CAPÍTULO DIECISÉIS
Lloyd pasó la mañana en la subcomisaría del shériff de Los Ángeles Oeste leyendo los informes del registro efectuado en el domicilio de Bergen. Eran ocho páginas que relataban tanto las observaciones personales como un inventario del piso. No decía nada de expedientes ni otro documento policial, y nada señalaba a Jack Herzog ni a su Asesinato/suicidio/desaparición. Lo único que dejaba traslucir era la imagen de un ex policía alcoholizado y a punto de estallar.
Con el pretexto de «comprobación de rutina», se enteraron, por la propietaria, que llevaba varios días sin aparecer por casa, y que «estaría borracho como una cuba, en algún motel del Sunset Strip». El estado del piso lo confirmaba; botellas vacías por el suelo, nada de ropa ni útiles de aseo. Las cuatro habitaciones apestaban a alcohol y basura, y en el suelo de la cocina una máquina de escribir rota a pedazos.
Los agentes siguieron su consejo y registraron todos los moteles de la zona, mostrando la foto de Bergen que solía encabezar sus artículos del Insider, a todos los conserjes y a camareros de bares. Muchos recordaban a Bergen como un borracho habitual, pero ninguno le había visto en la última quincena. Lloyd decidió rumiar estos datos antes de poner a hombres de LAPD a buscar a Bergen. Se fue a Los Ángeles Oeste a investigar la última pista que le quedaba de toda aquella maraña. Se decía si aquella visita la hacía sólo por razones profesionales.
Linda abrió al segundo timbrazo, le sorprendió arreglándose el nudo de la corbata. Le hizo pasar, miró al reloj y dijo:
—Es mediodía; catorce horas desde mi llamada y te presentas aquí. ¿Has encontrado una buena razón?
Lloyd se sentó en un sofá.
—He venido a disculparme. No he sido del todo sincero y…
Linda le hizo callar. Se inclinó para aflojarle la corbata.
—Y quieres algo. ¿No?
—Cierto.
—Entonces cuéntalo —dijo, sentándose a su lado.
Lloyd la miró a la cara.
—Fue Havilland quien me dio tu nombre. Se le escapó. Vi tus fotos en la sala y…
—¿Qué?
—Las fotos tuyas enmarcadas. ¿Es que no lo sabías?
Linda dijo que no toda enfadada. Luego se sintió triste.
—¡Qué pobre hombre más maravilloso! Le dije que posé una vez para un libro de fotografías de salón, y él va y lo compra. Qué pena. Lo suponía una especie de ascético asexuado, y esta mañana, al hablarle del hombre que me gusta, se enfada y se vuelve rarísimo. Nunca había visto a nadie tan celoso.
—Se le escapó tu nombre cuando comenté tus fotos. Se ve claro que cuando vas a verle las quita. En mi investigación di con su nombre y decidí explotar su pericia sobre la sique del delincuente. Confirmó mis sospechas de que tiene una red de contactos en los bajos fondos. Consultó sus fuentes y salió un hombre que, con Goff, había vendido piezas de arte a Stanley Rudolph. Me colé en la choza de Rudolph y di con tu nombre en su agenda. Aunque Rudolph no conoce a Goff, ese hombre anónimo «sí» le conoce. Todo lo de Rudolph ha sido un motón de datos, verdaderos y falsos; pero eso no cambia en nada el hecho de que «él conoce» a Goff.
Se calló al ver que la ira encendía la cara de Linda. Bajó el tono de voz y continuó.
—Havilland está encubriendo a un delincuente por la mierda esa del secreto profesional. No tiene obligación de dar el nombre de su contacto, y todo me dice que ninguna coacción le haría soltar el nombre de ese amigo de Goff.
Le puso la mano en el hombro a Linda. Ella se encogió y la retiró. Empezó a hablar en un susurro.
—Hay personas que no se dejan coaccionar, Hopkins, y el doctor es una de ellas. No se le puede coaccionar porque, al contrario que tú, tiene principios. También hay personas a las que no se les puede manipular, y aunque puta, yo soy una de ellas. ¿En serio piensas que voy a sacarle información a un hombre que intenta ayudarme para dársela a otro que, como mucho, quiere follarme? ¿Quieres añadir uno más a tu lista de calificativos? ¿Qué tal suena torpe manipulador de saco de basura?
Lloyd vio todo rojo, salió del piso y bajó hasta su coche. A los diez minutos estaba sentado en la antesala del doctor contemplando las fotos de Linda y pidiendo a un Dios al que casi nunca pedía nada, que no le permitiese cometer ninguna estupidez.
