23

El fin del mundo

 

Vita bajaba cada martes a Great Barrington para reunirse con la dirección de una de las clínicas que dependían de Porter, y salvo que hubiera algún impedimento comía después con Grace en la ciudad. Volver a tener relación con Vita era recuperar importantes retazos de su propia vida, recuerdos que había dejado que se atrofiaran o que había apartado a un lado porque le entristecía demasiado no poder compartirlos con su amiga. Ahora estos recuerdos volvían a asaltarla en los momentos más inesperados. Mientras viajaba por la autopista 7 o esperaba a Henry a la salida del gimnasio donde se entrenaba el equipo de béisbol en invierno, le venían a la memoria los libros que habían leído, la ropa que habían comprado y compartido, y por la que en algún momento incluso habían discutido. Recordaba a la madre de Vita y a su tía, una mujer ligeramente excéntrica —probablemente un poco bipolar, pensaba ahora— que algunas noches se quedaba con ellas en casa de Vita cuando los padres salían. En cuanto se quedaban solas, la tía les daba a escondidas un caramelo. Grace recuperaba recuerdos que no eran nada en sí mismos, pero que para ella constituían un desordenado puzle de su vida. Estaba encantada de recuperarlos y daba las gracias por ello.

Después de comer se iban juntas a Guido’s, donde Vita podía comprar las cosas que no encontraba en Pittsfield («un desierto para los gourmets», según ella), y fue así como Grace descubrió el pollo Marbella de Guido, su mejor logro culinario. Había preparado muchas veces pollo Marbella en su cocina, y siempre pensó que le salía riquísimo, pero el de Guido’s era mejor. Muchísimo mejor. Henry y Grace se acostumbraron a comer pollo Marbella los martes por la noche, y ella seguía sin entender por qué esta versión del plato era mucho mejor que la suya. Esto le molestaba, pero no lo bastante como para rechazarla. El martes se convirtió en su día preferido de la semana.

Un viernes por la noche, a finales de febrero, Grace se decidió a llevar a Henry a la casa de piedra para conocer al grupo Windhouse. Ella y Leo habían estado viéndose bastante últimamente, y no siempre con la excusa de encontrarse en la biblioteca. Leo había avanzado mucho con su libro sobre Asher Levy y estaba casi seguro de que podría acabar el primer borrador antes de junio, cuando acababa su año sabático, aunque todavía no había logrado demostrar que Levy (y su barco de refugiados de Recife) habían sido los primeros judíos en llegar a lo que hoy es Estados Unidos. Al parecer hubo un comerciante que llegó a Boston cinco años antes, en 1649.

—Menuda frustración —decía Leo, pero lo decía riendo.

Grace tenía previsto cocinar algo para la cena con el grupo Windhouse, pero aquel mismo día fue a visitar a un agente inmobiliario en Great Barrington para alquilar una oficina. Resultó que había una oficina vacante en un almacén reconvertido en espacio para profesionales, entre los que había abogados, asesores y psicólogos de todo tipo. Las oficinas daban a un campo (donde el granjero cultivaba heno y maíz, según el agente) y eran cálidas y soleadas, incluso en esta poco propicia época del año. Grace intentó imaginarse allí el sofá de color beis, la mesa y la silla abatible que tenía en la consulta de Nueva York, la caja de cuero para los pañuelos de papel, el kilim…, pero descubrió que no los quería en este lugar tan bonito. Compraría un nuevo sofá, una nueva caja para los pañuelos. Se quedaría con el tazón de cerámica donde ponía sus bolígrafos. Lo había hecho Henry en el campamento y a Grace le encantaba. Al fin podría librarse del póster de Eliot Porter. Ya era hora.

Regresó a la inmobiliaria con el agente, y después ya no le quedaba tiempo para volver a casa y cocinar, de modo que acabó comprando una enorme cazuela de pollo Marbella en Guido’s antes de recoger a su hijo, que salía de ensayar con la orquesta. Henry parecía un poco cansado y se había olvidado de que no iban a casa, pero se animó cuando olió el aroma del pollo Marbella en el asiento delantero.

—¿Habrá más niños? —preguntó, un poco preocupado.

—Me parece que no.

Grace recordó entonces a la hijastra de Leo. No la mencionó la última vez que se vieron.

—Leo tiene una hijastra de tu edad, más o menos. Un poco mayor.

—Estupendo.

El comentario de Henry estaba cargado de ironía. Para un chico de doce años sólo hay algo peor que una tarde con adultos, y era una tarde con adultos y una chica un poco mayor.

—No tendré que tocar el violín, ¿no?

—No, no —le tranquilizó Grace.

Tocar el violín no formaba parte del plan. Pero ¿no había dicho algo Leo sobre que Henry podía «acompañarles»? Su hijo le hizo prometer que dejarían el violín en el coche.

Cuando llegaron a la casa de piedra, tuvo que dejar el vehículo en el estrecho espacio que quedaba al final del empinado camino de entrada, detrás de un Subaru que lucía una pegatina donde ponía: «BARD COLLEGE QUIDDITCH» y otra donde se leía: «LOS VIEJOS BARDOS NO MUEREN… SIMPLEMENTE DEJAN DE DARLE AL TRASTE».

—¿Puedo coger un libro? —preguntó Henry.

Grace titubeó.

