9

¿Quién escucha?

 

El fin del mundo llegó ahora cabalgando sobre un rumor que sonaba igual que el miedo. Grace cerró con llave la puerta del armario donde había encontrado el móvil, como si temiera que se fuera a escapar, y pasó una noche espantosa sentada en la cama, contemplando el abismo que se había abierto a sus pies. Afortunadamente, de momento era un abismo dividido en varias partes, aunque cada una de ellas ya era mala en sí misma: por una parte estaba Jonathan, luego esa mujer, casi una desconocida, que había sido asesinada, y por otra parte la policía. Henry se acostó sobre las diez. Primero entró en su cuarto para el abrazo de buenas noches, y Grace lo abrazó con una sonrisa forzada, confiando en que su hijo no notara su temblor. Unas horas más tarde, seguía despierta.

Tenía algunas posibles líneas de actuación, por supuesto. Podía llamar a Robertson Sharp III (al que Jonathan siempre había tratado con cierto desdén) y explicarle que su marido —¡ya sabes lo despistado que es!— se había dejado el teléfono en casa, de modo que necesitaba saber si había alguien más del hospital en el congreso. O podía llamar al congreso, pero primero tenía que recordar exactamente cómo se llamaba y dónde se celebraba. Congreso de Oncología Infantil en Cleveland era demasiado general. Podía llamar a Stu Rosenfeld, que normalmente le hacía las sustituciones a su marido, pero supondría anunciar a los cuatro vientos que la esposa de Jonathan Sachs no tenía ni idea de dónde estaba su esposo y estaba histérica.

Y ella no estaba histérica, desde luego.

O quizás sí.

Volvió mentalmente al café que tomaron el lunes por la mañana mientras Henry (el único que comía algo a esa hora) desayunaba y repasaban las tareas del día, que para ella —según recordó— incluía visita de pacientes hasta las cuatro de la tarde y luego la clase de violín de su hijo. Jonathan tenía que ir al dentista para que le pusieran una corona dental en el diente que se rompió el año pasado cuando tropezó y se dio un golpe con las escaleras del hospital. ¿Y no habían hablado de que uno de ellos compraría algo para cenar en el camino de vuelta a casa? Al repasar los acontecimientos del lunes, Grace descubrió que no habían hablado de Cleveland. ¿Era posible que lo hubiera planeado más tarde? ¿Tal vez después de cenar, cuando estaban los dos solos? Puede que en algún momento Jonathan decidiera que cenar en casa con ellos dos, aunque poco frecuente, no era suficiente para retrasar un vuelo para el congreso a la mañana siguiente. Puede que tomara la decisión sobre la marcha, comprobara si había posibilidades de comprar el vuelo y pasara por casa para coger sus cosas, pensando que ya la telefonearía más tarde. La telefoneó el lunes por la tarde, pero ella no oyó el mensaje hasta que revisó su teléfono durante la clase de violín de Henry, en el mal iluminado pasillo de Vitaly Rosenberg. Por eso ella y su hijo acabaron cenando en un restaurante cubano de Broadway. El mensaje de Jonathan no fue nada especial: «De camino al aeropuerto para el congreso del que te hablé. No recuerdo el nombre del hotel. Nos vemos en un par de días. ¡Te quiero!» Grace ni siquiera conservaba el mensaje, ¿para qué debía conservarlo? Jonathan partía para un par de días. Iba a menudo a congresos en ciudades del Medio Oeste con hospitales importantes, como la clínica Cleveland —en Ohio— o la clínica Mayo… Eso estaba en… ¿Minnesota? No siempre estaba segura del lugar exacto, ¿por qué debería estarlo? Normalmente, los neoyorquinos no tenían que moverse de la ciudad para recibir la mejor atención médica. Además, Jonathan la llamaría, o ella lo llamaría. Ya estuvieras en China o en la calle de al lado, marcabas un número de teléfono —el de tu marido— y él te contestaba.

Pero Jonathan se había olvidado el teléfono en casa.

No, en realidad no se lo había olvidado. Lo que Grace veía ahora con una claridad brutal era que Jonathan no podía haberse olvidado el teléfono en el lugar donde ella lo encontró: entre las carpetas de cuero del armario junto a la cama. Uno no se «olvidaba» algo tan importante como el móvil en un lugar de tan difícil acceso.

Esto era lo que no era capaz de entender, por más vueltas que le daba.

Elaborar los planes para el día: vale.

Cambio de planes para el día: vale también.

Dejarse el móvil con las prisas después de comunicar el cambio de planes: era posible.

Pero ¿dejarse el móvil dentro del armario junto a la cama, detrás de las carpetas de cuero?

Eso no tenía sentido. Además sabía que a él le gustaba llamarla. En una ocasión le dijo que el sonido de su voz, incluso su voz grabada en el contestador, le reconfortaba y le calmaba. Esto la emocionó. Grace sabía —lo supo siempre— que desde el día en que se conocieron se convirtió en la auténtica familia de Jonathan. Ella le proporcionaba el sentimiento de seguridad que tan importante era para un niño y que él nunca había experimentado en su familia biológica. Lo que demostraba la pasta de la que estaba hecho era que, a pesar de las carencias de su infancia, se había convertido en un hombre amable y cumplidor. Esto era lo que enamoraba a Grace de su marido.

Entonces recordó algo, a una persona, una mujer que acudió a su consulta muchos años atrás. El sofá era el mismo, pero la consulta estaba en otro lugar, en York, en los primeros años de la década de 1980. Entonces estaba empezando como psicóloga, acababa de licenciarse y salía de las claustrofóbicas alas de Mama Rose. Y esa mujer, esa paciente… Grace no recordaba su nombre, pero sí su cuello, largo y elegante, muy bonito. Había venido sola, pero no para hablar de sí misma; solamente quería hablar de su marido, un abogado polaco que conoció en el gimnasio del barrio, y luego en su cafetería favorita, donde el hombre le explicó, durante su breve noviazgo, la historia de su terrible infancia, un auténtico catálogo de abandono y pobreza que hubiera encogido hasta el corazón más endurecido. Creció en una familia casi analfabeta y logró ir a la universidad, emigró solo y llegó sin un duro y con un título en derecho a los Estados Unidos, donde trabajó para abogados que eran más jóvenes y con menos preparación que él, mientras compartía piso con muchas otras personas en Queens, amenazado siempre con ser deportado… Bueno, una historia terrible. Hasta que ella lo rescató con su amor, se casó con él y le proporcionó las herramientas para legalizar su situación en el país. Cuando Grace le insinuó amablemente que a lo mejor no conocía a este hombre tan bien como pensaba, la mujer le dijo una cosa que ahora le hacía pensar. Mire de dónde viene y en qué se ha convertido, respondió molesta, tensando el cuello. Es todo lo que necesito saber.

