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Suspensión de la incredulidad

 

Tiempo después Grace se asombró de lo fácil que había sido desmontar su vida. Una vida —tuvo que recordarse— tan estable y continuada que, salvo breves interrupciones, había conservado la misma dirección desde el día en que nació. La consulta del pediatra donde habían sido pacientes primero ella y luego su hijo, el bonito paseo por Madison Avenue, donde únicamente habían cambiado los nombres de las tiendas y los estilos de los carísimos productos, los cafés, las paradas de bus, las niñeras venidas de todos los rincones del planeta que llevaban a los niños a los juegos de la calle Ochenta y cinco…; todo esto se desvaneció en los primeros días, se perdió en la búsqueda de calor y de medios de vida y en su terca suspensión de la incredulidad.

Al día siguiente llevó el coche a Pittsfield, en Massachusetts, donde con una facilidad sorprendente compró en la agencia de alquiler un vehículo de segunda mano, un Honda muy normalito. A continuación fue con Henry a un centro comercial cerca de Great Barrington, donde compraron edredones, botas abrigadas y esa ropa interior larga que Grace suponía que llevaban los esquiadores. En un centro de cosas para la casa adquirió un calefactor que, según el vendedor, era de lo mejor y una pistola para calafatear que Grace no estaba segura de saber usar, ni de que sirviera de mucho aunque supiera cómo usarla. A continuación pasaron por el supermercado. A la vuelta siguió una señal que llevaba a una cabaña de madera y consiguió que un hombre desconcertado con una parka sucia accediera a llevarle a casa una carga de leña. Grace acostumbraba a comprar la leña en Food Emporium en fardos envueltos en plástico, y no tenía ni idea de cuánto era una carga de leña, pero el hombre prometió que se la llevaría por la mañana, y eso ya era algo. Henry, que normalmente no pedía nada, le hizo una sola petición en todo el día (aparte del helado de chocolate con almendras) y era —curiosamente— una antología de textos sobre deporte que encontró en el supermercado. Grace se la compró encantada.

Al llegar a casa, extendieron los edredones sobre la cama de matrimonio y se metieron debajo. Henry con el libro que ya había empezado a leer en el viaje de vuelta. Grace con el cuaderno en el que intentaba reconstituir su lista de clientes y priorizar los que vería en los próximos días. Por lo menos tenía que enviarles un mensaje de correo. Y a la mayoría debería telefonearlos. Pero de momento no quería pensar en ello. La habitación, que no era la que usaba para dormir en las noches de verano de su juventud, sino la que todavía consideraba «de sus padres», adquiría un aspecto extraño con la lechosa luz de invierno. Las nudosas paredes de pino parecían pálidas, como si les faltara algo que solamente podía obtenerse cuando hacía calor, como si tuvieran que esperar a reponerse. Los viejos cuadros, algunos de tiempos de sus abuelos, otros de sus propias incursiones a Elephant’s Trunk en la carretera 7, estaban cubiertos por una suerte de membrana, y los colores parecían apagados. Al mirar alrededor, comprendió, primero sin darle importancia y luego con una nueva sensación de pérdida, que no había ni un objeto que supusiera una verdadera conexión con lo que ella consideraba su auténtica vida. Nada en absoluto. Las reglas a las que se había atenido para comprar los objetos de su apartamento de Nueva York volvían a su pensamiento. Grace interrogaba a cada cosa, intentando averiguar por qué estaba ahí, en lo que ahora consideraba su realidad. Las viejas fotografías, los objetos que habían pertenecido a cuatro generaciones, parecían inútiles; y, sobre todo, las fotografías de ella y Jonathan eran un ataque. Los trabajos manuales de su infancia y los de Henry, los objetos curiosos recogidos en los bosques o junto al lago, los libros que se había traído de la ciudad para leer y que una vez leídos dormían en las estanterías, los artículos arrancados del New Yorker, los números atrasados de tres o cuatro revistas profesionales a las que estaba suscrita… ¿Qué tenía todo aquello que ver con ella, acurrucada bajo un edredón recién comprado, tumbada en la cama de sus padres con su hijo de doce años? ¿Cuánto tiempo estarían así? ¿Hasta el final de la noche? ¿Hasta que cambiaran las noticias? ¿Hasta que acabara el año?

