20
Un par de dedos que faltan
Por razones en las que Grace prefirió no indagar, Robertson Sharp III le comunicó que era preferible que no se vieran en su despacho. Llegó con retraso a la cita y casi antes de sentarse a la mesa ya le había informado de cuál era su conflicto.
—Quiero que sepas —gruñó— que la junta directiva no quiere que hable contigo.
Como si esto fuera todo lo que podía decirle, cogió la carta y empezó a estudiarla.
La carta era amplia. Robertson Sharp había elegido para su encuentro el Silver Star en la calle Sesenta y cinco con la Segunda Avenida, una cafetería tan antigua que Grace recordaba haber quedado allí años atrás para romper con un chico con el que salía. Había una larga barra en la que podías tomar un combinado de los antiguos, como un gimlet o un whisky con soda en vaso largo. Junto a la puerta había una vitrina giratoria con pasteles, éclairs y milhojas.
Grace guardó silencio; no le parecía necesario contestar, y tampoco tenía ganas de mostrarse hostil si no era estrictamente necesario. Robertson Sharp le estaba haciendo un favor, incluso aunque la junta directiva no hubiera tenido nada que objetar. Suponía que debía agradecerle que accediera a quedar con ella, la esposa de un ex empleado al que habían despedido. Pero eso no le impedía tener deseos de darle una patada en la espinilla.
Sharp era un hombre alto y de piernas largas. Iba muy elegante, con una corbata de pajarita, una camisa de rayas marrones y blancas y una chaqueta blanca muy bien planchada. Llevaba su nombre —su auténtico nombre, y no el que Jonathan le había dado— bordado en el bolsillo superior, donde asomaban dos bolígrafos y un teléfono móvil. En un tono amable, como si su anterior comentario perteneciera a otro momento, le preguntó a Grace:
—¿Qué vas a tomar?
—Un bocadillo de atún. ¿Y tú?
—Lo mismo que tú.
Cerró de golpe la pesada carta metalizada y la dejó sobre la mesa.
Se quedaron los dos mirándose.
Robertson Sharp, al que durante años Grace había conocido como «el Zurullo», jefe de Jonathan durante los cuatro primeros años en el Memorial y más tarde jefe de pediatría, parecía haber olvidado momentáneamente por qué estaban allí. Al cabo de un rato pareció recordarlo.
—Me pidieron que no me reuniera contigo.
—Sí. Ya me lo has dicho.
—Pero pensé que si te habías tomado la molestia de llamarme personalmente, te merecías por lo menos una explicación. Esto tiene que haber sido una experiencia terrible para ti. Y para… —indagó en su memoria, al parecer sin resultado—. Para tu familia.
—Gracias. Ha sido duro, pero ya estamos bien.
Esto era bastante cierto, por lo menos en lo que se refería a su «familia». Curiosamente, Henry estaba encantado con su colegio y había hecho un grupito de amigos que eran aficionados al anime japonés y a la obra de Tim Burton. Además, se había puesto en contacto con la liga local de béisbol y esperaba tener la ocasión de jugar con los Lakeville Lions. Incluso parecía haberse acostumbrado al frío, aunque esta misma mañana cuando iban camino a la ciudad le pidió a su madre que le trajera prendas de abrigo de casa. Grace tardó más tiempo del esperado en llegar a Manhattan y tuvo que dejar a Henry en casa de Eva y de su padre e ir directamente al restaurante.
Se acercó a su mesa un camarero griego que probablemente no hubiera podido ser más antipático de lo que era. Grace le pidió un té además del bocadillo. Se lo sirvieron envuelto en papel sobre el platillo de la taza de té.