—De acuerdo. Pero quiero que les des una oportunidad, ¿vale?

—Vale.

Henry salió del coche. Ella cogió la cazuela de pollo y se dirigió a la parte trasera de la casa, seguida de su hijo.

Dentro estaban tocando y no oyeron a Grace cuando golpeó con los nudillos en la puerta. Volvió a llamar. Como no contestaron, se encogió de hombros y abrió. Henry la siguió.

La música se detuvo.

—¡Eh, hola! —exclamó Leo, entrando en la cocina—. ¡Qué bien que hayáis venido! —Se inclinó hacia Grace y le dio un beso casto, pero muy cálido de bienvenida—. Y tú eres Henry, el nuevo violinista folk que estábamos esperando.

—Ejem, no —dijo el chico—. Yo no toco música folk. Toco música clásica.

—Eso son detalles —declaró Leo—. Entrad, hemos encendido la chimenea. ¿Quieres algo para beber, Henry?

El muchacho pidió gaseosa. Lo hizo a propósito, porque en su casa no bebían gaseosa.

—Oh, lo siento, no tenemos. ¿Te gusta el zumo de arándanos?

—No, es igual. No quiero nada.

Grace aceptó un vaso de vino y bebió un sorbo un poco nerviosa. No se había dado cuenta hasta el momento de que lo estaba, pero de repente pensó que en el cuarto contiguo la esperaban tres de los mejores amigos de Leo, y que para ella era importante caerles bien.

Sólo en una ocasión, hacía muchos años, había estado dentro de esta casa, cuando una tormenta de verano dejó sin luz durante dos o tres días a las viviendas junto al lago. Los vecinos, en un acto de buena vecindad sin precedentes (que no se repitió), se reunieron en la casa de piedra para cocinar en la chimenea la comida que les quedara en la nevera. No tenía ningún recuerdo concreto de Leo, pero sí que recordaba la casa, o por lo menos su rasgo más destacado: el frontal de la chimenea, hecho de piedras de río, que ocupaba casi toda la pared. Al entrar en el salón comprobó que su memoria no había exagerado el tamaño ni el impacto que producía. El frontal llegaba al techo y superaba ampliamente el ancho de la chimenea, como si el cantero se hubiera dejado llevar por la belleza de las piedras que tenía a su disposición, que iban de todos los tonos de marrón hasta el gris y el rosado. Más o menos en el centro, la pared de piedra se interrumpía para formar la repisa propiamente dicha. En cuanto entraron, Grace vio que los ojos de Henry se dirigían hacia la chimenea y la recorrían de arriba abajo, igual que hizo ella cuando era niña. El fuego que ardía en ella era también de gran tamaño. Las llamas bailaban, lamían los troncos y arrojaban su calor. Tal vez por este motivo los tres músicos —sentados en el sofá y en la butaca— se habían apartado del hogar. Uno de ellos, un hombre fornido y con entradas en la frente, se puso de pie para recibir a Grace y a Henry.

—Este es Colum —les indicó Leo.

El que había nacido en Escocia, recordó ella. Le estrechó la mano.

—Hola. Soy Grace. Este es Henry.

—Hola —saludó el chico, y le estrechó la mano.

Los tres que estaban sentados en el sofá les saludaron con la mano. La mujer se llamaba Lyric (la de los padres hippies) y tenía una nariz larga, acabada en una punta redondeada y el regazo repleto de partituras («Por favor, no te levantes», le dijo Grace). Llevaba la larga y oscura cabellera sembrada de canas plateadas. En Manhattan sería casi imposible que una mujer de su edad se dejara el pelo así. El chico que estaba a su lado, su hijo, se puso de pie con el violín en la mano. Se llamaba Rory.

—Siento interrumpiros —se disculpó Grace.

—No nos interrumpes, has traído la cena, que es diferente —comentó Colum.

Grace notó incluso en esta breve frase su fuerte acento escocés.

—Pollo —precisó Leo—. Lo calentaré en el horno.

—Tengo mucha hambre —manifestó Rory.

Se parecía a su madre, con la misma nariz —una nariz que podría tildarse de aguileña— y el pelo oscuro, pero era un poco más redondeado.

La madre de Rory soltó una carcajada.

—Tú siempre estás hambriento —bromeó, y se volvió hacia Grace—. Alimentar a Rory es un trabajo a jornada completa.

El muchacho se había vuelto a sentar y empezó a tocar una melodía con el violín, lo bastante bajito como para no interrumpir. Su mano parecía moverse sola, como si perteneciera a otra persona. Grace observó que Henry lo miraba con atención.

—Estoy tan contenta de saber por fin de dónde venía la música —dijo—. A veces me sentaba en el embarcadero a escucharla.

—¡Tenemos público! ¡Por fin! —exclamó Leo con una sonrisa.

—Oh, pero si me dijiste que teníais admiradores. Que tenías «una modesta audiencia».

—Modesta, eso es —corroboró Colum, que había cogido la guitarra que estaba apoyada en el brazo de la butaca—. Tenemos… bueno, diría que una decena.

Henry frunció el ceño.

—Te refieres a… ¿diez personas?

—Exactamente.

Colum se sentó y se puso la guitarra en el regazo.

—No son muchas.