Grace recordó que el hombre nunca fue a su consulta. Era polaco, le explicó la mujer, y por lo tanto no creía en la terapia. Luego la mujer también dejó de venir. Años más tarde, la vio en Eli’s on Third, en el mostrador del queso, y la saludó. La mujer le explicó que seguía viviendo en el mismo pisito, pero que ahora estaba sola con su hija. El marido polaco la abandonó poco después de que naciera la niña, se trajo a una polaca que conocía de antes de emigrar, se casó con ella y contrató a un abogado de su nuevo bufete para que le representara en el divorcio. Y sí, había logrado encontrar un refugio para su dolor y su sufrimiento.

Grace seguía muy quieta.

Se oyó el ulular de una sirena en la Cuarta Avenida. Se cubrió los hombros con una manta. No era capaz de abrir el portátil. Se imaginaba tecleando las palabras «pediátrica», «Cleveland», «oncología» y «congreso», pero no se decidía a hacerlo. Además, todo se aclararía de alguna manera. Estaba nerviosa y lo veía todo negro, pero nada más. Lo había visto centenares de veces en su consulta. A veces era por algo, claro, pero no siempre. No siempre pasaba algo.

De hecho, pensó Grace con alivio, en otras ocasiones había pasado algo parecido sin consecuencias graves. Años atrás, cuando llevaban poco tiempo casados —recordaba perfectamente el incidente y el mismo ataque de pánico, totalmente innecesario—, ocurrió algo así, porque durante un par de días no supo dónde estaba Jonathan, que entonces era residente en el hospital. Y claro que los residentes tienen turnos espantosos de treinta y seis horas seguidas durante las que desaparecen dentro del hospital para reaparecer más tarde exhaustos, mentalmente confundidos y muy poco comunicativos. Entonces no existían los móviles, de modo que cuando desaparecías, desaparecías de verdad, sin señales en el radar, sin miguitas de pan en el bosque. Curiosamente, era mejor saber que resultaba imposible establecer contacto. Ahora Grace no permitiría que Henry saliera de casa sin el móvil —francamente, si pudiera le implantaría un localizador GPS—, pero entonces, quince años atrás, no fue tan terrible que Jonathan desapareciera un par de días y no contestara a los mensajes que ella le dejaba en el hospital ni en su servicio de mensajería. Hacía poco que estaban casados y trabajaban muchísimo los dos, de manera que a ella le llevó un tiempo descubrir que no tenía ni idea de dónde estaba su marido. Pensaba que conocía sus turnos y que en cualquier momento lo vería llegar tambaleándose a su incómodo apartamento de la calle Sesenta y cinco para caer derrumbado en la cama, pero cuando no apareció, se preguntó dónde podía estar y pasó las siguientes horas dejándole mensajes. ¿Había tenido que sustituir a otro, había acumulado otro turno después del suyo? A lo mejor estaba demasiado cansado para volver a casa y se había acostado en una de las camas que el hospital habilitó para los médicos después del escándalo de Libby Zion, cuando se culpó —con razón o sin ella— de la muerte de un adolescente a un residente que llevaba horas sin dormir. Curiosamente, aunque entonces tenían menos medios de contactar, a Grace le resultó mucho más fácil convencerse de que no pasaba nada. Era un sentimiento sordo e insistente que redirigía sus pensamientos, fueran cuales fueran entonces. (¿Qué pensaba aquellos días, antes de tener el niño? ¿Pensaba en las noticias? ¿En qué preparar para la cena?) Fue un episodio desagradable, pero no tanto como ahora. Ahora había algo que la perforaba, que se infiltraba en su ser y que ni siquiera se atrevía a nombrar. Y hacía daño, mucho daño.

¿Cuánto tiempo duró entonces? Un día y una noche, y otro día más, y casi un tercer día, hasta que de repente Jonathan volvió a casa con un aspecto —eso era lo más curioso— bastante alegre. Grace sintió un tremendo alivio al verle. ¿Dónde había estado?, le preguntó. ¿Había hecho otro turno?

Sí.

¿Se había quedado a dormir en el hospital?

Sí, así era, le dijo.

¿Y no había recibido sus mensajes?

¿Mensajes? Resultó que no había recibido ninguno. La recepción del hospital tenía fama de no entregar los mensajes personales. En teoría era su función, pero estaba lejos de ser su prioridad. En un hospital dedicado al cáncer había comunicaciones mucho más cruciales, y se daba por supuesto que algunos mensajes personales se quedarían por el camino. Y sí, aquel mismo día había recibido un mensaje en el busca con su número, pero como esperaba volver a casa en unas horas no había querido despertarla.

Pero ¿por qué no la había llamado mucho antes? ¿Por qué no le había explicado la situación? ¿No pensó que ella estaría preocupada?

Jonathan no entendía por qué demonios Grace tenía que preocuparse. Él no padecía cáncer. No era uno de los niños que estaban en el hospital para que les inyectaran veneno ante la mirada llorosa de sus padres.

Esto, por supuesto, hizo que Grace se sintiera fatal. Hizo que se avergonzara de haberse preocupado de forma tan desproporcionada. Vale, su marido no la había llamado a cada momento, ¿y qué? Jonathan tenía que ocuparse de los niños enfermos en el hospital, su vida estaba repleta de cosas importantes. Por eso le había elegido ella, ¿no? Y además, ¿qué era exactamente lo que la preocupaba tanto? Si a Jonathan le hubiera ocurrido algo grave, si hubiera sido víctima de repente de una de esas cosas horribles (¡ataque cardiaco!, ¡apoplejía!, ¡tumor cerebral!), uno de sus colegas o incluso una de esas operadoras tan ocupadas de centralita se habría puesto en contacto con ella. Si no lo hacían, significaba que a su marido no le pasaba nada. Grace se había comportado de forma irracional.

Ojalá pudiera ahora utilizar la misma lógica que entonces.

Tan centrada estaba en convencerse de que esto ya había ocurrido anteriormente y no había significado nada que no veía que el simple hecho de que hubiera ocurrido tenía un significado. Si un paciente le hubiera contado esta misma historia, sin duda le habría señalado dónde estaba el truco.

A Grace nunca se le había pasado por la cabeza que Jonathan pudiera dejarla. No se le ocurrió entonces, muchos años atrás, cuando pasó tres días horribles (con sus tres noches) sin saber de él, y tampoco lo pensaba ahora. No lo había pensado nunca desde que lo vio por primera vez en el sótano de la residencia de la Facultad de Medicina de Harvard y supo con una mezcla de alivio y deseo que él era el hombre de su vida. En una ocasión, una de sus pacientes describió así el momento en que conoció a su futuro marido: «Oh, qué bien, ya puedo dejar de salir con chicos». Esto era más o menos lo que había sentido ella. Finis!, pensó entonces, aunque esta vocecita práctica quedó casi sofocada por el intenso deseo que sentía. Esas especulaciones sobre el hombre del que se enamoraría, con el que se casaría, tendría hijos y envejecería… por supuesto que las había pensado. Pero en su caso, en cuanto conoció a Jonathan, ya no pensó más con quién se casaría, sino si podría casarse con ese hombre y vivir a su lado el resto de su vida. Jonathan Gabriel Sachs: veinticuatro años, con hoyuelos, delgado y despeinado, inteligente y encantador, y vivo, Y mira de dónde había salido.

