12

Chasquido, Chasquido

 

Llamaron a Grace desde el vestíbulo, y allí la esperaron a que bajara el ascensor. Pero en esta ocasión no le permitieron hablar en el vestíbulo, y eso que el de la casa de Eva era más elegante y tenía un mobiliario mejor. Pero no.

En esta ocasión le pidieron formalmente que los acompañara a lo que llamaron «la oficina», donde tendrían más privacidad.

¿Privacidad para qué?, les preguntó Grace. Y como no le respondieron de inmediato, insistió:

—No lo entiendo. ¿Estoy arrestada?

Mendoza, que iba al frente del grupito, se detuvo. Ella observó —con cierta satisfacción que estaba fuera de lugar— que su grueso cuello sobresalía por encima del abrigo.

—¿Por qué cree que tendríamos que arrestarla?

Grace estaba exhausta. Se dejó llevar. Dejó que le abrieran la puerta del coche y se deslizó en el asiento trasero junto a O’Rourke, el de la barba incipiente. Como si fuera una delincuente.

—No lo entiendo —insistió, esta vez sin mucha convicción.

Cuando vio que ninguno de los policías decía nada, continuó hablando.

—Ya les he comentado que apenas conocía a la señora Alves.

Mendoza, que estaba al volante, le respondió con amabilidad.

—Hablaremos cuando lleguemos.

A continuación, y eso fue lo más curioso, dadas las circunstancias, encendió la radio. Sintonizó una emisora de música clásica. Nadie dijo una palabra más.

Al parecer, donde tenían que llegar era a la Comisaría 23 de la calle Ciento dos, a tres kilómetros del barrio donde había pasado Grace su infancia y donde ahora criaba a su hijo. Una distancia inferior a la que solía recorrer sin problemas, muy inferior a la que hacía en la cinta del gimnasio de la calle Ochenta con la Tercera Avenida, las pocas veces que iba. Y, sin embargo, Grace no había estado en su vida en la calle Ciento dos. Subieron por la Cuarta Avenida, pasaron delante de Lenox Hill, donde tanto ella como Henry habían nacido, y por delante de la iglesia donde se casaron dos ex compañeros de Rearden, y por delante del edificio de apartamentos de la calle Noventa y seis, donde vivía su amiga Vita, un edificio que estaba justo en el límite de lo que los padres de Grace consideraban Manhattan. Todos sus puntos de referencia quedaron atrás.

La ciudad de la juventud de Grace se acababa bruscamente en la calle Noventa y seis con la Cuarta Avenida (que después de un descenso subía justo en ese punto para luego precipitarse en el Harlem hispano, donde el metro emergía de su recorrido subterráneo). Tan estricta era la prohibición de su madre —también neoyorquina nativa— en cuanto a aventurarse más allá de la calle Noventa y seis que era como si hubieran colocado uno de esos carteles del fin del mundo con la advertencia: «Abandonad toda esperanza los que aquí entráis». Grace y Vita nunca desobedecieron esta norma, aunque de vez en cuando se rebelaban un poco y recorrían la susodicha calle desde la Quinta Avenida —con sus casas de piedra rojiza, el no va más de la elegancia— en dirección a East River, que era casi tan peligroso como Marjorie Reinhart temía.

De mayor Grace había estado muchas veces en Harlem, claro. Ahora no era tan peligroso. Había estudiado en la Universidad de Columbia, para empezar (Columbia, por formar parte del grupo de universidades más selectas del país, no entraba en la prohibición de rebasar la calle Noventa y seis), y trabajó de becaria en el refugio de mujeres de la calle Ciento veintiocho. Un día fue a una espantosa obra de teatro en la calle Ciento cincuenta y nueve donde la madre de un amigo de Henry encarnaba a un personaje tan experimental que se llamaba simplemente «La Mujer». Grace fue con Henry y Jonah, cuando ellos dos todavía eran amigos. A Jonathan le encantaba el restaurante Sylvia’s, un entusiasmo que Grace no compartía, y en ocasiones arrastraba hasta allí a su mujer y a su hijo para tomar costillas de cerdo en salsa y macarrones. Y por supuesto tenían amigos que se habían instalado en una de las casas típicas de lo que fue un barrio sin ley, donde por el precio de lo que te costaría una caja de cerillas en el Upper East Side podías comprarte una casa de tres plantas de antes de la guerra, con un jardín trasero y con el único inconveniente de que venir andando desde el metro daba un poco de miedo. Grace había leído en alguna parte que ahora incluso había una agencia inmobiliaria de Brown Harris Stevens.

