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La señora de la abundancia

 

En 1936, cuando eran pocos los vecinos que tenían un lugar al que pudieran llamar trabajo, el abuelo materno de Grace, Thomas Pierce, se levantaba cada día a las cinco de la mañana y cogía el tren de Stamford para ir a Nueva York. Su empleo en publicidad no era lo que había soñado de joven, pero se trataba de una empresa solvente, y el presidente de la compañía le había dado a entender que valoraban su trabajo. Además, cuando para salir de la estación central tenías que pasar por encima de cadáveres y veías la cola que se había formado para recibir ayuda social en la calle de la oficina, y cuando la esposa que te esperaba en Connecticut estaba en avanzado estado de gestación, te sentías satisfecho de tu situación e intentabas no pensar en lo que podía pasar.

Ya tenían un niño, Arthur, y Thomas esperaba que el segundo bebé también fuera un varón. Pero Gracie estaba segura de que sería una niña y quería llamarla Marjorie Wells. Wells era su nombre de soltera.

A las seis y media de la tarde Thomas Pierce llegaba a su curiosa casa de piedra (rematada por una especie de torreta que imitaba la madera) en el barrio Turn of River de Stamford y se tomaba una copa mientras su mujer acostaba al bebé y preparaba la cena para ellos dos. Gracie cocinaba bastante bien, sobre todo teniendo en cuenta que había tenido siempre servicio y que nadie le había enseñado nada. Solía seguir las recetas de El libro de cocina de la Señora Wilson, que contenía el tipo de comidas a las que Thomas estaba acostumbrado y otros platos bastante atrevidos, como chop suey, un plato oriental a base de cerdo, col, cebollas y una espesa salsa marrón. Más tarde Gracie descubrió otro libro, cuyas recetas de bizcochos de agujero en medio y panqueques de pan ácimo le emocionaban y le hacían sentir un poco culpable. Thomas nunca le contó que su madre era judía.

Una noche Thomas coincidió a la salida del trabajo con un nuevo colega, un tal George contratado para escribir guiones de radio. Resultaba que George estaba viviendo temporalmente en casa de la familia de su hermana en el pueblo de Darien, una circunstancia un poco difícil. Cuando el tren llegó a Greenwich, Thomas Pierce había invitado a su colega a cenar a su casa. No había manera de avisar a Gracie. El teléfono de la estación no funcionaba, y cuando fueron a la farmacia para llamar, había dos personas esperando y un solo teléfono. Thomas metió a su amigo en el coche y llegaron a casa cuando ya se estaba poniendo el sol.

A Gracie no le hizo gracia, desde luego, pero preparó una copa a cada uno y se metió en la cocina para decidir qué hacer. Para colmo, aquella noche no había chop suey, sino una cena mucho más difícil de repartir. Aquella mañana Gracie había comprado cuatro, solamente cuatro chuletas de cordero en la carnicería. Lo único que se le ocurrió fue pelar y hervir más patatas. Una vez que hubo acostado al bebé, se sirvió una copa de jerez y se unió a los hombres en el salón.

Por lo menos no estaban hablando de trabajo, sino sobre la hermana de George, casada con un tipo duro que pensaba que todos los que habían ido a la universidad eran unos maricones. Gracie, por su parte, había decidido que George era marica, pero esto era lo de menos.

—Es una pena, su pobre hermana —dijo.

—Sí. Es una mujer inteligente. No entiendo por qué se casó con él.

Bebieron otra copa. Gracie asó las chuletas en la parrilla y puso la mesa para los tres. De haber sabido que tenían un invitado un par de horas antes habría hecho un estofado y todos tendrían suficiente para comer. Había una receta que tenía ganas de probar, un estofado de Brunswick que podía haber hecho con pollo en lugar de ternera. Gracie era especialista en hacer cosas con poco dinero. En los cuatro años que llevaba casada con Thomas, y pese a que había coincidido con cuatro años de la Depresión, había logrado ahorrar algo de lo que Thomas le daba para los gastos de la casa. Cada vez que necesitaba dinero para la casa o para el bebé, o incluso para Thomas, Gracie decía que le costaría un poco más de lo que costaba en realidad, y se quedaba con la diferencia. Era casi como tener un trabajo. La primavera pasada incluso abrió una cuenta en First Stamford. Era, por supuesto, una cuenta conjunta, aunque Thomas no sabía nada.

