11

Todo lo que sube debe confluir

 

Grace nunca supo exactamente cómo logró salir de ese sitio aterrador, en la acera de la calle Sesenta y nueve Este con York, y cómo llegó a Rearden por las horribles callejuelas de East Side. ¿Qué impulsaba sus piernas? ¿Qué le impidió mirar en los escaparates para verse reflejada, para ver a aquella mujer muerta de frío? En su mente se alternaban la parálisis y el pensamiento acelerado, y ambas cosas le resultaban insoportables. Además estaba la vergüenza que sentía, ella que no acostumbraba a sentir vergüenza. Hacía años que había renunciado a la vergüenza, desde que descubrió que no necesitaba la aprobación de los demás y asumió que además era imposible gustar a todos, los necesitara o no. Tras este descubrimiento liberador decidió que únicamente le importaba lo que pensaran de ella sus familiares más cercanos, con lo cual no hacía falta sentirse avergonzada.

Pero la cara que puso Stu tras hacerle esa pregunta tan sencilla, Dios mío. Stu Rosenfeld se quedó mirándola y ella seguramente lo miró a su vez. Por su expresión tuvo que comprender que ella, Grace Reinhart Sachs, desconocía algo esencial, no sabía algo importante que había ocurrido. El problema que tenía unos momentos antes —que no sabía exactamente dónde estaba su marido, que no estaba segura de dónde podía estar— quedó aparcado de golpe. Y el nuevo problema era mucho peor.

Grace dio un paso atrás. Se apartó de Stu, con un movimiento tan ruidoso y doloroso como arrancar una tira de velcro. La acera pareció inclinarse a un lado.

—¿Grace?

Oyó que Stu la llamaba, pero en un dialecto desconocido que ella apenas entendía. No se sentía con fuerzas para descifrarlo, de modo que decidió marcharse.

—¿Grace?

Stu repitió su nombre y ella lo esquivó como un futbolista que busca un hueco para escabullirse. Pasó junto a él sin mirarle y no volvió la vista atrás.

Calle Sesenta y nueve con la Primera Avenida.

Calle Setenta y uno con la Segunda Avenida.

Calle Setenta y seis con la Tercera. Grace avanzaba sin conciencia de ello. No era como cuando caminas y piensas al mismo tiempo y te fijas en lo que hay por el camino, era más bien como despertarte por la noche, comprobar la hora en el despertador y volver a sumirte en la oscuridad. Y así pasar la noche de sobresalto en sobresalto, sin descansar de verdad. Su mente funcionaba a una velocidad vertiginosa, era inútil tratar de pararla.

Dos manzanas más.

Sintió una sacudida, una punzada de dolor.

Otras dos manzanas.

Era como estar enferma. Grace nunca se había sentido tan mal.

Lo único que quería era encontrar a Henry, aunque tuviera que irrumpir como un vendaval en la escuela y llamarle a gritos por los pasillos, entrar en su laboratorio o en su sala de estudios, agarrarlo por el espeso pelo negro y montar una escena como la loca en la que parecía haberse convertido de repente. Se imaginó gritando: ¿Dónde está mi hijo? Y lo más curioso era que en su imaginación no le importaba la cara que pusieran los otros. Si encontraba a su hijo, lo sacaría del colegio, se lo llevaría a casa.

¿Y después, qué?

Después no había nada. Grace no podía imaginar un paso más. Era como correr a ciegas y encontrarte al pie de un acantilado. Te detenías jadeante y sin aliento; no podías trepar por la pared de roca.

Al llegar a Rearden vio que la calle estaba atestada de gente que no era del colegio. Había más unidades móviles de los medios —por lo menos de comunicación tres más—, cada una con su logo y la antena en forma de disco adosada al techo. Había mucha gente en la acera, carroñeros en busca de los restos de la pobre Málaga Alves. Aunque hacía tiempo que Grace no pensaba en Málaga Alves, de modo que cuando una joven delgada que lucía una sonrisa perfectamente falsa intentó detenerla diciéndole «Hola, ¿puedo hacerle unas preguntas?», ella por poco la tiró al suelo. En otra vida le habría preocupado la muerte de una mujer con la que sólo había hablado una vez. Pero hoy se encontraba al borde del abismo. Lo que le ocurría —ya no podía negar que le ocurría algo— sólo le concernía a ella, a su marido y a su hijo.