A pesar de todo, cuando entraron en Harlem Grace se puso tensa.

Abandonad toda esperanza los que aquí entráis.

Resultó que la Comisaría de Policía número 23 era un edificio que parecía imitar el cubo de Rubick, pero en tonos beis. Entraron y recorrieron rápidamente un pasillo que llevaba a un cuartito de reuniones. Para hacer la situación más surrealista, el detective O’Rourke le ofreció a Grace un capuchino. Ella casi sonrió.

—No, muchas gracias —dijo.

Mejor un trago de whisky, estuvo a punto de decir, pero en realidad tampoco quería beber.

O’Rourke fue en busca de un café para él. Mendoza le preguntó a Grace si quería ir al lavabo. Ella le contestó que no. ¿Eran siempre tan educados? Entonces vio que Mendoza miraba el reloj (¿ya estaba aburrido?) y anotaba la hora.

—¿Necesito un abogado? —les preguntó Grace.

Los policías se miraron.

—Diría que no es necesario —respondió O’Rourke.

Ahora los dos escribían. Uno tomaba notas en un bloc de páginas amarillas y el otro rellenaba un formulario. De sus vasos de café se elevaba una columna de vapor.

—Señora Sachs —intervino de repente Mendoza—. ¿Está usted cómoda?

¿A qué venía eso? Claro que no estaba cómoda. Grace lo miró con expresión grave.

—Claro. Pero no entiendo nada.

—Comprendo —replicó el policía con un gesto de asentimiento.

Y salvo que ella se equivocara de lleno, ese gesto de asentimiento y la expresión amable y evasiva que lo acompañaba, así como el tono suave y vagamente musical de su voz, eran el abecé de cualquier manual para terapeutas. Esto la irritó. Y se irritó todavía más cuando Mendoza observó:

—Esto tiene que ser muy difícil para usted.

—Ni siquiera sé a qué se refieren con «esto» —repuso Grace, mirando alternativamente a uno y otro policía—. ¿A qué se refieren con «esto»? Ya saben que apenas conocía a Málaga Alves, no tenía sentimientos hacia ella, ni buenos ni malos. Lamento mucho que haya sido…

¿Qué?, se preguntó Grace. ¿Cómo iba a finalizar esa estúpida frase?

—Que haya sido… atacada. Es terrible. Pero ¿pueden decirme qué hago aquí?

Los policías se miraron. Grace pudo ver el silencioso diálogo que se estableció entre dos personas que se conocían muy bien. No estaban de acuerdo. Prevaleció la opinión de uno de ellos.

O’Rourke se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa y preguntó:

—Señora Sachs, ¿dónde está su marido?

Grace se quedó sin habla. Sacudió la cabeza, intentando entender. Era una situación absurda.

—No entiendo. Pensaba que se trataba de la señora Alves.

—Así es —confirmó Mendoza muy serio—. Se trata de la señora Alves. Se lo preguntaré de nuevo: ¿dónde está su marido, señora Sachs?

—No creo que mi marido conociera a la señora Alves.

—¿Dónde está? ¿Se encuentra en su apartamento, en la calle Ochenta y uno?

—¿Cómo dice? No, por supuesto que no.

—¿Por qué «por supuesto que no»? —preguntó O’Rourke con lo que parecía sincera curiosidad.

—Bueno, porque…

Porque si Jonathan estuviera en el apartamento ella no se habría pasado las últimas veinticuatro horas en semejante estado de terror. Sabría dónde estaba. Tal vez no lo entendería, pero al menos lo sabría. Claro que esto no lo podía decir. Lo que fuera que le pasaba a Jonathan, a ellos dos como pareja, no era asunto de la policía.

—¿Por qué iba a estar en casa? Les he dicho que se encuentra en un congreso médico. Y si estuviera en la ciudad, estaría trabajando. Pero no está.

Los policías la miraron muy serios. O’Rourke frunció los labios, inclinó la cabeza. La luz del fluorescente se reflejó en su calva.

—¿Y dónde estaría trabajando?

