13

Los espacios entre las casas

 

Probablemente hubo más. Tuvo que haber más, porque Grace tardó dos horas en salir. O tres, o… el caso es que era muy tarde cuando salió a una calle del Harlem latino en plena noche. En otro día cualquiera de su vida le habría preocupado, pero hoy no le importaba en absoluto. Hoy, esta noche, lo único que sentía era el frío adormecedor de diciembre y el sueño de la hipotermia. Al parecer no era la peor manera de morir. Eso le había dicho Jonathan, que era un gran conocedor de lugares fríos, polares. La noche en que se conocieron estaba leyendo un libro sobre Klondike, y había leído muchos más desde entonces. En la pared de su cuarto, en el piso de arriba, que Grace visitó aquella misma noche, había una postal con la famosa imagen de la larga hilera de peregrinos de la Fiebre del Oro subiendo lentamente por las escaleras de oro de Chilkoot Pass, en Alaska, en busca de su fortuna. Iban en fila india, con el cuerpo encorvado, azotados por el viento, en medio de un frío helador. Ese relato de Jack London que tanto le gustaba a su marido, sobre el hombre y el perro y la hoguera que se apaga en el frío de la noche ártica… acabó en hipotermia. Si Grace se quedara parada ahí mismo, en la acera, también era posible que muriera de hipotermia.

Los policías no se ofrecieron a acompañarla a casa, y de haberlo hecho, ella probablemente no habría aceptado. No podía esperar a salir de allí, de esa horrible comisaría mugrienta con la sala de espera rebosante de personas desgraciadas: mujeres y hombres exhaustos, a veces familias enteras, como en la sala de urgencias de un hospital. (¿Qué hacían ahí?, se preguntó Grace cuando pasó rápidamente ante ellos y corrió a la puerta de salida, como si escapara de una casa llena de humo. ¿Qué podían ofrecerles los agentes de la Comisaría 23 a esta hora de la noche?) Apenas la miraron cuando pasó ante ellos, pero Grace no lograba quitarse de la cabeza la idea de que captaban algo en ella —sobre ella— que ella misma no era capaz de ver. Se ponía enferma sólo de pensarlo. Una vez fuera, corrió por la calle Ciento dos en dirección a Lexington, y siguió adelante. No había nada abierto, salvo una bodega en la esquina con Pampers que exhibía refrescos mexicanos en las ventanas y una puerta cubierta de anuncios de lotería. A media manzana se quedó sin aliento, pero era porque estaba llorando.

Cuando llegó a la esquina de la Cuarta Avenida, comprendió que no podría seguir haciendo las cosas normales de su vida normal. La Cuarta Avenida no significaba aquí lo mismo que seis manzanas más allá. Llegó a las vías elevadas del metro, que parecían extenderse hasta el infinito sin que se viera ningún punto de acceso. No había autobuses, por supuesto. Y la Cuarta Avenida no tenía línea de autobús. (Aunque siempre había vivido alrededor de la Cuarta Avenida, era la primera vez que se preguntaba por qué esta calle estaba exenta de autobuses.) Finalmente giró hacia el sur y caminó a paso rápido junto a las vías. El viento helado le azotaba las mejillas y la desolación aullaba junto a ella.

Pensó que Henry seguiría en casa de Eva y su padre, claro. No lo habrían llevado a casa, y ella no había tenido ocasión de dar instrucciones. Cuando recibió la llamada de la policía, les dijo que tenía que ir al hospital a ocuparse de uno de sus pacientes, una mentira que se le ocurrió tan rápidamente, con tal naturalidad, que se maravilló de su propia capacidad de engaño. ¿Cuándo he aprendido a mentir tan bien?, se preguntó ahora mientras atravesaba la calle Noventa y nueve y divisaba la seductora imagen de la Cuarta Avenida con la calle Noventa y seis y sus edificios con toldo.

En cuanto vuelva a ver a Jonathan, pensó Grace furiosa, le pediré que me explique cómo habían sufrido semejante metamorfosis, cómo se habían vuelto capaces de tanta falsedad. Era una capacidad que siempre le sorprendía cuando la descubría en uno de sus pacientes. Le fascinaba la gente que tenía esa agilidad para tomar un hecho indiscutible, modificarlo sobre la marcha, y devolverlo convertido en algo totalmente diferente. Así es como una pelea con un colega puede convertirse en una caída por las escaleras. Así es como una pareja de policías que esperan en el vestíbulo se convierte en un paciente que ha intentado suicidarse y necesita a su psicóloga.

Pero lo que ella había hecho no era lo mismo. Personalmente, no le importaba contarle la verdad a Eva o a su padre. Podría haberles explicado sus problemas y aliviar así su carga de preocupación, pero su instinto —mentirles había sido una reacción puramente instintiva— le había indicado que se guardara todo el veneno para ella.

Luego pensó: ¿Y cómo sé que esto no es lo mismo que hace Jonathan? ¿Cómo puedo saber que no hay… algo de lo que nos quiere proteger? Una amenaza, una información que le ha hecho la vida imposible… Esta idea tan rebuscada le dio esperanza, pese a que carecía totalmente de base. Podía ser. Era posible que hubiera querido protegerles a ella y a Henry de algo terrible, igual que ella había querido proteger a su hijo y a su padre. Jonathan los estaba protegiendo, dondequiera que estuviera, apartando esa cosa terrible de sus seres queridos.

Para, se dijo. Y le sorprendió comprobar que lo había dicho en voz alta.

Como en respuesta a su orden, un coche —viejo, oscuro, Grace no sabía nada de coches—, redujo la marcha a su lado. Ella cruzó corriendo la calle Noventa y ocho. El coche tuvo que esperar en el semáforo.

Subió corriendo colina arriba y pasó por delante del lugar donde los trenes emergían al exterior. Y como si lo hubiera pedido, un taxi se materializó a su lado en cuanto llegó a la esquina de la calle Noventa y seis con la Cuarta Avenida. Grace se apresuró a cogerlo.

—Cuarta Avenida con la Ochenta y seis, por favor.