—Ojalá pudiera —oyó que decía el invitado cuando Gracie entró en el comedor con las chuletas. George y su marido se mostraron muy educados, aunque George estaba muerto de hambre, y ninguno de ellos comentó nada sobre la cena de Gracie, que consistía únicamente en patatas hervidas. El invitado hablaba sin parar mientras masticaba la comida, y ella tuvo que soportar ver cómo daba buena cuenta de las chuletas de cordero que tanto le gustaban a ella, pero intentó centrarse en sus patatas hervidas y seguir la conversación.

Había un apartamento en la ciudad, en un lugar llamado Tudor City, en el East Side de los años cuarenta, que estaba a un buen paseo de la oficina. George lo fue a visitar con su «amiga» (Grace hizo un esfuerzo por no preguntar) y era un sitio muy mono. Tal como estaban ahora las cosas en la ciudad, y con la cantidad de apartamentos vacíos que había, el sitio podría comprarse por poco. Pero lo único que tenía él era su salario y una casa que nadie quería en el noroeste de Connecticut.

—¿Cómo se llama el pueblo? —preguntó Thomas, sólo por educación.

El pueblo más cercano se llamaba Falls Village. No estaba muy lejos de Canaan, aclaró George. La casa estaba junto a un lago, y había sido de su madre, pero ahora le pertenecía a él. Hacía un par de años que no iba y la había puesto en venta a través de un agente inmobiliario de Lakeville. El peor momento, ¿no? Nadie había ido a verla, siquiera.

¿Cómo es la casa?, quiso saber Gracie. Tuvo que decirle que no había más chuletas de cordero, pero le pasó el bol de las patatas.

Era una casa vieja. George creía que construida en la década de 1880. Sus padres le añadieron una extensión hacia 1905, con una cocina en la planta baja y un dormitorio en el piso de arriba, de modo que ahora había dos dormitorios. La propiedad tenía unos cuantos acres de terreno, pero él vendió parte antes de la caída de precios, de modo que ahora sólo tenía medio acre, justo el terreno que llegaba al lago, un laguito que se llamaba Childe. Este era su apellido: Childe.

—¿Por cuánto lo quieres vender? —preguntó Gracie, que había dejado de comer.

Cuando él le mencionó la cantidad, ella subió al dormitorio y cogió el talonario de cheques que guardaba en el cajón de la cómoda. Costaba abrirlo porque tenía tapas de cuero. Gracie nunca había pagado con un cheque.

Era difícil decir cuál de los dos hombres estaba más asombrado.

Mi mujer, la señora de la abundancia, diría de vez en cuando Thomas Pierce muchos años después de aquella noche, haciendo un amplio gesto con la mano. Era un hombre rico, un señor, y le gustaba contemplar sus dominios. Le gustaba sentarse en el porche con sus invitados a contemplar el prado que descendía hasta la orilla del lago y mirar cómo sus hijos, Arthur y Marjorie, jugaban a pescar en el pequeño embarcadero. Cada verano pasaba allí el mes de agosto. Después de la guerra (Thomas consiguió volver del Pacífico; su colega George Childe no fue tan afortunado), le dijo a su esposa que cuando se encontraba allí fuera, lejos de casa, y no podía dormir, pensaba en el sonido de la lluvia sobre el lago.

La casa de piedra de Stamford con su torreta imitación de madera la heredó Arthur, que la vendió y se trasladó a Houston. Grace Reinhart Sachs, su sobrina, nunca llegó a conocerlo.

La casa del lago la heredó Marjorie, la madre de Grace, quien pasaría allí por lo menos una semana todos los veranos, excepto —ironías de la vida— el año en que dio a luz a su hija. Y cuando Marjorie murió, Grace heredó la casa. Adoraba la casa, lo mismo que su madre, su abuelo y su tocaya, su inteligente y ahorradora abuela. Pero ninguno de ellos había necesitado tanto la casa como ella la necesitaba ahora.