El doctor salió justo cuando la nube roja que palpitaba en sus ojos empezaba a desaparecer. Venía con una anciana que vestía una camiseta con la inscripción «salvemos las ballenas». Le halagaba el oído mientras ella comprobaba el contenido de su bolso.
—Un momento, sargento —dijo al ver a Lloyd, y cumplimentó su última despedida a la paciente. Después se volvió hacia él—. Esa multimillonaria cree que se puede comunicar por telepatía con las ballenas. ¿En qué puedo ayudarle? ¿Ha hecho progresos en su investigación?
Lloyd negó con la cabeza y habló con deliberada lentitud.
—No. Creo que su fuente ha dado información un tanto imprecisa. He interrogado a Stanley Rudolph. Jamás ha oído hablar de Thomas Goff. Su principal suministrador de objetos robados es un negro que trabaja como independiente. Solo una vez compró algo a un blanco; fue el año pasado. Usted dijo que su contacto había conocido a Goff en un bar de solteros. ¿Sabe cómo se llama?
Havilland suspiró y se sentó en la butaca frente a Lloyd.
—Pues no. Para serle franco, sargento, ese joven tiene problema de drogas, una adicción que a veces le produce amnesia. No se puede confiar demasiado en su memoria.
—¿Y a pesar de eso sigue creyendo que conoce a Goff?
—Sí.
—¿Y cree que desconoce el paradero de Goff, y su relación con los homicidios de la tienda de licores?
Havilland vaciló, y por fin dijo:
—Sí.
Continuando adrede con su tono pausado, Lloyd prosiguió:
—No, no es verdad. Usted está protegiendo a alguien que sabe algo sobre Goff, y está asustado por ello. Quiere contarme lo que sabe, pero no quiere vulnerar su ética profesional y hacer peligrar la salud mental de su paciente. Comprendo sus motivos, pero comprenda usted «los míos», doctor. Usted es mi última oportunidad. Tenemos un caso de asesinato masivo, no una neurosis del tres al cuarto. Tiene que darme ese nombre, y creo que usted es consciente de ello.
—No. De ninguna manera.
—¿Podría reconsiderarlo durante veinticuatro horas? Estará presente un abogado en el interrogatorio de ese hombre, y nunca sabrá que fue usted quien le delató. Inventaré una historia que hasta un genio aceptaría.
Havilland bajó la cabeza.
—¡Maldita sea, le he dicho que no!
Lloyd vio que su estrategia de suavidad había saltado en pedazos. Hundió las manos en los bolsillos y apretó con fuerza las esposas y unas manoplas con clavos. Miró fijamente a los ojos del doctor, apretando con tanta fuerza sus puños que su voz surgió con un tono de dolor.
—Usted me va a joder, pero yo le voy a colgar una auditoría, y mandatos uno tras otro, peticiones, registros y órdenes judiciales, tantos que nunca pensó que existieran. Mandaré requerimientos de los expedientes sobre todos los pacientes remitidos por los juzgados que hayan entrado por esa puerta. Contrataré abogados embrolladores y les adelantaré dinero sólo para que se dediquen a pensar formas de meterle mano. Diré a todos los negros de Antivicio que se planten frente a su oficina y espanten a todos esos ricos neuróticos que le dan de comer. Veinticuatro horas. Ya conoce mi teléfono.
Una marea roja arrastró a Lloyd fuera de aquella oficina. Al sacar las manos del bolsillo, vio que estaban sangrando.
Anzuelo, sedal y plomo.
Havilland entró en su despacho privado y sacó más cebo de su caja fuerte: diez mil dólares en un sobre marrón, y un informe siquiátrico con foto adjunta recién mecanografiado. Dejó el informe en el cajón superior de la mesa y miró al reloj: la una y media. Tenía seis horas para la siguiente jugada de ajedrez. Se recostó en su sillón e intentó con toda su voluntad dormir sin sueños.
Lo consiguió y fracasó a la vez.
Le llegó el sueño, entremezclado con ratos medio conscientes que él atribuyó a su memoria. A cada imagen que pasaba por él sentía como si una sierra de cirujano lo partiera en dos, dándole opción de volver a su pasado lleno de simbolismos o acogerse bajo la capa nubosa de la anestesia. A su izquierda el sueño; a la derecha, una tabla con manchas de sangre con cepos para brazos y piernas, un tobillo con rigidez cadavérica amarrado con un grillete, y la noria de feria del Bronx saltando de su eje. Su plena conciencia era un alfiler de luz entre sus ojos, una escotilla por la que podía saltar a un sueño completo si quería, con sólo recitar sus mantras «patria sactórum». Se le abrían tres caminos: al despertar, al olvido o al vacío de su niñez. Sintiéndose valeroso, sucumbió al recuerdo y dejó marchar a su mitad derecha.
