CAPÍTULO VEINTIUNO
Lloyd conducía a toda marcha en dirección norte por la autovía Harbor cuando se dio cuenta de que no había avisado al Holandés. Empezó a golpear el salpicadero soltando maldiciones cuando oyó el ulular de sirenas que ahogaban sus blasfemias. Miró por el retrovisor a tres coches, negro y blanco, pasarle zumbando y con destellos, y luego tomar la salida al centro de la ciudad. Pensando en la causa, encendió la radio policial. Escuchó:
—«A todas las unidades, todas las unidades, código tres en la estación de autobuses, Sexta con Los Ángeles, tiroteo.»
Lloyd sintió una oleada de náuseas y siguió al convoy.
El cruce de las calles Sexta y Los Ángeles era un muro compacto de coches patrulla en doble fila. Paró junto a la entrada sur y entró corriendo entre agentes con cara aturdida y rifle en mano. Hablaban a borbotones y un joven alto no cesaba de repetir, mientra acariciaba el cerrojo de su Ithaca:
—Sicópata, jodido sicópata.
Se abrió paso entre desaliñados que rondaban junto a las ventanillas de billetes. Lloyd vio a un sargento de uniforme que tomaba notas. Le palmeó el hombro.
—Hopkins, Homicidios. ¿Qué tenemos?
El hombre soltó una risotada.
—Tenemos un caso de chiflado con metralleta. Un borracho tanteaba las taquillas de la consigna, junto a la Sexta, cuando el sicópata ese sale del bar y se pone a disparar. Al borracho no le pasó nada, pero los armarios hechos pedazos y también una señora mayor, una maletera alcanzada por un rebote. Una ambulancia se la ha llevado al Hospital General. Los del bar dicen que sonaba como una ametralladora, ratatatatá. Mi compañero está tomando declaración al vagabundo y a otros testigos; ratatatá.
Lloyd sintió pequeños chasquidos a cada imitación del sargento.
—¿Hay un puesto de dulces frente a esas consignas?
—Sí, señor.
—¿Y que hay del sospechoso?
—Seguro que muy lejos ya. El vagabundo dice que metió el arma bajo el abrigo y salió por la Sexta. Muy fácil de perderse allí.
Lloyd asintió y se fue corriendo a la entrada de la Sexta. Todo el fondo estaba cubierto por armarios con llave y ranura para monedas. Frente a ellos, casetas de suvenires, chucherías y revistas porno. Al mirar de cerca vio que del 403 al 430 estaban cosidos a balazos y, como sospechaba, el bar del que salió el atacante estaba justo frente al 416.
Se fue hacia el bar y, al llegar frente al puesto, volvió la cabeza mirando con fijeza al tendero, pillándole en un gesto de odio a la bofia. Giró sobre sus talones y se le acercó rápido, asiéndole por la mano.
—Policía. Creo que alguien dejó una llave para mí.
El hombre se puso pálido. Balbució:
—Y…, yo no sabía lo del tiroteo. El tipo me dijo si quería ganar veinte pavos por dar la llave a un hombre que vendría a por ella. Yo no quería meterme en nada de tiros.
La furia misma de sus chasquidos mentales hizo que Lloyd musitara muy bajo:
—¿Me estás diciendo que el hombre que te dejó la llave es el mismo que armó el tiroteo?
—Pu… pues, sí. ¿Por eso no me colgarán complicidad, verdad?
Lloyd sacó la foto manoseada de Goff.
—¿Era este hombre?
El hombre asintió con la cabeza, después negó.
Si y no. Se parece tanto a él que podría ser su hermano, pero el de la metralleta tenía la cara más fina y la nariz más larga. El parecido es muy grande, pero tengo que decir que no.
—Dígame cómo era el vagabundo borracho.
—Eso es fácil, agente. Un tipo grande y corpulento, fuerte, de pelo oscuro. Bastante parecido a usted.
El chasquido final brilló como un anuncio intermitente de neón que decía a todo el mundo:
«Idiota, ceporro, tragón de cebos. Era Havilland.»
La trampa era para «él», no para Olfield. La había montado Olfield, no Goff. Aunque quedaban cabos difíciles de resolver, estaba claro que Havilland lo había dispuesto todo desde el primer momento, sabiendo por la ficha policial los métodos que él mismo utilizaba; plantó un informe sobre Olfield para que lo robara. Los discos del Noctámbulo, las fotos de Linda en el despacho, manipulando como marionetas a Linda, Stanley Rudolph, Goff, Herzog y quién sabe cuántos más cómplices conscientes o no del doctor. La brillantez de la jugada le había dominado; se había clavado a un muro con estiletes confeccionados por él mismo.