En el patio interior (la entrada en forma de arco había hecho la función de cordón de terciopelo, y dentro únicamente estaban los que pertenecían al colegio) decidió que tampoco quería hablar con las madres y descubrió con alivio que imperaba una atmósfera de solidaridad. Las mamás ya no cuchicheaban entre ellas, como esta mañana. Permanecían separadas, juntas pero solas, y, aparte de algunos signos de comunicación no verbal, no había intercambio alguno entre ellas. Era casi como si hubieran experimentado una crisis personal desde esa mañana, o tal vez la trágica realidad del asesinato de una mujer había superado las diferencias de clase social y de dinero que separaban a Málaga Alves del resto. Tal vez comprendían ahora que el problema de su muerte no se resolvería tan rápidamente como pensaban, puesto que no sabían nada nuevo desde la mañana, y que si este asunto iba a alargarse sería mejor comportarse con decoro. Hoy se veían pocas niñeras en el patio del colegio, al otro lado del cordón de terciopelo. Las madres de Rearden parecían haber decidido en masa que algunos momentos en la vida de un niño —el primer asesinato en la escuela de Max o la primera cobertura mediática de Chloe— eran demasiado delicados para que los manejara otra persona que no fuera su madre. De modo que la mayoría de las mamás lo habían dejado todo para recoger a sus retoños a medida que los psicólogos especialistas en duelo de Robert Conover los soltaban. Así esperaban estar a la altura del momento especial en la vida de sus hijos, un momento que seguramente recordarían tiempo después. Años más tarde, estos niños y niñas recordarían el día en que la madre de un compañero había sido brutalmente asesinada, y lo confusos y asustados que estaban al tener que enfrentarse a la realidad de esta inexplicable crueldad humana. Recordarían que su mamá fue a buscarles y que para compensarlos los llevó a tomar algo especial antes de volver a casa o de llevarlos a clase de baile o a las clases de refuerzo escolar. Lo curioso era que nadie miraba a los demás.

Los niños que iban saliendo no parecían en absoluto traumatizados. Algunos estaban muy sorprendidos de ver a su madre. Henry fue uno de los últimos en salir, con la cartera en bandolera y el abrigo colgado de la correa que se arrastraba por el suelo. Grace estaba tan contenta de verlo que ni siquiera le llamó la atención por ello.

—Hola —saludó.

Su hijo la miró.

—¿Has visto cuántas furgonetas de la tele hay fuera?

—Sí.

Grace se puso el abrigo.

—¿Te han dicho algo?

—No. Bueno, lo han intentado. Es ridículo.

—¿Qué se supone que vas a saber?

Nada, por supuesto, pensó Grace. A lo mejor la habían clasificado como alguien que sabía algo.

—¿Ha vuelto papá? —preguntó Henry.

Estaban bajando por las escaleras que llevaban al patio. En la acera había periodistas de televisión. Por lo menos dos personas hablaban a una cámara, con el colegio de fondo. Instintivamente, Grace agachó la cabeza.

—¿Qué dices? —preguntó.

—Si ha vuelto papá.

Ella hizo un gesto negativo.

—No.

Entonces se le ocurrió algo.

—¿Te dijo que vendría hoy?

Henry se quedó pensativo. Pasaron bajo las arcadas de hierro, salieron a la calle y tomaron el camino a casa.

—En realidad, no.

Estaban casi en la esquina. Grace tomó aire. Por un momento pensó horrorizada que iba a ponerse a llorar ahí mismo, en la calle.

—Henry, ¿puedes explicarme lo que significa «en realidad, no»? No entiendo nada.

—Oh… —titubeó su hijo—. Quiero decir que no me comentó cuándo volvería. Sólo que se iba.

—Que se iba… ¿a dónde?

El suelo se movía bajo sus pies. Grace no podía mantener el equilibrio.

Henry se encogió de hombros. Por un momento pareció un adolescente que hablara (o no hablara) con sus padres. Ese encogimiento de hombros que venía a decir Por favor, dejadme en paz. No me metáis en vuestras historias. Grace siempre se había burlado un poco de ese gesto universal porque a ella nunca le había pasado, y rogaba que no empezara a pasarle justo hoy.

