CAPÍTULO DIEZ

—Antes de empezar, lee el Big Orange Insider de hoy.

Lloyd bajó la vista y se agitó en la silla pensando si Thad Braverton se tragaba su falso aspecto compungido. El apretón de manos había sido un buen comienzo, pero los ojos como alfileres de ira mal controlada desmentían la voz tranquila y autoritaria.

—¿De Martin Bergen?

—No. Para mi sorpresa, es obra de otro chalado antipolicía. Tú lee, Hopkins. Los comentarios de un tal agente Burnside son especialmente interesantes.

Lloyd se alzó y tomó el periódico de manos del jefe, mientras a su vez le entregaba el informe mecanografiado con pulcritud sobre Herzog y la licorería. Se sentó y leyó el relato exagerado del Insider sobre el tiroteo en el Bruno’s. El artículo a tres columnas era una crítica a la «justicia de pistolero» e insistía en «las vidas de inocentes jóvenes puestas en peligro por un gatillo flojo de Los Ángeles». Al final venían observaciones del agente de Beverly Hills Cari D. Burnside, veinticuatro años, «con la nariz entablillada por un reciente accidente de futin».

«El sargento Hopkins quiso detener a un sospechoso en una sala llena de gente inocente, sabiendo que iba armado y era peligroso. Debió hacerse acompañar por algún agente de Beverly Hills. Es indignante su cruel desprecio a la seguridad de los vecinos de Beverly Hills. Policías como éstos son los que manchan el buen nombre de los que, como yo, somos sensibles y conscientes a la seguridad ciudadana.»

Lloyd contuvo un ataque de risa y plegó el diario mientras observaba al jefe leyendo el informe. Le había costado cinco horas de trabajo en casa y detallaba ambos casos desde el principio, señalando los puntos comunes y afirmando su convicción de que Martin Bergen era inocente del asesinato más que probable de Herzog; el robo de Herzog de los seis expedientes personales y que el hombre del retrato robot «por fuerza tenía que haberlos visto, pues era la única explicación de que le identificara como policía en una sala llena de humo y de gente».

La última página era la prueba, las evidencias documentadas que esperaba calmarían a Thad Braverton y le salvarían de una vergonzosa censura. Por la noche volvió al Bruno’s y sobornó a dos obreros que limpiaban los destrozos de la tarde para que le dejaran buscar las balas del 41. Fijando las trayectorias aproximadas y mirando palmo a palmo las paredes con una linterna había encontrado dos balas. Artie Cranfield y su microscopio hicieron el resto, consiguiendo el irrefutable informe balístico: «Las tres balas de la licorería y las de las paredes del Bruno’s Serendipity han sido disparadas por la misma arma».

Thad terminó de leer y clavó en Lloyd una mirada impasible.

—Aplausos tímidos, Hopkins. Iba a suspenderte, pero en vista de esto quedará sólo en reprimenda: no te metas jamás en otra jurisdicción sin engrasar antes los patines de su jefe. ¿Me lias comprendido bien?

—Sí, jefe. —Forzó su rostro en un semblante dócil.

Braverton se echó a reír.

—No te hagas el compungido, pareces un colegial después de su primer polvo. Estás al cargo del caso de la tienda por Robos y Homicidios, ¿cierto?

—Cierto.

—Pues sigue con ello a jornada completa. El caso Herzog lo paso a Asuntos Internos. Lo llevarán en secreto, es imprescindible. Si Herzog estaba complicado en algo delictivo, no quiero que llegue a la prensa. Asuntos Internos tiene medios para investigar esos archivos con discreción. Son empresas muy importantes y no quiero que andes pisándoles los callos. ¿Capito?

—Sí. —Su rostro se puso como un tomate.

—Bien. Dispondré algún tipo de contacto con Asuntos Internos para que puedas intercambiar información. ¿Cuál es tu paso siguiente?