En estos pocos minutos, Grace había decidido que el doctor Sharp podía ser un poco autista. No cabía duda de que era inteligente, pero padecía ciertos problemas de relación. No la miraba a la cara, salvo que fuera estrictamente necesario, y siempre para enfatizar algo que él afirmaba, nunca para entender mejor lo que ella decía. Aunque en realidad Grace no decía gran cosa. No era necesario. A Sharp, tal como Jonathan comentara tantas veces, le gustaba escucharse, se embelesaba con el sonido de su propia voz. Con cierta falta de delicadeza empezó a analizar lo que él llamaba «el problema de Jonathan Sachs». Y Grace se esforzó por escucharle con atención. Ponía su interés en escucharle para no saltarle al cuello en defensa de Jonathan.
Ya no hay ningún Jonathan al que puedas defender, pensó. Pero eso no le ayudó a sentirse mejor.
—Yo no quería contratarle. No te imaginas el nivel de la gente que quiere trabajar aquí.
—Por supuesto —replicó Grace.
—Yo quería que mi opinión prevaleciera sobre la del jefe de residentes, que lo quería contratar. El tipo estaba fascinado.
Grace frunció el ceño.
—Vale.
—Y lo entiendo, en serio. Cuando conocías a Sachs, te decías: Vaya, este tío sí que tiene personalidad. Y te diré una cosa, no puedes ser médico sin tener el mayor respeto por el efecto placebo. La personalidad puede ser un placebo. Cuando yo era residente en Austin, tuve un jefe que era cirujano y estaba especializado en una operación muy difícil, un tipo de tumor que se aloja en la aorta. ¿Sabes un poco de anatomía?
Sharp miró a Grace a la cara. Era casi la primera vez que la miraba abiertamente desde que se sentó con ella a la mesa. No cabía duda de que la pregunta lo merecía.
—Sí, claro.
—Pues la gente venía a Austin, Texas, desde todas partes del mundo para que los operara ese cirujano. Hacían bien, porque es uno de los mejores del mundo en este tipo de operación. Y aquí viene lo interesante. A este tipo le faltan dos dedos de la mano izquierda. Fue un accidente de montaña. Se los aplastó una roca cuando estaba escalando.
—Vale.
Estaba intentando seguirle, intentaba vincular lo que le decía con lo que se suponía que tenían que hablar. Y también se preguntaba si ahora podía pararlo. En realidad no le interesaba ese cirujano de Austin, Texas.
—Bueno, ¿cuántas personas crees que miraron la mano del cirujano y pensaron: Creo que prefiero que si alguien me opera para quitarme un tumor del corazón tenga todos los dedos y fueron en busca de otro cirujano?
Grace esperó. Luego comprendió que Sharp esperaba que le respondiera.
—No lo sé. ¿Ninguna?
—Nadie. Ningún paciente, ningún familiar. Aquel tipo tenía personalidad. Tenía tanta personalidad que era como una droga. ¡Placebo! ¿Entiendes lo que te estoy contando? Yo nunca lo tuve.
No me digas, pensó Grace.
—No es que piense que en la ciencia no sean importantes los diagnósticos. Era lo que pensábamos hace una generación. Pero tu marido apareció en un momento especial. Los pacientes llevaban años intentando decirnos algo, y por primera vez les prestábamos atención. Es decir —prosiguió, riéndose para sí—, intentamos prestarles atención. Intentamos pensar en la atención que les damos a los pacientes, más allá de los cuidados médicos, no sé si entiendes lo que quiero decir.
¿Lo entendía?, se preguntó Grace. Pero Sharp no la miraba, de modo que no tenía que contestar.
—En la década de los ochenta y en la de los noventa nos mirábamos el ombligo y nos preguntábamos qué hacía falta para ser un buen doctor, para tener un buen hospital. Ya sabes, no deberíamos obligar a los pacientes y a sus familias a correr detrás del médico preguntándole qué tienen que hacer, o qué significa su enfermedad. En pediatría esto es elevado al máximo. No sólo se preocupan por sí mismos, sino por lo que pensará el niño cuando comprenda que pasa algo grave. Los padres nos lo han dicho muchas veces. Y estábamos tratando de enfocarlo de otra manera cuando apareció Jonathan Sachs de Harvard.
