18
Navidades en la aldea judía
Henry y su abuelo estaban instalados frente al fuego en el sofá verde lleno de bultos, con los pies apoyados sobre un viejo tronco y una taza de té caliente en la mano. Grace observó que ya no hacía tanto frío en la casa, y se preguntó si habría algo importante que ella no había comprendido sobre la caldera o el sistema de distribución de calor. Pero no era más que el fuego que ardía en la chimenea. Su padre había hecho un fuego estupendo; siempre había sido muy bueno en esto, lo que era raro en un hombre de ciudad.
—¡Eh, hola! —saludó su padre muy animado.
Henry tenía en la mano un objeto que Grace no reconoció inmediatamente, un reproductor portátil de DVD en el que los dos habían estado mirando algo que ella no identificó. Por un momento se sintió molesta.
—Papá, ¿cuándo has llegado?
Su padre miró a Henry. El chico, con un ojo en la pequeña pantalla, se encogió de hombros.
—Hace una hora más o menos. He encendido el fuego.
—Ya veo. ¿Y esto es un regalo adelantado de Navidad?
El abuelo miró el objeto que su nieto tenía en la mano.
—Pues no. En realidad es mío. Pero pensé que Henry podría usarlo mientras estuviera aquí.
Se volvió a mirarla.
—¿No te parece bien?
—Claro, muchas gracias —añadió a regañadientes—. Henry, ¿le has dado las gracias a tu abuelo?
—Por supuesto que sí —confirmó su padre—. Es un niño muy educado.
—Estoy viendo 2001 —añadió Henry—. Acaban de encontrar esa parte de dominó en la luna.
Grace frunció el entrecejo sin comprender. Y por un momento se olvidó de su irritación.
—¿Dominó?
—El monolito —corrigió Frederich Reinhart—. Cogí lo primero que encontré. Uno de los chicos me dio su colección de las mejores películas de ciencia ficción de todos los tiempos.
Uno de los chicos. Uno de los hijos de Eva, en otras palabras.
Tú sólo tienes un nieto, estuvo a punto de decirle.
—Hay como diez películas —intervino Henry. Estaba encantado.
Si había algo que a Grace le desagradara más que los niños obsesionados con los anuncios eran los niños obsesionados con la ciencia ficción. Su hijo violinista, tan sensible y culto, había empezado a leer libros sobre béisbol y a ver películas sobre naves espaciales. Henry no tocaba el violín desde que llegaron, y —lo que era menos comprensible— ella no se lo había recriminado.
—Bueno, es muy amable de tu parte —dijo.
—Le echaba de menos —comentó su padre.
Le había pasado el brazo a Henry sobre los hombros y le apretaba contra él. Llevaba un suave jersey de cuello alto de color gris. Eran los jerséis que le compraba la madre de Grace. Ahora se los compraba Eva.
—Os echaba de menos a los dos —añadió su padre—. Quería asegurarme de que estabais bien.
Grace entró en la cocina. Una vez que reconoció el coche del visitante, se desvaneció el miedo, juntó tranquilamente todas las compras en el maletero de su coche, porque hacía demasiado frío fuera para hacer más viajes de los necesarios. Distribuyó los objetos y metió las latas en las estanterías de madera como si fueran elementos aislados de percusión.
Os he echado de menos…
¡Sí, claro!
A los dos…
¡Por supuesto!
Cuando Grace llegó al Berkshire Co-op lo encontró cerrado, de modo que tuvo que ir a Price Chopper, que no era precisamente una tienda de exquisiteces. Compró dos botes de jalea de arándano, del tipo que sacabas entera y cortabas con un cuchillo. Compró una lata de cebollas fritas y otra de crema de champiñones. No cabía duda de que eran unas navidades retro. Todo se le había ocurrido demasiado tarde. Confiaba en que su padre no esperara un festín.
—¿Grace?
Su padre estaba en la puerta de la cocina. Ella estaba cogiendo el pavo que se había quedado en el fondo de la bolsa, debajo de las judías congeladas. En realidad no era un pavo entero, solamente la pechuga. Y lo había comprado ya asado.
—¿Qué?
—Tenía que haberte preguntado primero. Lo siento.
—Sí —replicó Grace—. Una persona en la carretera me comentó que había visto un coche aquí aparcado. Me he asustado. Tenías que haber llamado.
—Oh, en cuanto a eso… Te llamé. Intenté llamar. Mira —insistió, señalando el teléfono de la cocina—. Supongo que cuando llamé ya te habías marchado.
Grace suspiró. No tuvo el valor de decirle que había desconectado el teléfono.
—Lo siento. Hemos estado viviendo como reclusos. Reclusos luditas. Lo hemos hecho a propósito.
