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Fatalmente compasiva
Grace hizo un supremo esfuerzo en pro de la captación de fondos para Rearden y se ofreció para el peor puesto: le tocó quedarse en el amplio vestíbulo de los Spenser, en una mesa delante del ascensor privado, donde controlaba a los invitados y les entregaba un folleto de la subasta. Le sorprendió comprobar que conocía a muy pocos por el nombre. Algunas madres le resultaban familiares porque coincidía con ellas a la hora de recoger a los niños; entraban taconeando sobre el suelo de mármol y miraban a Grace con ojos entrecerrados, como si no recordaran su nombre o incluso dudaran si era una de ellas o una persona contratada para la ocasión. Normalmente optaban por la prudencia y la saludaban con un «Eh, hola. ¿Qué tal estás?» que no comprometía a nada. En cuanto a los hombres, Grace no conocía a ninguno. De pequeña había ido al colegio con un par de ellos, de hecho, aunque los rostros que recordaba quedaban velados por los años transcurridos y la prosperidad. A la mayoría no los había visto en su vida. Salvo para la ocasional charla con el profesor o una intervención disciplinaria, no habían atravesado el umbral del colegio desde que pidieron la admisión de sus retoños (para eso sí habían encontrado tiempo, claro). Seguro que asistían a alguna función de los sábados obligados por sus esposas.
—Tenemos una subasta fantástica —le comentó Grace a una mujer.
La recién llegada tenía los labios tan hinchados que la psicóloga no pudo evitar preguntarse si el hombre de aspecto amable y distraído que la acompañaba le habría dado un puñetazo.
—La vista es impresionante —le dijo a una mamá de la clase de Henry que apenas podía contener las ganas de subir—. No te pierdas los Pollock del comedor.
A las siete y media ya había subido todo el mundo. Sola en el inmenso vestíbulo de mármol, Grace repiqueteaba con la uña sobre la mesita de recepción y se preguntaba cuánto tiempo debía quedarse.
Participar en el comité de recaudación de fondos era la única tarea voluntaria que hacía para Rearden. Estaba contenta de hacerlo, pero había sido un trabajo de locura. Hubo una época, no tan lejana, en que este tipo de actividades se distinguía por su falta de glamour; los decorados eran cursis y el menú resultaba tan anticuado que tenía su encanto: fondue de queso y aperitivos salados, todo regado con un fuerte brebaje preparado el día anterior. Eran fiestas alegres, poco serias; las subastas resultaban divertidas porque la gente se emborrachaba y pujaba por una sesión con un entrenador personal o un papel de figurante en un capítulo de la serie One Live to Live. Todos lo pasaban bien, y se recaudaban veinte mil o treinta mil dólares para las becas del colegio. El objetivo, suponía Grace, era que no todos los alumnos fueran hijos de gente rica y que la presencia de niños como Miguel Alves, por ejemplo, hiciera del colegio un lugar más interesante y diverso. Era un buen motivo, se recordó a sí misma. Un motivo encomiable. Esta nueva manera de recaudar fondos que ella encontraba tan desagradable —sin duda por puro esnobismo— no era más que una versión aumentada de aquel acto digno de encomio para recaudar dinero (mucho, mucho más dinero) para una buena causa. Esto debería hacerla feliz, pero no era así.
Grace seguía en su puesto de la mesita del vestíbulo. Movía de un lado a otro las etiquetas con los nombres que quedaban, como si fuera una experta trilera, y se tocaba el lóbulo izquierdo, que le dolía un poco más que el derecho. Llevaba unos pendientes de diamantes con cierre de clip que habían pertenecido a su madre (que tampoco tenía los lóbulos perforados). Decidió que eran los pendientes apropiados para un inmenso dúplex que daba a un prado que formaba parte de Central Park, y adecuó su vestimenta en base a ellos: blusa de seda de color negro (el color que más se ponía, lo mismo que tantas mujeres de Manhattan), los zapatos de tacón más alto que tenía (la hacían parecer tan alta como Jonathan) y los pantalones de tela shantung de color rosa intenso. Grace fue la primera sorprendida cuando se los compró el otoño pasado en Bergdorf’s. Era el atuendo más indicado para sentirse abrumada delante de un Jackson Pollock o explicarle a un empresario, que por supuesto no le prestaría atención, que era psicóloga y tenía una consulta.