Y antes de que los clavos hicieran más sangre, Lloyd se fue a la consigna y metió la llave en la taquilla 416. La puerta se atascó un momento y luego se abrió. Dentro había un Python del tres-cinco-siete y un fajo de veintes sujetos por una goma. Sacó el revólver; el tambor estaba vacío pero olía algo a parafina y en la ranura del percutor una pegatina de plástico, con un escrito: Christie LAPD.
Los estiletes se clavaban más, espoleados por dentro y por fuera. Lloyd cogió el coche y fue a la Central.
Encontró la planta de Asuntos Internos llena de gente uniformada y de paisano. Un agente de uniforme se le acercó y explicó:
—Mi compañero y yo acabamos de traer a Martin Bergen, lo atrapamos en el Parque Mc Arthur dando de comer a los patos. Ha renunciado a sus derechos. Unos sabuesos de Asuntos Internos están ahora con él para hacerle cantar.
Lloyd se fue corriendo hasta el salón del fiscal, al fondo del pasillo. Unos agentes de paisano miraban por el cristal de una dirección. Empujando entre ellos, pudo ver a Martin Bergen, Fred Gaffaney, un taquígrafo y una mujer que supuso sería abogado de oficio, todos en una mesa llena de blocs, bolígrafos y papel impreso. La mujer le murmuraba algo a Bergen y el taquígrafo punteaba sobre la máquina. Gaffaney manoseaba el pasador y punteaba en la mesa.
Vio unos cables que corrían por el cielo raso y le dijo al hombre más cercano:
—¿Están transcribiendo en otra parte el interrogatorio?
—Está conectada al despacho del capi. Hay otra taqui allá.
—¿Auriculares?
—Altavoz.
Lloyd sacó su bloc y escribió: John Havilland, médico. Consulta en 1710 Century Park Este. «Todas las llamadas desde domicilio y despacho de los últimos doce meses.» Se fue por el pasillo hasta la puerta del antedespacho de Gaffaney. La secretaria le abrió con una mirada hostil; Lloyd dijo:
—El capitán quiere que escuche desde aquí el interrogatorio de Bergen. ¿Podría hacerme un favor y pedir que Telefónica investigue esto?
La mujer frunció la cara.
—El capitán ha ordenado que no abandone el despacho. Hoy mismo han robado una bolsa de marihuana que era una prueba. Tuvo que soltar al sospechoso y se enfadó mucho por ello.
Lloyd sonrió.
—Es una lástima, pero lo pide el propio Thad Braverton. Me quedo guardando la fortaleza.
El rostro de la mujer se endureció aun más.
—Está bien, pero que nadie entre aquí.
Cerró la mano sobre el bloc y se fue a los ascensores. Lloyd cerró por dentro y pasó al despacho de Gaffaney. Una taquimeca con pinta de abuela aporreaba una máquina mientras el altavoz emitía la voz seca de Gaffaney.
—…y está aquí presente su asesor legal. Antes de empezar las preguntas, señor Bergen, ¿tiene algo que declarar?
Lloyd acercó una silla y sonrió a la mujer, la cual puso un dedo en los labios apuntando al altavoz justo cuando éste vibró atronando con una risotada ampliada electrónicamente, seguida de la voz de Bergen.
—Sí. Quiero que tomen nota de que ese prendedor de corbata me la chupa. Si en LAPD hubiera honradez, te meterían cinco arrestos por bancarrota estética, uso de emblemas fascistas y falta de clase en general. Adelante con el interrogatorio, capitán.
Gaffaney se aclaró la garganta.
—Agradezco su comentario gratuito, señor Bergen. Y empezando con el interrogatorio, detallaré algunos hechos concretos. Si usted no está de acuerdo con ellos puede formular la protesta correspondiente. Uno, usted es Martin D. Bergen, 41 años; le expulsaron de LAPD tras dieciséis años de servicio. Cuando estaba en el Cuerpo era muy amigo de Jack M. Herzog, actualmente en paradero desconocido. ¿Son correctos estos hechos?
—Sí.
—Muy bien. Seguimos. Hace seis días fue usted interrogado por un detective de LAPD, sobre el paradero de Herzog; usted le dijo que llevaba aproximadamente un mes sin verle, y que en sus últimos encuentros lo había encontrado «malhumorado». ¿Es eso correcto?
—Sí.
—Y continuando con las preguntas, ¿desea usted modificar la declaración que hizo al detective?
La voz de Bergen fue un puro susurro.
—Sí. Jack Herzog está muerto. Se suicidó con sobredosis de barbitúricos. Descubrí el cuerpo en su casa con un mensaje de despedida. Lo enterré en una cantera cerca de San Berdoo.
