CAPÍTULO VEINTE
La partida de ajedrez iba progresando. Había procesado a sus solitarios para la toma de datos; esta noche, cuando el policía adversario estuviese muerto, se inyectaría con pentotal y con las imágenes de las últimas horas para que el vacío estallara. El retorno al hogar estaba a la vista.
El Noctámbulo estaba en el balcón mirando al océano. Cerró los ojos y dejó que el ruido de las olas al romper acompañara a la marea de imágenes recientes; Hopkins cuando marchó de Windemere; la bolsa de basura tamaño industrial conteniendo el bulto de Sherry Shroeder contra el hombro de Olfield mientras lo llevaba hasta su coche; la cara feliz de Olfield al depositarlo en su tumba a la sombra del enorme cartel Hollywood. Momentos felices, pero no tan plenos como ver a Billy revelar la cinta y luego montarla hasta lograr la unión del trauma infantil de Linda Wilhite con sus obsesiones adultas. Billy se alegró al principio ante el reto de un trabajo urgente, y luego se aterrorizó cuando vio en su laboratorio de revelado la muerte de Sherry. Tuvo que improvisar una sesión genial de terapia para que terminase su encargo.
Abrió los ojos; había «pequeños» testimonios de su voluntad. La llamada del gerente del City: habían robado en el despacho y estaban reparando los desperfectos. Un aviso en el contestador automático que llamase con urgencia a Linda. Los dos avisos eran muestras tan evidentes de su poder, que sucumbió ante su simbolismo. Se fue a una cabina de la playa y llamó a sus solitarios: les pidió una «contribución» de diez mil a cada uno. Todos dijeron «Sí», con obediencia perruna.
Dejaría que las capitulaciones continuasen.
Se acercó al teléfono de la cocina y llamó a Linda.
—Hola, soy John Havilland, Linda. He recibido un mensaje de que necesitas hablar conmigo.
La voz de Linda sonaba enérgica.
—Doctor, me doy cuenta que le aviso con poca anticipación, pero quiero informarle de que abandono el tratamiento. Usted me ha abierto a muchas cosas, pero desde ahora quiero volar yo sola.
Havilland se tragó sus propios pensamientos. Cuando los expresó en palabras, sonaron a sorpresa y pena.
—Siento mucho oír eso, Linda. Estabas haciendo grandes progresos. ¿Seguro que quieres dejarlo?
—Completamente, doctor.
—Ya veo. ¿Estarías de acuerdo en una sesión más? ¿Una con ayuda audiovisual? Es mi sistema normal de terminar y es vital para la terapia.
—Doctor, estos días estoy muy ocupada. Tengo montones de…
—¿Te viene bien esta noche? ¿A las siete, en mi despacho? Es esencial que terminemos el tratamiento correctamente, y la sesión será gratis.
Suspirando, Linda le respondió:
—Está bien. Pero le pagaré.
—Hasta luego.
Havilland colgó; luego marcó otro número, y empezó a respirar de forma agitada.
—¿Sí? —La voz de Hopkins era expectante.
—Sargento, soy John Havilland. Han pasado cosas muy raras. Han violentado la puerta de mi despacho, y además mi contacto me ha llamado y…
—Tranquilícese, doctor. Hable con calma.
—I… iba a decirle que todavía no puedo dar su nombre, pero Goff estuvo con él, se enteró de que necesita dinero que le debe y un revólver. Los dejó en una taquilla de la estación de autobuses Greyhound, en el centro urbano. Fr… francamente, Hopkins, mi contacto teme que sea una trampa. Quiere volver a la terapia y por eso pude sacarle esa información. Ti… tiene una relación extraña con Goff, es casi fraternal.
—¿Le dijo el número del armario?
—Sí. Cuatro-uno-seis. La llave parece que la tiene el del puesto de caramelos que está justo frente a las taquillas. Goff la dejó allí ayer, según cuenta mi contacto.
—Ha hecho usted lo que debía, doctor. Yo me encargaré del tema.
El doctor John Havilland posó el auricular; pensaba en Richard Olfield, apostado en el bar junto al armario 413 con la foto de archivo de Hopkins y una metralleta Uzi.