Lo preguntó con un tono como si no quisiera pasarse de la raya. Había en su pregunta lástima y crueldad al mismo tiempo. Era una mezcla tan radiactiva que Grace se encogió como si la hubieran pinchado. Los policías la miraban fijamente, esperando su respuesta. No se habían quitado la chaqueta, y la verdad era que hacía un poco de calor en el cuarto. ¿Era a propósito? O tal vez el ayuntamiento tendía a caldear demasiado sus dependencias. El hecho era que hacía calor. Grace se había quitado el abrigo y lo tenía sobre el regazo. Lo agarraba con fuerza, como si se le fuera a escapar. Tenía calor, por eso se lo había quitado. De otra forma no lo habría hecho, porque quitarte el abrigo significa que vas a quedarte un rato, y ella no tenía intención de quedarse ni un segundo más del necesario. ¿No tenían calor ellos dos? O’Rourke, el calvo, parecía acalorado. Se le había formado una fina película de sudor en la frente, o en la calva, o donde fuera que tendría que estar su pelo si lo tuviera. El otro también parecía incómodo. Aunque tal vez era a causa de las chaquetas que llevaban, que les tiraban de la sisa.

De repente Grace se vio a sí misma colgando de un precipicio, sujeta por unas cuerdas. Había muchas cuerdas, las suficientes como para sentirse segura. Siempre había tenido cuerdas, eso lo sabía: estabilidad, buena salud, dinero, educación. Era lo bastante lista como para darse cuenta. Pero las cuerdas se estaban rompiendo, una a una. Podía oír cómo se quebraban. Todavía no era grave, todavía había muchas que la sujetaban. Y tampoco pesaba tanto. No necesitaba demasiadas.

—En el Memorial Sloan-Kettering —respondió, reuniendo toda la autoridad de la que fue capaz.

Si no era por respeto a ella, por respeto a la institución. Normalmente bastaba con mencionarla. Aunque en esta ocasión se preguntó si era la última vez que la mencionaría.

—Es un médico del Memorial.

—¿De qué especialidad?

—Oncología infantil. Cáncer —contestó Grace, por si acaso no lo entendían—. Cáncer de niños.

Mendoza se recostó en la silla. Estuvo un largo rato así, mirándola como si quisiera desentrañar una información codificada. Luego tomó una decisión.

Había una caja sobre la mesa. Una caja normal, de las que contienen documentos. Ya estaba sobre la mesa cuando entraron, y tal vez por eso Grace no le prestó mucha atención. Pero Mendoza acercó la caja, le quitó la tapa y la puso en la silla junto a él. De allí sacó un expediente. No era muy grueso. Esto era buena señal, ¿no? Por lo menos, en lo que se refiera a los expedientes médicos, era mejor que fueran finos que gruesos. Cuando Mendoza abrió la carpeta, Grace vio con sorpresa que los papeles tenían el logo del hospital, un caduceo en el que el bastón de Esculapio era una flecha que apuntaba hacia arriba y las serpientes se habían convertido en cruces posmodernas. Grace no podía creer lo que veía.

—Señora Sachs —intervino O’Rourke—, puede que no esté al corriente de que su marido ya no trabaja en el Memorial.

Chasquido.

Grace no podía decidir si lo que le extrañaba más era la noticia de que Jonathan no trabajaba en el hospital o que el policía hubiera empleado la abreviatura habitual.

—No. No es posible. Quiero decir, no lo sabía.

O’Rourke levantó el papel y lo observó atentamente, mientras Grace contemplaba el logo del hospital.

—De acuerdo con el doctor Robertson Sharp…

El Zurullo, añadió Grace.

—El doctor Jonathan Sachs dejó de trabajar para el hospital el primero de marzo de este año.

Chasquido. Chasquido.

O’Rourke miró a Grace por encima del papel.

—¿No sabía nada de esto?

No digas nada, le advirtió una vocecita en su interior. No les des nada que puedan usar para empeorar la situación. Hizo un gesto negativo.

—¿Quiere decir que no, que no tenía noticia de esto?

Para la posterioridad, pensó Grace. Para que quede constancia.

—No tenía noticia —consiguió responder.

—¿Y no sabía tampoco que la rescisión del contrato se debió a dos acciones disciplinarias previas del hospital?

No. Chasquido, chasquido.

Bueno, ¿a qué se dedica ahora Jonathan?

—Me gustaría parar —solicitó a los policías—. ¿Podemos parar?

—No, por desgracia no vamos a parar.

—¿Y seguro que no necesito un abogado?

—Señora Sachs —replicó O’Rourke enfadado—. ¿Para qué quiere un abogado? ¿Está usted escondiendo a su marido? Porque, en ese caso, necesitará un abogado muy bueno.

—Pero… ¡claro que no!

Grace notó que le ardían las mejillas, la garganta. Pero no lloraba, no iba a llorar.

—Pensé que estaba en un congreso médico.