Lo dijo sin mirar a Grace, por supuesto. Miraba fijamente al camarero que se acercaba con dos platos idénticos y los depositó ante ellos. Ella le dio las gracias. Sharp no le quitaba la vista de encima.
—De modo que me dejé convencer por el jefe de residentes. Y, sorpresa, Sachs se convierte en el médico preferido de los pacientes. Lo adoran. Nos llegan cartas preciosas. «Fue el único médico del hospital que nos dedicó tiempo al niño y a nosotros», «Los demás ni siquiera sabían nuestros nombres cuando nuestro hijo llevaba cuatro meses en el hospital». Un padre nos contó que, cuando fue el cumpleaños de su hijo, el doctor Sachs le regaló un muñeco de peluche. De modo que pienso, vale, me he equivocado. No hace falta que acierte en todo. Ser un buen médico es algo más que saber lo que tienes que hacer —comentó Sharp, mientras mordía con fruición su ramita de eneldo—. Cuando tu hijo está enfermo, resulta un consuelo que la persona que está al mando tenga personalidad. Conozco a médicos muy buenos que saben trazar un plan de tratamiento, pero que no se comunican bien con los padres ni con los hijos.
Lo manifestó con semblante preocupado. A Grace le maravilló que no pareciera advertir su propia insuficiencia. Eso en sí mismo era una estrategia de supervivencia, pensó.
—Si a los padres de un niño enfermo les das a elegir entre un médico que a lo mejor ni les mira a la cara y otro que se sienta con ellos y les dice: «Miren, señores Jones, estoy aquí para intentar que su hijo se cure», ¿a cuál de los dos piensas que elegirán? ¿Tienes hijos, verdad?
Ahora miraba a Grace. Y ahora era ella la que quería apartar la mirada.
—Tenemos un hijo, Henry.
—De acuerdo.
Sharp siguió hablando. Sostenía el bocadillo delante de la boca, un poco a la izquierda.
—Pues digamos que Henry está en el hospital. Digamos que tiene… un tumor. Un tumor cerebral, digamos.
Grace se sintió enferma sólo de pensarlo,
—¿Qué tipo de médico querrías? Querrás un doctor que sepa conectar, ¿verdad?
Querré uno que lo cure, tanto me da su personalidad, pensó Grace. Pero sólo de imaginar que Henry pudiera estar con un tumor cerebral en el Memorial ya se sentía enferma. Y le enfurecía que Sharp, el zurullo de Sharp, le hubiera hecho imaginarse esta situación.
—Bueno… —concedió, deseando cambiar de tema.
—Pero la verdad es que estás pensando en el funcionamiento del equipo del hospital, que es la suma de todos, cada uno con su propio talento puesto al servicio del paciente. Todo va mejor si tenemos tanto a un Sachs como a un Stu Rosenfeld o a un Ross Waycaster. Entraron a trabajar el mismo año. Stu era el supervisor de Jonathan.
—Ya me acuerdo —dijo ella.
Dio un bocado al bocadillo para probarlo. Tenía demasiada mayonesa, pero eso ya lo esperaba.
—Lo que insinúas es que Jonathan tenía un tipo de… deficiencia. Como el médico al que le faltaban dos dedos. Pero tenía tanta personalidad que a nadie le importaba. ¿Es eso lo que insinúas?
—Una deficiencia muy importante —puntualizó Sharp con irritación—. Mucho peor que la falta de dos dedos. No te estoy diciendo nada que no sepas. Este es tu campo profesional, ¿no?
No, pensó Grace. Pero asintió de todas formas.
—¿Y cómo lo descubriste?
—Oh…
Sharp se encogió de hombros, como si eso no tuviera importancia.
—Al final del segundo o el tercer año llegaron comentarios a mis oídos. No de los pacientes ni de los familiares. Como te dije, lo adoraban. Pero no soy el único que sospechaba de él. A las enfermeras no les gustaba. Un par de enfermeras se quejaron el primer día en que empezó su residencia, pero no eran quejas que pudieras tener muy en cuenta. No creo que lo archivara, en realidad. Lo único que hice fue mandarme un correo a mí mismo y confiar en que nunca tuviera que releerlo.
