7

Un ramillete de hechos inútiles

 

Henry era el primer violín en la orquesta de Rearden, un hecho que tanto él como su madre intentaban ocultar a Vitaly Rosenbaum, quien en teoría no quería que otro profesor pudiera influir sobre sus alumnos. Los ensayos eran los miércoles por la tarde, después de clase, y su hijo solía volver solo a casa, o digamos que solo con su teléfono móvil. Grace se preocupaba, pero no demasiado, porque ahora la ciudad era segura, o como mínimo había seguridad en esa parte de Manhattan. Además Henry tenía un móvil: eso lo cambiaba todo.

Cuando se marchó el último paciente de su consulta, Grace hizo un par de paradas en el camino de vuelta. Primero en Duane Reade, en Lexington con la calle Setenta y siete, para comprar sobres de regalo (los usaban para entregar el aguinaldo de fin de año a los conserjes y al responsable de la vigilancia), y luego en Gristedes, para comprar chuletas de cordero y coliflor, dos cosas que su hijo no tendría problema en comer. Estaba pensando en poner agua a hervir y en encender el horno cuando dobló la esquina hacia la calle Ochenta y uno, su calle. No recordaba el nombre del nuevo conserje que estaba en la puerta debajo del toldo (que en la parte frontal tenía grabado el nombre «The Wakefield») hablando con dos hombres fornidos, uno de los cuales fumaba un cigarrillo, y se preguntó si el aguinaldo de este nuevo portero debía ser el mismo que el de uno que llevara todo el año trabajando. ¿Era justo? Y en ese instante, antes de que el portero sin nombre alzara la cabeza, la viera y la señalara, los dos individuos se giraron. El que fumaba tiró al suelo el cigarrillo (¿o era un puro? Parecía un purito de color pardo, como los que fumaría o podía haber fumado una mujer). Grace pensó: Recoge eso, cretino.

—Es ella —oyó que decía el portero.

Estuvo a punto de volver la cabeza para ver quién venía detrás de ella.

—¿Es usted la señora Sachs?

Uno de los policías era calvo y nervudo. Llevaba una tachuela de oro en la oreja y una chaqueta barata de cuero. El otro, el fumador, era más alto y vestía una chaqueta muy elegante. Una imitación de firma italiana, aunque de buen tejido. Jonathan tenía una chaqueta igual, pensó Grace. Pero la suya era auténtica.

Entonces comprendió.

Le había ocurrido algo a Henry. Le había pasado algo… entre Rearden y su casa. ¿Cuántas manzanas había? No importaba la distancia, sólo hacía falta un instante: un conductor distraído, un atracador, un loco. Desde principios de la década de1990, gracias al cabrón de Giuliani, la mayoría de los locos estaban en las calles. Y bastaba con uno. Grace estaba tan asustada que le costaba hablar.

—¿Qué ocurre? —No quería pronunciar el nombre de su hijo. Qué locura—. ¿Ha pasado algo?

Por supuesto que había ocurrido algo. Si no, a qué habían venido los policías.

—¿Se trata de mi hijo? —les preguntó.

Al oírse, Grace pensó que parecía otra, pero por lo menos se mostraba calmada.

Los policías se miraron.

—Señora Sachs, soy el detective O’Rourke.

Naturalmente, qué típico, pensó ella, sin poder evitarlo.

—No se trata de su hijo —terció el otro policía—. Perdone si la hemos asustado. A veces nos pasa, aunque no lo pretendemos.

Grace se volvió a mirarle, pero era como si su mirada fuera al ralentí y dejara un trazo pintado tras ella. Supuso que así sería un viaje de ácido, aunque nunca había tomado LSD.

—Joe Mendoza —se presentó el policía que no estaba allí a causa de Henry.

Le tendió la mano a Grace, y ella seguramente se la estrechó, aunque no era consciente de ello.

—Detective Mendoza. Lo siento. ¿Podríamos hablar un momento?

No se trataba de Henry. ¿Sería Jonathan? ¿Un accidente aéreo? Pero no era hoy cuando volvía en avión. Estaba en un congreso. ¿Había delincuencia en Cleveland? Pues claro que sí. Había delincuencia en todas partes. Entonces pensó: ¿Y si se trata de mi padre?

—Por favor, díganme qué ocurre —instó a los policías.

El nuevo conserje la miraba fijamente. Pensará que estoy loca, se dijo Grace irritada. Vale, pues sí. Vete a la mierda.