¿A dónde, si no, hubiera podido ir esa tarde en que debía salir de su piso en la calle Ochenta y uno? Llevaba una bolsa de lona con ropa de su hijo, una maleta de libros y portátiles, una bolsa de basura a rebosar con su ropa interior, jerséis y artículos de aseo y un carísimo violín. Ya se habían instalado dos furgonetas de los medios delante del edificio. Estaba tan iluminado que parecía el estreno de una película, con un montón de cableado eléctrico y un grupo de personas que charlaban mientras esperaban a que alguien saliera. El lobo había encontrado la guarida de su presa y se preparaba para atraparla, pero uno de los conserjes, en un acto inesperado de compasión, acompañó a Grace al sótano, se colgó al hombro la bolsa de lona, cargó con la maleta y la condujo hasta el callejón trasero del 35 Este de la calle Ochenta y uno. Cuando llegaron a Madison ayudó a Grace a cargar los bultos en un taxi y no quiso aceptar propina. Por otra parte, parecía incapaz de mirarla a la cara.

Tres horas más tarde, ella y Henry se dirigían rumbo al norte en un coche de alquiler. El frío exterior era equiparable a la atmósfera silenciosa y fría que reinaba dentro del vehículo. Grace le dijo a su hijo que sólo podía decirle que el abuelo estaba bien, que Eva estaba bien y que había pasado algo. Sí, claro que se lo contaría y no le diría mentiras (o no demasiadas, pensó) pero ahora no, porque ahora tenía que concentrarse en conducir. Eso era totalmente cierto. La carretera Saw Mill, que ya era difícil de por sí, estaba muy resbaladiza, y un par de veces le pareció ver (no eran imaginaciones suyas) placas negras de hielo en el pavimento. En un par de ocasiones imaginó el coche dando vueltas como una peonza, con ella y el niño dentro. Agarraba el volante con tanta fuerza que le dolía la espalda. Y por primera vez pensó —y le resultó terrible—: Te odio por esto, Jonathan.

Había sido el amor de su vida, el compañero, el socio, el esposo. Era todo lo que le decía a sus clientes varones que debían ser, todo lo que les decía a sus lectoras imaginarias de su libro que debían buscar en un hombre. Y ahora no podía evitar detestarlo, lo detestaría cada día de su vida. Era como si tuviera que cambiar cada célula de su cuerpo que adoraba a Jonathan por una célula que lo despreciara y lo rechazara, como si tuviera que conectarse a una monstruosa máquina de diálisis que la purificaría completamente. Pero la nueva Grace purificada no funcionaba como un cuerpo humano normal. No podía ocuparse como era debido de Henry mientras conducía a la velocidad correcta por una carretera sinuosa donde podía haber hielo. Estaba tan concentrada en llegar al lugar que no tenía ni idea de lo que haría cuando llegara.

Por lo menos conocía el camino. Lo había recorrido tantas veces que se le antojaba un camino mítico. Primero en el vagón forrado con paneles imitación de madera, cargado de todos los objetos que ella y su madre iban a necesitar para el verano. (Cada viernes recogían a su padre, que venía en el tren de Peekskill y lo volvían a llevar a la estación el domingo por la tarde.) Cuando iban al instituto, Grace y Vita fueron a la casa solas para diversas actividades ilícitas (a veces con novios), y en una ocasión, ya universitarias, celebraron un fin de semana nostálgico con amigos del colegio en que se dedicaron a beber cerveza Rolling Rock y a mirar los anuarios del cole. La primavera después de conocer a Jonathan, Grace vino sola para escribir su tesis. Él se quedó haciendo el rotatorio de enfermedades infecciosas en Brigham y en Women’s Hospital, pero ella lo echaba tanto de menos que se pasó el tiempo leyendo las viejas novelas amarillentas de su madre y apenas consiguió escribir nada sobre Skinner.