—¿Y cuál era…? —empezó Grace, y esperó a que Sharp la mirara antes de continuar—. ¿Cuál era la queja?
—Oh, nada muy importante. Que era arrogante y tal y cual. No es la primera vez que oigo a una enfermera quejarse de eso.
A Grace se le escapó una carcajada.
—No, supongo que no.
—Flirteaba con algunas mujeres. Esto no les gustaba. Bueno, supongo que a algunas no les gustaba, y a lo mejor a otras sí.
Ni siquiera al decir esto se dignó a mirar a Grace.
—Pero no era nada concreto, a mi entender, así que lo dejé pasar. Y tengo otras personas con mucha personalidad en mi servicio. Ya sabes, los tímidos y apocados no se dedican a la oncología, por lo menos en este hospital. Tenemos generaciones enteras de médicos en el hospital que no es que se crean los representantes de Dios, pero piensan que tienen derechos adquiridos. Es esta especialidad —aclaró, para convencer a Grace.
Ella no pudo evitar mostrarse un poco escéptica.
—Pero no creo que Jonathan se creyera Dios. ¿Es esto lo que intentas decirme?
—No, no… —opuso Sharp, sacudiendo la cabeza—. Bueno, puede que al principio lo pensara, pero estuve mucho tiempo fijándome en lo que hacía. Sobre todo porque no podía evitarlo…, era una persona que me llamaba la atención. Y empecé a darme cuenta de que no era que ese hombre se comportara de distinta manera con distintas personas, es que era otra persona según con quién estaba. Stu Rosenfeld nunca tuvo una queja de él. Estuvo años haciendo las sustituciones de tu marido.
—Se hacían las sustituciones mutuamente —le corrigió Grace.
—No. A Rosenfeld lo sustituían otros, diferentes personas. Sachs se libró de eso por alguna razón. Estuvo años sin hacer ninguna sustitución, pero nunca oí que Rosenfeld dijera nada. Tenía una debilidad por tu marido, como muchos otros. Ya te digo que yo también sentía fascinación por él. Casi llegó a caerme bien.
No era mutuo, pensó Grace. Cogió una patata frita del plato, la miró y la volvió a dejar.
—Pero lo que me convenció finalmente fue el artículo en la revista New York sobre los Mejores Médicos. ¿Sabes lo que declaró?
Claro que lo sabía. Había leído varias veces el artículo. Pero no recordaba nada raro.
—Declaró que era un privilegio poder acompañar a alguien que estaba pasando el peor momento de su vida, cuando lo único que quería era decirte que te largaras. Pero no podía hacerlo porque tú eras la persona que podía salvar la vida de su hijo. Afirmó que esto era un honor y le hacía ser humilde. Cuando lo leí pensé: ¡Ajá! Ahí estaba. Salvo que él no se sentía humilde para nada, de eso estaba seguro. Cualquier cosa menos humilde.
Grace miró al médico a la cara.
—No sé lo que quieres decir.
—Quiero decir que se alimentaba de esta situación. Le gustaba estar en medio de emociones intensas. Le colocaba. Incluso aunque no pudiera ayudar al paciente, incluso aunque no pudiera salvarlo, ¿entiendes lo que te digo? Le gustaba la emoción que se desprendía. Creo que la emoción le fascinaba. Bueno, aunque eso ya lo sabes —añadió—. La psicóloga eres tú. Eso ya lo sabes.
Grace no lograba concentrarse. Hizo un esfuerzo por mirar a Robertson Sharp III a la cara. Miraba el espacio entre sus cejas, que era una especie de ceja continua. No era un rasgo bonito, pero era interesante.
—No entiendo por qué la gente piensa que no puede haber psicópatas en un hospital. ¿Por qué iban a ser lugares especiales? ¿Es que los médicos son santos? —preguntó Sharp riendo—. Yo no lo creo.