—Quiero un gran esfuerzo para identificar a ese mamón. El retrato robot es de gran parecido; quiero que los polis de todo el condado lo estudien bien. Te diré lo que pienso hacer: una reunión a puerta cerrada, aquí, esta tarde, de gente de todos los departamentos de LAPD y de los del Condado. Nada de moscones de prensa. Sacaré diez mil copias y diré que las repartan cuando la lista. Les contaré lo que me pasó con él y les daré mis notas y una descripción del tipo ese. Cuando sepamos quién es, pediremos orden de busca y captura y empezaremos desde ahí.

Braverton golpeó la mesa con ambas manos.

—Es todo tuyo. Ahora mismo mi secretaria avisa a todas las divisiones y departamentos. ¿Vale a las dos y media? Dará tiempo a que vuelvan a sus comisarías y repartan las copias antes del turno de noche. Encárgate de las copias.

Lloyd se levantó.

—Gracias. Me podías haber empaquetado y no lo has hecho. —Se fue hasta la puerta, se volvió y preguntó—: ¿Por qué?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

El jefe suspiró.

—Está bien, te lo diré. Sólo cuatro sabemos los hechos «exactos» del año pasado: tú y Peltz, por supuesto, y el gran jefe y yo. Seguro que sabes todos los rumores que corren, que unos te admiran por aquello, mientras otros opinan que te debieron meter un paquete. Yo te quiero por lo que hiciste, y aunque soy un hueso para muchos, acepto mucha mierda de la gente a la que quiero.

Lloyd se escurrió por la puerta al oír las últimas palabras. No quería que viese que estaba a punto de llorar.

Cuatro horas después, Lloyd estaba tras el atril de la sala principal del Central Parker, contemplando a unos doscientos polis de uniforme y de paisano, entre hombres y mujeres. Se les había dado una carpeta al entrar: contenía cincuenta copias del retrato robot y de la siguiente nota:

Sospechoso de homicidio múltiple. Blanco, de tez clara, edad treinta a treinta y cinco, color de ojos desconocido, uno sesenta a uno ochenta, setenta a ochenta kilos. Conduce un último modelo japonés amarillo. Armado con un 41 antiguo. Frecuenta bares de ligues y esnifa coca.

Este hombre cometió los tres asesinatos del 23 de Abril en el almacén de bebidas de Hollywood.

Considérenlo armado y sumamente peligroso.

Cuando tomaron asiento los últimos, Lloyd levantó un ejemplar del Los Angeles Times y habló por el micro.

—Buenas tardes. Por favor, presten toda su atención. En el Times de hoy, página dos, hay un relato completo de mi encuentro anoche con el hombre cuyo retrato tienen. La única razón de que siga vivo es que el sujeto usa un revólver de efecto simple. Oí cómo lo amartillaba antes de dispararme, y pude esquivar el primer disparo. Si hubiera utilizado un arma de doble acción, ahora yo estaría muerto.

Lloyd recorrió con la vista el auditorio; vio que se los había ganado. Continuó:

—Después de un cruce de disparos, el hombre escapó. Todos los «rasgos destacables» de este individuo están en el retrato robot; y el parecido con el retrato es algo extraordinario, lo compuso un testigo inteligente y después otros dos lo confirmaron. ¡Ese es nuestro hombre! Ahora quisiera añadir algunos comentarios personales sobre ese asesino.

Esperó, al ver que los policías estudiaban la documentación y tomaban notas. Cuando las miradas empezaron a dirigirse al atril, prosiguió:

