me pregunta a mí esta estupidez cuando sabe que nos vamos al frente. Sí, ayer el teniente ya lo pensó bien eso de atar a su asistente, pero a ese mocoso le he dicho que antes de transformar a los soldados en animales lo medite.
—Ya que habla de asistente —dijo Schwejk—. ¿Sabe por casualidad si ya se ha encontrado uno para el teniente?
—¡Tenga un poco de seso, hombre! —contestó Wanék—. Hay tiempo de sobras para todo. Además yo creo que el teniente se acostumbrará a Baloun; sí, le comerá eso y lo otro y luego, cuando estemos en el campo ya perderá la costumbre. Allí ninguno de los dos tendrá nada que comer. Cuando yo digo que Baloun se queda no hay nada que hacer. Eso es cosa mía y el teniente no tiene por qué decir nada. Sin prisas, eso es lo que importa.
Wanék se echó sobre su cama y dijo:
—Cuénteme alguna anécdota de la vida de los soldados, Schwejk.
—Me gustaría mucho pero tengo miedo de que nos llame alguien —contestó Schwejk.
—Entonces desconéctelo. Destornille el cable o descuelgue el auricular.
—Bien —dijo Schwejk descolgando el auricular—. Voy a contarle algo muy adecuado en esta situación, sólo que entonces en vez de la guerra de verdad no eran más que maniobras y había tanta confusión como hoy porque no se sabía cuándo íbamos a salir del cuartel. Conmigo estaba un tal Schic de Porschitsch, un hombre valiente pero piadoso y temeroso. Él se imaginaba que las maniobras eran algo espantoso, que los hombres se morían de sed y que los enfermeros los recogían como si fueran fruta podrida. Por eso bebió para tener provisiones y cuando salimos del cuartel y llegamos a Nnischka dijo: «Muchachos, no aguanto más, sólo Dios puede salvarme». Luego llegamos a Horschowitz y allí tuvimos dos días de descanso porque hubo un error y habíamos avanzado tanto con los otros regimientos que iban con nosotros que hubiéramos apresado a toda la plana mayor enemiga, lo cual hubiera sido un gran escándalo porque a nuestro cuerpo le importaba un rábano y tenía que ganar el enemigo porque los enemigos tenían un decrépito archiduque. Entonces Schic hizo lo siguiente: cuando acampamos se fue a comprar a no sé qué pueblo de detrás de Horschowitz y volvió al campamento a mediodía. Hacía calor y él estaba bebido. En el camino vio una columna y sobre la columna una cajita en la que había una estatua muy pequeña de san Juan Nepomuceno. Él rezó a san Juan y le dijo: «Tienes calor, ¿qué me dirías si te diera algo de beber? Estás aquí al sol, seguro que estás sudando todo el rato». Entonces sacudió la cantimplora, bebió y dijo: «Te he dejado un trago, san Juan Nepomuceno». Pero se asustó, se lo bebió todo y al santo no le quedó nada. «¡Jesús, María, José! —dijo—, tienes que perdonármelo, san Juan Nepomuceno; ya te traeré, te llevaré al campamento y te daré tanto de beber que no podrás aguantarte de pie». Y el buen Schic, apiadándose de san Juan Nepomuceno, rompió el vidrio, sacó la estatua del santo, se la metió debajo de la camisa y la llevó al campamento. Luego durmió con san Juan Nepomuceno en el jergón, se lo llevó a las marchas en el macuto y tuvo mucha suerte con las cartas. Ganaba siempre, pero cuando llegamos a la región de Prachatitz la cosa cambió. Acampamos en Drahenitz y allí lo perdió todo. Por la mañana, cuando salimos, vimos a san Juan Nepomuceno colgado en un peral del camino. Bien, ésta es la anécdota. Ahora voy a colgar el auricular.
El teléfono volvió a transmitir la agitación de una nueva y nerviosa vida. La vieja armonía del campamento estaba destruida.
En aquellos momentos el teniente Lukasch se encontraba en su aposento estudiando las cifras que acababan de llegar de la plana mayor junto con la instrucción para resolverlas y al mismo tiempo la orden secreta cifrada sobre la dirección que debía tomar el batallón para dirigirse a la frontera de Galitzia (primera etapa):
7217 – 1238 – 475 – 2121 – 35 = Wieselburg.
8922 – 375 – 7282 = Raab.
4432 – 1238 – 7217 – 35 – 8922 – 35 = Komorn.
7282 – 92999 – 310 – 365 – 7881 – 298 – 475 – 7979 = Budapest.
Mientras descifraba estas claves el teniente Lukasch suspiró:
—¡Al diablo!