Ahora no la miraba. Al parecer lo que estaba diciendo no le parecía tan importante como lo que mencionó sobre la aorta. Y no era tan sensible como para darse cuenta de que Grace respiraba con dificultad. La palabra que Sharp había usado la hirió en lo más profundo. Y él volvió a pronunciarla.
—Un psicópata es una persona. Un médico es una persona. ¡Y ya está!
Le hizo una seña al camarero. Al parecer quería pedirle algo.
—Se supone que curamos a los demás, y que por este motivo somos personas muy compasivas. Pero esto es una suposición como cualquier otra. Es una tremenda tontería. ¡Cualquiera que pase tiempo en un hospital sabe que están repletos de los más grandes cabrones que hayas visto jamás!
Sharp se rió de su propio comentario. Al parecer hay cosas que nunca cambian.
—Puede que sean muy buenos para curar una enfermedad, pero seguirán siendo cabrones. Tuve en una ocasión un colega… no diré su nombre. Ya no está en el Memorial, y al parecer ya no ejerce la medicina, lo que seguramente es mejor. En una ocasión estábamos en una reunión con el director del voluntariado de pediatría, una reunión muy larga para hablar de los espacios de juego y del entretenimiento de los niños. Cuando acabamos, le comenté que había sido una reunión muy larga, ¿y sabes lo que me respondió? «Oh, me encantan los que hacen el bien, porque siempre me hacen sentir mejor.» Por primera vez desde que se habían sentado a comer, a Grace se le ocurrió que podía marcharse. Podía irse en cuanto quisiera.
—Yo creo que a Jonathan… le importaban sus pacientes —declaró, sin saber por qué lo decía.
—Bueno, puede que sí, puede que no. Puede que ni siquiera sepamos lo que «preocuparse por alguien» significa para Jonathan Sachs.
Sharp dio otro inmenso bocado a su bocadillo y empezó a masticar como un rumiante.
—Te diré una cosa. No le importaban sus colegas en ningún sentido. Los manejaba como si fueran fichas de ajedrez. Le gustaba el drama. Si se aburría, le contaba algún chismorreo a alguien sobre lo que otra persona había dicho, o sobre quién salía con quién. Quién sabe si lo que decía era verdad o no. No podía formar parte de ningún equipo con un objetivo común, sobre todo si había alguien que no le gustaba, y había mucha gente que no le gustaba. Ponía mucha energía en los familiares de los enfermos. Mucha. Y en algunas personas que trabajaban con él, si le hacían la vida más fácil. Pero no prestaba atención a ninguna persona si no la podía usar, aunque la viera cada día. Tenía que sacarle algún beneficio. De modo que había mucha gente a la que no prestaba atención, pero que se fijaban en él. Lo encontraban interesante, les gustaba ver cómo actuaba. La verdad es que requiere un gran esfuerzo llevar puesta la máscara que él llevaba.
Se quedó pensativo.
—Aunque supongo que la máscara no es el término científico.
No lo era, pero Grace había captado la idea.
—Esta gente que lo observaba vio muchas cosas, las partes más desagradables. Los comentarios que hacía, la manera que tenía de ignorarte. Si estaba en una reunión y no le apetecía, encontraba la forma de alterar la reunión, de modo que al final se alargaba más de la cuenta. Yo nunca entendí por qué lo hacía. Esos compañeros de trabajo, si él no los hubiera menospreciado tanto, no le habrían prestado tanta atención. Creo que en realidad era eso lo que él buscaba.
Sharp clavó el tenedor en el contenedor de cartón, ahora húmedo, de la ensalada de col. La porción de ensalada que se llevó a la boca goteaba.
—La primera persona que vino a quejarse fue una ayudante de radiología. Le pedí a Sachs que se reuniera conmigo. Estuvo de buen humor toda la reunión. Me dijo que tenía problemas en casa, pero que no quería que se enteraran en el hospital. Me confesó que él y esa mujer habían decidido romper.