La explicación le sonó floja incluso a ella misma. Grace la terapeuta hubiera querido darle un grito.

—En el Medio Oeste.

—Es una zona muy amplia. ¿En qué parte del Medio Oeste? —preguntó Mendoza.

—Creo que… Ohio.

—Ohio.

—O… Illinois.

O’Rourke soltó una carcajada.

—O Indiana, o Iowa. Todos nos suenan igual, ¿no?

Y así era, a oídos de un neoyorquino. Como la famosa frase de Saul Steinberg sobre su visión del mundo: más allá del Hudson, todo se reducía a «ahí fuera».

—No recuerdo lo que me dijo. Había un congreso de oncología pediátrica. Él es…

Grace se estremeció. Porque al parecer ya no lo era. Dios mío, Jonathan.

—Y no está en su apartamento.

—¡No! —gritó—. Ya se lo he dicho. No está.

—Pero, de acuerdo con Verizon, su teléfono sí que está allí.

—Ah, sí. Su teléfono está en casa.

O’Rourke se inclinó hacia ella. Parecía haberle crecido la barba en la última hora. Debe de afeitarse dos veces al día, pensó vagamente Grace. Jonathan se afeitaba por la mañana, y a veces no lo hacía si tenía mucha prisa.

—El teléfono de su marido está en su apartamento, pero su marido no.

Ella asintió. Esto no podía negarlo.

—Así es.

—Podía haber mencionado este detalle —refunfuñó O’Rourke molesto.

Grace se encogió de hombros. Casi le gustó verle tan enfadado.

—No me preguntaron por su teléfono, sino dónde estaba él. Se dejó el móvil en casa. No es la primera vez que le ocurre.

Buen discurso, pensó Grace a modo de conclusión. Pero Grace la psicóloga pensó: ¿Esto tiene sentido?

—Y esto le parece lógico —continuó Mendoza.

Ella estuvo a punto de soltar una carcajada. Por supuesto que no era lógico. Casi nada de esto tenía sentido.

—Miren, esto que me cuentan sobre Jonathan, bueno, no digo que se lo hayan inventado. Es terrible, y desde luego tengo que asimilarlo, pero sigo sin entender qué tiene que ver con ustedes. Quiero decir que si a Jonathan lo han despedido del trabajo y no me ha dicho nada, tendremos que hablarlo…

Hizo una pausa. Inspiró. Le había costado bastante llegar hasta aquí.

—Él y yo tendremos mucho de qué hablar. Y será bastante duro, pero será entre nosotros dos. ¿Por qué estamos hablando de ello en una comisaría de policía?

O’Rourke volvió a coger la carpeta y pasó algunas páginas. Luego, con un suspiro, la cerró y tamborileó con los dedos sobre las tapas grises.

—Mire, lo que no entiendo es que no haya preguntado qué hizo para que le despidieran. ¿No lo quiere saber?

Grace se quedó pensativa. Y la verdad era que no, no quería saberlo. No quería saberlo de ninguna manera. Claro que un día se enteraría. Por supuesto, Jonathan y su jefe nunca se habían llevado bien. Si te llevas bien con alguien no lo apodas el Zurullo. Su marido siempre le dio a entender que Robertson Sharp representaba lo peor de la vieja escuela en cuanto al trato con los enfermos. Solamente le importaban los resultados clínicos, y no mantenía más que un trato superficial con los pacientes y sus familias. A medida que el hospital había incluido algunos sistemas de apoyo a los pacientes, él se había retirado todavía más. Los defensores del paciente, los consejeros de familia y los terapeutas de todos los colores y tendencias podían encargarse de la parte más sensible. El doctor Sharp se limitaba a examinar y evaluar a los pacientes, pedir las pruebas y recetar medicamentos. Es lo que les enseñaban en las facultades de medicina de la década de 1960; no podías culparle. Y en cuanto a su personalidad…, bueno, hay gente a la que no le importa caer mal.

—¿Señora Sachs?

Grace se encogió de hombros.

—El Memorial nos entregó ayer los archivos.

Ella se incorporó.

—Consiguieron sus archivos confidenciales.

—Sí, por orden judicial.

—¿Los archivos de su relación con el hospital? —preguntó Grace incrédula.

—Así es. Los archivos de su relación con el hospital. Gracias a una orden judicial emitida ayer por la mañana. Los tengo aquí. ¿En serio no sabe nada?

Ella negó con la cabeza. Estaba intentando respirar.