—No se lo pregunté. Llamó para avisar que se iba.

Grace le agarró el hombro con una mano que incluso a ella le pareció una garra.

—¿Puedes recordar exactamente lo que dijo? Las palabras exactas.

El chico la miró a los ojos. Luego apartó la mirada, como si no le hubiera gustado lo que veía.

—Henry, por favor.

—No, ya sé. Estoy intentando recordar. Dijo: «Tengo que irme un par de días». Me llamó al móvil.

—¿Cuándo te llamó?

La cabeza le daba vueltas. Se agarró a su bolso como si fuera una tabla de salvación.

De nuevo ese encogimiento de hombros.

—Sólo me comentó que se marchaba.

—Que se marchaba a… Cleveland, a un congreso.

—No lo sé. Supongo que hubiera debido preguntárselo.

¿Era el principio de la culpa? ¿Era en este momento cuando se abría una herida psicológica, una pequeña preocupación que acabaría por convertirse en: Yo hubiera podido evitar que mis padres

No. No. Se estaba volviendo loca.

—Henry, esto no es culpa tuya —le dijo con tacto, con demasiado tacto, igual que una persona borracha que pretende convencer a los demás de que está sobria—. Es que me gustaría que hubiera explicado mejor sus planes.

¡Qué bien me ha quedado! Grace se sentía muy ufana. Había sonado un poco inquieta, pero también despreocupada. ¡Ya sabes cómo es tu padre!

—Me comentó algo de Cleveland, pero luego se dejó el teléfono en casa, lo que es un engorro. Y ya sabes a quién no le gustará nada. De modo que prepárate para estar esta noche más simpático que nunca.

Henry asintió. Ahora parecía incapaz de mirarla. Se quedó en la acera con los pulgares bajo la ancha correa de su cartera, con la mirada perdida en algún punto al otro lado de la Cuarta Avenida. Por un instante, a Grace se le pasó por la cabeza la posibilidad de que Henry supiera algo importante sobre Jonathan, que supiera dónde estaba o cuánto tiempo tardaría en volver, algo que ella no supiera, pero era tan intenso el dolor que le causaba esta idea que no podía pensar. Finalmente no dijo nada. Continuaron juntos el camino a casa. Henry tampoco volvió a hablar.

Esta noche le daba pavor a Grace. Su padre era un hombre más bien distante, lo que en ocasiones podía resultar una bendición (como ahora), pero por desgracia estaba casado con una auténtica metomentodo, y lo que siempre ocurría era que cuando Eva sacaba a relucir un desacuerdo en algo o una falta de decoro, su padre se veía obligado a pedir explicaciones, como un dentista que acaba de descubrir un agujerito en el esmalte. ¿Por qué se empeñaba Grace en coger cada día el metro para llevar a Henry a un jardín de infancia en el West Village (una de las clásicas preguntas de Eva) cuando había un jardín de infancia estupendo —uno de los mejores de la ciudad— en la Cuarta Avenida con la calle Setenta? Grace le tuvo que explicar que, para empezar, a Henry lo habían rechazado, como a casi todo el mundo que quería entrar en Episcopal. Cualquier otra persona, o por lo menos cualquier persona mínimamente conocedora de las absurdas políticas de admisión de los jardines de infancia neoyorquinos, hubiera respondido a esto con un encogimiento de hombros. Pero no así su madrastra, ni por lo tanto su padre. Pero ¿por qué habían rechazado a Henry?, le preguntó a Grace. Y los hijos sobrehumanos de Eva, criados con música de ópera y sabiéndose superiores, que tras graduarse en Ramaz y en Yale fueron directos a sus respectivas tierras prometidas (Jerusalén y Greenwich/Wall Street) contemplaron a Grace con estupor, como si nunca hubieran oído nada parecido.

Lo cierto era que Henry estaba muy unido a Eva y a su abuelo, aunque parecía entender sus limitaciones. Los placeres de una cena en casa de los Reinhart (buena comida, un chocolate excelente, el mimo y la atención de dos personas que lo querían) estaban indisolublemente unidos a la formalidad y las buenas maneras. Sentarse a la ancha mesa de caoba del comedor de Eva o posarse sobre uno de sus delicados e incómodos sofás requería concentración y esfuerzo, para Grace desde luego, y no digamos para su hijo de doce años. Aunque tal vez hoy esta incomodidad sería buena como distracción.

