CAPÍTULO CATORCE
Al amanecer, Lloyd estaba dentro del coche, esperando en el cruce de Bundy con Montana, provisto de guantes finos de goma y unos útiles de ladrón. Al colgar la llamada del doctor, hizo una serie de llamadas suyas, a Archivos e Investigaciones, al ordenador central de la policía, al servicio nocturno de información sobre automóviles. Los resultados le dieron satisfacción a medias. Un Rudolph Stan vivía en Montana 1174!, apartamento 1015, pero sin antecedentes, lo más grave era haber saltado un semáforo. Un ciudadano respetable que, con seguridad, llamaría a su abogado a gritos al enterarse de que había comprado cosas robadas. Sólo quedaba entrar por las buenas y registrar, durante el día, ilegal del todo, y esperar a la suerte. DMV le informó que estaba soltero, era corredor de bolsa y tenía un Cadillac Seville azul cielo, último modelo, con matrícula personal «El Gran Stan», el que estaba aparcado allí mismo. Lloyd se agitó y miró el reloj: 6.08. La Bolsa abre a las siete. «El Gran Stan» tenía que salir ya, si no quería llegar tarde al trabajo.
Tomaba café a morro del termo pensando en los otros datos no profesionales de las mismas llamadas. No muy a gusto, había pedido también informes sobre Linda Wilhite; no consiguió mucho. Edad, rasgos físicos, dirección, que trabajaba de «autónoma», tenía un Mercedes y sin antecedentes. Pero le emocionó pedir esa información, dejando volar su fantasía sobre lo que necesitaba y quién necesitaba a aquella criatura adorable.
Su mente se debatía entre el caso y Linda, cuando Havilland le llamó para su sorpresa; Linda pasó a un segundo plano.
A las 6.35, un gordito, bien vestido, salió al trote hacia el Cadillac con un bollo en una mano y un ataché en la otra. Se metió en el coche y salió disparado por Bunty Sur. Lloyd esperó tres minutos, entró en el edificio y subió en ascensor al piso diez.
El 1015 estaba al fondo de un largo corredor enmoquetado. Miró a ambos lados y tocó al timbre. Esperó medio minuto, examinó la doble cerradura y metió una palanqueta fina en la de arriba, notando un chasquido cuando el cerrojo cedió. Apoyó el hombro con fuerza para que cediera del todo. Con la mano libre metió una ganzúa en el de abajo y lo hizo girar. A los pocos segundos cedió y la puerta se abrió hacia adentro.
Lloyd entró y cerró la puerta. Cuando se acostumbró a la penumbra, descubrió una cueva del tesoro de arte primitivo.. Estantes completos de estatuillas precolombinas de la fecundidad y tallas africanas que llenaban librerías sin libros. Repisas de ventanas y sillones llenos de cerámica maya, y en las paredes óleos de indios peruanos y santuarios andinos. Las alfombras y muebles eran de saldos de almacenes, pero las antigüedades valían una fortuna.
Se calzó los guantes y empezó a revisar la casa; sólo sacó en limpio que, fuera del arte y el Seville último modelo, «El Gran Stan» era austero: ropa bastante tronada y comida de tele en la nevera. Se limpiaba los zapatos él mismo y salvo una cámara de 35 mm. barata no había electrodoméstico ni equipo, electrónico o no, que no viniese con el alquiler. Stan vivía obsesionado.
Sacó una coca corriente del frigorífico y se sentó en un raído sofá a meditar su oportunidad: inútil buscar huellas de Goff o de la persona amiga del doctor en las piezas de arte, seguro que Stan las había manoseado. Pero el arreglacocos había apuntado dos cosas: que su informador escribía con la derecha y que no sabía el paradero de Goff. Elabía que creer en su objetividad médica.
Quedaban tres rutas: presionar a Stan con amenazas, peinar a fondo el piso en busca de pruebas y hacerse con la agenda y dar con los peristas, comprobando en Antecedentes sus nombres. Como lo de Stan no podía ser de momento, quedaban las otras dos. Terminó el refresco y se puso a trabajar.