—La semana pasada, este hombre mató a tres personas de tres tiros perfectos a la cabeza, de tirador de primera. Anoche me disparó a cuatro metros y falló. Sus otros cuatro tiros fueron alocados, producto del pánico. Creo que es un sicópata y seguirá disparando y matando hasta que lo maten a él o lo capturen. Es necesario un esfuerzo de todos para identificarlo. Quiero que se distribuyan a «todos» los policías del Condado y a los chivatos de confianza. Como consume coca y anda en bares nocturnos, que «todos» los de vicio y narco utilicen sus soplones y sus contactos en bares. Según algunos testigos, menciona a «un fulano extraordinariamente listo» que conoce, así que puede que tenga un socio. Quiero que arrestéis «a punta de pistola» a todo el que se parezca mucho para interrogarle a fondo. A todos los traéis aquí, al calabozo de Central Parker. Estaré yo, a partir de las cinco, con un experto en leyes para que les haga firmar renuncias a reclamar por arresto injustificado. Algún inocente se llevará un buen susto, pero es inevitable. Toda pista, policial o no, dármelas a mí, sargento Lloyd Hopkins, Central Parker, a la extensión cinco-uno-nueve.

Dejó que todos terminaran de tomar nota, consciente de que el interés provocado hasta entonces era puramente profesional. Se aclaró la voz, dio unos golpecitos en el micro y se fue a por su fibra sensible personal.

—Tenéis razones de sobra para comprender que la captura de este sujeto tiene máxima prioridad entre todos los asuntos de California Sur, pero os daré otra mejor: ese hombre es el máximo sospechoso de la desaparición y probable asesinato de un agente de la Policía de Los Ángeles. Cacemos a ese hijo de perra. Buenas tardes.

Le llevó a Lloyd dos horas montar su puesto de mando en las oficinas de prevención de la Central. En previsión de un alud de llamadas, sacó del almacén, en Robos y Homicidios, tres teléfonos que los puso en clavijas sin usar de los despachos del fiscal y consiguió, tras amenazar a una serie de empleados de Telefónica, acoplarlos en un plazo récord a su propia extensión. Las telefonistas de Central recibieron orden de analizar toda llamada y, si se saturaban las líneas, dar paso a las del retrato robot, tanto de la policía como de ciudadanos corrientes. A todo sospechoso «vivo» lo llevarían a salas de interrogatorios con paredes insonorizadas y cristales de una dirección. Una vez que Lloyd declarara que la identificación era negativa, el «jurista», un patrullero de la Central, licenciado en Derecho, que había suspendido cuatro veces su ingreso en el Cuerpo de Abogados de California, los obligaría amablemente a firmar el impreso de renuncia a reclamaciones por detención injustificada; el detenido sería conducido hasta el lugar de su «arresto» y puesto en libertad.

Lloyd se preparó para la larga jornada; papel, blocs, termos de café para el agotamiento, afiló lapiceros. Cubrió todos los ángulos; liberaron de todo trabajo a sus dos ayudantes del caso de la licorería y se pusieron a hacer una lista de todos los bares nocturnos del territorio LAPD; al terminar, llamarían a todos los jefes de brigada de narco y vicio para montar equipos de vigilancia. Se avisó a los sargentos de comisarías que insistiesen en el retrato robot en los puntos del día a la hora de lista y que se acercasen a los sospechosos con el fusil antidisturbios. Si es que el sujeto andaba por la calle, había muchas probabilidades de atraparlo.

Pero no vivo, se dijo Lloyd manoseando papeles; pensó que no se entregaría sin lucha y que había posibilidades de derramar sangre inocente. Un agente asustadizo e irritable podía disparar a un ejecutivo medio borracho y agresivo que se asemejase al retrato robot; otro, demasiado prudente, podía acercarse a un coche japonés amarillo, con sonrisa amable que se la volarían junto con media cara por una bala del 41 de punta hueca. El programa de arrestar-identificar-soltar era desesperado; cualquier poli con experiencia lo daba por sabido.

La primera llamada ocurrió a las seis. Lloyd predijo su origen enseguida; las patrullas llevaban una hora en la calle y habían corrido la voz a los chivatos; acertó. Dijo ser «vendedor de droga sin corte». Contó a Lloyd que el asesino era un «negro con pelo teñido» que se «cargó» aquellos tres como parte de un «complot del black power»; después le explicó su versión de black power: «Cuatro conguitos empujando un Cadillac hasta una estación de servicio a por medio dólar de gasolina». Lloyd replicó que esa definición sería divertidísima en 1968. Colgó.

