CAPÍTULO DIECIOCHO
El Noctámbulo contemplaba a Lloyd recostado en el asiento del coche con una lente de infrarrojos. Su campo visual se vio obstruido por una explosión de todos los colores del arco iris, y unas risotadas; dejó de mirar por el anteojo y sonrió saludando.
—Hola, Sherry; hola, Richard.
Sherry gorjeó:
—¿Qué hay, Lloyd?
Su uniforme era varias tallas menor; parecía a punto de reventar si hacía algo más que caminar toda erguida. Se sorbió y soltó otro gorgorito. Havilland sonrió. Esnifada a tope. Se puso a estudiar al protagonista.
Olfield estaba recostado contra la puerta cerrada, en una pose que le recordaba al doctor un guerrero medieval intentando ahuyentar los demonios, sin darse cuenta de que estaban dentro de él. La víspera lo había convocado en su refugio de Malibú y le había susurrado poemas sobre la muerte mientras le hacía lavar la sangre de Howard Christie de los asientos del Volvo. El recital produjo en ambos un efecto sedante y ahora Olfield era un artefacto nuclear en reposo.
Sherry sonrió soltando un botón de la blusa. Olfield avanzó hasta el centro de la sala, diciendo:
—Listo cuando tú lo estés, Cecil B.
Sherry coreó la gracia; Havilland detectó miedo escénico en ella. Se acercó a Olfield y le rodeó los hombros con el brazo.
—¿Nos perdonas un minuto, Sherry? Quiero hablar a solas con tu pareja.
Sherry asintió y de dos zapatazos se descalzó.
El doctor llevó a Olfield al dormitorio y señaló con el brazo los nuevos muebles.
—¿No es genial, Richard? Un colega tuyo de terapia me ayudó a montarlo mientras dormías en el refugio.
Olfield lanzó su mirada a las cortinas blancas, al colchón en el suelo, en mitad del cuarto, con sábanas de azul claro; a la cámara de vídeo con trípode en un rincón, enfocando hacia abajo. Tragó saliva y murmuró:
—Por favor, llévame tan lejos como pueda llegar.
Havilland le abrazó con los labios rozando la oreja.
—Sí. Tú «me» ayudaste anoche, Richard. Estaba asustado y me hiciste superar aquel temor, igual que yo he ayudado a superar los tuyos. Sólo una observación-advertencia: cuando ella abuse de ti piensa en aquella institutriz que tanto te hizo sufrir de niño. Mantén tu válvula a tope hasta el momento preciso. Ahora espera aquí.
El doctor volvió a la sala. Sherry estaba en el sofá con la blusa abierta del todo.
—No sabía si desnudarme o no.
Sentándose junto a ella, le dijo:
—Todavía no. Abróchate mientras te doy instrucciones. —Le puso una mano en la rodilla mientras se abotonaba del todo—. Lo que vamos a rodar es la típica versión de la enfermera mojigata. Ya sabes, todos piensan que tiene mucha experiencia porque sabe mucho de cuerpos.
Sherry se rió. Havilland notó que sus nervios estaban más tranquilos. Le pellizcó en la rodilla y continuó:
—En esta versión, ella le da unos azotes al chico, a Richard, claro, que en realidad es un hombre; y se pone tan cachonda que se lo tira. Quiero que le bajes los pantalones y que le atices «fuerte», muy fuerte, y luego haces el estriptís más seductor que puedas. Luego os daré instrucciones para lo siguiente. ¿Has comprendido bien?
Sherry alzó las cejas.
—De pequeña jugaba al tenis. Tenía un buen revés. —Se echó a reír y se tapó la boca con la mano—. Richard está muy bueno, de verdad. ¿Y el cámara dónde anda?
—Pues… Para serte sincero no me puedo permitir uno, hay que reducir gastos. Yo estaré tras la cámara. Yo…
Sherry le clavó un dedo en las costillas con picardía.
—Vamos a ello, Lloyd; como decía Gary Gilmore, «hagámoslo».
Entraron en la alcoba. Olfield estaba tumbado de espaldas, vestido del todo. Havilland se puso tras la cámara, ajustó el trípode y enfocó hasta conseguir una toma transversal del colchón. Se aclaró la garganta y dijo:
—La película es muda. Podéis hablar, pero hacerlo bajo. No hay que molestar a los vecinos. —Puso en marcha el tomavistas, oyendo el ruido de la cinta—. Sherry, ya sabes qué hacer. Richard, tú sigue a Sherry, pero pon la cara hacia acá del colchón para que tome un primer plano. Bien. ¡Acción!