—De modo que no sabes lo que está pasando —dijo su padre.
No era una pregunta. Era una afirmación que contenía un deje de desaprobación. Su padre pensaba que esta era precisamente una parte del problema. O tal vez Grace se lo imaginó.
—En detalle, no. Pero sé lo suficiente como para estar segura de que es mejor que nos quedemos aquí.
Él asintió. Tenía aspecto cansado. La piel bajo los ojos parecía fina como el papel. Grace pudo ver la fina redecilla de vasos sanguíneos incluso desde el otro lado de la habitación. En pocas semanas su padre había envejecido diez años. Muchas gracias también por esto, Jonathan, pensó.
—Me gustaría echarte una mano —ofreció Frederich Reinhart—. He venido para ver si te puedo ayudar en algo.
Grace sintió un estremecimiento. Estaban en terreno desconocido, como dos viajeros solitarios que se encontraran en un estrecho paso de montaña. La cuestión no era quién dejaría pasar al otro, sino cuál de ellos aceptaría que el otro se apartara. Era un problema absurdo, pensó Grace.
Para ocultar su incomodidad fue a guardar el pavo en el refrigerador, pero cuando lo abrió lo encontró repleto de bolsas blancas y naranjas. Antes de pensar, se entusiasmó.
—He ido a Zabar’s —aclaró su padre, aunque era evidente—. Quería traeros algo con sabor a casa.
Grace asintió, todavía con la puerta del refrigerador abierta. No le sorprendió comprobar que estaban a punto de saltársele las lágrimas.
—Muchas gracias.
—A Henry le gusta el hígado picado. He traído una buena cantidad para que la congeles. El strudel también se puede congelar.
—¿Cuándo te has convertido en un mago de la casa?
Grace lo preguntó riendo, pero su padre pareció tomarlo en serio.
—Eva es buena cocinera, pero no le gusta comprar en sitios como Zabar’s. Hace tiempo que me di cuenta de que si quería seguir comiendo ensalada de pepino y salmón ahumado tendría que conseguirla por mi cuenta. He traído también estas galletas que te gustaban —añadió, señalando los pastelillos.
Eran unas galletas con rayas verdes y naranjas, con bizcocho blanco y cubiertas de chocolate. Eran las favoritas de Grace. Sólo de verlas ya se sentía un poco más contenta.
—Creo que he traído un poco de todo —dijo su padre—. Incluso sopa de bolas de pan ácimo.
—Tendremos una Nochebuena muy judía —comentó Grace sonriendo.
—Supongo que sí.
Su padre le ayudó a hacer sitio para el pavo en el congelador.
—Navidades en la aldea judía.
—Oh, estrellita de Bukowsko —rió su padre.
Bukowsko había sido la aldea de su padre en Galitzia, que ahora forma parte de Ucrania.
—Uf.
—A mi abuela no le habría importado. Su hermana fue la que me dio a probar el cerdo por primera vez. Una salchicha deliciosa, todavía la recuerdo.
—Y aquí estamos. En el infierno —sentenció ella.
—No, solamente lo parece —sugirió su padre, abriéndole la puerta de la nevera—. Saldrás de esta, Grace. Eres una mujer fuerte.
—Ya lo sé.
—Y Henry es un chico fuerte. No digo que no haya sido un golpe duro. Pero ha sido un niño muy querido, y es listo. Si todos podemos ser sinceros con él, saldrá adelante.
Grace estaba a punto de decir algo a la defensiva (y probablemente no muy amable) cuando se dio cuenta de que no había sido sincera con Henry. En su intento de protegerlo le contó muy poco de lo que le había ocurrido —de lo que le estaba ocurriendo— a su familia. Pero cada vez que se imaginaba teniendo con él esa conversación, se venía abajo. Y mantenerse de una pieza era lo que regía su vida ahora. Era su mantra.
—Seré sincera con él —dijo—. Pero no ahora mismo. Hay demasiadas cosas que ni siquiera yo entiendo. Tengo que hacer lo posible para instalarnos aquí. Tengo que establecer unos parámetros.
—Los parámetros son importantes —comentó su padre—. Es importante que Henry tenga estabilidad, seguridad, por supuesto. Entonces, ¿os quedaréis aquí?
Grace se encogió de hombros.
—¿Y la consulta?
—La he cerrado de momento.
Era la primera vez que lo decía en voz alta.
—Tenía que cerrarla.
—¿Y el colegio de Henry?
—Hay colegios en Connecticut.
—Pero no hay un Rearden en Connecticut.
—Tienes razón —replicó Grace en tono cortante—. ¿Bastará con Hotchkiss?
Su padre cerró la nevera y la miró.
—Te estás adelantando a los acontecimientos.
—Sí, es cierto.