Y aquí fue donde celebraron la boda unos meses después, en el prado en pendiente. Un poco precipitado, habría dicho su madre, pero es que era un poco anticuada (en su opinión, todas las parejas deberían tener un noviazgo al estilo de Edith Warton). Pero su madre había muerto y no podía objetar nada. Y en cuanto a su padre, bueno, la verdad era que Grace no estaba pidiendo una boda por todo lo alto. Querían casarse, eso sí; la boda era importante para ambos. O por lo menos era importante para ella, y Jonathan se acomodaba a sus deseos. No querían una ceremonia religiosa ni un despliegue de lujos. Eran dos personas felices de haberse encontrado. Los dos estaban empezando en su profesión y querían el mismo tipo de vida: comodidad, dignidad, hijos y una vida dedicada a ayudar a los demás a sufrir menos. Querían una vida satisfactoria, sentir que hacían algo de provecho, querían que su trabajo y su altruismo se emplearan en servicio de los demás. No era nada del otro mundo. No era tan… —Grace buscó la palabra mientras conducía hacia el norte en medio de la oscuridad invernal—, tan desmesurado.

En cuanto a la familia de Jonathan, bueno, de esto hablaron largamente. Ella los conoció en una incómoda y tensa comida en un restaurante chino seguida de un paseo por el Rockefeller Center. Jonathan apenas los veía desde que empezó la universidad, y por supuesto no recibía ninguna ayuda de ellos desde que comenzó los estudios. Había podido estudiar gracias a un préstamo universitario, a su trabajo a tiempo parcial y a la ayuda de una señora mayor de Baltimore que se interesaba por él y que no tenía hijos. Jonathan la conoció un día mientras colocaba sillas en una fiesta, y acabó alojándose en su cuarto de invitados el último curso universitario. Cuando Grace mostró una natural curiosidad por su familia, él le explicó que nunca lo habían querido, que no entendían su empeño en ser médico y que jamás se sintieron obligados a prestarle ayuda. Sin embargo, se trataba de una boda, una ceremonia que iniciaba una nueva vida. Valía la pena intentarlo. De modo que los invitaron, pero la familia de Jonathan no respondió. Más tarde, cuando miraba las fotos que habían llevado a revelar, Grace descubrió que había un joven en la boda —alto y fornido, con el mismo pelo oscuro y rizado que Jonathan, pero sin su sonrisa y su aspecto relajado— que era su hermano pequeño, Mitchell. Vino, asistió a la ceremonia y se marchó sin decirle a Grace ni media palabra.

Menuda familia, pensó ella.

¿Cómo habían producido a un hombre tan abierto como Jonathan?

Como traje de novia Grace llevaba un vestido anticuado que encontró en una tienda de ropa de época que descubrió cerca de Harvard Square —de 1900, según el vendedor—, unos zapatos de Peter Fox que compró en el Village y un collar del tocador de su madre. La única invitada era Vita, porque Grace no tenía ganas de avisar a los amigos de la universidad: las tres con las que había compartido habitación en Kirkland House, las dos con las que compartió un verano en Martha’s Vineyard, trabajando como camareras de un catering, las mujeres de su primer seminario sobre Virginia Woolf, con las que hizo tanta amistad que durante año y medio se reunían una vez al mes para tomar té y fumar cannabis. Sólo invitó a Vita, que era anterior y estaba por encima de cualquier otra amistad que hubiera entablado desde que empezó la universidad.

Excepto Jonathan, por supuesto.

Jonathan superó a Vita.

Esto fue evidente desde la misma noche en la Facultad de Medicina, o mejor dicho en el sótano de la facultad, cuando Vita fue en busca de Grace, que quiso ir al lavabo y se encontró con este estudiante de medicina sonriente y apasionado, con una cesta de la ropa sucia y un libro sobre Klondike.

Oh, qué bien, ya no hará falta que salga con chicos.