Los pendientes formaban parte de una colección un tanto ostentosa que su padre, Frederich, le había ido regalando a su madre, Marjorie Reinhart, a lo largo de los años, pieza a pieza. Grace las guardaba en un tocador con espejo que su madre tenía en el dormitorio que ahora ocupaban ella y Jonathan. Había muchas piezas. Entre ellas, un broche formado por una piedra rosada sobre una superficie rugosa que sujetaban unas manitas de oro, un grueso collar de jade que su padre encontró a saber dónde, un brazalete de diamantes amarillos y negros, imitando la piel de un leopardo, un collar de zafiros y otro de gruesos eslabones de oro de extrañas proporciones. Lo que todas estas joyas tenían en común era su total —imposible evitar la palabra— vulgaridad. Todo era más grande de lo necesario: los eslabones de oro, las piedras, los ostentosos diseños. Era casi enternecedor que su padre hubiera elegido tan mal los regalos para su esposa. Era un hombre tan torpe en este sentido que en cuanto entraba en una joyería para comprarle un regalo a su mujer se debía de convertir en presa codiciada para un buen vendedor. Esas joyas eran una muestra de alguien que quería decir Te quiero, y de la persona que respondía Ya lo sé.
Tap, tap, tap, hizo Grace con la uña, limada y pintada para la ocasión. Incapaz de soportar los pendientes por más tiempo, se los quitó y los guardó en su bolso. Se frotó los lóbulos con alivio y barrió con la mirada el vestíbulo vacío, como si con esto adelantara algo. Hacía veinte minutos que no entraba nadie. Sobre la mesa quedaban cinco etiquetas sin recoger: Jonathan y otras dos parejas que Grace no conocía. Los demás estaban arriba, incluyendo a los miembros del comité, el director del colegio y el numeroso grupo que lo acompañaba (venían del evento previo «Cócteles con el director», que se celebró en el mismo apartamento donde Linsey, la señora de los Birkin, le dijo a Grace que el portero podía conseguirle un taxi). Vio incluso a Málaga Alves pasar ante ella. La señora Alves no se detuvo, pero era mejor así, ya que Grace no tenía una etiqueta con su nombre. En cuanto a la ausencia de Jonathan, no le extrañaba ni le preocupaba. Dos días atrás murió un paciente de ocho años de edad, un hecho horrible al que uno nunca se acostumbraba. Los padres eran judíos ortodoxos y el funeral se celebró inmediatamente. Su marido asistió al funeral, y esta tarde debía regresar a Brooklyn para visitar a la familia, que vivía en Williamsburg. Se quedaría allí el tiempo necesario y luego vendría al evento. Eso era todo.
Grace no sabía el nombre del paciente fallecido. Ni siquiera sabía si era un niño o una niña. Cuando Jonathan se lo explicó, ella sintió alivio por la barrera que ambos habían mantenido entre su vida familiar y lo que ocurría en el hospital. Gracias a esa barrera, el crío fallecido era el paciente de ocho años, lo que ya era suficientemente triste. Pero sería mucho peor si conociera su nombre.
—Lo siento —dijo, cuando su marido le comunicó que iría a visitar a la familia y llegaría tarde.
Y Jonathan respondió:
—Yo también lo siento. Detesto el cáncer.