Pero no había sido así hasta el momento. Lo de Hotchkiss lo había dicho sin pensar.
—¿Y tus amigos?
Grace se acercó al cajón donde guardaba su paquete de cigarrillos y sacó un sacacorchos. Luego bajó una botella de vino tinto de la estantería superior.
¿Qué quería que le dijera? ¿Que ninguna de las amigas o conocidas de lo que ahora denominaba en broma «su pasado» se había tomado la molestia de buscarla? Esto era así. Cuando miraba las llamadas de su teléfono sin sonido, veía que no había ninguna llamada de sus amigas. Lo único que veía eran periodistas pesados, los detectives y las insistentes llamadas de Sarabeth y Maud, a las que tampoco hacía caso. Pero ninguna amiga.
La sola idea la dejaba sin respiración.
—Parece que los he perdido a todos —respondió finalmente.
Su padre asintió con tristeza. Grace pensó que probablemente pensaría que sus amigos la habían abandonado debido al escándalo. Pero lo que ella quería decir era que no tenía amigos. Esto era lo que había descubierto.
—Bueno, Vita llamó —comentó su padre—. Le dije que estabas aquí. Ella vive en algún lugar de Berkshire. Creo que me dijo dónde, pero no lo recuerdo. ¿No te ha llamado?
Grace estaba perpleja. Miró el viejo teléfono de la pared. ¿Cuántas veces sonó antes de que lo desenchufara? Y la vez que oyó una voz de mujer… Esa periodista, ¿era realmente una periodista? Cuando introdujo el sacacorchos en el tapón de corcho, le temblaba un poco la mano.
—Deja, ya lo hago yo —propuso su padre.
Grace le entregó la botella.
—Entonces, ¿no te ha llamado?
Ella se encogió de hombros. Todavía no lo podía creer.
—Le dije cuánto me alegraba oírla. Me pareció que estaba muy preocupada por ti.
Bueno, bienvenida al club, pensó Grace, mirando el vino que su padre estaba sirviendo. De nuevo recordó que no había ningún club. No había suficiente gente que se preocupara por ella como para formar un club. Además, fue horrible que Vita se marchara y la dejara, pero todavía era más horrible que volviera ahora.
—Bien, bien —comentó, cuando su padre le entregó la copa.
—Está haciendo algo en un… bueno, lo llamó un centro de rehabilitación. No le pregunté detalles. ¿Ella no era también psicóloga?
No lo sé, pensó Grace.
—Estaba estudiando para serlo. Ha pasado mucho tiempo. La verdad es que no tengo ni idea.
—Bueno, a lo mejor volvéis a ser amigas. A veces ocurre. Cuando tu madre murió, me llamó gente que hacía años que no veía. Lawrence Davidoff. ¿Te acuerdas de él?
Grace asintió. Tomó otro sorbo de vino y tuvo una sensación de calor en la boca del estómago.
—Y Donald Newman. Estuvimos juntos en Corea. Llevábamos años viviendo a cinco manzanas de distancia y nunca nos encontramos. Fue quien me presentó a Eva, ya sabes.
Grace miró a su padre.
—¿En serio?
—Su mujer era agente inmobiliario. Eva y Lester le compraron a ella el apartamento de la calle Setenta y tres. Cuando murió tu madre, Donald decidió presentarnos.
Grace hubiera querido preguntarle: ¿Cuánto tiempo hacía que mamá había muerto? Era un punto que nunca le había quedado claro.
—No necesito que una amiga me presente a nadie, gracias.
—No creo que Vita pensara en esto. Como te dije, me pareció que estaba preocupada. Y si tú supieras… que a ella le ha pasado algo así en su vida… supongo que también querrías verla.
Grace no contestó. No estaba segura. Abrió el armario y sacó los platos, los cubiertos y las servilletas. Abrió la nevera para decidir qué podían cenar.
Su padre había comprado un poco de todo: pasta para untar, queso, diversos contenedores de plástico con los platos preparados de Zabar’s, además de una baguette, una bolsa llena de bagels y un pan de centeno cortado en rebanadas. En la encimera junto a la nevera había una pila de las barras de chocolate que solían exponer junto a las cajas.
—¡Guau! —exclamó Grace.
Desenvolvió un paquete de salmón cortado en finas láminas protegidas con hojas translúcidas.
—Esto es fantástico. Te lo agradezco de verdad.
—No es nada.
Su padre le puso la mano en el hombro. Estaba detrás de ella, mirando la nevera.
—¿Crees que es suficiente?
—¿Para alimentar a toda la población del lago? Sí, creo que sí. De hecho solamente estamos nosotros. Y hay alguien en la casa de piedra.
—¿Al final del lago?
—Sí.