—Tienes razón —concedió Leo—. Pero ahora que tú y tu madre estáis aquí, las cosas pintan mejor. Afortunadamente no buscamos fans enloquecidos.

—Afortunadamente —intervino Lyric con una risita.

—Lo que buscamos es… el amor en forma de arte.

—Yo pensaba que queríamos conocer chicas —comentó Rory.

Grace observó que Henry parecía cautivado por el adolescente.

—Las chicas que tú quieres conocer, cariño —matizó su madre—, no son las que van a oír bandas de instrumentos de cuerda.

—Un momento —dijo Henry—. ¿De modo que sois un cuarteto de cuerda?

—Una banda de cuerda —le corrigió Leo—. Teóricamente, cualquier grupo compuesto sólo por instrumentos de cuerda es una banda de cuerda. Y eso significa que un cuarteto de cuerda también sería una banda.

—Sí, claro —dio por sentado Rory, con exquisito desdén adolescente.

—Pero sobre todo tocamos bluegrass y música escocesa e irlandesa. Lo que se conoce también como música de raíces. ¿Conoces esta música, Henry?

Él negó con la cabeza. Grace casi soltó una carcajada al imaginarse lo que pensaría Vitaly Rosenbaum de la música de raíces.

—En Nueva York no es muy conocida —comentó.

Se había sentado junto al fuego, con las piernas cruzadas y alejadas de la chimenea.

—Oh, no te creas —opuso Colum—. Ahora se ha puesto de moda en la ciudad. Sobre todo en Brooklyn, pero estamos a punto de conquistar Manhattan. Hay muchas actuaciones en Paddy Reilly’s, en la calle Veintinueve. Y en el Brass Monkey. Allí es donde voy los sábados por la noche cuando estoy en la ciudad. Cualquiera puede ponerse a tocar.

—¿En serio? No tenía ni idea —terció Grace—. Supongo que no estaba atenta a esto.

Leo, que iba camino de la cocina, comentó:

—Por supuesto, es muy Zeitgeist.

—Bueno, pues eso explica mi ignorancia —reconoció Grace—. Estoy muy alejada del Zeitgeist.

—¿A qué se refieren? —preguntó Henry. Y Rory procedió a explicárselo en sus propias palabras.

Grace entró en la cocina y ayudó a Leo a preparar la comida. Aparte del pollo Marbella había una ensalada enorme, calabacines al horno con mantequilla y dos hogazas de pan hechas por el anfitrión.

—Es un chico estupendo —dijo Leo.

—Oh. Muchas gracias. Sí que lo es.

—Creo que le interesa tomar parte en el grupo. ¿Qué crees tú?

—Lo que creo es que harías cualquier cosa por tener otro violinista.

El hombre dejó el cuchillo con el que estaba cortando el pan y le sonrió.

—Es posible —replicó—. Pero aunque no lo convenza de pasarse a nuestro bando, sigue siendo un chico estupendo.

—Sí. Estoy de acuerdo.

La cena estaba lista, de modo que hicieron entrar a los demás. Todos se sirvieron la comida y volvieron a sentarse en el salón junto a los instrumentos. A Henry se le derramó un poco de mantequilla fundida fuera del plato. Grace fue en busca de una toalla de papel.

—El pollo está delicioso. ¿Lo has hecho tú? —le preguntó Colum.

—No, es de Guido’s en Great Barrington. Yo también lo sé hacer, pero hay algo en el pollo de Guido’s que no está en el mío. Y sabe mucho mejor. Me gustaría saber qué es. Supongo que alguna hierba.

—¿Orégano? —sugirió Leo.

—No, yo le pongo orégano.

—Es el vinagre de arroz —dijo Lyric—. Tiene un poco de vinagre de arroz, lo noto.

Grace, que estaba a punto de meterse una porción de pollo en la boca, se la quedó mirando.

—¿En serio?

—Pruébalo —sugirió Lyric.

Grace se metió el tenedor en la boca. El sabor le recordó al sushi, a col china, a pepinillos japoneses…; todo lo que asociaba con el vinagre de arroz. Lo notó nada más probar el pollo: allí estaba el vinagre de arroz impregnándolo todo.

—Oh, Dios mío. Tienes toda la razón.

Esto la hizo ridículamente feliz. Miró encantada a su alrededor.

—¿Trabajas en Great Barrington? —le preguntó Colum.

—Soy psicoterapeuta. Voy a trasladar la consulta a Great Barrington.

—¿Estás en Porter? —le preguntó Lyric—. Tengo una compañera de trabajo cuya hija se trató un trastorno alimentario en Porter. Le salvaron la vida.

—No, tengo una consulta privada —respondió Grace—. Pero una amiga mía de Nueva York es la directora de Porter. Bueno, mi amiga vivía en Nueva York y ahora vive en Pittsfield. Se llama Vita Klein.

—Oh, ya sé quién es —terció Leo—. Vino a mi universidad hace años para dar una charla sobre adolescentes y redes sociales. Estuvo muy bien.

Grace asintió. Se sentía orgullosa de Vita. Era una sensación agradable.

—¿Y por qué asististe tú a una charla sobre adolescentes y redes sociales? —preguntó Rory con escepticismo.

Leo se encogió de hombros. Estaba untando una rebanada de pan con mantequilla.