Sharp dejó el tenedor. Tenía los diez dedos sobre la mesa y los movía como si estuviera tocando una melodía silenciosa, una pieza de piano bastante complicada.
—Pero luego volvió a pasar con una enfermera. Le dije: «Mira, de verdad que no pretendo meterme en tu vida. Esto no es asunto mío, pero no lo hagas en el hospital». Es normal que le dijera eso, ¿no? Y él siempre pedía disculpas y me daba alguna excusa, me aseguraba que no volvería a pasar. Un día tuve que llamarle la atención y adujo que lo estaban acosando. Quería que le aconsejara qué hacer. Estuvimos repasando el protocolo del hospital y debatiendo sobre si tenía que presentar una queja formal. Luego me dijo que yo era un gran ejemplo, y que si un día él llegaba a ser jefe esperaba ser tan buen líder como yo y todo eso… Tonterías, pero cuando me lo contó presté atención, intenté ver qué había detrás de sus palabras. A partir de ese día tuvo más cuidado, o por lo menos nadie vino a quejarse. Pero luego hubo una historia con la doctora Rena Chang. Y tuve que intervenir, porque su supervisor vino a quejarse. Luego la doctora se marchó y el tema quedó olvidado. Se fue a una ciudad del suroeste. Santa Fe, tal vez.
Sedona, pensó Grace con un escalofrío.
—Creo que ha tenido un bebé —comentó Robertson Sharp III.
—Perdona un momento —dijo Grace con educación.
Ni siquiera estaba segura de que era ella la que hablaba. Se puso de pie y atravesó tambaleante la habitación. Entró en el cuarto de baño y hundió la cabeza entre las rodillas.
Oh, Dios mío, pensó. Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios. ¿Por qué había querido saber? Notaba en la boca un horrible sabor a atún. Notaba la cabeza a punto de estallar.
Rena Chang. La del palo sucio. La de las «estrategias de curación paralelas». Jonathan se había reído de ella. Los dos se habían reído de ella. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Grace intentó concentrarse. ¿Antes de que naciera Henry? No, tuvo que ser después. ¿Ya estaba Henry en el colegio? Ni siquiera sabía por qué le parecía importante este detalle. No supo cuánto tiempo había estado en el lavabo.
Cuando volvió a la mesa, el camarero se había llevado los platos. Grace se sentó y dio un sorbo a su té, que ya estaba muy frío. Sharp tenía el móvil sobre la mesa. Tal vez había aprovechado la espera para resolver algún asunto.
—Robertson —dijo Grace—, sé que Jonathan tuvo que presentarse ante un tribunal disciplinario en 2013. Me gustaría saber algo sobre ello.
—Tuvo algunas vistas disciplinarias —gruñó Sharp.
Ya era un poco tarde para gruñir, pensó Grace.
—Una por aceptar dinero del padre de un paciente. Presuntamente —rectificó Sharp—. El padre no quiso hablar con el abogado del hospital. Tuvimos que dejarlo. Luego hubo el incidente con Waycaster, en la escalera.
Fue cuando Jonathan se cayó, en otras palabras. Se cayó por la escalera y se melló un diente. Tuvo que arreglarse el diente, y ahora tenía un color un poco distinto del diente de al lado. Grace suponía que era ese incidente. Ahora sabía que no se había caído porque sí.
—Waycaster.
—Ross Waycaster. Al principio era el supervisor de Jonathan. Yo creía que se llevaban bien. Nunca oí que tuvieran problemas entre ellos. Pero Waycaster le reprochó abiertamente la situación con la madre de Alves. Y se liaron a golpes. Cuatro o cinco personas vieron la pelea, y a Waycaster le tuvieron que dar unos puntos. Incluso así tuve que insistir para que presentara una demanda. Hubo un tribunal disciplinario. Y luego otro sobre la relación con la señora Alves.
Aquí Sharp se detuvo y miró a Grace como si por fin se diera cuenta de su presencia.
—Supongo que sabías que tenía esa relación.
—Lo sabía.