Sherry se sentó al borde del colchón, mirando a la cámara. Estiró las piernas, apoyando los talones en el suelo; palmeó su falda y dijo:
—Ven aquí, niño malo.
Olfield obedeció y se puso de pie soltándose el cinturón. Se tendió boca abajo en las piernas de Sherry con las nalgas justo encima de las rodillas.
—Malo, malo, malo —repetía mientras le quitaba pantalón y calzoncillos—, niño malo, malo.
Havilland enfocó en zoom, para captar la reacción de Olfield al primer azote en su culo desnudo. Hizo una mueca de dolor. El doctor ordenó:
—Más fuerte, Sherry.
Ella aumentó la violencia, diciendo a cada golpe:
—¡Malo, malo! ¡Eres malo!
Olfield contraía los ojos a cada golpe. Havilland apremió:
—¡Mucho más fuerte! Recuerda tu revés, Sherry.
Sherry golpeó con toda el alma:
—¡Malo! ¡Malo! ¡Malo!
Los ojos de Olfield se tornaron vidriosos; una espuma seca se formó en las comisuras de la boca. Havilland quitó el ojo del tomavistas y vio que tenía ronchas rojizas en las nalgas.
—¡Malo! ¡Malo!
—¡Corten! —Le sorprendió su propia voz; bajó el tono—. Corten. Ya tenemos una escena. Richard, espera en el vestíbulo. Sherry, sal del colchón y haz el estriptís.
Los dos obedecieron. Olfield se incorporó y salió, sujetando los pantalones sin mirar a la cara a Sherry; ésta se frotaba su mano hinchada. Cuando Richard salió, Havilland dijo:
—Hazlo todo lo sexy que sepas. ¡Acción!
Ella comenzó a desnudarse jugueteando con los botones. Se quitó la blusa y la arrojó al suelo, luego soltó el cierre trasero de la falda que cayó bruscamente; murmuró:
—Mierda.
Pero se contuvo, salió de la falda, se agachó y la recogió con un mohín a la cámara, girándola con un dedo sobre la cabeza; cuando se desprendió de ella, soltó el sostén y se bajó las medias y las bragas. Ya desnuda, agitó el vientre rítmicamente haciendo que sus tetas bailasen en direcciones opuestas. En carne de gallina cantó en silencio mientras intentaba poner morritos a la cámara. Al acercar el zoom el doctor creía oírle decir: «Puerta verde».
—¡Corta! —De nuevo le sobresaltó su voz—. Échate, Sherry. Richard, puedes venir.
Olfield volvió a entrar, desnudo, cubriéndose con las manos. Havilland indicó la cama y comprobó el filme gastado. Película para el fuego. Enfocó un plano grande del colchón y a los dos actores en él; ajustó el trípode.
—Soy algo tímido y, como sabéis el oficio, os dejo para que actuéis de forma natural. Volveré enseguida para comprobar.
Sherry se echó a reír y Olfield se asustó. Havilland puso el automático y salió al comedor. Enfocando su infrarrojos por una rendija, vio la actuación de «su mejor» actor.
Lloyd Hopkins, ahíto de cebo, seguía en el coche lanzando miradas a la casa. Los informes del fichero sobre sus acciones ilegales eran acertados; con tal de resolver un crimen no le importaba cometer delitos. Era un reptil hipócrita, y un cobarde; temía aproximarse a un sospechoso por no comprometer a una fina damisela en la cama. Havilland le observó bostezar, estirarse, desperezarse, sin apartar los ojos de la casa. Cada movimiento era un rayo láser que taladraba el vacío de su infancia.
Miró al reloj: diez minutos. Entró en la alcoba. Sherry y Richard estaban tendidos en el colchón, separados. Paró la cámara y contempló a los actores; Sherry se apoyaba en un codo y con el otro brazo se cubría el pecho; Richard, con los ojos cerrados, crispado, quieto como una piedra. Sherry dijo:
—Lo hicimos en plan suave. Creo que colará bastante bien. Richard no pudo cumplir, ya sabes, pero lo hemos disimulado. Si quieres, podemos hacerlo otra vez, rodar en plan duro y de verdad.