—Eh, tengo una hija adolescente. Y acaba de decirme que la forma más rápida de comunicarme con ella es escribir algo en su muro. A la vista, para que lo vean sus trescientos veintitantos amigos, o los que sean. En realidad ahora es casi un círculo íntimo. Ramona había llegado a tener más de setecientos amigos la última vez que entré.

—¿Te ayudó la charla de Vita? —preguntó Grace.

—Sí, mucho. Nos dijo que no teníamos que verlo como una sustitución de las relaciones personales, aunque ellos mismos lo vean así. Pero ellos son críos y nosotros somos adultos. Esto no implicaba que las relaciones fallaran, en especial los vínculos entre padres e hijos, aunque ellos lo pensaran. Me animó mucho. Y también me alivió saber que no tenía por qué entrar en Facebook. Soy muy anti-Facebook.

—Pero Windhouse está en Facebook —señaló Rory.

—Así es. Y resulta muy útil.

—Para comunicaros con vuestros diez seguidores quieres decir —comentó Henry maliciosamente.

—Son doce seguidores, Henry. ¿Por qué te crees que os estamos dando de cenar a ti y a tu madre? Para lograr vuestra adhesión, por supuesto.

Henry tuvo un momento de duda en que no sabía si Leo había hablado en serio. Pero luego sonrió.

—Bueno, primero quiero escuchar la música.

Después de cenar, tocaron. Tocaron melodías que Colum oía en Escocia cuando era pequeño, y canciones que habían compuesto ellos. Al parecer, Rory era la fuente principal de las canciones originales. Manejaba el arco del violín de una forma que a Vitaly Rosenbaum le habría parecido intolerable, pero lo movía con pasmosa agilidad sobre las cuerdas. Grace observó que su hijo se fijaba en todo lo que hacía. Los dos violines (folklóricos, se recordó Grace) parecían bailar juntos, luego se separaban de repente, volvían a cruzarse (probablemente habría un término musical para esto), mientras la mandolina y la guitarra les proporcionaban una suerte de estructura sobre la que apoyarse. Las canciones tenían nombres como «Innishmore», «Loch Ossian» y «Leixlip» (el nombre de un pueblo irlandés que significaba «el salto del salmón», según les explicaron a los invitados). Grace, con la copa de vino en la mano, escuchaba y se sentía cada vez más feliz. Le pareció reconocer algunas melodías que había oído aquellas noches heladas en que se tumbaba en el embarcadero junto al lago mirando el cielo, pero lo cierto era que no los distinguía muy bien. Le extrañó ver que Henry estuviera tanto rato sin decir nada. Ni siquiera le pidió su libro.

Alrededor de las ocho hicieron un receso para tomar una taza de café y un trozo del pastel que había traído Colum. De repente Rory le ofreció a Henry su violín.

—¿Quieres tocar algo?

Él pareció un poco asustado.

—Me parece que no sabría.

—Oh. Leo nos contó que tocabas el violín.

—Sí, pero lo que toco es música clásica. Bueno, en Nueva York tocaba piezas clásicas. Ahora toco en una orquesta en el colegio. —Hizo una pausa, dudando sobre cómo seguir—. Era bastante bueno, pero no lo suficiente como para ir al conservatorio. La mayoría de los alumnos de mi profesor eran profesionales, o iban al conservatorio.

Rory se encogió de hombros.

—Como quieras. Inténtalo.

Henry miró a su madre.

—¿Por qué no? Si Rory te lo deja…

—Claro que sí. Me gusta mi violín —dijo Rory—, pero no es un Stradivarius.

Henry cogió el violín, al principio con mucho tiento, como si nunca hubiera tenido un instrumento semejante entre las manos, como si no se hubiera pasado una hora esa misma tarde, después del colegio, ensayando el concierto de invierno de la orquesta. Se colocó el violín debajo de la barbilla, tal como le habían enseñado a hacer.

—Esta postura no debe de ser muy cómoda —comentó Rory—. Puedes coger el violín como quieras.

Henry bajó un poco la mano izquierda y la voluta del instrumento descendió. Grace se imaginó a Vitaly Rosenbaum rezongando con furia. Su hijo debió de imaginarse algo parecido.

—Afloja la mano del arco. Sacúdela un poco —le propuso Rory.

Henry obedeció.

—En bluegrass a nadie le importa cómo sostienes el arco. Puedes poner la muñeca como te plazca; como si lo quieres coger con el puño cerrado —añadió Rory.

—Pero mejor que no lo hagas —sugirió Leo, que observaba con atención la escena desde su butaca—. Te harías daño en la espalda.

—El caso es que te sientas cómodo.

Rory le entregó a Henry su arco de violín.

—Bueno, tócanos algo.

Grace pensó que su hijo tocaría «You Raise Me Up», el tema principal que la orquesta de la escuela Housatonic Valley iba a tocar en el concierto, para el que ya quedaba poco tiempo. Para su sorpresa, sin embargo, Henry (después de hacer unas escalas para acostumbrarse al instrumento) empezó a tocar la Sonata para violín nº 1 en sol menor de Bach, el movimiento Siciliana. Era la pieza que estaba ensayando en Nueva York antes de que se produjera el desastre. Grace llevaba meses sin oírla. Que ella supiera, su hijo no la había ensayado desde que se fueron de Nueva York, pero aunque la tocó sin tanta seguridad como antes, no le salió mal; nada mal. Y la verdad fue que le emocionó oírla otra vez.