Le alucinaba que se lo preguntara. Después de que la mujer muriera apuñalada, después de la desaparición de su marido y del apodo (cortesía del New York Post) que había calado en la prensa sensacionalista, sería realmente preocupante que ella no se hubiera enterado. El apodo en cuestión era «El médico asesino». Grace se había enterado la semana pasada a través de una noticia de AP en el Berkshire Record (la vio justo al lado de un texto muy inocente sobre cómo reducir la factura de la calefacción). Era además la primera noticia que tenía de que ella —la doctora Grace Sachs— había sido eliminada de la lista de sospechosos del asesinato de Málaga Alves. Esto hubiera debido confortarla, pero enterarse de que la habían considerado sospechosa —aunque por poco tiempo— le impidió sentirse aliviada.
—La policía no me ha contado gran cosa —le dijo a Sharp.
El hombre se encogió de hombros. No sabía nada sobre lo que la policía había hecho o dejado de hacer.
—Quiero decir que si puedes contarme algo, estaré encantada de oírlo —insistió Grace.
Sharp apretó los labios. Lo que la mujer supiera o no, le importaba un bledo.
—El paciente era un niño de ocho años con el tumor de Wilms. El doctor Sachs era su médico. La madre venía al hospital a diario. Una de las enfermeras me llamó. Estaba preocupada.
Grace tuvo que empujarle para que siguiera.
—Estaba preocupada.
—No eran discretos. Ni siquiera intentaban disimular. Las enfermeras estaban muy inquietas, sobre todo porque Jonathan ya había recibido un aviso. De modo que tuve que llamarlo a mi despacho y le dije que parara o presentaría una queja contra él y volvería al tribunal disciplinario. Esto fue en otoño pasado. Otoño de 2012. En noviembre… creo. Me prometió que ya lo habían dejado. Me contó que estaba atravesando un mal momento. Que seguía una terapia y que estaba en fase de exoactuación de sus impulsos. Exoactuación —repitió Sharp con disgusto—. Me pregunto de dónde lo habrá sacado.
Pero Grace lo sabía perfectamente.
—El caso es que no cumplió con lo que me había prometido. Lo siguiente fue el incidente con Waycaster en la escalera. Y había testigos, como te he dicho.
—Sí, ya me lo has dicho.
—Y con resultado de heridas.
Grace asintió. No le parecía necesario repetir las cosas.
—De modo que fueron dos incidentes separados y dos vistas separadas. Pero la segunda fue la definitiva para el despido. Aunque quiero que sepas que incluso entonces le ofrecí una salida. Le dije: «Mira, podrías entrar en un programa de rehabilitación. Con internamiento en un centro. Dada la gravedad de la situación, de otra forma no te curarías». Pensé que podría convencer a la junta directiva de que aceptara una baja médica. Podríamos haber encontrado una forma de evitar el despido. Aunque no estoy seguro de que pudiera curarse —concluyó Sharp—. Dicen que su trastorno no se cura, ¿no? ¿No lo crees así?
Quería apelar a ella como profesional, pensó Grace.
—Hiciste lo que tenías que hacer —respondió ella. No estaba dispuesta a decir nada más.
—Como te digo, el problema no era su capacidad como médico. Era muy bueno en lo suyo. Tenía todo lo necesario para ser un buen médico, pero su situación en el hospital era insostenible.
El móvil de Grace empezó a vibrarle en el bolsillo de la chaqueta. Era su padre. O por lo menos era el teléfono de su casa.
—¿Hola? —saludó ella, aliviada por la interrupción.
—¿Mamá?
—Hola, cariño.
—¿Podemos ir al cine? A la película de las tres y media. La que me gusta la dan en la calle Setenta y dos con la Tercera Avenida.
—Oh, vale. ¿Irás con el abuelo?
—Con el abuelo y con Nana. ¿Te parece bien?
—Claro. ¿A qué hora saldréis?
La película acababa a las seis. Se quedarían a dormir en casa del padre de Grace. Era la primera vez que volvían a Nueva York desde aquel día de diciembre.