Grace y Jonathan no se movieron apenas de aquel tramo de pasillo. Él se movió lo justo para llevar la ropa sucia a la lavandería, que estaba cerca. Sin embargo, era increíble lo mucho que avanzaron. En media hora, o incluso menos, Grace supo cuáles eran las coordenadas de Jonathan —dónde transcurrió su infancia, cómo era su familia, los colegios a los que había ido, su beca— y cuál era la geografía más íntima de su mundo y lo que quería hacer con su vida. Y fue todo facilísimo, nada de fingir ni de dar rodeos. Jonathan no tuvo miedo de preguntarle a Grace quién era y qué quería. Y cuando ella se lo contó, él también le confesó sin tapujos lo que quería.

Cuando media hora más tarde llegó Vita, se quedó preocupada, muy preocupada, pero Grace volvió hacia su amiga un rostro sonriente y arrobado y le dijo: «Vita, este es Jonathan Sachs». No añadió, porque no era necesario decírselo a su mejor amiga, que la había visto salir con hombres que eran muy inferiores a él: Mira quién está aquí. Este es el hombre que buscaba.

Mira a este hombre.

Vita, por supuesto, se mostró educada con Jonathan Sachs, el hombre de pelo alborotado pero adorable, listo como el hambre, ambicioso, capaz de compasión, ya decidido a ser pediatra (lo de la oncología vino más tarde). Se mostró igual de educada como Grace la había visto con los profesores más detestados de Rearden, con su padre, al que apenas soportaba, con los padres del chico con el que había estado saliendo —y que ahora se encontraba en la fiesta, esperándola— que por supuesto creían que le hacían un favor al no expresar su evidente antisemitismo. Educada, educada, educada… odiosa. Era preocupante, pero ya mejoraría, pensó Grace. Tenía que mejorar, porque ella no renunciaría a su mejor amiga, y tampoco renunciaría a este hombre inteligente y fascinante. Intentó esperar a que las cosas mejoraran, pero no lo hicieron, y Grace se sintió irritada. Por supuesto, en este primer periodo de enamoramiento —no es que Grace tuviera mucha experiencia— no tienes demasiado tiempo para los amigos. Bastante complicado era vérselas con las clases y las guardias de Jonathan y con el trabajo que ella tenía con el curso, que no era ningún paseo, como para incluir a Vita en sus actividades (que normalmente eran bastante privadas y se daban en lugares bastante privados), pero en las pocas ocasiones en que quedaron los tres, la tensión entre ellos era evidente. Jonathan intentaba —Grace sabía que lo intentaba en serio— preguntarle a Vita sobre su vida, lo que le gustaba, lo que quería hacer, y le prestaba la atención que sólo se presta a la mejor amiga (y compañera de habitación) de la mujer de la que te has enamorado. Pero ella no le permitía acercarse.

—¿Has pensado que puede tenerte envidia? —le preguntó Jonathan aquel otoño.

—No seas bobo —le contestó Grace.

Vita había tenido su opinión, buena o mala, sobre cada chico con el que Grace salía desde que eran niñas. A algunos los apoyaba con entusiasmo y de otros pensaba que eran indignos de su amiga en algún aspecto (o en todos). Pero ese rechazo desde el primer momento en que se vieron en el sótano hasta el día después de la boda, un año más tarde, cuando Vita se marchó y no volvieron a verla, era radical. Y al parecer permanente.

El coche era un Honda, o algo parecido. Grace no prestó mucha atención. Se limitó a señalar el listado amarillo plastificado y pensó: coche. No sabía mucho de coches, le importaban muy poco. Durante un tiempo tuvieron uno, un Saab que Jonathan le compró al padre de uno de sus pacientes, pero ese chisme del garaje era carísimo, y en realidad solamente lo usaban en verano. Desde hacía dos años, Grace pagaba un alquiler a una agencia en el lado oeste, pero hoy esa parte de Manhattan quedaba muy lejos, y además no tenía ganas de acercarse allí. No podía soportar la idea de acercarse a nadie que la conociera, aunque solamente fuera de nombre y por un contrato de alquiler del 1 de julio al 31 de agosto.

Tocó los botones hasta que encontró el que bajaba la luna de la ventanilla y pudo beber el aire fresco.