La tarde se había despejado. Los árboles de las medianas de la Cuarta Avenida tenían luces navideñas azules y amarillas que parpadeaban. Grace y Henry caminaban lentamente a unos pasos de distancia uno de otro, sin decirse nada. Ella estuvo a punto de decir algo un par de veces, pero comprendió que o no era cierto o no serviría de nada y se contuvo. No tenía reparos en decir una mentira en ese momento: mentir no estaba bien, pero si le ayudaba a mantener la ficción que le había explicado a su hijo no le importaba. Por desgracia, ahora ya no sabía cuál era exactamente esa ficción, y dónde empezaba a apartarse de la realidad. Tampoco sabía cuál era la realidad. No sabía nada. El abismo que se abría ante ella era oscuro y cambiante en cuanto a forma y dimensiones; como si alguien le aullara al oído.

Grace se arrebujó en el abrigo. El cuello de lana le rascaba en la nuca.

Henry caminaba un poco encorvado, como si no estuviera preparado para ser alto, con la mirada fija en el suelo, excepto cuando pasaba un hombre o una mujer paseando a un perro. Henry llevaba años pidiendo un perro, lo deseaba desesperadamente. Para Grace, que nunca había tenido un animal, los perros eran algo extraño. Jonathan tuvo de niño un labrador negro llamado Raven (en realidad era de su hermano, el mimado), pero no estaba dispuesto a tener más perros. Raven, le explicó a Grace, desapareció un día cuando él estaba en noveno curso. Era un día en que no había nadie en casa, y el misterio de su desaparición (¿se habían dejado la puerta abierta?, ¿lo habían robado?) fue motivo de dolor para todos y de acusaciones. Jonathan dijo que le culpaban a él, le culpaban por la huida, la pérdida o lo que fuera de un perro que ni siquiera era suyo. Algo típico de esa familia disfuncional. Así y todo, a Grace le pareció terrible.

Además, Jonathan tenía alergia a la caspa de los perros.

Eva tenía un perro cuando el padre de Grace empezó a salir con ella. Dos perros, en realidad, dos teckel de la misma camada, Sacher y Sigi, sobrealimentados, y cuyo único interés se limitaba a sí mismos. Costó incluso que le hicieran un poco de caso a Henry. Ya hacía tiempo que habían muerto. Los reemplazó un pomerano (tonto como un zapato y al que se le caía el pelo a mechones) que murió de una enfermedad exclusiva de su raza y más tarde Karl, otro teckel que era sólo un poquito más simpático. Al parecer, era el padre de Grace el que se encargaba de sacar a pasear a Karl (a ella todavía le sorprendía ver a su padre con el perro). Su padre siempre había jugado a tenis dos veces por semana, pero ahora, como tenía molestias en las rodillas y las caderas, ya no hacía deporte, de modo que le convenía este tipo de ejercicio.

Grace reconoció a su padre y el perro cuando cruzaron la Cuarta Avenida con la calle Setenta y tres. Henry corrió a saludar a su abuelo. Cuando lo vio tan alto junto al abuelo, Grace se preguntó si su padre estaría reduciéndose. Se abrazaron, y el abuelo apenas rebasaba al nieto. Por un momento ella se los imaginó creciendo en direcciones opuestas, hasta que uno desaparecía bajo la tierra y el otro se perdía entre las nubes. La imagen le provocó escalofríos.

Se acercó a ellos.

—Hola, Karl.

Henry saludó al perro y logró despertar su interés como para hacer que moviera un poco la cola. El chico le felicitó demasiado efusivamente. Friedrich Reinhart le entregó la correa a su nieto, y este dirigía al perro a los árboles de la acera.

—Grace —dijo su padre, dándole un abrazo—. Dios mío, qué alto está.

—Ya lo sé. Te prometo que a veces, cuando lo despierto por la mañana, lo veo más largo en la cama, como si hubiera caído en manos de Procusto*.

—Espero que no —la tranquilizó su padre—. ¿Jonathan vendrá del hospital?