Le llevó tres horas revisar hasta el último centímetro y le confirmó que era un solitario que sólo vivía para su arte. Ropa mal lavada, cuarto de baño en desorden y alcoba llena de polvo, aparte de unas marcas rectangulares de haber cuadros allí colgados. Ante aquella mezcla de miseria y obsesión, Lloyd pidió clemencia para toda la puteada raza humana.
Quedaba sólo la agenda, en el suelo, junto al teléfono. Pasó las páginas; sólo había nombres y direcciones. Miró en la «G» y no había nada de Goff. La letra de Stanley Rudolph era sin duda de un diestro. Con un suspiro, sacó el bloc y empezó por la «A».
Al llegar a «Laurel Benson» sintió un pequeño temblor que le subía por la espalda. Laurel Benson era una fulana muy cara, de contacto por teléfono, que arrestó diez años atrás cuando él hacía Antivicio de L.A. Oeste. Pensando en mera coincidencia y que le alegraba saber que Stan echaba un polvo de vez en cuando, siguió copiando nombres hasta llegar a Polly Marks. Soltó el boli y se echó a reír. Las dos únicas mujeres de la lista eran putas. Claro que tenía que dar betún a sus zapatos y beber refrescos baratos. Tenía dos costumbres muy caras.
De la «L» a la «V» había unos cincuenta nombres, solo cuatro de mujeres, de ellas dos fulanas que conocía de la Antivicio. Ya empezaban los «calambres de escritor» cuando en la última página se topó con: «Linda Wilhite/275-7815». El ligero temblor se transformó en terremoto de grado 9,6. Dejó la agenda y salió de aquella casa obsesionante sin tener tiempo de pensar cuál sería el próximo paso y qué significaba todo aquello.
Lloyd aparcó frente al lujoso edificio de Linda Wilhite; trataba de hallar una explicación a la cadena de coincidencias recién descubierta. Repasó las historias tanto comprobadas como instintivas: el doctor estaba enamorado de Linda, una fulana de postín. Ésta le ponía los cuernos con Stanley Rudolph, el cual, a su vez, compraba cosas robadas por Goff y por el misterioso informante del doctor. Havilland no conocía a Goff ni a Rudolph, pero sí a Linda y al informante. Olía mucho a casualidad, pero no tenía el tufo de error chapucero. Interrogantes: ¿conocía Linda a Goff y al informante?, ¿o sería el sanacocos, con toda la pinta de enamorado de Linda, «el verdadero informante», que daba a Lloyd datos verdaderos, aunque simulando que venían de un supuesto informante y protegiendo con esta maniobra a Linda y su ética? Lloyd notó que la furia desbordaba su ardor erótico inicial. Si Linda sabía algo sobre Goff o su amigo zurdo, él se lo arrancaría a tirones.
Entró corriendo al edificio y subió a saltos los tres tramos de la escalera de servicio. Alzó la mano para llamar a la puerta; «sabía» que estaba temblando.
Se abrió la mirilla y una voz femenina dijo:
—¿Sí?
Lloyd plantó la placa frente a la mirilla.
—Policía de Los Ángeles. ¿Puedo hablar un momento con usted, señorita Wilhite?
—¿De qué se trata?
Lloyd sintió que ahora temblaba por dentro.
—Es algo sobre Stanley Rudolph. ¿Podría abrir, por favor?
Oyó descorrerse varios cerrojos y apareció «ella» con un caftán vaporoso hasta los tobillos. Trató de mirar tras ella a la casa pero su campo visual estaba enfocado hacia Linda y el fondo le parecía borroso.
—¿Qué pasa con Stanley Rudolph?
Lloyd pasó sin ser invitado e hizo un rápido inventario del vestíbulo y el salón. Todo estaba en penumbra y algo brumoso, pero vio que todo eran cosas caras y de buen gusto.
Linda siguió las andanzas de Lloyd y al final le indicó una butaca.
—No seas tímido, ponte cómodo, ésta es tu casa. Le diré al mayordomo que sirva un cóctel de menta.
Lloyd se echó a reír.
—Bonita choza, Linda. Apuesto a que no es una de esas de renta limitada.
