CAPÍTULO TRECE
Un segundo después de salir Lloyd Hopkins, el Noctámbulo se puso a respirar con todas sus fuerzas. La tensión reprimida que le permitió aquella actuación («su brillante representación») se le desbordaba ahora por todos sus poros; empezó a temblar sin control y tuvo que agarrarse a la mesa para vencer el vértigo. Siguió aferrado a ella hasta que los nudillos se pusieron blancos y tuvo calambres por todo el brazo hasta el hombro. Se fijó como médico en sus constantes, calculó ciento veinte pulsaciones y una tensión arterial altísima. Esta objetividad profesional le calmó y le relajó. Sintió cómo sus constantes vitales se iban acercando a la normalidad. Murmuró:
—Padre. Padre. Padre.
Fue recobrando la calma, repasó su actuación e hizo una valoración del policía. Vio con sorpresa que no era el esbirro fascista que había imaginado, sino un sujeto agradable, dotado de sentido del humor, contrarrestando una violencia que lograba contener a flor de piel. Era malo andar jodiéndole a Lloyd; pero también a él. Le fue fácil ganar el primer asalto gracias a sus instintos. El segundo round tenía que planearse con todo cuidado.
Comprobó el dietario de sobremesa; no tenía pacientes hoy, y a Linda Wilhite le tocaba dentro de dos días. Este nombre le sugirió una serie de movimientos de ajedrez. Hopkins iría a Nueva York, salvo que algo importante lo retuviera aquí; no convenía que «el loco Lloyd» hablase con gente de Attica. La siguiente jugada tenía que ser hoy, pero ¿cómo?
Entonces dio con ello. Linda Wilhite citó la primera sesión a un cliente que coleccionaba arte colombino y para quien posaba desnuda colgando luego las fotos en su alcoba. «Otro peón nuevo.»
Havilland abrió la caja empotrada tras el cuadro al óleo y sacó del informe de Linda la copia que hizo Goff del diario. Saltó por encima páginas de sexo, cantidades y conjeturas, hasta que llegó a su hombre:
28/8/83; Rudolf Stanley, Montana 11741 (en Bundy) 829-6907. Contacto por P.N.
Un auténtico a dos bandas. Casa llena de arte colombino ¡esteta!, que presume compra a precios tirados a yonquis que luego se tiran a niños (repugnancia machista). Estatuillas atávicas, viriles, maravillosas. Habla tanto de ellas que creo que quiere algo más que un polvo, sobre todo cuando me llama su «jodida obra de arte». Lo que lleva (por supuesto) a ¡sesiones fotográficas! Por cierto, Stanito es impotente, saca fotos mías junto a falos. Nada de chapuzas, es un artista y me cuenta de mujeres que suspiran por su verga de burro (Stan el bufón machista). Ando todo el rato en pelota, con miedo de coger una pulmonía. 500$.
9/10/83; Stan, el bivalente, se ha convertido en habitual a 500$. Enmarcada en pelota pura por toda la casa. Extraño. Una pena que mis tetas no sean más grandes.
Volvió a guardar el informe en la caja fuerte y pensó en otro peón sin cara de vida alegre en la zona industrial de San Fernando, cerró con llave el despacho y se fue en su busca.
La sociedad Cosméticos Miss Júnior está situada en la cara norte de San Fernando Valley, un gran edificio verde rodeado de una cerca oxidada; fuera de la verja, un solar grande con coches aparcados en desorden, y enfrente toda la manzana de bares y pubs, con los anuncios a toda luz a las tres de la tarde. Dejó el coche bajo el letrero «Menú para Obreros con Chicas Desnudas». El doctor John Havilland se sintió como si entrase en el infierno.
Cerró con llave y contó las puertas con luces parpadeantes de la manzana; nueve. Entró en la primera, sintió una sacudida de música vaquera; guiñó los ojos hasta ver el estrado con una gorda pelirroja desnuda que bailaba sin gracia un buguy. A su izquierda, la barra; hizo un esfuerzo, sacó uno de veinte y se acercó allá. El barman le preguntó al acercarse:
—¿Una bebida o quiere el menú?
Havilland dejó el billete en la barra haciendo gran esfuerzo para que su tono no desentonase con el ambiente:
—Busco a Sherry Shroeder. Un tío dijo que recala por aquí. —Sherry está jodida. Se toma coca o zumo, y ya está armando jaleo. ¿Qué buscas, comerte un conejo?
El doctor se quedó embobado.
—¿Qué? —dijo sin comprender nada.
El hombre dijo despacio, como se habla a un niño subnormal: —Ya sabes, ¿pasar el felpudo?, ¿enterrar el nabo?, ¿cambiar el aceite?, ¿limpiar el fusil?, ¿alegrar la culebra?
Elavilland tragó saliva; puso otro de veinte en la barra.