Se sucedieron más llamadas.

Lloyd efectuó acrobacias con los tres teléfonos, cribando las peroratas de borrachos, yonkis y novios despechados, anotando toda partícula de información que llegaba de una voz mínimamente coherente. Muchos datos eran de tercera o cuarta mano:uno que conocía a otro que había dicho que un tercero había visto o creía esto o lo otro. Casi seguro que todo ello era un laberinto de «desinformación», pero había que anotarlo.

Las diez; cuatro horas al teléfono. Un bloc entero lleno de notas, todas las llamadas de civiles. Empezaba a perder la esperanza de dar con algo serio cuando una patrulla del distrito Newtons, ambos de aspecto duro, trajo al primer sospechoso; alto, rubio, flaco como un palo, veinteañero. Los policías actuaban como si fuese el diablo y le sujetaban los brazos con tanta fuerza que tenían los nudillos blancos.

Lloyd miró al asustado trío y les ordenó:

—Quitadle las esposas. —Y presentó al joven un impreso de renuncia. Lo firmó al instante mientras Lloyd decía a la pareja que llevasen al «asesino» donde quisieran y de camino le comprasen una botella de whisky. Los tres jóvenes se fueron.

—¡Procurad seguir vivos! —les dijo Lloyd al salir.

En las dos horas siguientes trajeron tres copias aceptables del sospechoso: dos con patrullas de Hollywood y el tercero por agentes del sheriff del Condado. Lloyd meneó la cabeza las tres veces, diciendo con voz dura y tendiendo el impreso de renuncia:

—Soltadle. —Los tres cogieron el bolígrafo firmando sin rechistar. Lloyd recordaba las películas de «inocentes arrestados injustamente» al ver su prisa en garabatear la firma.

Llegó medianoche. El ritmo de llamadas bajó. Lloyd cambiaba de café a chicle cuando el estómago empezaba a protestar. Supuso que el relevo de las doce traería una pausa del teléfono; se recostó en el sillón y dejó que los ruidos normales de la cárcel prevalecieran sobre la excitación y cansancio del café y le dejasen dormitar un poco. Se estaba quedando dormido del todo cuando una voz le despertó con sobresalto.

—¿Sargento Hopkins?

Lloyd hizo girar el asiento; frente a él estaba un agente de tráfico en moto de LAPD con una hoja de ordenador en la mano.

Soy Confrey, motorista de Rampart; entro ahora de servicio y he visto su descripción y el retrato. El mes pasado multé a un tipo igualito a éste. Por imprudencia peatonal. Me acuerdo de él porque era algo raro. He traído su ficha de Investigaciones y de su coche de DMV. Y una instantánea con su jeta, cuando le multé.

Lloyd tomó la hoja y soltó la foto. El hombre del retrato robot emanaba de allí, con cada plano y ángulo de su cara mejor enfocados, como esas figuras que se hacen uniendo números en los pasatiempos cuando al final sale el dibujo completo.

—¿Es él?

—Sí.

Contempló la foto de perfil y de frente del hombre que no lo mató por poco; leyó los fríos datos de aquel monstruo.

Thomas Lewis Goff, H.B. Nac. 19/06/49, castaño rojizo, azules, 1,78, 72kg. Direcc. act.: 3193 Melbourne +6, L.A.

Antec, crim. (Estado Nueva York): 3 intos.violac. (desest.); robo auto. Ir grad. culp. 4/11/69, 3-5 añ. Condic. 10/3/71. (Estado Calif.): no presen, juzg-19/3/84-fianz $65 pagado. Perm. Cond. Cal 01734; Toyota sedán 1980 (amarillo), JLE 035.

No más multas.

Lloyd dejó la hoja en la mesa y preguntó:

—¿Quién está de jefe por la mañana en Rampart?

—E… el teniente Praeger —balbuceó.

—Bien. Llámale y dile que tenemos al pez gordo en Melbourne, con Hillhurst. Luego pásamelo. Vuelvo ahora.