¿Hasta que acabara el invierno nuclear y alguien (¿quién?) les avisara de que podían salir?

Esto era imponderable, de modo que Grace se negó a ponderarlo. Hizo las listas de cosas que hacer, cosas que cambiaban su vida por completo, como si se tratara de una lista de tareas normal para el lunes por la mañana. Y trabajó en la redacción del mensaje a sus pacientes. «Debido a sucesos de gran importancia ajenos a mi voluntad, tendré que ausentarme de mi consulta. No puedo expresarle lo mucho que lamento tener que suspender nuestro trabajo, y me gustaría ser capaz de decirle cuándo podré regresar. Por supuesto, mientras tanto puedo ayudarle a encontrar otro psicólogo, de modo que si necesita referencias o quiere estudiar posibilidades, no dude en contactar conmigo vía correo electrónico…»

No era una oferta vacía, aunque de momento no disponía de correo electrónico. El verano anterior pagó a una empresa local para que le instalara una conexión wifi, y durante un tiempo funcionó, aunque un poco lento. Pero ni Grace ni Henry habían conseguido que volviera a funcionar. De modo que Grace, por necesidad, aunque muerta de miedo, empezó a hacer incursiones en la biblioteca David M. Hunt del pueblo, una casa de estilo Reina Ana, tan severa que parecía perfectamente apropiada para su objetivo. En la media hora que le estaba permitido navegar por Internet cortaba los lazos con las personas —hombres y mujeres— que le habían pagado para que los aconsejara. Ahora no querrían mi consejo, se decía, y pulsaba «Enviar» una y otra vez, cortando así la confianza que tan ingenuamente habían puesto en ella, negando el bien que les hubiera podido hacer. (Y cada vez que lo hacía, cada vez que escribía y enviaba uno de esos mensajes idénticos —porque se obligaba a hacerlo cada vez de nuevo, porque no quería destruir su carrera con un mensaje general—, era como recibir otro golpe en el mismo sitio, sobre el mismo cardenal, con el máximo sufrimiento.) Luego se recostaba en la butaca mirando el monitor del ordenador que reposaba en el anaquel de la silenciosa biblioteca y se maravillaba de haberlo hecho todo sin ruido. O no precisamente sin ruido, sino como un susurro en el silencio de una cueva, que en ocasiones parece estruendoso y luego desaparece totalmente. En realidad, casi no hubo respuesta, el silencio era prácticamente completo. Una mujer que sólo venía a la consulta cuando estaba en plena crisis escribió para preguntarle por una referencia. Lisa, la esposa abandonada cuyo marido vivía ahora con un Rothko y un hombre en Chelsea, le envió un mensaje cariñoso y muy bien escrito en el que le decía que esperaba «que todo le saliera bien». (Grace no soportaba pensar cuánto sabría ahora Lisa.) Y Steven, el guionista que estaba siempre enrabiado encontró un momento en su apretada agenda para escribirle y llamarla «zorra plañidera».

Esto casi la hizo sonreír. Casi.

Curiosamente, la persona que más protestó por su marcha no fue uno de sus pacientes, ni tampoco el director del colegio (Robert respondió a su nota de despedida con un breve texto en el que decía que Henry podía volver al colegio cuando quisiera; Grace confiaba en que fuera así), ni tampoco su padre (que estuvo aliviado de tener noticias suyas, pero hacía tantas preguntas que ella fingió que el teléfono se cortaba y colgó). Quien más protestó fue Vitaly Rosenbaum, pues quería saber por qué su estudiante había dejado de acudir a clase y preguntaba si entendían lo mucho que perjudicaría esta interrupción a la educación musical de Henry. Grace leyó su mensaje con una suerte de agradecimiento por la miopía de los demás. Normalmente, el profesor de violín era un extraño en la cosmología de los correos electrónicos. Sólo se decidió a aprender cuando uno de sus alumnos le llevó un ordenador viejo y le explicó (además de imprimirle las instrucciones) todos los pasos que tenía que llevar a cabo para escribir, enviar y recibir correos electrónicos a falta de otra forma de comunicación. Sin embargo, el señor Rosenbaum logró expresar (en tres líneas de palabras tensas y mal escritas) su profundo disgusto por la ausencia de Henry y se atrevió a sugerir que Grace estaba faltando a sus deberes de madre por permitir que sus razones egoístas mantuvieran a su hijo apartado de sus clases.