—Qué bonito —dijo Lyric cuando Henry acabó de tocar.

—No he practicado mucho. Aparte de los ensayos con la orquesta, quiero decir.

Bajó el violín con cuidado y se lo tendió a Rory.

—¿Sabes tocar una jiga?

Henry rió.

—Ni siquiera sé lo que significa.

—Ojalá tuviéramos otro violín —se lamentó Rory—. Cuando las tocas con alguien, se aprenden rápido. Si ya sabes tocar, es la mejor forma de aprenderlas.

—Tengo el violín en el coche —comentó Henry.

Leo miró a Grace.

—Creo que tendremos un gran concierto —dijo ella.

—Te acompaño al coche.

Cuando Leo y Grace salieron de la casa, soplaba una brisa proveniente del lago, pero no hacía frío. Hacía un par de semanas que había pasado lo peor del invierno, el suelo empezaba a deshelarse y algo comenzaba a brotar bajo sus pies. Grace nunca había pasado la estación del barro en la casa del lago y no sabía cuánto tardaría en producirse el deshielo. Tenía la sensación de que la tierra alrededor de la casa de Leo se había reblandecido bajo sus pies.

En cuanto se cerró tras ellos la puerta de aluminio, Grace supo que algo había cambiado, y sabía lo que era. La idea en sí le resultó tan sorprendente que se le olvidó preocuparse. Sonrió al comprender que en realidad no tenía de qué preocuparse. Al abrir la puerta del coche se encendió la luz de dentro, y Leo vio su sonrisa.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Me parece que voy a besarte —contestó ella.

—Oh.

Él asintió muy serio, como si le acabaran de proponer unas obras de conservación del lago. Luego dijo:

—Oh, vale.

Y la besó sin añadir nada más. Él había esperado más que ella. Para Grace era el primer «primer» beso en casi diecinueve años. Cuando por fin separaron sus labios, ella le advirtió:

—No quiero que sepan nada todavía.

—Oh, ya lo saben —comentó Leo—. Mi grupo lo sabe. Nunca había invitado a nadie a una noche de ensayo. Tendrías que haberlos oído antes de que llegaras. Estaban emocionados como chiquillos.

Soltó una carcajada.

—Grace, la verdad es que me gustas mucho, mucho —confesó, como si fuera necesario.

—¿Mucho, mucho?

—No te había dicho que una vez te vi en el embarcadero con tu biquini azul.

—Pero no ahora, claro.

—No, cuando tenía trece años. Esas cosas un chico no las olvida.

Grace se rió.

—Bueno… no sé si tendré todavía ese biquini.

—No importa. Usaré mi imaginación.

Ella metió la cabeza en el coche, sacó el violín de Henry y se lo entregó a Leo.

—¿Te importa si voy un momento a casa? Quiero darle de comer al perro y ver qué tal está. Se ha pasado casi todo el día solo. Vuelvo enseguida.

—Claro que sí. Tómate todo el tiempo que quieras —repuso Leo—. Estamos descubriendo a un nuevo violinista folk. Cuando vuelvas, estará tocando «The Devil Went Down to Georgia».

—Y supongo que eso… es bueno, ¿no?

Leo le estampó un beso en la frente a modo de respuesta. Esto no le aclaraba a Grace si la canción era buena, pero no le importó. Entró en el coche y tomó el camino a casa, por delante de las casas oscuras y silenciosas. Bajó la ventanilla para aspirar el aire húmedo. De momento no quería pensar demasiado en lo que había pasado; lo dejaría para otro día. El hecho de que hubiera entrado en su casa como una vecina y se marchara —de momento— como una persona que le gustaba «mucho, mucho» significaba que habían llegado a una especie de Rubicón, o que lo habían cruzado, incluso. Pero todo había sido tan… «amable», fue la palabra que le vino a la cabeza. De nuevo pensó en la noche en que conoció a Jonathan y en la sensación instantánea que habían tenido los dos de haber encontrado al amor de mi vida, y que en aquel momento parecía una prueba indiscutible de que todo iba a salir bien. Se equivocaron, desde luego. Tal vez era mejor así: un sentimiento menos exclusivo, menos imperioso. No buscar tanto lo perfecto, como lo bueno. Lo bueno ya sería excelente.

Se detuvo ante el buzón porque vio cartas que sobresalían y sacó un montón de papeles, catálogos y correspondencia. Sherlock ladró desde el jardín y corrió al porche a recibirla, apoyándole en las piernas las patas sucias de barro (esta exuberancia era el único borrón en sus modales, que por lo demás eran exquisitos). Grace le dio de comer, se limpió el barro del pantalón, encendió las luces y llevó la correspondencia junto a la papelera para tirar todo lo que no servía. Con suerte ya habría llegado el presupuesto del contratista que había venido a verla la semana pasada para acondicionar la casa para el invierno, y posiblemente también el camino de entrada. (Una de las peores cosas de este invierno había sido tener que aparcar el coche junto a la carretera y caminar hasta la casa por un camino en pendiente muy resbaladizo.) Por un lado, temía la llegada del presupuesto, pero por otra parte quería verlo.