Así pasó la noche, inmersa en un malestar físico y en una agonía psíquica mucho mayor, con breves momentos de sueño inquieto que terminaban con un despertar doloroso. A las siete de la mañana despertó a Henry para acompañarlo al colegio. Le preparó la tostada y se hizo un café, como si fuera una mañana normal. Pero se puso nerviosa mientras esperaba a que su hijo recogiera sus cosas, lo que no tenía sentido porque en realidad lo que más temía era el momento en que dejara a su hijo en el colegio y volviera sola a casa para seguir con sus pensamientos recurrentes.

Nada más girar por Lexington, Grace y Henry advirtieron que en la escuela había pasado algo, porque vieron la furgoneta de una cadena de noticias (NY1) y unos cuantos individuos en la acera que eran a todas luces periodistas. También estaban los padres, claro. Muchos padres, o muchas madres, mejor dicho, porque en un momento así, ¿quién iba a dejar que la niñera llevara al niño al colegio? Las aceras y el patio estaban abarrotados de mamás vestidas con mallas de yoga y sudadera que llevaban al perro atado con una correa de cuero y hablaban animadamente entre ellas. El ver a tantas madres juntas arrancó a Grace de sus preocupaciones privadas y le recordó lo que ocurría en el mundo real: una madre muerta, unos niños profundamente afectados, el impacto psíquico que esto tendría para los demás niños y el colegio en conjunto. Por un momento esto le hizo sentirse un poco mejor. El problema con su marido se arreglaría, desde luego, mientras que no habría reparación posible para Málaga Alves y sus hijos. Grace le dio a Henry un discreto apretón en el hombro y le dejó marchar. Se acercó al grupo de Sally Morrison-Golden.

—¡Oh! Esto es terrible —comentó Sally.

Tenía en la mano un vaso grande de Starbucks y alternaba los movimientos pesarosos de cabeza con soplidos sobre la superficie de su café.

—¿Alguien llegó a ver a su marido? —preguntó una mujer que Grace no conocía.

—Yo lo vi en una ocasión —contestó Linsey, la de los bolsos Birkin.

Hoy tenía un aspecto más joven y más fresco incluso que el día de la fiesta de su hijo, cuando sacó a Grace de su casa con el valioso consejo de que el conserje podía conseguirle un taxi.

—Al principio no sabía que era uno de los padres. Pensé que, ya sabes, que trabajaba en el colegio. Creo que le hice saber que faltaban toallas de papel en el baño de señoras.

Lo peor era que Linsey lo dijo sin sentimiento de culpa. A Grace le ofendió el comentario, pese a que ese hombre ausente era quien presuntamente había apuñalado a su mujer.

—¿Fue en la reunión de padres? —preguntó alguien.

—Exacto —respondió Linsey—. Luego vi que entraba en la clase y se sentaba y pensé: «¡Oh, cielos, el hijo del portero va a la clase de Willie!»

Estaba claro que todavía le hacía gracia la anécdota, porque puso los ojos en blanco.

—Ya sabéis que soy del sur. Así es como funcionan las cosas allí.

¿Qué quiere decir con… las cosas?, pensó Grace. Decidió que no valía la pena averiguarlo. Sería mejor preguntar si alguien tenía una información concreta.

—¿Dónde están los niños? —preguntó.

Todas las miradas se posaron en ella.

—¿Qué niños? —inquirió la mamá de un preescolar.

—Los de Málaga Alves. Miguel y el bebé.

La miraron sin comprender.

—Ni idea —contestó alguien.

—¿Estarán en acogida? —preguntó otra mujer.

—A lo mejor los han enviado de vuelta a México —comentó una mujer que Grace no conocía, una de las habituales del grupo de Sally.

—Esta tarde vendrá un psicólogo —anunció Amanda—. Para hablar con los de cuarto curso. Les hablará de Miguel. No sé, ¿no deberían habernos preguntado primero?

—Ya nos lo preguntaron —observó la mujer que Grace no conocía—. ¿No recibisteis el mensaje? Decían que si alguien tenía una objeción, que se pusiera en contacto con el director.

—Oh —dijo Amanda, y se encogió de hombros—. Ya casi nunca miro mi correo electrónico. Uso Facebook para todo.

—¿Han venido psicólogos para todos los niños? —preguntó Linsey—. No recuerdo que Redmond me lo mencionara.

Redmond, su hijo mayor, se había convertido en el principal atormentador de Internet de los de séptimo curso, un chico con malos sentimientos en general. Lo que no era ninguna sorpresa.

—No —intervino Amanda, dándose importancia—. Sólo han hablado con los de cuarto, con los niños de la clase de Miguel. Como Daphne —aseguró—. Daphne me contó que se sentaron en corro y hablaron de Miguel, de que tenían que ser especialmente amables con él cuando volviera.

—Si es que vuelve —puntualizó Sally.

Y tenía razón, desde luego.

—¡Dios mío! —exclamó Linsey.

Había sacado las gafas de sol de su bolso Birkin del momento (en piel de avestruz de color fucsia) y miraba hacia los escalones de la entrada.

—¿Habéis visto a esos tipos?

Grace miró. Eran sus amigos de ayer, el irlandés y el hispano. Charlaban en la puerta del colegio con Helene Kantor, la mano derecha de Robert Conover. Ninguno de ellos tomaba notas, pero asentían mucho con la cabeza.

Mendoza, pensó Grace, pero se lo guardó para sus adentros. Mendoza el del cuello rollizo.

—¿Habéis hablado con ellos? —les preguntó a las demás.

—Yo sí, ayer por la mañana —respondió Sally—. Me llamaron para preguntarme por el comité, la fiesta de recaudación y todo eso. Por supuesto, los habría llamado, pero ellos se me adelantaron.

—¿Qué les dijiste? —preguntó la amiga cuyo nombre Grace no sabía.

—Les dije que estuvo en mi casa, en una reunión del comité. Y les expliqué lo que pasó en la fiesta.

¿Y qué pasó?, pensó Grace irritada. Afortunadamente, Amanda pensó lo mismo.

—¿Qué quieres decir con «lo que pasó»?

—Bueno, ¿os pareció normal que estuviera rodeada de casi diez hombres que babeaban por ella en casa de los Spenser? No creo que esto sea una tontería. No digo que se haya buscado lo que le pasó. No estoy culpando a la víctima —argumentó Sally, a la defensiva—. Pero si esto les ayuda a encontrar al culpable, es importante, ¿no?