Estaba claro que Vitaly Rosenbaum no era un consumidor de noticias. No era lector del New York Post, el Times o la revista New Yorker. Ni debía ver las noticias de las seis de la tarde. Ni escuchaba la emisora NY1.com. Al parecer vivía tan encerrado en su mundo que no tenía ni idea de lo que podía significar la ausencia de Henry Sachs.

Grace deseó que el mundo en general fuera igual que él.

Cada vez que terminaba con su asignación de minutos de ordenador y se preparaba para dejar escapar otro globo —una persona, una cita, un filamento de normalidad— que flotaba por encima de su cabeza, tenía que contener el rugido de información que estaba tan cerca, a su alcance, rozándole las puntas de los dedos. Sólo un chasquido separaba los susurros de la biblioteca de Connecticut y el diluvio que bramaba unas horas más al sur. Grace se sentaba en la butaca giratoria, con las manos colocadas sobre el teclado, conteniendo las ganas de saber, inhalando su propia ansia. Era una lucha que tenía que empezar cada vez de nuevo, desde el principio hasta el amargo final. Cada vez era una victoria de la ignorancia.

Después cerraba la sesión cuidadosamente y se levantaba de la silla para ir en busca de Henry, que había acabado la antología deportiva y estaba leyendo una biografía del beisbolista Lou Gehrig. Y volvían los dos a la casa helada junto al lago helado para otro día de no saber. Grace encendía el fuego en la chimenea (ahora lo hacía muy bien), ponía una manta alrededor de su hijo en el sofá y preparaba algo caliente para los dos. Y mientras el aire frío de la tarde se convertía gradualmente en el aire brutalmente helado de la noche, a veces se dedicaba a examinar sus circunstancias con la mayor ecuanimidad posible.

Por simple lógica entendía que Jonathan todavía se encontraba —dondequiera que estuviera— fuera del alcance de Mendoza, O’Rourke y la Policía de Nueva York. Y por lo que sabía, también fuera del alcance del FBI o Interpol. Debía de ser así. De otro modo, Mendoza la habría llamado al móvil. El policía la llamaba de vez en cuando. No sólo para saber si había oído algo de Jonathan, sino también para preguntar qué tal estaban ella y Henry. (Grace contestaba a sus llamadas porque le había dado permiso para salir de la ciudad, o por lo menos no le puso dificultades para que se fuera. Le debía un tanto.) Solamente contestaba cuando llamaban Mendoza o su padre, pero su teléfono se había convertido en un grifo abierto, imposible de cerrar. El teléfono de su consulta, que aparecía en todos los directorios de psicólogos de Nueva York (subespecialidad: parejas), remitía al teléfono móvil, que no paraba de sonar hasta que ella lo dejó en silencio; entonces vibraba y destellaba constantemente. Grace no escuchaba los mensajes si veía quién llamaba. Si no sabía quién era, a veces contestaba y luego marcaba «Borrar». Una tarde, el viejo teléfono que estaba colgado en la pared de la cocina empezó a sonar con un timbre anticuado que parecía salido de una serie de televisión de los años cincuenta. Sonó una y otra vez, desde las dos de la tarde, unos días antes de Navidad, y siguió sonando por la tarde. El teléfono no indicaba quién hacía la llamada, por supuesto. Grace estaba segura de que el viejo teléfono de baquelita no podía revelar la identidad del que llamaba, y probablemente no sonaba desde el verano pasado. Puso la mano sobre el aparato sin decidirse a contestar.