Mientras Confrey marcaba, corrió del vestíbulo a la armería de la Central y pidió al oficial de guardia un rifle Ithaca y una caja de munición. Cuando volvió, Confrey le tendió el aparato murmurando:

—Hable bajo; tiene muy malas pulgas.

Lloyd hizo una inspiración profunda.

—Teniente, soy Hopkins, de Robos y Homicidios. ¿Podría organizar algo para mí?

—Sí —dijo una voz seca—; diga lo que precisa.

—Necesito seis unidades sin distintivos en la zona Melbourne con Hillhurst en busca de un Toyota amarillo, del 80, matrícula

JLE cero-tres-cinco. Que no se le acerquen, sólo que le localicen. Que en cuarenta minutos justos bloqueen la manzana 3110 de Melbourne por ambos lados. Que cinco policías expertos se reúnan conmigo en Melbourne con Hillhurst en cuarenta minutos justos. Que tengan chalecos y traigan rifles, y un chaleco para mí. No quiero ningún coche en negro y blanco por la zona. ¿Puede organizar todo esto ahora?

Lloyd no esperó la respuesta; le pasó el teléfono a Confrey y echó a correr hacia su coche.

Lloyd consiguió llegar a Melbourne con Hillhurst en veinte minutos saltándose semáforos en rojo y zigzagueando entre el tráfico. No había aún coches sin distintivos, pero sentía un silencio demasiado perfecto, preludio de inminente jaleo todo alrededor. Sabía que ese silencio se rompería pronto con focos que se acercaban, zumbido de radios y ruido de motores en punto muerto. Después, intercambios de apellidos y órdenes de él, y quedaba sólo la explosión misma.

Aparcó junto a una farola casi en el mismo cruce, sacó los intermitentes para avisar a los otros policías y cargó el rifle, moliendo otra bala en la recámara. Linterna en mano se deslizó por la calle Melbourne pegado a los árboles que flanqueaban la acera, sintiendo alivio al no toparse con paseantes de perros ni noctámbulos. La calle era una continua fila de casas de plañía y piso de apartamentos, idénticas en sus fachadas y rellanos superiores. El tres-uno-nueve-tres estaba a mitad de la manzana, de estuco gris oscuro con barandillas de hierro y puerta empotrada sin persianas. Lanzó una ráfaga de luz al cuadro de buzones exterior. T.Goff - Apt.6, igual que la ficha de R&I. Contó los buzones, dio irnos pasos atrás y contó las viviendas: diez; cinco arriba y cinco abajo. El seis era el primero del piso de arriba. Lloyd tembló al ver una luz mortecina tras las cortinas echadas.

Volvió hasta el cruce con Hillhurst, fijándose en los coches aparcados. Ningún Toyota amarillo. Al llegar al cruce lo encontró, bloqueado con caballetes, señales de desvío, luces intermitentes y zumbidos estáticos de radio seguidos de roncos murmullos. Lloyd miró alrededor y vio tres Matador atravesados tras la barricada. Hizo señas con su linterna al más cercano y le contestaron con un doble parpadeo. Se abrieron las puertas de los coches y cinco hombres con chalecos antibala y rifles se pusieron frente a él.

—Hopkins —dijo Lloyd.

Y por respuesta obtuvo:

—Henderson.

—Martínez.

—Penzier.

—Monroe.

—Olander.

Uno de ellos le tendió un chaleco que se puso enseguida.

—¿El coche?

Cinco cabezas hicieron un gesto negativo.

—Ningún Toyota amarillo a menos de ocho manzanas.

Lloyd se encogió de hombros.

—Da lo mismo. La casa objetivo está a media manzana. Primer piso, hay luz. Henderson y yo por la puerta. Martínez y Penzier, os quedáis en la escalera. Monroe y Olander, atentos a la ventana de atrás. —Sonrió, inclinó la cabeza y murmuró—: Ahora, señores.