—¿El culpable? —preguntó Linsey horrorizada—. ¿De qué estás hablando? Lo hizo el marido. Ha desaparecido, ¿no?

—Bueno —intervino la mujer cuyo nombre Grace ignoraba—. Podría ser un tema de drogas. A lo mejor un cártel de la droga buscaba al marido y la encontraron a ella, y ahora él se ha escondido. ¡Es de México! Un país con muchos problemas de violencia a causa de la droga.

No es de México, pensó Grace. Es de Colombia. Pero en cuanto a cárteles de droga no estaba segura de que ninguna de ellas conociera la diferencia.

Pensó que ya tenía suficiente y echó una ojeada alrededor en busca de una vía de escape. El patio estaba lleno de grupitos de madres que —supuso Grace— intercambiarían similares retazos de información. No se respiraba la misma animación de otros días, lo que era bueno, pero al mismo tiempo había algo chocante en el ambiente general. Todo el mundo comprendía que era una tragedia y había mostrado preocupación por lo que sentirían sus propios hijos, pero ahora, una vez quedaba esto claro, Grace detectaba una vaharada de emoción apenas contenida. La furgoneta de los medios de comunicación estaba en la calle porque no se le permitía entrar en el recinto, pero las madres estaban dentro. Claro que ellas ya estaban más que acostumbradas a estar en el centro de todo. Estaban acostumbradas a que las acompañaran hasta la mesa del restaurante, a que contestaran al teléfono por ellas, a que aceptaran a sus hijos en prestigiosos colegios, a comprar a través de un profesional para evitar las colas, a que el guardia de seguridad les abriera la cancela de la urbanización sólo con hacerle un gesto. Sin embargo, pensó Grace, no solían encontrarse al otro lado de una investigación criminal. Y ahora estaban lo bastante próximas a la acción como para que fuera emocionante, pero a suficiente distancia como para no tener que vérselas con la policía. Era una oportunidad única, una perspectiva… muy especial. Y lo estaban aprovechando al máximo.

De repente Grace oyó que alguien la llamaba. Se volvió.

Sylvia estaba a su lado. Ella no la había visto antes en el patio.

—¿Has visto a Robert? Te estaba buscando.

—¿En serio? ¿Qué quería?

Pero en realidad ya sabía lo que quería. Seguro que intentaba contactar con los profesionales de la salud mental que hubiera entre los padres a fin de pedirles consejo. Grace pensó que ojalá lo hubiera hecho antes de enviar ese críptico correo electrónico.

—No lo sé —contestó Sylvia—. Por lo que ha pasado, supongo.

—Me imagino que sí. Bueno, puedo hablar con los niños, si quiere.

Estaban detrás del edificio del colegio, entre la calle y el patio, en el callejón que a veces se usaba para los simulacros de incendios. Grace nunca había visto que se utilizara como entrada alternativa al colegio. Tiempos difíciles, pensó.

—Oh, no creo que esto vaya a más. A partir de ahora todo empezará a calmarse —le comentó a Sylvia—. No tiene nada que ver con el colegio.

Su amiga se encogió de hombros.

—Espero que tengas razón.

Grace dejó la aglomeración de madres, entró en el vestíbulo del colegio y subió a la primera planta, donde estaba el despacho del director. Las paredes de la escalinata estaban cubiertas de cuadros pintados por los alumnos, fotografías enmarcadas de las clases, pósteres de las representaciones musicales y teatrales del colegio. Algunas fotos se remontaban a la época en que ella era alumna en Rearden. Como siempre, echó una ojeada a una versión preadolescente de sí misma disfrazada para la representación de la obra musical The Gondoliers (participó en el coro), y observó por enésima vez cómo destacaba la blanca línea que dividía su oscuro cabello en dos trenzas. Ya no recordaba la última vez que se había hecho trenzas. O que se había hecho una raya en el medio.

La pesada puerta de roble del director estaba entreabierta, pero Grace golpeó suavemente con los nudillos,

—¿Robert?

—Oh.

El director se sobresaltó y casi dio un brinco.

—Oh, bien, muy bien. ¿Te ha localizado Sylvia?

—Estaba abajo.

—Oh, vale.

Parecía un poco confuso.

—Cierra la puerta, ¿quieres?

Grace cerró la puerta y se sentó en una de las sillas frente al escritorio. No pudo evitar sentirse como si fuera pequeña y la hubieran llamado al despacho del director, aunque nunca se había sentado allí, ni como alumna ni como madre. Siempre había sido obediente y trabajadora, y Henry también.

Como le pareciera que el director dudaba, como si no supiera bien para qué la había llamado, Grace tomó la palabra, más que nada para echarle una mano:

—Es terrible lo que ha pasado.

—Terrible. ¿Y tú cómo estás?

Curiosamente, el director no la miraba.

Ella se quedó sorprendida.

—Oh, estoy bien. Apenas la conocía, pero hiciste bien en tomar medidas desde el primer momento —dijo.

No le mencionó el mensaje de correo electrónico. Si el director quisiera saber su opinión al respecto, se lo preguntaría.

Pero no le preguntó nada. De hecho, no parecía dispuesto a decirle nada.

Grace volvió a tomar la iniciativa.

—¿Quieres que hable con los niños? No suelo trabajar con niños, pero estaré encantada de ayudarte si lo necesitas.

Por primera vez, Robert la miró a los ojos.

—Grace, la policía ha estado aquí, ¿sabes?

Ella se incorporó un poco en la silla.

—Bueno, ya me lo imagino. Supongo que han venido a hablarte de lo ocurrido.

Se expresó con cuidado, pronunciando despacio las palabras. Y sin embargo Robert seguía mirándola como si hubiera algo que no entendía. ¿Está trastornado?, pensó Grace. Era muy distinto del hombre relajado, triunfante y un poco borracho con el que había estado hablando el sábado por la noche. ¿Cuántos días hacía? Grace lo calculó: no muchos. Pero ahora Robert parecía traumatizado. Bueno, después de lo ocurrido era normal, pensó.

—Hemos tenido varias conversaciones, de hecho.

—¿Sobre su hijo? —preguntó Grace, intentando entender—. ¿Sobre Miguel?

Él asintió en silencio. Un rayo de sol se posó en su cabeza con el ángulo justo para destacar su calva debajo del escaso pelo. Pobre Robert, pensó Grace. Esto va demasiado rápido para ti. Y eso que eres bastante guapo.

—Estaban muy interesados en los acuerdos financieros con la escuela para la escolarización de Miguel —comentó el director—. En su beca.

—Vaya, qué curioso —replicó Grace.

Lo mismo que esta conversación, pensó.

—¿Y por qué les interesa la beca de Miguel?

Robert apretó los labios y se quedó mirándola. Parecía haberse quedado sin palabras.

—Grace, supongo que entiendes que tengo que colaborar plenamente con la policía. Ignoro cuál es su metodología, pero la situación escapa de mi control.