Grace se había olvidado de llamar a Eva para decirle que su marido no iría a cenar. Se sintió terriblemente mal.

—No estoy segura —titubeó—. A lo mejor sí.

Tal vez no estuviera diciendo una mentira, pensó. A lo mejor Jonathan aparecía como por arte de magia.

—Muy bien —zanjó su padre—. Hace frío, ¿verdad?

¿En serio? Grace se sentía acalorada. El cuello de lana del abrigo le picaba en la nuca. Observó la línea perfectamente recta del pelo blanco grisáceo de su padre, que quedaba a poco más de un centímetro del cuello de su pesado abrigo. Eva se lo cortaba personalmente con un par de afiladas tijeras. Era una habilidad que conservaba de su primer matrimonio, cuando su difunto marido (tan ascético como ella, lo que no dejaba de ser sorprendente, con el dinero que tenían) ideaba nuevas formas de ahorrar dinero. De hecho, Grace había permitido en más de una ocasión que Eva le cortara el pelo a Henry. Su madrastra era la primera en notar si llevaba el pelo demasiado largo, algo que le molestaba, y al parecer le hacía feliz cortarle el pelo al único nieto de su marido. Además manejaba perfectamente las tijeras mientras se empleaba en la (hermosa) cabeza de Henry. Montones de su (bonito) pelo se desparramaban por las baldosas del cuarto de baño. A Eva le gustaba señalar lo que estaba desordenado y luego arreglarlo.

Grace entró en el vestíbulo detrás de su padre. Lo cierto era que Eva cuidaba bien de él, desde luego; no era la primera vez que lo pensaba. Saberlo debería ayudarle a querer más a su madrastra; también esto lo había pensado en más de una ocasión.

—Carlos —le dijo su padre al ascensorista—. ¿Te acuerdas de mi hija y mi nieto?

—Hola —saludó Grace, adelantándose por una milésima de segundo a Henry.

—Hola —respondió Carlos, sin apartar la mirada de los números en lo alto.

Era un ascensor antiguo de esos que requieren una cierta habilidad para lograr que se detengan al nivel del rellano. Subieron en silencio hasta el cuarto piso y el ascensorista abrió la puerta y les deseó buenas tardes. Henry le quitó el collar a Karl, que se dirigió a una de las dos puertas. Cuando el padre de Grace abrió la puerta, les recibió un olor a zanahorias.

—Hola, Nana —saludó Henry, entrando con el perro en la cocina.

El padre de Grace se quitó el abrigo y colgó juntos el suyo y el de su hija.

—¿Te apetece beber algo?

—No, gracias. Sírvete tú.

Como si necesitara su permiso.

El piso estaba igual que la primera vez que Grace lo visitó, al año siguiente de casarse con Jonathan, en una cena un poco aterradora en la que conoció a los hijos de Eva y a sus parejas. Rebecca, que era un poco mayor que Grace y que acababa de tener su segundo hijo (al cuidado de una niñera en un dormitorio de la casa), vino expresamente desde Greenwich. En cuanto a Reuven, que ya entonces pensaba en inmigrar a Israel, llegó de la calle Sesenta y siete con su irritable mujer, Felice. Fue la noche en que los tres «chicos» supieron que sus progenitores iban a casarse. Se estableció una fecha para dos meses más tarde. Sorprendentemente, el padre de Grace decidió tomarse dos meses de vacaciones, algo sin precedentes, para irse con su mujer de luna de miel por Italia, Francia y Alemania.

Hubiera sido difícil saber cuál de los tres «chicos» estaba menos emocionado con la noticia. Grace se alegraba por su padre, estaba feliz de que hubiera encontrado una compañera y de que el objetivo de Eva, desde el principio, fuera cuidar y organizar la vida de Frederich Reinhart, quien desde la muerte de la madre de Grace no se organizaba bien y necesitaba que le echaran una mano. Pero Grace no había logrado cogerle cariño a Eva y se temía que no lo haría nunca. En cuanto a los hijos de Eva, nunca les tuvo simpatía.