Formando una cuña corrieron por calle Melbourne hasta el 3193. Al llegar a la acera frente a la casa Lloyd señaló la ventana primera trasera del piso, la única iluminada de arriba. Monroe y Olander asintieron y fueron hacia atrás simultáneamente mientras que Martínez y Penzier se apostaban al pie de la escalera. Lloyd tocó a Henderson con la culata e hizo un gesto hacia arriba.

—A los dos lados de la puerta. Una sola patada.

Subieron en silencio la escalera, Lloyd el primero, y se apartaron para cubrir ambos lados de la puerta número seis.

Henderson aplicó un oído a la puerta y articuló «nada» con labios y lengua. Lloyd asintió, reculó un paso y alzó su rifle. Henderson le imitó junto a él. Ambos levantaron el pie para dar la patada al mismo tiempo. La puerta saltó hacia adentro, arrancada por los dos lados y bailando de una bisagra suelta. Lloyd y Henderson se apretaron contra la pared, esperando la reacción de dentro. Al no oír nada más que el crujido de la puerta, entraron.

Lloyd jamás olvidaría aquella visión. Mientras Henderson siguió para registrar las demás habitaciones, él se quedó clavado en el umbral, incapaz de apartar sus ojos de la pesadilla de jeroglíficos que le rodeaban por todas partes.

Las paredes del salón eran marrón oscuro. Las paredes llenas de fotos de hombres desnudos, sacadas de revistas porno gay. Los cuerpos eran colages de distintas fotos, una cabeza, el tronco de otro cuerpo, los genitales de otra foto, todo ello montado sin encajar bien; los conjuntos se unían por fotos de armas antiguas recortadas de revistas del ramo. Bajo cada uno había su apodo, en mayúsculas y con pintura amarilla muy chillona: «Caos», «Reinado de la Muerte», «Kong Mortuorio» y «Guerra Relámpago». Lloyd observó las letras; dos de los títulos estaban sin duda escritos por un zurdo; los otros dos por un diestro. También vio que la pared tenía rayas hechas por un detergente abrasivo; pasó la mano en un círculo y se le quedó pegado un polvillo blanco. Un profesional había quitado toda huella también aquí, igual que en casa de Herzog.

Henderson apareció tras Lloyd, quien se sobresaltó.

—¡Hostia! Sarge, ¿ha visto algo igual?

—Sí —respondió Lloyd muy suave.

—¿Dónde?

Lloyd sacudió la cabeza.

—No. Y no vuelvas a preguntarlo. ¿Cómo están las demás habitaciones?

—Salvo el color de paredes y techo, todas son normales. Alguien ha restregado todas las superficies, con Ajax o una mierda parecida. Es un hijoputa chalado del todo, pero muy listo.

Lloyd fue hasta la puerta y se asomó; Martínez y Penzler seguían apostados abajo y no parecía que algún vecino se hubiese despertado. Se volvió a Henderson y le dio la ficha de Goff.

—Trae a los otros y después id despertando a los vecinos; y enseña a todo dios esta foto; que digan cuándo le vieron la última vez. Traedme a alguien que le haya visto hace menos de veinticuatro horas.

Henderson asintió y bajó la escalera. Lloyd contó hasta diez para quitar de su mente todo prejuicio de lo que tenía que buscar y para hacer un inventario previo del salón, mientras se decía: «Oscuridad que sobrepasa los límites estéticos del más vanguardista de los diseñadores de interior». Sofá de skay negro, moqueta gris oscuro, mesita futurista en plástico negro. Las cortinas eran verde oliva oscuro, muy espesas, que no dejaban pasar la menor luz. Hasta la pantalla de la lámpara de pie era negra. La impresión del conjunto era de enclaustramiento. Aunque la sala era bastante espaciosa, la ausencia de color producía claustrofobia. Lloyd tenía la impresión de estar encerrado dentro de un puño enfurecido. Por reflejo ante ello se quitó el chaleco; se sorprendió al verlo empapado de sudor.