—De acuerdo —concedió ella, totalmente perpleja—. Sigo… sin entender por qué les interesa tanto el sistema de becas del colegio, pero, como tú dices, ahora esto está en sus manos.

—La beca de Miguel no siguió los conductos habituales. Es un caso especial en el colegio.

Oh, Dios mío, pensó Grace, con un rebrote de rebeldía adolescente. ¿Y a mí qué más me da? Pero como no tenía ninguna respuesta racional que darle al director, levantó las manos.

Robert la miraba ahora fijamente y en silencio, como si también él hubiera perdido el hilo de la lógica en esta conversación cada vez más extraña. ¿Cuántos minutos llevaba Grace en el despacho del director? Y seguía sin saber para qué había querido verla. El ambiente se tornaba espeso por momentos. Francamente, pensó Grace, era preferible estar abajo con las mamás, aunque estuvieran un poco histéricas.

—Bueno… ¿Quieres que hable con los alumnos? Hoy tengo la mañana muy ocupada, pero podría venir por la tarde.

—Oh… —Robert se incorporó en la silla y forzó una tensa sonrisa—. No hace falta. Muy amable de tu parte, pero creo que tenemos suficientes psicólogos.

Grace se encogió de hombros y pensó: Bien, pues entonces, yo

Se levantó y salió del despacho. Ojalá se hubiera podido ahorrar la escena. No estaba muy satisfecha con Robert, y por primera vez se preguntaba si era capaz de soportar la presión. Tal vez era él quien quería ayuda, pensó mientras bajaba las escaleras y pasaba de nuevo frente a su foto con trenzas. Tal vez por eso le costaba tanto decir: Esto me sobrepasa. ¿Puedo hablar contigo? Por un momento, se sintió preocupada por él y tan culpable que se detuvo con la mano en la barandilla y miró hacia arriba.

Pero no podía volver. Se moría de ganas de salir de allí. Necesitaba aire, aire fresco.

Salió por la puerta principal y giró hacia el este por la calle de tres carriles y después en dirección sur por la Tercera Avenida. Iba camino de su consulta en la calle Setenta y seis, pero de hecho faltaba casi una hora para que llegaran sus primeros pacientes. Cuando pensó que iba a estar allí sentada en silencio (o peor aún, mirando de nuevo su portátil), comprendió que tenía miedo. Su móvil, que había estado consultando cada diez minutos, seguía sin decir nada, o por lo menos nada que no fuera irritante. Una alerta de noticia de la CNN sobre un terremoto en Paquistán, una oferta de una tienda de la que nunca había oído hablar y de un producto que no quería, un aviso de Rearden donde se informaba a los padres de que los psicólogos estarían a partir de las tres de la tarde en el comedor de preescolar para que pudieran «preguntarles lo que quisieran sobre el estado emocional de sus hijos». Grace estaba sorprendida y furiosa. ¡Qué narcisistas nos hemos vuelto!, pensó. ¡Qué importancia tan tremenda concedemos a nuestros sentimientos! ¿Me preocupa el estado emocional de mi hijo? Lo que me preocupa es que haya alguien capaz de matar a una mujer y de dejar que su hijo la encuentre en un charco de sangre. Creo que esto puede ser malo para un niño. Le puede causar «problemas». Podría resultar «traumático», indicar una «disfunción» familiar.

Además, no tengo ni idea de dónde está mi marido.

Llegó a la consulta unos diez minutos antes de la hora en que tenían que llegar sus pacientes y siguió su rutina: encender las luces, comprobar si faltaba algo en el cuarto de baño, reponer los pañuelos de papel y echar un último vistazo a las visitas del día. Aquí creo que tenemos un problema, pensó, al ver el programa. La pareja que estaba a punto de llegar se separó el año pasado después de que el marido tuviera una aventura. Luego decidieron hacer lo posible para intentar una reconciliación, pero Grace (aunque alababa su esfuerzo) no creía realmente que el marido, que era guionista, pudiera dejar de perseguir a otras mujeres. Después de ellos venía la mujer con un marido que había tenido «experiencias» con otros hombres en la universidad. Este tema había vuelto a salir y se había convertido en el tema principal de sus sesiones, Hoy la mujer vendría sola. Grace no solía acceder a ver por separado a los miembros de la pareja, pero en este caso estaba convencida de que las sesiones conjuntas ya no tenían sentido y de que la mujer querría seguir con la terapia tras la separación. A continuación venía una nueva paciente. A su novio lo habían arrestado por desfalco en la empresa en la que ambos trabajaban y ella estaba muy afectada.

Luego se suponía que iba a casa de su padre a cenar.

Seguía sin conocer el paradero de Jonathan.

Se dispuso a enviar un nuevo mensaje electrónico y tecleó la dirección de su marido. Le molestaba bastante tener que darle instrucciones para que se pusiera en contacto con ella. Jonathan podía ser muy despistado. Grace lo había visto olvidarse de innumerables citas, reservas para cenar, recitales de violín y por supuesto de cosas tan tontas como el Día de la Madre o de San Valentín, que eran festividades creadas con el único propósito de vender chocolatinas y postales. Pero siempre había habido una razón para sus olvidos, el tipo de razón que hacía que te sintieras avergonzada de haberle pedido explicaciones, como por ejemplo que un niño estaba muriendo de cáncer.

«Jonathan —escribió—, ponte en contacto conmigo AHORA MISMO, por favor. Quiero decir EN CUANTO LEAS ESTE MENSAJE. Henry está bien —añadió, sintiéndose culpable por el susto que podría darle leer estas palabras—. «Pero llámame LO ANTES POSIBLE

Acto seguido envió el mensaje al éter para que volara hasta Jonathan en cualquiera que fuera la ciudad del Medio Oeste donde tenía lugar el congreso. Pero ¿era realmente un congreso de oncología infantil? Tal vez él lo había llamado así porque la oncología infantil era lo que le interesaba, pero el congreso podía ser de pediatría, o de oncología, e incluso de un tema tangencial. Podía ser… un congreso sobre una nueva medicación basada en anticuerpos, o sobre tecnología genética, o cuidados paliativos, incluso sobre terapias alternativas. Bueno, seguramente esto último no. Grace no podía imaginarse a Jonathan asistiendo a un congreso sobre terapias alternativas. Como casi todos los médicos que le rodeaban, su marido era un firme convencido de la bondad de la medicina occidental. La única colega de Jonathan que mostraba un cierto interés en lo que ella misma denominaba «estrategias de curación paralelas» hacía tiempo que ya no ejercía en Nueva York y se había ido a algún estado del suroeste.