—Supongo que ya habrá oído que han matado a la madre de un niño que va al colegio de su hijo —dijo Mendoza—. Ha recibido el mensaje del colegio, ¿no? No mencionaban a la persona fallecida.

Oh. Grace sintió que un inmenso alivio se derramaba sobre su cabeza, empapaba su cuerpo y recorría sus venas. Tuvo ganas de abrazar a los dos policías, y también de regañarlos. ¡Me habéis dado un susto de muerte! ¡Esto no se hace!

—Sí, claro que lo he recibido. Lo siento mucho. Bueno, es que me han dado un susto, como le habría pasado a cualquiera que tenga hijos.

Los policías asintieron, pero uno con más comprensión que el otro

—Claro. Yo tengo dos hijos —manifestó el que Grace había clasificado como el clásico policía irlandés.

Pero llevaba un pendiente y una chaqueta barata. No era tan clásico, después de todo.

—No se disculpe —añadió el policía—. ¿Le importa que hablemos un momento? ¿En un sitio más privado?

Grace asintió. El policía era su salvador y estaba dispuesta a obedecerle. No podía decirle que no. Sin embargo, una vocecita dentro de su cabeza se despertó para ponerla en guardia, a pesar del alivio que sentía. No les dejes entrar en tu casa, le dijo la voz. Y Grace le hizo caso.

—Hay unos asientos aquí dentro —comentó.

La mayoría de los vestíbulos de los edificios neoyorquinos tienen un sofá, unas butacas o ambas cosas donde no suele sentarse nadie. Los conserjes tienen su propio lugar para sentarse. Los vendedores esperan a que les dejen pasar, y los repartidores suelen esperar aquí a que alguien venga a pagarles. Las butacas no eran un vestigio de otra época, porque Grace recordaba que nunca habían servido de nada. No recordaba ni una sola vez en que estas butacas (tapizadas unos años atrás con un estampado floral que parecía propio de hotel) se utilizaran para conversar; ni cuando era niña ni ahora que vivía aquí con su hijo. De modo que llevó a los policías a esta zona del vestíbulo y dejó en el suelo su bolso y la bolsa de plástico de Gristedes.

—Acabo de saber lo de la señora Alves —les contó en cuanto se sentaron—. Cuando leí el mensaje, no entendí nada. Me refiero al mensaje de la escuela —aclaró—. No entendía lo que había pasado. Luego me dijeron que esa mujer había sido asesinada. Es terrible.

—¿Quién se lo dijo? —preguntó O’Rourke.

Sacó una libretita de notas del bolsillo de su horrible chaqueta.

—Mi amiga Sylvia —respondió Grace.

De inmediato, sin saber por qué, deseó no haber dado el nombre de Sylvia. ¿La habría metido en un lío? Pero recordó que en realidad no había sido Sylvia.

—Bueno, en realidad otra amiga ya me había dejado un mensaje en el móvil. De modo que no fue Sylvia.

—¿Sylvia qué? ¿Cuál es su apellido? —inquirió O’Rourke.

—Steinmetz —respondió Grace en tono culpable—. Pero el mensaje era de una mujer llamada Sally Morrison-Golden. Era la organizadora del comité de la escuela del que Sylvia y yo formábamos parte. Y también la señora Alves.

Aunque en realidad la señora Alves no formaba «parte» del comité. No había hecho nada, sólo asistió a una reunión. ¿Estaba su nombre en el comité que aparecía en el folleto de la subasta? Grace no lo recordaba.

—¿A qué hora fue?

—¿Perdone?

—¿A qué hora supo usted que habían matado a la señora Alves?

Era una pregunta tremendamente concreta, pensó Grace molesta. Si iban a preguntarles a todos los miembros de la comunidad del colegio a qué hora se habían enterado… Parecía más un trabajo de sociología que una investigación policial.

—Oh, bueno —contestó pensativa—. Un momento, miraré mi móvil.

Sacó el móvil del bolso y repasó la lista de llamadas. No fue difícil localizarla.

—Eran las doce cuarenta y seis de la mañana —dijo extrañamente aliviada, como si esto demostrara algo—. Estuvimos hablando un poco más de ocho minutos. Pero ¿por qué les parece importante? Es decir, si puedo plantearles la pregunta.

El hombre llamado Mendoza exhaló un suspiro extrañamente musical.