Lloyd escuchó la voz de la abogada furfullar palabras de advertencia. Bergen le gritó:
—¡No! ¡Me cago en Dios! Quiero contarlo todo.
Se produjo un crescendo de voces y al final se impuso la de Gaffaney:
—¿Recuerda dónde enterró el cadáver?
—Sí. Os llevaré allí si queréis.
—Sin querer poner palabras en sus labios, señor Bergen. ¿Diría usted que la declaración anterior al detective, sobre el agente Herzog, fue incorrecta y engañosa?
—Lo que le conté a Hopkins era pura mierda. Cuando hablé con él, Jack llevaba tres semanas enterrado. ¿Sabes? Creía poder librarme de todo esto. Luego empezó a corroerme por dentro. Me emborraché para escapar de ello. Si esos polis no me hubiesen encontrado, habría venido aquí antes de mucho. La mierda en que estaba metido Herzog tiene que ser muy gorda, si no de qué ibais a poner una orden de busca y captura contra mí. Supongo que me podéis acusar de dos delitos menores; por ocultación de cadáver y por recibir documentos robados. Así que haz las preguntas o deja que haga mi declaración y la firme, para que me acuséis y me pongan enseguida la fianza. ¿Vale, querido Fred?
Se produjo un largo silencio. Esta vez lo rompió Gaffaney.
—Habla, Bergen. Intercalaré algunas preguntas si lo considero necesario.
El altavoz se llenó del ruido de una respiración. El cuerpo de Lloyd se iba poniendo tenso. Cuando estaba a punto de estallar, Bergen dijo:
—Jack siempre se esforzaba al máximo; no tenía los escapes de otros polis. Ni bebida, ni juergas, ni gatitas. Sólo leer, cavilar y competir contra sí mismo. Soñaba con imitar a aquellos héroes guerreros que adoraba. Se comía el coco y eso le afectó. Los seis meses antes de su muerte estaba obsesionado con rehabilitarme, abriendo fisuras en la credibilidad de la Policía, dándole una imagen negativa para que la vergüenza de mi destitución fuera una cosa menor. Hablaba, hablaba y hablaba de ello, porque él era un héroe, y como me quería, tenía que transformarme de cobarde en héroe para que nuestra amistad fuese real.
»Por aquel entonces, conoció a un tipo en un bar. Éste le presentó a otro fulano al que Jack llamó «genio enamorado de expedientes». Era una especie de gurú que sacaba la pasta a esos pobres seguidores de gurús, ayudándoles en sus problemas y todo eso. Engañó a Jack para que robara algunos expedientes que les venían bien a los dos: a la brecha de credibilidad de Jack y al ansia lunática de información secreta del gurú. Tuve esas fichas: cuatro de jefes pluriempleados, de jefes nocturnos en fábricas (donde también había expedientes), otro era Jack Rolando, el de la Tele, y el último, ya sabes, era Lloyd Hopkins. Jack pensó que los datos de esos archivos darían una imagen bochornosa de LAPD «y de paso» le venían bien al gurú.
Gaffaney le interrumpió.
—¿Tienes todavía esas fichas?
—No. Las leí y se las devolví a Jack. Pensé en aprovecharlo para artículos del periódico, como homenaje a él, pero luego decidí que sería un homenaje a su locura y desistí.
—Cuéntame más sobre el que llamas gurú y sobre su amigo.
—Conforme. Primero, no sé cómo se llaman, aunque sí que Jack estaba a tratamiento con el gurú, ayudándole a ver claro en la maraña de pensamientos que le perturbaban. El gurú tenía unas frases extravagantes como «más allá del más allá» y «tras la puerta verde», que es el título de una vieja canción. Además esas dos frases estaban en la nota suicida de Jack.
Lloyd cogió el teléfono y marcó el número que, estaba seguro, confirmaría por completo la culpabilidad de Havilland.
—¿Diga?
Volviendo la espalda a la mecanógrafa murmuró:
—Soy yo, Linda.
—¡Hopkins, cariño!
—Escucha, no puedo hablar, pero la otra noche murmurabas «más allá del más allá» y algo sobre «puertas verdes». ¿De dónde has sacado esas frases?
—Del doctor Havilland. ¿Por qué? Pareces muy raro, Hopkins. ¿Qué pasa?
—Te lo diré más tarde.
—¿Cuándo?
—Pasaré por ahí en algo así como un par de horas. Quédate en casa. ¿Conforme?
La voz de Linda se volvió seria.
—Sí. Es él, ¿no es cierto?
—Sí.
Colgó el teléfono y cogió a Bergen en mitad de una frase.
—… por la espuma de la boca supe que había tragado exceso de barbitúricos. Solía decir que si alguna vez cogía el «tren de noche», nunca lo haría con un revólver.