Grace esbozó una sonrisa. Hacía años que él decía eso, y siempre en el mismo tono: era un hecho, una constatación. Se lo comentó por primera vez años atrás, en la residencia universitaria de la Facultad de Medicina en Boston. Aunque entonces sonó como un grito de guerra. Jonathan Sachs, que está a punto de ser residente y será un día oncólogo infantil, especializado en tumores sólidos, detesta el cáncer. El cáncer que se prepare, tiene los días contados. ¡Estaba avisado, y el que avisa no es traidor! Sin embargo, ahora lo decía sin entusiasmo. Todavía detestaba el cáncer, más que cuando era estudiante, y más con cada paciente que perdía. Lo detestaba hoy más que nunca. Pero al cáncer le importaban un pimiento sus sentimientos.
A Grace no le hacía gracia tener que recordarle eventos como La Noche de Rearden, tan alejados del dolor de los niños y el terror de los padres. Pero tenía que hacerlo. La recaudación, la escuela, la casa de los Spenser. Eran tres pisos reconvertidos en uno. Una supermansión urbana, así se la describió a Jonathan unas semanas atrás. Él se acordaba de todo, pero tenía tantas cosas en la cabeza que a veces era difícil lograr que prestara atención. Había que pedirlo con tiempo, como los libros de la Biblioteca de Nueva York. A veces tardaba un poco.
—Grace, espero que no hayas empleado mucha energía en esto —le dijo entonces—. ¿No puedes dejar que se ocupen las mujeres que no trabajan? Tienes cosas más importantes que hacer que recoger fondos para una escuela privada.
Pero tenía que tomar parte en las actividades de la escuela, respondió ella. Jonathan lo sabía perfectamente. Y no tenían bastante dinero como para permitirse no participar. Eso también lo sabía.
Además, ya lo habían hablado otras veces, claro. Cuando una pareja lleva tiempo casada, todo ha ocurrido, como corrientes que pasan una y otra vez por el mismo lugar, ya sean frías o calientes. No podían estar siempre de acuerdo.
Jonathan llegaría… cuando llegara. Y si alguien le preguntaba por qué no estaba allí, Grace estaría encantada de explicárselo, porque su marido tenía demasiadas preocupaciones como para atender a todos los que sentían una fascinación enfermiza por su trabajo.
Esto era lo que nadie parecía entender de Jonathan, que bastaba rascar un poco en su capa de amabilidad para encontrar a un hombre que sufría continuamente por el dolor ajeno. Hablaba del cáncer y de los niños que morían con una frialdad que causaba asombro a mucha gente. Cuando le preguntaban sobre estos temas, a menudo la gente empleaba un tono casi acusatorio: ¿Cómo puedes hacer ese trabajo? ¿Cómo puedes soportar ver sufrir a los niños? ¿No te quedas destrozado cuando muere uno de tus pacientes? ¿Por qué elegiste esta especialidad?
Había veces en que Jonathan intentaba responder a estas preguntas, pero no servía de nada, porque aunque todos quisieran conocer detalles, lo cierto era que no podían resistir las cosas que él les contaba, y al rato se iban en busca de conversaciones más agradables. A lo largo de los años, Grace había visto muchas veces esta escena, con ligeras variaciones —en cenas, días de visita al campamento, con los anteriores comités de recaudación de fondos—, y siempre le producía desazón, porque le recordaba que esa mamá tan agradable de la clase de Henry, o el simpático matrimonio que alquiló un verano la casa del lago, o el presentador de radio que vivía dos pisos más arriba (era lo más cerca que estuvo su edificio del mundo de los famosos) no llegarían a ser amigos suyos. Hubo un tiempo en que pensó que su vida social se compondría de oncólogos, con las mismas vivencias intensas que Jonathan, y sus parejas, pero lo cierto es que esas relaciones tampoco llegaron a cuajar, probablemente, pensaba Grace, porque los colegas de su marido preferían dejar atrás todo cuanto les recordara al hospital cuando salían del trabajo…, tal vez esto lo hacían mejor que Jonathan. Unos años atrás hicieron cierta amistad con Stu Rosenfeld, el oncólogo que todavía hoy le hacía las sustituciones a Jonathan, y su esposa. Fue agradable. A los Rosenfeld les encantaba el teatro; siempre sabían qué entradas había que comprar con antelación, y al final podían sentarse en la cuarta fila junto a Elaine Stricht el primer sábado después de la elogiosa crítica en el New York Times. Grace sentía más admiración que simpatía por Tracy Rosenfeld, una americana de origen coreano, abogada de profesión y aficionada a correr, pero era agradable salir con otra pareja y disfrutar de lo bueno que ofrecía la ciudad. Ella y Tracy lograban apartar a sus maridos de los temas que trataban habitualmente entre ellos (personajes del hospital, problemas del hospital, niños enfermos); en general fingían ser mejores amigas de lo que eran y hablaban de temas culturales: Sondheim, Wasserstein y las feroces críticas de John Simon en la revista New York. Era todo bastante inocuo, y hubiera podido seguir así hasta la actualidad. Pero un día, cinco años atrás, Jonathan anunció que Stu le había dicho una cosa muy extraña después de cancelar su plan para cenar el domingo (nada fuera de lo corriente, simplemente un restaurante que les gustaba en el lado oeste) por segunda vez. Stu dijo que lo sentía, pero que tal vez era mejor que no se siguieran viendo fuera del hospital. Tracy estaba a punto de convertirse en socia del bufete y… bueno.