La cena fue por supuesto de sabbat, y los hijos de Eva apenas pudieron contener su desaprobación cuando vieron lo mal que conocían Jonathan y Grace los rituales judíos. No era una cuestión de creencias (no importaba si ella y su marido creían, ni si los hijos de Eva creían), sino de su patente falta de conocimiento de lo judío. Grace y Jonathan se acercaron a la mesa con las viandas del sabbat con la intención de observar y de imitar lo que hacían los demás, pero a los hijos de Eva no se les escapó nada.

—¿No conoces el kiddush? —le preguntó Reven a Jonathan.

Lo dijo en un tono tan desdeñoso que el ambiente general —ya no especialmente alegre— cayó en picado.

—Me temo que no —respondió Jonathan sin darle importancia—. No somos judíos practicantes. En mi casa incluso poníamos un árbol de Navidad.

—¿Un árbol de Navidad? —intervino Rebecca.

Su marido, banquero de inversiones, hizo una mueca de disgusto. Grace lo vio, pero no tuvo el valor de decir nada. Tampoco su padre se atrevió a añadir que también ellos celebraban la Navidad —mazapán, la música de Händel y los postres navideños de William Greenberg— cuando Grace era pequeña. Además les encantaba.

—Ah.

Eva apareció por el pasillo, seguida de Henry y de Karl. Besó a Grace en ambas mejillas.

—Henry dice que Jonathan no vendrá a cenar.

Grace miró a su hijo, que estaba inclinado y le daba palmaditas en el lomo a un teckel que no le hacía el mínimo caso. Eva, en cuyo rostro se leía una educada expresión de desaprobación, llevaba puesto uno de sus conjuntos de cachemira. Los tenía en todos los tonos de beis, desde un tono tan pálido que parecía blanco hasta el que rozaba el marrón, pero llevaba sobre todo los intermedios como el de esta noche, que era de color papel manila. Estos conjuntos le favorecían en dos sentidos: ponían de relieve sus impresionantes clavículas y realzaban su pecho, que tenía un aspecto tremendamente juvenil y voluptuoso.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó el padre de Grace, que salía del salón con su vaso de whisky.

—Al parecer Jonathan no viene a cenar —comentó su mujer en tono crispado—. Habíamos quedado en que me avisarías si no venía.

Era cierto, pensó Grace. Era lo que ella le había dicho. Era cierto que se le había olvidado. Pero ¿tenía tanta importancia?

—Oh, Eva, lo lamento mucho —se excusó, buscando el perdón de la corte—. Se me olvidó totalmente. Esperaba saber algo más.

—¿Saber algo más? —repitió su padre indignado—. No lo entiendo. ¿Cómo que esperas «saber algo más» de tu marido?

Grace les dirigió a los dos una mirada de advertencia que no contenía ni una mínima parte de su desaprobación. Le preguntó a Henry si tenía deberes.

—Ciencias —respondió el chico desde el suelo, donde le rascaba al ingrato Karl detrás de las orejas.

—¿Por qué no vas al salón a hacerlos, cariño?

Henry obedeció. El perro se quedó.

Grace se preguntó si debía contarlo todo. Tal vez ocurriría un milagro y por una vez Eva y su padre lo dejarían estar.

—No he sabido nada de él —reconoció Grace con una risita forzada—. La verdad es que no tengo ni idea de dónde está. Es mal asunto, ¿no?

Pero el milagro no se produjo, claro.

Los dos se miraron. Eva con una expresión tan glacial que Grace se estremeció y se metió en la cocina, dejando a su padre con la copa en la mano y una expresión de indignación.

—No entiendo cómo te olvidaste —reconvino a Grace—. Ya sé que te preocupan los sentimientos de tus pacientes, pero me parece raro que nunca pienses en los sentimientos de Eva.

Su padre se sentó en el salón. Ella tenía que hacer lo mismo, pero lo que él acababa de decirle la dejó un instante paralizada.

Te preocupan mucho los sentimientos de tus pacientes. No era la primera vez que lo oía, en realidad. Su padre no sentía simpatías por la terapia en general, y desde luego nunca se mostró ilusionado con la profesión que Grace había escogido. Pero ¿qué tenía que ver esto con Eva?

—Lo siento mucho —repitió—. La verdad es que se me olvidó totalmente. Esperaba que Jonathan llamara para preguntarle por sus planes.