Una enorme lupa descendía sobre el vacío, ampliando detalles: «calle Mc Evoy, manzana D», grabada sobre unos grilletes; cicatrices y marcas de venas rotas en el tobillo; su padre hablándole al oído, mientras la noria alcanzaba su punto más alto y él quedaba allí, colgado sobre las casas de portorriqueños. Se esforzó en leer en los labios a los que caminaban allí abajo; captó párrafos enteros de charla y Havilland se despertó descansado a las siete menos cuarto. Su bostezo se transformó en sonrisa al recobrar la plena conciencia de su mente dejando de lado las recientes y bellas fantasías. Su sonrisa se hizo más amplia cuando se dio cuenta que su uno a cero contra Lloyd era el catalizador que había traído a su memoria nuevos detalles que no recordaba de su niñez. Así fortalecido por el sueño y los recuerdos, cogió el dinero, cerró con llave el despacho y se dirigió a Malibú, a por más información.
La cita era en un aparcamiento encima del mar, con el jefe de seguridad de Avonoco Fiberglas. Dejó su coche en una estación de servicio cerrada, en la parte que da a la montaña, y pasó por un pasadizo subterráneo a la zona de la playa hasta una hilera de teléfonos. Miró la hora y caminó hasta la balaustrada: las ocho y doce. El último trozo de un sol ámbar teñía de rosa el océano. Disfrutó del momento contemplando la bola de fuego convertirse en un penetrante azul pálido. Cuando el azul se extinguió entre una cadena de olas, se inclinó al teléfono más cercano y marcó el número de su actriz peón.
—¿Quién es?
Havilland hizo una mueca de disgusto. Sherry había pronunciado las dos sílabas con tono de estar ebria.
—¿Quién es? ¿Eres tú, Otto? ¡Grandísimo cabrón!
Se distendió la mueca del doctor. Aunque algo cargada, parecía lúcida.
—Soy Lloyd, Sherry. ¿Cómo estás?
—¡Hola, Lloyd!
—Hola. ¿Recuerdas el trato?
—Desde luego. No dejaré que se me escape. Con Garganta profunda y Polvazo nuclear, el mercado quedó para el arrastre.
Havilland se dio la vuelta para desperezarse. Vio que un hombre, en la última cabina, le estaba mirando. Aunque eran más de diez metros, bajó la voz al volver a hablar.
—Perfecto. Rodamos mañana por la noche. Tu pareja irá a buscarte. Ha sido idea mía, ¿sabes?, que los artistas os tratéis antes, para actuar con realismo. Te llevará el vestido que vas a ponerte. ¿Vives donde indica tu tarjeta?
—Sí, allí es mi cueva. ¿Cobraré el resto entonces?
—Sí, el otro protagonista se llama Richard. Te recogerá a las nueve.
Sherry se rió.
—A las nueve en punto. Dile a Richard que esté como un clavo. ¡Ciao, Lloyd!
—Adiós, Sherry.
Havilland colgó y miró por el plexiglás; el hombre no estaba ya. Miró de nuevo la hora y caminó por el borde hasta llegar a la mitad del aparcamiento; ocho y veinticuatro, esperaba que el teniente Howard Christie fuese puntual.
Justo a las ocho, empezaron a resonar unas pisadas en el asfalto. El doctor aguzó la vista para fijarse en el hombre que surgía de la sombra y avanzaba hacia él. A unos treinta metros un rayo de luna le dio en la cara; era el del teléfono. Sin dar importancia a este detalle, el doctor se acercó tendiendo la mano a un típico policía.
—El doctor Havilland, ¿no es así?
El doctor quedó mudo y como transido. Quiso soltar la mano, pero en vano; le oprimía con tal fuerza que la tenía insensible.
La fuerza habló.
—¿Cree que trata con aficionados? He sido poli veintidós años, veinte en capturas. Conozco los trucos. Le vi aparcar, y fui al DMV. Las páginas blancas me dijeron el resto. Un siquiatra. Un jodido sin importancia. ¿Sabe a cuántos comecocos he tenido que torear en la Policía? ¿Cree que iba a venir a esta cita de mierda sin precauciones? ¿Cree que me tragué lo que me dijo por teléfono? ¿Un libro sobre abusos de la información confidencial? En serio, doctor, usted insulta a mi inteligencia.
Con un apretujón final, Christie soltó la zarpa, le cogió por los hombros y le llevó a la barandilla. Havilland se concentró en su mantra. Se sentó en el borde y compuso una risa de cobarde. Christie se rió con él; Havilland sintió recobrar su valor.