—Ya no sé lo que es importante —manifestó con una media sonrisa—. Hubo un tiempo en que solamente preguntaba lo que me parecía importante. Por eso tardé tanto tiempo en que me nombraran detective. Ahora lo pregunto todo, y luego decido lo que me vale. Usted es psiquiatra, ¿no? ¿Sólo hace preguntas importantes?

Grace miró a un detective y luego al otro. Ninguno de los dos sonreía.

—¿Cómo saben que soy psiquiatra? En realidad no soy psiquiatra, soy psicóloga.

—No es ningún secreto. Ha escrito usted un libro, ¿no?

—No era paciente mía —argumentó Grace, con un salto de dirección totalmente falto de lógica—. Me refiero a la señora Alves. Yo no era su psicóloga. Estaba con ella en el comité del colegio. Creo que ni siquiera llegamos a tener una conversación. Sólo charlamos un poco.

—¿Sobre qué charlaron? —preguntó Mendoza.

Grace vio que su vecina del piso de arriba atravesaba el vestíbulo cargada con una bolsa de Whole Foods y su rollizo perro lhasa de la correa. La mujer miró sorprendida al grupo de tres personas que parecían conversar en las butacas. ¿Sabría que los dos hombres eran policías?, se preguntó Grace. La vecina llevaba casi diez años en el piso de arriba. Vivía sola con su perro, y con otro perro antes que este. Willie, se llamaba, o Josephine…, el perro, no la mujer. Ella era la señora Brown, Grace no conocía su nombre de pila. Así es una comunidad de vecinos en Manhattan, pensó.

—No sé… Oh, de su hija —respondió, al acordarse—. Su bebé. Recuerdo que comentamos que tenía unas pestañas larguísimas. Como le dije, nada importante.

—¿Hablaban de las pestañas de su hija? —preguntó Mendoza—. ¿No le parece raro?

—Estábamos admirando a la niña, ya sabe.

Aunque tal vez no lo sabían. Tal vez nunca habían comentado lo guapo que era un bebé.

—Le dijimos que era una niña preciosa, con unas pestañas larguísimas —insistió Grace—. Nada especial.

O’Rourke asintió con la cabeza y tomó nota en su cuaderno de este importante punto.

—Y la reunión del comité fue el pasado jueves cinco de diciembre, ¿no?

¿Había dicho ella que era el cinco de diciembre? Grace no estaba segura. Estos policías parecían tener un ramillete de datos sin importancia.

—Supongo que sí. Fue la única vez que hablé con ella.

—Aparte de la subasta del sábado por la noche —comentó Mendoza.

Grace comprendió que habían hablado con Sally, por supuesto. Probablemente la propia Sally los llamó, pensó, molesta. Seguro que les dijo: Yo la conocía. Yo estaba al cargo del comité. Grace Sachs puede confirmarlo. A la mierda Sally.

—La vi el sábado en la fiesta, en efecto, pero no hablé con ella —le corrigió Grace.

—¿Por qué no? —preguntó Mendoza.

¿Por qué no? Grace no entendía la pregunta. No había ninguna razón. Más bien habría que preguntarse por qué iba a hablar con Málaga Alves en la fiesta de captación de fondos.

Se encogió de hombros.

—Por nada en especial. No hablé con casi nadie en la fiesta. Estuve gran parte del tiempo en la planta baja, entregando etiquetas con el nombre y folletos. Cuando subí, había mucha gente y empezó la subasta. Hay mucha gente con la que no llegué a hablar.

—¿Observó si la señora Alves hablaba con alguien en la fiesta? Aunque no llegara usted a hablar con ella. ¿La vio hablando con alguien en particular?

Ajá, pensó Grace. Miró a los policías y se sintió al momento dividida entre su parte feminista y su parte no feminista, y no digamos entre su deseo de ayudar y su desdén hacia Sally. Ella no era como Sally, a quien indignaba la llegada de una chica más guapa, o con una carga de feromonas capaz de atraer a los machos. Si los hombres, como en el caso de los de la fiesta de Rearden, querían agruparse en torno a Málaga Alves y dejar de lado a su mujer por la atractiva recién llegada, a ella no le importaba. Sobre todo porque su marido no estaba allí. En realidad no se podía culpar a Málaga por ser tan sensual; más bien parecía que ella no le daba importancia, ni siquiera en una situación tan propicia. Eran los hombres que babearon junto a ella quienes debían responder de su conducta, sobre todo ante sus esposas.

Pero esto no era asunto suyo.