El conductor, si es que había conductor, apenas miró alrededor. La pantalla de vídeo que había en el panel de separación cobró vida con una incomprensible historia de las rebajas del fin de semana en Park Slope. Grace se pasó un minuto intentando sin éxito quitarle el sonido, y acabó tan frustrada que casi se tapó los oídos.

Rebajas. Los hubiera matado. Hubiera matado a cualquier persona que se le venía a la cabeza.

En la calle Ochenta y seis tuvieron que pararse ante el semáforo en rojo. El conductor tamborileaba los dedos sobre el volante. No le había dirigido ni una mirada, ni había mirado por el retrovisor, pensó Grace. Le recordó al taxista fantasmal del relato de Elizabeth Bowen, La amante del demonio, en que una mujer se ve transportada por «una red de calles desiertas». La Cuarta Avenida, el eje central de la mayor parte de su vida, le parecía ahora algo nuevo y preocupante, un lugar desconocido, un camino sin retorno.

El semáforo cambió a verde.

Grace pagó al taxista en efectivo y se bajó en la esquina. Recorrió la calle ahora silenciosa, el tramo de calle que habría recorrido unas veinte mil veces o así desde que nació. No había cambiado tanto, pensó. Los árboles que su madre pidió al ayuntamiento a través de la asociación de vecinos ya estaban crecidos, y allí seguía la boca de riego donde ella tropezó cuando tenía seis años, con resultado de dos fracturas en el codo, y aquí, frente a la consulta del cardiólogo, estuvo mirando cómo Henry se bamboleaba sobre la bicicleta y empezaba a pedalear. Vita se refirió una vez a la calle Ochenta y uno, entre Madison y la Cuarta Avenida, como «una calle que escapa al radar», porque no tenía ningún edificio singular, ninguna iglesia emblemática, ningún hospital o colegio de importancia. La mayoría de las calles de esta parte de Manhattan contaban por lo menos con unas cuantas casas adosadas que podían seducir a un magnate o a un nuevo rico, pero su calle no tenía nada de eso. Sólo había cuatro edificios de apartamentos (tres de ellos de los de piedra caliza de antes de la guerra, y el cuarto, más moderno, de un ladrillo blanco bastante feo, pero que por lo menos no era llamativo). Había consultas de médicos entre los apartamentos, o en la planta baja, junto al vestíbulo. Era un pequeño remanso para familias como la de Grace, tanto para su familia de origen como para la que había formado.

Pues sí, pensó. La familia que he formado.

El conserje le abrió la puerta, la saludó con el acostumbrado «Buenas tardes» y la acompañó al ascensor. Grace apartó la vista del sofá y la butaca del vestíbulo. Le resultaba difícil imaginar un tiempo anterior a la aparición de O’Rourke y Mendoza, un tiempo en que no hubiera visto de cerca las carnes de Mendoza rebasando el cuello de la camisa o las pecas rojizas que salpicaban el rostro de O’Rourke. Se dio cuenta de que sólo había que remontarse hasta ayer, o mejor dicho —dado que ya era más de medianoche— a anteayer. Sin embargo, ya los tenía tan grabados a fuego en su memoria que se colaban en cualquier otra cosa que intentara pensar. Intentó olvidarse de ellos, pero tras un par de intentos fallidos lo dejó estar.

El conserje sujetó la puerta del ascensor para que Grace entrara y esperó a que se cerrara.

En cuanto llegó a su apartamento, el peso de todo lo sucedido se le vino encima. Atravesó a trompicones el recibidor y, víctima de un ataque de náusea, se sentó en una silla y colocó la cabeza entre las rodillas, tal como solía aconsejar a sus pacientes que hicieran cuando les parecía que perdían el control. Notaba fuertes palpitaciones en la cabeza, y lo único que le impedía vomitar era que sabía perfectamente que no tenía nada en el estómago. No había comido nada desde… casi le aliviaba tener un problema concreto que resolver… desde la mañana. Esta mañana. No era extraño que se encontrara tan mal, pensó. Debería comer algo para poder vomitar y sentirse mejor.

El apartamento estaba a oscuras. Grace se levantó y encendió una luz. A continuación, como si fuera un día normal en que hubiera vuelto a casa después de visitar pacientes o de trabajar en la captación de fondos para el colegio de su hijo, entró en la cocina y abrió la nevera. No había gran cosa dentro. No había comprado nada desde… era difícil recordarlo. Un momento: las costillas de cordero y la coliflor. Esto lo compró en Gristedes antes de encontrarse con los policías en el vestíbulo. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Había, como siempre, cartones de leche y de zumo, condimentos, una caja abierta de muffins ingleses y un recipiente con las empanadas sobrantes del restaurante cubano donde ella y Henry habían cenado el lunes por la noche, el día en que su marido se marchó. Grace no quería comérselas. Las detestaba. Abrió con furia la puerta del cubo de basura y arrojó las empanadas dentro. Y eso era todo lo que había, aparte del queso.

Siempre había queso en la nevera, grandes pedazos de queso envuelto en un grasiento papel de celofán que ocupaban un compartimento casi por entero. El queso lo había comprado Jonathan. Era lo único que compraba de comer, salvo que Grace le pidiera algo concreto o le hiciera una lista. Compraba quesos redondos enteros o grandes pedazos, como si le preocupara quedarse sin, pero no solía comprar otra cosa que los quesos más comunes de Wisconsin y de Vermont. Unas navidades ella le regaló una suscripción al «queso del mes», y mensualmente les llegaban ofertas de quesos exóticos y artesanales provenientes de los puntos más remotos de la cocina americana. Jonathan se los comía y parecía apreciarlos, pero en cuanto se acababan volvía a las porciones de queso pálido y aburrido. Cuando era estudiante de medicina, era este queso el que tenía siempre en su neverita, junto con los artículos propios de los que no pueden dormir, como el café helado, y de los malnutridos, como las vainas de edamame (que en aquel entonces eran muy exóticas). Los estudiantes de medicina son criaturas muy básicas, le comentó a Grace por aquel entonces; tenían que ir tan deprisa y trabajaban tanto que sólo les quedaba tiempo para cumplir con las necesidades básicas: ingerir proteínas, vaciar la vejiga y, sobre todo, dormir.