Su padre sonrió.
—¿Los chicos que hacían esquí acuático? ¿Te refieres a esa casa?
—Sí. Uno de ellos es ahora un profesor universitario. Me ha dicho que se ha tomado un año sabático. Está escribiendo un libro.
—¿Está la casa acondicionada para el frío?
—No lo creo. Él me preguntó lo mismo. Pero el frío no durará siempre. Si sobrevivimos a enero, lo demás será más llevadero, estoy segura. Y si resulta demasiado duro podemos ir a un motel.
Su padre no pareció quedarse tranquilo. Se quedó mirando cómo Grace colocaba el queso sobre una tabla y calentaba la sopa en un cazo de acero inoxidable.
—Preferiría que no tuvieras que vivir así —dijo muy serio, como si se tratara de un auténtico despropósito.
No me digas. Grace casi se rió, pero entonces pensó en su propia casa, su vida en la ciudad, y se angustió. Aquí había silencio, aislamiento, muchísimo frío…, pero por lo menos no se encontraban en medio del escándalo. No podía volver a Nueva York.
—¿Qué harás cuando salga el libro? —preguntó su padre—. Tendrás que volver. ¿No te iban a hacer entrevistas? Me hablaste de una entrevista en un programa de televisión.
Grace interrumpió lo que estaba haciendo y miró a su padre.
—Papá, eso ya se acabó. No habrá nada de eso.
Su padre se quedó sin habla. La miraba perplejo y consternado.
—¿Es lo que te han dicho?
—No hace falta que me digan nada. No hace falta que me expliquen que las únicas preguntas que querrán hacerme versarán sobre mi matrimonio, y no puedo hablar de eso. No puedo hablar de eso con nadie, y menos por televisión. Se reirán de mí…
Su padre quiso objetar algo, pero Grace le hizo callar con un gesto. No insistió.
—Pensé que mi libro podría ser de ayuda para alguien. Pensé que tenía algo que decirle a la gente sobre su elección de pareja, pero es evidente que no. Es obvio que no tengo nada que decirles. Soy una consejera matrimonial cuyo marido tenía una amante a la que podría haber matado.
Su padre pareció sorprendido.
—Grace, ¿podría haberla matado?
Ella negó con la cabeza.
—No estoy intentando negarlo. Lo que pasa… es que de momento tengo que quedarme en «podría haberla matado». No estoy preparada para ir más allá.
Miró alrededor. Fuera ya era totalmente oscuro. Era plena noche invernal.
—La mujer estaba embarazada —añadió Grace—. ¿Lo sabías?
Su padre tenía la mirada puesta en el suelo de madera y no respondió. De la habitación contigua llegó el sonido de El Danubio azul en el reproductor de DVD.
—Debería haber sospechado algo —contestó Frederich Reinhart—. Vino a pedirme dinero.
Grace sintió la punzada de dolor que antecede a las malas noticias.
—¿Cuándo?
—Oh… —Su padre meditó un momento—. Mayo, tal vez. Dijo que estabas preocupada por el pago de Rearden, que a lo mejor tenías que sacar a Henry del colegio.
—No es cierto —replicó Grace sorprendida—. No teníamos problemas de dinero.
—Ahora lo entiendo. Pero me aseguró que estabas muy preocupada por el dinero, aunque nunca me lo dirías. Por supuesto le dije que no os inquietarais. Solamente tengo un nieto, y gracias a Dios puedo ayudar a pagar su educación. Me pidió que no te comentara nada, de modo que no lo hice.
Grace tuvo que apoyarse en la encimera para no caerse, porque el suelo se movía bajo sus pies.
—Papá, lo siento mucho. Nunca te habría pedido dinero. ¡No lo necesitaba! Estábamos bien.
—Ya lo sé. Jonathan se mostro muy persuasivo. Me recordó que la oncología pediátrica no es la especialidad mejor remunerada. Dijo que no podía soportar la idea de que tú y Henry tuvierais que renunciar a algunas cosas porque él no ganaba lo suficiente. Añadió que esto no era justo para ti.
Grace sacudió la cabeza.
—En mayo Jonathan no trabajaba ya en el hospital. La policía me informó de que hubo una vista disciplinaria, creo que en febrero pasado. Le despidieron. Yo no sabía nada.
Su padre estaba apoyado en la mesa de la cocina, con los brazos cruzados, los ojos cerrados.
—Le di cien mil dólares. No quería que tuviera que pedirme dinero otra vez. No quería que tuvieras que pedírmelo tú. Pensé que era para el colegio.
—Bueno, es posible que fuera para el colegio —concedió Grace—, pero no para Henry. Al parecer Jonathan pagaba los recibos de otro niño. Esto es lo que deduje.