Havilland se fue a un armario y sacó del fondo un rollo de esparadrapo.
—No, con eso está todo; solo faltan unas escenas con ropa. Podéis vestiros.
—¿De veras?
—De veras. En un momento te doy el resto del dinero.
Los ojos de Richard se abrieron como platos al oír esa frase. Se levantó y se estiró; se puso la camisa y el pantalón y cogió el rollo de manos del doctor. Le dijo:
—Gracias por ayudarme a ir más allá del más allá.
Havilland le miró a sus ojos y vio una rabia fría. Enfocó la cámara a Sherry y la puso en marcha. Ella terminó de abrocharse la blusa.
—Lloyd, ¿podemos hacerlo enseguida? Hay una fiesta en Valley a las diez y media; como ha sido más rápido de lo previsto me gustaría ir.
Havilland asintió y enfocó de forma que la cara de Sherry estaba en un primer plano, dijo:
—Ahora, Richard.
El visor quedó en negro cuando Richard Olfield se lanzó al más allá del más allá. Un chillido agudo se extinguió en un jadeo por respirar; la cámara enfocó una pared vacía por el choque de los cuerpos. El Noctámbulo intentó volver a enfocar, pero desistió. Richard la tenía contra el suelo con sus rodillas; con una mano le sujetaba la cabeza y con la otra le vendaba vueltas y vueltas la nariz y la boca. Al quedar cerrados del todo se levantó y contempló cómo su cara se volvía roja, luego azul y sus brazos y piernas caían, fláccidos. Pronto el cuerpo entero se volvió un jadeo; su tronco se incorporó del suelo en una descarga final de adrenalina.
Olfield se arrodilló y comenzó a golpear aquel cuerpo laxo, con crochets izquierdo derecho al vientre y a las costillas hasta que se apagó la última sacudida en un espasmo final de asfixia. Se incorporó entre sollozos y vio al doctor, cámara al hombro, que la enfocaba mientras quitaba el vendaje.
—Ahora, Richard. Ahora, Richard. Ahora, Richard.
El Noctámbulo sostenía un revólver con silenciador. Richard lo tomó, luego miró abajo y vio la cara de la muerta cubierta por una almohada transparente de plástico.
—Ahora, Richard. Ahora, Richard. ¡Ahora Richard!
La cámara enfocaba en zoom con ruido del carrete. Olfield hundió el cañón en la almohada y apretó el gatillo. Se oyó un tiro sordo y luego el siseo del aire al escapar. Una mancha roja se extendía mientras la almohada desinflada empezó a llenarse de sangre.
—Sí, Richard. Sí, Richard. Sí, Richard.
El Noctámbulo fijó la cámara, apartando el ocular. Cogió el revólver de manos de Olfield y abrió el tambor, dejando caer al suelo el cartucho vacío. La noria del Bronx se volvió una planchada giratoria. Sacó dos balas nuevas y las metió en huecos contiguos del tambor, lo cerró y lo hizo dar vueltas.
Richard Olfield permanecía boquiabierto, bailando con música interna. El Noctámbulo sacó una gorra de béisbol de los Dodgers y la placa de Howard Christie de su chaqueta; le plantó la gorra en la cabeza y prendió la placa en el bolsillo del pecho. Volvió a montar la cámara en el trípode y sacó primeros planos de la placa, la gorra y la cara de Olfield. Pensando en Linda Wilhite y en comerse fichas de ajedrez, cogió el arma del suelo y se la puso en su mano derecha. Se colocó tras la cámara y preguntó:
—¿Te sientes realizado ahora, Richard?
—Sí.
—Describe cómo te sientes.
—Me siento como si hubiera conquistado mi pasado, como si hubiera irrumpido en todas las puertas verdes con la promesa de paz por recompensa.
—¿Darías aún otro paso más por mí? Ayudarías a una mujer hermosa a resolver sus pesadillas.
—Sí. No tienes más que decírmelo.
—Mete el cañón en la boca y aprieta dos veces el gatillo.
Richard obedeció sin dudarlo. El percutor hizo un «click» al no haber bala. El Noctámbulo captó el más bello instante de su filme, luego corrió al comedor y miró con la lente infrarroja, cuyos cristales eran color sangre. Lloyd Hopkins estaba dormido, con la cabeza contra la ventanilla medio abierta.