A Grace no le gustaba mucho el queso, sobre todo el cheddar, pero hoy era un día especial. Ahora soy una criatura básica, pensó. Tengo que ingerir proteínas, vaciar la vejiga, salvar a mi hijo, salvarme a mí misma. Cortó un pedazo de queso y se obligó a comerlo. Acto seguido sufrió un nuevo ataque de náuseas.

Después volvió a extraer el cubo de basura corredizo, cogió el cheddar con las dos manos y lo arrojó dentro.

Al cabo de un instante estaba vomitando sobre el fregadero de la cocina.

Si no hay proteína, no hay culpables, reflexionó. Y todavía inclinada sobre el fregadero rompió a reír sin parar.

En este apartamento tranquilo y oscuro se le habían pasado por alto una combinación de cosas, o una red de cosas. Había un sistema que funcionaba más allá de su comprensión que había partido su vida en pedazos. Y ahora tenía que interpretarlos para unos hombres horribles que esperaban que les mostrara el camino que iba de la comparecencia ante un tribunal disciplinario hasta el asesinato de una mujer. Pero ella no sabía nada ni de una cosa ni de otra. Apenas unas horas antes le habían ido mostrando y encajando esos pedazos. ¿Una tarjeta de cajero automático? ¿Una cuenta de la que nunca había oído hablar… de Emigrant Bank? ¿Qué querían que les dijera? (Por cierto, ¿Emigrant Bank? Parecía algo salido de otro siglo. ¿Dónde estaba?, ¿en Lower East Side?) Y un par de pantalones de pana. Les interesaban mucho los pantalones de pana. Pero Jonathan tenía muchos pantalones de pana. Los encontraba cómodos y le sentaban bien. ¿A qué pantalones se referían? Su marido nunca había llevado pantalones de pana hasta que Grace fue con él de compras años atrás, en Boston. ¿La hacía eso responsable de algo?

¿Y cómo iba a explicar lo que fuera si ni siquiera podía sacar la cabeza del fregadero?

Arriba, se dijo Grace. Se apoyó con fuerza en los bordes de granito del fregadero de acero. No podía soportar la idea de lo que ocurría, de las verdades que se le habían escapado. De haber habido posibilidad de dormir, tal vez habría esperado hasta el día siguiente, o la noche siguiente, pero no podía esperar, no podía hacer nada hasta terminar con esto.

Entró primero en el dormitorio de Henry. Era el lugar menos probable, y por lo tanto el primero que había que mirar.

Miró en las paredes, en los cajones, en las estanterías, en el armario. No había nada que no hubiera colocado ella misma o que hubiera visto hacer a su hijo: dibujos, ropa, un libro de autógrafos del campamento, carpetas de partituras de violín con severas anotaciones del señor Rosenbau («Forte! Forte!»). En las estanterías estaban los libros que su hijo había leído, los libros de texto del curso anterior, una arrugada fotografía de Henry un tiempo atrás con su amigo Jonah, el que ya no le dirigía la palabra (Grace, que tenía ganas de tomarla con alguien, la rompió en pedazos), y una foto enmarcada de Henry y Jonathan en su graduación de sexto curso. Alzó la foto y observó sus rostros, tan parecidos y tan felices. Ambos estaban un poco acalorados (era el mes de junio y hacía calor en la zona de recreo detrás del colegio). Ella tomó la foto. Esto era algo seguro.

En el cuarto de Henry no había nada.

Su hijo no estaba en su cuarto. Estaba donde ella lo había dejado, en casa de Eva y de su padre, y allí pasaría la noche, esto Grace lo tenía claro. A estas alturas, incluso su madre y la mujer de su padre habrían comprendido que había ocurrido algo grave que iba más allá del número de comensales en la mesa y la buena educación. Ahora Henry necesitaría cosas. Algunas serían más fáciles de conseguir que otras.

Encendió la lámpara que había sobre el escritorio. El señor de las moscas yacía boca abajo, abierto por una de las últimas páginas. Grace le dio la vuelta y leyó el párrafo que parecía describir la muerte de Piggy, pero era un texto tan oscuro que tuvo que leerlo varias veces para comprender cómo lo habían matado, hasta que comprendió que no tenía importancia. Volvió a poner el libro en su sitio. Henry lo necesitaría mañana, pensó, mirando alrededor. Y su carpeta de mates, y su libro de latín. Intentó recordar si ensayaba con la orquesta. Intentó recordar en qué día de la semana estaba.

Abrió el armario de su hijo y sacó una camisa de manga larga, un jersey azul, pantalones vaqueros. De los cajones de la cómoda sacó ropa interior y calcetines. Metió la ropa y los libros en una vieja bolsa Puma de deportes que había en su armario. Había pertenecido a Jonathan, pero el año anterior ella le compró una bolsa nueva, más bonita —de cuero marrón con una larga correa— y él le pasó la vieja a Henry, que por alguna incomprensible razón de adolescente había decidido que la marca Puma era más cool que la ubicua Nike. Grace contuvo el aliento. La bolsa de deportes de Jonathan. Hacía tiempo que no veía esa bolsa de cuero con la larga correa.

Coge la bolsa de deportes con las cosas y llévala a la puerta de entrada para que tu traumatizado cerebro no la olvide mañana ante el inicio de un aterrador día de trabajo.

Se dirigió al pasillo y pasó ante uno de los excéntricos retratos escolares de 1940 y 1950 que había ido comprando, sobre todo en el rastrillo Elephant’s Trunk, en Connecticut. Eran retratos de modelos de expresión adusta, hechos con poca gracia. Las fotos eran bastante malas, y juntas conformaban una suerte de galería de rostros poco agraciados que parecían juzgarte:

¿Vas a salir así vestida a la calle?

Yo no lo haría.

Espero que no te sientas orgullosa de esto.