Cuando llegaron a la carretera 22, que empezaba en Brewster, donde acababa la 684, ya era negra noche. Había rutas más rápidas. A lo largo de los años, Grace había probado diversos itinerarios, pero al final este era el que más le gustaba, y conocía bien los pueblos por los que pasaba: Wingdale, Oniontown, Dover Plains. Después de Armenia entraban en Connecticut. Henry, que se había quedado dormido mientras intentaba leer, se incorporó y se ajustó el cinturón de seguridad.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Grace.

Él le respondió que no, pero ella sabía que no habría nada en casa, y no querría volver a salir cuando llegaran, de modo que se pararon a tomar una pizza en Lakeville y ocuparon la única mesa que no estaba repleta de estudiantes de Hotchkiss. La pizza estaba reluciente de grasa, y la ensalada que pidió estaba tan empapada en aliño que pareció que se licuaba por momentos. Comieron como si no tuvieran ningún motivo de preocupación. Antes de reemprender el camino entraron en la tienda de alimentación y compraron leche y manzanas. Grace intentó encontrar otra cosa que le apeteciera comer, pero no lo consiguió. Incluso la leche y las manzanas suponían un esfuerzo. Se imaginó diciéndole a Henry: A partir de ahora nos alimentaremos de leche y manzanas. Pidió un helado de chocolate con almendras de Ben & Jerry, pero solamente tenían de chocolate sin más.

—¿Cuánto tiempo nos quedaremos? —preguntó el chico.

—¿Cuánto es un puñado?

Así solía contestar Grace a las preguntas sin respuesta.

Desde la carretera había un camino que llegaba hasta la casa, pero ella no quería ir con el coche cuesta abajo en diciembre, de modo que transportaron las bolsas hasta el porche trasero. Hacía mucho frío, y Grace le dio prisa a Henry para que entraran en casa, pero dentro hacía tanto frío como fuera. El chico encendió la luz y se quedó perplejo en medio del salón.

—Ya lo sé —dijo Grace—. Vamos a encender el fuego.

No había leña. Emplearon toda la que había al principio de septiembre, cuando cerraron la casa. Y las mantas que había en el piso de arriba estaban pensadas para las noches frescas de verano, o para las tormentas, no para el frío intenso que se metía por todas partes. La casa no estaba acondicionada para el invierno. Grace intentó no pensar en ello.

—Mañana compraremos un par de calefactores —le informó—. Y leña para el fuego.

No siguió hablando. Había estado a punto de comentar que esto era como una aventura, como un experimento, pero en las dos últimas horas Henry había dejado de ser el niño que hubiera podido creerse algo así. Ahora era un chico que subía al asiento trasero de un coche de alquiler cargado con sus pertenencias de cualquier manera sin decir nada y se preparaba para entrar en terreno desconocido. Era un fugitivo de los delitos de otra persona. Los dos lo eran, en realidad.

—¿Henry?

—¿Sí?

Su hijo no se había movido. Seguía con las manos en los bolsillos de su chaqueta, por la boca echaba nubecillas de vapor.

—Me ocuparé de esto —manifestó Grace, y le sorprendió el aplomo con el que lo dijo.

No había pensado más allá de «escapar». No pensó en lo que pasaría al día siguiente, ni dentro de una semana. En Rearden quedaban siete días de clase hasta las vacaciones. Había pacientes de los que ocuparse; había un coche de alquiler que no podía quedarse para siempre; estaba a punto de publicar un libro. Existía la posibilidad de que su propio nombre —Dios mío, y su cara— aparecieran en las noticias locales o en una página web donde podía verla un colega, un paciente, padres de Rearden, cualquiera que hubiera conocido a su marido mejor que ella misma. Pero incluso estas cosas terribles le parecían demasiado abstractas para emplear lo que le quedaba de cordura. Su mundo se había hecho pequeño, despoblado. Se extendía hasta donde llegaba el aliento.

—Estaremos bien —le dijo a Henry.

Y luego, con la esperanza de que su hijo al menos la creyera, lo repitió.