Gaffaney soltó un largo suspiro.
—El sargento Hopkins registró la casa de Herzog y encontró todo lavado con detergente. ¿Notó esas marcas cuando descubrió el cadáver?
—No. Ninguna.
—¿Recuerda literalmente la nota de Herzog, aparte de esas frases que ha mencionado? ¿Explicaba los motivos del suicidio?
Bergen recitó lentamente:
—Aquí acaba nuestra compañía, chaval. Te contaré todo lo que quieras saber, menos eso. Y tú no tienes el salero para sacármelo.
El altavoz se sacudió con unas palmadas en la mesa.
—Vamos a interrumpir esto por unas horas. Hemos dispuesto una celda de detención para usted, señor Bergen. Si lo desea, su abogada puede acompañarle. Pasaremos más tarde a recogerla. Sargento, acompañe al señor Bergen a su residencia provisional.
El altavoz quedó muerto. Lloyd se levantó y se fue a la ventana del pasillo a tiempo para ver a un policía de paisano que acompañaba a Bergen y a la abogada a las escaleras que bajaban a la planta cinco de celdas para detenidos. Bergen parecía agotado tras la confesión; hombros caídos, ojeroso, andares vacilantes. Lloyd saludó a su espalda cuando se perdió de vista en el rellano y se volvió al ver que la secretaria de Gaffaney llamaba a la puerta con unos papeles en la mano.
—Tengo la información, sargento.
Lloyd abrió y cogió unas páginas.
—Déjeme explicarle esta lista. La supervisora no me dio las llamadas hasta hace dos días desde casa y el despacho. Verá que sólo en muy pocas está la dirección y el nombre; es porque se han hecho a cabinas públicas. ¿No es muy raro? Las cabinas están identificadas junto a los números. ¿Era eso lo que quería?
Lloyd sintió otro chasquido.
—Excelente. ¿Puede hacerme otro favor? Llame a la jefa de supervisoras y que intente averiguar las llamadas a los dos números desde cabinas en los últimos días. Dígale que llame a Homicidios y Robos con los datos. Insista en que es de suma importancia para un asesinato múltiple. ¿Lo hará por mí?
—Sí, sargento. ¿Va a hablar con el capitán? Sé que le interesa mucho lo que está haciendo.
Lloyd lo negó con la cabeza.
—No. Si me necesita, estaré en mi despacho. No voy a molestarle con esto de las llamadas. Ya tiene bastante encima.
La secretaria de Gaffaney bajó la mirada.
—Sí. Trabaja demasiado y muy duro.
Lloyd subió corriendo a su oficina, pensando si el converso cazador de brujas ponía los cuernos a su mujer. Al cerrar la puerta, leyó la lista de teléfonos sintiendo el chasquido chocar con la charla de Hubert Douglas sobre Goff: «Se autodefinía como paranoico justificado y decía que borraba las pistas hasta para echar una meada, sólo para seguir con la jodida costumbre». También las llamadas de Havilland a teléfonos públicos podían llamarse paranoia justificada. La mayoría correspondía a cabinas cercanas a las casas de Herzog, Goff y Olfield. Las llamadas a Herzog empezaban en Noviembre: coincidía con la declaración de Bergen de que Herzog empezó a tratar con el gurú hace seis meses. Terminaban a fines de Marzo, sobre la fecha del suicidio. Las de Goff se extendían desde el comienzo de la lista hasta el día siguiente al asesinato en la tienda. Con Olfield se había comunicado todo el tiempo, de principio a fin.
Se fijó en el resto de las llamadas; sacó un mapa plegable de todo el Condado, esperando que encajase con la teoría de Bergen de «aquellos pobres desgraciados ansiosos de venerar a un gurú». De la lista del informe al catálogo de calles y al plano. Cinco localizaciones; las cinco confirmadas. Click. Click. Click. Click. Click. Las cabinas de los cinco grupos estaban en centros comerciales de lujosos barrios residenciales: Cañón Laurel, Robles Sherman, Palosverdes, San Marino y Bunker Hill.
Resumen: Dejando aparte posibles «seguidores» que viviesen cerca, y por lo tanto no se registraban las llamadas, o sea, Century City y Beverly Hills, el doctor tenía por lo menos cinco personas, tal vez inocentes o enfermos violentos a quienes «trataba».
Pregunta sin respuesta: Aplicando el esquema de paranoia justificada, es evidente que tratará de enmascarar toda posible investigación. Entonces, ¿dónde se reunían él y sus pacientes?