El cuadro del pasillo representaba a una mujer de expresión severa, más o menos de la edad de Grace, con una media melena y una nariz que parecía demasiado pequeña para su cara y su expresión. Estaba colgado sobre una de esas mesas inglesas o irlandesas de estilo minimalista que se importaron a montones. Grace y Jonathan la compraron en el Pier Show, pero no fue una decisión acertada, porque no era tan vieja como el vendedor les aseguró, y les costó demasiado cara para lo que era. Y precisamente porque les costó tan cara se sintieron obligados a conservarla. En el único cajón de la mesa había pilas, cinta adhesiva y folletos de gimnasio. ¿Había pensado Jonathan en cambiar de gimnasio? No, los folletos eran suyos, recordó Grace. De hacía un año. Nada importante.

Rebuscó en el armario del vestíbulo, metió la mano en cada bolsillo y solamente encontró pañuelos de papel arrugados y un envoltorio de chicle. Los abrigos los había comprado ella, los reconocía todos: Brooks Brothers, Towne Shoppe en Ridgefield, la parka favorita de Henry, de Old Navy, con su falso ribete de piel, el abrigo de piel de zorro que había pertenecido a su madre y que Grace no se ponía nunca porque no llevaba pieles, pero del que no se podía deshacer porque era de su madre. Podía responder de cada guante, de cada bota y de cada paraguas, y había comprado también todas las bufandas del estante superior, excepto una que Jonathan trajo un día a casa, dos años atrás.

Grace la sacó para mirarla. Era de lana verde, nada fea. ¿Estaba tejida a mano? No tenía etiqueta. Estaba bien tejida, tenía una textura rústica muy auténtica. Ella misma la podría haber comprado en una tienda para su marido. Pero no fue ella. De repente se sintió furiosa con la bufanda que se había introducido tan subrepticiamente en su casa, a saber con qué propósito. La agarró cuidadosamente entre el índice y el pulgar y la dejó caer al suelo antes de pasar a la siguiente habitación.

Los sofás y las butacas del salón los compraron unos años antes aprovechando que renovaban los muebles en el cuarto piso de ABC Carpet & Home (no querían nada que pareciera demasiado barato). Aquel día Jonathan estuvo allí, y también Henry, sentado en una butaca leyendo Narnia mientras sus padres compraban los muebles. Todo era comprobable. Había dos cuadros, dos estudios del mismo joven —sin duda de la misma escuela artística, pero hechos por dos pintores muy diferentes—, también de Elephant’s Trunk. Estaban enmarcados en idéntica madera negra, como para resaltar las diferencias. En una versión, el hombre estaba delineado con trazo tan grueso y rígido que rozaba el cubismo. La camisa blanca del hombre y sus pantalones kaki estaban dispuestos en una postura tan rígida (las piernas cruzadas, el torso inclinado hacia delante, el codo colocado sobre el muslo en un gesto imposible) que parecía tremendamente incómoda. En la otra versión, el hombre tenía un aspecto tan sensual que Grace daba por supuesto que había habido un flirteo entre el modelo y el artista (aunque necesariamente silencioso). No se imaginaba qué extraño destino había llevado, a esta pareja tan distinta, desde la creación por separado pero simultánea hasta quedar el uno junto al otro en el rastrillo de la carretera 7, y de allí al Upper East Side de Manhattan.

Siguió con su búsqueda. En el pasillo que llevaba al dormitorio principal había un armario de ropa blanca: toallas con olor a humedad, juegos de sábanas (las superiores perfectamente dobladas, las bajeras ajustables mucho menos), jabón, enjuague bucal, y en el estante superior el champú anticaspa de Jonathan que ella compraba en grandes cantidades. Nada. Nada. El cabestrillo de cuando Henry se torció la muñeca, los tratamientos de fertilidad a los que Grace había recurrido. Hacía años que no los miraba, pero todavía no se había decidido a tirarlos (también guardaba en alguna parte el test de embarazo que dio positivo y que anunció la llegada de Henry; cada vez que lo veía pensaba en el mito de Meleagro, cuya vida duraría solamente lo que tardara en consumirse el tronco que ardía en la chimenea en el momento de su nacimiento. Su madre, entonces, sacó el tronco del fuego y lo guardó). No había nada más. Nada que fuera de Jonathan, nada que hiciera sospechar que pudiera haberse llevado un hombre que tenía acceso a todos los medicamentos que quisiera. Por supuesto que no.

Un poco más tranquila, Grace entró en el dormitorio principal y se detuvo pensando por dónde empezar. El único armario del dormitorio tenía la puerta entreabierta por la que asomaba la bolsa de plástico de lo que ella misma había traído de la tintorería el lunes por la tarde.

Abrió la puerta del armario dividido en dos partes más o menos iguales. Estaba bastante ordenado, sobre todo porque ni ella ni Jonathan eran aficionados a comprarse ropa; sólo compraban lo que necesitaban. En su lado había colgadas blusas y jerséis, así como faldas de lino y de lana que para ella simbolizaban una elegancia que no dependía de las modas. Buen género. Buen corte. Colores suaves. Alhajas discretas, cuanto más antiguas mejor. Nada que resultara chillón u ostentoso. Nada que llamara la atención, porque Grace nunca había deseado llamar la atención. Sólo quería que pensaran: He aquí a una mujer que sabe estar. ¡Y así era!, pensó al mirar sus prendas clásicas, casi al borde de las lágrimas. ¡Así era! Pero no había venido a examinar sus cosas.

Al igual que Grace, Jonathan también hacía tiempo que había tomado sus decisiones importantes acerca de la ropa. Cuando ella lo conoció, podía llevar pantalones de chándal y una camiseta de Hopkins un poco mugrienta, pero poco después Grace le tiró la mayor parte de la ropa (algunas prendas de la universidad, y hasta del instituto) y se lo llevó de compras. Compraron pantalones de pana, pantalones de color kaki, camisas de rayas, y era lo que Jonathan había llevado todos estos años. Como a muchos hombres, a él no le importaba demasiado lo que se ponía. Después de todo, iba a ser médico. ¿A quién le importaba lo que llevaban los médicos debajo de la bata blanca? En la parte derecha del armario estaban colgadas las camisas de rayas azules, las de rayas marrones y las de rayas verdes, unas cuantas de colores lisos y otras cuantas blancas.