—Sí, sí, todo eso, y a la vez. ¿Dónde puedo verla?
Con la manaza sujetando los billetes, se inclinó encima del mostrador y le dijo al oído:
—Calle abajo, hasta El Ratón Vagabundo. Tarde o temprano caerá por allí. Coge una silla, y ella se te arrima y se sienta en tu morro. Colega, guarda la tela; aquí hay suelto mucho manitas.
El Ratón Vagabundo era oscuro y retumbaba a rock-punk. El doctor se sentó en el mostrador y pidió whisky con soda, mientras que Cindy y los Pecadores iban tocando «Veinte centímetros de Tu Amor», «Cárcel de Tu Amor» y «Dame Tu Amor» una y otra vez. Puso frente a él una pila de billetes de dólar sin mirar a la camarera topless, pues cada vez que lo hacía ella le ponía otro whisky. Tarareaba mentalmente a Mozart para alejarse de la música y las conversaciones horribles mientras esperaba.
La espera duraba horas; siguió pidiendo un whisky cada veinte minutos, tomando un poco y vertiendo al suelo, con disimulo, el resto. Cuando se aburrió de tanto Mozart, empezó a imaginarse a Sherry Shroeder partiendo de los datos del informe, desde una doncella nórdica hasta una guarra con peluca rubio platino. Se estaba agotando su imaginación, cuando unos dedos le acariciaron el cuello al tiempo que una voz coqueta decía:
—¿Importa que invites a una dama a una copa?
Havilland giró el taburete para ver a su ligue. Una putilla de playa. Un rostro ajado por el sol y los fármacos, con surcos profundos junto a la boca que eran prueba de muchos esfuerzos por parecer atractiva y sufrir otras tantas decepciones. El cabello rubio muy rizado y ladeado aumentaba la sensación de ansiedad. Pero sus rasgos eran bellos y sus jeans y blusa de diseño eran muy femeninos. Si ésta iba a ser la actriz, Oldfield estaría encantado.
—Me llamo Sherry.
Havilland hizo un gesto a la del topless y sonrió a su peón.
—Y yo, Lloyd.
Soltó una risita mientras la camarera le servía en una copa alta y retiraba dos billetes de dólar del montón.
—Un bonito nombre. A juego con tu blázer. Al Ratón no le va nada, pero es igual. En esta calle hay la tira de bares y no te vas a mudar cada vez que entras en uno, ¿o nol; digo, ¿no es así?
—Sí que lo es. Visto así de carroza porque los jefazos del estudio lo exigen. Soy igual que tú, pero no puedo ir a casa a cambiarme de ropa cada vez que salgo a buscar un talento.
Sherry puso los ojos como platos. Tragó la copa y balbució: —¿E…, eres un agente?
—Soy productor independiente de filmes. —Chasqueó los dedos y señaló la copa vacía—. Hago cine de arte para unos millonarios que las visionan en salas privadas. Y ahora busco una actriz.
Sherry apuró su nueva copa de tres tragos rápidos. Havilland vio que se le dilataban sus ojos y se hinchaba su blusa.
—Soy actriz; he hecho papeles sueltos. ¿Crees que…?
Havilland le puso un dedo en los labios para impedir que siguiera hablando y miró alrededor. Nadie les prestaba la menor atención.
—Vamos ahí fuera a charlar. Aquí hay demasiado barullo.
Sherry le precedía mientras cruzaban la calle hasta llegar a una furgoneta destartalada en el aparcamiento de la fábrica.
—Antes trabajaba aquí. Me echaron por inteligente. Tenía un coeficiente superior al del director y me invitaron a marcharme.
El doctor se sentó a la derecha del conductor e hizo firme propósito de no tocar nada allí. Sherry dio la vuelta por delante y se metió detrás del volante. Cuando ella le miró, provocadora, el doctor le dijo:
—Sherry, voy a serte franco. Hago películas para adultos de alto presupuesto. En condiciones normales, no aconsejaría a una actriz joven, como tú, meterte en esto, pero esta vez voy a hacerlo ya que es una audiencia privada de peces gordos de Hollywood y serán los únicos que van a verla. Permíteme una pregunta: ¿Tienes experiencia en películas para adultos?
La respuesta de Sherry brotó como un chorro, a borbotones de palabras, impulsado por una noria.
—Sí, y me parece perfecto porque antes he hecho algunas y el tío de la cámara dijo que papi y mami nunca las verían. Rodamos en el gimnasio de chicos del «Insti» de Pacoima porque el cámara conocía al conserje y tenía las llaves y teníamos que rodar de noche muy tarde porque a esa hora no había nadie. Ritchie Valens fue al Instituto de Pacoima, pero se mató con Buddy Holly en 1959. Yo era pequeñita, pero me acuerdo.
Ese recuerdo dejó atontado al doctor, sin saber qué decir. Al fin sacó la cartera y pudo hablar.