—Para… no entiendo. ¿No era un bebé?
—Para el otro niño. Había sido paciente de Jonathan en el Memorial. Fue así como se conocieron. El niño se convirtió en alumno de Rearden. El director… creo que pensaba que Jonathan y yo éramos los benefactores de Miguel. Tal vez porque el niño había superado un cáncer y porque Jonathan lo trató. Pero yo no sabía nada del niño. Di por supuesto que tenía una beca —soltó Grace con un suspiro—. Y supongo que así era, pero la beca la pagaba Jonathan. Quiero decir, al parecer la pagaste tú. Lo siento muchísimo.
Su padre sacudió la cabeza. Cuando Grace volvió a mirarlo, le llevó un momento comprender que estaba temblando.
—¿Papá?
—No, estoy bien.
—Lo siento.
—No, no te preocupes. Es que… estoy tan enfadado conmigo mismo. Estoy furioso con él, pero sobre todo conmigo mismo. ¿Cómo permití que te hiciera esto?
Entonces Grace comprendió que su padre también estaba muy dolido, y tal vez no sólo por esto. Tal vez «esto» había empezado mucho antes, y ella había tenido algo que ver con ello. Durante años había dejado que su padre la viera como un producto acabado, una mujer con un matrimonio sólido, profesionalmente bien situada, madre de un estupendo nieto. Se había mantenido teóricamente cerca de su padre, pero nunca era cariñosa con él. A decir verdad, no había sentido interés por él, por lo que le importaba, por lo que era su vida, ni ahora ni antes. Cenaba con él cada semana, pero mantenía conversaciones estrictamente controladas y no se sentía cercana a su padre ni creía que él pudiera mostrarle cariño. Era la primera vez que pensaba que su padre quería una relación de cariño con ella.
¿Y si se había equivocado? ¿Y si su padre quería algo de Grace y la necesitaba, pero ella no había querido darse cuenta? Como si no necesitara a su padre. ¡Como si no echara de menos a su madre! Como si ganaras puntos por hacerlo todo sola y alguien estuviera vigilándote para que no hicieras trampas. Menuda arrogancia, pensar que podías crear tus reglas y conseguir que todo el mundo se atuviera a ellas.
—Tú no tienes ninguna culpa —dijo, dejando el vino sobre la mesa—. Él es el único culpable.
—Yo pensé que os estaba ayudando a Henry y a ti —comentó su padre—. Pensé que, bueno, ya sé que eres muy reservada. Nunca me pedirías ayuda, no sé por qué. De modo que me sentí agradecido a Jonathan. Le di las gracias por darme la oportunidad de ayudar. —Movió la cabeza con amargura y suspiró—. A Eva le encanta darles cosas a sus hijos —añadió, como si tuviera que disculparse por ello—. Pero tú nunca necesitas nada.
—Oh, yo quería montones de cosas —le corrigió Grace—. Pero las tenía todas, o eso creía. Ya sabes, se supone que querer lo que tienes es el secreto de la felicidad —replicó sonriendo—. No recuerdo quién lo dijo.
Hubo un borboteo en la cazuela al fuego. Grace cogió una cuchara de madera del cajón y removió la sopa.
—¿Tener lo que deseas?
—No, desear lo que ya tienes.
—Ah, qué sencillo —zanjó su padre.
Ahora tenía mejor aspecto. Grace se sintió aliviada. Dejó un momento la cuchara y lo abrazó.
Henry apareció en la puerta de la cocina y sacudió la cabeza.
—Esta película es muy rara —les dijo—. El astronauta se convierte en bebé. No entiendo nada.
—Yo tampoco —reconoció su abuelo—. A lo mejor Stanley Kubrick contaba con que toda la audiencia estuviera bajo los efectos de alguna droga psicodélica. Pero tu abuela y yo sólo nos tomamos un Martini antes de verla en el cine. Creo que no era suficiente.
Grace les pidió que pusieran la mesa. Era la primera vez que usaban el comedor desde su llegada. Era la primera vez que Henry y ella no comían en el sofá, con el plato sobre el regazo y una pesada manta sobre los hombros. Seguía haciendo frío, pero la sensación era de más calidez.