Christie aspiró profundamente el aire marino.
—No se asuste, doc. Mi primer comecocos me dijo: «En todo trato, la relación de fuerzas se establece en los primeros minutos». Ha quedado claro que soy la parte fuerte aquí, porque «yo» tengo lo que quieres, y como se trata de materia reservada clase dos, es un delito grave. ¿Capito?
—Sí. Le entiendo. ¿Dónde están los expedientes?
Recorrió los pies nerviosos por el suelo en círculos cada vez mayores. Un zapato dio con una piedra grande. La acercó mientras decía:
—¿Alguien más conoce mi nombre o sabe que contacté con usted?
Chrisde meneó la cabeza.
—Le dije que me sé los trucos. Nadie de Avonoco lo sabe, y su nombre me lo acaba de dar un funcionario de DMV que para ahora ya lo he olvidado. Pero escucha, ¿de dónde sacaste «mi» nombre?
Havilland bajó la cabeza; le vio el revólver al cinto, medio oculto por su cazadora.
—Y…, yo me encontré en el bar con un poli. Me dijo que usted tenía problemas con el juego.
Christie golpeó la baranda con las palmas.
—¡Jodidos bocazas! Para que lo sepas, doc, la bofia somos como putas, no te puedes fiar. ¿Cómo se llamaba?
—Y…, no me acuerdo. De verdad.
—Es igual. Los que van de bares olvidan pronto las cosas. Me alegro de no ser bebedor. Dos vicios joderían demasiado. Dejemos esta mierda y a lo nuestro. Uno, no me digas para qué son los expedientes, no quiero saberlo. Dos, se trata de un largo rollo de fotocopiar y sacar de allí poco a poco. Si lo quieres rápido, vete a la mierda y consulta con «tu» comecocos. Tres, los diez que dijiste no me van. Debo mucha pasta a tipos que toman muy mal que se les deba. Treinta de los grandes, ni un centavo menos. ¿Capito?
Havilland fingió que le daba un ataque de tos y metió la cabeza entre las piernas. Cuando Christie le palmeaba la espalda, simuló arcadas y puso las manos en el suelo, palpó la piedra y la metió en el bolso. Secándose los ojos se arrimó al adversario; el arma estaba completamente a la vista junto a la placa de policía.
Christie le dio una última palmada.
—Respira a fondo, doctor; este aire marino te hará hombre. ¿Qué opinas de las condiciones?
Havilland respiró profundamente y metió la mano en el bolso, cerrándola sobre la piedra. Calculó la posible trayectoria del brazo y se arrimó contra Christie, casi rozando los hombros.
—Sí, trato hecho. Usted tiene todos los triunfos.
Christie soltó una risotada.
—No haga chistes con el juego, estoy tratando de dejarlo. —Alzó los brazos al cielo y los fue bajando en un descomunal bostezo—. Estoy cansado, vamos a terminar esto hoy mismo. Le diré cómo. Seis plazos de cinco de los grandes, y le entregaré los expedientes poco a poco, según pueda. Tiene que confiar en mí. En esta relación yo soy el ego dominante, pero seré bondadoso. Tómelo como un lazo paterno-filial. ¿Capito?
El doctor Havilland se quedó sin aire ante el peor de los insultos que podía recibir en toda su vida. Recordó la ficha policial: «sensible en demasía a imágenes típicas». «¡Ojalá sea así!», murmuró para sus adentros.
—¿Quién se cree que soy, un aficionado? ¿Cree que no sé que los jugadores viciosos sufren deseos de autodestrucción que tratan de evitar esforzándose en su trabajo? ¿Y que eso es un recurso del inconsciente para escapar de su espantosa dependencia de los seres amados, que los dominan y gobiernan y les amamantan?
Christie se incorporó balbuciendo:
—¡Te… e… e voy a, cabrón! —Justo cuando Havilland estrelló la piedra contra su cara.
El poli vaciló en la baranda, asiéndose con una mano y quitándo la sangre de su cara con la otra. Havilland le sacó de la funda su revólver. Cerró los ojos y apuntó donde debía de estar la cabeza de Christie. Apretó el gatillo dos veces, dando un grito a cada tiro. Abrió los ojos, vio que Christie ya no tenía cara, sólo un amasijo de sangre, sesos y fragmentos de cráneo. Disparó cuatro veces más, con los ojos abiertos y sin gritar; le arrancó la placa del cinturón, justo cuando el último disparo arrancaba su cabeza y la arrojaba hasta las rocas, diez metros más abajo. Lleno de sangre, horrorizado, el Noctámbulo huyó.