Linda le devolvió una carcajada nada sincera.
—No seas tan ceremonioso; llámame «sospechosa».
Sacó del bolsillo las fotos de Goff y Herzog.
—De acuerdo, sospechosa. ¿Ha visto a estos dos hombres alguna vez?
Linda miró bien las fotos y las devolvió. No había el menor síntoma de que los conociera, ni en su cara ni en sus brazos en jarras.
—No. ¿Qué era eso de Stanley Rudolph? ¿Eres de la Antivicio?
Lloyd tomó asiento y estiró las piernas.
—Así es. ¿Que tipo de relación tienes con Rudolph?
La mirada de Linda se volvió fría, y lo mismo su voz.
—Lo sabes de sobra, de modo que ¿por qué no dices a qué has venido, haces las preguntas, recibes las respuestas y te largas?
Lloyd movió la cabeza.
—¿Qué es lo que sabes?
—¡Que no eres un jodido pasma de la Antivicio! —gritó—. ¿Tienes respuesta rápida a eso?
La voz de Lloyd era suave. La que tenía para sus hijas.
—Sí. Que no eres una puta.
Linda se sentó frente a él.
—Cada objeto de esta casa te está llamando mentiroso.
—Me han llamado cosas mucho peores.
—¿Por ejemplo?
—Entre lo más selecto, puedo citar: «barracuda del asfalto», «cerdo machista», «chupapollas fascista», «cobarde perro racista», «comecoños de mierda». Agradezco que los insultos sean frases y no palabras sueltas: «hijoputa» y «cerdo» me aburren.
Linda se rió y tocó con el dedo la alianza de Lloyd.
—Está casado. ¿Su mujer cómo le llama?
—Por conferencia.
—¿Qué?
—Estamos separados.
—¿Separación definitiva?
—No lo sé. Dura ya un año y tiene un amante. Pero pienso sobrevivir a ese bastardo.
Linda estiró las piernas, imitando la postura de Lloyd pero en dirección distinta.
—¿Siempre comenta los asuntos personales íntimos con desconocidos?
Lloyd se rió y sintió deseos de tocarle las rodillas.
—Sólo a veces. Es un buen tratamiento.
—Yo estoy a tratamiento.
—¿Por qué?
—Ya salió la primera pregunta tonta. Todo el mundo tiene problemas. Y los que tienen dinero y ganas de quitárselos de encima, van a un siquiatra. ¿Capito?
Lloyd negó con la cabeza.
—La mayoría de la gente desgraciada tiene neurosis de poca monta, cosas que no puede controlarlas. Así a primeras, pareces una de ese tipo. A primeras diría que un catalizador de alguna clase te ha llevado al sofá.
—Mi curacocos no tiene sofá. Es demasiado moderno.
—Una forma extraña de llamar a su propio siquiatra.
—Bien. Moderno significa brillante, inquieto, profesional y con sinceridad brutal.
—¿Estás enamorada de él?
—No. No es mi tipo. Oye, esta charla empieza a ser un poco extraña y fuera de lugar. Tu «eres» poli, ¿no? La placa no sería de juguete o algo parecido, ¿no?
Lloyd miró la pila de periódicos sobre la mesita cercana a él.
—Si tienes el Times del martes, mira la página dos; «Tiroteo en un club de Beverly Hills».
Linda se acercó a la mesa y revolvió entre los diarios. Leyó el artículo; cuando se volvió a Lloyd, éste tenía en su mano la placa y la credencial. Linda tomó la cartera y la examinó, mostrando su radiante sonrisa.
—Así que tú eres el sargento Lloyd Hopkins, y una de esas fotos es del sospechoso sin identificar con el que os liastéis a tiros. ¿Y qué tenemos que ver Rudolph y yo en esto?
Lloyd rumió la pregunta mientras Linda se volvía a sentar sin soltar la cartera; se decidió por la versión resumida.