—Supongo que me pregunta si me di cuenta de que estaba rodeada de hombres —dijo Grace, respondiendo a la pregunta en sus propios términos—. Claro que me di cuenta. Habría sido difícil no verlo. Es… era una mujer muy atractiva. Por lo poco que vi, no me pareció que se comportara indecorosamente.

Grace esperó a que Mendoza terminara de escribir lo que acababa de decirle. Pero en cualquier caso, pensó, espero que no deduzcan que se merecía que la mataran. Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero se contuvo.

—O sea que no habló con ella el sábado —concluyó Mendoza.

—Así es —corroboró Grace.

Acababa de ocurrírsele que Henry estaba a punto de llegar. Y ella no quería que viera… esta escena en el vestíbulo.

—Pero la saludaría cuando llegó.

¿Cuál de los dos había dicho esto? Grace los miró, intentando dilucidar quién había hablado, como si pudiera leerlo en sus gargantas. Pero el cuello de O’Rourke estaba cubierto de barba incipiente, y el de Mendoza por unos pliegues de grasa. A ella siempre le habían repelido estos cuellos. Nunca había pensado en hacerse cirugía estética, pero si tuviera esa papada, no sería capaz de mirarse al espejo. Mi punto débil, pensó, es el cuello.

—¿Cómo dice?

Grace frunció el ceño.

—Nos ha dicho que estaba en el vestíbulo. En la fiesta.

—El acto para recaudar fondos —puntualizó el otro, Mendoza, el de la papada.

—Eso. Tuvo que hablar con ella. Ya sabemos que entregaba etiquetas con el nombre a los invitados.

—Y el catálogo —añadió Mendoza—. ¿Verdad?

—Oh, claro. Tal vez hablé con ella. No lo recuerdo. Continuamente llegaban personas.

Grace estaba enfadada. ¿Qué más daba que le hubiera entregado a Málaga el estúpido catálogo de la subasta y la etiqueta? ¡Ni siquiera había una etiqueta! Málaga no había respondido a la invitación.

—Entonces, ¿desea corregir su primera declaración? —preguntó el policía en tono amable.

Había una palabra que rondaba la cabeza de Grace desde hacía… ¿cuánto tiempo? Cinco minutos a lo sumo. Pero cinco minutos era mucho tiempo. La palabra era abogado. De hecho, se le ocurrían otras, además de abogado. Mal. Algo no le gustaba. Y también, aunque fuera por una razón ridícula, incomprensible, otra palabra le venía a la mente: Idiotas.

—¿Señora Sachs? —preguntó O’Rourke.

—Miren —contestó Grace—. Estoy dispuesta a colaborar, desde luego, pero no entiendo que pueda ayudarles de ninguna manera. No sé nada de esa mujer. Solamente hablé una vez con ella, y sobre nada importante. Es terrible lo que le ha pasado, sea lo que sea. ¡Ni siquiera sé lo que ha ocurrido! —protestó, elevando la voz—. Pero, sea lo que sea, estoy convencida de que no tiene nada que ver con la escuela. Y tampoco tiene nada que ver conmigo.

Los policías la miraron con expresión extrañamente satisfecha, como si hubieran estado esperando ver en ella una muestra de resentimiento y acabaran de descubrirla. Grace lamentó de inmediato haberles ofrecido esta exhibición de exasperación, pero quería que se marcharan antes de que llegara Henry y los viera allí. Y no se iban.

—Señora Sachs —dijo por fin O’Rourke—. Lamentamos haberla molestado. No queremos retenerla por más tiempo. Me gustaría hablar con su marido, si no le importa. ¿Se encuentra en casa?

Grace los miró fijamente, y sus pensamientos volaron de repente a un universo de 1950 en el que estos hombres —estos hombres— no la dejarían en paz si no tenían la aprobación de alguien con un cromosoma Y. Esto la irritó todavía más. Pero lo que preguntó fue:

—¿Por qué?

—¿Hay algún problema? —preguntó el otro detective.

—Bueno, es que mi marido no está en casa. Está en un congreso médico. Pero aunque estuviera aquí, no podría contestar a sus preguntas. Ni siquiera conocía a esa mujer.

—¿En serio? —preguntó el primero, el irlandés—. ¿No la conocía a través del colegio, igual que usted?

—No. Yo soy la que llevo y recojo a mi hijo del cole.

Los policías la miraban extrañados.

—¿Todos los días? —preguntó Mendoza—. ¿Su marido no lo lleva nunca?