Cuando terminó la llamada, Sharp la estaba mirando. Había hecho falta que sonara el móvil para que se diera cuenta de su presencia.
—¿Tu hija?
—Mi hijo. Henry.
Que no tiene un tumor cerebral, estuvo a punto de añadir.
—Va a ir al cine con los abuelos.
—Jonathan no hablaba nunca de sus padres —dijo Sharp. Volvía a mirar hacia otro lado—. Hasta el año pasado no supe que creció en un pueblo cercano al mío, en Long Island. Era de Roslyn. Yo me crié en Old Westbury.
Lo mencionó como si fuera importante, aunque Grace no entendió por qué. Para alguien de Manhattan, Long Island es una entidad en sí misma. No había distintos grados de importancia.
—Ya sabrás que los candidatos a la lista de los Mejores Doctores normalmente los propone el hospital. Les piden a los de la oficina de prensa que sugieran unos cuantos nombres. Luego hacen encuestas, por supuesto, pero la primera lista la entrega la oficina de prensa. Esta vez no fue así. La primera vez que el hospital tuvo noticia fue cuando llegó un ejemplar de la revista. En la oficina de prensa estaban furiosos, como te puedes imaginar. Me preguntaron si sabía algo de esto. Claro que no sabía nada. ¿Por qué iba la revista New York a designar a Jonathan Sachs mejor médico? Quiero decir, normalmente el médico tiene a su haber algún éxito nacional o internacional, ¿no? Yo estaba tan sorprendido como cualquiera. Y entonces vino a mi despacho una asistenta, cerró la puerta y puso en mi conocimiento que había una explicación. Una persona de la revista es tía de una niña paciente de Jonathan Sachs. Me explicó que llevaba tiempo debatiéndose sobre si debía decir algo o no. Pero finalmente pensó que era mejor que alguien lo supiera. La relación iba más allá de lo permitido, me confió.
—Un momento —intervino Grace—. No entiendo…
—Se refería a la relación entre Sachs y los familiares de la paciente. En concreto con la tía. ¿Entiendes?
Grace miró su taza de café. Estaba mareada. No entendía por qué había solicitado esta reunión, por qué se había castigado de esta forma. ¿Qué sentido tenía? ¿Jonathan le había arrebatado a Robertson Sharp el Zurullo su sueño de convertirse en uno de los Mejores Doctores de la revista New York? ¿Tenía que pedir ella disculpas porque un subordinado de Robertson se había acostado con la directora de la revista?
Sacó la cartera del bolso y la puso sobre la mesa. No había nada más que decirse.
—No, no —protestó Sharp—. Esto corre de mi cuenta. —Miró a su alrededor, buscando al camarero—. Espero que te haya servido de algo —dijo muy serio.
Más tarde, ya en la acera frente al Silver Star, Grace le estrechó la mano.
—Voy a tener que testificar, por supuesto —anunció Sharp—. Si lo encuentran. No me quedará otro remedio.
—Claro.
—Lo que no sé es qué parte de la acusación interna contra él se convierte en una acusación judicial. Eso lo sabrán los abogados. Yo no entiendo nada, la verdad —comentó Sharp, con un encogimiento de hombros.
Eso no me importa, pensó Grace. Y le sorprendió comprender que era cierto.
Se separaron y se marcharon en direcciones opuestas. Sharp hacia el norte, donde estaba el hospital. Grace al principio no tenía ni idea de adónde iba. No iba a su apartamento, no se sentía capaz. Y no había ningún sitio en especial al que quisiera ir. Pero cuando se acercó al lugar donde tenía el coche aparcado, echó un vistazo al reloj. La película de Henry empezaba a las tres y media y acababa a las seis. Eso era mucho tiempo para un sábado con poco tráfico y un coche a su disposición. Era suficiente para ir a casi cualquier parte, incluso a un sitio extraño. De modo que no lo pensó más para no cambiar de idea y decidió ir allí, precisamente.