—¿Bueno? —preguntó Grace.
Se había puesto colorada.
—¿A qué se refería?
—¿Tracy y tú… habéis discutido? —preguntó Jonathan.
Entonces Grace se sintió invadida por la culpa. Esa culpa que sientes cuando estás segura de no haber hecho nada malo, o casi segura por lo menos. Porque nunca estás totalmente segura, ¿no? La gente oculta sus fragilidades. A veces ignoras lo que puede dolerles.
De modo que dejaron de ver a los Rosenfeld, salvo en eventos relacionados con el hospital, que eran poquísimos. Alguna vez que se encontraron por casualidad en el teatro, charlaron amigablemente y hablaron de cenar juntos un día, sin que ninguno de ellos hiciera nada al respecto, como pasaba con tantas parejas demasiado ocupadas, fuera cual fuera su intención.
Jonathan no volvió a mencionar el tema. Estaba acostumbrado a la pérdida, por supuesto, y no solamente en el sentido que solemos darle a la pérdida —la muerte— provocada por una enfermedad terrible y dolorosa, despiadada. Había habido otras pérdidas que no podían obviarse, por más que en teoría fueran personas que estaban vivas y no demasiado lejos, digamos en Long Island. En opinión de Grace —tanto personal como profesional—, esto se debía en gran parte a la familia donde creció su marido: unos padres que nunca le dieron su apoyo y casi lo maltrataban física y emocionalmente, y un hermano que eligió cortar todo vínculo con él. Jonathan no necesitaba a casi nadie en su vida; nunca había necesitado a nadie desde que Grace lo conocía, solamente a ella y a su hijo.
A medida que pasaron los años, la propia Grace empezó a sentirse así, a dejar que la gente se apartara de su lado. Fue más duro al principio —lo más duro fue cuando Vita se esfumó—, pero poco a poco se acostumbró; primero las amistades de la universidad, luego los de Kirkland House (que de todas formas ahora vivían desperdigados y sólo se veían en las bodas), y otras dos personas de ninguna parte en particular con las que lo había pasado bien. Pero ni ella ni Jonathan eran personas solitarias, por supuesto. Ambos tomaban parte en la vida de la ciudad y veían a diario a mucha gente que les contaba sus problemas. Grace no se consideraba una mujer especialmente cariñosa o sensible, pero eso tampoco era grave. Claro que le importaban sus pacientes, le importaba lo que pensaban y sentían fuera de su consulta. También ella había tenido a lo largo de los años llamadas telefónicas en mitad de la noche, y siempre había contestado y había hecho lo necesario, ya fuera hacer compañía a personas desconsoladas en la sala de urgencias, o hablar por teléfono con paramédicos, operadores de emergencias y médicos de los hospitales y centros de rehabilitación de cualquier punto del país. Pero esto no era lo habitual en su caso, y salvo que tuviera un paciente con un ataque de depresión o de angustia, o que alguno no se presentara a la consulta sin dar explicaciones, en general no tenía que preocuparse.