El presupuesto del contratista no había llegado, pero en cambio vio un sobre muy blanco, muy corriente, con el sello habitual de correos y la dirección (su dirección, su dirección de Connecticut) escrita a mano con la típica letra de médico de su marido, Jonathan Sachs. Grace se quedó tan asombrada que durante un buen rato se olvidó de respirar; hasta que la parte de su mente que necesitaba el oxígeno tomó el control del cuerpo y se lo recordó de golpe. Se inclinó sobre el fregadero de la cocina y vomitó el pollo Marbella que había cenado, con su orégano, su hoja de laurel y su vinagre de arroz.

Llega en mal momento, pensó vagamente, como si una carta así pudiera llegar en buen momento. Ahora era un mal momento porque hacía apenas unos minutos se había sentido feliz, orgullosa (muy orgullosa) de Henry, y feliz de que hubiera en el mundo un Leo al que ella le gustara (y mucho). Estaba feliz de pensar que podía encontrar un trabajo que le permitiera ayudar a otras personas, feliz de haber recuperado a su querida amiga, o de estarla recuperando, de que su hijo fuera a conocer a sus abuelos y de pensar que el próximo invierno su casa no estaría tan helada. No era una felicidad total, por supuesto. Tal vez no estaba preparada todavía para la felicidad total, y a lo mejor no lo estaría nunca después de lo que había ocurrido, pero tampoco lo pretendía. Era una felicidad modesta, y ya era mucho más de lo que había esperado conseguir.

No tengo por qué abrirla, pensó. Y para asegurarse de que lo entendía, lo repitió en voz alta: «No tengo por qué abrirla».

Dentro del sobre había dos hojas de papel escritas con la letra de Jonathan, perfectamente dobladas en tres partes. Grace las desplegó y las contempló sin ver las palabras escritas, como si no las entendiera, como si fueran los símbolos de la piedra Rosetta. Esto resultaba tranquilizador, pensó. Ojalá siguieran así. No le importaba la carta si seguía sin entenderla. Pero de repente los trazos se delimitaron sobre el papel y adquirieron sentido. De acuerdo, pensó Grace. La leeré, si no me queda más remedio.

Grace:

Escribir esta carta es lo más difícil que he hecho en mi vida, pero cada día que he pasado sin por lo menos intentar hablar contigo me ha dolido, y no te imaginas cuánto. Esto tiene que haber sido terrible para ti, por supuesto. No pretenderé saber cuánto. Pero sé lo fuerte que eres y estoy seguro de que podrás superarlo.

Creo que todo se reduce a que no supe valorar lo que tenía contigo, la familia que habíamos creado; la familia que somos. Pase lo que pase a partir de ahora, nada cambiará el hecho de que somos una familia. O por lo menos eso me digo en los peores momentos.

Cometí un error terrible, terrible. No puedo creer que hiciera lo que hice. Fue como si hubiera enloquecido, perdí el control. Llegué a creer que había una mujer que me necesitaba desesperadamente porque su hijo estaba grave y yo podía ayudarle a curarse… Dejé que esto fuera razón suficiente para perder de vista mis principios. Respondí a esta mujer, no inicié la relación. Sé que esto ahora no te parecerá relevante, pero para mí es importante que lo sepas. Esa mujer me daba mucha pena, supongo que me dejé llevar por mi deseo de ayudarla. Cuando me dijo que estaba embarazada, pensé que si la mantenía contenta y me ocupaba de algunas cosas lograría que no se acercara a ti y a Henry, aunque esa tensión me estaba matando. No entiendo cómo lo soporté. Pero pese a todo lo que había hecho por ella y por su hijo, que hoy está sano gracias a mí, ella volvió a quedarse embarazada. No estaba agradecida, sino que quería destruir nuestra familia, y yo no podía permitírselo. Quise protegerte a toda costa. Espero que me creas cuando te digo que mi prioridad siempre fuisteis Henry y tú.

No puedo escribir sobre lo que pasó en diciembre. Lo único que puedo decir es que ha sido lo peor que me ha ocurrido nunca. Fue espantoso, espantoso, y cada vez que pienso en ello me quedo desconsolado. No puedo ponerlo sobre el papel, imposible, pero un día, si tengo una suerte que no merezco, me gustaría poder hablarlo contigo, si es que me puedes escuchar. Ha habido muchos momentos en los que he pensado: qué suerte tengo de que me escuchen, de que me quieran. Sufro terriblemente cuando pienso en ello.

¿Recuerdas la noche en que nos conocimos? Menuda pregunta. Lo que quiero decir es si recuerdas el libro que estaba leyendo y el lugar al que te dije que quería ir. Te decía en broma que quería ir allí en pleno invierno, y tú me decías que lo último que haría una persona en su sano juicio sería ir al fin del mundo. Estoy aquí, y es un lugar tan desolado como tú decías. Creo que aquí estoy a salvo, al menos de momento. No me quedaré mucho tiempo; ningún lugar será lo bastante seguro. Antes de irme quiero darte la oportunidad de hacer algo que sé que no me merezco. Debes saber que no creo que vengas. Pero si me equivoco, Grace, me sentiré muy feliz. Lloro al pensar en la posibilidad de que vengas, que vengáis los dos, y que intentemos empezar de nuevo en otra parte. Creo que lo lograríamos. He pensado una manera. Hay un país al que seguramente podríamos ir y donde estaríamos bien. Yo encontraría trabajo, y es un buen lugar para Henry. Evidentemente, no puedo poner los detalles por escrito.