La tintorería había devuelto seis camisas juntas en una bolsa de plástico: más camisas rayadas, incluida la de rayas rojas que era una de sus favoritas, y otra con una mezcla de rayas azules y verdes que Grace le compró un día en Gap. Pero había algo más que vislumbró vagamente tres días atrás, cuando trajo la bolsa de la lavandería, cansada tras un largo día de pacientes, la clase de violín y la cena con Henry en un restaurante cubano. En aquel momento no quiso investigar; si en la tintorería le habían dado una camisa equivocada, tendría que devolverla, lo que era un engorro, una cosa más a añadir a la lista de tareas. Ahora la observó de cerca. Era una camisa como las demás, pero ni rayada ni lisa. Grace rompió el plástico y apartó las perchas para mirarla. Fantástico, pensó. Era una camisa con uno de esos estampados de estridentes colores rojizos y anaranjados parecido al de las alfombras navajo producidas en serie, pero con solapas de color negro. Era horrible, y destacaba entre las demás prendas de Jonathan como una bailarina de Las Vegas en el cuerpo de ballet de Balanchine. Grace levantó el cuello para comprobar si había un nombre, pero el único nombre era «Sachs», lo mismo que ponía en las demás camisas de Jonathan. La sacó del colgador, desabrochó los botones y la extendió sobre la cama para contemplar su fealdad. ¿Qué estaba buscando? ¿Pintalabios en el cuello? (En realidad nunca entendió por qué tenía que haber pintalabios en el cuello de una camisa. ¿Quién besaba el cuello de una camisa?) No encontró nada, por supuesto. La olió, pero acababa de salir de la tintorería. Lo más probable era que perteneciera a otra persona —¡con muy mal gusto!— y se había colado en su entrega semanal de la tintorería, entre sus camisas clásicas de botones y sus jerséis de cachemira. Grace no tuvo compasión. No sabía de dónde venía la camisa, de modo que la tiró al suelo.

Pero esto no contaba, porque desde el principio de esta… especie de búsqueda había estado pensando en la prenda extraña que había detectado en la bolsa de la tintorería. No era una búsqueda del tesoro, ni la de un especulador inmobiliario, sino más bien la excavación de un arqueólogo que tiene una teoría que demostrar o —todavía conservaba una mínima esperanza— desechar. No se olvidó de la camisa, o quizás sí, pero le vino a la mente mientras rebuscaba en el armario de la entrada. ¿Cuándo me había sentido así?, pensó al hallar la bufanda de color verde.

Un momento más tarde, en el bolsillo de una gruesa chaqueta que Jonathan no solía ponerse, encontró un condón.

Supo lo que era nada más cogerlo, antes incluso de sacarlo entre dos dedos apretados, como si se fuera a escapar, oscilando entre el conocimiento y el absoluto desconcierto. Un condón. En el mundo de Grace no tenían sentido los condones. Ella y Jonathan nunca los habían usado, ni siquiera antes de casarse, cuando eran universitarios y sabían que todavía no les convenía tener un bebé. Grace estuvo un año tomando anticonceptivos, y luego se puso el horrible DIU al que consideraba responsable —irracionalmente, porque había visto los estudios— de todos los meses de fracaso que seguirían, y sobre todo de los embarazos interrumpidos. Pero nunca usaron condones. Nunca.

Sin embargo, encontró un condón en el bolsillo superior de esta chaqueta que, como todas las demás prendas de ropa de su marido, había comprado ella. Esta chaqueta la compró en Bloomingdale’s, en rebajas. Pero era una chaqueta difícil de ponerse, demasiado calurosa para el verano y también para el invierno. No recordaba cuál era la última vez que había visto a Jonathan con esa chaqueta, ni por qué le había dado otra oportunidad cada vez que repasaba los armarios para hacer limpieza de ropa.

El envoltorio del condón era de color rojo. No estaba abierto. Era incomprensible, totalmente incomprensible.

Grace lo apartó de sí y lo tiró también al suelo.

—¡A la mierda! —exclamó.

Eran las dos de la mañana.

¿Qué es lo que sé? ¿Y qué es lo que no sé? Cualquier cosa que supiera, comprendiera o pudiera verificar lo dejaría de momento quieto. Todo aquello que no hubiera visto o no pudiera asegurar, lo dejaría abierto como un artefacto que devolvería más tarde, cuando tuviera fuerzas, cuando volviera a pensar con claridad, si es que llegaba ese día. Una bufanda misteriosa, una camisa horrible y un condón sin abrir. Después de tanto buscar, no era mucho, la verdad. Incluso podría tener su explicación. La bufanda la podría haber traído por accidente, confundiéndola con la suya. Jonathan no se fijaba mucho en estas cosas. Había muchos hombres que no prestaban atención a estas cosas. O tal vez un día tuvo frío, entró en una tienda y la compró. No era ningún pecado. ¡No tenía por qué pedirle permiso para eso! En cuanto a la camisa horrible, Grace ya se había convencido de que la culpa era de la tintorería. El «Sachs» que habían escrito en la etiqueta, junto a la mezcla de algodón y poliéster (otro cargo)… Bueno, «Sachs» no era un apellido tan raro en Nueva York. La explicación podía ser algo tan fácil como esto. ¿Una tintorería en el Upper East Side de Manhattan? ¡Vamos! ¿Cuántos Sacher, Seicher y Sakowitz podía haber en las calles de alrededor? ¿Cuántas familias que se apellidaran Sachs? En serio, lo raro era que no hubiera pasado antes.

Pero el recuerdo del condón arrancó a Grace de su momentáneo alivio.