Lloyd recordó los diplomas de su despacho: Facultad de Harvard, dos Hospitales de la zona urbana de Nueva York. Click. Click. Goff nació y se crió en Nueva York. ¿Estarían en contacto cuando fue interno? Todas las claves estaban en el pasado, protegidas por el secreto médico. Lloyd se imaginó a sí mismo como un devoto de gurús escribiendo un libro, sin nada más que afición y un teléfono. Cinco minutos después, el teléfono se había convertido en una máquina del tiempo viajando como un rayo en pos del pasado del doctor.
El truco del libro resultó. Años antes de su etapa secreta, el doctor era muy dado a la autobiografía, que quedó registrada para la posteridad en los Anales de la Facultad de Medicina de Harvard en un ensayo de introducción, calificado por su tutor como «Un auténtico ejemplo tanto de maestría en el lenguaje como de brillantez y genialidad en la exposición de motivos evidentes para llegar a ser un siquiatra».
Y gracias a los recuerdos del efusivo tutor y al ensayo, Lloyd se enteró de que el gurú curacocos nació en Scardale, N.Y., en 1945, y que a los doce años perdió a su padre, desaparecido, quedando John y su madre muy ricos. A las tres semanas de la desaparición de su padre, John tuvo una lesión cerebral que produjo pérdida parcial de memoria y fantásticas imágenes de su padre, una mezcla de ilusión y realidad que su madre alcohólica no podía aclararle. Símbolos del bien y el mal en su memoria (placenteros viajes en la noria del Bronx, el interrogatorio de los policías a la muerte de su padre) desgarraron a John y le impulsaron a «conocerse a sí mismo» y «ayudar desinteresadamente» a otros a conocerse a ellos mismos. En 1957, a los doce años, John Havilland decidió llegar a ser el mejor siquiatra de todos los tiempos.
Lloyd dejó que el tutor siguiera con los halagos para enterarse de que, en Harvard, Havilland estudió las terapias del sueño simbólico y publicó artículos que fueron premiados sobre manipulación sicológica y técnicas de lavado de cerebro. Explicaba cómo, interno en el Hospital de Castleford, trató a delincuentes remitidos por el juez, con unos resultados increíbles: sólo una mínima parte reincidía. Y concluyó con las palabras:
—Y el resto de la obra del Doctor Havilland se realiza en Los Ángeles; suerte con el libro.
El tutor se calló, esperando una réplica. Lloyd murmuró:
—Gracias. —Y colgó.
No hubo suerte en las llamadas a los Hospitales; no divulgarían información sobre el doctor John Havilland ni podían asegurar que Thomas Goff había sido tratado allí. La última posibilidad con el teléfono era los «símbolos del mal» de un niño de doce años.
Llamó a la Policía de Scardale. Tuvo que pasar, uno tras otro, por telefonistas, empleados, agentes, hasta enterarse de que los archivos se incendiaron en 1961 y no había nada anterior. Estaba a punto de colgar cuando un policía jubilado que estaba de visita cogió el teléfono.
Aquel hombre le contó que por los cincuenta un ricachón repugnante llamado Havilland fue el principal sospechoso de asesinato de un guardián de Sing Sing llamado Duane Mc Evoy, quien, a su vez, era sospechoso de asesinatos sexuales de varias jóvenes del Condado de Westchester. También se acusaba a Havilland de haber incendiado una manzana entera de casas viejas y abandonadas en el barrio pobre de Ossining, incluida una mansión destartalada que el jefe de Policía había descrito como «Fábrica de torturas». Havilland había desaparecido en las fechas que el cadáver acuchillado de Mc Evoy se encontró flotando en el Hudson. Hasta lo que él sabía, nunca le pudo detener la policía ni volvió a ser visto más.
Después de colgar, Lloyd veía que sus clicks iban formando un entramado de evidencias. John Havilland se había fijado en él como un adversario, citando el parecido con su padre de pasada en su primera entrevista. La obsesión por el poder paterno le llevó a crear un equipo de «vástagos», débiles de voluntad (entre ellos Goff y Olfield), que moldeaba como propagadores de su plaga y lanzándoles a misiones de horror. Seguramente Goff se encontró con Havilland en el hospital de Castleford poco después de su libertad condicional en Attica. El «tratamiento» del doctor le había liberado de sus tendencias criminales que le habían dominado hasta entonces, lo que explicaba su impecable trayectoria después de Attica. Seguramente Goff era el que reclutaba «seguidores» de gurús de Havilland; sus rondas por bares y los testimonios de Morris Epstein y Hubert Douglas lo indicaban así.