No sé cómo puedo pensar que vayas a dejar tu propia vida para venir aquí, pero te quiero lo bastante como para pedírtelo. Aunque no vengas, sabrás que te quiero, y por eso vale la pena que te lo pregunte. Ven por lo menos para que pueda hablar contigo. Si luego no quieres o no puedes quedarte, lo entenderé, pero podré despedirme de ti y de Henry, y deciros que no os abandoné porque sí.

Mejor que no vengas en avión; seguramente ya lo sabes. Hay lugares a unas horas de camino donde puedes alquilar un coche. Y asegúrate por favor de que nadie te siga. He alquilado una casa cerca del pueblo; bueno, a una distancia que se puede hacer a pie, porque no tengo coche. Suerte que me gusta andar, ya sabes. Casi todas las tardes paseo por la orilla del río, incluso en esta época del año. Está oscuro, pero no hace tanto frío como te imaginas. Hay un barco convertido en museo que se llama igual que el libro que leía la noche en que te conocí, cuando me enamoré de ti. Estaré esperándote. Por favor, hazlo por mí. Y si no quieres o no puedes hacerlo, no olvides que nunca he querido ni querré a otra mujer más que a ti. No te preocupes por mí.

No llevaba firma. No era necesario.

Grace no se dio cuenta de la fuerza con que sujetaba el papel hasta que se le rompió en las manos y, asustada, lo dejó caer al suelo. No quería recogerlo porque era veneno, pero tampoco soportaba la idea de dejarlo en el suelo, de modo que se agachó y lo cogió. Lo dejó sobre la mesa de madera, el objeto inanimado que pretendía ser.

Luego no supo hacer otra cosa que volver a leer la carta.

Se imaginó a Jonathan caminando sobre la nieve con la cabeza gacha, medio oculta por la capucha de la parka. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y llevaba ropa que a Grace no le resultaba familiar. Probablemente se había dejado crecer el pelo y la barba. Estaba atravesando un río helado, junto a un barco reconvertido en un museo que se llamaba Klondike. Atisbaba por debajo de la orla de imitación de piel de su capucha para ver si veía a una mujer menuda que pareciera fuera de lugar y muerta de frío y que se comportara como si buscara a alguien. ¿Qué pasaría cuando estas dos personas se encontraran? Se preguntaba si sería igual que aquella noche en el sótano de la residencia, cuando Grace vio a un joven que llevaba una cesta de ropa sucia y un libro sobre Klondike que se dirigía hacia ella. Parecía que se estuvieran buscando el uno al otro. ¿Volvería a sentir una sensación de alivio, a pensar Oh, qué bien, ya puedo dejar de salir con chicos, como le explicó una paciente en una ocasión? ¿Sentiría el alivio del reencuentro, la pasión y el amor profundo que tan importantes son, después de tantos años juntos? ¿Y después, qué pasaría? ¿Volverían a la habitación del hotel donde su hijo —el hijo de ambos— los estaría esperando? ¿Y luego? ¿Se irían más lejos, al país que Jonathan tenía pensado, donde estaba bastante seguro de que se encontrarían a salvo?

Grace cerró los ojos. De acuerdo. Tendría que hacerlo. Había llegado hasta aquí.

Sin embargo, su mente quería arrastrarla a otra parte y Grace no tenía fuerzas para resistirse, de modo que se dejó llevar al sótano de la residencia de la Facultad de Medicina en Harvard. Recordó la habitación desordenada del piso de arriba, donde Jonathan le hizo el amor por primera vez (los estudiantes de medicina son criaturas tan básicas) y repasó a continuación, una a una, todas las habitaciones en las que habían hecho el amor desde entonces. Pero eran demasiadas, y muy distintas. Maine, Londres, Los Ángeles, y el apartamento cerca del Memorial, y el piso de la calle Ochenta y uno, donde Grace vivió de niña. También aquí, en esta misma casa donde, como ahora sabía, hacía un frío increíble en invierno. Y París. Durante sus años de matrimonio estuvieron tres veces en París, en distintos hoteles. ¿Cómo se iba a acordar de todas las habitaciones?

Recordó su embarazo, el nacimiento de Henry, las noches en que se tenía que levantar porque el bebé estuvo mucho tiempo sin dormir bien. Jonathan lo cogía en brazos y le decía a Grace: «No pasa nada, vuelve a la cama». Recordó la zona de juegos de la Primera Avenida donde en las tardes de verano se había sentado con Henry en su cochecito mientras esperaba a que Jonathan pudiera escapar un momento del hospital y se sentara con ellos media hora. Era el mismo parque infantil donde más tarde su hijo jugaba con Jonah, que un día dejaría de hablarle, el mismo lugar donde un día Henry vio a su padre y lo llamó, mientras la desconocida que iba con él seguía adelante en silencio. Recordó las entrevistas con evaluadores de jardines de infancia de Manhattan (porque tenía miedo de que no admitieran a Henry en Rearden, un miedo estúpido), cuando Jonathan les explicaba con entusiasmo el tipo de educación que quería para su hijo y se los metía a todos en el bolsillo. Henry fue admitido en casi todos. Recordó lo bien que se portaba en las cenas en casa de Eva, y las cenas en el comedor de su propia casa, y en la cocina, y en la mesa a la que se sentaba ahora mismo. Ah, sí, y también el día en que Jonathan fue a verla a la consulta con hamburguesas de Neil’s, pero no las comieron enseguida. Primero hicieron el amor sobre el sofá de la consulta. Ya casi se había olvidado de aquellos tiempos.