—Un informador me ha dicho que Thomas Goff, el «sospechoso no identificado» de ese diario, vendió a Stanley Rudolph algunos objetos de arte con la ayuda de un socio aún no identificado. Me tropecé con la agenda de Rudolph y vi varias chicas-teléfono que arresté hace años. Vi tu nombre y, como las otras chicas están en la «vida», pensé que tú también. Necesito ayuda de alguien para obtener información sobre Rudolph y, como las otras chicas no me pueden ni ver por detenerlas, pensé en ti.
Linda le devolvió la cartera.
—¿Siempre eres tan jodidamente caradura?
—Sí.
—¿Y por qué no vas derecho al pequeño Stan?
—Porque querrá hablar delante de su abogado. Porque si admite que conoce a Goff, reconoce que adquiere objetos robados, y es cómplice de atraco en primer grado y encubridor. ¿Cómo es ese tal Rudolph?
—Un hombre patético que pierde la chaveta sacando fotos de desnudos. Un bufón bocazas. ¿Y ese Goff qué ha hecho en concreto?
—Ha asesinado por lo menos a tres personas.
Linda palideció.
—Dios mío. ¿Y quieres que yo saque información sobre él al pequeño Stan?
—Sí, y sobre su socio, que estoy seguro que es zurdo. ¿Suele hablar Rudolph de su colección y de cómo la adquiere?
Linda le dio unos golpecitos en el brazo.
—Su tema favorito de conversación es esa colección de arte. Todo muy relacionado con su obsesión sexual masculina. Me ha dicho montones de veces que compra la mercancía a chorizos que la roban. No concreta más. Antes, tenía fotos mías desnuda, colgadas en su alcoba, pero las quitó porque esperaba una remesa de estatuillas. Hace mes y medio que no me he liado con él. Quizás en ese tiempo haya conocido a Goff.
Lloyd recordó las marcas rectángulares del dormitorio de Stan, pensando los desnudos que se perdió por no haber tenido el caso un par de meses antes.
—Linda, ¿tú crees que…?
Linda le hizo callar con una imponente sonrisa conspiradora que quitaba el aliento.
—Sí. Llamaré al pequeño Stan y concertaré una cita, espero que para esta noche. Llámame a la una de la madrugada; no te preocupes, estaré muy tranquila.
La sonrisa conspiradora de Lloyd tenía algo de ruborizada.
—Gracias.
—Para mí es un placer. Tenías razón, ¿sabes? Me puse a tratamiento por un motivo.
—¿Cuál?
—Quiero dejar la «vida».
—Entonces, yo tengo dos veces razón.
—¿Qué quieres decir?
—Te dije que no eras ninguna puta.
Lloyd se levantó y salió de la casa dejando que su marcha quedara flotando en el ambiente.
Después de asegurar la cobertura de Rudolph, a Lloyd le vino a la cabeza algo tan elemental que su misma sencillez hizo que no se le ocurriera investigarlo. Se maldijo por el descuido y desde una cabina llamó al Holandés, al cuartelillo de Hollywood; le pidió que cruzara la calle hasta el Juzgado Municipal y consiguiera un mandato para investigar la cuenta bancaria de Jack Herzog. El Holandés accedió, a condición de que cuando pasase a recogerlo le informase sobre la situación del caso. Lloyd a su vez aceptó y se fue a El Valle, a casa de Herzog, pensando sin parar en Linda.
Al llegar, se fue derecho al piso del casero, le mostró la placa y le preguntó de qué banco eran los cheques que extendía Herzog. Sin vacilar, el frágil anciano dijo:
—Del Security-Pacific, sucursal de Encino.
Siguió con una diatriba contra los agentes que habían llegado la víspera a precintar el bonito apartamento de Herzog.
Tras darle las gracias, volvió por el puerto de Cahuenga a la Comisaría de Hollywood. Se encontró al Holandés en su despacho.
—Sí, sí —decía por teléfono; alzó la vista y con el índice hizo amago de cortarse la garganta de lado a lado. Le murmuró a Lloyd—: Asuntos Internos.
Lloyd cogió una silla y se sentó frente a él con los pies sobre la mesa.
—Sí, Fred, se lo diré —musitó el Holandés colgando el teléfono. Se volvió a Lloyd.