Grace estuvo a punto de reírse. Sin saber por qué, se acordó de una pareja que había tratado tiempo atrás. Ente los dos pusieron en marcha un negocio, trabajaban juntos y les iba muy bien. Pero cuando volvían a casa y había que ocuparse de los niños, la mujer se encontraba sola frente a todas las tareas. Ella era quien se tenía que acordar de pagar el colegio, comprar el papel higiénico, cumplir con las vacunas, los impuestos y la renovación de los pasaportes; ella preparaba la cena, cuidaba de que los niños hicieran los deberes y limpiaba la cocina mientras el marido se relajaba después de un duro día de trabajo. La mujer era una olla de presión a punto de estallar. En terapia ambos dieron vueltas y más vueltas a esta absurda situación, hablaron de cómo la familia de él le había llevado a creer que en esto consistía la vida marital, y de lo que supuso para ella la pérdida prematura del padre. Elaboraron listas de tareas y horarios para cada uno, en un intento de equilibrar responsabilidades; visualizaron la vida familiar que deseaban para ellos y para sus hijos. Y un día, cuando la esposa le explicaba al marido por qué no era justo que programara su día de salida con amigos cuando había una reunión en el colegio, él tuvo una de esas raras pero intensas epifanías de las que tanto se precia la terapia. Con un arrebato de indignación, se sentó en el sofá y se volvió hacia su mujer —su socia en el negocio, la madre de sus hijos, la única mujer a la que había querido, según sus propias palabras— y le espetó: «No pararás hasta que yo haga la mitad, ¿verdad?»

Grace pensó que tal vez era un poco hipócrita, que tal vez quería ser la que acompañara a su hijo al colegio y le esperara, la que lo llevaba a clase de violín. A lo mejor prefería no compartir con Jonathan ese precioso tiempo con su hijo, y su marido nunca lo pidió, por cierto. De todas formas, eso no era asunto de la policía. ¿Por qué demonios les importaba? Soltó una carcajada que sonó forzada.

—Bueno, puede que seamos más modernos, pero dudo que en los colegios de sus hijos sea de otra manera. ¿O es que hay muchos hombres en las reuniones del colegio y de los patrocinadores del equipo escolar?

Los policías se miraron. El que tenía dos hijos se encogió de hombros.

—No lo sé. Es mi mujer la que asiste a las reuniones.

Exactamente, pensó Grace.

—Pero de todas formas podían conocerse, ¿no? Me refiero a su marido y la señora Alves.

En ese momento llegó Henry. Entró en el vestíbulo con el violín a la espalda y la pesada cartera de cuero llena de libros golpeándole en la cadera a cada paso. Al ver que había gente en las butacas levantó la cabeza, y a Grace se le encogió el corazón, aunque no hubiera podido decir por qué.

Henry había sido un niño muy guapo y se convertiría en un hombre guapo, aunque ahora estaba atrapado en el istmo de la preadolescencia. Lucía una incipiente sombra en el labio superior y había heredado el pelo rizado y negro de Jonathan, pero tenía los huesos finos y el cuello largo de Grace. Lo mismo que sus padres, era de pocas palabras.

—Hola, mamá.

—Hola, cariño —saludó ella.

Henry se quedó ahí parado, toqueteando la llave que había sacado de la cartera. El llavín, pensó Grace. Pero Henry no era de esos niños que estaban solos cuando llegaban a casa. Probablemente creyó que ella estaría arriba esperándole. Y cuando ella no estaba, Henry sabía que no tardaría en llegar. De hecho ya habría estado en casa de no ser por estos dos tipos que la pararon. Henry seguía esperando.

—Puedes subir —dijo Grace—. Enseguida estoy.

Su hijo hizo una pausa lo bastante larga como para hacerle saber a Grace que tendría que explicarle lo que pasaba y por fin se volvió y cogió el ascensor. El violín, a su espalda, se bamboleaba ligeramente.

Los dos hombres no dijeron nada hasta que el ascensor se puso en marcha.

—¿Qué edad tiene su hijo? —inquirió uno de ellos.

—Henry tiene doce años.

—Una edad curiosa. Es cuando se encierran en su cuarto y tardan una eternidad en salir.

El comentario fue como una señal para ellos dos. Soltaron unas risas, y uno de ellos, O’Rourke, sacudió la cabeza mirando al suelo, como si recordara lo repelente que era a los doce años. Grace no sabía si defender a su hijo, que ciertamente había empezado a encerrarse en su cuarto (normalmente para leer o practicar con el violín) o marcharse sin más. Pero no hizo ninguna de las dos cosas.