—Rodaremos dentro de unos dos días, en una casa grande de Hollywood Hills. Dos actores, tú y un hombre joven, muy atractivo. Tu sueldo: mil pavos. ¿Quieres un anticipo ahora?
Sherry se abalanzó sobre Havilland enterrando la cabeza en su cuello. Al notar la lengua en su oreja, la tomó por los hombros y la apartó.
—Sherry, por favor, estoy casado.
Ella hizo un mohín burlón,
—Los hombres casados son mejores. ¿Puedes darme uno de cien ahora?
Havilland sacó tres de cien de la cartera y se los dio.
—Por favor, no hables de esto con nadie. Si te vas del pico, otras actrices se enteran, y venga a darme la lata por un papel, y creo que voy a quedar en exclusiva contigo. ¿De acuerdo?
—Vale.
Havilland sonrió.
—Necesito tu teléfono.
Ella abrió la guantera y encendió la luz del tablero; le dio una tarjeta rojo metálico con la leyenda: «Sherry ¡Vamos de juerga! 632-0141». Havilland la metió en el bolsillo y abrió la puerta con el hombro; le dijo con una sonrisa:
—Estaré en contacto.
—Juerga negra. Lloyd, voy.
Arrancó el motor. Havilland se quedó mirando cómo la furgoneta salía quemando neumático.
El Noctámbulo se fue a una cabina y llamó a Richard Olfield a su casa. Dijo una sola frase y colgó antes de que pudiera contestar. Satisfecho de la fuerza de su palabra, se fue hasta Hollywood Hills a la tercera actuación de la jornada.
Oldfield había dejado abierta la puerta. El Noctámbulo entró por ella y se encontró a su peón de rodillas en la sala en postura de ejercicio de adiestramiento, la cabeza hacia adelante y los ojos cerrados, las manos cogidas detrás de la espalda. Estaba desnudo de cintura hacia arriba y sus músculos del pecho estaban tensos del reciente ejercicio.
Havilland se le acercó y le cruzó la cara con un seco revés que sonó como un latigazo, haciéndole un corte con la sortija de sello de Harvard. Oldfield encajó el golpe y siguió mudo. Havilland se apartó y golpeó de nuevo, ahora en la nariz; la rompió y además una vena cerca del ojo izquierdo. Oldfield seguía sin mostrar dolor y el doctor le atizó una serie de reveses y manotazos hasta que la cara del peón se torció y brotó una lágrima de cada ojo que se mezcló con la sangre de los golpes.
—¿Estás listo para herir y retorcer y odiar y agujerear a la mujer que deshizo tu vida de niño? ¿Listo para ir tan lejos como puedas llegar? ¿Listo para entrar en el reino de la fuerza pura y dejar el resto del mundo como al montón de mierda que de verdad es?
—Sí —sollozó.
El doctor sacó del blázer un pañuelo de seda y limpió la cara de su paciente.
—Entonces, lo tendrás todo. Ahora escucha y no preguntes. La hora, dentro de dos días. El lugar, aquí. No salgas de casa hasta que lo diga; la policía busca a alguien igual a ti.¿Comprendes todo lo que digo?
—Sí.
Havilland se fue al teléfono y marcó siete números que había memorizado ese día. Una voz cansada le atendió.
—¿Sí?
—Sargento, soy John Havilland. Escuche, tengo algo sobre su sospechoso. Es bastante inconcreto, pero creo que la información es fidedigna.
—¡Me cago en la hostia! ¿Dónde la consiguió?
—No; eso no puedo decirlo. Lo que puedo decirle es que el hombre es diestro, y en mi opinión profesional, no sabe nada de ningún homicidio ni de las andanzas de Goff.
—Tengo listo el bloc, doctor. Hable lentamente.
—Está bien. El hombre dice que conoció a Goff el año pasado, en un bar de solteros. Juntos dieron un atraco, no recuerda dónde, y se llevaron objetos de arte. Goff tenía un cliente que los compró. Mi hombre dice que su nombre era Rudolph Stanley o Stanley Rudolph. Tenía un condominio en Brentwood, en Bundy, cerca de Montana.
—¿Eso es todo?
—Sí. Mi paciente, en el fondo, es un joven honrado y decente, y está bastante loco. Por favor, no insista en su identidad; no se la daré nunca, sargento.
—No se apure, doctor. Y si gracias a esto consigo echar el guante a Goff, le prometo la mejor cena de su vida.
—Será un placer. Cuento con ello. —Havilland se quedó esperando alguna respuesta, pero ya habían colgado.
Colgó el teléfono y vio que Richard Olfield seguía sin moverse de su postura humillada. Se miró la sangre de sus manos. Retorcer al poli. Agujerearle. Hacerle pagar por su propia infancia oscurecida y colmar el vacío con la luz.