—De acuerdo. Entre 2007 y 2012 hay varias citaciones por acoso a personal del hospital. Dos citaciones por dinero en metálico recibido de los familiares de los pacientes, otras dos por contacto inapropiado con familiares del paciente…

—Oh, un momento —lo interrumpió Grace—. Ahora eso… Esto es absurdo, desde luego.

—En enero de este año —continuó O’Rourke— hubo una amonestación formal después de un enfrentamiento físico con un médico del hospital, con resultado de heridas. El otro médico no quiso presentar cargos.

—Vale —rió Grace.

Jonathan hiriendo a alguien. ¿Habían visto a su marido alguna vez?

—¿Heridas?

—Dos dedos rotos y un corte que requirió dos puntos para la otra persona.

Chasquido, chasquido, chasquido. Grace se apoyó en la mesa. Oh, no, pensó. Alguien ha decidido escribir una historia de horror basándose en mi vida. Como esas personas que cogen tus memorias familiares y las convierten en una canción para la celebración de las bodas de oro. Pero no del todo. Este cuento de miedo, por ejemplo, explicaría el diente que se había mellado Jonathan al caer por la escalera.

—No fue así como se melló el diente —comentó.

—¿Disculpe? —preguntó Mendoza.

—No fue así como se lo rompió. Tropezó y se cayó por la escalera.

¡El hospital tuvo suerte de que no les pusiera una denuncia!

—El otro médico tuvo que ser atendido de urgencias en el Memorial. Los hechos se produjeron en presencia de testigos, y la víctima hizo una declaración ante el tribunal disciplinario.

Los hechos. La víctima. Tribunal disciplinario. Igual que si hubiera pasado de verdad. Pero no había pasado, era una locura.

—Se cayó por las escaleras y tuvo que ponerse un implante dental. No pudieron salvarle el diente,

¿No sentís un poco de compasión?, pensó.

—Si lo miras de cerca, se ve una diferencia de color.

—Finalmente, el pasado mes de febrero hubo una vista ante el tribunal disciplinario por supuesto contacto inapropiado con otro familiar de un paciente.

—¡Escuchen!

El grito fue tan agudo que Grace no estaba segura de haberlo emitido ella.

—¡Es cáncer! Son niños con cáncer. Jonathan es un hombre afectuoso. No es uno de esos capullos que te sueltan sin más que tu hijo se va a morir. Él se preocupa por la gente. Quiero decir, hay médicos que se limitan a cumplir, te comunican la peor noticia de tu vida y salen por la puerta. Pero Jonathan no es así. Es posible que haya… abrazado a alguien, tocado a alguien, pero eso no significa…

Se detuvo para coger aire,

—Es una acusación horrible.

Mendoza movía la cabeza a un lado y a otro. La grasa de su cuello pasaba de un lado a otro. Grace detestaba ese cuello, detestaba a ese hombre.

—El nombre de la paciente…

—¡Es confidencial! —gritó Grace—. No me digan el nombre de la paciente. No es asunto mío.

Y no lo quiero saber, pensó. Porque en realidad ya lo sabía, y era demasiado horrible. Sólo le quedaba una cuerda, una fina cuerda de seda que la sostenía sobre el precipicio, y allá abajo, tan abajo que no podía ver el final, había un lugar donde ella no había estado nunca, ni siquiera en los peores momentos de su vida, cuando murió su madre, o cuando los niños que tanto deseaba no llegaban, o llegaban y se iban demasiado pronto. Ni siquiera eso fue tan malo.

—El paciente de su marido era Miguel Alves, diagnosticado con un Wills… —Mendoza bizqueó al intentar descifrar el texto. Miró a su compañero.

—Wilms —rectificó O’Rourke en tono monótono.

—Un tumor de Wilms en septiembre de 2012. La madre de Miguel era Málaga Alves, claro.

Por supuesto. Todo lo que subía tenía que converger.

—De modo que perdone que se lo pregunte, señora Sachs. Me enfadaré de verdad si sigue diciéndome que no tengo razón, que todo es un error y que su marido está en un maldito congreso de niños con cáncer y se olvidó su teléfono. No sé lo que piensa hacer a continuación, pero ya se lo dije: no lo proteja. No sería una decisión… ¿cómo lo dicen ustedes?, saludable. No sé si es usted buena en su trabajo, pero yo soy muy bueno en el mío, y encontraré a Jonathan dondequiera que esté. De modo que si sabe usted algo, este sería el momento de decirlo.

Pero Grace guardó silencio, porque tenía la boca llena de viento, porque ya nada la sostenía y estaba cayendo y cayendo. Nada la detendría.