Cuando por fin levantó el receptor, hubo un silencio, y luego una tensa voz de mujer preguntó: «¿Hablo con Grace?»

Grace colgó el receptor suavemente, como si no quisiera alarmar a la mujer que estaba al otro lado de la línea. Luego recorrió el feo cordón del teléfono hasta el anticuado enchufe en la pared y lo desconectó.

De modo que había alguien que sabía dónde estaban, pero por lo menos no había venido nadie. Eso estaba bien. Para eso se habían marchado, ¿no? Para irse un poco más lejos de lo que estaban dispuestos a seguirlos. Y por lo visto, no tenían intención de seguirlos hasta el Connecticut rural. A sólo un estado de distancia, pero ella no era —o la historia no era— tan importante como para que la siguieran hasta aquí. Esto le hizo sentirse esperanzada.

Pero luego Grace recordó que había una persona muerta y dos niños huérfanos. Sus esperanzas se desvanecieron.

Qué fácil era desmembrar su vida. Seguramente era un privilegio que tampoco merecía, sobre todo cuando pensaba en el «apartamento lleno de sangre» y en lo que Miguel Alves tenía que haber encontrado allí. Grace sabía (había pasado media hora de humillación al teléfono con un tipo de Morgan Stanley que no conocía) que la mayor parte del dinero que pensaba que tenía unas semanas atrás lo seguía teniendo, a pesar de que el lunes por la tarde habían retirado veinte mil dólares de las reservas de efectivo a través de un cajero. Fue el 16 de diciembre, el día en que mataron a Málaga Alves.

Con esto y unas cuantas joyas puedes llegar muy lejos, pensó amargamente Grace.

El hecho de que ella y Henry hubieran escapado a una casa (aunque helada) donde podían quedarse todo el tiempo que quisieran, porque era suya, con comida y leña que ella podía permitirse, era una más en una larga lista de ventajas inmerecidas, desde la admisión preferente para los hijos de antiguos alumnos o un (gran) peldaño más en la escalera de la propiedad inmobiliaria de Manhattan. No era que Grace se sintiera… culpable a causa de esto. No se sentía culpable. En realidad siempre hubo una especie de orgullo a la inversa en el hecho de que no le importaba mucho el dinero ni aspiraba a comprar cosas extravagantes. Pero ahora no podía no preocuparse por el dinero. Eso también lo sabía.

Y ahora que estaba tiesa de frío en la cama de sus padres, en una casa que cuatro generaciones de su familia habían considerado su hogar (por lo menos en los cálidos meses de verano), y su hijo junto a ella (absorto en la vida de Lou Gehrig), con una nevera repleta de comida comprada con la tarjeta de crédito y un coche de segunda mano (aunque nada lujoso) comprado con la misma tarjeta de crédito, Grace pensó: No tengo nada por lo que disculparme.

Pero esta actitud desafiante no duró mucho.

Algunas noches, cuando Henry ya estaba dormido, Grace se ponía la parka y salía al exterior con un paquete de cigarrillos que había encontrado en un cajón de la cocina. No tenía ni idea de quién eran ni de cómo habían llegado hasta allí, pero bajaba por el prado en pendiente, se tumbaba en el embarcadero helado y encendía uno por el puro placer de sentir cómo entraba el humo en las profundas cavidades de sus pulmones y en su torrente sanguíneo. Contemplaba cómo ascendía en la noche la nubecilla de humo, prueba visible de que por lo menos en este momento ella estaba aquí, viva y más o menos funcionando. Esta era la droga, se decía, la simple prueba de su existencia. Era embriagador. Una certidumbre necesaria y brutal.