Pensó en todas las habitaciones de su piso en la calle Ochenta y uno, el piso donde ella había sido niña y luego esposa y madre. Y luego, durante un corto periodo de tiempo, el caparazón de una persona muerta de miedo que esperaba que la aniquilaran. El parquet de madera en el vestíbulo, los postigos del salón, que su madre siempre había mantenido cerrados y que Grace siempre abría. El cuarto de Henry, donde ella dormía de niña; y el despacho de Jonathan, que fue la salita de su padre. Y la cocina, que había sido de su madre y ahora era suya; la bañera, la cama, las botellas de Marjorie I, Marjorie II y Marjorie III cuyo contenido se había ido por el desagüe. Y las joyas, una por cada infidelidad de su padre, que seguía amando a la madre de Grace, pero no era feliz con ella.

De repente comprendió que no volvería a vivir allí. Ese piso, ese hogar había desaparecido para siempre. Lo mismo que su matrimonio. Lo mismo que su marido, que ahora estaba en un lugar frío a miles de kilómetros de distancia y le pedía que le perdonara.

Un momento, no era eso lo que le pedía Jonathan. Grace estaba segura de que no ponía eso en la carta, pero volvió a leerla de todas formas para asegurarse, porque le pareció que era un punto importante, muy importante. En la carta, él le decía que quería protegerla y que había perdido el control. Hablaba de su propio sufrimiento. Decía que ella lo superaría. Pero en ningún momento le pedía perdón. Tal vez porque pensaba que había demasiado que perdonar, tanto que no cabía en una sola carta. O tal vez no pensaba que hubiera nada que perdonar.

Grace volvió a recordar. Esta vez repasó sus recuerdos más a fondo. Fue con el pensamiento más allá de su propia historia con Jonathan, se remontó a la historia anterior, y a lo que había tras esa historia, y poco a poco todo empezó a tener un aspecto muy distinto al de unos minutos atrás. Esta vez vio al hermanito de Jonathan que estaba enfermo y no pudo ir al bar mitzvah. Vio a los padres que su marido había abandonado, al hermano al que tildaba de desastre, del que decía que era un mimado, que nunca había trabajado y que vivía en el sótano de la casa de sus padres. Vio a la mujer de Baltimore con la que Jonathan había convivido misteriosamente mientras iba a la universidad. Recordó la ocasión en que desapareció durante tres días mientras era residente. Y el dinero que le había sacado a su padre para pagar la matrícula de un niño en el colegio de su propio hijo. Y pensó en el médico al que Jonathan había atacado: Ross Waycaster. Y en la abogada a la que consultó sobre el despido del hospital y a la que mandó a la mierda. Pensó en los pacientes a los que Jonathan no admitió en el hospital esa tarde y en el funeral de Brooklyn por el niño de ocho años muerto de cáncer al que no asistió. Recordó a la directora de la revista New York que era la tía de un paciente de Jonathan. Pensó en el congreso de Cleveland, o Cincinnati, o alguna parte del Medio Oeste que en realidad no tenía lugar en ninguna parte porque era mentira. Y en Rena Chang, que tal vez vivía ahora en Sedona con un niño que podría ser hijo de Jonathan. Grace no conocería al niño. Y entonces recordó el otro bebé, la niña que viviría en Long Island. La niña a la que ella nunca habría conocido.

Pensó también en Málaga Alves, que estaba muerta.

Le costaba respirar. Se levantó y salió al porche trasero. Sherlock, que estaba en el embarcadero, atento a algún animal oculto en el bosque, movió vagamente la cola cuando la oyó salir, pero no se dejó distraer. Grace bajó los escalones, se acercó al perro y se preguntó qué estaría viendo u oliendo. Debía de haber algo en el bosque, aunque todavía parecía un poco pronto. En verano, el bosque estaba repleto de animales y había gente en las casas. Incluso el lago se llenaba de vida. Todo lo que ahora estaba dormido se despertaba; volverían los pájaros, como cada primavera. Acarició la cabeza del perro.

Retazos de música de violín llegaban flotando sobre las aguas del lago, arrastrados por el viento. Ahora que Grace sabía de dónde venía la música y lo que era, le pareció que se oía mucho mejor que las primeras semanas en la casa del lago, cuando se había sentado en el embarcadero y se había preguntado quién tocaba y qué clase de música era. Pero esta música sonaba un poco titubeante, no era tan rápida y segura como otras veces. Sonaba un poco insegura, pero era bonita. Comprendió que no eran Rory o Leo quienes tocaban, sino Henry. Su hijo estaba tocando música folk.

Fui feliz en mi matrimonio, pensó de repente. No entendía por qué le parecía tan importante admitirlo, pero ya lo había hecho. Y su matrimonio se había acabado.

Grace entró en casa en busca de la tarjeta que tiempo atrás le dejó el detective Mendoza.