La cocina y el baño eran variaciones sobre el tema negrura. Cada pared, cada mueble, cada aparato estaba pintado a brochazos toscos con pintura plástica negra. Revisó todo lugar donde podía haber huellas. Habían lavado todo, centímetro a centímetro.

Entró en la alcoba. Era el corazón desordenado de aquel puño furioso; un cubículo rectangular negro, con el suelo casi lleno por un gran somier y colchón cubiertos con un edredón morado. Lloyd lo destapó. Unas sábanas azules todas arrugadas y oliendo a sudor; encima ropa de hombre desordenada. Se acercó a examinar y vio que eran de diseño caro, hechas a medida y de la talla de Goff. Junto a la cabecera, una caja de cartón tumbada. La puso derecha y vio primero cosas de aseo para hombre, debajo novelas baratas de ciencia ficción y encajados al fondo unos discos bastante usados.

Hurgó entre ellos leyendo los títulos de las cubiertas. Docenas de los Beatles, Rolling Stones y Jefferson Airplane, todas con un escrito en mayúsculas: «¡Cuidado! ¡Propiedad de Thomas Goff! ¡Fuera las manos! ¡Cuidado!». Lloyd acercó uno y examinó la grafía; de un diestro e idéntica a la pared. Sonrió ante el hallazgo y leyó los restantes; todos de los años sesenta hasta que quedó frío con uno de ellos en la mano: «Doctor John, el Noctámbulo. Bayou Dreams».

Examinó la cubierta: un hombre rizoso, blanco, con brillante pantalón de satén rojo, rascaba con un saxofón mientras un caimán le gruñía. Los títulos de las canciones en el dorso eran el clásico potaje de sexo, droga y rebeldía de los sesenta, casi era nostálgico en su ingenuidad. Dejó el disco pensando si habría alguna relación más consistente entre Herzog y Goff, además de la extraña estética de ambas casas, una conexión más material y evidente.

Escuchó un golpecito en la pared, a su espalda. Se volvió levantándose y se encontró con Henderson y con un hombre pequeño en bata de baño. Dirigía incrédulas miradas a las paredes negras y se restregaba nervioso las manos en sus bolsillos.

—Éste es el casero, sargento; dice que vio a nuestro pollo esta tarde.

Lloyd le sonrió.

—Mi nombre es Hopkins. ¿Cuál es el suyo?

—Fred Pellegrino. ¿Quién va a pagar la puerta y esta pintura negra?

—Su seguro. ¿A qué hora vio a Thomas Goff la última vez?

Fred Pellegrino sacó un rosario y siguió acariciando las cuentas.

—Sobre las cinco. Llevaba una maleta. Me sonrió y la sacó de un puntapié a la calle. «Hasta la vista», me dijo.

—¿Le preguntó adonde iba?

—Coño, no. Tiene pagados tres meses por adelantado.

—¿Iba solo?

—Sí.

—¿Cuánto hace que vive aquí?

—Año y medio, más o menos.

—¿Buen inquilino?

—El mejor. Ni ruidos, ni quejas. Siempre puntual con la renta.

—¿Pagaba con cheques?

—No, siempre en efectivo.

—¿Qué trabaja?

—No lo sé. Decía que era autónomo.

—¿Qué hay de sus amigos?

—¿Amigos? Nunca le vi con nadie. ¿Y qué hay si el seguro no quiere pagar esta mierda de pintura?

Lloyd no le hizo caso y se fue con Henderson al otro extremo del salón.

—¿Qué han dicho los otros inquilinos?

—El mismo rollo que éste. Un tipo amable, tranquilo, solitario, que nunca decía mucho más que buenos días o buenas noches.

—¿Y no le ha visto nadie hoy?

—Nadie le vio en toda la semana pasada. Es decepcionante. Le tenía ganas a ese asesino hijoputa. ¿Usted no?