Se quedó quieta, intentando asimilar la sensación ya familiar que la invadía. Era como si le vertieran ácido en el cráneo. El ácido bajaba a través de su cuerpo y llegaba hasta las puntas de los dedos de las manos y de los pies, dejando a su alrededor un charco de sustancia negra y pegajosa. Ya empezaba a acostumbrarse, empezaba a saber cómo reaccionar. No luches, abandónate, deja que pase. En unos minutos pudo volver a moverse.

Podía haber otros objetos escondidos que fingieran ser lo que no eran. Grace sacó los libros de las estanterías del dormitorio, que estaban muy apretados y un poco polvorientos. No había mucho espacio detrás. Había biografías, algunos libros sobre política. Tanto a Jonathan como a ella le gustaban; habían compartido una fascinación por el Watergate que se extendió a áreas adyacentes: Vietnam, Reagan. McCarthy, los derechos civiles, el escándalo Irangate. Ahora mismo no importaba cuál de ellos dos había llevado qué libro al apartamento. Uno de los libros no era un libro, en realidad, sino una caja en forma de libro con el interior de plástico. Se lo regaló un par de años atrás un paciente cuya empresa compraba libros y los adaptaba para este propósito. Grace le preguntó si los autores podían sentirse ofendidos si veían su libro en una estantería y descubrían que ahora servía para guardar collares y pulseras. El paciente rió.

—¡Nadie se ha puesto nunca en contacto con nosotros para quejarse! —dijo.

Tuvo que admitir que era una buena idea.

—Los ladrones no suelen sentir interés por los libros —le informó su paciente.

Grace supuso que era cierto. Nunca había oído hablar de un atraco en el que se hubieran llevado libros de Stephen King o de John Grisham.

Este libro era una novela de la saga prehistórica de Jean Auel, un género que no era muy del agrado de Grace. Lo abrió para mirar el receptáculo interior de plástico y recordó lo que metió allí la noche en que le regalaron el libro, pero antes incluso de abrirlo supo que había un problema, porque el libro era demasiado ligero. Y cuando lo agitó suavemente, no emitió ningún sonido. Cuando lo abrió… bueno, era un libro hueco. Lo que tenía que haber dentro no importaba, porque estaba claro que no habría nada. Esto lo supo al instante.

Dentro hubiera tenido que estar el reloj bueno de Jonathan, el que ella le regaló cuando se casaron. Era un Patek Philippe de oro, y él apenas se lo había puesto, pero había ocasiones en que Grace le pidió que se lo pusiera, como la boda de Eva y su padre, o el bar mitzvah de uno de los nietos de su madrastra. En tales ocasiones hubiera sido un problema que Jonathan llevara el reloj de diario, el Times o el Swatch de turno. También tenían que haber estado los gemelos que el padre de Grace le regaló un año a Jonathan por su aniversario; eran los que le había regalado la madre de Grace… y bueno, era bonito que se quedaran en la familia. Y algunas cosas de ella que prefería no guardar con las alhajas de su madre que se guardaban en el viejo tocador con espejo, como un cameo victoriano que le regaló un antiguo novio (el novio no lo conservó, pero le gustaba el cameo), un collar victoriano que Grace compró en un viaje a Londres con Vita en su segundo año de universidad y una sarta de perlas grises de la calle Cuarenta y siete. También hubiera tenido que estar —y la hirió como una puñalada en el corazón— el clásico brazalete de Elsa Peretti que se compró el año pasado, la misma semana en que se vendió su libro a la editorial. Siempre había querido uno de esos brazaletes. Era la primera vez que Grace se permitía un regalo tan caro, no absurdamente caro, pero desde luego fuera de lo ordinario. Se lo había puesto pocas veces, porque lo cierto era que no resultaba muy cómodo de llevar. De modo que lo dejó dentro del libro.

Ahora el libro estaba vacío.

Grace se sentó en el borde de la cama, con el libro, que no era el libro auténtico, cualquiera que fueran sus méritos literarios, sino una estúpida caja con una tapa romántica y un agujero en medio. Un cero en medio de un objeto sigue siendo un cero. Lo más gracioso era que tenía ganas de reír.

Miró al otro lado del cuarto con un temor creciente en el pecho.

¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se había atrevido?

El tocador era uno de los pocos objetos de su madre que seguían todavía en el apartamento.

El piso de clase media donde Grace había pasado su infancia se había redecorado por completo. Las telas floreadas y los tonos beis se sustituyeron por tonos marrón y azul pálido, y la moqueta se eliminó para dejar al descubierto el parquet. Las paredes de la cocina estaban ahora repletas de dibujos de Henry y de fotos de los tres, o de Jonathan y Grace en el lago. El resto de las habitaciones tenían las pinturas del rastrillo o de Pier Show, excepto dos que provenían del mercado de Clignancourt en París, el año antes de que naciera Henry.

Su hijo dormía ahora en el cuarto que había sido de Grace. Había sido un cuarto amarillo con una alfombra afelpada de color verde; ahora era de azul verdoso, con una cenefa blanca. Henry, que era muy ordenado, lo tenía siempre perfecto. Grace había tenido sobre la cama un enorme tablón de anuncios cubierto de fotos de sus ídolos, recortes de revista de la ropa que le gustaba, instantáneas de sus amigas (sobre todo de Vita), certificados de Rearden y del Turn Verein de la calle Ochenta y seis, donde iba a clase de atletismo y de gimnasia. Mi mente en un tablón de corcho, pensó Grace, parafraseando uno de los anuncios antidroga de su juventud. Henry, en cambio, tenía sobre la cama una sola foto de él y su padre pescando en el muelle del lago. Grace compró las cañas de pescar para el cumpleaños de Jonathan. Seguramente fue la única vez que su marido y Henry las usaron.