Los clicks de Lloyd dejaron el terreno de la evidencia para aventurarse en las elucubraciones de un salto salvaje que sin embargo sonaba a «acertado»: Goff estaba muerto, posiblemente asesinado por Havilland tras la barbaridad con el 41 en la licorería. Havilland fue el artífice del montaje en casa de Goff, dejando el álbum del doctor John, el Noctámbulo, como cebo. El hombre que vio el casero entrar en casa de Goff era Olfield, disfrazado de Goff. Havilland mató personalmente a Howard Christie.
Idiota. Ceporro. Imbécil. Tragacebos. La venganza abordó la mente de Lloyd. Se levantó y empezó a dirigirse al despacho de Thad Braverton, pero se detuvo al ver, como una barrera, el cartel Jefe de detectives en la puerta. «Todas sus pruebas eran circunstanciales, supuestas y teóricas.» No podía presentar pruebas sólidas para arrestar a John Havilland.
Forzando sus motores físicos y mentales, Lloyd bajó a la planta cinco y vio en la primera celda a Martin Bergen, mirando por la rejilla.
—Hola, Marty.
—Hola, Hopkins. ¿A regodearte con el triunfo?
—No. A darte las gracias por tu confesión. Ha sido de gran ayuda.
—Estupendo. Seguro que harás un magnífico collar para el perro y marcarás otra muesca para tu leyenda.
Lloyd le contempló fijamente. El enrejado proyectaba rayas oscuras en su cara.
—¿Tienes la más mínima idea de lo gordo que es este lío?
—Claro, acabo de oír casi todo el cuento. Una pena que no pueda escribirlo.
—¿Quién te lo ha contado?
—Una fuente de información. Si no las tuviera, sería un periodista de mierda. ¿Algo nuevo sobre el gurú?
Lloyd asintió.
—Sí. Creo que todo encaja ahora. ¿Por qué no me dijiste lo que sabías cuando hablé contigo entonces?
Bergen soltó una risotada.
—Porque no me gusta tu estilo. He hecho lo que debía y he dado la cara, Hopkins, así que estoy limpio. No me pidas que te bese el culo.
Lloyd agarró el enrejado hasta casi tocarle la cara.
—Entonces besa esto, hijo de puta: si me lo hubieses dicho entonces, Christie seguiría vivo hoy. Añade esto a la lista de tus culpas.
Bergen se echó para atrás. Lloyd se alejó, dejando que sus palabras quedaran flotando como una lluvia radioactiva venenosa.
Mientras iba hacia el oeste, a Hollywood, Lloyd pensaba en las preguntas que aún no estaban contestadas, dándose a sí mismo respuestas que le parecían tan claras como las comprobadas. ¿Sabía Havilland que Jungle Jack Herzog estaba muerto? No. Lo más probable era que diera por hecho que la vergüenza de Herzog por el «más allá» le impedía denunciar al mundo, y en especial a la Policía, al hombre que «le hizo traspasarlo». ¿Las marcas de limpieza del piso de Herzog? Probablemente Havilland; probablemente después de la masacre de la licorería, cuando vio que Goff ya no servía. Goff había reclutado a Herzog, habría estado en la casa, y quedarían huellas dactilares. Havilland tenía que destruir ese posible rastro, pero con Herzog quedó un flanco al descubierto.
Lloyd se obligó a pronunciar en voz alta la palabra tabú. Homosexual. Se palpaba en la veneración por los personajes heroicos; en su temeraria necesidad de buscar el peligro como policía; en la falta de interés sexual con su chica poco antes de morir. Bergen se negaba a dar detalles del mensaje suicida porque lo decía allí expresamente, a la vez que revelaba el trágico defecto de Havilland implícitamente: quería que Herzog fuese un testimonio errante de su poder, del poder de quien sacó de su rincón a un valiente y macho policía.
El odio se agarró a Lloyd con tal fuerza que tuvo miedo de que su cerebro estallase volándole la cabeza. Pisó a fondo en un acto reflejo de su rabia. La Avenida Highland aparecía borrosa ante él. De pronto una frase del artículo de Bergen en homenaje a Herzog le hizo levantar el pie y frenar: «Resucita los muertos en este día». Sonrió; Jack Herzog iba a volver del «más allá del más allá» e incriminar con un truco al hombre que le empujó hasta la muerte.
Lloyd pasó el Auditórium y se metió en la Windemere, soltando una maldición al ver que el Mercedes no estaba frente a su casa y además no era fácil irrumpir en ella por las barbacoas instaladas por algunos vecinos. Paró el coche y se asomó por la ventana; seguían echadas las gruesas cortinas. Maldiciendo de nuevo, se fue al jardín, parándose al ver algo blanco que destacaba en el césped verde.
Lo cogió; era un trozo de esparadrapo con una mancha que parecía sangre coagulada en la parte adherente. Otro click, esta vez seguido de un signo de interrogación. Recogió la tira y se fue hacia el sur a comprar material para armar su trampa.