Tomaron la sopa y bagels con salmón, porque desde el momento en que Grace vio el salmón y los bagels le entraron unas ganas locas de comerlos. Bebió más vino y luego probó el chocolate negro. Y la verdad era que no estuvo nada mal. Para ser una cena de Nochebuena en una casa helada, después de haber dejado su vida atrás, y en compañía de su padre y de su hijo, que habían sido profundamente heridos por Jonathan Sachs, el amor de su vida, no estuvo nada mal. Hablaron de béisbol, nada menos, por lo menos su padre y Henry. Grace descubrió con asombro que su padre hubo un tiempo en que iba a los partidos y que de joven era seguidor de un equipo llamado Montreal Expos. Y hasta conocía las reglas, lo que parecía muy fácil, pero era en realidad complejo. Le prometió a Henry que se las enseñaría, tal vez mañana mismo. Luego el chico subió a la habitación, pero antes de que Grace se levantara a retirar los platos, ella y su padre compartieron un agradable rato de silencio. Frederich Reinhart le preguntó si tenía idea de a dónde se habría ido Jonathan, y cómo lograba que no le encontrara la policía.
—Dios mío, no —contestó Grace sorprendida—. No tengo ni idea. Si lo supiera, se lo diría a la policía.
—Debo decir que me sorprende que no lo encuentren, porque ahora no puedes hacer nada ni gastar dinero sin que lo vean montones de personas. Es increíble que nadie lo haya reconocido. Está por todas partes. Su cara está en todas partes.
Grace inspiró hondo. Intentaba no procesar lo que eso significaba.
—Seguramente ya tenía pensado cómo desaparecer. Tuvo tiempo de pensarlo.
Su padre pareció perplejo.
—¿Quieres decir que lo planeó, que planeó lo que iba a hacer con…?
No siguió hablando. A lo mejor había olvidado el nombre, o simplemente era incapaz de pronunciarlo.
Esto era algo que Grace no había sido capaz de pensar tampoco. Sacudió la cabeza.
—Quiero decir que se le escapaba todo de las manos. Tengo la sensación de que las cosas se le habían descontrolado mucho antes de que se fuera. Tuvo tiempo de pensar dónde se escondería. A lo mejor tenía incluso un lugar adonde ir.
Pero más que en un lugar, estaba pensando en una persona. Tal vez Jonathan tenía una persona, o era otra persona. Tal vez su marido se estaba escondiendo en el interior de otra persona. Tal vez «Jonathan Sachs» era otra persona en la que había estado escondido. La idea le produjo tal malestar que tuvo que cerrar los ojos y esperar a que pasara.
—Jonathan es muy listo, ¿sabes? —dijo finalmente—. En este sentido no ha cambiado.
Era una de las pocas cosas que no habían cambiado en él.
—Pero tú también eres muy lista —insistió su padre—. Tu trabajo consiste en adivinar lo que les pasa a los demás. Has escrito un libro sobre ello…
Se detuvo aquí, pero ya no importaba. Ya estaba dicho.
—Adelante —dijo Grace—. No te preocupes, no me estás diciendo nada que no sepa.
Su padre negó con la cabeza. Hacía girar la copa de vino a un lado y a otro entre sus largos dedos. En su rostro se pintaba la tristeza, y ella observó que tenía el pelo más largo de lo normal. ¿Se estaría volviendo Eva descuidada? Pero nada más pensarlo, se dio cuenta de que no era eso. Lo que pasaba era que su propio cataclismo había sido tan intenso y destructivo que incluso Eva tenía dificultad en mantener las costumbres y los rituales de siempre. Y esto no era baladí. Le debía una disculpa a su madrastra, y se dio cuenta de que lo lamentaba sinceramente. De hecho, lamentaba su comportamiento con Eva en general. Cuántas veces se lo habría dicho a sus pacientes resentidos: cuando un buen matrimonio se acaba, el miembro de la pareja que sobrevive busca casarse de nuevo, a veces rápidamente. Era muy sencillo. Su padre había sido feliz con la madre de Grace, y quería volver a ser feliz. Conoció a Eva y pensó que podía ser feliz con ella. ¿No era preferible esto a una vida de permanente duelo? ¿Hubiese preferido que su padre viviera en duelo? ¿Por qué le había molestado que se casara otra vez? Terapeuta, cúrate a ti misma, pensó con tristeza.
—Creo que tenía una idea de lo que era una buena familia, una familia sólida como la que formabais tú y mamá. Quise tener una familia que se le pareciera. Hice lo que hizo mamá, y Jonathan parecía…
Grace buscaba la palabra adecuada, pero no la encontró.
—Y pensaba que Henry era feliz, espero que fuera feliz.
Era brutal decirlo todo en pasado.
—Sólo quería un matrimonio como el vuestro. Quería ser feliz como vosotros.
Por un momento pensó que había empezado a llorar. Tampoco es que le hubiera sorprendido mucho ser capaz de empezar a llorar sin darse cuenta. Ahora ya no se sorprendía de nada. Pero de hecho no era ella la que lloraba, era Frederich Reinhart, abogado, que estaba sentado al otro lado de la mesa de madera de pino y sollozaba con la cabeza enterrada entre las manos de largos dedos. Por un momento, Grace no fue capaz de asimilarlo, luego le cogió por la muñeca.