Pero el tocador de la habitación que finalmente se obligó a dejar de llamar «el dormitorio de mis padres» era una isla de inmovilidad, un lugar rodeado por un círculo mágico que lo preservaba del paso del tiempo. Seguía luciendo el clásico delantal floreado y la gastada banda de tachuelas de latón. A lo largo de la mesa había cajoncitos con espejos pensados para que una mujer guardara sus armas —anillos, pendientes, brazaletes, collares—, pero la madre de Grace no los usaba todos. Cuando su marido, el padre de Grace, le regalaba una joya —una aguja de perlas y esmeraldas, o una pulsera de rubíes y diamantes—, solía dejarla sobre la fría superficie de cristal. Tal vez era una forma de compensar el hecho de que nunca se ponía estos objetos (Grace sólo la recordaba con collares de perlas y sencillos pendientes de oro). Tal vez le gustaban más como objetos de arte, hechos para ser admirados. Tal vez no había querido que su marido se diera cuenta de lo poco que encajaban estas joyas con sus gustos. Él siempre se había mostrado sentimental con estos objetos, empeñado en que pasaran cuanto antes a manos de Grace, como su madre hubiera querido. Apenas una semana después de que su madre falleciera, cuando Grace estaba haciendo el equipaje para regresar a Boston, su padre entró en su cuarto (que ahora era el de Henry) y depositó las joyas sobre su cama, una bolsa repleta de diamantes, rubíes, perlas y esmeraldas.

—Ya no puedo mirarlas —le dijo.

Fue el único comentario que hizo al respecto.

Grace atravesó la habitación y se sentó frente al tocador, en el banquito a juego. Con la manga limpió los cajones de espejo. Algo le impedía seguir. Había seguido guardando aquí las joyas de su madre, pero no a la vista. Lo mismo que su madre, ella prefería las joyas discretas: un collar de perlas, una alianza matrimonial. Las alhajas más grandes y ostentosas, las agujas con piedras irregulares y las gargantillas con pedruscos las había dejado en los cajones de espejo, que raramente abría. Sin embargo, le encantaban estos objetos y sabía lo mucho que significaban para su padre, que los regaló, y para su madre, que los recibió. Aunque ella nunca se los pusiera, aunque los veía más bien como cartas de amor, seguían siendo tan potentes como un fajo de cartas que se guarda en una caja especial, atadas con una cinta. Jonathan, que era más expresivo con respecto a sus sentimientos de lo que el padre de Grace había sido jamás, no necesitaba regalar joyas para decir algo. De hecho, en todos los años que llevaban juntos sólo le había dado una joya a Grace: el anillo de prometida con un diamante que le compró en Newbury Street. Era un anillo modesto, un solo diamante de corte cuadrado con la llamada montura Tiffany, en una banda de platino. Un anillo tan clásico que ella hubiera podido haberlo heredado (pero no era una herencia). Y nada más. Ni siquiera se le ocurrió hacerle un regalo con motivo del nacimiento de su hijo (hay que decir que a ella tampoco se le había ocurrido. La primera vez que oyó el poco elegante término regalo de parto fue en el grupo de jóvenes mamás al que asistió brevemente con Henry). Pero de habérsele ocurrido hacerle un regalo, habría sido antes un libro o una obra de arte que una joya.

Y estaba el tema del precio, por supuesto. Es posible que ni la madre ni la hija se pusieran las joyas que se guardaban en el tocador de los espejos y que les concedieran un valor sentimental, pero por supuesto también valían dinero. A petición de Grace, Jonathan los incluyó en la póliza de seguros. Ella los consideraba como una posible ayuda para la universidad de Henry o para una posible entrada para otro apartamento, pero nunca se decidió a comprar una caja fuerte para guardarlos a buen recaudo. Prefería tenerlos a mano, cerca de ella, cerca de su familia. Un santuario para el tipo de matrimonio largo y amoroso que deseaba para sí misma.

No se atrevería, pensó de nuevo, como si pensarlo fuera suficiente. Abrió los cajones.

Vacío, vacío. El brazalete de leopardo, con diamantes amarillos y negros había desaparecido, lo mismo que los pendientes de diamantes de presilla que tanto le molestaron la noche de la captación de fondos. Habían desaparecido el collar de zafiros, la gargantilla de eslabones dorados y la aguja de una piedra rosada que sujetaban unas manitas de oro. Todos los cajones estaban vacíos. Grace intentó recordar los objetos: rojo, dorado, plateado, verde. Esos objetos extravagantes que su padre le había comprado a su madre a lo largo de los años y que su madre no se había puesto, y que Grace tampoco había lucido nunca, pero a los que tenía un cariño tremendo.

Continuó cerrando y abriendo los cajones, como si eso pudiera cambiar en algo la realidad. No tenía lógica hacer una y otra vez lo mismo y esperar resultados diferentes. Grace casi se rió. ¿No era la definición de locura?

Esto por lo menos explicaría muchas cosas, pensó.

Que desaparecieran los objetos del libro que no era un libro… bueno, a esto podía sobrevivir. El brazalete de Elsa Peretti le había hecho daño en la muñeca. Y las perlas… le gustaban, pero, bueno, las perlas eran perlas. No eran irreemplazables. Aunque no quería decir que las fuera a reemplazar. Ahora se habían ido al garete: una pequeña batalla perdida en una vasta conflagración. Pero los cajones vacíos, el aire en el lugar donde deberían haber estado las cosas de su madre… Grace no podía asimilarlo.

Se puso de pie tan rápidamente que se mareó y tuvo que apoyarse en el cristal de la mesa para no caerse. Volvió al pasillo y abrió la puerta de la tercera y más pequeña habitación del apartamento. En otro tiempo fue el saloncito de su padre, el único lugar de la casa donde su madre le permitía fumar en pipa. A Grace —tal vez eran imaginaciones suyas— todavía le parecía notar el olor a pipa. Hubo un tiempo en que Jonathan y ella esperaban que fuera el cuarto de un segundo hijo, y nunca le dieron un uso concreto. No habían hablado del tema, en realidad. Ella nunca se vio con fuerzas para hacerlo, y él, respetando sus sentimientos, tampoco dijo nada. Gradualmente, el cuarto fue adquiriendo un uso alternativo, aunque sin nombre. Se convirtió en el lugar donde Jonathan se encerraba a leer, o a escribir correos electrónicos, el lugar donde hacía sus llamadas a las familias de los pacientes que no había tenido ocasión de ver en el hospital. En teoría no lo habían decorado, pero en las estanterías se apilaban viejos números de las revistas JAMA o Pediatric Research y libros de texto de la Facultad de Medicina. Hacía unos años, Grace le trajo una poltrona y un escabel a juego, y un escritorio que encontró en Hudson, Nueva York (un pueblo, como le gustaba decir a Jonathan, al que se llegaba tanto subiendo como bajando.) Él también tenía aquí un ordenador, un Dell viejo y grandote que Grace no le había visto usar en mucho tiempo (normalmente usaba su portátil, por supuesto, el portátil que ahora no aparecía), y al lado del ordenador había una caja de fichas de pacientes, de esas cajas con asas robustas donde te llevabas tus cosas en tu último día de trabajo.