—¿Conoce su hijo al niño Alves? —preguntó Mendoza, como de pasada.

Grace lo miró.

—¿Cómo se llamaba? —le preguntó Mendoza a O’Rourke.

—Miguel.

—Miguel —le informó a Grace, como si no estuviera allí mismo.

—No, claro que no.

—¿Por qué «claro que no»?

Mendoza frunció el ceño.

—Es un colegio pequeño, ¿no? Es lo que he leído en la página web. Por eso cuesta tanto dinero. Dicen que los niños tienen atención individual. ¿Cuánto dices que costaba el colegio? —le preguntó a su compañero.

¿Podría marcharse ahora?, se preguntó Grace. ¿Podía una irse cuando hablaba con la policía, o era como con la realeza, que debía esperar a que le dieran permiso?

—Él nos dijo que treinta y ocho mil —respondió el otro.

Grace pensó: ¿Él?

—¡Caramba! —exclamó Mendoza.

—Bueno, ya has visto ese lugar. Parecía una mansión.

Ese lugar, pensó Grace molesta, se fundó en la década de 1880 para educar a los hijos de los trabajadores y los inmigrantes. Fue el primer colegio privado de Nueva York que admitió a niños negros e hispanos.

—¿Cómo piensa que lo pagaba? —le preguntó el policía, ahora más en serio—. ¿Tiene alguna idea?

—Que si tengo… —empezó Grace, perpleja—. ¿Se refiere a la señora Alves? Ya le dije que apenas nos conocíamos. Difícilmente iba a confiarme sus asuntos financieros.

—Pero no era una mujer rica. El marido… ¿recuerdas a qué se dedica?

Esta última pregunta iba dirigida a O’Rourke.

—Es impresor. Dirige una imprenta en el centro. En la zona de Wall Street.

A su pesar, Grace se sorprendió. Y se avergonzó de su propia sorpresa. ¿Qué se había imaginado? ¿Que el marido de Málaga Alves repartía postales en la Quinta Avenida anunciando la liquidación de género de una «famosa» marca de ropa? Que el niño tuviera una beca no significaba que su padre fuera un menesteroso. ¿O acaso la familia Alves no tenía derecho a su sueño americano?

—Es posible, supongo —sugirió con tacto— que Miguel tuviera una beca. Nuestro colegio siempre ha tenido un programa de becas. Creo que no me equivoco si digo que Rearden tiene una proporción más alta de niños becados que cualquier otra escuela privada en Manhattan.

Mierda, pensó inmediatamente. Espero que sea cierto. ¿Dónde lo había leído? Probablemente en el New York Times, pero ¿cuándo? A lo mejor ahora ya les había alcanzado Dalton o Trinity.

—En todo caso —prosiguió—, si digo que mi hijo no conoce al hijo de la señora Alves es porque un chico de séptimo probablemente no tiene relación con uno de cuarto. Y eso debe de ocurrir en cualquier colegio. Se habrá cruzado con él en el pasillo, pero no creo que lo conozca. Miren —concluyó, poniéndose de pie y confiando en que no lo consideraran una transgresión—, dejen que se lo pregunte. Si resulta que lo conoce, les llamo. ¿Tienen una tarjeta?

Les tendió la mano.

O’Rourke la miraba fijamente, pero Mendoza se levantó y sacó su billetera. Extrajo una tarjeta mugrienta, tachó algo y se la entregó.

—Es vieja. La ciudad de Nueva York no quiere encargar las nuevas. Aquí tiene mi móvil —añadió, señalándolo con el bolígrafo.

—Bien, muchas gracias —dijo Grace.

Les tendió la mano, también de forma automática. Estaba encantada de poder alejarse de ellos, pero Mendoza no se la soltaba.

—Oiga, ya sé que quiere protegerle —comentó.

Dicho esto, alzó la cabeza y miró al techo del vestíbulo. Instintivamente, Grace siguió su mirada y comprendió. Se refería a Henry. ¡Pues claro que quería protegerle!

Mendoza la miraba ahora con expresión afable.

—Ya sé que quiere protegerle. Pero no lo haga. Sólo empeorará las cosas.

Grace lo miró. Todavía tenía la mano en la manaza del policía y no podía marcharse. Pensó: ¿No puedo retirarla sin más? Pensó: No sé de qué diablos me está hablando.