—¿No pensaste en llamarle tú? —preguntó su padre, como si Grace fuera una niña de diez años.

—Claro, pero…

Pero mi marido ha hecho lo necesario para estar ilocalizable. Y me aterra tanto lo que esto pueda significar, porque desde luego quiere decir algo, que no puedo pensar con claridad. Y mucho menos voy a preocuparme de si tu esposa, que no me tiene simpatía ni por supuesto cariño, y por la que nunca sentiré más aprecio del estrictamente necesario, ha colocado en la mesa el número apropiado de platos o si tendrá que sacar uno.

—Pero ¿qué? —insistió su padre.

—No tengo excusa. Ya sé lo importantes que son estas cenas para ella.

Y mira, peor todavía. Hubiera podido decir: Si de mí dependiera, estaríamos en Shun Lee comiendo costillas y langosta a la cantonesa, en lugar de venir aquí una vez por semana para soportar la educada hostilidad de Eva, quien decidió hace tiempo que no soy tan buena como el fruto de sus entrañas y que merezco su famoso lenguado con croquetas de patata, por no hablar de su simpatía o su… ¿Cómo denominar a lo que una mujer madura debería sentir por la única hija de su amado esposo, una hija huérfana de madre? Ah, sí, lo llamaríamos afecto. Afecto maternal. O algo parecido, aunque fuera por guardar las apariencias y por respeto al amado esposo.

Pero no dijo nada de eso.

Lo que hizo fue intentar lo que a veces intentaba en situaciones así, imaginarse que era una paciente. Echo de menos a mi madre, le diría Grace la paciente —una mujer de treinta o cuarenta años, casada y con un hijo, con una consulta relativamente exitosa— a Grace la terapeuta.

Quiero mucho a mi padre, claro. Cuando volvió a casarse después de que mamá muriera me alegré por él, porque me preocupaba que se quedara solo, ¿sabe? Me hubiera gustado tener una buena relación con su mujer. Reconozco que quería volver a tener una mamá, aunque ya sabía que no era mi madre. Pero me hacía sentir como si me hiciera un favor, o mejor dicho como si le hiciera un favor a mi padre. Creo que en el fondo hubiera preferido que yo no formara parte de la escena familiar.

Entonces Grace la paciente se pondría a llorar porque en el fondo sabía que ya no había una escena familiar de la que pudiera formar parte. Esa era la verdad.

Grace la terapeuta miraría a esa mujer con el corazón destrozado en su sofá y le diría que era una lástima que su padre no mostrara más afecto por su única hija. Y las dos —Grace la paciente y Grace la terapeuta— meditarían unos instantes sobre lo triste que era esto. Pero al final llegarían a la única conclusión posible: su padre era un adulto y había hecho una elección. Podía cambiar de opinión, pero no porque así lo quisiera su hija.

En cuanto a la esposa.

No es mi madre, pensó Grace. Mi madre está muerta y se acabó. Y la he ofendido gravemente porque no le he dicho que mi marido no vendrá a cenar. Le tenía que haber dicho: «Adivina quién no viene a cenar».

Esto la hizo sonreír.

—No entiendo dónde le ves la gracia —dijo su padre.

Grace lo miró.

—No tiene gracia.

No, pensó. No elegimos a nuestra familia, y sin embargo debemos llevarnos bien con la que nos toca, porque es la que tenemos. ¿Era esto lo que ella había hecho en esta casa, por lo menos cuatro veces al mes, durante años, desde que su padre invitó a Eva Scheinborn a cenar en Ginger Man después de asistir a la obra Four Last Songs? En todos estos años no había detectado en Eva muestra alguna de cariño, ni interés por ella o Jonathan. Sin embargo, sigo viniendo cada semana cumpliendo con mi deber, pensó. Sin perder las esperanzas.

Qué tonta, desde luego.

Su padre seguía enfurruñado. Mientras Eva, haciendo un esfuerzo titánico, se llevaba a la cocina el pesadísimo plato extra, la servilleta, los cubiertos de plata y las copas de agua y de vino de Jonathan, Grace pensó que podría marcharse en este mismo momento sin importarle lo que pensaran.

Dicho de otra manera, podría despedirse con uno de esos besos que dan las famosas con sus labios rellenos y decirles: La verdad es que ya paso de esto.