Paró en la armería Barra Dorada, en La Brea. Sacó de la guantera el Mágnum 357 de Howard Christie y miró las cachas; eran de nogal veteado con tornillos en los extremos; desmontables, pero con estrías demasiado profundas como para que quedasen huellas claras. Maldiciendo su mala pata, entró con el revólver y mostró la placa al dueño. Le dijo que quería un revólver con cachas desmontables de madera pulida pero que también sirvieran para el Mágnum. El armero cogió un destornillador y puso una serie de revólveres en el mostrador. Diez minutos después, Lloyd era trescientos cinco dólares menos rico y dueño de un Ruger 44 con gruesas cachas de cerezo. En deferencia a su placa, el armero obvió los tres días de espera reglamentarios. Lloyd se fue a una cabina confiando que la suerte siguiera con él.
Y siguió. La telefonista de Homicidios tenía un mensaje urgente. «Llamar a Katherine Daniel, Compañía Telefónica Bell, 623-1102, extensión 129.» Lloyd marcó el número y escuchó una voz ronca de mujer divagando sobre el respeto a su difunto padre policía que le había hecho «mover el culo» y conseguir la información pedida.
—… y entonces me fui a la sala de ordenadores y saqué los datos recientes de los dos números. Ninguna llamada, ni ayer ni hoy, desde la casa ni desde el despacho. Y como me jodió un poco, empecé a mirar al tío ese, Havilland. Empecé con sus facturas en los datos de ordenador. Siempre pagó con cheque las dos facturas, menos diciembre, que lo hizo un tal William Nagler; fui tirando del hilo de Nagler. Ha pagado cada mes la factura de su teléfono y la de otro más en Malibú. Vive en Cañón Laurel; en sus talones figura esa dirección, su prefijo es de allí. Pero…
—Vaya más despacio a partir de ahora. Estoy tomando nota.
Katherine Daniel tomó aliento y continuó:
—Está bien. Como le decía, el tal Nagler paga ese teléfono de Malibú (cuatro-cinco-dos, seis-uno-cinco-uno. No figura en la Guía); mientras pague la factura, a la Compañía como si vive en Tombuctú. En fin, hice un muestreo de las llamadas del 6151 del año y veo un montón de cabinas como el que le dio la compañera. Saqué también datos de ayer y hoy del ordenador, las interurbanas, todas con prefijo de otra zona, ¿los quiere?
—Sí; pero por favor, despacio ¿Tiene nombres y direcciones?
—¿Qué se cree, que hago las cosas a medias? ¿Que sólo muevo medio culo?
A Lloyd le sonó casi histérica su propia risa forzada.
—No, claro que no. Adelante.
—Bien. Seis-dos-tres, ocho-nueve-uno-uno, Helen Heilbrunner, Torres de Colina Bunker, apartamento ocho-cuarenta y tres; tres-uno-siete, cuatro-cero-cuatro-cero, Robert Rice, Via Esperanza; uno-cero-seis-siete-siete, Finca Palos Verdes; cinco-cero-dos, dos-dos-uno-uno, Monte Morton, plaza La Granje uno-doce, Robles de Sherman; cuatro-ocho-uno, uno-dos-cero-dos, Jane O’Mara, Círculo Leveque, nueve-nueve-cero-nueve, San Marino; dos-siete-cinco, siete-ocho-uno-cinco, Linda Wilhite, Wilshire nueve-ocho-nueve, Los Ángeles Oeste; cuatro-siete-cero, ocho-nueve-cinco-tres, Lloyd W. Hopkins, Kelton tres-dos-nueve-cero, L.A. Oiga, ¿no será pariente suyo?
La risa de Lloyd salió mucho más perfecta.
—No. Hopkins es un nombre muy corriente. ¿Tiene número y dirección de Nagler?
—Claro. Barranca Woodbridge cuatro-nueve-ocho-cero, Cañón Laurel, Cuatro-seis-tres, cero-seis-siete-cero. ¿Lo tiene todo?
—Sí. Te saludo, mi dulce Katherine.
Se oyeron unos gorjeos roncos por el aparato.
Sudando, sin fuerza en las piernas por la tensión, llamó al número directo del Holandés, en la Comisaría de Hollywood. Le respondió el sargento de guardia: el Capitán Peltz estaría fuera toda la tarde, pero cada hora llamaría para coger mensajes. Con voz muy pausada Lloyd le explicó lo que quería: el Holandés tenía que mandar equipos de confianza a las direcciones que él daba, y asustarles con «preguntas de rutina» a todos los que reaccionasen ante las contraseñas «más allá del más allá» y «tras la puerta verde». Le dio todos los nombres y direcciones, quedándose con los datos de Nagler; hizo que le repitiera el mensaje. Él llamaría también cada hora para recalcar al Holandés la urgencia del caso. Colgó.