—Buenas y malas noticias. ¿Por dónde empiezo?
—Elige tú mismo.
El Holandés sonrió y con un lápiz le pinchó en los tobillos.
—Las buenas, que el juez Bitowf extendió el mandato sin hacer preguntas. ¿No es un detalle por su parte?
Lloyd se unió a la sonrisa irónica del Holandés, y alzó un pie como para dar una patada al sujetalibros de cuarzo.
—Díme qué te ha dicho Fred Gaffaney. Y no te dejes nada.
—Más buenas y malas noticias. Las buenas, que soy tu enlace con Asuntos Internos en todo lo referente al caso Goff/Herzog. Las malas, que Gaffaney acaba de insistir, en el tono más fuerte, que no puedes ni siquiera acercarte a los que hacen vigilancias nocturnas ni a las empresas. Está preparando una ofensiva y él, con hombres de toda confianza, va a empezar una serie de interrogatorios dentro de poco. «Me» darán copias de los informes y «tú» puedes pedírmelas. Gaffaney también afirmó que si te saltas lo más mínimo estas órdenes quedas suspendido y a disposición de un tribunal disciplinario. ¿Te parece bien?
Lloyd se incorporó y acarició el sujetalibros.
—No, no me gusta. Pero a ti sí.
El Holandés esbozó una sonrisa maliciosa.
—A mí me gusta todo lo que te mantenga razonablemente controlado, y por tanto ayude a que sigas perteneciendo al Cuerpo de Policía. No soportaría que te dieran la patada y tuvieras que vivir del paro. En seis meses te habrías dado a la bebida y dormirías en los parques.
Lloyd se levantó, recogió el mandamiento de la mesa dejando a su vez el bloc con los nombres copiados de la agenda de Rudolph.
—Ya sé por qué estás tan cínico hoy. Has comido con martinis y como tomas una copa al año, aguantas poco y se te cruzan los cables. Soy detective. A mí no me engañas.
El Holandés se rió.
—Que te jodan ¿Qué pasa con ese bloc? ¿Y adonde vas? Tienes que informarme sobre el caso.
Lloyd hizo amago de darle al sujetalibros.
—Que te jodan dos veces. No me fío de los borrachos. Pon a un esbirro tuyo a sacar información de esa lista, ¿vale?
—Lo pensaré. Oye, Lloyd, ¿por qué has encajado tan bien esas malas noticias? Pensaba que empezarías a romper cosas.
Lloyd trató de imitar la sonrisa del Holandés, pero se dio cuenta de que se estaba ruborizando.
—Creo que estoy enamorado. —Se marchó.
Lloyd enfiló por la autovía Ventura a toda marcha para llegar a la sucursal de Encino antes del cierre. Lo consiguió por minutos. Mostró las credenciales y el mandato al director, un japonés de mediana edad que le llevó hasta la intimidad de las cajas privadas; volvió a los cinco minutos con una tira del ordenador y una gruesa carpeta de operaciones bancarias. Con una reverencia se retiró cerrando la puerta; Lloyd quedó en un silencio inalterable.
Pronto el silencio empezó a llenarse de fechas y números que pormenorizaban una atípica vida de policía. Los primeros apuntes de ingresos y talones databan de cinco años. Empezó desde el principio y leyó, aburrido, los ingresos salariales cada quince días y los talones de la renta cada mes, la libreta de ahorros cada tres pagas. Jack Herzog era un hombre frugal. Ningún talón superaba los 350$ de la renta, y cada tres sueldos depositaba 300$ en la libreta de ahorros al 7,5% de interés. Cuando abrió la libreta, en 1979, su saldo no total llegaba a 600$. El último ingreso, hacía seis meses, arrojaba un balance total de 17.913,49$.
Reparando la última fecha de apunte 4/1/84, pasó a la hoja de ordenador esperando que recogieran las operaciones desde aquella fecha.
Y así era. Seguía el mismo ritmo depósitos/retirada de talones aunque la grafía de ordenador era más difícil de leer. Estaba a punto de menear la cabeza ante la imagen de un hombre muerto con casi diecinueve de los grandes cuando la última operación apareció ante él, atrapándole por la garganta.