Pero no lo dijo. Lo que dijo fue:

Papá, algo va mal. Estoy muy asustada.

Espera: a lo mejor no llegó a pronunciar estas palabras. Estaba a punto de decirlas cuando el sonido del móvil desde el fondo de su bolso anunció una remota posibilidad. Grace se olvidó de todo —de su padre, de su dignidad— para descolgar el bolso del hombro y rebuscar en el interior, apartando a un lado todo lo que encontraba. El monedero, el cuaderno de notas, la billetera, los bolígrafos, el iPod que llevaba meses sin usar, las llaves, el formulario por el que daba permiso para que Henry fuera con la clase a Ellis Island y que se había olvidado de devolver, la tarjeta de un vendedor de violines que Vitaly Rosenbaum le había recomendado, ya que el instrumento de Henry se había quedado pequeño…, hasta que consiguió dar con esta pequeña esperanza. Debió de parecer un animal buscando frenéticamente algo de comida, o el héroe de una película de acción al que le quedan unos segundos para encontrar y desactivar la bomba. Pero el caso es que no hubiera podido evitarlo, aunque hubiera querido. ¡No te atrevas a colgar! Le ordenó mentalmente al móvil. ¡No te atrevas a colgar, Jonathan!

Por fin lo encontró y lo sacó del bolso como si extrajera una perla de las profundidades. Parpadeó al ver la pantalla, porque en ella no aparecía el estetoscopio que absurdamente esperaba ver (¿cómo podía ser? Salvo que Jonathan hubiera vuelto a casa, hubiera recuperado su teléfono móvil del lugar donde lo había ocultado, junto a la cama). Tampoco aparecía un número del Medio Oeste («¡Qué idiota soy! No sé dónde he dejado el móvil»), sino la palabra NYPMENDOZAC. De todas las cosas molestas que podían haber aparecido, esta era la peor de todas.

Entonces se le ocurrió que Jonathan estaba muerto. Habían encontrado su cadáver y la llamaban para comunicarle la espantosa noticia. Pero qué coincidencia que fuera el mismo agente de policía, de todos los que podían haberla llamado. A lo mejor era su agente personal, lo mismo daba que conociera remotamente a la víctima de un asesinato o que tuvieran que informarla de la muerte de su marido. ¿Cuántos agentes de policía habría en Nueva York, para cuántos neoyorquinos? Y era extraño que el suyo se pusiera en contacto con ella dos veces en sólo dos días.

Bueno, pues no pienso contestar, pensó. Y todo solucionado.

Pero su padre la seguía mirando.

—¿Es Jonathan? —le preguntó.

Grace levantó el móvil, como si pudiera cambiar de opinión y ser Jonathan, después de todo. Pero no lo era.

—Papá. No sé si antes me he explicado bien, pero no sé dónde está Jonathan. Creía que estaba en un congreso en el Medio Oeste, pero ya no estoy segura.

—¿Le has llamado? —preguntó su padre, como si Grace fuera tonta.

El móvil dejó de sonar. Qué fácil, pensó ella. Deseo concedido.

—Sí, claro que lo he intentado.

—Bueno, ¿y el hospital? Seguramente ellos sabrán dónde está.

¿A qué se dedica ahora Jonathan?

Grace se estremeció.

El móvil se estremeció también en su mano. Había empezado a sonar. NYPDMENDOZAC tenía empeño en hablar con ella.

Entonces, en un remoto lugar del interior de su ser, un lugar tan escondido que Grace ni siquiera sospechaba de su existencia ni su ubicación, algo pesado y metálico pareció abrirse con un chirrido y dejó escapar una idea terrible: todo lo que se había levantado en torno a ella estaba a punto de confluir.

—Tengo que contestar a esta llamada —le dijo a su padre.

Él salió de la habitación.

Grace hizo algo muy curioso. Se dirigió a uno de los sofás largos e incómodos de Eva y colocó su bolso cuidadosamente sobre la carísima alfombra Kirman. Luego, con una voz tan severa y formal que no la reconoció inmediatamente como propia, se mintió a sí misma, pensó que todo saldría bien.

 

* Procusto: un personaje de la mitología griega. Su nombre significa literalmente «el estirador». (N. de la T.)