En el caso de Jonathan era muy distinto. Él era demasiado blando, un hombre humano y generoso que sabía consolar a un niño moribundo y a los desolados padres con las palabras adecuadas, con un gesto. Sabía infundir esperanzas, y también negarlas con toda ternura si ya no había nada que esperar. Había momentos en que llegaba a casa tan sumido en el dolor por lo que había dejado en la sala del hospital o incluso en la morgue que era incapaz de hablar con Grace y con Henry. Entonces se metía en el estudio al fondo del apartamento, la habitación que habría sido para su segundo hijo, y no volvía a aparecer hasta que se sentía mejor.
En una ocasión, el mismo otoño en que se conocieron, Grace llegó al hospital donde Jonathan era médico residente y lo vio abrazando a una anciana que estaba temblando. El hijo de la anciana, un hombre de mediana edad con síndrome de Down, había muerto a causa de un defecto congénito de corazón. Su muerte era algo con lo que contaban desde el mismo día en que nació, y sin embargo la mujer daba alaridos de dolor. Grace llegó unos minutos antes de que Jonathan acabara su turno de treinta y seis horas y se quedó en el pasillo contemplando la escena; se sintió un poco incómoda, avergonzada de presenciar este momento de pura interacción humana.
Entonces ella estaba en el último año de universidad. Era una estudiante de conducta humana, una futura especialista en tratar el dolor, aunque en su caso era el dolor psicológico. Y, sin embargo, el sufrimiento que vio ese día en el hospital al otro extremo del largo pasillo la dejó casi sin aliento. Era un sentimiento tan poderoso… Nadie se lo había explicado, ni en el seminario que hizo sobre la Dora de Freud ni en el fascinante curso de psicología anormal que hizo en su primer año. Le hablaron de teorías sobre ruedas, eslabones y ratones que recorrían laberintos, sobre drogas y diversas formas de terapia: aversión, instinto primario, arte y música, palabrería aburrida y sin sentido. Pero esto… Grace estaba a varios metros y aun así apenas podía soportarlo.
Lo cierto era que Jonathan siempre se topaba con el sufrimiento; mejor dicho: el sufrimiento lo encontraba a él, como si estuviera escondido hasta que pasaba alguien al que podía pegarse. Era especialista en atraer a desconocidos que se sentían tristes o que querían confesarle su culpa. Los taxistas le contaban sus penas, y no podía pasar junto al conserje sin que le explicara la última historia de la parálisis del sobrino o los síntomas de demencia del padre. Cuando iban a su restaurante italiano habitual en la Tercera Avenida, Jonathan tenía que preguntar al propietario si la cistitis fibrosa de su hija respondía bien al tratamiento, una conversación que siempre acababa con malas noticias. Pero cuando estaban los tres solos podía mostrarse animado, y este era el motivo por el que Grace protegía con tanta eficiencia la intimidad familiar. Pero Jonathan era demasiado bueno y siempre había gente que se aprovechaba de él.
Aunque sufría, tal vez Jonathan no tuviera miedo al sufrimiento como los demás y se sumergiera de lleno en el dolor, dispuesto a ganar la partida, como si fuera posible que no llegara a asestarle ni un golpe. Era un rasgo que Grace apreciaba y admiraba en su marido, pero que también la dejaba agotada. Y en ocasiones le preocupaba. No le cabía duda de que el cáncer acabaría por vencerle. La lucha de las personas, la infinita variedad de tristezas que acarreaban, eso no cesaría nunca, ni un ápice. Esto era lo que hacía que Jonathan fuera tan vulnerable. Grace había intentado decírselo en más de una ocasión, hacerle entender que ser tan bueno en un mundo donde la bondad no era la norma podía acabar perjudicándole. Pero él no quería aceptarlo. Ni siquiera parecía capaz de ser tan malpensado como ella.