Hacía dieciocho años que no fumaba, desde la noche en que conoció a un futuro oncólogo en el sótano de la Facultad de Medicina de Harvard, y no recordaba que el acto de fumar hubiera tenido nunca tanto significado como ahora. Cuando inhalaba y contemplaba cómo se elevaba la blanca nube de humo se sentía como si desde el momento en que conoció a Jonathan hubiera pulsado un inmenso botón de «Pausa». Sólo ahora había apartado el dedo para poder ponerse en marcha otra vez, y de repente había vuelto a aquel preciso momento, volvía a ser una estudiante universitaria con las grandes decisiones y los momentos importantes todavía delante de ella. Aunque esta vez ya tenía un hijo y una profesión.

Y un libro a punto de publicarse. O por lo menos ese era el caso cuando abandonó la ciudad. Veía constantemente en el móvil los nombres de Sarabeth, Maude y J. Colton, la publicista. Ni siquiera había escuchado sus mensajes. Se preguntó qué explicación debían haber ofrecido. El artículo para Vogue no saldría nunca, y en Today Show ya no querrían entrevistarla, excepto tal vez para preguntarle por Málaga Alves. Y en cuanto al libro… ¿Quién querría (se obligó a completar este pensamiento) el consejo de una experta en parejas cuyo marido se había liado con otra mujer, había tenido un hijo con otra mujer, había robado, mentido y abandonado a su mujer en un estado de insoportable…?

Bueno, no de dolor exactamente. Lo que sentía Grace mientras estaba tumbada de espaldas y aterida de frío, expulsando el humo a la noche helada, no era dolor. Pero eso no significaba que el dolor no estuviera cerca. Estaba muy cerca, muy cerca, pero al otro lado de la pared. Y nadie sabía cuánto tiempo aguantaría la pared en pie.

Inhaló una nueva bocanada de humo y lo expulsó, mirando cómo se elevaba. Hubo un tiempo en que le gustaba fumar, aunque nunca había dudado de que fuera nefasto para el cuerpo, y ella nunca había querido morir. No era una ignorante, y tampoco era masoquista. La noche de la fiesta en la Facultad de Medicina, Grace volvió al apartamento que compartía con Vita cerca de Central Square y salió a la escalera de incendios para fumar sus últimos cigarrillos mientras pensaba en Jonathan y en lo que él quería hacer en su vida. Ella nunca le contó que fumaba. No era relevante para lo único que le pareció importante después de esa noche, porque todo lo importante empezó esa noche. ¿La convertía esto en una mentirosa?

¿Cuántos caminos habían divergido en aquel interminable sótano, y por qué le había costado tan poco elegir uno? ¿Tenía importancia que fuera un camino más o menos trillado? Grace pensaba ahora que probablemente no. Probablemente ahora ninguno de estos puntos tenía importancia. Lo que importaba era que había cometido un error y lo había ido arrastrando sin darse cuenta durante demasiado tiempo. Y ahora estaba aquí en una noche de invierno, en su embarcadero, aterrada, paralizada, comportándose como una adolescente, con su propio hijo preadolescente, huérfano de padre, tapado con un edredón en una casa sin calefacción, arrancado de su propia vida y con una auténtica necesidad de alguien que lo guiara y le explicara las cosas.

Ya me pondré a ello, pensó Grace, expulsando el humo.

La nubecilla de humo se elevó en el cielo negro como la tinta, tachonado de estrellas. Las estrellas y la luna eran las únicas luces que se veían, aparte de la lamparita que había dejado encendida en su salón y la luz del porche, un viejo farol con tres bombillas de las que solamente funcionaba una. Las demás casas estaban desocupadas, excepto una casita de piedra que se levantaba en un extremo del lago, y de cuya chimenea se elevaba una fina voluta de humo. Había un gran silencio aquí, mucho silencio. En ocasiones Grace oía retazos de música que traía el viento de alguna parte. Era una música extraña, que parecía de violín, pero no del tipo de violín que podía gustarle a Vitaly Rosenbaum. Los sonidos le hacían pensar en las montañas del sur, en personas sentadas en el porche mirando en dirección a los árboles. Algunas noches oía solamente un instrumento y otras veces había más, un segundo violín o una guitarra. En una ocasión le pareció oír voces, risas, y se concentró en escuchar, como si apenas pudiera recordar cómo era oír risas y conversaciones.