En realidad, esto era culpa suya, pensó Grace. Había estado demasiado distraída por… bueno, un montón de cosas: su trabajo, su hijo, la fiesta de captación de fondos, el libro. Por Dios, no era extraño que únicamente pudiera recordar conceptos sueltos del congreso, como pediatría, oncología, un lugar al que había que ir en avión, y que hubiera acabado por inventarse que se trataba de un congreso de oncología infantil en Cleveland. ¡Típico de mí!, pensó casi alegremente.

Pero en realidad no era típico de ella. Grace nunca había sido así.

Cuando llegó el matrimonio de la primera sesión, Grace les preguntó cómo había ido la semana. El marido empezó a quejarse amargamente del productor que le compró un guión el año pasado y que no parecía dispuesto a convertirlo en película. Mientras tanto, la mujer permanecía callada y tensa, hecha un ovillo en el otro extremo del sofá. El hombre enumeró las quejas y agravios que formaban su resentimiento: la asistente del productor, que era pasiva-agresiva y no entendía que si querías progresar en tu carrera debías ser más simpática; su propio agente, que tardaba cuatro días en devolver una llamada, aunque era evidente que no estaba a las puertas de la muerte, porque lo habían visto comiendo en Michael’s, pero no había sido capaz de pulsar las teclas del móvil.

Grace, que en realidad no estaba escuchando, asentía cada vez que el hombre se paraba para tomar aliento, pero no tenía fuerzas para interrumpirle. Estaba un poco aturdida y se sentía culpable. Recordó un chiste que corría entre los estudiantes cuando hizo su máster y que ella no encontraba especialmente gracioso. Era sobre dos psicoterapeutas que llevaban años coincidiendo cada día en el ascensor: se encontraban cuando subían a sus consultas y volvían a coincidir cuando bajaban al final del día. Uno estaba siempre amargado y deprimido por las historias de sus pacientes. El otro estaba siempre de buen humor. Tras años de que se repitiera la misma escena, el amargado le preguntó a su colega: «No lo entiendo. Nuestros pacientes soportan unas vidas terribles. ¿Cómo puedes pasarte el día escuchando sus problemas y estar tan feliz?»

El otro hombre le contestó: «¿Y quién los escucha?»

Grace siempre escuchaba.

Pero ahora mismo era incapaz. No podía oír siquiera.

La esposa se movía inquieta, cada vez más irritada con las invectivas que desde el otro extremo del sofá lanzaba su marido contra todos. La actriz que quería representar un papel para el que ya era mayor. El joven fan de Tarantino, que se quejó de él en Facebook porque ¿cómo iba a enseñar escritura de guiones si no había hecho ninguna película? La hermana de su mujer, que insistía que estas navidades fueran a su casa en el puto Wisconsin, lo que era ridículo, porque ni siquiera les tenía simpatía; siempre se había portado mal con su hermana pequeña, su esposa. ¿Por qué iban a gastarse una fortuna en billetes de avión y aguantar las colas en los aeropuertos, en las peores fechas del año? Estaba como una cabra.

—¿Ah, sí? —preguntó Grace.

La esposa exhaló un suspiro lento y silencioso.

—Es por la madre de Sarah —respondió el marido—. Hace unos meses telefoneó a Sarah y le dijo que ella y Corinne podían ir a vivir con ella en Madison. Como si mi familia fuera asunto suyo.

—Steven —intervino la esposa en tono de advertencia.

—Pero mi mujer le contestó que no. Porque es mi esposa, y Corinne es mi hija. Los problemas que podamos tener los arreglaremos entre nosotros, sin ayuda de mi suegra. Pero ahora tenemos que fingir que no ha pasado nada y coger un avión para ir a esa mierda de sitio a tomar pastel de higos.

Grace sabía que tenía que decir algo. Era lo que se esperaba. Cualquier cosa. Pero no lo hizo.

—Están preocupados por mí —comentó Sarah—. Tú también te preocuparías por Corinne si supieras que tiene problemas en su matrimonio, en su vida.

—Ya he vuelto a casa —rezongó él, como si así quedaran resueltos los demás problemas.

—Sí, y lo aprecian. Saben que lo estamos intentando. Pero quieren que todos nosotros nos sintamos apoyados en Navidad.

Grace, que miraba de reojo al marido, comprobó que ese «todos nosotros» le resultaba tan poco creíble como a ella.

El hombre miró a su esposa con indignación.

—Soy judío, Sarah.

—Todo somos judíos. Eso es lo de menos.

El marido estalló. Expuso un nuevo motivo de agravio, uno que no había surgido todavía en la terapia, pero tan parecido a los otros (su carrera, la interferencia de sus padres, el repentino cambio sufrido por su hija adolescente, que ya no le mostraba la misma adoración que antes) que Grace, sin moverse de la butaca, podía anticipar exactamente cómo se desarrollarían los cuarenta minutos que quedaban de sesión. Las dos mujeres guardaron silencio mientras él descargaba sus agrios ataques. Grace contemplaba las persianas de la ventana que había detrás de él y pensaba que el cristal que se entreveía parecía sucio del hollín de Nueva York. De vez en cuando le daba una propina al portero, Arthur, para que limpiara la ventana por fuera, pero ya hacía tiempo desde la última vez. Se le ocurrió que si se levantara sin hacer ruido y se pusiera a limpiar la ventana, ninguno de sus dos clientes se daría cuenta, y por lo menos ella haría algo útil y entraría más sol. Si es que hoy hacía sol. De repente era incapaz de recordar si el día era soleado.

Cuando el hombre acabó su perorata, empleó las fuerzas que le quedaban en resistir el impulso de pedirles disculpas y los despidió con el consejo de que no hablaran del viaje de Navidad antes de la próxima sesión. Mejor que pensaran cuidadosamente qué querían que las navidades representaran para ellos y para su hija. Empleó los cinco minutos que faltaban antes de que llegara su siguiente paciente en comprobar si tenía nuevos mensajes en el móvil o en el portátil.

Y no había nada, por lo menos nada de Jonathan. Una tal Sue Krause de NY1 le había dejado un mensaje de voz pidiéndole una declaración sobre «la situación» en el colegio Rearden y preguntándole si tenía recuerdos de Málaga Alves que quisiera compartir con siete millones de neoyorquinos. Le desagradó encontrar este tipo de petición en el contestador de su oficina, aunque por supuesto hubiera sido peor encontrarla en su móvil, en su cuenta de correo personal o, Dios no lo quiera, en el contestador de su casa. No, no todo el mundo estaba deseoso de ponerse delante de una cámara a la mínima ocasión para contar tonterías sobre una tragedia real. Grace borró el mensaje y entonces vio el silencioso parpadeo que indicaba una llamada entrante. Era un móvil de Nueva York que no conocía, pero de todas formas escuchó el mensaje.

«Doctora Reinhart Sachs, soy Roberta Siegel, de Page Six.»