—¿Papá?
—No, no lo éramos —dijo su padre, moviendo la cabeza.
¿No lo éramos?, pensó Grace. ¿Qué quería decir?
Tenía que acabar de llorar. Le llevó un rato. Y Grace no pudo hacer otra cosa que esperar.
Finalmente, su padre se levantó y fue al cuarto de baño. Grace oyó vaciarse la cisterna y correr el agua en el lavamanos. Cuando volvió, tenía un aspecto más o menos presentable. Se parecía a su propio padre, que Grace recordaba como un hombre envejecido, con los ojos llorosos, una presencia incómoda que permanecía en un rincón en sus fiestas de cumpleaños. También el padre de Grace había sido un hijo único, lo mismo que ella y que Henry, y la relación con su propio padre no fue muy buena. Grace no sabía gran cosa de su abuelo, aparte de una serie de direcciones en sentido inverso (Lauderdale Lakes, Rye, Flushing, Eldridge Street, Montreal, Bukowsko) y un funeral al que se resistió a asistir con todas sus fuerzas porque le obligó a perderse el más importante bar mitzvah de su clase de Rearden aquel año. Ahora ni siquiera recordaba para quién era el bar mitzvah, pero en aquel entonces le parecía un evento que no se podía perder.
—No éramos felices —anunció de repente su padre, con esa voz entrecortada que se te queda después de llorar—. Yo no era feliz, y sé que Marjorie tampoco. Yo lo intenté. Primero con ella y luego sin ella. Creo que hubiera intentado cualquier cosa.
—Pero… nunca me di cuenta de eso —dijo Grace—. Nunca —insistió, como si su padre no pudiera estar en lo cierto. Como si ella, que era una niña entonces, pudiera evaluar mejor la situación—. ¿Y qué me dices de…?
Grace buscó un ejemplo que demostrara que su padre se equivocaba, y recordó las joyas del tocador de su madre, las alhajas que dejaba sobre el mueble.
—¿Y esas joyas tan bonitas que le comprabas? Las agujas y las pulseras. Siempre le estabas comprando joyas como muestra de tu cariño.
Su padre negó con la cabeza.
—No era una muestra de cariño en absoluto. Yo salía con gente, y luego decidía que no quería vivir así. Entonces volvía, le pedía perdón y le hacía un regalo.
Su padre se detuvo para ver si Grace seguía con él, pero su hija ya no estaba. Su mente había salido disparada y revoloteaba por la habitación.
—¿Por eso le comprabas joyas? ¿Para pedirle perdón?
Estaba tan sorprendida que no sabía ni lo que decía.
Su padre se encogió de hombros.
—Nunca se las ponía. Para ella eran venenosas. Me lo comentó en una ocasión, cuando nos estábamos preparando para ir a un evento. Había una aguja con una esmeralda, y le insinué que le quedaría muy bonita con lo que llevaba. Me contestó que sería como ponerse la «A» escarlata de Hester Prynne.
Grace cerró los ojos. Recordaba aquella aguja. Jonathan se la había llevado también. Esperaba no verla nunca más.
—Tendría que haber sido capaz de parar —dijo su padre con un movimiento de cabeza—. Hubiera debido dejar de comprar joyas. No me hacía sentir mejor, y tampoco a Marjorie. Cada vez que miraba las joyas sabía lo que significaban. Ni siquiera recuerdo cuáles eran mis motivos. Es posible que llegara un momento en que ya no pretendiera disculparme. A veces, cuando volvía a casa, tu madre había dejado alguna joya sobre la mesa del tocador. Era como si me dijera: ¿recuerdas esto? ¿Y esto? ¿Cómo lo aguantaba? Entiendo que me hiciera pasar por esto, ¿pero ella?
—Deberías haber ido a terapia —zanjó secamente Grace—. ¿No lo pensaste?
—Si quieres que te diga la verdad, no. Para mi generación no era una posibilidad. Si vivías en una buena casa, si por lo menos erais capaces de convivir, seguíais juntos. Si no, te divorciabas. Entonces no nos hacíamos tantas preguntas, no sé por qué. Hubiéramos podido ir a un psicoanalista, pero me parecía una tontería gastar tanto dinero para estar horas y horas echado en un diván intentando recordar algo que me pasó cuando llevaba pañales y que sería la explicación a todo. En realidad no me importaban demasiado mis neurosis, sólo quería irme.
—¿Y por qué no te fuiste? —preguntó Grace.
Por fin una muestra de rabia.
Su padre levantó la mirada y pareció sorprendido de encontrarse con la mirada de su hija, porque la apartó enseguida.
—Le pedí el divorcio, pero sin un consentimiento nominal, por lo menos, no valía la pena intentarlo.