El veinte de Marzo, sobre la hora de su desaparición, Jack Herzog liquidó las dos cuentas y pidió que su saldo total, 18.641,07$, fuese transferido a otra sucursal bancaria. Junto a la hoja de ordenador había una fotocopia de la transferencia por la cantidad citada a la sucursal de Hollywood Oeste, a la libreta de ahorros de Martin D. Bergen. Lloyd sentía que los hechos se reordenaban de otra forma en su mente. Salió despacio de la sala silenciosa y atravesó el banco, haciendo una inclinación al director y echando a correr en cuanto estuvo en la calle.
Aceleró a tope por Hollywood Hills y consiguió llegar al Big Orange Insider en menos de media hora. La misma recepcionista le sonrió con el mismo asombro cuando se abrió paso por la puerta que llevaba a la editorial. Segundos después, el joven con quien se enredó la vez anterior trató de cerrarle el paso, poniéndose en su camino con las piernas apuntaladas como un defensa central.
—Le dije que no volviera por aquí.
Lloyd alzó un dedo hasta su cara.
—Marty Bergen. Asunto policial. Vete a buscarlo.
El joven se cruzó de brazos.
—Está de vacaciones. Váyase.
Lloyd sacó el mandato judicial, hizo un rollo y acarició con él la cara del joven. Éste retrocedió un paso.
—Esto es un mandamiento judicial para registrar la mesa de Bergen. Si te niegas, vendré con otro para registrar el edificio entero. ¿Vas comprendiendo, angelito?
Poniéndose rojo como el tomate y luego blanco como la leche, señaló con una mano temblorosa el fondo de la sala.
—La última mesa de la pared. Déjeme ver esa orden judicial.
Lloyd se la dio y avanzó entre el laberinto de mesas, ajeno a las miradas de sus ocupantes. El escritorio de Bergen estaba lleno de papeles. Lloyd los ojeó, apartándolos a un lado al ver que eran garabatos taquigráficos indescifrables. Iba a registrar los cajones cuando una voz femenina le interrumpió.
—Agente. ¿Marty está bien?
Lloyd se volvió. Una alta mujer de color, con una bata llena de manchas de tinta, esperaba la respuesta con un rollo de galeradas en la mano. Repitió la pregunta.
—¿Está bien Marty?
—No. Creo que no. ¿Por qué lo pregunta? Parece preocupada.
La mujer manoseó el rollo en sus manos.
—No ha vuelto por aquí desde la vez que usted estuvo. Tampoco está en su casa, y nadie en el Orange le ha visto. Y justo antes de que volara, recogió todas sus columnas para la semana próxima, excepto una. Soy la jefa de tipografía y necesito componer esas columnas. Marty ha armado una verdadera cabronada al Orange y es muy raro por su parte.
—¿Había volado de este modo otras veces?
—¡No! Bueno, a veces alquila una habitación de un motel y se larga allí de juerga, pero siempre deja borradores de sus columnas para el tiempo que va a estar ausente. Esta vez fue «muy extraño» porque «volvió» para pedirme esas columnas, que por otra parte me parecieron «muy extrañas» cuando las leí.
Lloyd hizo un gesto a la mujer para que se sentara.
—Hábleme de esas columnas. Intente recordar todo lo que pueda.
—Pues que sencillamente eran muy «extrañas». Una se titulaba «Chapucerías a la luz de la luna» y trataba de jefes de la policía que hacen de figurón con un montón de guardas jurados de mala muerte a sus órdenes. «Extraño.» Otras eran versiones del mismo tema De la Policía de Los Ángeles manipulando los medios, porque conocen los trapos sucios de esos jefazos pluriempleados. «Extraño.» Porque la comida del Orange es política antibofia, pero estos temas eran «extraños», incluso para Martin Bergen, un tipo encantador, aunque también «muy extraño» él mismo.
Lloyd sentía que fragmentos de su caso brillaban con una desconocida luz nueva; «Marty Bergen había leído aquellas fichas desaparecidas». Tragó saliva para afirmar su voz y preguntó:
—Ha dicho que Bergen le dejó uno de esos artículos. ¿Puedo verlo?