Lo decía como si ella tuviera que saber lo que era Page Six. Pero el caso era que Grace lo sabía. Todo el mundo lo sabía, de hecho, incluso los que —como ella— se resistían a estar al corriente de las celebridades del momento. Era una pésima señal que Page Six se interesara por lo que ocurría en Rearden, porque indicaba el estado de la nación. Por lo menos de la parte de la nación que tenía demasiado tiempo libre.

«Me han dicho que era usted una buena amiga de Málaga Alves y me pregunto si podría dedicarme unos minutos.»

Grace cerró los ojos. No entendía cómo había pasado de ser una compañera del comité a «buena amiga» de Málaga Alves, pero seguramente no valía la pena desentrañar el misterio. También borró este mensaje, pero antes se preguntó si Sally Morrison-Golden, otra «buena amiga», había recibido este mismo mensaje de Page Six. Confiaba en que no.

La siguiente paciente empezó a llorar en cuanto llegó. Era la mujer que había cancelado su cita la semana pasada. Su marido estaba en Chelsea en paradero desconocido, sólo accesible a través del trabajo (había que dejar un mensaje y esperar respuesta). Al parecer ya no estaba interesado en hacer terapia matrimonial, dijo —o más bien gimió— la esposa, sólo quería un abogado. La mujer se llamaba Lisa, tenía treinta y tantos años y era bajita y musculosa, aunque ella misma se definía como «patosa», lo que Grace podía confirmar después de ser testigo de los golpes que se había dado contra una esquina de la mesa de centro. Esta misma semana, su marido le comunicó que quería el divorcio —un comunicado amable, informó la mujer a Grace, como si quisiera defenderle— y le dio las señas del abogado que había contratado, así como una lista de posibles abogados para ella. (¿Era un gesto de educación extrema?, se preguntó Grace, ¿o simplemente olía a turbio?)

La mujer estuvo largo rato llorando, arrugando un pañuelo de papel tras otro, cubriéndose y destapándose la cara alternativamente. Grace no intentó detenerla. Pensó que debía resultarle difícil encontrar el momento de llorar, con un trabajo a tiempo completo en uno de los organismos públicos más en el punto de mira de la ciudad y con hijas de cinco años, todavía en el parvulario. Ahora que el marido se había ido, tal vez no podría pagar el apartamento o la escuela privada a la que esperaba mandar a sus hijas el año próximo, pensó la psicóloga preocupada. Ni la terapia, por supuesto. Pero la terapia no sería un problema. Grace había tenido casos parecidos y siempre conservaba a la paciente, por lo menos hasta ayudarle a superar la crisis.

Resultó que el marido tenía un amigo —¡qué sorpresa!— con un dúplex estupendo en una calle principal de Chelsea. Y allí era donde —¡nueva sorpresa!— se había mudado. La mujer le contó a Grace entre sollozos que lo había seguido hasta allí.

—Tenía que hacerlo. No contestaba mis llamadas. Le dejé un mensaje en la oficina y no tuve respuesta. Sammy me preguntaba por qué papá no las llevaba al colegio. Finalmente me dije que estaba mintiendo a mis hijas. Y ni siquiera sabía por qué.

—Habrá sido duro para usted —aventuró Grace.

—Quiero decir que bueno, lo entiendo —replicó la mujer con amargura—. Quiere divorciarse, ya lo sé. Es gay. Pero tenemos dos hijas. ¿Qué debo decirles? ¿Les digo que su padre salió a comprar queso y no regresó? Oh, por cierto, y que su mamá es idiota porque, cuando este hombre tan guapo le dijo que estaba enamorado de ella y que quería formar una familia, ella se lo creyó.

Grace suspiró. Ya habían hecho antes este mismo recorrido.

—Siempre he sido pragmática y racional, ¿sabe? Quiero decir, buf, que ya sabía que yo no era una belleza rubia. No iba a salir con el capitán del equipo de fútbol. ¡Ya lo sabía! Y no me importaba, porque la verdad es que no quería salir con el capitán del equipo de fútbol. Salí con chicos estupendos que me querían tal como era y no esperaban que cambiara. Hubiera podido ser feliz con uno de esos chicos, pero de repente aparece este tipo tan guapo y yo me digo: «¿En serio que puedo salir con él?» Y en un momento se va todo al garete. Supongo que me vio tan cegada, tan patética que pensó que si me pedía en matrimonio no me daría cuenta de lo mierda que era él.

—Pero, Lisa —le comentó Grace a su llorosa clienta—, creo que gran parte de lo que te dijo Daniel era cierto. Quería casarse y tener una familia. Puede que incluso pensara: «Para ahogar este deseo que siento, desarrollaré la otra parte de mí que desea otras cosas». Pero no lo consiguió. La mayoría de personas no podemos hacerlo, porque la atracción de lo que realmente deseamos es demasiado fuerte.

—Yo no cedo a todo lo que deseo —replicó Lisa en tono malhumorado.

—Nunca has intentado no sentirte atraída por los hombres. Ya sabes que algunos hombres se ordenaban sacerdotes para huir de su homosexualidad. Esto te demuestra el miedo que tienen, porque renunciar a la sexualidad para el resto de tu vida es un paso muy importante; tienes que detestar tu identidad sexual para que esto te parezca buena idea. Y es evidente que Daniel te quería, te quiere, y que deseaba ser un marido y un padre. Lo intentó y no lo logró, pero esto es su problema, no el tuyo. Tu problema es que en algún momento tuviste la ocasión de adivinar lo que le pasaba y no la aprovechaste. Dentro de un tiempo esto te permitirá ver lo sucedido con más tranquilidad, pero no ahora. Ahora mismo estás muy triste, y tienes todo el derecho a estarlo.

—Quieres decir que ya lo sabía —replicó ella secamente.

, pensó Grace.

—No, lo que quiero decir es que lo querías, confiabas en él y deseabas lo mismo que él. Y esto —prosiguió Grace— te impidió ver cosas que seguramente habrías visto en otras circunstancias. Eres un ser humano; has cometido un error, no un pecado. Lo peor que podrías hacer es castigarte por no haberte dado cuenta. No serviría de nada y te quitaría mucha energía, y ahora mismo necesitas toda tu energía para cuidar de ti misma y de las niñas. Además, estoy convencida de que Daniel se siente culpable por no haber sido capaz de decirte la verdad.

—Oh, estupendo.

La mujer cogió otro pañuelo.

En el silencio que siguió, Grace no pudo evitar ponerse a pensar en otras cosas. Quería prestar atención, permanecer con esta mujer y su problema, que era un problema muy serio. Lo que le pasaba a ella seguramente no sería nada, pero pensar en ello le resultaba demasiado doloroso.

—¿Ya lo sabías? —le preguntó su paciente.

Grace no entendió la pregunta.

—¿A qué te refieres?

—A Daniel. ¿Sabías lo que era?

—No.