Lloyd se encogió de hombros y sacó la copia de su expediente del bolsillo. Se la dio a Henderson ordenando:

—Vuelve a Rampart y dale esto a Praeger. Orden de detención a toda la Policía. Que añada «armado y sumamente peligroso» y «tiene un cómplice zurdo»; que llame a Nueva York, a la policía, y que le manden por fax lo que tengan de Goff. Di a Pellegrino que pasaré aquí la noche por precaución y que se vuelva a su cubil.

—¿Se queda aquí? —Abrió la boca, incrédulo.

Lloyd le miró con fijeza.

—Eso es. Y ponte en marcha.

Henderson se alejó meneando la cabeza, llevando del brazo a un sumiso Fred Pellegrino y saliendo el primero de la casa. Cuando se marcharon, Lloyd se asomó al rellano y vio al corrillo de gente en mitad de la calle. Polis vestidos con chalecos y rifles en mano tranquilizaban a vecinos en pijama diciendo que todo estaba en orden. Poco a poco la gente se dispersaba, la gente volvía a casa y los Matador se marcharon. Henderson se taladraba la sien con el índice y señalaba hacia arriba; Lloyd arrastró el sofá y lo puso de barricada en la puerta destrozada para poder pensar tranquilo.

Dos casos aislados se habían convertido en uno solo y ahora había un atacante «conocido», un cómplice, y un nuevo factor «desconocido» cuyo único delito «conocido» hasta el momento era estropear una vivienda de alquiler. Con una orden de busca y captura en marcha y Asuntos Internos cubriendo el campo de los archivos robados, le quedaba sólo adivinar el comportamiento de Thomas Goff y llegar hasta donde a otros policías menos inteligentes no se les ocurriría mirar.

Lloyd paseó su vista por el salón, sabiendo que en cuanto cerrase los ojos se mezclaría con la visión de otra cámara de horrores, sabiendo que era necesario superponer ambas imágenes y ver lo que salía de ello.

Y lo hizo, estremeciéndose al recordar el piso con miradores de Teddy Verplank; pensó que esto era aun peor, pues allí conocía toda la carnicería de Hollywood y él actuó para destruirlo. La casa de Thomas Goff sugería una acción más sutil, otra actitud frente a un asesino callejero audaz, sin ningún arresto desde 1969, un hombre con un socio que tal vez le refrenase sus instintos; un hombre que descargaba sus locuras en las paredes, y que salía de casa con un «hasta la vista» a pocas horas de una redada de la policía.

Lloyd volvió a recorrer el piso, dejando unos pocos puntos de referencia en su sitio y dejándose llevar por el instinto; los pósters de hombres clamaban «homosexual», pero había algo erróneo en ello. Sin teléfono, lo que delataba a un solitario. Sin platos ni menaje de cocina ni alimentos, lo que indicaba una costumbre normal de los ex presidiarios: estaban acostumbrados a no cocinar y les encantaba la comida de cafeterías. La increíble oscuridad de las habitaciones indicaba demencia total. Todos estos indicios apuntaban hacia el enorme interrogante del «móvil».

Ya casi había terminado su ronda por toda la casa cuando se topó con un armario empotrado, oculto en el corredor entre el salón y la alcoba. La pintura era igual, pero unas rayas junto al tirador indicaban que se utilizaba. Abrió de un tirón y retrocedió al ver lo que había pegado detrás de la puerta.

Era un recorte de revista mostrando un policía de uniforme con las manos hacia arriba, como para calmar a un agresor. A su alrededor, penes enormes recortados de revistas porno clavados con grandes chinchetas. Un círculo de recortes de pistolas completaba aquel cuadro y, justo en mitad del pecho del policía, pegado con cola, la copia en papel de una placa de policía de Los Ángeles, hasta con la imagen del Ayuntamiento y la leyenda «Oficial de Policía» con el número 917.

Pegó un puñetazo al armario. El número de placa de Jack Herzog le quemaba los ojos. Arrancó la puerta de cuajo y la arrojó al salón. Y justo entonces las palabras de Penny, «¿Qué es lo que les debes, papi?», se le clavaron como con un martinete; supo que cuando cazase a Goff saldaría todas sus deudas de dolor.