La mujer asintió y extendió la galerada sobre la mesa.
—Marty me dio instrucciones muy concretas sobre la composición. Dijo que había que enmarcarlo con una línea negra y muy gruesa, que saliera el tres de Mayo, porque era el cumpleaños de un colega suyo. «Muy extraño.» —Encontró la sección y la señaló con el dedo—. Aquí está, léalo usted mismo.
El artículo, enmarcado en negro, se titulaba: «Tren Nocturno al Inmenso Ningún Sitio». Lloyd lo leyó por tres veces y sintió que su caso volvía a trasladarse desde la desconocida y nueva luz a una oscuridad aun más desconocida:
Cuando un poli se sube al oscuro «Tren Nocturno al Inmenso Ningún Sitio», le tiene sin cuidado el punto de destino exacto, pues cualquier final de trayecto es preferible a vivir dentro de su propia mente, con la horrible certeza de que la edad del sol no penetrará jamás en el Gran Iceberg.
Cuando mi amigo saltó al «tren nocturno a la inmensidad de ningún sitio» tal vez sólo veía que iba a liberarse de su inmensa pesadilla, cerrada e íntima; luego le atrapó otra nueva pesadilla que definió el papel que iba a tener en esa danza de mortajas que a todos nos tocará bailar.
No pagaste el billete con tu revólver; eso fue revelador. Eres otro impostor de uniforme azul, como yo. En tu adiós nihilista no usaste tu herramienta de trabajo, como colofón a tu mascarada. En vez de ello te fuiste sumergiendo en una nube rosada de silencio químico, que te dio tiempo a pensar en todos los acertijos que habías resuelto y en la crueldad de las soluciones finales de tus puzzles. Al final te enfrentaste, y lo «supiste».
Fue el acto heroico más consciente de una vida vulgarizada por temerarias exhibiciones de valor. Te quiero por ello y te dedico estos versos de despedida de calibre veintiuno:
Resucita a los muertos en este día.
Abre las puertas por donde No se atreven a vagar;
Anula todos los billetes al horrible baile de las mortajas. Apaga la noche en la rabia del éxtasis.
Lloyd devolvió el papel a la perpleja tipógrafa.
—Edítelo. Redima a esta mierda de periódico.
La mujer le dijo:
—No es Los Angeles Times pero es un sueldo seguro.
Lloyd asintió, pero no replicó. Cuando salía de la oficina el joven estridente continuaba examinando el mandamiento judicial con una lupa.
Sabiendo que no podía registrar personalmente el piso de Marty Bergen, se fue a su casa y llamó a la oficina del shériff de Hollywood Oeste, explicando brevemente el caso y transfiriendo a ellos el trabajo de registrar los moteles y detener a Marty Bergen si le encontraban; no les contó lo que sabía del extracto de la cuenta bancaria.
Surgían nuevos interrogantes en el laberinto en que se estaba convirtiendo el caso Herzog/Goff. ¿Se había suicidado Jungle Jack Herzog? En ese caso, ¿dónde estaba el cadáver, quién se había deshecho de él, y quién había borrado todas las huellas del piso? Las «extrañas» galeradas de Bergen indicaban que había visto los expedientes robados por Herzog. ¿Dónde estaban? ¿Cuál era el significado real de aquel artículo suicida? ¿Dónde se encontraba Bergen? ¿Hasta qué punto estaba complicado en el caso?
No conseguía que encajase nada; Lloyd reconoció que se sentía desequilibrado, hambriento y empezando a perder el contacto, y que el remedio mejor era una tarde de descanso. Cenó unas lonchas de jamón y un tarro de queso fresco; salió a la terraza a contemplar el ocaso fundirse con la oscuridad, encantado anilla idea de no pensar.
Pero pensó.