Pero no era del todo cierto. Grace lo había sospechado desde el principio, y al poco tiempo ya tenía la certeza. Observó la lucha que se desarrollaba en su interior y comprendió que la parte de Daniel que deseaba estar con Lisa sucumbía inexorablemente a la poderosa atracción de su sexualidad. En los ocho meses que llevaba tratándoles como pacientes, nunca vio que él la tocara.

—Tiene un Rothko.

—¿Daniel? —preguntó Grace.

Se preguntó si iban a empezar a hablar de acuerdos financieros.

—No, Barry. El tipo que vive en la calle Treinta y dos.

Grace comprendió que Lisa no era capaz de referirse a él como «el novio».

—¿Esto es importante para ti?

—Lo que digo es que tiene un maldito Rothko sobre la chimenea, en su bonita casa de Manhattan. Lo vi a través de la ventana mientras estaba fuera en su preciosa calle del encantador barrio de Chelsea. Y yo comparto una caja de cerillas con dos niñas en York Avenue. Le he dado dos hijas para que pueda hacer de padre los fines de semana, como él quería, y pasarse el resto del tiempo siendo «él mismo».

«Ser él mismo» era una expresión que el propio Daniel había empleado en la terapia, y al parecer se había convertido en un mantra para Lisa.

—Tienes todo el derecho a estar enfadada.

—Oh, qué bien —repuso Lisa amargamente—. Y te gustaría decirme algo más, ¿no?

—¿Qué es lo que crees que quiero decirte?

La mirada de Lisa se posó —¿o eran imaginaciones suyas?— en la esquina del escritorio, donde estaban las galeradas de su libro. Grace no había informado a sus pacientes de que había escrito un libro (le pareció mal, como un médico que colocara sus productos en la mesa de recepción), pero algunos pacientes habían visto u oído hablar de la reseña en Kirkus. Uno de ellos, que trabajaba para Good Morning America, se había enterado incluso de que tres programas matutinos se la habían disputado.

—Que podía haber evitado esto, que debía haber escuchado con más atención.

—¿Es esto lo que crees que pienso?

—Oh, ¡basta de esa mierda freudiana! —exclamó Lisa.

Se inclinó hacia Grace. Su voz estaba cargada de rabia. De repente, por alguna razón salió a la luz la rabia que había ido acumulando contra ella. En este momento, el objetivo c’est moi, pensó Grace.

—Es decir, si quisiera que alguien se quedara ahí sentada y se limitara a repetir lo que digo —manifestó con sarcasmo—, buscaría una psicoanalista. Está claro que piensas que debería haberlo visto venir, que me lo he buscado. Desde el principio lo has estado pensando: ¿Cómo es posible que no supiera que se había casado con un gay? Hace tiempo que me he dado cuenta. Vale, ya entiendo que no puedas convertirte en una persona cálida y cariñosa conmigo, pero por lo menos no me juzgues.

Respira y no digas nada, pensó Grace. No ha acabado. Le quedan cosas en el tintero.

—Yo no te elegí como psicóloga. Prefería al otro que fuimos a ver en enero. Tenía la consulta cerca de Lincoln Center. Era un tipo enorme, con patillas. Parecía un oso. Pensé: Me siento segura aquí, me siento protegida. Pero Daniel te prefirió a ti. Pensó que eras más dura, y que era lo que necesitábamos. Pero yo ya tengo bastante dureza alrededor, gracias. Quiero decir, ¿alguna vez muestras sentimientos?

Grace notó la tensión en la espalda, en las piernas, que tenía cruzadas, y esperó unos instantes para responder con toda la calma que pudo reunir.

—No creo que mis sentimientos te sirvan de gran cosa, Lisa. Me refiero al plano terapéutico. Estoy aquí para ofrecerte mis conocimientos y experiencia, y mi opinión en algún caso. Mi tarea consiste en ayudarte a resolver los problemas que te han traído hasta aquí. Te seré más útil si te enseño a comprenderte a ti misma que si te muestro mi comprensión.

Lisa se encogió de hombros con aire de abatimiento y volvió a sollozar un poco.

—Estoy convencida de que puedo ayudarte —continuó Grace—. Creo que eres muy fuerte, lo vi el primer día. Ahora estás enfadada con él, enfadada contigo y también conmigo, desde luego. Pero eso no es nada comparado con tu tristeza por haber perdido la familia que creías tener. La verdad es que no hay manera de evitar estos sentimientos de enfado y de tristeza. Tendrás que atravesarlos para llegar al otro lado, y me gustaría ayudarte en esta travesía, porque sólo así encontrarás cierta paz para ti y para las niñas. Y en tu relación con Daniel, porque seguirá presente en tu vida. Puede que yo no tenga patillas ni un temperamento cariñoso, y te aseguro que no eres la primera paciente que me lo dice…

Lisa dejó oír una risa entre las lágrimas.

—Pero si no pensara de verdad que puedo ayudarte, ya te lo habría dicho. Y te habría ayudado a encontrar un terapeuta más cariñoso, si tú quisieras.

Lisa apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Parecía exhausta.

—No, ya sé que tienes razón. Pero es que… hay momentos en que te miro y me digo: a ella nunca le habría pasado esto. Yo, bueno, soy un auténtico desastre, pero tú siempre pareces tan serena. Ya sé que no puedes hablar de tu vida personal, y tampoco es que quiera hablar de ello, pero a veces cuando digo serena, pienso: zorra fría y calculadora. No es que me sienta orgullosa de ello. Y bueno… por supuesto busqué información sobre ti en primavera, cuando empezamos con la terapia. Espero que no te moleste, pero hoy en día buscamos información incluso del fontanero, y con más razón de la persona a la que vamos a contar nuestros secretos.

—No me molesto —dijo Grace.

Y tampoco hubiera debido sorprenderse.

—Me enteré de que llevas muchos años casada, de que está a punto de salir tu libro sobre cómo no casarse con un psicópata o algo así. Y aquí estoy yo como una de las estúpidas lectoras a las que va dirigido.

—Oh, no —la refutó Grace—. No va dirigido a estúpidas, sino a mujeres que tienen algo que aprender.

Lisa arrugó el pañuelo que tenía entre las manos y lo guardó en el bolso. Se había acabado el tiempo.

—Supongo que debería leerlo —dijo.

Grace no hizo nada por apoyar la idea.

—Si te interesa, claro que sí.

Bajó la mirada y empezó a hacerle la factura. Oyó que Lisa decía:

—Me servirá para la próxima vez.

Grace no pudo evitar una sonrisa. Buena chica, pensó. Era muy buena señal que incluso en estos pésimos momentos que estaba viviendo Lisa pudiera pensar en una próxima vez. Esta mujer saldría adelante, pensó. Incluso con menos dinero y más trabajo, incluso con la humillación de ver a su marido en una de esas casitas típicas de Manhattan (Grace las conocía perfectamente) de una de las calles más bonitas de la ciudad, era capaz de vislumbrar un futuro.

Claro que, por lo menos, pensó, ella sabe dónde está su marido.