Aquí lo has pillado, Grace, pensó.

No le pareció bien mirar dentro de la caja o poner en marcha (intentar poner en marcha) el ordenador. O abrir los cajones de la mesa, o incluso entrar en el cuarto. Hasta aquí, pero no más, pensó. Salió al pasillo y cerró la puerta.

Se acordó del teléfono.

Volvió al dormitorio y abrió el armarito junto a la cama. Por supuesto, el teléfono seguía allí donde Jonathan lo había dejado, detrás de los listines. Estaba totalmente muerto, ya ni siquiera parpadeaba la luz de la batería. De todas formas, Grace lo levantó y miró los botones, intentando recordar cómo lo cogía Jonathan y qué hacía con él. Era uno de los modelos de uso aparentemente nada sencillo; recordaba vagamente a un artículo de la era espacial. Grace, que estaba por lo menos tres generaciones por detrás del género rápidamente mutante de los móviles (y las tecnologías asociadas), no sabía hacerlo funcionar. Pero entendía que incluso intentar hacerlo funcionar suponía cruzar una línea que no había cruzado todavía. Porque hasta ahora había inspeccionado su propia casa y mirado en los armarios y cajones que le pertenecían. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, no podía ir más allá de esta línea, aunque sabía que tal vez era su última oportunidad de… bueno, de ayudar a Jonathan si podía. Y ayudar a Jonathan era lo que había hecho por instinto durante todos estos años. Ayudarle a estudiar para sus tribunales médicos, a salir de la residencia universitaria, a comprarse un traje decente, a matricular el coche, a cocinar un pollo, a entablillar un dedo roto, a hacer las paces con su tristemente inepta familia de origen, a ser padre, a ser feliz. Esto es lo que intentas cuando tienes pareja y esperas que sea para toda la vida. En esto consiste un matrimonio.

No era tan fácil dejar de ayudar.

Sin embargo, la policía conocía la existencia del teléfono, recordó. Sabían que el teléfono estaba en el apartamento, y por eso pensaron que Jonathan también estaría aquí. Seguro que le pedían el teléfono, y Grace tendría que entregárselo, porque si no… bueno, cometería un delito, ¿no? Y cuando les entregara el teléfono, la policía sabría —seguro que tenían medios de averiguarlo— que ella había hecho algo, que había leído o cambiado o eliminado algo. Y esto sería fatal para ella, fatal para Henry. Ahora Grace tenía que hacer las cosas bien, por Henry.

De modo que dejó el teléfono en el lugar donde estaba, para que lo encontraran cuando vinieran a buscarlo. Era la primera vez que se los imaginaba en su apartamento, buscando en los cajones y en los armarios, lo mismo que había hecho ella. Y en cuanto se lo imaginó entendió que era inevitable, de modo que abrió el armarito, sacó el teléfono y lo dejó allí encima, a la vista. Así no tenía un aspecto tan malo, tan… incriminador como cuando estaba escondido. Les había dicho que el teléfono estaba en el apartamento. No que Jonathan lo había ocultado. Esto era algo que podía hacer por él.

Ya sé que quiere protegerlo, le espetó uno de los policías, aunque ahora Grace no recordaba cuál de ellos.

Se tumbó en la cama, encima de la colcha, y cerró los ojos. Estaba agotada, tan agotada que se sentía vacía. Seguía pensando en los objetos que había descubierto —la bufanda, la camisa y el condón— que no explicaban nada; eran como runas o jeroglíficos que no podía entender. Esta pequeña pista de cosas en el suelo que no tenían explicación —la bufanda, la camisa y el condón— no era la auténtica pista. La pista correcta, pensó, era la de los objetos faltantes.

La bolsa de deportes, la de cuero que Grace le compró, y que normalmente estaba en el suelo del armario, no estaba. Jonathan tuvo que cogerla y pasearse por la habitación metiendo cosas dentro. ¿Qué cosas se llevaría? Ropa interior, camisas, pantalones, artículos de aseo. ¿Por qué les fascinaban tanto a los policías los pantalones de pana? Jonathan tenía por lo menos seis pares. ¿Cómo iba a saber a cuál de ellos se referían? Grace tenía que saberlo, porque todos se los había comprado ella, y ahora no quedaba ninguno de ellos en el armario, encima de la varilla. Había perchas vacías, cajones vacíos y una estantería vacía en el cuarto de baño, donde normalmente estaban su cepillo de dientes y su maquinilla de afeitar. No era extraño que no se hubiera dado cuenta hasta ahora. Ni siquiera ahora llamaba la atención. Todo parecía normal: un hombre que se va un par de días de casa —a un congreso médico en Cleveland, por ejemplo— y que volverá antes de quedarse sin ropa interior.

No lo que está aquí y no debería estar, pensó Grace, sino lo que no está y debería estar. Le recordó a ese poema de James Fenton sobre la guerra, no recordaba qué guerra.

No eran las casas, era el espacio entre las casas.

No eran las calles que existían, sino las que ya no estaban.

Lo añadido y lo sustraído, más y menos, pero sin una oración que equilibrara las cosas. Y las nuevas personas que habían entrado en su vida —la policía, los detectives, las víctimas de asesinato— no equivalían a la persona que se había ido. No es una guerra cualquiera, es mi propia guerra, entendió, y cerró los ojos. Es mi propia guerra.