Pero normalmente no había nada que escuchar, salvo el crujir de los troncos en la chimenea o el sonido que hacía una página al pasarla.

Ya se acercaban las navidades. Grace no había pensado en ello, y se despertó el día de Nochebuena como si le hubiera cogido por sorpresa. Por primera vez dejó a Henry solo en la casa y se fue con el coche hacia el norte, a Great Barrington, en busca de algo que pudiera regalarle, pero cuando por fin llegó al centro comercial vio que algunas tiendas ya estaban cerrando. Empezó a correr de un lado a otro, mirando desesperada los objetos inútiles, inservibles. Al final entró en la librería y recorrió los pasillos mirando algo que le sirviera, pero estaba claro que dentro de los estrechos límites que ella misma se había puesto no había nada que pudiera interesar a Henry. No había nada para su hijo, nada que pudiera arrancarle más que un educado gracias, porque estaba educado para dar las gracias siempre que alguien se mostraba amable con él. Pero esto no era suficiente ahora, pensó Grace.

De modo que entró en la sección de deportes y se obligó a mirar los libros uno a uno. Una historia de los Yankees. Vale. Un libro sobre las Ligas Negras de béisbol; por lo menos esto era historia. Y compró también un libro sobre la NFL, la Liga Nacional de Fútbol, porque cuando lo abrió leyó una frase que estaba bastante bien. Y otro libro sobre baloncesto que compró sin leer porque se sentía como una horrible esnob. Compró también unos cuantos DVD de la serie Baseball de Ken Burns y Lynn Novick que a lo mejor incluso podían ver juntos. Hizo que se lo envolvieran todo para regalo.

Cuando salía de la tienda pasó por delante de la sección de libros sobre matrimonio y familia, y aminoró el paso para mirarlos. Unos años atrás, en un pasillo parecido a ese en Manhattan, estuvo mirando los libros que podían ser de utilidad a sus pacientes y a todo el mundo. Cómo conseguir que te inviten a salir, que se comprometan contigo, que se casen contigo. Cómo asumir los impedimentos que tú te has creado para tener la vida que mereces. Cuánto engaño, cuánta concesión. ¿Dónde estaba la objetividad que empleabas cuando por ejemplo querías comprarte un sujetador que te fuera bien o un perro de la raza adecuada para tu estilo de vida? ¿Encontrar una pareja no era por lo menos tan importante? ¿No merecía que le dedicáramos más discernimiento, más claridad? ¿Por qué las jóvenes no interpretaban el auténtico significado de los signos, en lugar de ver un arco iris de interpretaciones?

Las lectoras de estos libros sobre cómo conseguir pareja y mantenerla habían ido a su consulta y le habían confesado su fracaso, a menudo cuando sus vidas ya estaban destrozadas. Estaban convencidas de que no habían sabido hacer lo correcto para conseguir a su pareja y mantenerla. Si su marido flirteaba con otras mujeres, era porque ellas habían ganado peso. Si un hombre se mostraba distante con su bebé (y con su familia política y también con los amigos de su mujer y con su propia mujer), era porque ellas ya no podían dedicarse tan intensamente al trabajo y si tenían otro hijo seguramente ya no la harían socia del bufete. La responsabilidad siempre era de las mujeres. Ellas eran las culpables de todos los delitos, reales o inventados. No habían pensado bien las cosas, no lo habían intentado con suficiente ahínco, no se habían dedicado lo suficiente. El avión se estrellaba por la simple razón de que ellas habían dejado de agitar los brazos.

Lo peor de todo, pensó Grace aquel día, en el pasillo de relaciones de parejas de la librería Barnes & Noble de Broadway, era que en realidad eran culpables, aunque no de la manera que pensaban. No habían hecho nada malo al conseguir pareja ni al mantenerla. Habían elegido mal. Eso era todo. ¿Y dónde estaba el libro que se lo explicaba?