Recordó las colinas en terrazas y las casas de los antiguos moradores y aquellas noches en vela de los años cincuenta oyendo los aullidos de los perros encerrados en la perrera municipal, a dos manzanas de su casa. Al barrio de Silverlake le pusieron el mote de «Villaperros»; en el 55 y 56 formaba parte de la banda de los chavales de Villaperros; a él le llamaban «Hombre Perro» y «el Rescatador». Los constantes alaridos, aunque lastimeros, eran como combustible de un sueño misterioso y romántico. Algunas noches los perros se abrían camino con dientes y garras a la libertad, aunque sólo para quedar aplastados por autos trucados en la curva sin visibilidad junto a la ventana de su cuarto. Cuando iba por la mañana al colegio ya había retirado los restos y el viejo «señor» Hernández, el vecino, había regado el asfalto; pero Lloyd sentía y olía, casi cataba la sangre. Y al cabo de un tiempo ya no se pasaba la noche escuchando, sino que se encogía antes del inminente atropello.
Aquel otoño del 56 quedó en los huesos de no dormir; tenía que hacer algo para recuperar aquella sensación de milagro que siempre sintió después del oscurecer. Porque la noche estaba para descansar y tener bellos sueños, y sólo el que luchaba por su santuario merecía tener un recinto propio.
Lloyd inició el ataque contra la muerte. Primero construyó en casa, con cartón y letreros, un desvío para cerrar los dos extremos de la «curva del perro muerto» y evitar el paso de conductores temerarios. El truco funcionó dos noches hasta que un esnifador de pegamento, de la banda de la Calle Primera, estrelló su Chevy contra la valla y embistió una serie de coches aparcados en la acera para acabar chocando de culo con un coche patrulla.
Al día siguiente, después de pagar la fianza, salió en busca del cabrón que había colocado aquellos cartones, sonriendo cuando se enteró que era un chaval de catorce años, algo loco, llamado Hombre Perro y Rescatador. Un chalado dispuesto a pasar la noche en un saco de dormir en la curva del perro muerto para que nadie jugase a carreras en su parcela.
Aquella noche, el joven Lloyd Hopkins, de catorce años, uno ochenta y cinco y ochenta kilos, empezó una serie de peleas a puños desnudos que dejaron como anticuados los apodos de Hombre Perro y Rescatador para ganar un nuevo mote: Conquistador. Las peleas duraron diez noches seguidas, ocasionándole dos roturas de nariz y un total de cien puntos de sutura, pero acabó con los bólidos temerarios en el cruce de Griffith Park con Saint Elmo.
Cuando su nariz curó por segunda vez y sus manos hinchadas recobraron su dimensión normal, Lloyd abandonó la pandilla de Villaperros. Sería un policía y no estaba bien que en su historial constaran antecendentes de bandas callejeras.
Volvió con sobresalto al presente al oír el timbre del teléfono. Se fue a la cocina y lo cogió.
—¿Sí?
—Hopkins, soy Linda.
—¿Qué?
—¿Estás fuera de órbita o qué? Linda Wilhite.
Lloyd se rió.
—Sí. Estaba en las nubes. ¿Cómo van tus rollos?
—No tiene gracia, Hopkins, pero no dejo que te escapes porque estés en las nubes. Escucha, vengo de «enrollarme» con Stanley y tengo información no muy alentadora para ti.
—¿Como qué?
—Como que alguien te ha informado mal. El pequeño Stan no tiene ni idea de quien es Goff. Le hice una descripción de la foto y no conoce a nadie que se le parezca, y muchísimo menos a ningún zurdo. Dice que compra el material a un negro que trabaja por libre. Compró una vez a un blanco, el año pasado, pero era muy carero. Siento no poder servirte de más ayuda.
—Me has ayudado mucho. ¿De dónde sacaste mi teléfono?
Linda se reía.
—Sigues en las nubes. De la guía. Oye, ¿me tendrás al tanto de cómo quedará eso?
—Sí. Y gracias, Linda.
—Ha sido un placer. A propósito, si te apetece llamar, 110 hace falta que tengas un motivo, aunque estoy segura que alguno inventarás.
—¿Me estás llamando liante?
—No. Únicamente solitario y con complejo de culpa.
—¿Y tú?
—Solitaria y algo curiosa. Adiós, Hopkins.
—Adiós, Linda.