Venía ahora la parte peligrosa. La parte de arriesgar la vida de una mujer inocente en aras de acusar a un asesino, lo que, de paso, era una acusación contra su empeño en negar todo lo ocurrido cuando la muerte de Terry Verplanck. Conduciendo hacia la casa de Linda, Lloyd rogaba para que ella dijera o hiciera algo que probara si su plan era bueno o no, ahorrándose ambos reproches de cobardía o de voluntad impensada.
Linda abrió la puerta con una copa en la mano. Su postura y el brillo de sus ojos eran de indignación pasando hasta la ira, una puta a la que le follan muy de vez en cuando. Lloyd se acercó a besarla, pero ella se apartó.
—No; primero cuéntame. Y después no me toques o perderé los estribos.
Lloyd entró al salón y se sentó en el sofá, asustado de que la rectitud de Linda desbaratara sus esquemas. Sacó la Mágnum y la puso en la mesita. Linda cogió una silla y miró el arma sin pestañear.
—Cuéntame, Hopkins.
Pendiente del más mínimo matiz de sus reacciones, Lloyd narró toda la historia de Havilland, terminando con la idea de que el doctor había jugado con ellos, contando con la atracción de, al menos, uno de los dos. Linda escuchó impasible todo el relato, pero cuando terminó, Lloyd vio que el terror la dominaba.
—¡Dios! Estamos ante el Moby Dick de los sicópatas. ¿Crees de veras que está por mis encantos, o que sólo es parte de su maniobra?
—Una pregunta muy acertada. Creo que, al principio, era sólo maniobra, pues quería dar imagen de gustarle las chicas. Después creo que estaba celoso de verdad por tu atracción hacia mí, aunque sólo fuera por haberme nombrado su adversario. ¿Tiene sentido? Tú le conoces mejor que yo.
Linda lo meditó un rato.
—Sí. Mi primera impresión era la de un individuo sin sexo. ¿Y qué viene ahora? ¿Qué pinta aquí ese revólver?
Lloyd se sintió reconfortado. Linda le aclaraba sus dudas con respuestas perfectas y preguntas adecuadas. Se le encendió una luz que alivió la opresión de su pecho. Sólo si ella se ofrecía claramente, él apoyaría la jugada peligrosa.
—No tengo ninguna prueba sólida. No puedo detener a Havilland y retenerlo. Te ha llamado hoy, ¿no es cierto?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—La investigación telefónica de que te hablé. ¿Qué quería?
—Le había llamado para decirle que dejaba el tratamiento. Lo recogió su contestador. Casi se pone de rodillas para que acepte una última sesión. Acepté.
—¿Cuándo?
—Hoy a las siete.
Lloyd consultó la hora: Las seis y cinco.
—Una pregunta, antes del revólver. La otra noche me hablaste de la muerte de tus padres, de los pensamientos de horror que te producía. ¿Le dijiste algo a Havilland? ¿Ha hecho hincapié en ello en tus visitas?
—Sí. Está obsesionado con ello, y con otras fantasías violentas que tengo. ¿Por qué?
Lloyd reprimió un escalofrío de miedo.
—Necesito las huellas de Havilland en este revólver. Cuando las tenga pondré estas cachas al revólver de Howard Christie, las cotejaré con las del DVM y le detendrán por asesinato en primer grado. Quedará detenido mientras encuentro pruebas. Lleva el revólver esta tarde a la consulta. Mételo en el bolso y no toques las cachas. Dile que tus fantasías son cada vez más violentas y que has comprado un arma. Dásela toda nerviosa, cogida del cañón. Si hace lo que creo, lo cogerá por la culata para explicarte cómo funciona y te lo devolverá. Vuelve a cogerlo, nerviosa, por el tambor y lo guardas en el bolso. Cuando termine la sesión vete a casa y espérame. Havilland no está prevenido y no corres peligro alguno.
La sonrisa de Linda le recordó a su hija Penny, que cuando se le enfrentaba era cuando más guapa estaba.
—Eso no te lo crees ni tú. Estás como un flan. Voy a hacer lo que dices, con una condición: con el revólver cargado. Si se asusta, quiero tener con qué defenderme.
Linda había dado su conformidad sin reserva alguna. Lloyd vio luz verde. Sacó seis balas del bolsillo y las puso en la mesa. El tiempo quedó detenido; le pareció pisar aire.
Linda le cogió por el brazo.
—Llevaba mucho tiempo esperando este momento —dijo.