Empezó a escribirlo tímidamente una tarde, cuando una clienta no se presentó y Grace se encontró con que tenía una hora libre. Los miembros de la pareja que acababa de irse estaban muy enfadados, y la consulta todavía reverberaba con su tensión. En la hora que se le presentaba por delante, Grace se sentó ante el escritorio y escribió una especie de manifiesto sobre el estado de su profesión en el que lamentaba que los psicólogos no explicaran lo que seguramente conocían bien, o por lo menos deberían tener muy claro. ¿Cuántas veces habrían pensado, mientras escuchaban la letanía de quejas de un marido o de una mujer: Pero eso ya lo sabías? Ya lo sabías cuando empezaste a salir con él. Lo sabías por lo menos cuando os hicisteis novios. Sabías que siempre estaba endeudado, ¡pero si tú pagabas sus deudas! Ya sabías que cuando salía por la noche volvía borracho. Sabías que pensaba que no estabas intelectualmente a su altura porque él había ido a Yale y tú a la Universidad de Massachusetts. Y si no lo sabías, deberías haberlo sabido, porque estaba clarísimo desde el primer momento.

Para sus pacientes ya era demasiado tarde, pensó Grace. Ahora lo único que se podía hacer era intentar que aceptaran las relaciones por las que habían ido a verla, hacer que funcionaran. Pero sus lectoras —porque entonces Grace ya había empezado a pensar en sus lectoras— todavía estaban a tiempo. A ellas les podía decir que estas cosas se advierten desde el primer momento si estás atenta, si mantienes los ojos y los oídos abiertos. Entonces puedes saberlo y no olvidarlo, aunque él te quiera (o te parezca que te quiera), aunque él te elija (o parece que te elige), aunque te prometa hacerte feliz (algo que nadie en este mundo puede prometerte, en realidad).

Y una parte de Grace quería ser la persona que les dijera esto a las lectoras. Porque soy una persona tan competente y tan sabia, se reprochó.

Lo mismo que todos los autores de esos libros, Grace también quería elevarse por encima del nivel de los meros mortales y declarar sus ideas al pueblo agradecido. ¡Hurra por nosotros! ¡Hurra por mí!, pensó Grace.

Bien, pues eso se había acabado.

En el camino de vuelta a casa, con una bolsa de alimentos que se antojaban apropiados para las celebraciones navideñas y otros regalos para Henry, Grace sujetaba tan fuerte el volante que le dolía la espalda. La temperatura había vuelto a desplomarse, y tenía que ir con precaución para no encontrarse con el fatídico hielo negro. Vio una placa de hielo justo después de Childe Ridge, la carretera que conectaba la mayoría de las casas que daban al lago. Iba a paso de tortuga y vio a un hombre junto al buzón de la casita de piedra, la otra casa del lago que estaba ocupada. Ni siquiera su deseo de estar sola pudo superar el deseo de estar en buenas relaciones con los demás seres humanos de la vecindad. Ahora que estaban en pleno invierno y en un lugar tan aislado no era mala idea tener buena relación con los vecinos.

El hombre saludó levantando el brazo. Grace detuvo el coche.

—Hola —dijo el hombre—. Ya me pareció que eras tú.

Grace bajó la ventanilla del lado del pasajero.

—Hola, soy Grace —replicó en un tono que sonó demasiado alegre.

—Oh, ya lo sabía.

El hombre llevaba una vieja chaqueta de plumón que iba soltando plumas. Parecía de la misma edad que Grace, tal vez un poco mayor, y tenía el pelo corto y gris. Acababa de recoger el correo: periódicos, folletos, cartas.

—Soy Leo, Leo Holland. A tu madre la volvíamos loca.

Grace soltó una carcajada que la sorprendió.

—Oh, Dios mío, es verdad. Lo siento.