—Ya entiendo. Ella te respondió que no.
—Se negó en redondo. Nunca lo entendí. Comprendí que no hiciera un esfuerzo por mi felicidad, pero ¿y la suya? Yo desde luego no quería hacerle daño. No más del que le había hecho ya.
Grace estaba agarrada a la mesa. Apretaba la madera entre los pulgares y los índices.
—De modo que seguimos juntos. Cuando fuiste a estudiar a Radcliffe, lo intenté de nuevo, y creo que ella se lo estaba pensando, pero entonces sufrió su apoplejía.
Permanecieron unos minutos en silencio. Grace descubrió con asombro que podía seguir bebiendo sorbos de vino y que la casa no se había venido abajo. Todo seguía funcionando. ¿Qué me falta por descubrir?, pensó.
—Lo lamento muchísimo —dijo por fin.
—Yo también. Durante años me pregunté qué podía haber hecho para mejorar las cosas. O qué podía haber hecho de otra manera. Me habría gustado tener más hijos.
—¿Por qué? —preguntó Grace asombrada.
—Me gustaba ser padre. Me encantaba verte aprender cosas. Eras una niña muy curiosa. No me refiero al colegio, aunque eras una buena estudiante. Pero mirabas las cosas con mucha atención, y yo solía decirle a tu madre: «Esta niña piensa mucho. Lo mira todo».
Lo mira todo, pensó Grace. Y no ve nada.
—Podías haber empezado de nuevo cuando mamá murió —replicó Grace con cierta crueldad—. Sólo tenías cincuenta años. Podrías haber tenido hijos.
Su padre se encogió de hombros, como si lo pensara por primera vez.
—Supongo que sí. Pero conocí a Eva, y me sentí tan cómodo con ella. Y necesitaba sentirme cómodo. Resultó que tampoco era tan difícil lo que necesitaba. Ella ya tenía hijos y nietos, y luego nació Henry, y he sido muy feliz.
Miró a su hija con franqueza.
—Pensar que basabas tu ideal de pareja en mi matrimonio con tu madre me duele terriblemente, Grace. Debería haberte contado esto hace muchos años.
—Yo hubiera podido preguntarte. Como adolescente, hubiera debido fastidiar a mis padres, y nunca lo hice. Hay una razón para la rebelión adolescente. Supongo que yo me sentía por encima de eso.
Dibujó círculos con la copa de vino y observó cómo se movía el poso que había en el fondo.
—Oh, bueno. Mejor tarde que nunca.
—Eva te admira. Sabe que no te cae bien. Esto le resulta doloroso.
Grace asintió. Todavía no estaba preparada para mostrarle cariño y comprensión a Eva, pero podía intentarlo. Sin pensarlo, le pidió a su padre la porcelana china de su madre. Justo ahora que el mito del matrimonio de sus padres se había hecho añicos, ella seguía queriendo conservar los objetos que lo simbolizaban. Pero eran símbolos materiales, que ocupaban espacio en el mundo.
—Me gustaría quedarme con la porcelana —le dijo a su padre—. Es importante para mí.
—¿A qué te refieres? —preguntó su padre sin comprender.
—A la porcelana china de mamá. El juego de Haviland de vuestra boda. Me duele cuando veo que se usa a diario. Ya sé que parece una tontería…
—¿Te refieres a las tazas y los platos? —preguntó su padre, sin comprender totalmente.
—Sí, ya sé que son un poco anticuadas. Pero esos objetos son de vuestra boda. Creo que debería tenerlos yo. Ya sé que no suena muy bien —añadió, porque era la primera vez que lo decía en voz alta y no sonaba bien—. Por lo general no me importan los objetos, pero eran de mi madre y yo soy su hija. No me parece bien que hayan ido a parar a tu segunda mujer. Eso es todo —concluyó, sin saber muy bien lo que quería decir con eso.
—Pues claro que puedes quedarte con los platos. Con todo lo que quieras. Eva siempre me dice que deberíamos desprendernos de algunas cosas, y ella tiene otras vajillas. Supongo que yo tenía cariño a esas cosas, y pensé que te gustaría que cuando vinieras a cenar usáramos los mismos platos que cuando eras pequeña. Pero claro que los puedes tener. Te los traeré aquí.
Grace se sintió como una idiota.
—No, es igual. Pero cuando esto se acabe, si es que se acaba un día, quiero que Henry pueda tener cosas que no tengan nada que ver con su padre. Quiero darle objetos de mi pasado. Quiero tener un pasado que le pueda dar a mi hijo. No hace falta que sea perfecto, basta con que sea real.
Y al decir esto en voz alta pensó que ella también empezaba a estar preparada para ello.