Se dio cuenta de que se estaba disculpando por su madre por algo que había pasado décadas atrás. Marjorie Reinhart nunca olvidó los veranos en que la casa de sus padres era la única casita del lago. Los chicos que vivían al otro lado del lago la irritaban tanto con sus barcas de motor fueraborda y sus esquís acuáticos que ella les enviaba continuamente notas pidiéndoles que no hicieran ruido. Las dejaba en este mismo buzón, pensó Grace.

—No pasa nada —dijo Leo Holland de buen humor—. Es agua pasada. ¡Hace tanto tiempo!

—Tienes razón —replicó Grace—. ¿Ahora vives aquí todo el año?

—No, la verdad es que no.

Cogió el correo con el otro brazo y se metió la mano en el bolsillo.

—Estoy disfrutando de un año sabático. Estaba en casa intentando acabar un libro y no paraban de llamarme. Reuniones del departamento, revisiones de tesis…, hasta problemas disciplinarios. De modo que pensé que decidí venir aquí a pasar el resto del año. Tú no estás preparada para el invierno, ¿no? Lo siento, no quiero meterme donde no me llaman.

Lo comentó sonriendo.

—No, mi casa no está preparada. ¿Y la tuya?

—Más o menos. No llega a caldearse, pero me puedo quitar el plumón. Entonces, ¿cómo te las arreglas?

—Oh, ya sabes —Grace se encogió de hombros—. Con calefactores, muchas mantas. Estamos bien.

Leo Holland frunció el entrecejo.

—¿Con quién estás?

—Con mi hijo. Tiene doce años. Y ahora debería irme, porque es la primera vez que lo he dejado solo.

—Bueno, pues ahora no está solo —observó Leo—. Hay un coche aparcado junto a la carretera. Acabo de pasar por delante.

Grace casi se quedó sin respiración. Intentó calcular cuántas horas llevaba ausente…, no más de dos horas. O tres. Estaba aterrada.

Un estado más allá no era tanta distancia, después de todo. O tal vez ella era más importante de lo que creía, la historia era más importante de lo que creía.

—¿Pasa algo? —preguntó Leo Holland, ahora muy serio.

—No… tengo que irme.

—Por supuesto. Pero me gustaría que vinierais un día a cenar. Los dos. ¿A lo mejor después de Año Nuevo?

Es posible que Grace asintiera; no estaba segura. Condujo por la carretera flanqueada de oscuros árboles que bordeaba el lago. La superficie helada del lago destellaba entre los árboles a su derecha. Pasó por delante de la segunda casa, la tercera, la cuarta y la quinta, muy juntas. Sólo podía pensar que Henry podía estar —estaba— a solas con alguien, con un reportero. Un redactor de mentiras, uno de esos observadores tan bien informados que trabajaría para la revista People y Court TV, y que se sentían autorizados a meterse en las pesadillas de los demás. Grace intentaba evitarlo, pero no podía dejar de pensar que su hijo estaría con alguien en aquella casa helada; estaría sentado en el sofá, y una persona le haría preguntas acerca de algo que no tenía nada que ver con ellos, y estaría preocupado. O tal vez le estaban diciendo cosas sobre su padre (se dio cuenta de que este era su mayor temor) que Henry no estaba preparado para oír (y ella tampoco).

Lo que más la aterraba —y la idea se le ocurrió tan rápidamente que no cabía duda de que había estado siempre allí— era que pudiera ser Jonathan. Esperaba que no fuera Jonathan. No podía volver. No podía hacerles esto, pensó Grace, no se atrevería a hacerles esto.

La carretera hacía una curva a la derecha. Clavó la vista en la oscuridad al frente y divisó la casa y el coche aparcado delante. Su sorpresa fue casi tan grande como su alivio. Porque allí mismo, en el espacio donde había estado aparcado su coche apenas dos o tres horas antes, había un coche alemán de una marca que ningún judío con sensibilidad debería conducir, pero Eva —que decidía sobre el apartado de los coches— no era una persona especialmente sentimental. El padre de Grace había venido sin avisar y contra toda lógica para Navidad.